7
A los treinta años me casé. A ella la conocí en un viaje que hice en solitario durante unas vacaciones de verano. Era cinco años menor que yo. Había salido a pasear por el campo cuando empezó a llover a cántaros y, casualmente, en el lugar donde corrí a refugiarme se encontraba mi futura esposa, acompañada de una amiga. Los tres estábamos empapados de los pies a la cabeza y eso sirvió para romper el hielo. Nos hicimos amigos charlando mientras esperábamos a que escampara la lluvia. Si aquel día no hubiese llovido o si yo hubiera llevado paraguas (algo muy posible, porque al salir del hotel dudé y estuve a punto de cogerlo), no nos habríamos conocido. Y si no la hubiera conocido, todavía estaría trabajando en la editorial de libros de texto y, por las noches, bebiendo y hablando solo recostado en las paredes de mi apartamento. Cuando lo pienso, me doy cuenta de que nos movemos dentro de unas posibilidades muy limitadas. Yukiko (así se llama) y yo nos sentimos atraídos desde el primer instante. La chica que la acompañaba era mucho más guapa, pero fue Yukiko la que me gustó. Me atrajo con una fuerza casi irracional. Después de tanto tiempo, volvía a experimentar aquel magnetismo. Ella también vivía en Tokio, así que, después del viaje, quedamos varias veces. Cuanto más la veía, más me gustaba. Sus facciones eran más bien corrientes. Al menos, no se trataba del tipo de mujer que los hombres persiguen. Pero en su rostro pude percibir claramente «algo hecho sólo para mí». Me gustaba su rostro. Cada vez que nos veíamos, me quedaba largo rato contemplándolo. Amaba con pasión algo que veía en él.
—¿Por qué me miras tan fijamente? —me preguntaba.
—Porque eres bonita —respondía yo.
—Eres la primera persona que me lo dice.
—Es que soy el único que lo sabe.
Al principio, ella no acababa de creerme. Pero, poco a poco, se fue convenciendo.
Cuando nos veíamos, íbamos a algún lugar tranquilo y charlábamos. A ella podía hablarle sinceramente y con toda naturalidad de cualquier cosa. Cuando estaba a su lado, el peso de todo lo que había perdido a lo largo de los últimos diez años me oprimía el corazón. Los había malgastado casi por completo. Pero aún no era tarde. Todavía estaba a tiempo. Tenía que recuperar algo antes de que fuera demasiado tarde. Siempre que abrazaba a Yukiko, la nostalgia me hacía estremecer. Cuando nos separábamos, me sentía triste e inseguro. La soledad empezó a dolerme; el silencio, a exasperarme. Y tres meses después, le pedí que se casara conmigo. Fue una semana antes de cumplir los treinta años.
Su padre era presidente de una empresa de construcción mediana. Era un sujeto bastante interesante que, a pesar de no haber recibido una educación formal, se desenvolvía muy bien en su trabajo y se había creado su propia filosofía. Yo lo encontraba demasiado agresivo y no aprobaba algunas de sus actitudes, pero admiraba su perspicacia. Era la primera vez que conocía a alguien así. Además, pese a que iba siempre en un Mercedes con chófer, no era nada pretencioso. Cuando lo visité para anunciarle que quería casarme con su hija, se limitó a decir: «Bueno, ninguno de los dos sois unos niños. Así que, si os queréis, os casáis y ya está». Yo, a los ojos de la sociedad, era un triste empleado de una empresa de mala muerte, pero eso no pareció importarle.
Yukiko tenía un hermano mayor y una hermana pequeña. El hermano era quien iba a continuar en la empresa familiar y trabajaba allí como vicepresidente. No parecía mal tipo, pero, comparado con su padre, era un cero a la izquierda. De los tres hermanos, la menor, estudiante universitaria, era la más extrovertida y llamativa, una joven acostumbrada a mandar. Tanto, que parecía la más idónea para suceder al padre.
Unos seis meses después de la boda, mi suegro me preguntó si no tenía la intención de dejar la editorial. Sabía por mi mujer que no me gustaba aquel trabajo.
—Dejarlo no es ningún problema —dije—. El problema sería qué hacer después.
—¿No te gustaría trabajar conmigo? Esto es duro, pero el sueldo es bueno.
—No creo que sirva gran cosa para el trabajo de la editorial, pero me parece que sirvo todavía menos para el de la construcción —le respondí con sinceridad—. Me alegra mucho que me lo haya propuesto, pero si uno trabaja en algo que no le va, a la larga sólo causa molestias.
—Tienes razón. No se trata de obligar a nadie a hacer lo que no quiere —dijo. Parecía haber previsto mi respuesta. Estábamos bebiendo. Su hijo mayor apenas probaba el alcohol, así que a veces bebíamos los dos juntos—. En fin, mira, mi empresa tiene un edificio en Aoyama. Ahora está en construcción, pero el mes que viene ya lo habremos terminado. La zona es muy buena y el edificio está bien. Quizá se encuentre un poco apartado, pero aquella zona está creciendo. Si quieres, puedes abrir un negocio allí. Como es propiedad de la empresa, tendría que cobrarte un alquiler y un depósito a precio de mercado, pero si quieres montar algo allí, te puedo prestar el capital que necesites.
Reflexioné unos instantes. Aquello no estaba nada mal.
Finalmente, decidí abrir un elegante jazz bar en el sótano del edificio. Cuando estudiaba en la universidad, había estado trabajando en locales de ese estilo y sabía, más o menos, cómo se han de llevar. Tenía idea de qué tipo de comida y bebida debían servirse, a qué tipo de clientela se debía orientar según la zona, qué tipo de música debía poner, cómo tenía que decorarlo. La empresa de mi suegro se encargó de la decoración, yo contraté a un diseñador y a un arquitecto de interiores, ambos de primera categoría, y las obras me costaron a un precio bastante inferior al de mercado. El resultado fue espectacular.
El bar tuvo un éxito muy por encima de mis mejores expectativas y, dos años después, abrí otro, también en Aoyama. El nuevo local era más grande e incluía un trío de jazz en vivo. Fue necesaria una considerable inversión de esfuerzo, tiempo y capital, pero el resultado fue un bar muy interesante que no tardó en tener una numerosa clientela. Por fin había llegado el momento de tomarme un respiro. Había sabido aprovechar la oportunidad que me habían brindado. En aquella época, fui padre por primera vez. Una niña. Al principio, yo mismo atendía la barra y preparaba cócteles, pero, al abrir el segundo local, ya no dispuse de tiempo, ocupado como estaba con la administración y la contabilidad de los dos bares. Negociaba los precios con los proveedores, contrataba al personal, llevaba la contabilidad, en una palabra, me encargaba de que todo funcionara bien. Tuve diversas ideas y las puse enseguida en práctica. Incluso elaboré varios platos para el menú. Hasta entonces no me había dado cuenta, pero yo valía para aquel trabajo. Amaba crear algo desde cero e ir perfeccionándolo minuciosamente con el tiempo. Eran mis bares, mi mundo. Jamás había sentido esa alegría revisando libros de texto en la editorial.
Durante el día me encargaba de diversos asuntos y, al llegar la noche, me daba una vuelta por los bares, me sentaba frente a la barra y, mientras saboreaba un cóctel, observaba las reacciones de los clientes, controlaba el trabajo de mis empleados y escuchaba música. Cada mes le devolvía a mi suegro parte del préstamo, pero, con todo, mis ingresos eran considerables. Nos compramos un apartamento de cuatro habitaciones en Aoyama y un BMW 320. Y tuvimos un segundo hijo. Otra niña. Me había convertido en padre de dos niñas.
Al cumplir treinta y seis años, tenía un pequeño chalé en Hakone. Mi mujer se compró un Jeep Cherokee de color rojo para ir de compras y llevar a las niñas. Los bares devengaban unas ganancias considerables y, con ese capital, podía haber abierto un tercer establecimiento, pero no tenía ninguna intención de hacerlo. Al aumentar el número de locales, dejaría de poder atender a los mínimos detalles y, sólo con administrarlos, quedaría exhausto. Además, no quería sacrificar más aún mi tiempo libre. Consulté a mi suegro y él me aconsejó invertir el dinero que me sobrara en Bolsa o en la compra de bienes inmuebles. Eso no representaría ningún esfuerzo ni requeriría tiempo. Pero yo no sabía absolutamente nada sobre Bolsa ni sobre bienes inmuebles. Cuando se lo comenté, mi suegro repuso: «Los detalles déjamelos a mí. Tú haz lo que te diga y todo irá bien. Estas cosas tienen su secreto». Invertí siguiendo sus indicaciones, y en un corto periodo de tiempo me reportó unas ganancias considerables.
—Bueno, ya lo has visto —dijo—. Todas las cosas tienen su secreto. Puedes trabajar cien años en una empresa y no lograr nada. Para triunfar, hace falta tener suerte e inteligencia. Eso por descontado. Pero no basta. Si no tienes el capital necesario, no hay nada que hacer. Pero más importante todavía es conocer el secreto, llamémosle así. Si no lo conoces, aunque reúnas todo lo demás, no vas a ninguna parte.
—Ya veo —dije.
Entendía perfectamente lo que intentaba explicarme. El «secreto» del que hablaba era el sistema que él había creado. Un sólido y complejo sistema para captar información útil, desplegar una red de contactos, invertir y obtener beneficios. Beneficios que, a veces, se multiplicarían eludiendo hábilmente las leyes o el sistema de impuestos, o cambiando de nombre, de forma.
Si no hubiera conocido a mi suegro, quizás aún estaría en la editorial redactando libros de texto. Viviría en aquel apartamento de mala muerte de Nishiogikubo y conduciría todavía un Toyota Corona de segunda mano con el aire acondicionado estropeado. Había sabido jugar bien mis cartas. Había abierto dos bares en un corto lapso de tiempo, había empleado a más de treinta personas y había conseguido unas ganancias muy superiores a la media. La administración era tan acertada que habría admirado a un asesor fiscal, y mis locales gozaban de buena reputación. Con todo, no era la única persona en el mundo que poseía estas capacidades. Habría otras muchas que hubieran podido lograr lo mismo. Pero, sin el capital y el «secreto» de mi suegro, yo solo no habría conseguido nada. Al pensarlo, sentía cierto malestar. Me daba la impresión de haber llegado adonde estaba jugando con ventaja, pasando sólo yo por atajos ilícitos. Nosotros pertenecíamos a la generación de la última mitad de los sesenta y principios de los setenta, habíamos vivido la época de las violentas luchas estudiantiles. Nos gustara o no, pertenecíamos a aquella época. La nuestra, a grandes rasgos, era la generación que había alzado un «No» a la lógica del neocapitalismo avanzado que había devorado los ideales surgidos en la posguerra. Como mínimo, yo me daba cuenta. Aquélla había sido la fiebre violenta que acompañaba al punto de inflexión de la sociedad. Pero el mundo en el que me encontraba se asentaba sobre la lógica de ese capitalismo avanzado. Y, sin que lo hubiera advertido, ese mundo me había absorbido por entero. «Ésta no parece mi vida». Se me ocurrió de repente parado ante un semáforo en la avenida Aoyama, al volante de mi BMW mientras escuchaba Viaje de Invierno, de Schubert. Era como si estuviese viviendo una existencia que me había preparado otra persona, en el lugar dispuesto por otro. ¿Hasta qué punto la persona llamada yo era o no realmente yo? Aquellas manos que asían el volante, ¿eran las mías? El paisaje que me rodeaba, ¿hasta qué punto era real? Cuanto más pensaba en ello, menos lo sabía.
Sin embargo, llevaba una vida feliz. No tenía ninguna queja. Amaba a mi mujer. Yukiko era serena y considerada. Después de los partos, había empezado a engordar y sus intereses principales se reducían a las dietas y la gimnasia. Pero yo la encontraba tan guapa como siempre. Me gustaba estar con ella y hacerle el amor. Poseía algo que me daba sosiego y seguridad. Y bajo ningún concepto hubiese querido volver a la vida triste y solitaria que había llevado a mis veinte años. «Éste es mi lugar», pensaba. «Aquí me siento amado y protegido. Y, al mismo tiempo, amo y protejo a mi mujer y a mis hijas». Era una experiencia totalmente nueva para mí, y verme en esa posición fue un descubrimiento inesperado.
Llevaba cada día a mi hija mayor a una guardería privada y los dos cantábamos canciones infantiles, a coro, con la cinta que sonaba por el estéreo del coche. Luego volvía a casa y, antes de irme a la pequeña oficina que había alquilado cerca, jugaba con mi hija pequeña. Los fines de semana de verano íbamos al chalé de Hakone y allí mirábamos los fuegos artificiales, íbamos en bote, paseábamos por la montaña.
Mientras mi mujer estaba encinta, tuve algunas aventuras. Pero no fueron nada serio ni tampoco duraron demasiado. Sólo me acosté una o dos veces con cada una. A lo sumo, tres veces. A decir verdad, ni siquiera tenía una conciencia clara de ser infiel. Lo único que deseaba era acostarme con alguien y a ellas les sucedía lo mismo. No pretendía ir más allá y, por este motivo, elegía a mi pareja con precaución. Quizá quería probar algo acostándome con otras mujeres. ¿Qué podía descubrir yo en ellas?, ¿qué descubrirían ellas en mí?
Poco después de que naciera mi primera hija, me llegó una postal remitida por mi familia. Era un recordatorio. Figuraba el nombre de una mujer. Muerta a los treinta y seis años. Pero a mí no me sonaba de nada. El matasellos era de Nagoya. Y allí yo no tenía ningún conocido. Tras pensármelo un poco, caí en la cuenta de que se trataba de la prima de Izumi que vivía en Kioto. Había olvidado su nombre. Su familia era de Nagoya.
No tuve que pensar mucho para comprender que era Izumi quien me enviaba el recordatorio. Nadie más podía haberlo hecho. Pero ¿por qué? Al principio no pude entenderlo. Sin embargo, al mirar la tarjeta varias veces, pude percibir un sentimiento frío, duro. Izumi no había olvidado todavía lo que le había hecho, ni me había perdonado. Y quería hacérmelo saber. Por eso me había enviado el recordatorio. Izumi no debía de ser feliz. Lo adivinaba. Si lo fuera, no me lo habría enviado. O habría añadido algunas líneas. Luego pensé en la prima. Me acordé de su habitación y de su cuerpo. Recordé nuestras apasionadas relaciones sexuales. Todo había existido tiempo atrás, pero ya no quedaba nada. Se había desvanecido como el humo barrido por el viento. No podía imaginar cuál era la causa de su muerte. Treinta y seis años no es una edad natural para morir. Su apellido seguía siendo el mismo. O bien no se había casado o bien se había casado y divorciado.
Tuve noticias de Izumi por un antiguo compañero de instituto. Vio mi fotografía en un reportaje titulado «Guía de los bares de Tokio» que publicó la revista Brutus y así supo que tenía un bar en Aoyama. Una noche se acercó a la barra, donde yo estaba sentado, y me dijo: «¡Cuánto tiempo sin vernos! ¿Cómo va todo?». No había venido al bar expresamente a verme. Iba de copas con sus compañeros de trabajo, me vio por casualidad y me saludó.
—He entrado muchas veces aquí antes. Está cerca de la empresa. Pero no tenía ni idea de que esto fuera tuyo. ¡Qué pequeño es el mundo!
En el instituto yo era más bien una oveja negra, pero él sacaba buenas notas y, además, destacaba en deportes. El tipo de alumno miembro del Consejo Escolar. Un chico tranquilo, nada entrometido. Buena persona, simpático. Pertenecía al club de fútbol y ya entonces era corpulento, pero ahora había engordado mucho. Tenía doble papada y su traje de tres piezas parecía a punto de reventar por el pecho.
—Es por llevar a los clientes por ahí —dijo—. No te aconsejo trabajar en una empresa. Muchas horas extras, salidas con los clientes cada dos por tres, muchos traslados… Si los resultados son malos, te dan una patada en el culo, y si son buenos, suben el listón. Desde luego, no es un sitio para nadie que esté en sus cabales.
Su empresa se encontraba en Aoyama Itchôme y, al salir del trabajo, podía acercarse al bar andando.
Hablamos de lo que suelen hablar los antiguos compañeros de instituto cuando no se han visto en dieciocho años. De cómo iba el trabajo, de si nos habíamos casado y teníamos hijos, de si habíamos visto a algún conocido común y dónde. Y entonces habló de Izumi.
—Tú entonces salías con una chica, ¿verdad? Una chica que siempre estaba contigo. Se llamaba Ohara, creo.
—Izumi Ohara —dije.
—Exacto. Izumi Ohara. La vi hace poco.
—¿En Tokio? —pregunté sorprendido.
—No, en Tokio no. En Toyohashi.
—¿En Toyohashi? —dije más sorprendido todavía—. ¿El Toyohashi de la prefectura de Aichi?
—Sí, ese Toyohashi.
—No lo entiendo. ¿Cómo es que te la has encontrado en Toyohashi? ¿Qué hace allí?
Él pareció notar algo tenso en mi voz.
—No lo sé. En fin, tampoco vale la pena. Ni siquiera estoy seguro de que fuera ella.
Pidió otro Wild Turkey con hielo. Yo estaba bebiendo un vodka gimlet.
—Aunque no valga la pena, cuéntamelo.
—Sólo es eso —dijo con cierta incomodidad—. No pasó gran cosa. Vaya, que a veces me da la impresión de que no ocurrió realmente. Es una sensación muy extraña. Como si hubiese sido un sueño muy vívido. Ese tipo de sensación. Ha ocurrido de verdad, pero no parece un hecho real. No sé cómo explicártelo.
—¿Pero ocurrió de verdad? —pregunté.
—Sí, ocurrió de verdad —dijo.
—Entonces explícamelo.
Asintió con aire resignado y tomó un sorbo del whisky que le habían servido.
—Fui a Toyohashi porque mi hermana menor vive allí. Estaba en Nagoya en viaje de negocios, ya había terminado el trabajo y era viernes, así que decidí pasar una noche en casa de mi hermana en Toyohashi antes de regresar a Tokio. Y me encontré a Izumi. Subí en el ascensor del edificio donde vive mi hermana y ella estaba dentro. Al principio, pensé que era alguien que se le parecía mucho. No se me ocurrió que fuera ella. Ya me dirás, no se te pasa por la cabeza encontrarte a un conocido en el ascensor de casa de tu hermana en Toyohashi. Además, su cara estaba muy cambiada. Tanto que ni siquiera comprendo cómo la reconocí. Debió de ser una intuición, seguro.
—¿Pero era Izumi?
Asintió.
—Casualmente, vive en la misma planta que mi hermana. Así que salimos del ascensor los dos a la vez y recorrimos el pasillo en la misma dirección. Ella entró en un apartamento dos puertas antes que el de mi hermana. Tenía curiosidad, así que miré la placa de la puerta. Ponía «Ohara».
—¿Y ella? ¿No te reconoció?
Negó con un movimiento de cabeza.
—Íbamos los dos a la misma clase, pero no éramos muy amigos. Además, yo peso veinte kilos más que entonces. No podía reconocerme.
—¿Era realmente Izumi? Ohara es un apellido corriente y puede haber muchas mujeres con un rostro parecido.
—Sí, ya. Lo mismo pensé yo, así que se lo pregunté a mi hermana. Que quién era aquella Ohara. Entonces, mi hermana me enseñó el registro de los inquilinos del edificio. Ya sabes, esas listas para reservar dinero para pintar las paredes y cosas por el estilo. Ahí figura el nombre de todas las personas que viven en la casa. Y ponía Izumi Ohara. Izumi en katakana[3]. No habrá muchas personas que se llamen Ohara de apellido y que escriban Izumi en katakana, ¿no crees?
—Es decir, que aún está soltera.
—Mi hermana no lo sabía —dijo—. Por lo visto, Izumi Ohara es la mujer misteriosa de la casa. Nadie ha hablado jamás con ella. Si la saludan al cruzarse por el pasillo, no devuelve el saludo. Si llaman a su puerta, no responde. Aunque esté, no sale. Así que no es una persona muy popular que digamos.
—Entonces, debe de tratarse de otra mujer —dije. Y negué con un movimiento de cabeza sonriendo—. Izumi no era así. Era de esas personas que saludan a todo el mundo con una sonrisa.
—De acuerdo. Tal vez fuera otra persona —admitió—. Alguien que se llama como ella. Es igual, dejemos esta historia. No vale la pena.
—¿Y esa Izumi Ohara vive sola?
—Eso parece. Nadie ha visto entrar o salir nunca a ningún hombre de su apartamento. Cómo se gana la vida, tampoco lo sabe nadie. Es un completo enigma.
—¿Y a ti qué te pareció?
—¿Qué me pareció? ¿El qué?
—Ella. Esa Izumi Ohara que puede o no ser alguien con el mismo nombre. Cuando la viste dentro del ascensor, ¿qué impresión te dio? Es decir, si te pareció que estaba bien. Ya sabes, ese tipo de cosas.
Él reflexionó unos instantes.
—No parecía estar mal.
—Que no parecía estar mal. ¿Qué quieres decir?
Agitó el vaso de whisky haciendo tintinear el hielo.
—Está más mayor. Vamos, que ya tiene treinta y seis años. Como tú y como yo. El metabolismo se hace más lento, los músculos pierden firmeza. No se puede ser estudiante de bachillerato toda la vida.
—Claro —dije.
—Dejemos esta historia, ¿de acuerdo? Total, quizá se trate de otra persona.
Suspiré. Apoyé ambas manos sobre la barra y lo miré.
—Escúchame. Quiero saberlo. Necesito saberlo. La verdad es que Izumi y yo rompimos justo antes de dejar el instituto. Fue algo brutal. Yo hice el imbécil y la herí. Desde entonces no he podido saber nada de ella. No tengo ni idea de dónde está ni de qué hace. Siempre he tenido esa espina clavada en el corazón. Sea lo que sea, sea bueno o malo, quiero que me lo digas con franqueza. Tú sabes que esa Izumi Ohara era ella, ¿verdad?
Asintió.
—Si tanto te interesa… Pues sí, era ella. Seguro. Me sabe mal por ti.
—¿Y cómo estaba, entonces?
Permaneció en silencio unos instantes.
—Oye, quiero que sepas una cosa. Yo iba a la misma clase que tú y a mí también me gustaba Izumi. Era una buena chica. Mona. Dulce. No es que fuera una belleza. Pero tenía encanto. Caía simpática a todo el mundo, ¿verdad que sí? —Asentí—. ¿Realmente quieres que te hable con sinceridad?
—Sí.
—Quizá sea un poco duro.
—No importa. Quiero saber la verdad.
Tomó otro trago de whisky.
—Vosotros dos siempre estabais juntos. Me dabais envidia. A mí también me hubiera gustado salir con una chica como ella. Ahora ya puedo decírtelo, ¿no? Por eso me acordaba muy bien de su cara. La tenía grabada en la cabeza. Así que, al encontrármela en el ascensor, aunque hubieran pasado dieciocho años, la reconocí enseguida. No puedo decirte nada malo de ella, que quede claro. Pero me dejó de piedra. Yo, ¿sabes?, no quería reconocerlo. Lo que pasa es que ha perdido todo su encanto. Eso sí te lo puedo contar.
Me mordí los labios.
—¿En qué sentido lo dices?
—Los niños del edificio le tienen miedo.
—¿Que le tienen miedo? —repetí. No lograba entenderlo. Lo miré fijamente. Pensaba que había escogido mal las palabras—. ¿Qué quieres decir con que le tienen miedo?
—¿Sabes qué? Dejemos esta historia. De verdad. No tendría que haber sacado el tema.
—¿Les dice algo a los niños?
—No habla con nadie. Eso ya te lo he dicho al principio.
—Entonces, ¿es su cara lo que les da miedo?
—Sí.
—¿Tiene alguna cicatriz o algo así?
—No.
—¿Qué es lo que les da miedo entonces?
Tomó un sorbo de whisky y dejó el vaso sobre la barra. Luego me miró fijamente. Parecía sentirse un poco incómodo y confuso, pero, aparte de eso, su rostro mostraba una expresión especial. En ella reconocí la sombra del antiguo estudiante de bachillerato. Levantó la cabeza y permaneció unos instantes con la vista clavada en la distancia. Como si siguiera con la mirada el curso de un río. Después habló.
—A mí me resulta difícil de explicar y tampoco me apetece hacerlo, así que no me preguntes nada más. Si lo vieras con tus propios ojos, lo entenderías. En realidad, es imposible explicárselo a alguien que no lo haya visto.
No dijo nada más. Asentí y me limité a sorber mi vodka gimlet. Había hablado en tono sereno, pero categórico. Se negaba a cualquier petición más.
Luego empezó a hablarme de los dos años que había pasado trabajando en Brasil.
—No te lo creerás. En São Paulo me encontré nada menos que a un compañero de instituto. Un ingeniero que trabajaba para Toyota, en São Paulo.
Yo apenas lo escuchaba. Al irse me dio unos golpecitos en el hombro.
—Los años cambian a la gente de manera muy distinta. No sé qué pasó entre ella y tú. Pero, fuera lo que fuese, no es culpa tuya. En mayor o menor medida, todos tenemos experiencias parecidas. También yo. No te estoy mintiendo. También pasé por algo similar. Pero no hay nada que hacer. La vida de alguien es, al fin y al cabo, su vida. Tú no puedes responsabilizarte de la vida de los demás. Este mundo es como el desierto y todos tenemos que hacernos a la idea. ¿Viste en primaria aquella película de Walt Disney titulada The Living Desert[4]?
—Sí.
—Pues es lo mismo. Este mundo es igual. Si llueve, las plantas florecen; si no llueve, se secan. Los insectos son devorados por las lagartijas; y las lagartijas, por los pájaros. Pero, en definitiva, todos acaban muriendo. Y, después de muertos, se secan. Cuando una generación muere, la sucede la siguiente. Es así. Hay muchas maneras de vivir. Hay muchas maneras de morir. Pero eso no tiene ninguna importancia. Al final, sólo queda el desierto. El desierto es lo único que vive de verdad.
Cuando se fue, me quedé bebiendo solo en la barra. Incluso después de que el bar cerrara y de que los clientes se hubieran ido y de que los empleados terminaran de limpiar, permanecí allí solo. No quería volver a casa enseguida. Llamé a mi mujer y le dije que, por un asunto del bar, llegaría tarde. Luego apagué las luces y estuve bebiendo whisky a oscuras. Como me daba pereza sacar hielo, me lo tomé solo.
«Todo se va deprisa», pensé. Algunas cosas desaparecen de repente como si las hubieran cortado. Otras se van difuminando despacio antes de borrarse definitivamente. «Y lo único que queda es el desierto».
Cuando dejé el bar poco antes del amanecer, una lluvia fina caía sobre la avenida Aoyama. Estaba exhausto. La lluvia empapaba muda los bloques de rascacielos que se erguían silenciosos como lápidas. Dejé el coche aparcado delante del bar y volví a casa andando. A medio camino, me senté en una valla y contemplé un gran cuervo que graznaba posado en un semáforo. A las cuatro de la mañana, la ciudad se veía miserable y sucia. La sombra de la putrefacción y la decadencia lo cubría todo. Y yo era una parte integrante de ella. Como una sombra impresa en la pared.