UN BÁRBARO ENTRE LOS MALAYOS

MALAYOS, javaneses, balineses, malayos de Borneo, de Flores, mezclados con cien razas isleñas, con los bataks, con los dayaks, con los chinos, con los árabes, y hasta con los papúes, convertidos sucesivamente a las religiones de la India (hinduismo y budismo) y después al Islam, tienen todo lo necesario para que se equivoque a cada momento el que habla en general. Es muy fastidioso.

EL BÁRBARO EN MALASIA

El malayo tiene algo de sano, de noble, de limpio, de humano.

El chino, el hindú, todas esas razas originales quedan mal a su lado. Por otra parte, la originalidad es un defecto, es una prueba externa de los defectos.

Es preciso, neto. Muchos recuerdan a los vascos.

Desgraciadamente, apenas conoceré a los malayos. No hay nada que no me guste en ellos. Ni una forma, ni un color. Sus casas, sus trenes, sus barcos, sus hoteles y sus trajes, todo me agrada. Tienen el mismo gusto que yo por las formas oblicuas.

Las casas de techos encorvados parecen olas. Sus barcos parecen pasearse por el cielo. Todo está bajo el signo de la coma.

El kriss malayo; la única arma realmente bella, despreocupada como su dueño, pero firme, bien empuñada, que atrae desastres y que parece destinada a remar por los cuerpos de una muchedumbre.

El malayo detesta el ruido. Cuando se encoleriza es porque no puede más, porque ya está harto. Su cólera se convierte en una matanza y acaba con su propia muerte.

El malayo es el único pueblo que hace casas que me gustan. Tengo la fobia de tener casa. Con todo, en Johore, averigüé el precio de venta de una casa (o cabaño): 200 francos. Un conjunto modesto, pero simpático, sobre pilotes, de una madera liviana.

El batik es el único tejido que no ofende la vista, que no llama la atención.

En Malasia no hay casas feas para el pueblo.

Si se ve una casa fea, es seguro que la habita un europeo o un chino.

El malayo es bueno, hospitalario, lleno de humor y muy burlón.

En su teatro, donde abundan los conjuntos de movimientos decorativos y estilizados, hay a menudo uno o dos momentos vacíos, que llenan con una mímica sin palabras, de mucha sobriedad, como si no fuera para el público y que resulta muy cómica.

Al malayo le gusta la corrección. El batik es muy correcto. El peinado lo es más aún.

La balinesa se viste con poca cosa, pero esa poca cosa de color oscuro (violeta-pardo) es de un dibujo distinguido.

Ni sobrio, ni elocuente, ni puro, sino decoroso.

Todos ellos tienen buen porte, malayos, javaneses, balineses; sin exceso de dignidad, de orgullo, de trascendencia. Sólo buen porte.

Una danza javanesa no parece nunca ridícula, exagerada o ingenua, como fácilmente lo son, pues, en general, lo que se parece más a la danza es la grandilocuencia.

Una tela javanesa se puede regalar a cualquiera, en el mundo entero: será siempre «de buen gusto».

Las balinesas van descotadas. No todas son demasiado hurañas. Sin embargo, si algo les disgusta no lo demuestran con pena o cólera o mohín, sino con un aire ofendido, ese aire tan inconfundible que sólo adoptan las personas correctas; y si ella comete una falta, tiene en seguida el sentimiento no de lo malo sino de lo incorrecto. Yo podría contar a este respecto una anécdota personal cuyo cuadro principal me hace reír cada vez que lo recuerdo.

Nada choca en el malayo. Su cara no traiciona ningún apetito exagerado, ningún vicio, ningún defecto de carácter.

* * *

El javanés tiene algo que no va hacia adelante, sino hacia atrás.

La cara del javanés parece pulida como los guijarros de los torrentes pulidos por un continuo frotamiento.

Su cara ha padecido un retroceso.

No sólo la frente es abovedada: parece detenida por una mano eterna puesta y apoyada sobre él que impide avanzar su personalidad.

Son frentes que no luchan, frentes que se escapan y no piden más que darse vuelta.

La cara de la javanesa es maravillosamente sedante, casi musical, cara ahuecada.

Todo lo malayo muestra una afición singular a la forma espolón, casi una obsesión (ligada a la firme proa elevada, pero una proa colocada hacia atrás).

El espolón es una de las pocas armas naturales en el reino animal que está colocada en sentido trasero.

La empuñadura del kriss tiene esa forma bien conocida.

Los techos de las casas de Minangkabau, en Sumatra, parecen olas detenidas. La ola nace, se adelanta, llega a su máximo, a su cresta. Se detiene el techo en el momento preciso en que rompe la ola. Esos techos arrebatados son algo magnífico, tienen hasta veinte crestas.

El sombrero javanés tiene dos picos oblicuos.

El actor javanés es uno de los únicos en el mundo que lleva el adorno principal en la espalda.

Y ese adorno puntiagudo, que tiene en los hombros, especie de proa (no de popa), ímpetu singular de los hombros, hace pensar un poco en la animación trasera, tan exagerada, de los aguzanieves.

Los actores balineses se dan casi siempre la espalda, hasta cuando un príncipe viene a hacer la corte a una princesa. Se adelantan paralelamente, sin darse vuelta.

Los javaneses y los balineses avanzan a lo largo del camino (hasta por los caminos donde no hay tráfico) en fila india, y se hablan sin volver la cabeza, y si alguien los cruza y los llama, no se dan vuelta. Aunque los insulten se arreglan para no volverse nunca, porque les resulta odioso.

Se sientan de cara a su casa, de espaldas al camino, como si tuvieran un ojo en la espalda. En todo caso tienen en la espalda una presencia que nosotros no tenemos.

Su música emplea la gama pentatónica, la escala plana, la escala que no se engancha.

Pero de todos los pueblos que se sirven de ella, el gamelán, balines y javanés, es la que menos se engancha. El gamelán no utiliza más que instrumentos de percusión. Gongs, tambores sordos (el kendang), vasijas de metal (el trompong), platillos (el gender), metalófonos.

Estos instrumentos no cuentan, no agarran. Más que instrumentos de percusión, son instrumentos de sonido emergente, el sonido emerge, un sonido redondo que sale a ver, surge y desaparece. Tapan la resonancia con los dedos. Serio y prolijo tanteo en la gran armazón del sonido.

Hasta los bailarines que cuentan los amores de un príncipe y de una princesa, no cuentan nada. Es igual el príncipe. Igual la princesa. En vez de acercarse se rechazan.

La danza balinesa es la danza de la mano plana, la danza de las palmas abiertas. Ni da ni rehusa: tantea los muros invisibles de la atmósfera. Hace frente. Está desplegada y ciega.

Las pupilas buscan el rabillo del ojo. Van al extremo, se mueven lateralmente. El cuello se disloca lateralmente, nada adelanta, todo tiende a la horizontal; a lo inmenso, a una especie de inmensa fachada, pues todo se mueve en un espacio absoluto y mural. Los personajes, casi todo el tiempo retenidos en la tierra, por las rodillas, torturados en el mismo sitio (con gradaciones e impaciencias inmóviles, con estremecimientos como un lago, con un hipnotismo, un delirio sin desenfreno, con una especie de petrificación, de estratificación del trasser). Una música que tapiza, que tapiza en sombra oscura, donde uno encuentra su reposo, su apoyo.

¿Quién hace oír esa música? ¿Hombres? No, en Bali, todo lo que se mueve, resuena, toca, vive, aterroriza, vibra, son demonios.

El más hermoso movimiento teatral que he visto fue en un teatro malayo de Singapur. Pescadores armados de cuchillos y de haces de juncos luchaban contra peces espadas. La lucha era formidable. Sin embargo, tan increíblemente escandida, que los movimientos, infinitamente diversos, parecían tejidos según una mecánica especial, que pertenecía a otro mundo.

BALI

Los holandeses están encantados de poseer una isla donde las mujeres llevan el pecho desnudo. Las balinesas llevan el pecho desnudo, y las javanesas llevan bastante bajo el escote, dejando al descubierto lo más posible, hasta la punta de los senos, develando esa separación del pecho en dos hemisferios, ese hueco que turba a los muchachitos. Y en la campiña de Java, no es un espectáculo inusitado el ver a una mujer con todo el pecho al aire. Por eso han prohibido la entrada en la isla a los misioneros, que hubieran acabado muy pronto con los pechos al aire y con el interés turístico de la isla. Si entra alguno, es secretamente, con el más riguroso incógnito y con pasaporte falso, como un comunista ruso.

* * *

¿Había tanta necesidad de demonios? Cuando se llega a Bali, desde Koeboetambakan, uno está encantado. Hay demonios por todos lados, a la entrada de los templos, de las casas.

Hombres, animales, plantas no bastan a constituir un mundo. Se precisan demonios. Esculpir un demonio es agregar algo a la población de la isla. ¿A qué esculpir mujeres, hombres? Como si no los conociéramos, como si no los hubiéramos visto nunca...

Además, los demonios de Bali no son fastidiosos e idiotas como los del sur de la India. Están bien ordenados y tienen una cachiporra en la mano, con un aire más fanfarrón que terrible; no dan miedo y participan a pesar de sus muecas, de esa felicidad peculiar que hay en una buena isla de los trópicos. El pueblo balines vive con los demonios. Hay demonios en la puerta de cada casa; a esa presencia de los demonios se debe que sean tan animadas las cremaciones, pero ignoro el simbolismo de la ceremonia.

Unos (representados por balineses) agarran el ataúd y la mortaja rodeada de algunos bambúes; son unos cuarenta, y empieza la lucha. El objetivo de los unos es una plataforma donde el muerto, cuando llegue, gozará de una media hora de tranquilidad. El objetivo de los otros es impedirlo. Pero ahora el combate llega a su apogeo: una barahúnda donde el ataúd se pierde al mismo tiempo que las cabezas de los combatientes se hunden, sumergiéndose como en el base-ball, barahúnda de la que surge de vez en cuando una cabeza de ahogado, una cabeza atacada de un cansancio patético y un poco decorativo, cercana al desvanecimiento, y de donde bruscamente surgen también rostros orgullosos. «Ah, no lo tendrán ustedes. Pero no. Vengan, ya veremos...» Y breves desafíos siguen a cierta falta de rabia manifiesta. Con eso se acercan a la escalera que conduce a la plataforma. ¡Ah, eso no! ¡Todavía no es tiempo!

Y el sacerdote les echa agua sobre la espalda. En seguida los demonios se reaniman. La cosa está que arde. En efecto, la gresca se aleja de la plataforma.

Después de un cuarto de hora de nuevas luchas y de nuevos baldes de agua derramados, el grupo se aprieta bajo la escalera. Nuevo encuentro. El personal de la escalera y de la plataforma se muestra decidido a rechazar todo ataque. Nada se ha ganado, parece, cuando, de golpe, en un instante, el ataúd pasa como un cigarro. Ahí está sobre la plataforma. Solo.

Los demonios han sido rechazados. Uno se ha desmayado. Una media docena está tendida de espaldas sobre la hierba, incapaces ya de ayudar a un muerto o de ir a ninguna parte. Pero después de una media hora de reposo, el muerto, en un nuevo coche, debe ser librado a los asaltos de los demonios y transportado al lugar de la cremación.

Sin embargo, en el momento capital de la incineración, las nueve décimas partes de la concurrencia se ha ido.

* * *

Las mujeres balinesas tienen más seno que expresión. Después de un tiempo en Bali, se acaba por mirar a los hombres.

El europeo que ve senos desnudos piensa, sin querer, que va a suceder algo. Pero no sucede nada. Entonces se acostumbra.

Estoy profundamente convencido de que me acostumbraría muy pronto a ver mujeres completamente desnudas.

Un seno no significa gran cosa. Se recurre a la cara para saber con quién tiene uno que habérselas. Las mujeres, entre ellas, se miran en los ojos; no se miran el cuerpo.

El pecho de las balinesas es bello; está en armonía con la cara agradable, pero poco expresiva.

Recuerdo haberme sorprendido y desilusionado una porción de veces en Francia por el hecho de que, al descubrir sus senos una mujer, eran sólo hermosos, en tanto que el rostro, trabajado por la inteligencia y por un alma singular y rebuscada, me había hecho creer en cierto modo que los senos también serían originales. Pero un seno no es una cara.

Una de las cosas que llaman la atención en Bali son las mujeres que ya no son mujeres. Eso concluyó para ellas. Hay algunas de seno poco abultado que, al secarse, se aplasta exactamente sobre el pecho, que se vuelve como el de un hombre.

Hace tiempo que la cara ha vuelto al tipo hombre y ha perdido todo rastro de feminidad. Aparecen los huesos malayos. La mujer no es frágil, pero es transitoria. Sucede que guarda apenas algunos rasgos del carácter femenino, como recuerdos de viaje. La mujer hace al hombre. Hace unos cuantos y después se deshace.

* * *

Lo que a los americanos les gusta mucho en los balineses es que they are friendly. Cosa muy apreciable y que también se puede afirmar de los americanos.

Los balineses adoran las fiestas; no pasa día sin que tengan una. Con teatro y baile. Y donde hay una fiesta entran todos, todos están invitados: parientes, amigos, desconocidos, forasteros.

Una noche, ya un poco tarde, hice organizar una representación de Wayang-Koelit en casa de un indígena. Cuando llegué estábamos absolutamente solos la orquesta, mis tres invitados y yo.

Dos horas después estábamos perdidos en una turba de seiscientas personas. El olor de los cuerpos malayos nos rodeaba como una humareda; se habían instalado a la puerta vendedores de dulces. Risas oportunas venían de todos lados, costaba trabajo salir, y en ese momento (salimos antes del final), todavía llegaban muchas personas.

* * *

El Wayang-Koelit (teatro de sombras) javanés es el mismo que el Wayang-Koelit balines, pero su estilo es muy distinto.

El balines está aún cerca de los demonios.

Su música está llena de impaciencia, de temblor, de fiebre.

Es satánico. Los títeres (en cuero recortado) se pelean con una violencia inaudita, rápida y exaltada. El actor da alaridos. La luz oscila constantemente, haciendo temblar los personajes sobre la pantalla con una extraña vida palpitante, trepidante y eléctrica.

Una vez proyectada sobre la pantalla, la luz atraviesa los calados, los calca y los ilumina a la vez con la nitidez de la evidencia o de la dura realidad, o más bien de una suprarrealidad recortada con cuchillo y retirada del cielo.

Luego, terminada su pantomima, se alejan blandos y vibrantes (la mano del actor los sacude sin cesar) para volver poco después súbitos y fulgurantes sobre la tela, dando una formidable impresión de petrificación mágica y de violencia, como no puede dar el cinematógrafo.

En el Wayang-Koelit javanés, la luz está inmóvil. Los personajes están casi todo el tiempo fijados por la base a un tronco de bambú paralelo a la escena. Mueven más bien el brazo que el cuerpo, brazos blandos que flotan. Hasta cuando luchan, lo hacen sin encarnizamiento. Sin embargo, la acción va acompañada de un ruido constante, como de tiros de revólver, que producen la tensión interior.

Sus voces (la voz de los recitadores) son dulces, melodiosas, bajas y reflexivas y como misericordiosas. Las palabras corteses, sentidas, floreadas, voces soñadoras, casi ausentes, voces de iglesia, un canto que a menudo recuerda los cantos bengalíes, sus cantos meditativos.

La lengua javanesa está llena de sentido, del sentido de la vida, grave, buena y perezosa.

¿A quién no lo ha conmovido el Tabé Tuan, en Bali («Buenos días, señor»), dicho con tanta dulzura; por la manera de decir orang, no a la francesa, se entiende, a tropezones, ou, au, como para asustar a los lobos, sino una a ligera y expresiva, y la u, que la rodea como un charco, y una g dulce y buena, que recoge y bordea, y arrastra el todo, un todo viviente como una anguila? Wayang orang. La lengua china también es buena, pero es sorda y desmayada.

* * *

El actual teatro malayo que he podido ver en Singapur (uno de ellos se llamaba Gran Opera de Borneo) no es desagradable, pero no vale nada. Bailarinas con horribles vestidos cortos, oscilando de una pierna a la otra en el mismo sitio, encoladas por quién sabe qué chewing gum; aires lentos, sentimentales, fangosos, de café concierto, temas primarios; amo y servidor, noble y príncipe, madre e hijo, sacrificios altruistas, el gran cuadro dramático, súplica, arrodillamiento, grandes aires de ópera, tocados guerreros o más bien nobles, especies de ureus egipcios de cuarenta centímetros; conjuntos idiotas, afición por las grandes ceremonias, altos sillones, prosternaciones, y también farsas groseras intercaladas, puntapiés en el traste de los personajes secundarios, bromas pesadas, y algo que huele la peste sentimental.

* * *

Alguien que no conociera los peces más que por el acuario de Batavia, tendría una idea muy rara, aunque bastante justa. Sabría que ni el color, ni las formas, ni el aspecto definen al pez. Un cepillo de dientes, un coche de plaza, un conejo, pueden ser un pez, todo depende de su interior.

He visto un ejemplar joven (viejos son muy diferentes) de Ostracium Cornutum que es simplemente una cabecita minúscula de ternero. Esa cabeza navega, ese bloque tiene un bigotito que vibra. Hay que mirar bien para percibirlo. ¿Es todo? No del todo. Esa cabeza tiene una cola, no un cuerpo, sino una cola; cortad una cerilla por la mitad, la mitad de la cerilla, pero un poco flexible; bueno, es eso.

* * *

En todas partes ha habido tales invasiones de razas diversas —hunos, tártaros, mongoles, normandos, etc.— y tales afluencias de religiones diversas —neolítica, totémica, solar, animista, sumeria, asiría, druídica, romana, islámica, budista, nestoriana, cristiana, etc.—, que nadie es puro, que cada uno constituye una horrible mezcla.

Así, cuando uno se reconcentra en sí mismo, y logra suprimir el múltiple conflicto que emana de los estratos de esa formidable infraestructura, se llega a una paz, a un plano tan inaudito que uno podría preguntarse si eso no es lo «sobrenatural».

* * *

¿Qué es una civilización? Un atolladero.

No. Confucio no es grande.

No. Tsi Hoang Ti no es grande, ni Gautama Budha. Pero no ha sido superado.

A un pueblo debería darle vergüenza tener historia.

Al europeo tanto como al asiático, naturalmente.

Es en el futuro que deben ver su historia.

* * *

Y ahora, dijo el Budha a sus discípulos, en el momento de morir:

«En adelante sed vuestra propia luz, vuestro propio refugio.

»No busquéis otro refugio.

»No busquéis refugio sino en vosotros mismos».

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«No os ocupéis de las maneras de pensar de los demás.

»Manteneos en vuestra propia isla.

»Pegados a la contemplación».

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