Asaltar de nuevo la panadería
¿F
ue o no fue una elección correcta hablarle a mi esposa del asalto a la panadería? Todavía no lo sé con certeza. Tal vez no fuera cuestión de si era o no correcto. Al fin y al cabo, en este mundo hay elecciones incorrectas que comportan resultados correctos y viceversa. Para huir de ese sinsentido —creo que no importa que lo llame así— conviene adoptar la postura de que nosotros, en realidad, no elegimos absolutamente nada. Yo mismo sigo esa filosofía de vida. Las cosas ocurren, o no ocurren.
Si miro hacia atrás bajo ese prisma, el caso es que sí ocurrió que le hablé a mi esposa del asalto a la panadería. Lo hablado, hablado está, y los incidentes originados a resultas de ese hecho, originados están. Y si esos incidentes producen extrañeza, las causas deberán buscarse en el conjunto de circunstancias que rodean a los incidentes en cuestión. Claro que no porque yo piense de una manera u otra van a cambiar las cosas.
El hecho de que mencionara la historia del asalto a la panadería ante mi esposa se debió a una simple concatenación de hechos. Ni yo había decidido previamente sacar el tema a colación ni tampoco fue algo que me viniera a la cabeza de repente, en aquel mismo instante, como un «a propósito de...». Antes de pronunciar ante mi esposa las palabras «asalto a la panadería», yo mismo tenía por completo olvidado el episodio.
Lo que en ese momento me recordó el asalto a la panadería fue una insoportable sensación de hambre. Faltaba poco para las dos de la madrugada. Mi esposa y yo habíamos cenado algo ligero a las seis, y a las nueve y media nos habíamos acostado y cerrado los ojos. Pero a esa hora, no sé por qué motivo, los dos nos despertamos al mismo tiempo. Poco después de abrir los ojos, nos atacó de súbito una sensación de hambre similar al tornado que aparece en El mago de Oz. Un hambre tan excesiva que rozaba lo absurdo.
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Sin embargo, dentro del frigorífico no había nada que mereciera llamarse comida. Vinagreta, seis latas de cerveza, dos cebollas resecas, mantequilla, quitaolores para refrigerador. Nada más. Hacía tan solo dos semanas que nos habíamos casado y aún no habíamos establecido esa especie de conciencia común en lo referente a las pautas alimenticias. Habíamos tenido que establecer otros cientos de cosas.
En esa época yo estaba empleado en un bufete de abogados y mi esposa trabajaba como administrativa en una escuela de diseño. Yo tenía veintiocho o veintinueve años (por algún motivo que desconozco, jamás logro acordarme del año en que me casé) y ella era dos años, ocho meses y tres días menor que yo. Los dos llevábamos un ritmo de vida frenético, atrapados en una especie de cueva tridimensional, y nos preocupaba muy poco el contenido de la nevera.
Salimos de la cama, pasamos a la cocina y, sin razón concreta, nos sentamos a la mesa, frente a frente. Estábamos demasiado hambrientos para volver a dormirnos —el simple hecho de acostarnos era un suplicio— pero, por otra parte, también estábamos demasiado hambrientos para hacer algo levantados. ¿De dónde procedía un hambre tan atroz? ¿Cómo se había producido? No teníamos la menor idea.
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Mi esposa y yo, esperando acaso lo imposible, fuimos abriendo la nevera por turnos, pero por más que la abríamos, su contenido no cambiaba. Cerveza, cebollas, mantequilla, vinagreta y quitaolores. Cierto que existía la posibilidad de sofreír las cebollas con la mantequilla, pero nadie podía pensar que aquellas dos cebollas resecas pudiesen llenarnos el estómago. La cebolla es algo que se usa como acompañamiento, pero no es un alimento capaz, por sí mismo, de saciar el hambre. Al contrario, es posible que la incremente.
—¿Qué tal un salteado de vinagreta y quitaolores? —le propuse en broma, pero tal como preveía, ella me ignoró.
—¿Por qué no subimos al coche y buscamos un restaurante que esté abierto toda la noche? —dije—. Si salimos a la carretera nacional, seguro que encontramos alguno.
Pero mi esposa rechazó la propuesta. Dijo que no le apetecía salir a comer fuera.
—Pasada la medianoche, no se sale a comer fuera —dijo. Suele tener ideas anticuadas de ese estilo.
—No, quizá tengas razón —dije tras una pausa de unos segundos.
Es posible que sea algo que les suceda con frecuencia a los recién casados, pero aquella opinión (o tesis) de mi pareja sonó a mis oídos como si fuera algún tipo de revelación. Al oírla, tuve la sensación de que el hambre que nos aquejaba era un hambre singular que lugares como los restaurantes abiertos toda la noche junto a la carretera nacional no podían saciar.
¿Y qué es exactamente un hambre singular.
Puedo presentarla en forma de imagen.
1. Estoy dentro de un pequeño bote, flotando sobre la tranquila superficie del mar.
2. Al bajar la mirada, descubro bajo las aguas la cima de un volcán submarino.
3. Parece que entre la superficie del mar y la cima del volcán hay poca distancia, pero no estoy muy seguro.
4. Ya que el agua es tan transparente que me impide calibrar bien esa distancia.
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Esa fue, más o menos, la imagen que me representé durante los tres o cuatro segundos que pasaron desde que mi esposa dijo que no estaba dispuesta a ir a un restaurante hasta que yo asentí, diciendo: «No, quizá tengas razón». Por supuesto, como no soy Sigmund Freud no logré analizar con precisión qué representaba, pero sí comprender intuitivamente que era una imagen reveladora. Justamente por eso —y a pesar de que el hambre era tan atroz que lindaba con la anomalía— estuve de acuerdo de manera casi automática con su tesis (o declaración) de no salir a comer fuera.
No nos quedaba otra opción que abrir una lata de cerveza y bebérnosla. Como a mi esposa no le apetecía demasiado, de las seis latas me adjudiqué cuatro y a ella le di las dos restantes. Mientras me tomaba una, ella, como una ardilla en noviembre, registró con diligencia los estantes de la cocina y logró dar con cuatro galletas de mantequilla que habían quedado en el fondo de un paquete. Eran los restos de aquella vez que habíamos hecho la base de un pastel helado y ahora estaban húmedas y reblandecidas. Aun así nos comimos dos cada uno saboreando hasta la última miga.
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Por desgracia, ni las latas de cerveza ni las galletas dejaron el menor rastro en nuestros estómagos vacíos. Era como si hubiesen caído del cielo sobre la península del Sinaí. Se limitaron a pasar sin ninguna consecuencia ante nuestra ventana.
Leímos las letras impresas en la lata de aluminio, miramos una y otra vez el reloj, clavamos los ojos en la puerta del frigorífico, hojeamos la edición vespertina del periódico del día anterior, recogimos con el borde de una postal las migajas de galleta esparcidas por encima de la mesa. El tiempo era oscuro y pesado como una plomada en el vientre de un pez.
—Nunca en mi vida había sentido tanta hambre —dijo mi esposa—. ¿Tendrá algo que ver con que me haya casado.
Le respondí que no lo sabía. Quizá sí, quizá no.
Mientras ella volvía a registrar la cocina de arriba abajo en busca de algún bocado, yo permanecí inclinado sobre la borda, con la mirada fija en la cima del volcán submarino. La transparencia del agua que rodeaba el bote me provocaba una terrible desazón. Me sentía como si me hubiesen abierto un enorme agujero en la boca del estómago. Un auténtico agujero, sin orificio de entrada ni de salida. Aquella extraña conciencia de falta de una parte del cuerpo —la percepción de que existía una ausencia— se parecía en cierto modo a la parálisis producida por el miedo que se siente al subir a un alto pináculo. Que existiera una relación entre el hambre y el terror a las alturas fue para mí todo un descubrimiento.
«Antes ya había tenido una experiencia similar.» Fue justo entonces cuando lo pensé. «En aquella ocasión, tenía tanta hambre como ahora. Aquello...»
—Fue cuando el asalto a la panadería.
Pronuncié esas palabras sin pensar.
—¿Qué es eso del asalto a la panadería? —preguntó mi esposa al instante.
Así empezó la evocación de aquella historia.
—Una vez, hace ya mucho tiempo, asalté una panadería —le expliqué a mi esposa—. No era una panadería grande. Tampoco era una panadería conocida. No era ni especialmente buena ni especialmente mala. Era una vulgar panadería de barrio como las que hay por todas partes. Estaba en el centro de la zona comercial y la regentaba un tipo de mediana edad que horneaba y vendía, él solo, el pan. Una panadería pequeña, una de esas que, tan pronto como venden el pan que han cocido por la mañana, cierran.
—¿Y por qué elegiste una panadería tan mediocre? —preguntó mi esposa.
—Porque no había necesidad alguna de asaltar una panadería grande. Solo buscábamos una cantidad de pan suficiente para saciar el hambre, no pretendíamos robar dinero. Nosotros éramos asaltantes, no atracadores.
—¿Nosotros? —dijo mi esposa— ¿Quiénes erais vosotros.
—En aquella época tenía un compañero —le expliqué—. Hará ya unos diez años. Los dos sentíamos un hambre atroz, pero ni siquiera podíamos comprar pasta dentífrica y todos los días nos lavábamos los dientes solo con el cepillo. Por supuesto, siempre nos faltaba comida. Eso nos llevó, en aquellos tiempos, a hacer muchas cosas terribles para conseguirla. Asaltar la panadería fue una de ellas...
—No acabo de entenderlo. —Me clavó una mirada como la de quien busca pálidas estrellas al alba—. ¿Cómo es que hiciste una cosa así? ¿Por qué no intentaste trabajar? Solo con un empleo por horas te habría alcanzado para comprar pan. Lo mires por donde lo mires, habría sido más sencillo. Más que asaltar panaderías.
—Es que yo no quería trabajar —dije—. Eso lo tenía muy claro.
—¿Acaso no estás trabajando ahora como debe ser? —dijo mi esposa.
Tras asentir, tomé un trago de cerveza. Me froté los ojos con la parte interior de la muñeca. La cerveza me producía sopor. Un fino lodo se me infiltraba en la mente y luchaba contra el hambre.
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—Al cambiar la época, cambian las cosas. Uno cambia de manera de pensar —dije—. ¿Por qué no nos vamos a dormir? Mañana a los dos nos toca levantarnos temprano.
—No tengo sueño. Quiero que me cuentes la historia del asalto a la panadería —dijo mi esposa.
—Es una historia muy aburrida, ¿sabes? —dije—. No tan interesante como permite suponer el título. Tampoco hay una acción espectacular.
—Entonces, ¿el asalto tuvo éxito.
Resignado, arranqué de un tirón la anilla de otra lata de cerveza. Mi esposa tenía un carácter tal que, en cuanto empezaba a escuchar algo, se empeñaba en escucharlo hasta el final.
—Podría decirse que fue un éxito y, al mismo tiempo, que no lo fue —dije—. Conseguimos todo el pan que quisimos, pero, como asalto, el asunto no cuajó. Es que, antes de que le quitásemos el pan por la fuerza, el dueño de la panadería nos lo dio voluntariamente.
—¿Gratis.
—Gratis, no. Esa es la parte peliaguda —dije, negando con la cabeza—. El panadero era un entusiasta de la música clásica y, justo en aquel instante, había puesto música de Wagner en la tienda. Y nos dijo que, si escuchábamos aquella música con atención, nos dejaría comer todo el pan que quisiéramos. Lo discutí con mi compañero, y llegamos ala siguiente conclusión: que si se trataba solo de escuchar música, aceptábamos. No era un trabajo propiamente dicho, y tampoco le hacíamos daño a nadie. De modo que dejamos los cuchillos de cocina, nos sentamos en unas sillas y, con actitud dócil, escuchamos Tristan und Isolde junto con el dueño.
—¿Y conseguisteis el pan.
—Exacto. Mi compañero y yo comimos todo el pan que teníamos a mano. Hasta que vaciamos las estanterías —dije.
Tomé otro trago de cerveza. El sopor balanceaba sordamente mi bote como una muda ola nacida de un terremoto marino.
—Es verdad que alcanzamos nuestro objetivo, que era conseguir el pan —proseguí—. Pero aquello, lo mires por donde lo mires, no puede considerarse un delito. Fue, como si dijéramos, un intercambio. Nosotros escuchamos la música de Wagner y, a cambio, obtuvimos el pan. Desde el punto de vista jurídico, se trató de una especie de transacción comercial.
—Pero escuchar la música de Wagner no puede considerarse un trabajo —dijo mi esposa.
—Exacto —dije yo—. Si aquel día el dueño nos hubiera exigido lavar los platos o limpiar los cristales de las ventanas, nos habríamos negado rotundamente y le habríamos arrebatado el pan sin más. Pero lo único que nos pidió fue que escuchásemos la música de Wagner. Aquello nos produjo a ambos una gran confusión. Que apareciera Wagner en escena fue, como es lógico, algo totalmente inesperado. En definitiva, fue casi como si nos hubiera lanzado una maldición. Ahora pienso que lo que tendríamos que haber hecho era ignorar su propuesta, amenazarlo con el cuchillo, tal como teníamos pensado, y robar el pan sin más. De haberlo hecho así, no habría habido ningún problema.
—¿Hubo algún problema.
Me froté de nuevo los ojos con la parte interior de la muñeca.
—Pues sí —respondí—. Pero no fue un problema concreto de los que se ven a simple vista. Fue solo que, a raíz del incidente, muchas cosas empezaron a cambiar poco a poco. Y las cosas, cuando han cambiado, ya no pueden volver a ser como eran. En resumidas cuentas, yo regresé a la universidad, me gradué sin problemas y estudié para las oposiciones al Cuerpo de Justicia mientras trabajaba en un bufete de abogados. Y nos conocimos y nos casamos. Y jamás volví a asaltar ninguna panadería.
—¿Ya está.
—Sí. Aquí acaba la historia —dije, tomándome el último resto de cerveza. Habíamos vaciado las seis latas. En el cenicero quedaban las anillas como escamas desprendidas de una sirena.
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Por supuesto, no era cierto que no hubiese ocurrido nada. Habían sucedido cosas concretas y tangibles. Pero de eso no me apetecía hablarle.
—¿Y qué hace ahora ese compañero tuyo? —preguntó mi esposa.
—Pues no lo sé —respondí—. Después de aquello, nos separamos por culpa de una tontería. Desde entonces no he vuelto a verlo y no tengo ni idea de qué estará haciendo.
Mi esposa enmudeció durante unos instantes. Posiblemente había percibido alguna nota poco clara en mi tono de voz. Pero no insistió más sobre ese punto.
—Pero el hecho de que rompierais la relación fue consecuencia directa del asalto a la panadería, ¿verdad.
—Es posible. Creo que aquel incidente nos produjo una conmoción mucho mayor de lo que podría parecer. Durante los días posteriores seguimos hablando sobre la correlación entre el pan y Wagner. Sobre si nuestra elección había sido o no correcta. Pero no llegamos a ninguna conclusión. Pensándolo con lógica, la elección debía de haber sido correcta. Nadie había resultado herido y, en principio, todos habíamos quedado satisfechos. El dueño de la panadería —aunque todavía no he logrado entender con qué finalidad actuó de aquella forma— consiguió hacer propaganda de Wagner y nosotros conseguimos llenarnos el estómago hasta reventar. Con todo, notábamos que allí existía alguna grave equivocación. Y ese error, cuyo principio continuó siendo una incógnita, acabó repercutiendo en nuestras vidas. Por eso utilicé antes la palabra maldición. Percibíamos siempre la presencia de esa sombra.
—¿Crees que la maldición ya habrá sido conjurada? ¿Que ya no será una amenaza para vosotros dos.
Con las seis anillas que había en el cenicero hice un aro de aluminio del tamaño de un brazalete.
—¡Vete tú a saber! Este mundo está lleno a rebosar de maldiciones y, cuando sucede algo malo, no es fácil saber a qué maldición se debe.
—No, eso no es cierto —dijo mi esposa clavándome la mirada—. Si lo piensas bien, puedes descubrirlo. Y mientras no conjures personalmente esa maldición, te seguirá atormentando hasta la muerte igual que una mala caries. Y no solo a ti, sino también a mí.
—¿A ti.
—Claro. Ahora tu compañera soy yo —dijo ella—. Mira, por ejemplo, el hambre que sentimos ahora. Antes de casarme contigo, nunca había tenido un hambre tan atroz. Jamás. ¿Eso no te parece anormal? Seguro que se debe a aquella maldición que te echaron y que ahora también me afecta a mí.
Asentí, solté de nuevo las anillas del brazalete y volví a meterlas en el cenicero. No sabía si lo que ella me decía era o no cierto. Pero al oírlo me dio la impresión de que podía serlo.
El hambre, que por unos instantes había permanecido alejada de mi conciencia, apareció de nuevo. La sensación era todavía más violenta que antes, y notaba dolorosas punzadas en el núcleo del cerebro. Cuando se producía un retortijón en el fondo del estómago, el espasmo se transmitía hasta el centro del cráneo a través de una especie de cable de embrague. Al parecer, mi cuerpo estaba dotado de un número de funciones complejas mayor del que yo conocía.
Volví a posar la mirada en el volcán submarino. El agua era mucho más transparente que antes y, si no se observaba con atención, incluso podría haber pasado inadvertido que allí hubiese agua. Daba la impresión de que el bote estuviera flotando en el aire sin sustento. Incluso se distinguían con toda claridad, una a una, las piedrecitas del fondo.
—No llevo más de quince días viviendo contigo, pero durante todo este tiempo me ha parecido notar la sombra de una especie de maldición —dijo ella. Y, mirándome de frente, juntó las manos y entrelazó los dedos sobre la mesa—. Por supuesto, hasta oír tu historia no sabía que se tratara de una maldición. Pero ahora lo tengo muy claro. Tú estás maldito.
—Y esa sombra de maldición, ¿cómo la sientes? —le pregunté.
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—Pues es como si del techo colgara una cortina pesada y polvorienta que desde hace años nadie lava.
—Quizá no sea una maldición. Quizá sea yo —dije riendo.
Ella no se rió.
—No es así. Tengo muy claro que no es así.
—Suponiendo que se tratara de una maldición tal como tú dices —aventuré—, ¿qué diablos tendría que hacer yo.
—Pues asaltar otra vez una panadería. Y, además, ahora, enseguida —afirmó, tajante—. Es el único modo posible de conjurar la maldición.
—¿Ahora, enseguida? —repetí.
—Sí, ahora, enseguida. Mientras continúes teniendo esa sensación de hambre. Realizar, aquí y ahora, lo que no se realizó entonces.
—Pero, ¿crees que habrá alguna panadería abierta a estas horas de la madrugada.
—Busquémosla —dijo mi esposa—. Tokio es una ciudad muy grande. Seguro que en alguna parte tiene que haber una que no cierre.
Mi esposa y yo montamos en el viejo Toyota Corolla con la pintura llena de raspones y vagamos por las calles de Tokio a las dos y media de la madrugada en busca de una panadería. Yo iba al volante y mi esposa ocupaba el asiento del copiloto, barriendo con ojos acerados de ave de rapiña ambos lados de la calle. Sobre el asiento trasero descansaba una escopeta automática Remington, larga y flaca como un pescado seco y, desde los bolsillos del anorak que mi esposa llevaba echado sobre los hombros, la munición de repuesto producía un duro ruido metálico. Además, dentro de la guantera había dos pasamontañas de esquí negros. No tenía la menor idea de por qué mi esposa poseía una escopeta. Otro tanto sucedía con los pasamontañas. Ni ella ni yo habíamos esquiado jamás. Sin embargo, ni ella me ofreció al respecto la menor explicación ni yo le pregunté nada. Me limité a pensar que la vida conyugal era más extraña de lo que había supuesto.
Llevamos el coche por las tranquilas calles de la madrugada, de Yoyogi a Shinjuku y, después, a Yotsuya, Akasaka, Aoyama, Hiroo, Roppongi, Daikanyama, Shibuya. Pero no descubrimos ninguna panadería abierta. Había, por supuesto, muchas tiendas de conveniencia de las que abren las veinticuatro horas. Pero una tienda de conveniencia no es una panadería. Aunque venda pan. Nosotros teníamos que asaltar una tienda que vendiera exclusivamente pan.
Por el camino nos topamos con un par de coches patrulla de la policía. Uno estaba agazapado, inmóvil como un cocodrilo, a un lado de la calle, y el otro nos adelantó con recelo y pasó de largo. En ambas ocasiones el sudor me brotó a mares de las axilas, pero mi esposa, sin dedicarles una mirada, absorta, con los labios apretados, siguió buscando, la panadería. Cada vez que se acomodaba en el asiento, la munición del bolsillo soltaba un rumor seco como cascarilla de trigo sarraceno dentro de una almohada.
—Dejémoslo ya —sugerí—, A estas horas no hay ninguna panadería abierta. Algo así tiene que prepararse con antelación...
—¡Para! —gritó mi esposa.
Pisé bruscamente el freno.
—Este es el sitio adecuado —dijo ella con voz tranquila.
Con las manos apoyadas en el volante, eché una mirada a mi alrededor, pero no logré descubrir nada parecido a una panadería. Las tiendas a ambos lados de la calle tenían bajadas las negras persianas metálicas y todo estaba tan silencioso como un cementerio. La señal roja, blanca y azul de una barbería flotaba entre las tinieblas como una retorcida sugerencia. Lo único que se veía, unos doscientos metros más adelante, era el brillante letrero de un McDonald’s.
—Aquí no hay ninguna panadería —dije.
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Pero, sin pronunciar palabra, mi esposa abrió la guantera, sacó cinta adhesiva de tela y bajó del coche con ella en la mano. Yo también abrí la puerta del lado opuesto y salí. En cuclillas, mi esposa cortó un trozo de cinta de la longitud adecuada y lo pegó a la placa de la matrícula de modo que no pudiera verse el número. Después rodeó el vehículo hasta la parte trasera y ocultó la otra placa del mismo modo. Con mano muy experta. Plantado allí con aire atontado, yo contemplaba esas operaciones.
—Hora de asaltar el McDonald’s —dijo con voz serena. Como si me anunciara qué había para cenar.
—Un McDonald’s no es una panadería —apunté yo.
—Es como una panadería —dijo, y volvió a meterse en el coche—. A veces hay que hacer concesiones. Bueno, vamos, ponte delante del McDonald’s.
Resignado, hice avanzar el coche unos doscientos metros y lo introduje en la zona de aparcamiento del McDonald’s. Allí solo había, detenido, un Honda Accord nuevo de color azul. Mi mujer me pasó la escopeta envuelta en una manta.
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—Nunca he disparado una cosa así y tampoco quiero dispararla —protesté.
—No hace falta que dispares. Basta con llevarla. Porque nadie opondrá resistencia —dijo mi esposa—. ¿De acuerdo? Tú haz lo que yo te diga. Primero entraremos los dos en la tienda, con dignidad. Y cuando nos digan: «Bienvenidos a McDonald’s», nos cubrimos con los pasamontañas. ¿Entendido.
—Sí, eso lo entiendo, pero...
—Tú apuntarás con la escopeta a los dependientes y después juntarás en un lugar al personal y a los clientes. Del resto ya me encargaré yo.
—Pero...
—¿Cuántas hamburguesas te parece que necesitaremos? —me preguntó—. ¿Bastará con treinta.
—Quizá —dije. Y no me quedó más remedio que aceptar la escopeta. Era pesada como una bolsa de arena y negra como una ensenada en una noche de luna nueva.
—¿Crees que es verdaderamente necesario que hagamos esto? —dije. La pregunta iba en parte dirigida a ella y en parte dirigida a mí.
—Por supuesto —dijo ella.
—¡Bienvenidos a McDonald’s! —nos dijo la chica del mostrador, que llevaba un gorro de McDonald’s, dirigiéndonos una sonrisa muy McDonald’s. Estaba convencido de que, a altas horas de la noche, no trabajaban chicas en los McDonald’s y, al verla, me sentí confundido, pero me rehíce de inmediato y me deslicé el pasamontañas por la cabeza.
La chica del mostrador, al vernos de pronto cubiertos por los pasamontañas, enmudeció. La respuesta a una situación como esa no figuraba en las páginas del Manual de atención al cliente de McDonald’s. Ella tendría que haber continuado con la frase que seguía a «Bienvenidos a McDonald’s», pero solo logró articular un suspiro ahogado. Con todo, su sonrisa profesional, sin saber adónde ir, le quedó prendida en la comisura de los labios como una luna en cuarto creciente al amanecer.
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Me apresuré a sacar la escopeta de entre los pliegues de la manta y apunté hacia las mesas, pero allí no había más que una pareja de estudiantes que, por si algo faltaba, estaba profundamente dormida, de bruces, sobre la mesa de plástico donde las dos cabezas se alineaban junto a dos batidos de fresa como si fuese una obra de arte vanguardista. Ambos habían perdido la conciencia igual que si estuviesen en estado de hibernación, de modo que decidí dejarlos tal cual, y apunté con la boca del cañón de la escopeta hacia detrás del mostrador.
El personal del McDonald’s constaba de tres empleados. La chica del mostrador, el encargado, que era un joven de poco más de veinticinco años con cara ovalada y mal color, y el estudiante que trabajaba por horas en la cocina, un chico gris y anodino. Los tres se juntaron ante la caja registradora y, con la mirada de unos turistas asomados a un pozo inca, se quedaron observando la boca del cañón de la escopeta que les apuntaba. Ninguno gritó, ninguno se abalanzó sobre mí. Como la escopeta pesaba lo suyo, yo la mantenía apoyada, con el dedo en el gatillo, sobre la caja registradora.
—Les daremos el dinero —dijo el encargado con voz engolada—. A las once han pasado a recogerlo y no queda mucho, pero tómenlo todo. No importa, estamos asegurados.
—Baja la persiana metálica y apaga el letrero luminoso —dijo mi esposa con tono profesional.
—Espere un momento —dijo el encargado— Eso no es posible. Si cerramos la tienda sin pedir permiso, la responsabilidad recaerá sobre mí. Tiene que enviarse un informe explicativo a la central y...
Mi esposa repitió la orden despacio y, además, con tono profesional.
—Te conviene obedecer —le aconsejé.
El encargado permaneció unos instantes mirando alternativamente la boca del cañón de la escopeta, encima de la caja registradora, y el rostro de mi esposa, pero al final, resignado, apagó el letrero luminoso, pulsó un interruptor de un panel y bajó la persiana metálica de la puerta principal. Yo estaba en guardia, temiendo que aprovechara la oportunidad para pulsar el botón de alarma, pero, al parecer, el McDonald’s no contaba con dispositivo de alarma. A nadie se le debía de haber ocurrido que pudieran atracar una hamburguesería.
La persiana metálica de la puerta principal produjo al cerrarse el mismo estrépito que si hubiesen golpeado un cubo con un bate de béisbol, pero a pesar de ello los dos estudiantes de la mesa siguieron durmiendo como lirones. No había visto nunca, ni volvería a ver, un sueño tan profundo como aquel.
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—Treinta Big Macs para llevar —dijo mi esposa.
—Puesto que les daremos dinero de sobra, ¿les importaría pedirlas en otra tienda? —dijo el encargado—. Es que luego sería muy complicado cuadrar las cuentas y...
—Te conviene obedecer —repetí.
Los tres entraron juntos en la cocina y empezaron a preparar las treinta Big Macs. El estudiante que trabajaba por horas asaba las hamburguesas, el encargado las metía en el pan, la chica las envolvía en papel blanco. Mientras, nadie pronunciaba palabra. Yo estaba apoyado en un gran refrigerador de uso industrial con la boca del cañón de la escopeta apuntando hacia la plancha. Encima de esta la carne, formando un dibujo de lunares de color marrón, crepitaba. El olor dulzón de la carne a la plancha se filtraba por todos mis poros como una hormiga alada invisible y, tras mezclarse con mi sangre, recorría todos los rincones de mi cuerpo. Finalmente, se juntaba con el vacío del hambre que había nacido en mi interior y se pegaba con fuerza a la superficie de aquellas paredes de color rosa.
Hubiese querido agarrar una o dos de las hamburguesas que se apilaban a un lado, envueltas en papel blanco, y comérmelas sin perder un instante. Sin embargo, esa acción se apartaba de nuestro objetivo. Seguro que tampoco le gustaría a mi esposa. Por lo tanto, decidí aguantar hasta que estuviesen listas las treinta hamburguesas. Hacía calor en la cocina y, bajo el pasamontañas, empezó a manar el sudor.
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Mientras preparaban las hamburguesas, cada diez segundos, los tres lanzaban miradas hacia la boca del cañón de la escopeta. De vez en cuando me rascaba las orejas con la punta del dedo meñique. Siempre que estoy nervioso, me pican los agujeros de las orejas. Al rascármelos por encima del pasamontañas, la escopeta oscilaba, inestable, de arriba abajo. Aquello perturbaba notablemente a los tres. Como el seguro estaba puesto, no había peligro de que se disparara, pero los tres lo ignoraban y yo, por mi parte, tampoco tenía la menor intención de decírselo.
Mientras ellos preparaban las hamburguesas y yo los vigilaba apuntándoles con la escopeta, mi esposa echaba ojeadas a la mesa de los clientes y contaba las hamburguesas que ya estaban listas. Embutió los envoltorios de las hamburguesas en bolsas de papel con asas. Quince Big Macs en cada bolsa.
—¿Por qué tenéis que hacer esto? —me dijo la chica—. Podríais agarrar el dinero, huir y comprar la comida que quisierais. ¿De verdad os vais a comer esas treinta Big Macs.
Negué con la cabeza, sin decir palabra.
—Lo sentimos mucho, pero no había ninguna panadería abierta —le explicó mi esposa a aquella chica—. Si hubiera habido alguna, habríamos asaltado una panadería, tal como tenía que ser.
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A mis ojos, era impensable que aquello constituyera una explicación, pero ellos igual se resignaron y, en lo sucesivo, no abrieron más la boca y fueron asando la carne, metiéndola en el pan y envolviéndola en silencio.
Cuando las treinta Big Macs estuvieron ordenadamente dispuestas dentro de las bolsas, mi esposa le pidió a la chica dos refrescos de cola grandes y le pagó su importe.
—No queremos robar nada más que pan —le explicó mi esposa a la chica. Ella hizo un complicado movimiento de cabeza. Parecía que estuviese negando y, asimismo, parecía que estuviese asintiendo. Quizá trataba de hacer ambas cosas al mismo tiempo. Creí entender, más o menos, cuál era su estado de ánimo.
Mi esposa sacó entonces del bolsillo un fino cordel de embalar —ella tenía de todo— y los ató a una columna con tanta destreza como si cosiera un botón. Por lo visto, los tres habían comprendido ya que era inútil decir nada y permanecían mudos. No abrieron la boca ni siquiera cuando mi esposa les preguntó si les dolía o si querían ir al lavabo. Yo envolví la escopeta en la manta, mi esposa tomó una bolsa de hamburguesas en cada mano y salimos los dos por la puerta trasera. La joven pareja de la mesa, incluso entonces, continuó sumida en su letargo como dos peces de los abismos marinos. Ni siquiera se notaba que respiraran. ¿Qué podría interrumpir un sueño tan profundo como aquel?
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Tras conducir el coche unos treinta minutos, lo detuvimos en el estacionamiento de un edificio que nos pareció apropiado, comimos hamburguesas hasta hartarnos y bebimos el refresco de cola. Llené el vacío de mi estómago con seis Big Macs y ella se comió cuatro. Con todo, en el asiento trasero todavía quedaban veinte Big Macs. Al amanecer, aquel hambre atroz que parecía que fuera a prolongarse hasta la eternidad se había extinguido ya. Los primeros rayos del sol tiñeron de color lila los sucios muros del edificio e hicieron resplandecer, cegadora, una enorme torre de anuncio de SONY BLU-RAY RECORDERS. Mezclado con el sonido de los neumáticos de los camiones que pasaban de vez en cuando, se oía el canto de los pájaros. Nos fumamos un cigarrillo entre los dos. Al terminarlo, mi esposa apoyó suavemente la cabeza en mi hombro.
—¿Crees que era verdaderamente necesario hacer una cosa así? —le pregunté de nuevo.
—Por supuesto —respondió ella. Lanzó un gran suspiro y se durmió. Su cuerpo era suave y ligero como el de un gato.
Al quedarme solo, me asomé por encima de la borda del bote y clavé la mirada en el fondo del mar. Pero allí ya no se veía la silueta de ningún volcán submarino. Solo estaba la tranquila superficie del agua reflejando el azul del cielo y unas pequeñas olas lamiendo los costados del bote como si fueran pijamas de seda balanceados por el viento.
Me tendí en el fondo del bote, cerré los ojos y esperé a que la pleamar me llevara hasta la orilla.
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