cap. 1
Willis
El tenue aire de Marte estaba fresco, pero no realmente
helado. Aún no había llegado el invierno a las latitudes sureñas
del planeta rojo, y durante el día la temperatura se mantenía por
encima del grado de congelación.
La extraña criatura que estaba en el exterior de la
construcción globular tenía el aspecto general de un ser humano,
pero su cabeza resultaba totalmente distinta. Era algo semejante a
una pecera invertida, con dos ojos telescópicos, inmóviles y
grandes, sin boca visible. La impresión extraterrena aumentaba por
el extraño colorido de la cabeza y el cuello, a rayas amarillas y
negras, semejantes a las de un tigre.
El ser llevaba en su cintura un arma parecida a una pistola,
y en el brazo izquierdo tenía un objeto esférico, mayor que una
pelota de basketball, al que cargaba con sumo
cuidado.
Abriendo la puerta exterior del edificio, el ser penetró,
encontrándose en una pequeña antesala, frente a una segunda
entrada. Apenas la puerta exterior se cerró, la presión del aire se
equilibró nuevamente y de un altoparlante instalado en la pared
surgió una voz impaciente, que dijo:
–¿Bien? ¿Quién es? ¡Hable rápido!
El visitante depositó la pelota cuidadosamente en el piso y
sus manos aferraron el feo rostro y tiraron hacia arriba,
levantándolo. Casi de inmediato la parte delantera cedió, dejando
ver la cara agradable y simpática de un jovencito
terrestre.
–Soy yo, doctor. ¡Jim Marlowe!
–¡Vamos! ¡Entra de una vez! ¡No te quedes allí mordiéndote
las uñas!
–Ya voy, doctor. – Cuando la presión del aire de la antesala
se hubo equilibrado con la del resto de la casa, la segunda puerta
se abrió automáticamente. Jim miró a la pelota que dejara sobre el
piso y dijo-: ¡Vamos, Willis!
La pelota se sacudió, produjo una especie de giba en uno de
sus flancos y comenzó a caminar, o mejor dicho, a rodar tras el
muchachito, que entró en la casa. En la sala principal, que según
costumbre en las casas marcianas ocupaba más de la mitad de la
superficie cubierta, estaba el viejo doctor McRae, curando la mano
de un jovencito de la misma edad que el recién
llegado.
–Buenas, Jim. Quítate el traje de abrigo y sírvete una taza
de café. Hola, Willis.
–Gracias, doctor. ¡Oh, eres tú, Francis! ¿Qué haces
aquí?
–¿Qué dices, Jim? Maté a un buscador-de-agua y me corté un dedo con una de sus
espinas…
–¡Basta de retorcerse! – ordenó el médico.
–¡Es que ese líquido quema! – protestó
Francis.
–Por eso te lo pongo.
–¿Cómo demonios lo hiciste? – insistió Jim-. Tendrías que
saber que a esos animales hay que quemarlos de arriba a abajo…
-mientras hablaba bajó el cierre relámpago que le cerraba
herméticamente el traje térmico especial para el ambiente exterior
marciano y se lo quitó sin dificultad. Luego lo colgó en una
percha, junto con el casco respiratorio que se quitara antes de
entrar. Del mueble ya colgaban el traje térmico y el casco
respiratorio de Francis, que en lugar del rayado del tigre de su
compañero había elegido para pintar su casco los colores de un
guerrero piel roja.
–Lo quemé -replicó Francis airadamente-, pero se movió cuando
lo estaba haciendo y me rozó. Quería preservar la cola para hacer
un collar.
–En tal caso no lo quemaste bien. Con toda seguridad dejaste
intacto el saco de los huevos. ¿Para quién querías hacer un
collar?
–No te interesa. Y puedo agregar que quemé el saco de huevos
como primera medida. ¿Qué te crees que soy? ¿Un
turista?
–A veces me pareces uno. Ya sabes que esos bichos no mueren
hasta la puesta del sol.
–No digas tonterías, Jim -ordenó el médico-. Voy a inyectarte
una dosis de antitoxina, Frank. No servirá para nada, pero tu madre
se sentirá más tranquila. Mañana ese dedo estará tan hinchado como
un cachorro envenenado; tráemelo y te lo cortaré.
–¿Voy a perder el dedo, doctor? – inquirió el jovencito
atemorizado.
–No, pero tendrás que rascarte con la mano izquierda durante
una temporada. Veamos qué te trajo, Jim.
¿Indigestión?
–No, doctor. Se trata de Willis.
–Willis, ¿eh? Pues me parece que está bastante bien… -el
médico miró hacia abajo, encontrándose conque la extraña criatura
había rodado hasta él y estaba observando la mano de Francis. Para
hacerlo proyectaba tres ojos de su masa esférica, semejantes a los
de un enorme caracol, mientras se apoyaba en un trípode de
pseudopodios que le habían crecido en lugar de la primitiva
giba.
–Dame una taza de café, Jim -ordenó el viejo doctor, mientras
entrelazaba las manos para formar una hamaca-. ¡Ven aquí, Willis,
muchacho!
Willis dio un salto y se encontró entre las manos del doctor,
recogiendo todas las protuberancias al hacerlo. El médico lo colocó
sobre la camilla de observación y ambos se
miraron.
El doctor McRae vio una pelota de regulares dimensiones,
cubierta de pelo corto y espeso, sin más facciones que el trío de
inquisitivos ojos que surgían entre la recia pelambre. El marciano
por su parte se encontró frente a un terrestre de edad madura, cuya
barba y cabellos eran grises, y que vestía camisa y pantalones
cortos blancos.
Willis hallaba agradable la visión de aquel ser
extra-marciano.
–¿Cómo te sientes, Willis? – inquirió el doctor-. ¿Bien?
¿Mal?
Un hoyuelo apareció entre los pseudopodios y se dilató hasta
convertirse en un orificio.
–Willis está perfectamente -dijo con voz extraordinariamente
parecida a la de Jim.
–Perfectamente, ¿eh? – sin mirar hacia atrás, el médico
agregó en distinto tono de voz-: ¡Jim! Lava esas tazas nuevamente.
Y esta vez, esterilízalas. ¿Quieres hacer una siembra de
microbios?
–Está bien, doctor -Jim miró a Francis-. ¿Quieres café,
Frank?
–Sí. Con mucha leche.
–¡Oh, cállate y no seas molesto! – Jim se sumergió casi en la
pileta del laboratorio para pescar otra taza, que lavó y colocó con
las otras dos en el autoclave para esterilizarlas, pues el viejo
doctor colocaba descuidadamente sus cultivos microbianos junto con
su vajilla.
Unos minutos después el jovencito sirvió el caliente líquido
y entregó una taza al médico.
–Este ciudadano está bien, Jim -dijo McRae-. ¿Por qué lo
trajiste?
–Ya sé que declara estar bien, doctor, pero se equivoca. ¿No
puede revisarlo?
–¿Cómo quieres que lo revise si ni siquiera puedo tomarle la
temperatura, pues ignoro cuál debe ser su estado normal? ¿Quieres
que lo corte en pedazos para estudiarlo?
Inmediatamente Willis retiró sus pseudopodios y ojos,
convirtiéndose nuevamente en una pelota totalmente
lisa.
–¡Mire qué ha hecho! – exclamó Jim Marlowe-. ¡Lo
asustó!
–Lo siento -dijo el médico, acariciando la suave piel del
extraño ser-. Todo está bien, Willis… Willis es bueno… Nadie va a
lastimar a Willis.
Willis se limitó a dilatar su diafragma
vocal.
–¿No lastimarán a Willis? – preguntó, en una copia exacta de
la voz de Jim-. ¿No cortarán a Willis?
–No. Lo prometo.
Los ojos aparecieron lentamente, con expresión de cauteloso
temor. Era curioso pensar en que algo sin facciones podía ser
expresivo. Sin embargo, así era.
–Así está mejor -afirmó el médico-. Veamos, Jim. ¿Por qué
dices que este sujeto está enfermo?
–Bueno, doctor, se comporta en una forma muy extraña. En el
interior de casa se muestra perfectamente bien, pero cuando salimos
al exterior se convierte en una pelota y se niega a moverse. Si no
está enfermo… ¿Por qué lo hace?
–Me parece comprenderlo. ¿Cuánto hace que estás amaestrando a
esta pelota parlante?
Jim repasó mentalmente los veinticuatro meses del calendario
marciano.
–La encontré a fines de Zeus, cerca de Noviembre,
doctor…
–Y ahora estamos a fin de Marzo, a punto de comenzar Ceres.
El verano ha terminado, ¿No te sugiere nada este
hecho?
–¿Eh? No…
–¿Esperabas que fuera saltando en la nieve como una pelota?
Nosotros, cuando la temperatura baja, emigramos. Willis vive
aquí.
La boca del jovencito se abrió
involuntariamente.
–¿Quiere decir que está preparándose para
invernar?
–Es claro. Los antepasados de Willis tuvieron millones de
años para aclimatarse al ambiente marciano; tú pareces ignorarlo,
pero no puedes esperar que él lo pase por alto.
Jim pareció preocupado.
–Yo planeaba llevarlo conmigo a Syrtis
Menor…
–¿A Syrtis Menor? ¡Ah, sí! Este año irás al Colegio Superior.
¿Tú también, Frank?
–¡Es claro!
–No consigo acostumbrarme a la forma desconsiderada que
tienen ustedes de crecer, chicos… Vine a Marte porque como aquí el
año dura el doble pensé que tendría más tiempo, pero los meses
vuelan exactamente igual que en la Tierra…
–Oiga, doctor… ¿Qué edad tiene usted?
– inquirió Francis.
–No te importa. Demasiada. ¿Cuál de los dos piensa estudiar
medicina para reemplazarme cuando llegue el
momento?
Ninguno de los muchachos contestó.
–¡Vamos, hablen! ¿Qué piensan estudiar?
–No estoy seguro, doctor… Estoy interesado en la areografía (1), pero también me gusta la biología.
Tal vez me dedique a economía planetaria, como mi padre… -dijo por
fin Jim.
(1) Término griego que significa estudio descriptivo de
Marte. (N. A.)
–Ése es un tema muy amplio y tendrás bastante trabajo. ¿Y tú,
Frank? Francis pareció embarazado.
–Bueno… ¡cuernos! Aún sigo creyendo que me gustaría ser
piloto de cohetes…
–Pensaba que ya habías abandonado la idea.
–¿Por qué? Puedo aprender astronáutica,
¿verdad?
–Si te gusta… Hablando del asunto… ¿Ustedes se irán antes que
emigremos hacia el norte, no es así?
A causa del extremo rigor del clima marciano, era necesario
que la colonia emigrara dos veces por año, para evitar los
inviernos alternados de los hemisferios norte y sur. El verano
sureño era aprovechado viviendo en Charax, a unos treinta grados
del Polo Sur; la colonia estaba en aquellos momentos a punto de
mudarse a Copáis, que estaba a esa misma distancia del Polo Norte.
Allí permanecerían los colonos medio año marciano, o sea casi un
año terrestre.
En la zona ecuatorial había establecimientos permanentes, en
los que vivía una población estable todo el año. Marsport, Nueva
Shangai, Syrtis Menor… pero no se trataba de colonias y sus
habitantes eran en su mayor parte empleados de la Compañía
Comercial Marciana. Por contrato legalizado, la Compañía Comercial
Marciana debía proveer a las familias de los colonos de
establecimientos educacionales paralelos a los terrestres para que
los niños y jóvenes pudieran adquirir conocimientos suficientes
para ingresar a las Universidades de la Tierra en igualdad de
condiciones con los demás alumnos. Resultaba cómodo a la Compañía
que la Escuela Superior funcionara en Syrtis Menor, y allí estaba
instalada.
–Partimos el miércoles próximo -repuso Jim-. En el
coche-correo.
–¿Tan rápido?
–Sí, y esto es lo que me preocupa. ¿Qué debo hacer con
Willis, doctor?
Willis oyó su nombre y miró inquisitivamente al
jovencito.
–¿Qué debo hacer, doctor? – repitió, con la misma voz que
Jim.
–¡Cállate, Willis!
–¡Cállate, Willis! -el extraño ser
repitió las palabras del médico con su mismo tono de
voz.
–Probablemente lo más apropiado sería buscarle un agujero
confortable para que pasara el invierno y dejarlo en paz -dijo
McRae tras pensarlo un momento-. Al terminar el invierno podrían
reanudar la amistad que los une…
–¡Pero lo perdería, doctor! ¡Willis saldría del agujero antes
que yo volviera de la escuela! – protestó el
muchachito.
–Probablemente -el médico lo meditó-. Eso no le haría ningún
daño… Willis es un individuo, no una cosa…
–¡Claro que es un individuo! ¡Es mi amigo!
–No veo por qué Jim hace tanto lío por este bicho -terció
Francis-. ¡Después de todo no es más que una pelota de basket
parlante! Si me lo preguntan, creo que es un retardado
mental…
–Nadie te lo preguntó. Willis me quiere mucho, ¿verdad,
Willis? ¡Vamos, ven con papá! – el pequeño marciano dio un salto y
cayó en los brazos del jovencito. Jim lo acarició.
–¿Por qué no le preguntas a uno de los marcianos? – sugirió
el doctor-. Tal vez puedan decirte qué debes hacer con este
jovencito…
–Traté de hacerlo, pero no encontré a ninguno con deseos de
prestarme atención.
–Quieres decir que no tuviste suficiente paciencia como para
esperar a que el marciano te llevara el apunte.
–Bueno. Siempre puedes interrogar al interesado
directo.
–¿Qué le diré?
–Yo intentaré hacerlo… ¡Willis! – el ser clavó dos ojos en el
médico, que prosiguió-. ¿Quieres salir de aquí y buscarte un sitio
donde dormir?
–Willis no tiene sueño -fue la firme
respuesta.
–Tendrá sueño en el exterior… hace frío y podrá buscarse un
agujero para invernar. ¿Qué dice Willis?
–¡No!
El médico tuvo que mirar atentamente para darse cuenta que no
había sido Jim quien respondiera a la pregunta. Cuando Willis
hablaba respondiendo a preguntas, siempre utilizaba la voz del
jovencito. Su diafragma parlante no tenía un registro propio; era
algo así como el diafragma de un altoparlante de radio, con la
diferencia que estaba colocado en un ser viviente.
–Esto parece definitivo, pero probaremos otro sistema.
¿Quieres quedarte con Jim, Willis?
–Willis quiere quedarse con Jim -repuso el pequeño ser con
acento decidido-. ¡Tibio!
–Ahí tienes la clave de tu éxito, Jim. A Willis le gusta la
temperatura de tu sangre… Pero esto arregla todo. ¡Llévatelo
contigo! No creo que le haga daño quedarse en tu compañía. Tal vez
viva cincuenta años en lugar de un siglo, pero se divertirá
más.
–¿Acaso viven normalmente hasta los cien años, doctor? –
preguntó Jim.
–¿Quién sabe? No hemos estado suficiente tiempo en este
planeta como para aprender semejante cosa. ¡Ahora, váyanse de aquí.
Tengo que trabajar!
El médico miró de reojo su lecho: no había sido arreglado en
una semana. Tal vez no valía la pena cambiar las mantas hasta el
día de lavado.
–¿Por qué no viene a cenar a casa esta noche, doctor? –
sugirió Jim-. ¿Y tú, Frank?
–Yo no puedo -repuso Francis-. Mi madre dice que como
demasiado a menudo con tu familia.
–Si mi madre estuviera aquí, diría lo mismo -afirmó McRae con
una sonrisa-. Llama a tu casa, Jim…
El jovencito se comunicó por el fonovisor con su madre, que
sonrió en la pantalla televisora.
–¡Encantada de invitar al doctor! ¡Dile que se apresure,
Jim!
–¡En seguida vamos, mamá!
Jim comenzó a ponerse el traje térmico, pero McRae lo
interrumpió:
–Afuera hace demasiado frío. Iremos por el
túnel.
–¡Pero el camino es más largo! – protestó el
muchachito.
–Dejaremos que resuelva Willis. ¿Qué prefieres,
Willis?
–¡Tibio! – repuso Willis claramente.
cap. 2
Colonia Sur, Marte
La Colonia Sur tenía la estructura general de una rueda. Los
edificios administrativos eran el eje; de allí surgían docenas de
túneles que iban en distintas direcciones. Sobre ellos se
levantaban las demás construcciones, depósitos y viviendas. Éstas
eran en conjunto similares. Todas consistían en una semiesfera de
plástico siliconado, preparada con materias primas extraídas del
suelo de Marte y armada en el sitio donde debía estar. Las paredes
eran dobles, separadas por un espacio vacío de cuarenta
centímetros, que aislaba el interior de la extrema temperatura
exterior del planeta rojo. En las casas los colonos mantenían una
presión artificial de dos tercios la habitual en la Tierra. En
realidad la presión atmosférica marciana es inferior a la tercera
parte de la terrestre. Un visitante de la Tierra que no esté
condicionado a la escasez de oxígeno del planeta rojo, morirá si no
lleva una máscara respiratoria. Entre los colonos, tan sólo
tibetanos y bolivianos son capaces de aventurarse en el exterior de
las viviendas sin sus respiradores.
Las casas no tenían ventanas, pues si bien el desierto que
rodeaba a la colonia era hermoso, su vista constante resultaba
demasiado monótona.
La Colonia Sur estaba ubicada en un área concedida por los
marcianos al norte de la antigua ciudad de Charax -su verdadero
nombre en marciano resulta impronunciable para cualquier
terrestre-, entre las ramas del canal doble Strymon. Los colonos
usaban la nomenclatura dada a Marte por el inmortal astrónomo,
doctor Percibal Lowell (2) en sus mapas
telescópicos.
Francis acompañó a Jim y al doctor McRae hasta la
intersección del túnel principal con un ramal que lo llevaba a su
casa. Allí se separó de ellos; pocos minutos después McRae, el
jovencito y Willis llegaban a la casa de la familia Marlowe. La
madre de Jim los recibió en la sala.
–Señora, vuelvo a abusar de sus bondadosos instintos -dijo el
médico haciendo una reverencia.
–¡Carámbanos, doctor! – repuso la madre del jovencito,
sonriendo-. Usted es siempre bienvenido a nuestra
mesa.
–Quisiera tener suficiente fuerza de voluntad como para
desear que usted no fuera una extraordinaria cocinera. Así me
resultaría más fácil hacerle comprender que vengo para visitarla, y
no para aprovechar la oportunidad de comer de tanto en tanto como
una persona…
La señora de Marlowe se ruborizó y dirigiéndose a su hijo
cambió el tema.
–Jim… no dejes tu pistola sobre el sofá, donde Oliver pueda
alcanzarla… -el hermanito menor de Jim, al oír su nombre, corrió
hacia el arma; el muchacho y su hermana, Phyllis, lo vieron y al
mismo tiempo gritaron:
–¡Ollie!
–¡Ollie! – gritó Willis, duplicando simultáneamente las voces
de Jim y Phyllis.
La niña estaba más cerca; aferró el arma y dio una palmada al
niñito, que se echó a llorar, imitado de inmediato por
Willis.
(2) Astrónomo norteamericano descubridor de los canales de
Marte. (N. T.)
–¿Qué pasa en esta familia? – inquirió el señor Marlowe,
entrando en ese momento.
El doctor McRae se inclinó y alzó al pequeño Oliver,
montándolo sobre su ancha espalda. El pequeño olvidó su llanto de
inmediato.
–No ocurre nada, querido -dijo la madre, volviéndose hacia su
esposo-. Me alegro que hayas regresado temprano; ¡vayan a lavarse,
chicos!
La segunda generación de la familia Marlowe marciana corrió
hacia el cuarto de baño.
–¿Qué pasó, querida? – quiso saber el padre cuando los
mayores quedaron a solas. Diez minutos después iba en busca de su
hijo mayor al dormitorio.
–Jim -dijo.
–¿Sí, papá?
–¿Qué es eso de dejar tu pistola al alcance de la mano de tu
hermano menor?
El jovencito se ruborizó.
–No estaba cargada, papá -repuso.
–Si todos los hombres que fueron muertos con "armas
descargadas" que resultaron no serlo fueran alineados uno tras
otro, daríamos la vuelta al mundo varias veces. Cuando te dieron la
licencia para portar armas, prestaste juramento,
¿verdad?
–Estee… sí, papá.
–Yo me siento orgulloso de que te hayan autorizado a ser uno
de los jóvenes armados de la Colonia Sur. Esto significa que eres
un adulto. Que legalmente, eres responsable. Y la responsabilidad
es algo constante, no momentáneo. ¿Me comprendes?
–Sí, papá.
–¡Magnífico! Vamos a cenar.
El doctor McRae predominó en la conversación durante la
comida y también en la sobremesa, como lo hacía
habitualmente.
–¿Qué es eso de que dentro de veinte años podremos quitarnos
los respiradores? ¿Acaso hay alguna novedad respecto al Proyecto? -preguntó después de una pausa, mirando al
padre de Jim.
La Colonia tenía en estudio y ejecución docenas de proyectos
preparados para tornar Marte más habitable. Pero al decirse "el
Proyecto", se sobrentendía que se estaba hablando del referente a
la restauración del oxígeno atmosférico.
Las arenas rojizas de los desiertos marcianos debían su color
a la oxidación; esto significaba que en ellas había trillones de
toneladas de oxígeno, que los colonos planeaban volver a su forma
gaseosa para enriquecer la atmósfera del planeta.
–¿No oyó esta tarde el informe propalado desde Deimos? –
repuso Marlowe.
–Nunca escucho informativos radiales. Es malo para los
nervios.
–No lo dudo. Pero hoy las noticias fueron buenas. La planta
piloto de Libya está en funcionamiento… y podríamos agregar, que
con todo éxito. El primer día produjo cuatro millones de toneladas
de oxígeno purísimo…
La señora Marlowe miró a su marido.
–¿Cuatro millones de toneladas? Parece una gran cantidad. ¿No
es así?
–¿Sabes cuánto tiempo se necesitaría para que con esa
producción pudiéramos considerar solucionado el problema del
oxígeno en Marte? – sonrió su esposo.
–No… pero no creo que sea demasiado…
–Déjame calcular… ehhh… sí, más o menos doscientos mil años…
Años marcianos, naturalmente.
–¡Te burlas de mí, James!
–¡No, querida, no! Pero no dejes que estos datos te asusten.
No dependeremos de una sola planta industrial… Cada cincuenta
kilómetros de desierto habrá una. Gracias a la energía atómica no
tenemos el problema del combustible. Si el trabajo no terminara
durante nuestras vidas, por lo menos nuestros hijos lo verán
finalizado… ¿Qué le pasa, doctor? Lo noto
contrariado…
–¡Oh, no, no! Estaba pensando en el resultado final de todo…
Éste es un trabajo realmente extraordinario… magnífico y duro. Pero
cuando terminemos… ¿De qué habrá servido? ¿No hubiera sido mejor
que dejáramos a Marte para los marcianos? ¿Saben ustedes para qué
se usaban en la Tierra los televisores cuando recién comenzaron a
popularizarse?
–No creo que…
–Bueno, yo no lo vi, pero mi padre me lo contó… Parece
que…
–¿Su padre? ¿Pero era tan viejo como
para recordar los comienzos de la televisión? – lo interrumpió la
señora de Marlowe.
–Bueno, tal vez haya sido mi abuelo quien me lo contó -el
médico carraspeó-. Pues resulta que se empleaba para trasmitir
luchas desde los anfiteatros…
–¿Qué es una lucha desde un anfiteatro, doctor? – preguntó
Phyllis.
–Un baile folklórico -terció la madre-. No comprendo qué
quiere decir, doctor… No veo qué daño se puede…
–¿Qué es un baile folklórico, mamita? – insistió la
chiquilla.
–Creo que los niños han terminado, Jane -exclamó Marlowe-.
¿No podríamos excusarlos?
–Naturalmente. Di "Permiso, por favor", Ollie -el niñito
obedeció, imitado exactamente por Willis.
Jim se limpió la boca, tomó a Willis y salió del comedor,
dirigiéndose a su habitación. Le gustaba oír hablar al viejo doctor
Marlowe, pero debía admitir que cuando había otras personas mayores
el médico divagaba demasiado. Tampoco comprendía, por qué había
necesidad de producir más oxígeno en Marte. Nunca hubiera pensado
en salir al exterior sin su respirador: se hubiera sentido casi
desnudo…
Su hermanita lo siguió. Deteniéndose en la puerta del
dormitorio, Jim se volvió.
–¿Qué ocurre, chiquita? – le preguntó.
–Bueno… escúchame, Jimmy… Ya que tendré que encargarme de
Willis cuando te hayas marchado, me parece que sería una buena idea
que se lo explicaras, para que no haya problemas…
Jim la miró asombrado.
–¿De dónde sacaste la idea de que voy a dejar a mi Willis?
La chiquilla sostuvo su mirada.
–¡Pero tendrás que hacerlo! ¡No puedes llevártelo al colegio!
¡Pregúntale a mamá!
–Mamá no tiene nada que ver con este asunto. ¡No le interesa
qué es lo que llevo conmigo al colegio o lo que dejo de
llevar!
–¡Me parece que eres malo! – gritó Phyllis.
–Cada vez que te contrarío dices que soy
malo…
–¡Pero ésta es la casa de Willis! Si te lo llevas al colegio,
extrañará… ¡Eres malo con él!
–¡No es cierto! ¡Yo estaré con Willis!
–La mayor parte del tiempo estarás ocupado con tus estudios y
Willis estará solo. Deberías dejarlo aquí conmigo… con
nosotros.
Jim se enderezó.
–¡Voy a terminar inmediatamente con este asunto! –
exclamó.
Regresó al comedor y esperó con aire agresivo a que
advirtieran su presencia. Pronto su padre lo miró:
–¿Qué pasa, Jim?
–¿Hay alguna duda respecto a que Willis me acompañará al
colegio?
Marlowe miró sorprendido a su hijo.
–¡No se me había ocurrido que pensabas llevar a Willis
contigo, Jim!
–¿Eh?¿Por qué no?
–Bueno… el colegio no es un sitio adecuado para
él.
–¿Por qué?
–Estee… no podrías cuidarlo en forma adecuada. Estarás
demasiado ocupado con tus estudios…
–Willis es fácil de satisfacer. Come una vez por mes y bebe
un sorbo de agua semanal. ¿Por qué no puedo llevarlo conmigo,
papá?
Marlowe pareció apabullado y se volvió hacia su
esposa.
–Mira, Jimmy, queridito… -comenzó a decir la esposa. Pero el
chico la interrumpió.
–Cada vez que quieres convencerme para que no haga algo,
comienzas diciendo "Jimmy queridito,
mamá…
La madre hizo un esfuerzo para no sonreír.
–Lo siento, hijo. Lo que quería decirte es esto: nosotros
deseamos que tengas un buen comienzo en el colegio. No creo que
llevar contigo a Willis te ayude mucho.
Jim pareció por un momento sorprendido, pero no estaba
dispuesto a rendirse tan fácilmente.
–Mire… ustedes leyeron el folleto que me enviaron desde la
Dirección del Colegio, diciendo lo que debía hacer y qué podía
llevar conmigo. Si hay algo allí que diga claramente que se prohíbe
llevar a Willis me callaré la boca y no volveré a mencionar el
asunto. ¿De acuerdo?
La señora Marlowe miró inquisitivamente a su marido: él le
devolvió la mirada sin saber qué decir. El doctor McRae los
observaba a ambos, sin hablar, pero manteniendo una expresión de
sardónica diversión.
–Llévate a Willis, Jim -dijo finalmente el padre,
encogiéndose de hombros-. Pero recuerda que es tu problema, no el
nuestro.
–¡Gracias, papá! – exclamó el jovencito, sonriendo y saliendo
apresuradamente de la habitación para no dar a sus padres tiempo de
cambiar de idea.
Marlowe sacudió la pipa y miró irritado al doctor
McRae.
–¿De qué se ríe, pedazo de bebuíno? – le dijo-. ¿Piensa que
soy demasiado indulgente, verdad?
–Oh, no… en lo más mínimo. Me parece que hizo lo
justo…
–¿Le parece que el amiguito de Jim no provocará líos en el
Colegio?
–Por el contrario. Tengo cierta familiaridad con las
peculiares costumbres de Willis…
–¿Y por qué dice que hice lo justo?
–¿Por qué va a evitar a sus hijos los problemas que se le
pueden presentar? El Hombre se civilizó venciendo
dificultades…
–¡A veces me parece que usted es más loco que una cabra, como
dice Jim, doctor!
–Es probable, pero como soy el único médico de la Colonia, no
habrá posibilidades de que me diagnostiquen… Señora Marlowe…
¿Tendría la amabilidad de dar a este pobre anciano otra taza de su
delicioso café?
–¡Naturalmente, doctor! – la señora se volvió hacia su
esposo-. Te diré, James. No lamento que hayas autorizado a Jimmy a
llevar consigo a Willis. Será un alivio no tenerlo con
nosotros…
–¿Por qué, querida? Jim dijo que no molesta a nadie… eso es
cierto.
–Sí, pero tiene el defecto de que siempre dice la
verdad…
–¿Qué quieres decir?
–Yo creía que era el testigo perfecto para solucionar las
peleas de los niños… pero ocurre que repite todo lo que oye con la
precisión de un gramófono… ¿Conoces a la señora
Pottles?
–Naturalmente.
El médico agregó:
–¿Cómo puede nadie ignorarla? Yo soy el desdichado que se
ocupa de "sus nervios".
–¿Está enferma en estos momentos, doctor? – inquirió la
señora Marlowe.
–Trabaja demasiado poco y come excesivamente. No puedo decir
más porque la ética profesional me lo impide…
–Ignoraba que tuviera ética profesional,
doctor.
–¡Tenga más respeto por mis canas, joven! ¿Qué ocurre con la
señora Pottles?
–Bueno. Ocurre que la semana pasada Luba Konski vino a
almorzar conmigo y tuvimos la mala idea de hablar de la señora
Pottles. Seriamente, James… no dijimos mucho, pero ignorábamos que
Willis estuviera debajo de la mesa…
–¿Estaba? – Marlowe se cubrió la cara con las manos. Luego
dijo-: Bueno… prosigue.
–Ustedes recordarán que la familia Konski alojó a los Pottles
hasta que se les edificó una casa para ellos… Desde entonces Luba
ha detestado cordialmente a Sarah Pottles. El martes pasado Luba me
dio algunos detalles "jugosos" sobre las costumbres de Sarah… y al
día siguiente Sarah pasó por casa para darme algunos consejos sobre
la mejor forma de educar a mis hijos… Lo malo fue que dijo algo que
puso en marcha la memoria de Willis, y el muy condenado repitió
todo lo que dijo Luba de ella… La señora Pottle se marchó sin
despedirse y desde entonces no volvió a hablarme.
–No has perdido gran cosa -comentó Marlowe,
sonriendo.
–¡Qué mujer ésa! – agregó el médico-. ¡No comprendo por qué
se le ocurrió hacerse pionera de
Marte!
–Vino con su esposo porque pensaba que se harían ricos en
poco tiempo y podrían regresar a la Tierra -repuso
Marlowe.
–Hablando desde un punto de vista exclusivamente profesional,
amigo mío -exclamó el médico carraspeando-, ¿no podríamos tratar de
hacer repetir a Willis lo que comentó la señora
Konski?
–¡Usted es un viejo mentiroso, doctor! – repuso Marlowe
lanzando una carcajada-. Vamos a buscar al globular amigo de mi
hijo y nos reiremos un rato…
cap. 3
Gekko
El miércoles amaneció claro y frío, como la mayor parte de
las mañanas en Marte. Los Sutton y los Marlowe, excepto el pequeño
Oliver, estaban reunidos en la plataforma de cargas de la Colonia,
sobre la rama oeste del canal Strymon, para despedir a los dos
muchachos.
La temperatura se elevaba lentamente, y el viento de la
aurora soplaba con persistencia. El termómetro marcaba treinta
grados bajo cero. Junto al muelle estaba el coche-correo,
descansando sobre sus patines filosos como
navajas.
Las rayas de tigre del casco de Jim, la pintura de guerrero
indio de Francis y un arco iris en el de Phyllis identificaban
fácilmente a los miembros menores de ambas familias. Los adultos se
diferenciaban solamente por la estatura; había dos personas más, el
doctor McRae y el Padre Cleary. El sacerdote hablaba a Frank con
voz grave y serena. Luego se volvió hacia Jim:
–El pastor me pidió que te despidiera, Jimmy… el pobre está
con una afección bronquial. Hubiera venido igual, pero yo escondí
su respirador para que no se levantara -el pastor protestante era
soltero y no tenía familia, por lo que compartía la casa del cura
católico.
–¿Está muy enfermo?
–No tanto. Llévate sus bendiciones… y las
mías.
Jim dejó caer su maleta, pasó a Willis y sus patines de hielo
al brazo izquierdo y estrechó la diestra del sacerdote. Luego se
produjo un silencio molesto, quebrado por el
jovencito.
–Mejor vayan adentro… si siguen aquí se
helarán.
–Sí, es una buena idea -asintió Francis.
–Me parece que el conductor del coche-correo está preparado
para partir -exclamó Marlowe-. Bueno, hijo, cuídate y pórtate
bien.
Padre e hijo se estrecharon solemnemente las manos. Luego la
madre abrazó a Jim.
–¡Oh, mi hijito! ¡Tan chico y tiene que separarse de
nosotros!
–¡Por favor, mamá! – exclamó el muchacho, pero estrechó con
fuerza a su madre. Naturalmente, tuvo que hacer lo mismo con
Phyllis para consolarla.
–¡Todo el mundo a bordo! – llamó el
conductor.
Jim se volvió y sintió que alguien lo tomaba del brazo. Era
el viejo doctor McRae.
–Buena suerte, Jimmy. Y no aguantes ninguna injusticia de
nadie.
–No, doctor. Gracias.
Los dos muchachitos entraron en el coche y mostraron la
tarjeta del Colegio al conductor, que cerró herméticamente y les
dijo:
–Conque son novatos, ¿eh? Bueno, si quieren pueden viajar en
el observatorio pues no llevo más pasajeros.
Jim y Frank se ubicaron en la cúpula de observación, por
delante y arriba de la cabina del conductor.
La turbina vibró y el vehículo partió velozmente deslizándose
sobre el hielo del canal con toda suavidad.
El conductor pronto se quitó el casco con la máscara de
respiración y los dos jovencitos, viéndolo desde sus asientos, lo
imitaron.
–¿Qué tal? ¿Cómodo, eh? – comentó Francis.
–Sí… ¡Mira la Tierra!
El planeta natal de la especie humana se divisaba sobre el
horizonte, destacándose entre el fulgor rojizo del sol alzándose en
dirección noreste. Más allá, hacia el norte, brillaba Deimos, el
satélite exterior de Marte.
Francis miró de la Tierra a Deimos.
–Oye… estamos en buena posición para sintonizar la radio…
¿Por qué no le pides al conductor que, la conecte?
–¿Qué importa la radio? Lo que yo quiero es
mirar…
Pese a que concluía el verano, la cintura de campos sembrados
con plantas adaptadas al clima marciano continuaba verde y su color
se hacía más intenso a medida que los vegetales emergían del suelo
para abrir su follaje y recibir los rayos del sol.
El conductor sintonizó por fin la radio y los compases
clásicos de una sinfonía de Sibelius llenaron el interior del
vehículo. Los dos jovencitos no conocían a aquel compositor de otro
siglo ni les interesaba la música clásica.
Pronto las orillas del canal se cerraron nuevamente a ambos
costados del vehículo y los muchachos no tuvieron nada más que
ver.
La música cesó y se oyó una voz profesionalmente agradable,
que anunciaba:
–Transmite D-M-S, estación de Deimos de la Compañía Comercial
Marciana, en su audición matutina. El doctor Graves Armbruster les
hablará ahora sobre "Consideraciones ecológicas derivadas de los
experimentos simbióticos de…
El conductor cerró inmediatamente la
recepción.
–Me hubiera interesado escuchar esa conferencia -exclamó
Jim-. Parecía algo…
–¡Bah! ¡No digas estupideces! – lo interrumpió Francis-. ¡No
hubieras comprendido una palabra!
–¡Cómo no! El título significa que…
–No tienes público, maestro… déjate de pedanterías y
aprovecha el tiempo para dormir…
Siguiendo su propio consejo, Francis se reclinó en el cómodo
asiento y cerró los ojos. Sin embargo no tuvo oportunidad de
dormir, pues Willis que parecía haber estado meditando el asunto,
comenzó a entonar la sinfonía transmitida minutos atrás desde Radio
Deimos.
El conductor, algo sorprendido, miró hacia arriba a través
del panel plástico transparente.
Willis prosiguió cantando y luego transmitió en anuncio hasta
el momento en que se cortara el contacto.
–¡Eh! ¿Qué tienen ahí? ¿Un grabador de sonido? – inquirió el
conductor.
–No. Un marciano.
–¿Qué?
Jim alzó a Willis para que el hombre pudiera
verlo.
–Se llama Willis -dijo-. Es mi amigo.
–¿Esa cosa es el
grabador?
–¡No es una cosa! – protestó el jovencito.
–¡Tengo que verlo! – el conductor colocó los controles
automáticos y subió a la cúpula de observación.
Jim alzó a Willis para que fuera más visible y le
ordenó:
–Dile buen día al hombre, Willis.
–¡Buen día, hombre!
–¡Diablos! Esto es lo más extraordinario que he visto en mi
vida! Una especie de papagayo, ¿eh?
–¿No los conocía? Tienen un nombre científico en latín, que
significa "cabeza redonda de Marte"… yo lo llamo
Willis.
–¡Caramba! ¿Cuánto quieres por este bicho, chico? Tengo una
idea y…
–¿Vender a Willis? ¿Está usted loco?
–A veces pienso que sí -suspiró el conductor-.
Olvídalo…
Y suspirando volvió al puesto de comando del
vehículo.
Los muchachos sacaron bocadillos y un termo con café caliente
que llevaban en sus bolsas de viaje y comieron. Luego pareció
oportuno aprovechar la idea anterior de Francis y recostándose,
durmieron.
Cuando despertaron el vehículo disminuía perceptiblemente su
velocidad; Jim se incorporó y preguntó en alta
voz:
–¿Qué ocurre?
–Llegamos a la Estación Cynia -repuso el conductor-. Nos
detendremos hasta la puesta del sol, pues el hielo no está muy
firme. Pueden aprovechar para pasear unas horas…
La estación estaba a tres kilómetros de distancia de la
antigua ciudad de Cynia. En realidad consistía tan sólo en un
edificio con un restaurante y un bar, junto al que se extendía una
hilera de depósitos de plásticos opaco. Hacia el este, las torres
de la ciudad marciana se alzaban esbeltas y demasiado hermosas para
ser sólidas. En realidad parecían flotar sobre el suelo, sin
tocarlo.
Jim quería explorar el lugar, pero Francis insistió en
visitar primero el restaurante, donde gastaron parte de sus escasos
fondos en un guiso insípido y dos tazas de café.
–¿Qué piensan hacer, chicos? – le preguntó el encargado, que
era a la vez representante de la Compañía Comercial de
Marte.
–Saldremos a explorar los alrededores.
–¡Ajá! Pero manténganse lejos de la ciudad,
¿eh?
–¿Por qué? – quiso saber Jim.
–Porque la Compañía no permite que se pase de ciertos
límites. Por lo menos, sin autorización.
–¿Cómo podemos conseguir autorización?
–No pueden. Cynia aún no ha sido abierta a la
exploración…
Jim hubiera querido discutirlo, pero Francis no se lo
permitió. Cuando salieron, el muchachito siguió
protestando:
–¿Con qué derecho nos dice que no podemos acercarnos a
Cynia?
–No sé, pero evidentemente él cree que puede
hacerlo…
–¿Qué hacemos?
–Iremos a Cynia, naturalmente.
–¿Y si nos descubre?
–¿Crees que abandonará el asiento que está calentando?
¡Vamos!
–¡Vamos!
Se dirigieron hacia el este. El camino no era fácil. En
realidad no había tal camino, y la vegetación marciana, que en
aquellos momentos dirigía su follaje móvil hacia el sol para captar
los rayos y caldearse, dificultaba enormemente la
marcha.
Empero la baja gravedad del planeta hacía fácil avanzar aun
en terreno escarpado; pronto llegaron al canal de Oeroe, en cuya
orilla estaba la ciudad. El aire se había caldeado y la brisa
estaba embalsamada con extraños aromas vegetales. La superficie del
canal seguía parcialmente helada, pero en algunos puntos se
divisaban las aguas, claras y poco profundas.
–Tibio -dijo Willis-. Willis quiere caminar.
–Bueno, pero no te caigas al canal -repuso Jim, depositándolo
sobre la orilla rocosa.
–Willis no se caerá.
La criatura echó a saltar entre la vegetación, como un
cachorro explorando un sitio desconocido.
Habían recorrido un kilómetro más cuando encontraron un
marciano. Se trataba de un espécimen comparativamente pequeño, pues
no tenía más de cuatro metros de altura. Estaba inmóvil, con sus
tres piernas rígidas, aparentemente perdido en la contemplación de
su mundo interior.
Jim y Francis estaban acostumbrados a ver marcianos en
semejante trance, y comprendieron que aquél se hallaba ocupado en
"el otro mundo", según la expresión que utilizaban los nativos de
Marte que hablaban algo de inglés. Así pasaron silenciosamente
junto al ser, cuidando de no rozarlo siquiera. En cambio, Willis no
pareció preocuparse y corrió hacia el marciano, frotándose contra
él y lanzando algunos cortos graznidos. El marciano se estremeció y
pareció salir de su trance. Bajó la cabeza y miró, inclinándose
hacia Willis y alzándolo en sus brazos.
–¡Eh! – gritó Jim-. ¡Suéltelo!
No obtuvo respuesta alguna. El muchachito se volvió hacia su
amigo.
–¡Háblale, Frank! ¡Yo no conseguiré que me
comprenda!
Francis comprendía y hablaba algo del idioma dominante en
Marte, pero muy poco.
–¿Qué quieres que le diga?
–¡Que suelte a Willis!
–Tranquilízate; los marcianos nunca han hecho daño a
nadie.
–¡Dile que suelte a Willis!
Francis comenzó a torcer la boca para hablar con el
imperturbable marciano; su pronunciación, pésima de por sí,
empeoraba a causa de la máscara de respiración y la nerviosidad.
Sin embargo logró articular algunas palabras, que parecían querer
expresar el deseo de Jim.
Nada ocurrió.
Francis intentó nuevamente, usando una variación del
lenguaje, pero tampoco tuvo resultados.
–¡No hay nada que hacerle, Jim! O no me comprende o no quiere
molestarse…
Jim entonces gritó:
–¡Willis! ¡Eh, Willis! ¿Estás bien?
–Willis está bien.
–¡Salta! Yo te agarraré…
–Willis está bien…
El marciano bajó la cabeza y pareció advertir por primera vez
la presencia de Jim y Francis. Sosteniendo a Willis con una de sus
enormes manos, extendió los otros dos brazos y mientras que con uno
envolvió a Jim y lo alzó, con el otro hizo una serie de extraños
movimientos y le palmeó el estómago suavemente.
Jim se encontró mirando cara a cara los ojos líquidos y
transparentes del marciano. El muchacho trató de soltarse, pero
aquel ser era mucho más fuerte que él.
La voz del marciano resonó gravemente; Jim no comprendió lo
que quería decirle, pero identificó el símbolo de interrogación al
comienzo de la frase.
La voz del marciano tenía una extraña cualidad: su acento era
tan dulce y amistoso que Jim lo miró sin miedo, como si lo hubiera
conocido desde mucho tiempo atrás y gozara de su absoluta
confianza.
–¿Qué ha dicho, Frank! – inquirió el muchachito, mirando
hacia abajo, en dirección de su amigo.
–No comprendí bien… pero parece amistoso.
El marciano volvió a hablar. Francis
escuchó.
–Te invita a acompañarlo…
Jim dudó una fracción de segundo.
–Dile que está bien -resolvió por fin.
–¿Estás loco?
–No te preocupes… estoy seguro que este ser es nuestro
amigo.
–Como quieras -Francis cloqueó la frase de asentimiento y el
nativo echó a andar hacia la ciudad, cargando a
Jim.
Francis intentó seguirlo, pero no pudo hacerlo. Entonces
gritó con su voz ahogada por la máscara:
–¡Eh! ¡Esperen un poco!
Jim miró a su amigo y tuvo un momento de
inspiración.
–Oye, Willis… escucha… Dile al marciano que no se apresure
tanto… que espere a Frank…
–¿Que espere a Frank? – Willis pareció
indeciso.
–Sí. Que espere a Frank.
–Bueno. – Willis graznó algo y su nuevo amigo se detuvo, y
bajando su tercer brazo levantó a Francis sin mayor
miramiento.
–¡Eh! – gritó el jovencito-. ¡Suficiente!
–Tranquilízate -le aconsejó Jim-. ¡No te hará
nada!
El marciano ahogó la respuesta de Francis poniéndose
nuevamente en marcha. Su paso era algo brusco pero
extraordinariamente rápido.
–¿Adonde nos llevará? ¿A la ciudad? – aventuró
Jim.
–Seguramente… no quisiera perder el
coche-correo…
–Tranquilízate. Tenemos horas por delante.
El marciano nada dijo, pero prosiguió avanzando hacia la
ciudad. Willis estaba tan contento como una abeja en un
invernadero. Jim, una vez acostumbrado a la irregular marcha del
marciano, comenzó a gozar del panorama. Las torres de Cynia estaban
ya muy cerca; no eran en nada parecidas a las de Charax. Las
ciudades marcianas eran siempre distintas, como si se hubiera
tratado de obras de arte que expresaran las ideas de diferentes
artistas.
Jim se preguntó por qué se habrían alzado esas torres y qué
antigüedad tendría aquella ciudad.
Por fin el marciano se detuvo y dejó en tierra a los dos
jovencitos, continuando con Willis en sus brazos.
Frente a ellos, semicubierta por la vegetación lujuriosa de
Marte, se alzaba una rampa que penetraba en una arcada de la
primera torre. Jim miró y dijo:
–¿Qué te parece, Frank?
–No sé… -los dos chicos habían estado en las ciudades
abandonadas de Charax y Copais, pero nunca en las partes pobladas
aún por nativos. Sin embargo no pudieron pensarlo mucho pues su
guía había continuado avanzando, penetrando en la arcada y
descendiendo hacia el interior de la torre. Jim echó a correr,
gritando:
–¡Eh, Willis!
El marciano se detuvo y cambió algunas palabras con Willis,
que dijo:
–Jim espera…
–¡Salta, Willis!
–Willis perfectamente bien… ¡Jim espera!
El marciano siguió avanzando a un paso que resultaba
absolutamente imposible de seguir.
–¿Qué piensas hacer? – preguntó Francis.
–Habrá que esperar… ¿Qué otra cosa me queda por
delante?
–¡Bueno, pero no estoy dispuesto a perder el
coche-correo!
–De acuerdo. Sería imposible permanecer aquí después de la
puesta del sol…
La violenta caída de temperatura a la puesta del sol, es en
Marte uno de los peores enemigos con que tienen que luchar los
colonos, pues sin una protección adecuada significa la muerte por
congelación.
Se sentaron para esperar; media hora más tarde reapareció el
marciano, o por lo menos, un marciano de la
misma estatura que el que los llevara hasta allí. El corazón de Jim
dio un vuelco al ver que no llevaba a Willis.
–Vengan conmigo -dijo el nativo, en su propio idioma,
haciendo un símbolo interrogativo al finalizar la
frase.
–Quiere que lo acompañemos -dijo Francis-. ¿Lo
hacemos?
–Dile que sí.
El marciano apoyó una mano sobre cada uno de los muchachos y
los condujo un trecho; luego se detuvo y los alzó, cargándolos al
hombro.
El túnel parecía estar iluminado por la luz del día, pese a
que se internaba cada vez más en las entrañas de Marte. La luz
llegaba de todas partes, pero sobre todo del alto techo, sin que se
viera la fuente de origen.
Las dimensiones del túnel, visto con ojos humanos, eran
grandes, pero para los nativos resultaba simplemente
confortable.
Mientras avanzaban, cargados siempre por su guía, los
muchachos vieron pasar a numerosos nativos, que los saludaron con
un gruñido. De pronto, Jim vio a un costado del corredor una esfera
de casi un metro de diámetro. En el primer momento no supo qué era,
pero luego de mirar dos veces lo comprendió y tragó saliva. Los
marcianos modernos no invernan, pero millares de siglos atrás, sus
antepasados lo hacían. De esta costumbre los nativos del planeta
rojo han conservado la facilidad de movimientos necesaria para
adquirir una forma esférica, pues su esqueleto está segmentado y
tienen una extraordinaria flexibilidad. Empero muy pocos hombres
han visto a un marciano adoptando esa forma; para un marciano
moderno, esto significa que ha sido objeto de una terrible ofensa y
que se aleja del mundo, negando así la existencia de sus
semejantes.
Los primeros pioneros humanos en Marte no comprendieron estas
características psicológicas de los nativos, y con esto retrasaron en medio siglo la colonización
del planeta. Jim recordó un cuento que le relatara el doctor McRae,
concerniente a la segunda expedición terrestre a
Marte.
–Y el muy estúpido, lamento decirte que era un oficial
médico, cuando vio al sujeto convertido en una bola, trató de
desenrollarlo. Entonces ocurrió…
–¿Qué?
–Desapareció.
–¿El marciano?
–No. El médico.
–¿Cómo pudo ser?
–No me lo preguntes… yo no lo vi. Los testigos declararon
bajo juramento que en un instante se esfumó, como por arte de
magia…
–¿Pero cómo…?
–No me preguntes… si quieres una explicación, puedes pensar
que fue hipnosis colectiva… A mí no me convence.
Ahora, al ver al marciano en aquella extraña posición, Jim
recordó las palabras del viejo doctor y se
estremeció.
–¿Viste eso? – inquirió Francis.
–Hubiera preferido no verlo… ¿Qué habrá pasado para que ese
tipo haya adoptado semejante resolución?
El marciano que los llevaba dio vuelta hacia la derecha y
entró en un amplio recinto, apropiado para que numerosos nativos se
reunieran cómodamente.
Formando un círculo había numerosas armazones vagamente
parecidas a sillas terrestres, pero mucho mayores. La habitación
era circular y su cúpula esférica. Del techo colgaba un sol en
miniatura, y las paredes representaban el horizonte, tan bien
pintado que la sensación de lejanía era absolutamente
real.
El marciano los dejó junto a dos de las armazones, pero los
muchachos no intentaron acomodarse pues les hubiera resultado
imposible hacerlo.
El nativo los miró con cierta pena, como si hubiera lamentado
no poderles ofrecer mayor comodidad, y luego abandonó el
recinto.
Poco después regresó acompañado por otros dos. Los tres
llevaban pilas de tejidos de colores, que depositaron en medio de
la sala. Luego el primero de los marcianos hizo señas a los dos
jovencitos para que se ubicaran sobre aquellas telas, esponjosas y
suaves.
–Nos invitan a sentarnos -comentó Jim.
Así lo hicieron.
Los tres marcianos se ubicaron en las armazones y
permanecieron en silencio, sin embargo los muchachos no eran
turistas y sabían que no debían tratar de apresurar a un
nativo.
Después de un momento Jim tuvo una idea y la puso en
práctica. Cuidadosamente se alzó la máscara del respirador y la
dejó sobre el casco. Francis lo miró, alarmado.
–¡Eh! ¿Qué piensas hacer? ¿Asfixiarte?
–La presión atmosférica es superior a la del exterior… se
respira perfectamente.
–Como quieras… -replicó Frank. Pero viendo que su amigo no se
ponía violeta, se quitó el respirador. La presión era efectivamente
bastante elevada; en la Tierra hubiera sido considerada
estratosférica, pero para un hombre en reposo resultaba
suficiente.
Pronto las demás armazones fueron ocupadas por sucesivos
marcianos, que llegaron solos o en pequeños
grupos.
–¿Sabes qué está ocurriendo aquí, Jim? – pregunto
Francis.
–Puede ser…
–Parecería que están por celebrar una ceremonia religiosa o
social, ¿no te parece?
–En tal caso lo más conveniente es que permanezcamos
silenciosos, ¿eh?
Los jovencitos dejaron de hablar; Jim pensó en su familia, en
la lejana Colonia, en sus proyectos para el futuro. Poco a poco fue
sintiéndose tranquilo y sereno, lleno de una felicidad silenciosa.
Por un momento pensó en Willis, pero no lo extrañó mucho. Aquella
clase de reunión no era lo que más gustaba al pequeño ser, ruidoso
e indiscreto. Apartando a Willis de su mente, el jovencito se
entregó por completo al placer de vivir. Recién entonces advirtió
que el sol en miniatura que colgaba del techo se había movido y
avanzaba sobre el horizonte.
A espaldas del muchacho resonó un suave murmullo; eran dos
marcianos hablando. Francis se incorporó a medias y
dijo:
–Debo de haber estado soñando… ¿Dormiste
bien?
–¡Al diablo contigo! Yo no cerré los ojos…
–¡Es claro que lo hiciste! ¡Roncaste más que el doctor
McRae!
Uno de los marcianos salió de la cámara y regresó
rápidamente, llevando un ánfora tallada.
Francis abrió enormemente los ojos.
–¿Crees que van a servirnos agua?
-murmuró.
–Parece que sí…
–Esto es algo que no podremos contar pues nadie nos
creería…
La ceremonia comenzó; el marciano con el ánfora dijo su
nombre en alta voz, pronunció una frase ritual y se humedeció los
labios. Luego pasó el vaso al nativo que estaba a su izquierda, que
lo imitó. Uno tras otro los marcianos fueron haciendo circular el
ánfora ritual; el nativo que sirviera de guía a los dos muchachos
dijo su nombre. Se llamaba Gekko. Jim pensó que sonaba bien; por
fin el ánfora llegó hasta los dos terrestres. Un marciano entregó
el recipiente a Jim, diciéndole:
–Que nunca padezcas sed -y estas palabras resultaron
absolutamente claras para el jovencito, que tomó el ánfora y dijo
en alta voz su nombre. El resto de los ocupantes del recinto
exclamó a coro:
–¡Que encuentres agua siempre que necesites!
Mientras pasaba el ánfora, el jovencito escarbó en sus
nebulosos conocimientos del idioma predominante, y
dijo:
–¡Que el agua que beban sea siempre pura!
Un murmullo de aprobación surgió de los concurrentes. Luego
Frank repitió el rito y la ceremonia concluyó.
De inmediato comenzó una reunión totalmente distinta de la
precedente; los marcianos hablaban casi tanto como los terrestres.
Jim hizo un esfuerzo tratando de comprenderlos, y en ese momento
Francis le tiró de la manga.
–¿Viste ese sol, Jim? – el astro en miniatura parecía a punto
de desaparecer tras el horizonte de la cámara.
–¡Bah! Es una réplica, no es el sol
verdadero…
–Sí, pero debe de ser una especie de reloj… ¡mira la
hora!
Jim Marlowe miró su reloj pulsera y se alarmó. Faltaban pocos
minutos para la noche.
–¡Por Dios! Tenemos que marcharnos… ¡busquemos a Willis!
¿Dónde está Gekko?
El marciano, al oír su nombre, se acercó a los dos jovencitos
con una mirada interrogante en sus grandes ojos.
–¡Gekko! Tenemos que marcharnos porque si no perderemos
nuestro coche -exclamó Jim, tratando de hacerse comprender. Pero en
la excitación pareció haber olvidado sus recientes conocimientos
del idioma del lugar. Francis tuvo que repetir sus palabras. El
marciano contestó algo suavemente.
–Dice que podemos irnos en cualquier momento, ¡pero que
Willis se queda aquí!
Jim meditó un momento.
–Pídele que pregunte a Willis qué prefiere
hacer.
Gekko de inmediato buscó al pequeño ser, que al ver a los
jóvenes saltó al suelo y se les acercó
alegremente.
–¡Hola, Jim! ¡Hola, Frank! – gritó.
–Willis -dijo Jim-. Jim y Frank se marchan. ¿Willis se marcha
con Jim?
Willis pareció asombrado.
–Jim puede quedarse aquí -dijo-. Willis también se queda.
Esto es agradable. Tibio.
–¡Jim tiene que irse! – repuso
frenéticamente el muchacho! – ¿Willis viene con
Jim?
–¿Jim se va?
–Jim se va.
–Willis va con Jim -resolvió el pequeño ser, casi con
dolor.
–Díselo a Gekko.
Willis así lo hizo; el marciano pareció extrañado pero no
hizo comentario alguno. Mientras el pequeño ser saltaba en brazos
de Jim, alzó al muchacho. Otro de los marcianos, cuyo nombre sonaba
parecido a G'kuro, cargó a Francis y se dirigieron hacia la salida
de la ciudad.
El sol estaba bajo sobre el horizonte, pero el paso elástico
y largo de los marcianos los llevó en pocos minutos hasta la
estación de la Compañía, Sin decir una palabra los dos nativos
depositaron a los jovencitos junto al coche-correo y se alejaron
rápidamente rumbo a la ciudad.
–¡Adiós, Gekko! ¡Hasta la vista! – gritó
Jim.
El conductor del coche-correo los miró con la boca abierta y
luego se volvió hacia el encargado de la estación.
–¡Me parece que hemos tomado en exceso, George! –
exclamó.
–Ya estamos listos para partir, señor -afirmó
Jim.
–Ya lo veo…
Los muchachos subieron al vehículo y se acomodaron. El coche
cobró velocidad y se alejó tomando el canal Oeroe. El sol
desapareció tras el horizonte; el breve crepúsculo marciano iluminó
de rojo las márgenes del canal.
Las estrellas salieron en el oscuro cielo. Hacia el oeste se
alzó una lucecilla plateada, que pronto cobró forma
circular.
–¡Allí está Fobos! – dijo Frank-. ¡Mira,
Jim!
–Estoy mirando… oye, conviene bajar a la cabina. Aquí hace
frío.
–Bueno. ¡Tengo hambre!
–Quedan algunos emparedados… ¡vamos a comer!
Cuando terminaron con los sandwiches se acostaron y Jim soñó
que cantaba a dúo con Willis una canción de moda, frente a una
reunión de sorprendidos marcianos.
–¡Todo el mundo afuera! ¡Terminó el viaje!
–¿Cómo?
–¡Arriba, compañero! ¡Hemos llegado a Syrtis
Menor!
cap. 4
En la Academia
Lowell
"Queridos padres:
Ante todo, les aclararé que no los llamé por teléfono el
viernes por la noche al llegar, por la sencilla razón de que
llegamos el jueves por la mañana. Cuando traté de telefonear, el
operador me dijo que Deimos no estaba en posición favorable para la
Colonia Sur, por lo que debería esperar tres días para poderles
hablar. Así pues, esta carta les llegará mucho antes. Claro que en
este momento se me ocurre que como no les escribí inmediatamente,
esta carta puede que les llegue después de mi llamada… Lo que
ustedes tal vez no comprendan es hasta qué punto estoy ocupado con
el Colegio. Después de todo, lo mejor será que no llame y así les
ahorro cuatro créditos y medio. Ya me parece oír a Phyllis diciendo
que me refiero a los cuatro créditos y medio para tratar de que me
los envíen a mí, pero no es cierto. Todavía me queda algo de dinero
que me dieron al partir y también conservo lo que había ahorrado
del regalo de cumpleaños. Creo que no necesitaré más hasta que
ustedes vengan y nos podamos ver en Migración, si bien todo cuesta
más caro. Francis dice que se debe a los turistas, pero en estos
momentos no hay ninguno por los alrededores ni lo habrá hasta que
llegue el Albert Einstein, la semana
próxima. Claro que si después de todo esto resuelven partir la
diferencia conmigo, aún saldrán ganando dos créditos y
cuarto.
La razón por qué llegamos recién el jueves por la mañana fue
que el conductor del coche-correo tuvo miedo que el hielo del Canal
no sostuviera el peso del coche a causa del deshielo diurno y
esperó hasta la noche en la Estación Cynia. Frank y yo estuvimos
paseando por la antigua ciudad marciana.
Por suerte compartimos la misma habitación, que es muy linda.
Claro que resulta un poco chica para dos personas, pero como
estudiamos las mismas materias, nos arreglamos bastante bien. El
profesor Steuben dice que no sabe qué hará si siguen llegando
estudiantes sin ampliar las comodidades para alojarlos. Es un
hombre muy simpático y bromea constantemente. Todos lo lamentarán
cuando se marche en el Albert Einstein y
llegue a reemplazarlo el nuevo Director.
Bueno, voy a terminar porque acaba de entrar Frank y vamos a
repasar un poco de historia contemporánea para el examen de
mañana.
Reciban el afecto de su hijo
James Madison Marlowe
(hijo).
P. D. – Frank me acaba de decir que no escribió a sus padres;
me pregunta si ustedes pueden llamar a su casa y avisar que está
bien y que se olvidó la cámara fotográfica.
2ª P. D. – Willis les manda saludos.
3ª – Díganle a Phyllis que las chicas del Colegio se tiñen el
cabello a rayas. Personalmente me parece estúpido.
Jim.
Si el profesor Otto Steuben no se hubiera retirado de la
Dirección de la Academia, la vida de Jim en ella habría sido muy
diferente. Pero el anciano profesor se había ganado un descanso
prolongado tras una vida dedicada a la enseñanza, y así la Academia
Lowell pasó a depender del Dr. Marquis Howe, recién llegado de la
Tierra.
Cuando Jim y Frank regresaron del espaciopuerto, donde fueran
a despedir al profesor Steuben, encontraron en la vitrina de
noticias del colegio una circular del nuevo director que había
llamado considerablemente la atención de los demás
alumnos.
Jim lo miró ceñudo.
–Creo que hoy es 6 de Ceres, ¿verdad?
–Sí, pero… ¿Qué significa esto? Debe de pensar que esto es un
reformatorio… -el jovencito se volvió hacia un alumno de un curso
avanzado, que fuera hasta entonces monitor de su sección-. ¿Qué
piensas de esto, Anderson?
–No estoy seguro… creía que las cosas marchaban bastante bien
como estaban…
–¿Qué piensas hacer al respecto?
–¿Yo? – el joven meditó un momento-. Me falta un semestre
para graduarme y viajar a la Tierra para ir a la Universidad de
Astronáutica. Me parece que lo único que me conviene es aguantar lo
que sea.
–¿Sí? Eso es fácil para ti, pero los que debemos quedarnos en
el Colegio seis años más, tenemos un problema por delante… ¿Qué
somos? ¿Criminales?
–El problema es tuyo, no mío -repuso el otro estudiante,
marchándose.
Uno de los muchachos del grupo pareció tomar la noticia con
toda tranquilidad. Era Herbert Beecher, hijo del Representante
General de la Compañía Comercial Marciana, recién llegado al
planeta rojo.
–¿De qué te ríes, turista? – le preguntó otro de los
estudiantes, un pelirrojo llamado Kelly-. ¿Acaso sabías esto con
anticipación?
–Claro que sí.
–¡Eres capaz de haberlo propuesto tú mismo!
–No, pero mi padre dice que ustedes no tienen ninguna
disciplina y que necesitan que alguien los ponga en vereda. Mi
padre piensa que…
–A nadie le importa lo que tu padre diga o piense… ¡Márchate
de aquí!
–No hables con ese tono de mi padre o…
–¡He dicho que te marches!
Beecher estudió a Kelly y por fin se alejó.
–Él puede darse el lujo de tomarlo a risa -dijo el pelirrojo
amargamente-. Vive con sus padres… Esto afecta solamente a los
alumnos internos. Si quieren conocer mi opinión, les diré que se
trata de una medida discriminatoria… ¡ni más ni
menos!
Aproximadamente un tercio de los alumnos de la Academia
Lowell eran externos, hijos de los empleados de la Compañía
estacionados en Syrtis Menor. Otro tercio estaba formado por
colonos, y el resto eran los hijos de los terrestres que operaban
las distintas estaciones establecidas en el planeta, especialmente
los que trabajaban en las plantas atmosféricas
experimentales.
Jim y Frank regresaron al dormitorio, pensando en aquella
medida que se les antojaba arbitraria.
–¿Qué habrá detrás de todo esto, Frank? ¿Crees que en la
sección femenina habrán implantado medidas
semejantes?
–Podría llamar a Dolores Montez para
preguntarle…
–Déjalo… no tiene importancia. La cuestión es: ¿qué haremos
al respecto?
–¿Qué podemos hacer?
–No sé. Me gustaría podérselo preguntar a papá. Siempre me
dijo que debía hacer valer mis derechos… Pero en este caso no estoy
seguro. No sé.
–¿Por qué no preguntamos a nuestros padres? – sugirió
Francis.
–¿Quieres decir, que llamemos por teléfono esta
noche?
–No… es muy caro. Esperaremos que vengan. Total falta poco
para la migración semestral… Y si vamos a adoptar alguna medida,
conviene que nuestros padres estén aquí para
respaldarnos.
–Tienes razón. Entre tanto conviene tratar de ordenar un poco
este antro…
–Bueno. Oye, Jim… se me acaba de ocurrir algo… ¿No se llama
el presidente de la Compañía Howe?
–Sí. John W. Howe.
–El nuevo director también se llama Howe…
–Eso no significa nada. Howe es un nombre muy
común.
–Sin embargo esta vez me parece que el asunto está
relacionado. El doctor McRae dice que para obtener un buen puesto
en la Compañía hay que ser pariente de uno de los
directores…
–Hum… puede ser. Entretanto… ¿dónde ponemos toda esta
porquería?
Al día siguiente, después del desayuno se distribuyeron hojas
impresas conteniendo lo que se describía como "Arreglo oficial de las habitaciones para
inspección". Como el Director Howe no parecía considerar la
posibilidad de que dos muchachos ocuparan una habitación con
capacidad para uno, los "arreglos" no eran fáciles. A las diez Jim
y Frank no habían terminado aún. Sin embargo el Director Howe llegó
recién a mediodía.
Asomando la cabeza, miró al interior del dormitorio, y estaba
a punto de marcharse, cuando miró los cascos respiradores de los
muchachos, que colgaban con los trajes térmicos de la
percha.
–¿Por qué no han quitado aun esas pinturas incivilizadas de
los cascos? – inquirió.
Los dos jovencitos se miraron, sin saber qué contestar. Howe
prosiguió:
–¿No han leído el boletín esta mañana?
–No, señor.
–Deben hacerlo. Son responsables del cumplimiento de las
instrucciones que aparecen diariamente en las vitrinas -luego se
volvió hacia el corredor y llamó-: ¡Ordenanza!
Uno de los estudiantes de los años superiores
entró.
–¡Sí, señor!
–Estos dos alumnos quedarán sin salida el fin de semana por
haber ordenado mal la habitación. Cinco amonestaciones a cada uno.
Este dormitorio está totalmente desprolijo. ¿Por qué no siguieron
el diagrama adjunto a las instrucciones?
Jim permaneció un momento callado ante lo injusto de aquella
observación. Luego repuso:
–Se supone que este dormitorio es para un solo alumno. No hay
suficiente espacio para dos.
–No quiero excusas. Si no tienen lugar para guardar sus
cosas, líbrense del exceso de equipaje -por primera vez su vista se
posó sobre Willis, que estaba en un rincón convertido en una bola
sin ninguna protuberancia. Señalándolo, agregó en distinto tono-.
El equipo atlético debe ser almacenado en el gimnasio o guardado
sobre los armarios. Nunca tiene que estar tirado en los
rincones.
Jim comenzó a contestar, pero Francis le dio un codazo. Howe,
sin advertirlo, prosiguió hablando ininterrumpidamente mientras se
dirigía hacia la puerta.
–Comprendo que ustedes se han criado lejos de la civilización
y sin gozar de los beneficios de una sociedad culta, pero pienso
hacer todo lo posible para remediarlo. Esta Academia tiene que
producir por sobre todas las cosas, caballeros cultos -ya en la
puerta, concluyó-. Cuando haya limpiado las máscaras y cascos,
preséntense en mi oficina.
Cuando Howe se hubo marchado, Jim se volvió hacia su
amigo.
–¿Por qué me golpeaste? – le preguntó. Francis pareció
disgustado.
–¿Quieres conservar a Willis, verdad? – dijo-. Si Howe lo
descubre, puedes tener la certeza de que encontrará algún artículo
en el reglamento prohibiendo su permanencia en el
Colegio…
–¡Oh, no podría hacerme eso!
–¡Al demonio que no! Me parece que el amigo Howe está
comenzando a poner en práctica todos sus profundos conocimientos
pedagógicos. ¡Oye…! ¿Qué quiso decir con eso de
"amonestaciones"?
–No sé, pero no suena nada bien -Jim tomó su casco y miró
tristemente las alegres rayas atigradas-. ¿Sabes una cosa, Frank?
¡Me parece que no tengo deseos de convertirme en un ''caballero
culto''!
–¡Yo tampoco!
Cuando fueron a leer el boletín diario, los dos jovencitos
experimentaron una nueva sorpresa.
2. Los alumnos
deberán usar camisas y zapatos para todas sus actividades, excepto
cuando se encuentren en sus habitaciones.
3. No se
permitirá a los alumnos poseer animales de ninguna clase, excepto
cuando su interés científico lo justifique. En tal caso los
especimenes serán trasladados a los laboratorios de la Academia
para su estudio.
4. Se prohíbe
terminantemente conservar alimentos en los dormitorios. Los
paquetes con comida enviados por las familias deberán ser
entregados en la despensa y cantidades razonables serán
distribuidas después del almuerzo excepto los
sábados.
5. Los estudiantes castigados sin salida pueden leer, estudiar,
escribir, tocar instrumentos musicales o escuchar música, pero
tienen prohibido visitar los dormitorios de otros alumnos o
abandonar el recinto del Colegio.
6. Los
estudiantes que deseen utilizar él teléfono para realizar llamadas
a larga distancia, tendrán que solicitar la correspondiente
autorización por escrito a esta Dirección.
7. El Consejo de
Estudiantes queda definitivamente disuelto. Cuando el
comportamiento del alumnado lo justifique, se volverá a autorizar
el funcionamiento de representaciones estudiantiles frente a esta
Dirección.