Yesterday
Que yo sepa, Kitaru es el único ser humano que ha puesto su propia letra, y en japonés (y en dialecto de Kansai),[5] a Yesterday, de los Beatles. Cuando se bañaba, solía cantarla en voz alta:
… es dos días antes de mañana,
y el día después de anteayer…
Recuerdo que empezaba más o menos así, pero hace tanto tiempo de todo eso que no estoy totalmente seguro. De todas formas, la letra era un disparate, no tenía pies ni cabeza; de hecho, cualquier parecido con la original era pura coincidencia. La hermosa y melancólica melodía que tantas veces había oído y el dejo desenfadado —tal vez debería decir falto de patetismo— del dialecto de Kansai formaban una extraña combinación carente de cualquier sentido. Al menos así me sonaba a mí. Yo podría simplemente haberme reído o haber intentado descifrar alguna información oculta. Pero en esos momentos, asombrado, yo me limitaba a escuchar la canción.
Kitaru, que a mi parecer hablaba un kansai-ben casi perfecto, había nacido y se había criado en Den-en-chōfu, en el distrito Ōta de Tokio. Yo, a pesar de haber nacido y haberme criado en Kansai, hablaba un japonés estándar (el de Tokio) casi perfecto. Visto de ese modo, creo que formábamos una pareja bastante peculiar.
Lo conocí cuando ambos trabajábamos a tiempo parcial en una cafetería cerca de la entrada principal de la Universidad de Waseda. Yo trabajaba en la cocina y Kitaru de camarero. En los ratos libres solíamos charlar. Los dos teníamos veinte años y nos llevábamos una semana de diferencia.
—Vaya apellido más raro, Kitaru,[6] ¿no? —dije.
—Sí, la verdad es que es bastante raro —dijo Kitaru.
—Había un lanzador en el Lotte Orions que se apellidaba igual.
—Ah, sí, lo recuerdo. No, no tiene nada que ver conmigo. Aunque es un apellido tan poco común que quizás estemos emparentados.
Entonces yo cursaba segundo en la Facultad de Letras de la Universidad de Waseda. Él era un rōnin[7] y acudía a una academia preparatoria de Waseda. A pesar de que estaba en su segundo año como rōnin, no daba la impresión de esforzarse demasiado en los estudios. En su tiempo libre, leía libros que no tenían nada que ver con el examen de acceso. La biografía de Jimi Hendrix, manuales de tsumeshōgi[8] o ¿Cómo se originó el universo? Me dijo que venía a diario desde su casa en Ōta.
—¿Tu casa? —dije—. Estaba convencido de que eras de Kansai.
—No, no. Nací y me crié en Den-en-chōfu.
Me quedé desconcertado.
—Entonces, ¿por qué hablas en kansai-ben? —le pregunté.
—Lo aprendí por mi cuenta. Poniéndole voluntad.
—Ah, lo aprendiste por tu cuenta…
—Me maté a estudiar. Aprendí los verbos, los sustantivos, el acento… Prácticamente es lo mismo que estudiar inglés o francés. Incluso hice varias inmersiones en Kansai.
Me quedé sorprendido. Era la primera vez en mi vida que oía que una persona aprendiera el dialecto de Kansai «por su cuenta», como quien aprende inglés o francés. Me admiré de lo grande que era Tokio. Aquello parecía Sanshiro—.[9]
—Yo, desde pequeño, soy fan incondicional de los Hanshin Tigers y cada vez que vienen a jugar a Tokio voy a verlos, pero es que, si vas con el uniforme de rayas hablando dialecto tokiota a las gradas de los hinchas, nadie te hace caso. No puedes entrar en el grupo. Entonces decidí dejarme los codos estudiando.
—¿Y por eso aprendiste kansai-ben? —pregunté sorprendido.
—Sí. Para mí los Hanshin Tigers lo eran todo. Desde entonces no hablo más que kansai-ben, incluso en clase y en casa. Hasta sueño en kansai-ben —explicó Kitaru—. ¿Qué? ¿A que lo domino?
—Desde luego. Pareces nativo de Kansai. Sólo que tu kansai-ben no es el de la zona de los Hanshin, sino más bien el de la Osaka profunda.
—¡Vaya! ¡Tipo listo! Cuando estaba en el instituto, los veranos hacía homestays con una familia del barrio de Tennōji, en Osaka. Lo pasaba de maravilla. Además, podía ir andando hasta el zoológico.
—Homestays —repetí admirado.
—Si estudiara tanto para los exámenes como lo hice para aprender kansai-ben, no me habría pasado estos dos años de rōnin —aseguró Kitaru.
«Tienes toda la razón», pensé. Lo de decir algo gracioso y rematarlo con un comentario sensato también era muy propio de Kansai.[10]
—Y tú, ¿de dónde eres?
—De cerca de Kobe —contesté.
—Sí, pero ¿de dónde?
—De Ashiya.
—Buen sitio, sí señor. Podías habérmelo dicho antes y dejarte de rodeos.
Se lo expliqué: si cuando me preguntan de dónde soy digo que de Ashiya, todo el mundo imagina que provengo de una familia rica. Pero es que en Ashiya hay de todo. Mi familia no es especialmente rica. Mi padre trabaja en una empresa farmacéutica y mi madre es bibliotecaria. Tenemos una casa pequeña y un Toyota Corolla color crema. Por eso decidí que, cuando me preguntasen de dónde era, respondería: «De cerca de Kobe», para no inducir a prejuicios innecesarios.
—¡Vaya! Pues estamos en la misma situación —aseguró Kitaru—. Yo vivo en Den-en-chōfu, pero, para ser franco, te diré que mi casa está en la zona más humilde. También la casa es humilde. Ven a verla un día y verás. Pensarás: «Pero ¿esto es Den-en-chōfu?». Te parecerá mentira. De todas formas, no hay que preocuparse por esas cosas. No es más que una dirección. Yo lo que hago es ir con la cabeza bien alta. En plan: «Yo he nacido y crecido en Den-en-chōfu, ¿qué pasa?».
Me quedé admirado. Y, a partir de ese momento, nos hicimos medio amigos.
Existen varios motivos por los que dejé de hablar kansai-ben al venir a Tokio. Hasta terminar el instituto siempre había hablado en kansai-ben, jamás había soltado una palabra en japonés tokiota. Pero al cabo de un mes de llegar a la capital me sorprendió darme cuenta de que me manejaba con fluidez y naturalidad en la nueva habla. Quizá se deba a que (sin ser yo consciente) siempre he tenido una personalidad camaleónica. O tal vez a que tengo buen oído para los idiomas. En cualquier caso, la gente de mi entorno no se creía que fuese oriundo de Kansai.
Otro motivo importante por el que dejé de hablar en kansai-ben fue que deseaba renacer bajo la forma de una persona diferente a la que había sido.
Cuando me admitieron en una universidad en Tokio y me subí al tren bala rumbo a la capital, consideré retrospectivamente mis dieciocho años de vida y no dejé de pensar en que realmente me avergonzaba de la mayor parte de las cosas que me habían sucedido. No pretendo exagerar. La verdad es que no eran más que hechos lamentables que prefería no recordar. Cuanto más pensaba en ello, más repulsión sentía hacia lo que yo era. Naturalmente, también guardo recuerdos maravillosos. No quiero decir que no haya vivido experiencias que evoque con orgullo, no. Admito que las he vivido. Pero en términos cuantitativos, las cosas que me abochornan, las que me dan ganas de llevarme las manos a la cabeza son, con diferencia, más numerosas. Si hago memoria, me doy cuenta de que mi manera de vivir y pensar hasta entonces era tan trivial y miserable que ni merece la pena comentarla. La mayor parte de mis vivencias eran trastos inservibles, anodinos y propios de alguien falto de imaginación. Quería juntarlos todos y arrumbarlos en el fondo de un gran cajón. O prenderles fuego y convertirlos en humo (aunque no sé qué clase de humo saldría). El caso es que deseaba hacer borrón y cuenta nueva y empezar otra vida, como otra persona, en Tokio. Quería experimentar las nuevas posibilidades que me ofrecía mi yo. Y desde mi punto de vista, abandonar el kansai-ben para adquirir esa nueva habla era una forma práctica (y al mismo tiempo, simbólica) de conseguirlo. Porque, a fin de cuentas, lo que hablamos nos conforma como seres humanos. Al menos eso creía yo a los dieciocho años.
—¿Vergüenza? ¿Qué te avergüenza? —me preguntó Kitaru.
—Pues todo.
—¿No te llevas bien con tu familia?
—No es que no me lleve bien. Pero siento vergüenza sólo de estar con ellos.
—¡Pues sí que eres un tipo raro! —exclamó Kitaru—. ¿A qué viene lo de sentir vergüenza en compañía de tu familia? Yo me lo paso bastante bien con ellos.
Me callé. No sabía cómo explicárselo. Aunque me preguntasen qué tiene de malo un Toyota Corolla color crema, no sabría qué responder. Lo que ocurría era que la calle delante de nuestra casa era angosta y a mis padres no les interesaba gastar dinero en las apariencias.
—Mis padres se me quejaban a diario porque apenas estudiaba, lo que es pesado, sí, pero también normal. Porque es su deber. Tienes que intentar ser tolerante.
—Tú sí que eres optimista —repuse sorprendido.
—¿Tienes novia? —preguntó Kitaru.
—Ahora no.
—¿Antes sí?
—Hasta hace poco.
—¿Rompisteis?
—Exacto —dije.
—¿Por qué?
—Es una historia muy larga y ahora no me apetece hablar de ello.
—¿Era una chica de Ashiya? —preguntó Kitaru.
—No, no era de Ashiya. Vivía en Shukugawa. Aunque está bastante cerca.
—¿Te dejó llegar hasta el final?
Yo negué con la cabeza.
—No, no me dejó.
—¿Y por eso rompisteis?
Reflexioné un instante.
—Digamos que eso también influyó.
—¿Te dejó llegar casi hasta el final?
—Sí, justo casi hasta el final.
—¿Hasta dónde, en concreto?
—No quiero hablar de ello —dije.
—¿Ésa es una de las cosas de las que, según tú, «te avergüenzas»?
—Sí —respondí. Era una de las cosas que prefería no recordar.
—¡Qué tipo tan complicado eres! —se admiró Kitaru.
Oí por primera vez aquella extraña letra del Yesterday que Kitaru cantaba en el baño de su casa en Den-en-chōfu. (Ni la zona ni la vivienda eran tan humildes como él decía. Se trataba de una casa de lo más normal y corriente en una zona de lo más normal y corriente. Vieja, pero más grande que la mía en Ashiya. Lo que pasaba es que no tenía lujos. El coche de la familia, por cierto, era un Golf azul oscuro un modelo anterior al último.) Al llegar a su casa, lo primero que hizo mi amigo fue meterse en la bañera. Y una vez dentro, tardaba en salir. Así que me llevé un pequeño taburete al espacio contiguo que servía de vestuario y, allí sentado, hablé con él a través del hueco de la puerta. Si no me refugiaba allí, tendría que aguantar las monsergas de su madre (principalmente quejas interminables sobre el bicho raro de su hijo, que no se aplicaba en los estudios). Entonces fue cuando se puso a cantar para que lo oyera —eso lo supongo, pero no estoy seguro— aquella canción de letra absurda.
—Esa letra no tiene sentido —dije—. Suena como si te estuvieras burlando de la Yesterday original.
—No digas tonterías. Ni me burlo ni nada parecido. Además, aunque así fuera, a John siempre le gustó lo absurdo. ¿O no?
—El que compuso Yesterday fue Paul.
—¿Ah, sí?
—Seguro —afirmé—. Paul la escribió, entró en el estudio de grabación solo y la cantó a la guitarra. Luego le añadieron el acompañamiento del cuarteto de cuerda. El resto del grupo no participa para nada. Los otros tres consideraban que era una canción demasiado suave para los Beatles. Aunque en los créditos figura a nombre de Lennon-McCartney.
—Mmm… No estoy al corriente de esa clase de curiosidades.
—No son curiosidades. Es un hecho de sobra conocido en todo el mundo —repuse.
—Bueno, ¡qué más darán esos pequeños detalles! —dijo Kitaru en tono flemático y entre vapores—. En el baño de mi casa yo canto lo que me viene en gana. Que tampoco pretendo sacar un disco, hombre. Y no estoy infringiendo los derechos de autor, ni le hago daño a nadie. Así que deja de meterte conmigo.
Y retomó la parte del estribillo con una voz bien proyectada, idónea para un baño. Incluso los agudos sonaban muy bien. «Y eso que hasta ayer ella estaba aquí conmigo…», cantaba, o algo por el estilo. Y se acompañaba con el alegre chapoteo del agua que golpeaba ligeramente con ambas manos. Yo podría haberlo animado, pero no tenía ningunas ganas. No me hacía demasiada gracia verme obligado a acompañar a alguien durante una hora mientras se bañaba y a hablar absurdamente a través de una puerta de cristal con él.
—Pero ¿cómo puedes tirarte tanto tiempo en la bañera? ¿No se te queda el cuerpo como una pasa? —le pregunté.
Yo me bañaba muy rápido. Enseguida me hartaba de estar quieto, sumergido en el agua caliente. En la bañera no se puede leer ni escuchar música. Sin esos dos elementos, no sé cómo pasar el tiempo.
—¿Sabes?, cuando estoy tranquilamente en la bañera, mi mente se relaja y se me ocurren buenas ideas. Así, como por arte de magia —dijo Kitaru.
—¿Con ideas te refieres a cosas como la letra de Yesterday?
—Bueno, ésa es una de ellas.
—Si tienes tanto tiempo como para que se te ocurran buenas ideas o lo que sea, ¿por qué no lo aprovechas y estudias con un poco más de seriedad para el examen de acceso? —le pregunté.
—¡Qué tío más pelma eres! Para ser tan joven, sueltas las mismas cosas que mi madre. No te las des de maduro.
—Pero ¿no te has cansado, después de dos años de rōnin?
—Pues claro que sí. También tengo ganas de entrar en la universidad cuanto antes y relajarme un poco. Además, quiero verme en condiciones con mi novia.
—Pues entonces aplícate un poco más.
—Mira… —dijo Kitaru en tono serio—, si fuera tan fácil, ya haría tiempo que lo habría hecho.
—La universidad es un peñazo. Cuando consigas entrar, te llevarás un chasco. Seguro. Aunque me imagino que más rollo será aún no conseguirlo.
—Has dado en el clavo. Así que no tengo nada que añadir.
—Entonces, ¿por qué no estudias?
—Porque me falta motivación —declaró Kitaru.
—¿Motivación? Verte en condiciones con tu novia me parece ya una buena motivación.
—Escucha… —dijo Kitaru. Y del fondo de su garganta brotó un extraño sonido, a medias suspiro y a medias gemido—. Si te lo cuento, voy a eternizarme, pero, en resumen, creo que estoy algo así como dividido.
Kitaru llevaba saliendo con una chica desde que cursaban primaria. Lo que se dice una novia desde la más tierna infancia. Tenían la misma edad, pero ella actualmente estaba matriculada en la Universidad Sofía de Tokio. Estudiaba filología francesa y frecuentaba el club de tenis universitario. Me había mostrado algunas fotos y era una chica tan guapa que, al verla, uno sentía el impulso irrefrenable de silbar. Tenía además estilo y una expresión muy viva. Sin embargo, ahora apenas se veían. Lo habían hablado y habían decidido que era mejor no verse hasta que Kitaru aprobase, para no interferir en sus estudios. Había sido idea de él. Ella se había limitado a decir «Bueno, si lo prefieres así…» y se había mostrado de acuerdo. Hablaban a menudo por teléfono, pero lo que era quedar, quedaban, como mucho, una vez a la semana, y aquello, más que citas, parecían «entrevistas». Tomaban un té juntos y se ponían al día. Se tomaban de la mano. Se daban algún besito. Pero procuraban no pasar de eso. Tenían una relación bastante chapada a la antigua.
Aunque no podía afirmarse que Kitaru fuese especialmente guapo, al menos tenía unas facciones agraciadas. No era alto, pero sí esbelto, y tanto su peinado como su forma de vestir eran sencillos y elegantes. Si no abría la boca, incluso parecía un joven de ciudad educado y sensible. Podía decirse que Kitaru y su novia formaban una buena pareja. Si hubiese que buscarle algún defecto sería que, debido a la delicadeza de la hechura de su rostro en conjunto, la gente tenía la impresión de que a aquel chico le faltaba un poco de personalidad y criterio propio. Sin embargo, en cuanto abría la boca, esa primera impresión se desmoronaba, como un castillo de arena pisoteado por un vigoroso labrador retriever. Su dominio del kansai-ben sumado a aquella voz aguda y resonante dejaba pasmada a la gente. Y es que la incongruencia con su aspecto físico era abismal. Yo también me quedé perplejo la primera vez que me fijé en eso.
—Dime, Tanimura, ¿a ti no te apetecería salir con mi novia?
No entendí qué pretendía.
—¿A qué te refieres con salir?
—Es buena chica. Guapa, formal y bastante lista. Eso te lo garantizo. No tienes nada que perder —añadió.
—No creo que tenga nada que perder —le dije sin haber captado todavía de qué iba aquello—, pero ¿por qué tendría que salir con tu novia? No le veo la lógica.
—Porque eres un buen tío. Si no fuera así, no te lo habría propuesto.
No me servía como explicación. ¿Porque yo era un buen tío (si es que era cierto) debía salir con su novia?
—Erika —ése era el nombre de ella— y yo fuimos a la misma escuela del barrio, al mismo colegio de secundaria y al mismo instituto —explicó Kitaru—. En resumen: es como si hubiéramos pasado toda la vida juntos. Acabamos formando una pareja de modo natural y todo el mundo a nuestro alrededor nos dio el visto bueno. Nuestros amigos, nuestros padres e incluso los profesores. Porque estábamos siempre juntos, en armonía; que nos pasábamos el día pegados, vaya. —Kitaru juntó las palmas—. Y si hubiéramos llegado los dos a la universidad conservando esa armonía, habríamos sido felices para siempre, sin problemas ni crisis vitales. Pero yo fracasé estrepitosamente en la prueba de acceso y aquí me tienes. No sé cómo ni en qué punto exacto empezó, pero varias cosas se torcieron poco a poco. No culpo a nadie de eso, por supuesto; la culpa es toda mía.
Yo lo escuchaba en silencio.
—Y entonces, por decirlo así, me partí en dos —dijo Kitaru. Y separó las manos que mantenía unidas.
¿Que se había partido en dos? No lo entendía.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
Kitaru permaneció largos segundos mirándose las palmas de las manos.
—Resumiendo: por una parte estoy intranquilo —dijo luego—. Mientras yo voy a una academia de mierda y estudio para un examen de mierda, Erika disfruta de su vida de universitaria, juega al tenis y hace lo que le apetece. Tiene nuevos amigos, e incluso es probable que salga con otros chicos a veces. Cuando me pongo a pensar en esas cosas, me siento abandonado, aturdido. ¿Entiendes lo que siento?
—Creo que sí.
—Pero ¿sabes qué? Por otra parte, al mismo tiempo eso me alivia un poco. Lo que quiero decir, en suma, es que si los dos lleváramos una vida de pareja despreocupada y en armonía, sin problemas ni crisis, ¿qué diablos pasaría en un futuro? Me parece que antes es mejor que caminemos por sendas diferentes por un tiempo y que cuando, efectivamente, sintamos que nos necesitamos, volvamos a juntarnos. Sí, a veces pienso que también existe esa opción. ¿Comprendes?
—Me parece que te comprendo y que, al mismo tiempo, no te comprendo —dije.
—Quiero decir que si, por ejemplo, me licenciara en la universidad, consiguiera un empleo en alguna empresa, me casara con Erika y formáramos un matrimonio ideal y feliz, tuviéramos un par de críos, los matriculáramos en la misma escuela primaria de Den-en-chōfu a la que fuimos nosotros, los domingos fuéramos de picnic a orillas del río Tamagawa, obladí, obladá… Por supuesto, como vida no estaría nada mal, pero no puedo negar que me preocupa, que no creo que sea bueno que la vida resulte tan natural, agradable y sin contratiempos.
—El problema es el hecho de que sea natural, agradable y sin contratiempos. ¿Es eso lo que quieres decirme?
—Pues sí, es eso.
Yo no tenía ni idea de qué problema había en que todo fuese natural, agradable y sin contratiempos, pero como no quería que la conversación se eternizase, decidí no insistir.
—Aun así, ¿por qué tengo que salir yo con tu novia? —quise saber.
—Porque si va a acabar saliendo con otro chico, prefiero que sea contigo. A ti te conozco bien. Además, así podrías contarme qué tal le va a ella.
Todo aquello no tenía mucho sentido, pero confieso que tenía curiosidad por citarme con la novia de Kitaru. En fotografía era una belleza de las que llaman la atención y quería saber cómo alguien como ella se prestaba a salir con un tipo tan estrafalario como él. Era presa de la curiosidad, pese a que siempre he sido bastante cohibido ante los extraños.
—¿Y hasta dónde has llegado con ella? —le pregunté.
—¿Te refieres al sexo? —dijo Kitaru.
—Sí. ¿Habéis llegado hasta el final?
Kitaru negó con la cabeza.
—¡Ni en broma! Como nos conocemos desde pequeños, me resultaría un tanto incómodo desnudarla, o acariciarla o tocarla. Si fuera otra chica, no creo que me sucediera, pero el solo hecho de imaginarme metiéndole la mano bajo las bragas o algo por el estilo me resulta inapropiado. ¿Entiendes?
No, no lo entendía.
—Obviamente, sí nos besamos y nos tomamos de la mano —prosiguió él—. A veces también le acaricio los pechos por encima de la ropa. Pero medio jugando. Total, que aunque nos calentemos un poco, no se crea una atmósfera que nos impulse a dar un paso más.
—Pero ¡qué atmósferas ni qué narices! Eso es algo que en cierto modo uno tiene que trabajarse e ir preparando, ¿no crees? —le dije—. La gente lo llama libido.
—No, te equivocas. En nuestro caso las cosas no funcionan de esa manera. Aunque no sé bien cómo explicarlo —repuso Kitaru—. Por ejemplo, cuando te masturbas, te viene a la mente una chica en concreto, ¿no?
—Claro —contesté.
—Pues yo soy completamente incapaz de imaginarme a Erika. Tengo la sensación de que eso está mal. Por eso procuro pensar en otras chicas. Y en chicas que no me gusten demasiado. ¿Qué opinas?
Reflexioné un momento, pero no logré llegar a nada semejante a una conclusión. ¿Qué podía decir de las pajas de los demás? Incluso hay cosas de mí mismo que me cuestan entender.
—En cualquier caso, ¿por qué no probamos a quedar un día los tres? —propuso Kitaru—. Luego ya te lo pensarás con calma.
Kitaru, su novia (su nombre completo era Erika Kuritani) y yo quedamos un domingo por la tarde en una cafetería próxima a la estación de Den-en-chōfu. Ella era de la misma estatura que Kitaru, estaba morena y vestía una blusa blanca de manga corta bien planchada y una minifalda azul marino. Parecía la típica chica bien de Yamanote,[11] que estudiaba en una universidad privada femenina. Era tan maravillosa como en las fotografías, pero vista de cerca, más que la belleza de sus rasgos llamaba la atención la franca vitalidad que desbordaba su cuerpo. Y que contrastaba con la frágil apariencia de su novio.
Kitaru nos presentó.
—Aki, me alegro de que hayas hecho un amigo —dijo Erika Kuritani.
El nombre de Kitaru era Akiyoshi. La única persona en el mundo que lo llamaba Aki era ella.
—¡Qué exagerada! Tengo amigos a patadas —exclamó Kitaru.
—¡Mentira! —replicó ella—. Te cuesta hacer amigos, no lo niegues. Alguien que a pesar de haberse criado en Tokio sólo habla kansai-ben, que cuando abre la boca únicamente es para hablar hasta la saciedad de los Hanshin Tigers y del tsumeshōgi, alguien tan excéntrico como tú, es incapaz de relacionarse con la gente normal.
—Pues ahora que lo dices, este que tienes aquí también es bastante rarillo —dijo Kitaru señalándome con el dedo—. Aunque viene de Ashiya, sólo sabe hablar en japonés tokiota.
—¿Y no es eso bastante normal? —repuso ella—. Por lo menos es más frecuente que lo contrario.
—¡Eh!, que eso es discriminación cultural —protestó Kitaru—. ¿Acaso no son iguales todas las culturas? ¿Te crees que el japonés de Tokio es superior al kansai-ben?
—Mira, puede que sean iguales, pero a partir de la Restauración Meiji, el japonés estándar se fijó de acuerdo con la manera de hablar de Tokio —replicó Erika Kuritani—. Como prueba está el que no exista, por ejemplo, ninguna traducción al kansai-ben de Franny y Zooey de Salinger.
—Pues si la publicaran, yo me la compraría —dijo Kitaru.
«Yo también me la compraría», pensé, pero no dije nada. Era mejor no abrir el pico demasiado.
—De todas formas, es algo de sentido común —dijo ella—. Lo que pasa es que tú, Aki, tienes esa fijación tendenciosa metida en la mollera.
—¿Qué fijación tendenciosa ni qué historias? A mí lo único que me parece una fijación tendenciosa, y muy perniciosa, es la discriminación cultural —se quejó Kitaru.
En este punto, Erika Kuritani optó inteligentemente por eludir esa discusión y cambiar de tema.
—En el club de tenis que frecuento también hay una chica de Ashiya —dijo dirigiéndose a mí—. Se llama Eiko Sakurai. ¿La conoces?
—Sí, la conozco —dije.
Eiko Sakurai. Una chica alta y delgada con una nariz un tanto extraña cuyos padres poseían un enorme campo de golf. Era engreída y un poco antipática. Apenas tenía pecho. Por otro lado, jugaba bien al tenis y solía participar en torneos. Pero, con franqueza, no me apetecía mucho volver a verla.
—Pues éste, que es bastante buen tío, ahora mismo no tiene novia —le dijo Kitaru a Erika Kuritani, refiriéndose a mí—. Por su aspecto, parece del montón, pero es educado y bastante sensato, no como yo. Sabe de muchas cosas y lee libros sesudos. Es pulcro y creo que no padece ninguna enfermedad. Tengo la impresión de que es un chico con un futuro prometedor.
—¡Qué bien! —exclamó ella—. En mi club han entrado algunas chicas nuevas muy monas, así que ya te las presentaré.
—No, mujer, no es eso —dijo Kitaru—. ¿Por qué no sales tú con él? Yo sigo siendo rōnin y no puedo dedicarte tanto tiempo como me gustaría. En cambio, creo que él podría ser una buena pareja para ti, y yo me quedaría más tranquilo.
—¿Qué quiere decir eso de que te quedarías más tranquilo? —quiso saber Erika Kuritani.
—En resumen: que os conozco a los dos y me sentiré más tranquilo que si sales con un desconocido.
Erika Kuritani entornó los ojos y miró a Kitaru a la cara, como si contemplara un cuadro paisajístico realizado con una perspectiva equivocada.
—¿Y por eso me dices que debería salir con Tanimura? ¿Como él es bastante buen tío, nos aconsejas en serio que mantengamos una relación de pareja?
—No es tan mala idea, ¿no crees? ¿O es que ya estás saliendo con alguien?
—No, hombre, no. No salgo con nadie —contestó ella en tono tranquilo.
—Entonces, ¿por qué no pruebas a salir con él? Considéralo un intercambio cultural.
—¿Un intercambio cultural? —repitió Erika. Y me miró.
Como me dio la impresión de que, dijera yo lo que dijese, no iba a servir de nada, guardé silencio. Tomé la cucharilla de café y observé con interés la forma del mango. Como un conservador de un museo que examinara una pieza extraída de la excavación de una tumba egipcia.
—¿A qué te refieres con un intercambio cultural?
—Dime, ¿no crees que nos vendría bien adoptar otros puntos de vista? —dijo Kitaru.
—¿Y a eso llamas tú intercambio cultural?
—Sí, pero lo que quiero decir es…
—Muy bien —soltó Erika Kuritani. Si hubiera tenido un lápiz delante, seguramente lo habría cogido y partido en dos—. Si así lo quieres, Aki, hagamos ese intercambio cultural. —Dio un trago a su té negro, devolvió la tacita al platillo y luego se dirigió a mí sonriendo—: De acuerdo, Tanimura. Ya que nos lo recomienda Aki, la próxima vez salgamos solos. ¿No te parece divertido? ¿Cuándo te viene bien?
Me quedé mudo. El que no se me ocurriesen las palabras adecuadas en los momentos importantes era uno de mis problemas. Uno puede cambiar de lugar de residencia o de lengua, pero esa clase de problemas fundamentales no se resuelven así como así.
Erika Kuritani sacó una agenda de cuero rojo del bolso y, hojeándola, consultó sus compromisos.
—¿Estás libre este sábado?
—El sábado no tengo ningún plan, pero… —dije.
—Entonces quedamos para el sábado. ¿Dónde podríamos ir?
—A Tanimura le gusta el cine —apuntó Kitaru—. Sueña con ser guionista de cine. Incluso se ha inscrito en un curso sobre guiones de la universidad.
—Entonces podemos ir a ver una película. ¿Cuál podría ser?… Bueno, eso lo dejo en tus manos, Tanimura. A mí me gustan todos los géneros, excepto las películas de terror, que no las soporto.
—Erika es una cagueta tremenda —me dijo Kitaru—. De pequeños, cuando íbamos juntos a la casa del terror en Kōrakuen,[12] siempre teníamos que ir de la mano y…
—Después de la película podemos ir a tomar algo con calma —lo interrumpió Erika Kuritani. A continuación anotó un teléfono en una hojita y me la pasó—. Es el número de teléfono de mi casa. Cuando decidas dónde y cuándo quedamos, me llamas, ¿vale?
Yo, como en ese momento no tenía teléfono (hay que pensar que estoy hablando de una época en que los móviles todavía no existían ni por asomo), le di el número de la cafetería donde trabajaba. Luego eché un vistazo a mi reloj.
—Lo siento, pero tengo que marcharme —dije en un tono lo más animado que pude—. He de terminar un trabajo para mañana.
—¡Qué más da, hombre! —dijo Kitaru—. Para una vez que podemos reunirnos los tres, ¿por qué no charlamos tranquilamente? Cerca de aquí hay un restaurante de soba[13] bastante bueno…
Erika Kuritani no dio su opinión al respecto. Yo dejé el dinero de mi café sobre la mesa y me levanté.
—Es que es un trabajo bastante importante, lo siento —me excusé, aunque, en realidad, daba igual si lo hacía o no—. Te llamaré mañana o pasado —le dije a Erika Kuritani.
—Estaré esperándote —dijo ella y esbozó una sonrisa encantadora. Quizá un poco demasiado encantadora como para ser sincera.
Mientras me dirigía a la estación, tras salir de la cafetería y alejarme de los dos, me pregunté cómo había podido prestarme a algo así. Y es que otro de mis problemas consiste en pensar por qué las cosas son como son una vez que ya se han decidido.
Aquel sábado quedé con Erika Kuritani en Shibuya y vimos una película de Woody Allen ambientada en Nueva York. La elegí porque, cuando conocí a Erika, había tenido la impresión de que quizá le gustaría ver una película de Woody Allen o de algún director semejante. Además, no creía que Kitaru la invitase a ver esa clase de filmes. Afortunadamente, la película estaba bien y los dos salimos del cine de buen humor.
Tras un corto paseo por las calles, ya al atardecer, entramos en un pequeño restaurante italiano en Sakuragaoka, pedimos una pizza y bebimos vino de Chianti. Era un local informal con precios asequibles. La iluminación era tenue, en cada mesa había una vela encendida (en aquella época, en casi todos los restaurantes italianos había velas y manteles a cuadros). Mantuvimos la típica conversación entre dos estudiantes universitarios de segundo curso en su primera cita (si es que a aquello podía llamársele cita): hablamos de la película que acabábamos de ver, de nuestras respectivas vidas universitarias, de nuestros gustos. La conversación se animó más de lo previsto y ella se rió a carcajadas varias veces. No está bien que lo diga yo, pero tengo una especie de don para conseguir que las chicas se rían.
—Aki me contó que hace poco rompiste con tu novia del instituto. ¿Es verdad? —me preguntó ella.
—Sí. Salimos casi tres años, pero la cosa no salió bien. Por desgracia.
—Aki también dijo que el motivo por el que no funcionó fue el sexo. O sea, ¿cómo decirlo?… Que ella no te daba lo que querías.
—En parte sí, pero no fue sólo por eso. Supongo que si hubiera estado enamorado de verdad, si de verdad hubiera estado seguro de que la quería, lo habría llevado mejor. Pero no era así.
Erika Kuritani asintió.
—Aunque hubiéramos llegado hasta el final, el resultado habría sido el mismo —continué—. Cuando me marché a Tokio y puse distancia de por medio, poco a poco empecé a verlo claro. Fue una pena que las cosas no salieran bien, pero ¡qué se le va a hacer!
—¿Te resulta duro?
—¿El qué?
—Quedarte de repente solo cuando antes erais dos.
—A veces —contesté con sinceridad.
—Pero ¿no te parece que, cuando eres joven, en cierta medida es necesario vivir periodos tristes y difíciles como ése? O sea, como parte del proceso de madurez.
—¿Eso crees?
—Es como un árbol: para crecer fuerte y robusto, necesita pasar inviernos duros. Si el clima siempre es cálido y suave, ni siquiera se le forman anillos.
Intenté imaginarme los anillos de crecimiento que había en mí. Se parecían a los restos de un baumkuchen[14] de hacía tres días. Cuando se lo dije, se echó a reír.
—Tal vez los seres humanos necesiten pasar por esos periodos —dije—. Pero sería estupendo saber que algún día acabarán.
Ella sonrió.
—No te preocupes. Seguro que tarde o temprano encontrarás a alguien.
—Ojalá —dije—. Ojalá.
Erika Kuritani se quedó pensativa. Entretanto, yo me comí un trozo de la pizza que nos habían servido.
—Tanimura —me dijo entonces—, me gustaría pedirte un consejo. ¿Te importa?
—Claro que no. —«Vaya, vaya», pensé, «me parece que estoy a punto de meterme en un lío.». Otro de mis sempiternos problemas era que cualquiera me pedía enseguida consejo sobre asuntos importantes. Y lo que Erika Kuritani estaba a punto de sacar a colación tenía toda la pinta de ser una consulta sobre un tema no demasiado agradable.
—Últimamente me siento bastante confusa —declaró. Sus ojos se desplazaron lentamente de izquierda a derecha, como una gata en busca de algo—. Creo que tú también te habrás dado cuenta de que Aki, a pesar de estar en su segundo año de rōnin, apenas está estudiando para el examen de acceso. Ni siquiera se pasa por la academia. Así que imagino que el año que viene tampoco aprobará. Por supuesto, podría acceder a una universidad con un nivel más bajo, pero por algún motivo se le ha metido la de Waseda en la cabeza. Está empeñado en que tiene que ir a esa universidad. A mí me parece absurdo, pero da igual lo que yo, sus padres o los profesores le digamos, porque le entra por un oído y le sale por el otro. Si al menos se esforzara por aprobar… Pero es que ni siquiera hace eso.
—¿Y por qué crees que no estudia?
—Aki piensa que basta con tener suerte para aprobar el examen —prosiguió Erika—. Que prepararse es una pérdida de tiempo, es desperdiciar su vida. No logro entender cómo puede pensar así.
«Quizá sea otra forma de ver las cosas», pensé, pero por supuesto no lo dije.
Erika Kuritani suspiró y dijo:
—De pequeño, Aki sacaba las mejores notas de la clase. Pero ya en secundaria, empeoraron poco a poco, como si se deslizara por una pendiente. Tiene un punto de genio, pero a pesar de ser inteligente, por lo visto la constancia en el estudio no casa con su personalidad. No logra adaptarse al sistema educativo y se dedica a hacer cosas estrafalarias. Al revés que yo. Yo no soy tan lista como él, pero me aplico en los estudios.
Yo había conseguido acceder a la universidad sin estudiar demasiado. Quizá sólo tuve buena suerte.
—Quiero mucho a Aki y creo que tiene grandes virtudes. Pero a veces me cuesta aceptar su manera de pensar. Por ejemplo, lo del kansai-ben. ¿Cómo se le ocurre a una persona nacida y criada en Tokio esforzarse para hablar en kansai-ben? Es absurdo. Al principio pensaba que se trataba de una broma, pero no: va en serio.
—¿No será que quería forjarse un carácter distinto al que había tenido hasta entonces? —aventuré. Curiosamente, yo me había esforzado por hablar el japonés estándar, y él, al contrario, por hablar en kansai-ben.
—¿Y habla en kansai-ben sólo por eso?
—Desde luego, es una decisión bastante extrema, pero…
Erika Kuritani cogió un trozo de pizza y mordió un pedazo un poco mayor que el tamaño de un sello conmemorativo. Tras masticarlo con aire pensativo, dijo:
—Tanimura, me gustaría preguntarte algo. No tengo a nadie más a quien pueda preguntárselo. ¿Te importa?
—No, en absoluto —respondí. No habría podido contestar otra cosa.
—En teoría, cuando un chico y una chica intiman durante bastante tiempo, él la desea, ¿no?
—En teoría, creo que sí.
—Cuando te besas con alguien, tienes ganas de ir más allá, ¿cierto?
—Normalmente sí.
—En tu caso también fue así.
—Claro.
—Pues Aki no. Aunque estemos a solas, no desea nada más.
Tardé un poco en encontrar las palabras con que contestarle.
—Me imagino que es algo totalmente personal, que la forma de desear varía dependiendo de cada uno. Es evidente que tú le gustas a Kitaru y, a lo mejor, si le cuesta dar un paso en esa dirección es porque te considera algo demasiado cercano y natural.
—¿En serio crees eso?
Negué con la cabeza.
—No puedo afirmarlo categóricamente, porque no he vivido nada parecido. Simplemente digo que quizá sea eso.
—A veces pienso si no será que no le atraigo sexualmente.
—Estoy seguro de que sí se siente atraído, pero tal vez le avergüence admitirlo.
—Tenemos ya veinte años. ¿Cómo va a sentir vergüenza?
—Quizá haya un pequeño décalage entre su edad y su manera de ser —aventuré.
Erika Kuritani reflexionó. Cuando pensaba daba la impresión de que lo hacía a fondo, yendo directa a la esencia del asunto.
—Kitaru debe de estar buscando algo seriamente —proseguí—. Y lo hace a su manera, distinta de la de los demás, a su ritmo y de un modo muy puro y directo. Pero creo que ni siquiera él mismo sabe todavía qué busca. Por eso no consigue encajar en lo que le rodea ni tirar hacia delante. Buscar algo cuando uno no sabe qué está buscando es muy complicado.
Erika Kuritani alzó la cara y en silencio me miró a los ojos. En sus pupilas negras dos puntitos reflejaban bella e intensamente la llama de la vela. No fui capaz de aguantar la mirada.
—Aunque, claro, tú lo conocerás mejor que yo —me excusé.
Ella volvió a suspirar.
—¿Sabes? —dijo al cabo—. En realidad, estoy saliendo con otro chico, aparte de Aki. Es un año mayor y frecuenta el mismo club de tenis que yo.
Esta vez fui yo quien guardó silencio.
—Quiero a Aki de todo corazón, y dudo que pueda sentir algo tan profundo por nadie más. Cuando estoy lejos de él, siento una punzada de sordo dolor en el pecho. Como cuando te duele una caries. Lo digo de verdad. En mi corazón hay una parte reservada para él. Pero al mismo tiempo, ¿cómo podría decirlo?…, siento como un anhelo que me lleva a buscar algo diferente, a probar otras cosas. Llámalo curiosidad, espíritu aventurero u horizonte de posibilidades. Es algo tan natural que, aunque lo intente, soy incapaz de resistirme.
«Como una planta robusta no puede contenerse en una maceta», me dije.
—A eso me refiero cuando digo que estoy confusa —aclaró Erika Kuritani.
—Entonces creo que deberías confesarle esos sentimientos a Kitaru —dije midiendo mis palabras—. Si por casualidad se enterara de que sales a escondidas con otro, le harías daño y me imagino que eso no te agradaría, ¿no?
—Pero ¿crees que podrá aceptarlo? ¿Que entenderá que mantenga una relación con otra persona?
—Me parece que sabrá entenderte, sí —dije.
—¿De verdad?
—Sí.
Seguramente, Kitaru ya había advertido esa inestabilidad emocional, esa confusión en Erika. Porque él también la sentía. En ese aspecto, sin duda estaban compenetrados. Sin embargo, yo no estaba seguro de cómo se tomaría mi amigo lo que su novia estaba haciendo (o lo que podría llegar a hacer). A mi juicio, Kitaru no era un tipo tan fuerte. Pero creía que soportaría aún peor el hecho de que ella se lo ocultase, que le mintiese.
Erika Kuritani observó en silencio cómo la llama de la vela se agitaba debido al aire acondicionado.
—¿Sabes? —dijo luego—. A menudo tengo un sueño. En el sueño, Aki y yo estamos en un barco. Un gran buque en pleno crucero. Estamos a solas en un pequeño camarote, bien entrada la noche, y por el ojo de buey se ve la luna llena. Pero es una luna de hielo, un hielo limpio y transparente. Y la mitad inferior está sumergida en el mar. Entonces Aki me explica: «Parece una luna, pero en realidad es un objeto hecho de hielo de unos veinte centímetros de grosor. Así que, cuando salga el sol por la mañana, se derretirá». Sueño esta escena una y otra vez. Es un sueño precioso. Siempre la misma luna. Siempre veinte centímetros de grosor. La mitad inferior hundida en el mar. Yo apoyo la cabeza en el hombro de Aki, la luna resplandece con gran belleza, estamos a solas y las olas producen un agradable rumor. Pero, al despertar, siempre estoy muy triste. La luna de hielo ya no se ve por ninguna parte. —Erika Kuritani se interrumpió—. Sería fantástico poder hacer ese crucero Aki y yo, los dos solos —añadió al cabo—. Cada noche, muy juntos, miraríamos la luna de hielo desde el ojo de buey. Al amanecer, la luna se derretiría, pero de noche volvería a asomar. O quizá no. Quizá una noche dejaría de salir. Me asusta pensar en eso. Si me pongo a pensar en qué soñaré mañana, me entra tanto miedo que incluso me parece oír el ruido de mi cuerpo al encogerse.
Al día siguiente, cuando vi a Kitaru en la cafetería donde trabajábamos, quiso saber cómo había ido la cita.
—¿Os besasteis?
—¿Cómo íbamos a besarnos? —repuse.
—Aunque lo hubierais hecho, no me enfadaría —aseguró.
—Da igual: no lo hicimos.
—¿No os tomasteis de la mano?
—No.
—Entonces, ¿qué hicisteis?
—Vimos una película, dimos un paseo, cenamos y hablamos —le conté.
—¿Sólo eso?
—En las primeras citas no suele hacerse nada demasiado atrevido.
—¿Ah, no? Es que yo apenas he tenido citas. No sé mucho de eso.
—Pero lo pasé bien con Erika. Si fuera mi novia, no me apartaría de ella bajo ningún concepto.
Kitaru se quedó pensativo. Pareció que quería decir algo, pero al final lo pensó mejor y se mordió la lengua.
—¿Y qué comisteis? —preguntó al rato.
Le conté lo de la pizza y el Chianti.
—¿Pizza y Chianti? —se sorprendió—. No tenía ni idea de que le gustase la pizza. Nosotros sólo hemos ido a restaurantes de soba o de platos combinados… ¿Así que también toma vino? Ni siquiera sabía que bebiera alcohol.
El propio Kitaru jamás lo probaba.
—Seguro que hay muchos aspectos de ella que no conoces —comenté.
Le hablé con más detalle de todo lo que habíamos hecho. Lo de la película de Woody Allen (me hizo contarle hasta los pormenores del argumento), lo que cenamos («¿Cuánto os cobraron?», «¿pagasteis a medias?»), cómo iba vestida Erika («Con un vestido blanco de algodón y el pelo recogido en un moño»), qué ropa interior llevaba («¿Cómo voy a saberlo?»), de qué hablamos. Lo de que, a modo de prueba, estaba saliendo con un chico mayor que ella, eso, por supuesto, me lo guardé. Tampoco le hablé del sueño en que aparecía la luna de hielo.
—¿Vais a quedar otra vez?
—No.
—¿Por qué? ¿No te gustó?
—Sí, me parece maravillosa. Pero no puede ser. ¿Acaso no es tu novia? Por mucho que insistas, no voy a besarla.
Kitaru reflexionó.
—Escucha, desde que terminé la secundaria he estado visitando con regularidad a un terapeuta —dijo después—. Mis padres y los profesores me obligaron. Porque de vez en cuando causaba problemas en la escuela. Es decir, porque no soy como los demás. Pero no creo que ir a terapia me haya servido de nada. Terapeutas: suena como si fueran la leche, pero en realidad son unos fantoches. ¡Hasta yo sé escuchar lo que la gente dice poniendo cara de entendido!
—¿Sigues yendo a terapia?
—Sí. Ahora voy dos veces al mes. Es tirar el dinero. ¿No te habló Erika de lo de la terapia?
Negué con la cabeza.
—Francamente, no sé qué tiene de anormal mi forma de pensar. Desde mi punto de vista, me comporto como cualquier otra persona. Sin embargo, todo el mundo asegura que la mayoría de las cosas que hago no son normales.
—Bueno, yo también creo que hay ciertas cosas que no son muy normales —dije.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, para ser un tokiota que lo ha aprendido por su cuenta, tu kansai-ben es tan perfecto que resulta raro.
—Es cierto —admitió Kitaru—. Quizá eso no sea muy normal.
—Quizá a las personas en general esas cosas las inquieten.
—Tal vez.
—Una persona en su sano juicio no habría llegado tan lejos.
—Puede que tengas razón.
—Pero en mi opinión, aunque no puede decirse que sea muy normal, por lo que yo sé no creo que hayas molestado a nadie.
—Por ahora, no.
—Pues entonces, ¿qué más da? —dije. En ese instante, yo debía de estar un poco enfadado (aunque no sé con quién), y me percaté de que había empleado un tono un tanto alterado—. ¿Qué problema hay? Si por ahora no has molestado a nadie, ¿qué importa? ¿Qué sabemos nosotros de lo que ocurrirá en adelante? Si te apetece hablar en kansai-ben, hazlo cuanto te dé la gana. Háblalo hasta que te canses. Si no quieres estudiar para el examen, pues no estudies. Si no quieres meterle la mano bajo las bragas a Erika Kuritani, no se la metas. Es tu vida. Puedes hacer lo que te apetezca. No tienes por qué rendir cuentas a nadie.
Kitaru me miró fijamente a los ojos, boquiabierto.
—¿Sabes, Tanimura? Eres un tío genial. Aunque quizá demasiado normal a veces.
—¿Qué le voy a hacer? —repuse—. Uno no puede cambiar su forma de ser.
—En efecto. Uno no puede cambiarla. Eso es justo a lo que me refiero.
—Pero Erika Kuritani es muy buena chica. Te toma muy en serio. Pase lo que pase, no deberías alejarte de ella, porque no volverás a encontrar a otra igual.
—Lo sé. Eso lo sé perfectamente, pero… sólo con saberlo no soluciono nada.
—Deja de replicarte a ti mismo a lo manzai —le dije.
Unas dos semanas después, Kitaru dejó el trabajo en la cafetería. O, mejor dicho, un buen día no acudió. Ni siquiera avisó de que no iría. Como era una época de mucho ajetreo, la dueña de la cafetería montó en cólera: «¡Menudo irresponsable!». Le debían una semana de sueldo, pero ni siquiera pasó a recoger el dinero. Cuando la dueña me preguntó si sabía sus señas, le contesté que no. En realidad, no tenía su número de teléfono. Lo único que sabía era dónde estaba su casa en Den-en-chōfu y el número de teléfono de Erika Kuritani.
Kitaru nunca me dijo que fuese a dejar el trabajo y, después de marcharse, jamás volvió a ponerse en contacto conmigo. Simplemente desapareció sin más de mi vida. Aquello me dolió, pues consideraba que nos unía cierta amistad. En cierto modo, fue un golpe que cortase tan fácilmente su relación conmigo. Porque en Tokio yo no había sido capaz de hacer ningún otro amigo como él.
Lo que sí me llamó la atención fue que, en los últimos dos días, Kitaru había estado muy callado. Cuando le hablaba, apenas respondía. Y luego desapareció. Podría haber llamado a Erika Kuritani para preguntarle si tenía noticias de él, pero por alguna razón no me pareció buena idea. Pensé que lo que ocurriese entre ambos debían resolverlo entre ellos. No sería sano implicarse aún más en su extraña y complicada relación. Yo tenía que tratar de sobrevivir en el modesto mundo al que pertenecía.
Poco después de su desaparición, empecé a acordarme con frecuencia de la novia con quien había roto. Quizá conocerlos a ambos había despertado ciertos sentimientos en mí. Un buen día le escribí una larga carta en la que le pedía perdón por lo que había hecho. Lo cierto es que podía haber sido mucho más amable con ella. Pero nunca recibí respuesta.
Enseguida, nada más verla, supe que se trataba de Erika Kuritani. No había vuelto a encontrarme con ella desde aquella cita, y ya habían pasado dieciséis años. Aun así, no había margen de error. Tenía la misma expresión vivaz y estaba tan guapa como entonces. Vestido de encaje negro, zapatos de tacón negros, doble collar de perlas en su fino cuello. También ella se acordó enseguida de mí. Estábamos en una sala de un hotel de Akasaka donde se celebraba una fiesta con cata de vinos. Dado que era un acto de etiqueta, yo llevaba traje oscuro y corbata. Explicar qué hacía yo en un lugar así me llevaría mucho tiempo. Ella era la responsable de la agencia de publicidad que organizaba el evento. Se notaba que desempeñaba su trabajo con gran competencia.
—Dime, Tanimura, ¿por qué no me llamaste más? La verdad es que me habría gustado volver a hablar con calma contigo…
—Eras demasiado guapa para mí.
Ella sonrió.
—Gracias, aunque no sea más que un cumplido.
—Jamás en mi vida ha salido un cumplido de esta boca —aseguré.
Su sonrisa se ensanchó. Pero lo que le había dicho no era ni una mentira ni un cumplido. Era demasiado guapa para interesarme seriamente por ella. Lo era antes y también ahora. Además, su sonrisa era demasiado maravillosa para ser real.
—Tiempo después llamé a la cafetería donde trabajabas, pero me dijeron que te habías marchado —dijo ella.
—Cuando Kitaru se fue, el trabajo se volvió tan aburrido que al cabo de dos semanas lo dejé.
Erika Kuritani y yo hicimos sendos resúmenes de lo que habían sido nuestras vidas durante los últimos dieciséis años. Tras licenciarme, yo había encontrado un empleo en una pequeña editorial, pero al cabo de tres años lo había dejado y desde entonces me dedicaba a escribir. A los veintisiete años me había casado. De momento no tenía hijos. Erika, por su parte, estaba soltera. «Estoy muy ocupada. Me cargan con tanto trabajo que no tengo tiempo ni para casarme», dijo, medio en broma. Supuse que habría tenido muchas relaciones después de Kitaru. Algo en el aura que desprendía me hacía pensarlo. Fue ella quien sacó el tema de Kitaru.
—¿Sabías que Aki está trabajando de chef de sushi en Denver? —dijo Erika Kuritani.
—¿Denver?
—Denver, estado de Colorado. Al menos eso me escribió en la postal que me envió hace tres meses.
—¿Y por qué Denver?
—No lo sé. La anterior postal, hará cosa de un año, me llegó desde Seattle, donde también trabajaba como chef de sushi. A veces, cuando se acuerda, me manda una postal. Suelen ser postales con imágenes tontas y sólo escribe cuatro cosas. Ni siquiera anota el remite.
—Así que chef de sushi… —dije—. ¿Al final no entró en la universidad?
Ella negó con la cabeza.
—Creo que, a finales de verano, de repente renunció a presentarse al examen. Dijo que era una pérdida de tiempo. Entonces se matriculó en una escuela de cocina en Osaka. Comentó que quería estudiar a fondo la gastronomía de Kansai y que, además, así podría ir al estadio de Kōshien. Por supuesto, yo le dije: «O sea, que has decidido algo tan importante como marcharte a Osaka. ¿Y qué pasa conmigo?».
—¿Y qué dijo él?
Erika calló. Apretó los labios. Me dio la impresión de que se disponía a responder, pero que temía que, en el momento en que abriese la boca, aflorarían las lágrimas. Y que, pasara lo que pasase, no quería echar a perder aquel rímel aplicado con tanto esmero. Enseguida cambié de tema.
—La última vez que nos vimos bebimos un Chianti barato en un restaurante italiano de Shibuya, ¿te acuerdas? Y hoy estamos catando vinos de Napa. Curiosa coincidencia, ¿no crees?
—Me acuerdo muy bien —dijo ella, serenándose poco a poco—. Fuimos a ver una película de Woody Allen. ¿Cuál era?
Le recordé el título.
—La verdad es que era bastante buena, ¿no?
Me mostré de acuerdo. Es una de las obras maestras de Woody Allen.
—¿Y cómo te fue con aquel chico con el que salías, aquel que era un año mayor que tú y que iba al mismo club de tenis? —le pregunté.
—Por desgracia, no funcionó —contestó, negando con la cabeza—. No sé, no nos entendíamos. Salimos medio año y luego lo dejamos.
—¿Puedo preguntarte algo? Es bastante personal, pero…
—Claro que sí. Espero saber responder.
—Espero que no te moleste la pregunta.
—Lo intentaré.
—¿Llegaste a acostarte con ese chico?
Erika Kuritani me miró a los ojos, sorprendida. Se había ruborizado ligeramente.
—Tanimura, ¿por qué quieres saber eso, ahora, aquí…?
—¿Por qué? —repuse—. Quizá porque sentía cierta curiosidad desde hace tiempo. De todas formas, siento haberlo mencionado. Discúlpame.
Erika Kuritani hizo un leve gesto negativo con la cabeza.
—Bueno, no es que me haya sentado mal. Simplemente, dicho así, tan de repente, me ha desconcertado un poco. Ocurrió hace tanto…
Lentamente, eché un vistazo a mi alrededor. Aquí y allá, invitados con trajes de gala degustaban el vino. Se descorchaban caras botellas, una tras otra. Una joven pianista tocaba Like Someone in Love.
—La respuesta es que sí —dijo Erika Kuritani—. Lo hicimos varias veces.
—La curiosidad, el espíritu aventurero, el horizonte de posibilidades…
Ella esbozó una débil sonrisa.
—Sí, la curiosidad, el espíritu aventurero, el horizonte de posibilidades…
—Así es como vamos adquiriendo anillos —comenté.
—Si tú lo dices…
—Por casualidad, ¿no fue poco después de nuestra cita en Shibuya cuando tuviste por primera vez ese tipo de relaciones con aquel chico? —quise saber.
Ella hojeó las páginas de su archivo mental.
—Sí. Creo que fue una semana después. De esa época me acuerdo bastante bien. Porque fue mi primera experiencia.
—Entonces, Kitaru tenía buen olfato —dije mirándola a los ojos.
Ella desvió la vista y estuvo un rato toqueteándose una por una las perlas del collar. Como para cerciorarse de que seguían allí. Luego soltó un leve suspiro, como si hubiera recordado algo.
—Sí. Tienes razón. Aki tenía una intuición privilegiada.
—Pero, al final, entre ese chico y tú las cosas no funcionaron.
Ella asintió.
—Yo, por desgracia, no soy tan lista —dijo—. Así que necesitaba dar una especie de rodeo. Puede que aun hoy siga alargándolo.
Todos damos un rodeo sin fin. Eso quise decirle, pero me callé. Otro de mis problemas es que me excedo soltando frases lapidarias.
—¿Kitaru se casó?
—Que yo sepa, sigue soltero —contestó Erika Kuritani—. Al menos yo no tengo noticia de que se haya casado. Quizá ninguno de los dos estemos hechos para el matrimonio.
—O quizá simplemente estéis dando un largo rodeo.
—Tal vez.
—¿No hay posibilidad de que volváis a encontraros y a estar juntos?
Ella rió bajando la cabeza y moviéndola un poco a ambos lados. No supe interpretar aquel gesto. Tal vez quería decir que no existía tal posibilidad. O que pensar en ello de nada servía.
—¿Todavía sueñas con la luna de hielo? —le pregunté.
De súbito, alzó la vista y me miró. Después una sonrisa afloró a su rostro. Con mucha lentitud, tomándose su tiempo. Y era una sonrisa espontánea, que le salía del alma.
—Todavía recuerdas el sueño, ¿eh?
—No sé por qué, pero sí.
—Y eso que era un sueño ajeno.
—Es que los sueños pueden prestarse o tomarse prestados cuando la ocasión lo requiere, sin duda —dije. Efectivamente, puede que suelte demasiadas frases lapidarias.
—Es una bonita forma de pensar —dijo Erika Kuritani sin dejar de sonreír.
Detrás de ella, alguien la llamó. Por lo visto, era hora de volver al trabajo.
—Ya no sueño con eso —me dijo por último—. Pero todavía lo recuerdo con claridad. No conseguiré olvidar tan fácilmente esa escena, y tampoco lo que sentía. Quizá jamás lo olvide.
Entonces, por un instante, clavó la mirada en algún punto más allá de mi hombro. Como si buscara la luna de hielo en el firmamento. A continuación se dio la vuelta y se alejó a paso rápido. Quizá, quién sabe, iba a retocarse el rímel al lavabo.
Cuando conduzco, por ejemplo, y suena Yesterday, de los Beatles, en la radio, me viene a la mente aquella letra tan rara que Kitaru cantaba en el baño. Y me arrepiento de no haberla apuntado. Era tan extraña que se me quedó grabada durante un tiempo, pero poco a poco comenzó a difuminarse hasta olvidárseme por completo. Tan sólo recuerdo fragmentos, pero a estas alturas ni siquiera estoy seguro de si son como Kitaru los cantaba. Porque la memoria, inevitablemente, se halla en continua transformación.
Cuando tenía veinte años, intenté varias veces llevar un diario, pero no lo conseguí. Por aquel entonces, en mi entorno se sucedieron distintos acontecimientos debido a los cuales al final no pude permitirme el lujo de pararme a anotar cuanto se me ocurría. Además, la mayor parte no eran precisamente hechos que me hicieran pensar: «Esto tengo que anotarlo a toda costa». En medio de aquel fuerte vendaval que soplaba de frente, lo más que pude hacer fue abrir los ojos, tomar aliento y seguir adelante.
Pero, por extraño que parezca, a menudo me acuerdo de Kitaru. Pese a que nuestra amistad apenas duró unos meses, cada vez que oigo Yesterday por la radio, diferentes episodios y conversaciones relacionados con él emergen de forma espontánea en mi mente. Las largas charlas que manteníamos en el baño de su casa en Den-en-chōfu. Cuando hablábamos de los puntos débiles en la alineación de bateadores de los Hanshin Tigers, de los engorros que el sexo acarrea, de lo absurdo de tener que estudiar para un examen, de su escuela primaria de Den-en-chōfu, de la diferencia en el plano ideológico entre el oden y el kantō-daki[15] o de la riqueza expresiva del léxico del kansai-ben. Y, por supuesto, el día en que, siguiendo sus deseos, tuve aquella única e insólita cita con Erika Kuritani. Las confesiones que ella me hizo a la luz de una vela en aquel restaurante italiano. En esos instantes tengo la sensación de que todo ocurrió, literalmente, ayer. En ocasiones la música tiene el poder de reavivar los recuerdos con tal intensidad que a uno hasta le duele el corazón.
Sin embargo, si pienso en mí cuando tenía veinte años, lo único que logro recordar es que me sentía tremendamente solo y aislado. No tenía novia que confortase mi cuerpo y mi espíritu, ni amigos con quienes sincerarme. Me pasaba los días sin saber qué hacer, sin una visión de futuro a la que dar forma. Por lo general, me encerraba en mí mismo. A veces incluso me pasaba una semana sin hablar prácticamente con nadie. Esa vida duró un año. Se me hizo muy largo. Lo que ni yo mismo sé es si ese periodo, que duró todo un adusto invierno, dejó en mi interior algún valioso anillo de crecimiento.
Tengo la impresión de que, en esa época, también yo veía todas las noches la luna de hielo desde un ojo de buey. Una luna transparente, de hielo y dura, de veinte centímetros de grosor. Pero a mi lado no había nadie. Contemplaba su belleza y su frialdad a solas, sin poder compartirlas con nadie.
… es dos días antes de mañana,
y el día después de anteayer…
Ojalá Kitaru lleve una vida feliz en Denver, o en cualquier otra ciudad lejana. Si eso de ser feliz es pedir demasiado, ojalá viva al menos el presente con salud y sin carencias. Porque nadie sabe con qué soñaremos mañana.