La estatua había sido labrada en un mármol tan puro y blanco, que aún ahora, después de tantos siglos, brillaba cuando los rayos de la luna danzaban sobre ella. Su altura, diría yo, era de algo más de veinte pies. Era la figura alada de una mujer de tan maravilloso encanto y delicadeza de formas, que su tamaño parecía aumentar en lugar de disminuir su humana y sin embargo espiritual belleza. Se inclinaba hacia adelante y se suspendía sobre sus alas semiabiertas como para equilibrarse cuando se apoyaba. Sus brazos se abrían, como los de una mujer que deseara abrazar a alguien a quien amase tiernamente, y toda su actitud daba la impresión de la súplica más conmovedora. Su cuerpo perfecto y lleno de gracia estaba desnudo, con excepción —y este es el más extraordinario detalle— del rostro, que estaba tenuemente velado, de modo que sólo podía delinearse la huella de sus rasgos. Un velo diáfano rodeaba su cabeza y uno de sus dos extremos caía sobre su hombro izquierdo, que se delineaba debajo; el otro, que estaba roto ya, flotaba al viento detrás de ella.

—¿Quién es? —pregunté, tan pronto como pude arrancar mis ojos de la estatua.

—¿No puedes adivinarlo, oh Holly? —preguntó Ayesha—. ¿Dónde está tu imaginación? Es la Verdad frente al mundo, llamando a sus hijos para que quiten el velo de su rostro. Mira lo escrito sobre el pedestal. Sin duda está extraído del libro de las Escrituras de estos hombres de Kôr.

Se adelantó hasta los pies de la estatua, donde había una inscripción en los ya conocidos jeroglíficos de aspecto chino, que estaban tan profundamente grabados que aún eran bastante visibles, al menos para Ayesha. De acuerdo con su traducción, decía lo siguiente:

¿No hay aquí ningún hombre que quiera quitar mi velo y contemplar mi rostro, que es muy hermoso? Seré de quien aparte mi velo y le daré paz, dulces hijos del conocimiento y buenas obras.

Y una voz gritó: «Aunque todos los que te buscan te desean, ¡mira! Virgen eres y virgen serás hasta que el Tiempo se cumpla. No hay hombre nacido de mujer que pueda quitar tu velo y vivir, ni lo habrá nunca. Porque sólo la Muerte puede descorrer tu velo, ¡oh Verdad!»

—Ya ves —dijo Ayesha, cuando concluyó su traducción—. La Verdad era la diosa de este pueblo de la antigua Kôr y para ella erigieron sus altares. A ella buscaban; sabían que nunca la encontrarían, pero seguían buscándola.

—Y así —añadí tristemente— buscarán los hombres hasta su última hora; y, como dice esta Escritura, no la hallarán; porque sólo en la Muerte se encuentra la Verdad.

Entonces, con una última mirada a aquella velada y espiritual hermosura —tan perfecta y pura, que se podía imaginar que un espíritu viviente brillaba a través de la prisión de mármol para conducir al hombre a más elevados y etéreos pensamientos—, sueño de belleza congelado en la piedra por un poeta y que nunca olvidaré mientras viva, con esta última mirada, digo, nos volvimos y regresamos al lugar de donde habíamos partido, a través de los vastos atrios iluminados por la luna. Nunca volví a ver la estatua, lo cual lamento aún más porque habíamos descubierto que en la gran esfera de piedra que sostenía la estatua y que representaba al mundo había líneas trazadas que probablemente, de haber luz suficiente, se revelarían como un mapa del universo tal como lo conocían las gentes de Kôr. De todas maneras resulta sugestivo y propio de algún conocimiento científico que estos perseguidores de la Verdad, desaparecidos hacía tanto tiempo, hubiesen reconocido el hecho de que la tierra era redonda.