VIII
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El banquete… ¡y lo que vino después!
Al día siguiente de esta notable escena —una escena calculada para producir una profunda impresión en cualquiera que la haya contemplado, más por lo que sugería y podía anunciar que por lo que revelaba— se nos anunció que aquella noche se iba a celebrar un banquete en nuestro honor. Hice lo posible para evadirme, diciendo que éramos gente modesta que no gustaba de fiestas, pero como mis palabras fueron recibidas con un silencio de disgusto, pensé que era más juicioso retener mi lengua.
Por tanto, cuando estaba a punto de ponerse el sol, me informaron que todo estaba preparado. Acompañado por Job, entré en la caverna, donde hallé a Leo seguido por Ustane, como de costumbre. Ambos habían estado paseando por los alrededores y nada sabían de la proyectada celebración hasta ese momento. Cuando Ustane oyó la noticia, observé que una expresión de horror se dibujaba en sus hermosas facciones. Volviéndose, se encaró con un hombre que cruzaba por la caverna y, tomándole del brazo, le preguntó algo en tono imperativo. Su respuesta pareció tranquilizarla un poco, porque quedó aliviada, aunque lejos de una total satisfacción. Luego pareció intentar una protesta frente al hombre, que era alguien con autoridad, pero él le habló ásperamente y la apartó de un empellón; entonces, cambiando de idea, la cogió de un brazo y la hizo sentar entre él mismo y otro hombre en el círculo alrededor del fuego. Percibí que, por alguna razón personal, ella creyó mejor someterse.
Las hogueras de la caverna eran excepcionalmente grandes esa noche; a su alrededor, en un amplio círculo, se hallaban reunidos unos treinta y cinco hombres y dos mujeres: Ustane y la dama por la cual Job hubo de representar el papel de un personaje de las Escrituras[43]. Los hombres permanecían sentados en perfecto silencio, como era su costumbre, cada cual con su gran venablo apoyado verticalmente ante sí en un hueco hecho en la roca a tal efecto. Sólo uno o dos usaban la vestidura amarillenta de lienzo de la cual ya he hablado; el resto no llevaba nada, salvo la piel de leopardo alrededor de la cintura.
—¿Qué pasa ahora, señor? —dijo Job dubitativamente—. Dios nos bendiga y proteja, aquí está esa mujer otra vez. Ahora seguramente no vendrá por mí, en vista de que no la he alentado. Me dan pavor todos sin excepción, esto es un hecho. Miren, han invitado también a cenar a Mahomed. Y allí está esa mujer mía hablándole con tanta amabilidad y cortesía. ¡Bueno, me alegro de que no lo haga conmigo, después de todo!
Miramos hacia allí y ciertamente la mujer en cuestión se había puesto de pie y escoltaba al desdichado Mahomed desde el rincón donde se había sentado, temblando y rogando a Alá, agobiado por alguna aguda presciencia de horror. Parecía acercarse a disgusto, quizá porque aquél era un honor desacostumbrado para él, a quien hasta entonces le habían dado la comida separado de los demás. Sea lo que fuere, pude ver que estaba completamente aterrorizado, porque sus piernas vacilantes apenas podían sostener su cuerpo fornido y corpulento. Creo que debido en parte a la presencia bárbara que venía tras él (en la figura de un enorme amahagger armado con una lanza igualmente enorme) y en parte a las seducciones de la dama que lo llevaba de la mano, el pobre Mahomed se avino a venir.
—Bien —dije a los demás—. No me gusta el cariz que están tomando las cosas, pero supongo que debemos hacerles frente. Camaradas, ¿habéis traído los revólveres? En ese caso, es mejor que comprobéis si están cargados.
—Yo tengo el mío, señor —dijo Job palpando su colt—, pero el señor Leo sólo tiene su cuchillo de caza, aunque es bastante grande, por cierto.
Pensando que no debíamos esperar a que se fueran a buscar las armas, avanzamos audazmente y nos sentamos en una misma línea, con nuestras espaldas contra la pared de la caverna.
Tan pronto como nos sentamos, comenzó a circular un cuenco de arcilla conteniendo un fluido fermentado. No era de gusto desagradable, de todos modos, si bien apto para revolver el estómago. Estaba elaborado con grano molido; no se trataba de maíz, sino de un pequeño grano moreno que crecía arracimado en tallos, bastante semejante al que en el sur de África se conoce como maíz de Kafir. La jarra que contenía este licor era muy curiosa y, como era más o menos parecida a otras centenares en uso entre los amahagger, quiero describirla mejor. Estas jarras son de manufactura muy antigua y de todos los tamaños. Ninguna de ellas ha sido fabricada en el país durante cientos o quizá miles de años. Fueron halladas en las tumbas de piedra que describiré a su debido tiempo y, según creo, son de estilo egipcio, con cuyo pueblo deben de haber mantenido alguna comunicación los antiguos habitantes de este país. Estaban destinadas a recibir las vísceras de los muertos. Leo, empero, era de opinión diferente: pensaba que, al igual que las ánforas etruscas, estaban destinadas al uso espiritual de los desaparecidos. La mayoría tenía dos asas y eran de los más variados tamaños, desde cerca de tres pies de altura hasta disminuir a tres pulgadas. Sus formas eran muy diversas pero siempre muy hermosas y gráciles, hechas con una materia negra muy fina, no lustrosa, sino ligeramente áspera. Sobre esta base estaban grabadas figuras mucho más graciosas y vivaces que todas las que había visto sobre jarrones antiguos. Algunas de estas figuras incrustadas representaban escenas de amor de simplicidad infantil y una libertad de maneras que no sería apreciada por el gusto de hoy día. Otras contenían figuras de doncellas bailando, y otras más, escenas de caza. Por ejemplo, la vasija de la cual estábamos bebiendo tenía en un lado el brioso dibujo de unos hombres, aparentemente de tez blanca, que atacaban un toro-elefante con lanzas, mientras en el reverso había una escena, no tan perfecta, de un cazador disparando una flecha sobre un antílope que corría, y según mi parecer era un anta o un koodoo[44].
Ésta es una digresión en un momento crítico, pero no demasiado larga para la ocasión, ya que la ocasión misma era sumamente prolongada. Con la excepción del periódico circular de la jarra, y de los movimientos necesarios para arrojar combustible al fuego, nada había sucedido en toda una hora. Nadie decía una palabra. Todos estaban sentados en perfecto silencio, con la vista clavada en el resplandor intenso del gran fuego y en las sombras proyectadas por las fluctuantes lámparas de arcilla, que, entre paréntesis, no eran antiguas. En el espacio abierto que se extendía entre nosotros y la hoguera, yacía una gran batea o artesa de madera, con cuatro cortas asas, exactamente igual a una artesa de carnicero, sólo que no estaba ahuecada. Al costado de la artesa había un par de grandes tenazas de hierro con largos puños o asas; al otro lado del fuego había un par similar. Había algo que no me agradaba en el aspecto de aquella batea y en las tenazas que la acompañaban. Allí me senté, mirando fijamente esos objetos y el silencioso círculo de feroces y taciturnas caras. Entonces reflexioné que todo aquello era muy aterrador, y que estábamos enteramente en poder de aquel pueblo alarmante, el cual, en alguna medida, era aún más formidable para mí porque su verdadero carácter encerraba muchos misterios. Tal vez eran mejores de lo que yo pensaba, o quizá peores. Temía que fuesen peores, y no me equivocaba. Era una extraña clase de fiesta, reflexioné, que en verdad aparecía como una diversión ilusoria, ya que no había absolutamente nada que comer.
Al fin, cuando ya comenzaba a sentir que nos estaban hipnotizando, hubo un movimiento. Sin el menor aviso, un hombre que estaba en el otro extremo del círculo, preguntó con voz profunda:
—¿Dónde está la carne que comeremos?
Entonces todos los que estaban en el círculo respondieron en un tono rítmico y profundo, extendiendo el brazo derecho hacia el fuego al hablar:
—La carne llegará.
—¿Es una cabra? —dijo el mismo hombre.
—Es una cabra sin cuernos, y es más que una cabra, y nosotros la mataremos —respondieron todos a la vez, y dando media vuelta, todos y cada uno aferraron la empuñadura de sus lanzas con la mano derecha y luego las soltaron al unísono.
—¿Es un buey? —dijo el hombre otra vez.
—Es un buey sin cuernos, y es más que un buey, y nosotros lo mataremos —fue la respuesta. Y de nuevo empuñaron las lanzas y las soltaron.
Hubo entonces una pausa y advertí, con horror y un erizamiento de mis cabellos, que la mujer que estaba cerca de Mahomed comenzaba a acariciarlo, palpando sus mejillas y llamándolo con nombres cariñosos, en tanto sus feroces ojos se paseaban por su cuerpo tembloroso. No sé por qué esta visión me espantó tanto, pero el hecho es que nos espantó a todos terriblemente, en especial a Leo. Las caricias eran sinuosas como las de una serpiente y eran parte, evidentemente, de algún horrible ritual que debía celebrarse[45]. Vi cómo Mahomed se ponía blanco bajo su piel morena, enfermizamente blanco de terror.
—¿Está pronta la carne para ser cocinada? —preguntó la voz, cada vez con más rapidez.
—Está pronta, está pronta.
—¿Está la vasija caliente para cocinarla? —prosiguió, con una especie de aullido que produjo penosos ecos en los grandes nichos de la caverna.
—Está caliente, está caliente.
—¡Por todos los cielos! —rugió Leo—, recuerda las inscripciones: «El pueblo que coloca vasijas en la cabeza de los extranjeros».
Apenas pronunció estas palabras, antes que pudiéramos movemos o incluso comprender de qué se trataba, dos grandes rufianes se pusieron en pie de un salto y cogiendo las grandes tenazas las hundieron en medio del fuego. Mientras tanto, la mujer que había acariciado a Mahomed sacó de improviso un lazo de fibra que tenía debajo del cinto o faja, y deslizándolo sobre sus hombros lo ajustó, mientras los hombres más próximos lo cogían por las piernas. Los dos que llevaban las tenazas las levantaron, esparciendo el fuego por todas partes sobre el suelo rocoso y extrajeron con ellas un gran caldero de arcilla, calentado al rojo blanco. En un instante, casi con un solo movimiento, acercaron la vasija al lugar donde Mahomed estaba debatiéndose. Luchó como un demonio, chillando en el abandono de su desesperación; a despecho del lazo que lo rodeaba y de los esfuerzos del hombre que sostenía sus piernas, los miserables que se le acercaban fueron por el momento impotentes para conseguir sus propósitos, que por horrible e increíble que parezcan, consistían en ponerle la vasija ardiente en su cabeza.
Me puse de pie con un grito de horror y, empuñando mi revólver, hice fuego por instinto derechamente hacia la diabólica mujer que había estado acariciando a Mahomed y que ahora lo sujetaba en sus brazos. La bala le hirió en la espalda y le dio muerte. Hasta hoy me alegro de haberlo hecho, porque, como trascendió más tarde, ella se había aprovechado de las costumbres antropofágicas de los amahagger para organizar el sacrificio, en venganza por el desaire que le había infligido Job. Ella cayó muerta y, para mi terror y consternación, apenas hubo caído, Mahomed se desprendió de sus atormentadores con un esfuerzo sobrehumano y, dando un salto muy grande en el aire, cayó muerto sobre el cadáver de la mujer. La pesada bala de mi pistola había atravesado los cuerpos de ambos, derribando a la asesina y, al mismo tiempo, salvando a su víctima de una muerte cien veces más horrible. Había sido un accidente espantoso y sin embargo extremadamente compasivo.
Por un momento reinó un silencio atónito. Los amahagger nunca habían oído el ruido de un arma de fuego y sus efectos los desmoralizaron. Pero después, el hombre más próximo a nosotros se recobró y, cogiendo su lanza, se preparó para arremeter contra Leo, que era el que tenía más cerca de sí.
—¡Corramos! —grité, dando ejemplo y partiendo a la carrera, tan de prisa como lo permitían mis piernas. Hubiera preferido salir al exterior, de ser posible, pero había hombres en el camino y, por otra parte, divisé las siluetas de una multitud que se recortaba claramente sobre el cielo fuera de la entrada de la caverna. Fui hacia el interior de la cueva y detrás de mí vinieron los otros, seguidos por la atronadora chusma de los caníbales, locos de furia ante la muerte de la mujer. De un salto pasé por encima del postrado cuerpo de Mahomed. Al saltar sobre él, sentí el calor de la vasija ardiente que yacía a su lado, reverberando sobre mis piernas, mientras a la luz de su resplandor vi sus manos estremeciéndose débilmente, pues aún no había muerto. En la parte superior de la caverna había una pequeña plataforma de roca de unos tres pies de alto por ocho de profundidad, donde por la noche se colocaban dos grandes lámparas. No sé si esta plataforma había sido un asiento o un saliente elevado que se eliminaba una vez que hubiese servido como lugar de apoyo para proseguir la excavación. No lo sé… En realidad, no lo sabía entonces. De todos modos, los tres la alcanzamos y, tras saltar sobre ella, nos preparamos a vender caras nuestras vidas. Durante algunos segundos, la muchedumbre que nos pisaba los talones quedó en suspenso, al vernos cara a cara en la plataforma por encima de ellos. Job estaba a la izquierda, Leo en el centro y yo a la derecha de la roca. Por encima de nosotros, ardían las lámparas. Leo se inclinó, observando la larga extensión en sombras que terminaba en la hoguera y las lámparas encendidas, en medio de la cual se movían de aquí para allá las silenciosas siluetas de nuestros probables asesinos, mientras la débil luz se reflejaba en sus lanzas, pues aun en su furia eran mudos como bulldogs. Sólo había otro objeto visible: la vasija incandescente, que todavía brillaba irritada en las tinieblas. Una extraña luz se encendía en los ojos de Leo, y su apuesto rostro parecía de piedra. En su mano derecha empuñaba su pesado cuchillo de caza. Deslizó un poco más arriba la correa del mango sobre su muñeca y luego pasó su brazo alrededor de mis hombros y me dio un buen apretón.
—Adiós, viejo camarada —dijo—, mi viejo amigo…, más que un padre. No tenemos ninguna posibilidad frente a estos bribones; nos liquidarán en pocos minutos y luego supongo que nos comerán. Adiós. Yo te he metido en esto. Espero que me perdones. Adiós, Job.
—Que sea lo que Dios quiera —dije apretando los dientes.
Y me preparé para el fin. En ese momento, con una exclamación, Job apuntó con su revólver e hizo fuego, acertando a un hombre… No al hombre que apuntaba, por cierto; porque cualquiera que fuese el blanco elegido por Job estaba perfectamente a salvo.

Entonces embistieron en tropel, mientras yo disparaba también tan velozmente como podía. Entre ambos, Job y yo, pudimos contar cinco hombres muertos o mortalmente heridos (además de la mujer), antes que nuestras pistolas quedasen descargadas. Pero no tuvimos tiempo para volver a cargarlas y ellos seguían avanzando, de una forma que era casi espléndida en su temeridad, teniendo en cuenta que ignoraban si podríamos seguir disparando ininterrumpidamente.
Un individuo saltó sobre la plataforma y Leo lo hirió de muerte con su brazo poderoso, sosteniendo el cuchillo recto hacia él. Hice lo mismo con otro, pero Job erró el golpe y vi cómo un oscuro amahagger lo cogía por la cintura y lo arrancaba de la plataforma. El cuchillo no estaba asegurado por una correa a la mano de Job y cayó con su movimiento. Por suerte para Job, el arma quedó con su mango sobre la roca justamente cuando el cuerpo del amahagger, que estaba debajo, cayó sobre su punta y lo traspasó. No estoy seguro de lo que acaeció a Job después de esto, pero mi impresión personal es que se quedó sobre el cadáver de su difunto asaltante, «haciéndose el muerto», como dicen los americanos. Por mi parte, pronto quedé enredado en una desesperada pelea con dos bergantes que, felizmente para mí, habían dejado sus lanzas detrás de ellos; por primera vez la gran fuerza física que me había conferido la naturaleza me colocó en posición ventajosa. Di un mandoble en la cabeza de un hombre con mi cuchillo de caza —que era casi tan grande y pesado como una espada corta— y el golpe fue tan vigoroso que el agudo acero abrió su cráneo hasta los ojos, quedando hundido tan profundamente, que, al caer el herido sobre su costado súbitamente, el arma también se escapó de mi mano.
De inmediato los otros dos saltaron sobre mí. Los vi llegar y, cogiendo a cada uno por la cintura con un brazo, rodé con ellos por el suelo de la caverna, dando muchas vueltas. Eran hombres fuertes, pero yo estaba loco de ira y lleno de ese horrible anhelo de matanza que se insinúa en los corazones de los más civilizados de nosotros cuando vuelan los golpes y oscilan en la balanza la vida y la muerte. Mis brazos rodeaban a los dos demonios morenos y los abracé hasta que oí crujir sus costillas quebrándose con mi presión. Se enroscaron y retorcieron como serpientes. Me arañaron y golpearon con sus puños, pero yo seguía apretando. Yacía entonces de espaldas, de modo que sus cuerpos me protegían de los lanzazos por arriba. Y mientras trituraba lentamente sus vidas pensaba —por extraño que parezca— en qué dirían el afable Rector de mi Colegio Mayor de la universidad de Cambridge (que es miembro de la Sociedad por la Paz) y mis fraternos colegas si —por algún don de clarividencia— pudiesen verme a mí, entre todos los hombres, entregado a este juego sangriento. Pronto mis agresores empezaron a desfallecer y casi cesaron de luchar; les faltaba el aliento y estaban muriendo, pero yo aún no me atrevía a soltarlos, porque morían muy lentamente. Sabía que si aflojaba mi abrazo podrían revivir. Los demás rufianes pensaron probablemente —ya que los tres yacíamos tendidos entre las sombras del borde— que todos estábamos muertos y no interfirieron en nuestra pequeña tragedia.
Volví la cabeza y pude entrever, en medio de las angustias de la horrible lucha, que Leo ya estaba fuera de la roca, pues la luz de la lámpara caía sobre él. Estaba aún de pie, pero en el centro de una oleada de combatientes, que se esforzaban por derribarlo, como lobos alrededor de un ciervo. Muy por encima de ellos se erguía su bella y pálida faz coronada de rizos dorados mientras los zarandeaba de un lado al otro. Vi que luchaba con un desesperado abandono y una energía que era a la vez espléndida y espantosa de contemplar. Clavó su cuchillo en un hombre; estaban tan próximos y mezclados con él, que no podían matarlo con sus grandes lanzas y no llevaban cuchillos o mazas. El hombre cayó, pero de algún modo le fue arrebatado el cuchillo de la mano, dejándolo indefenso. Entonces creí que todo había terminado. Pero no; con un desesperado esfuerzo pudo liberarse y, alzando el cuerpo del hombre que acababa de matar, lo levantó muy alto por el aire, lo arrojó directamente sobre la chusma de sus asaltantes, de modo que con el golpe y el peso de aquel proyectil humano barrió por tierra a cinco o seis de ellos. Pero en un minuto todos se habían incorporado, excepto uno que se aplastó el cráneo, y una vez más lo acosaron. Entonces, lentamente, con infinito trabajo y lucha, los lobos derribaron al león. Una vez más, sin embargo, pudo rehacerse y tumbó a un amahagger de un puñetazo, pero aquello era más de lo que podía hacer un hombre para sostenerse solo contra tantos; al final se desplomó estrepitosamente sobre el suelo rocoso, cayendo como roble herido, arrastrando a todos los que se aferraban a su cuerpo. Lo sujetaron por los brazos y las piernas y se apartaron de él.
—Una lanza —gritó una voz—,-una lanza para cortar su garganta y un vaso para recoger su sangre.
Cerré los ojos, porque vi al hombre que se acercaba con una lanza. Yo, por mi parte, no podía correr en ayuda de Leo, pues ya me estaba debilitando y los dos hombres que tenía sobre mí no estaban muertos todavía; me invadió una náusea mortal.
Entonces, de pronto, hubo una confusión e involuntariamente abrí los ojos de nuevo, mirando hacia la criminal escena. La muchacha, Ustane, se había arrojado sobre la postrada figura de Leo, cubriendo su cuerpo con el suyo y ciñendo su cuello con sus brazos. Trataron de separarla de él, pero ella entrelazó sus piernas alrededor de las del hombre, aferrándolo como un bulldog, o más bien como una enredadera se abraza a un árbol, y no pudieron arrancarla de allí. Trataron por lo tanto de clavarle una lanza en el costado sin herirla a ella, pero de algún modo ella lo escudó y sólo pudieron herirlo.
Al fin perdieron la paciencia.
—Clavad la lanza a través del hombre y la mujer —dijo una voz, la misma voz que había hecho las preguntas en aquel horrible festín—, así estarán casados de verdad.
Entonces vi al hombre con su arma enderezada para la acción. Vi el frío acero relumbrando en alto, y de nuevo cerré los ojos. Apenas los cerré oí la voz de un hombre resonando como un trueno en tonos que ascendían y producían ecos en las rocosas cavidades.
—¡Deteneos!
Me desvanecí en ese momento, mientras un pensamiento cruzaba por mi mente ya en sombras: que me hundía en el olvido final de la muerte.