UN BÁRBARO EN CHINA
EL pueblo chino es artesano nato.
Todo lo que se puede encontrar carpinteando, ya lo han descubierto los chinos.
La carretilla, la imprenta, el grabado, la pólvora de cañón, la mecha, la bengala, el barrilete, el taxímetro, el molino de agua, la antropometría, la acupuntura, la circulación de la sangre, tal vez la brújula y muchas otras cosas.
La escritura china parece un idioma de empresarios, un conjunto de signos de taller.
El chino es artesano y artesano hábil. Tiene dedos de violinista.
Sin ser hábil no se puede ser chino: imposible.
Hasta para comer, como él lo hace con dos palillos, hay que tener una cierta habilidad. Esta habilidad, la ha buscado. El chino podía inventar el tenedor, que cien pueblos han encontrado, y utilizarlo. Pero ese instrumento, cuyo uso no requiere destreza alguna, le repugna.
En la China el unskilled worker no existe.
¿Qué cosa más sencilla que ser vendedor de diarios? Un vendedor de diarios europeo, es un pilluelo gritón y romántico que se agita y vocea a voz en cuello: «¡Matin! ¡Intran! 4.a edición», y tropieza con uno.
Un vendedor de diarios chino es un experto. Examina la calle que recorre, observa dónde están las personas y, poniéndose la mano como pantalla, dirige la voz, a una ventana, a un grupo, más lejos a la izquierda, en fin, donde sea necesario, tranquilamente.
¿A qué ahuecar la voz y lanzarla donde no hay nadie?
En la China no hay nada sin destreza.
La cortesía del Extremo-Oriente no es un simple refinamiento dejado más o menos a la apreciación y al buen gusto de cada uno.
El cronómetro no es un simple refinamiento dejado a la apreciación de cada uno. Es un trabajo que ha necesitado años de aplicación.
Hasta el bandido chino es un bandido calificado, tiene una técnica. No es bandido por rabia social. No mata inútilmente. No busca la muerte de las personas, sino el rescate. No los daña más que lo estrictamente necesario, cortándoles un dedo tras otro, que expide a la familia con pedidos de dinero y amenazas calculadas.
Además, la astucia en la China no es sólo aliada del mal, sino de todo.
La virtud «es lo que está mejor combinado».
Por fin, para citar un gremio, a menudo despreciado: los changadores.
Los changadores, en todas partes, amontonan generalmente sobre la cabeza y sobre sus espaldas, todo lo que pueden. Su inteligencia no brilla bajo los muebles. De eso, no os quepa duda.
Los chinos han llegado a hacer del transporte, una operación de precisión. El chino ama sobre todas las cosas un justo equilibrio. En un armario, un cajón que se opone a tres o dos a siete. El chino que va a transportar un mueble, lo divide de tal manera, que la parte que sujeta atrás equilibrará la de adelante. Hasta un trozo de carne lo lleva atado a una cuerda. Las cosas van sujetas a un grueso tallo de bambú que lleva a la espalda. Se ve con frecuencia, de un lado, una enorme marmita que suspira o una estufa humeante y, del otro, cajas, platos, o un niño soñoliento. Es fácil darse cuenta de la habilidad que eso requiere. Y ese desfile tiene lugar en todo el Extremo-Oriente.
TIPOS CHINOS
(En una generación, la política, lo económico, la transformación de las clases sociales han cambiado en China al «hombre de la calle». No se reconoce ya aquél que yo y tantos otros viajeros y residentes habíamos visto... o se hace necesario rascar un poco. O se hace necesario ir a una ciudad o a un barrio de ciudad chino, en el extranjero, en Bangkok, por ejemplo, donde, iguales, en calles iguales, sin conocer el nuevo estilo, ellos continúan dando la razón a las viejas descripciones.
Que los viajeros, en delegaciones hermanas, recibidos con flores y sonrisas y muestras desbordantes de amistad desconfíen y no saquen demasiadas consecuencias, ni tampoco los que, recientemente, vieron, enloquecidos, las espectaculares manifestaciones de las Guardas Rojas.
En lo que a mí atañe, con todo y haber recibido una enojosa sorpresa, me complace pensar que, suceda lo que suceda, y tienda a ser lo que sea, la China será siempre diferente.
Ahora revive. Hay que estar contento de no reconocerla. De conocerla siempre distinta, siempre inesperada, siempre extraordinaria.)
Modesto, o más bien agazapado, acolchado, se diría, flemático, con ojos de detective, y pantuflas de fieltro, caminando en punta de pies, las manos entre las mangas, jesuita, con una inocencia cosida con hilo blanco, pero dispuesto a todo.
Cara de gelatina, y de pronto la gelatina se destapa y sale un precipitado de ratón.
Con algo de borracho y de blando; con una especie de corteza entre el mundo y él.
La china no es amarilla, sino clorótica, pálida, lunar.
En el teatro, los hombres cantan con voz de castrados, acompañados por un violín que se les parece mucho.
Moderado, con el vino dulcemente triste, reposado y sonriente.
Por pequeños que sean los ojos de los chinos, su nariz, sus orejas y sus manos, su ser no los llena. Se agazapa lejos, detrás. Y no por concentración. No, el chino tiene el alma cóncava.
Gestos vivos, breves pero no duros, ni siquiera precisos. Nada de muy marcado, de decorativo. Loco por los petardos, los quema con cualquier motivo y le gusta su ruido seco y sin consecuencia ni resonancia (también le gusta el ruido de las carracas que las mujeres llevan en los pies).
También le gusta mucho el abrupto croar de la rana.
También la luna, a la que se asemeja asombrosamente la mujer china. Esa claridad discreta, ese contorno preciso le habla como a un hermano. Por otra parte, muchos están bajo el signo de la luna. No hacen caso alguno del sol, ese gran fanfarrón, les gusta mucho la luz artificial, las linternas aceitosas que, como la luna, no alumbran más que a sí mismas, y no proyectan ningún rayo brutal.
Rostros asombrosamente aceitados de sabiduría; a su lado los europeos tienen un aire de todo punto excesivo, defectuoso, verdaderos jabalíes.
Ningún tipo deformado o de retrasado mental: los mendigos, bastante raros, conservan un aire espiritual y de buena sociedad, e intelectuales, muchos fins parisiens, con un aire de precisión delicada, como suelen tener los retoños de una vieja familia aristocrática, debilitados por enlaces consanguíneos.
Las mujeres chinas tienen cuerpos admirables, con el trazo de una planta, y nunca, el aire de ramera que la europea adquiere con facilidad. Las viejas y los viejos tienen cabezas tan agradables, nada extenuadas, sino vivarachas y despiertas, con un cuerpo siempre dispuesto a su trabajo, y una ternura entre ellos, y para sus hijos, que es un encanto.
* * *
El chino no tiene precisamente, como suele decirse, espíritu religioso. Es demasiado modesto.
«Indagar los principios de cosas que escapan a la inteligencia humana, ejecutar acciones extraordinarias que parecen ajenas a la naturaleza del hombre. He aquí lo que yo no desearía hacer.» (Cita de un filósofo chino, mencionado por Confucio, se adivina con qué satisfacción.)
¡Oh! no, sería vergonzoso. No querría exagerar. ¡Imagínese! Además es práctico. Si se ocupa de alguien, es de los demonios, sólo de los malos, y eso cuando hacen mal. Si no, ¿para qué?
Por obra de esta misma obliteración, lo divino unido a la ilusión se ha deslizado en ellos.
El Budha con su sonrisa que borra toda realidad tenía que reinar en la China. Pero su gravedad india suele desaparecer.
He visitado, entre otros, el templo de los quinientos Budhas, en Cantón.
¡Quinientos! ¡Si hubiera a lo menos uno bueno! Uno de veras. Quinientos entre los que figura Marco Polo, con un sombrero suministrado probablemente por el vice-cónsul de Italia. Quinientos, pero ni uno en el camino, en el comienzo del camino de la Santidad.
Adiós a las posturas hieráticas favorables a la contemplación. Unos tienen dos o tres niños en brazos, o juegan con ellos. Otros, molestos, se rascan el muslo, o levantan una pierna, como con prisa, impacientes por dar un paseíto, casi todos con caras de picaros, de jueces de instrucción, de examinadores, o de abates del siglo xviii, muchos, embaucando a los ingenuos, en fin la mayoría, Budhas negligentes y evasivos. «Pse, nosotros, ya lo ven...»
¿Habría que morirse de risa, de rabia, de llorar, o pensar simplemente que más fuerte que la personalidad de un santo, de un semidiós, es la fuerza niveladora y viva de la pequeñez humana?
En el templo, el chino está perfectamente cómodo. Fuma, habla, se ríe. A los lados del altar, están los adivinos que leen la buenaventura en fórmulas impresas. Se hacen rodar palitos en una caja, siempre alguno se adelanta un poco, uno lo retira. Lleva un número. Se busca la hoja del porvenir que corresponde al número, se lee... sólo falta creer.
* * *
A pocos europeos les gusta la música china. Sin embargo, a Confucio, que no era hombre exagerado, ni mucho menos, lo embargó de tal modo el encanto de una melodía que se quedó tres meses sin comer.
Yo sería más moderado, pero salvo ciertas melodías bengalíes, debo decir que la música china es la que más me conmueve. Me enternece. Lo que sobre todo molesta a los europeos es una orquesta hecha de estrépitos, que subraya e interrumpe la melodía. Eso es lo netamente chino. Como la afición a los petardos y a las detonaciones. Hay que habituarse. Por lo demás, cosa curiosa, a pesar de ese formidable barullo, la música china es la más Pacífica del mundo; ni dormida, ni lenta, pero sí Pacífica, exenta del deseo de guerra, de mando, exenta hasta de sufrimiento, afectuosa.
Qué buena, agradable, sociable es esta melodía.
No tiene nada de fanfarrona, de idiota, ni de exaltada, es humana, bonachona e infantil y popular y muy «tertulia de familia».
(A propósito, los chinos dicen que la música europea es monótona. «No son sino marchas», dicen. En efecto, cuántos trotes y cuántas clarinadas entre los blancos.)
Igual que a ciertas personas les basta abrir un libro de tal autor para ponerse a llorar sin saber por qué, a mí me basta oír una melodía china para sentirme aliviado de mis errores y de mis malas inclinaciones y de una especie de excedente que me aflige a diario.
Pero hay un encanto, no mayor, pero quizá más constante, en la lengua china hablada.
Comparados a este idioma, los demás son pedantes, afligidos de mil ridiculeces, de una monotonía estrambótica que hace morir de risa: idiomas de militares y de mandones: es lo que son.
El idioma chino no ha sido hecho como los demás, por una sintaxis atropellada y ordenadora. No se han hecho las palabras con dureza, con autoridad, método y redundancia, de una aglomeración de sílabas retumbantes, ni por vía etimológica. No, son palabras de una sílaba, y esa sílaba es indecisa. La frase china es como una serie de débiles exclamaciones. Si una palabra consta de más de tres letras, una u otra consonante ahogada (la n o la g) la envuelve con un sonido de gong.
En fin, para acercarse más a la naturaleza: es un idioma cantado. Hay cuatro tonos en la lengua mandarina, hay ocho en los dialectos del sur de la China. Nada de la monotonía de otros idiomas. Con el chino se sube, se baja, se vuelve a subir, se está a medio camino, se arranca.
Queda, sigue cantando en plena Naturaleza.
* * *
El amor chino no es el amor europeo.
La europea ama con trasporte, y de pronto olvida al borde mismo del lecho, pensando en la gravedad de la vida, en ella misma, o en nada, o bien simplemente reconquistada por la «ansiedad blanca».
La mujer árabe se porta como una ola. La danza del vientre, hay que recordarlo, no es una simple exhibición para los ojos; no, el remolino se instala sobre uno y lo arrastra y lo deja luego como beatificado, sin saber exactamente lo que ha sucedido, ni cómo.
Y ella también empieza a soñar, la Arabia se levanta entre los dos. Todo ha concluido.
Con la mujer china, nada de eso. La china es como la raíz del banian, que se encuentra en todas partes, hasta en las hojas. Así cuando se ha introducido en el lecho, se necesitan muchos días para desasirse.
La china se ocupa de uno. Lo considera como haciendo una cura. En momento alguno, se vuelve a otro lado. Siempre abrazada a uno, como la hiedra que no sabe aislarse.
Y el hombre más inquieto la encuentra próxima y cómoda como la sábana.
La china se pone al servicio de uno, sin bajeza, no se trata de eso, sino con tacto e inteligencia. ¡Y es tan afectuosa!
Hay un momento, después de otros momentos, en que casi todo el mundo quiere descansar.
Tal vez uno, ella no. Esa hormiga busca trabajo en seguida, hela aquí arreglando nuestra valija.
Verdadera lección de arte chino. Uno la mira estupefacto. Ni un alfiler, ni un escarbadiente que deje sin dar vuelta o cambiar de lugar y que no deje en una posición que siglos y milenios de sabia experiencia han designado evidentemente a ese fin.
Ni un objeto del cual no se informe por gestos, que no pruebe, y no ensaye y juzgue, y con el que no juegue antes de darle su lugar. Luego, cuando uno mira este orden, parece que el contenido de la valija tiene ahora algo de rollizo y de duro a la vez, y en cierto modo de indesacomodable.
Cuando una china habla de amor, puede hablar indefinidamente y no cansa, puede hablar de otra cosa, como lo hace tal vez: tiene el lenguaje del amor, el amor está hecho de monosílabos (desde que una palabra se alarga, parece que se va y atrae; desde que aparece una frase, la frase es una separación).
El idioma chino está hecho de monosílabos, y de los más cortos, los más inconsistentes, y cantado en cuatro tonos. Y el canto es discreto. Una especie de brisa, de idioma de pájaros. Idioma tan medido y afectuoso que uno lo escucharía toda la vida, sin molestarse, aun sin comprenderlo.
Tal es la mujer china. Y sin embargo, todo eso no sería nada si no llenara esa admirable condición de la palabra mitschlafen, co-dor-mir. Hay hombres tan movedizos que tiran al suelo hasta las almohadas, sin darse cuenta.
¿Cómo hace la china? Yo no sé; una especie de sentido de la armonía, que subsiste hasta en el sueño, la impulsa, con movimientos apropiados a no apartarse nunca, a subordinarse siempre a lo que sería tan hermoso: ser dos armoniosamente.
* * *
En Europa, todo acaba en tragedia. Jamás hubo filosofía en Europa (al menos después de los griegos, ya muy discutibles).
La tragedia mundana de los franceses, el Edipo de los griegos, el culto ruso de la desgracia, lo trágico jactancioso de los italianos, la obsesión de lo trágico en los españoles, el hamletismo, etcétera, etcétera.
Si el Cristo no hubiera sido crucificado, no tendría cien discípulos en Europa.
La gente se ha excitado con su Pasión.
¿Qué harían los españoles si no vieran las llagas de Cristo? Toda la literatura europea es de sufrimiento, no de buen sentido. Hay que llegar a los americanos: Walt Whitman y el autor de Walden para oír otro acento.
Por eso el chino, que no hace poesía sentimental, que no se queja, apenas ejerce atracción sobre el europeo.
* * *
El chino no mira la Muerte como algo trágico. Un filósofo chino declara muy simplemente: «Un viejo que no sabe morir es un golfo.» Así lo entienden.
Por lo demás, una tercera parte de la China es un cementerio. ¡Pero qué cementerio!
Cuando vi por primera vez el campo chino, me tocó el corazón. Tumbas, montañas enteras de tumbas, o más bien la ladera de ésta, el costado occidental de aquélla, esta hondonada, cubiertas de tumbas, no tumbas duras y estrechas, sino hemiciclos de piedras... que invitan. No hay error, invitan. Y no asustan a nadie. Todo chino viviente tiene su ataúd. Se siente cómodo con la muerte.
Cuando muere un hombre en una provincia lejana, le preparan, mientras no pueden mandarlo a su tierra, un cuarto, donde los miembros de la familia, el hijo, la hija, etcétera, vienen a ratos, a reunirse, a meditar un momento, a comer, a conversar, a jugar al Mahjöng.
* * *
La pintura, el teatro y la escritura china muestran más que cualquier otra cosa, esa extrema reserva, esa concavidad interior, esa falta de aura de que he hablado antes. La pintura china es principalmente de paisaje. Se indica el movimiento de las cosas, no su volumen y su peso, sino su «linealidad». El chino tiene la facultad de reducir el ser al ser significado (algo como la facultad matemática o algebraica). Si debe librarse un combate, no lo libra, ni lo simula, siquiera. Lo significa. Eso sólo le interesa, el combate en sí le parece grosero. Y esta significación la establece por algo nimio, que no puede descifrar un simple europeo. Más aún cuando hay centenares de signos. Además, una porción de elementos han sido descompuestos y recompuestos por fragmentos, como se haría en álgebra.
Si se trata de una fuga, todo estará representado menos la fuga —el sudor, las miradas de derecha a izquierda, pero no la fuga. Si se representa la vejez, estará todo, menos la expresión de la vejez, y el porte de la vejez, pero sí la barba y el dolor en la rodilla.
En los caracteres de la escritura china, ese desdén por el conjunto macizo, y por lo espontáneo, y ese don de elegir un detalle para significar el conjunto es todavía más notorio y hace que el chino, que podría ser un idioma universal, no haya franqueado la frontera natal, salvo en el caso de Japón y de Corea, y sea considerada la más difícil de las lenguas.
Entre veinte mil caracteres, no hay cinco que se dejen adivinar a primera vista, todo lo contrario de los jeroglíficos egipcios cuyos elementos son fácilmente reconocibles. Ni aun en la escritura primitiva se pueden encontrar cien caracteres simples. El chino quiere conjuntos.
Tomemos una cosa fácil de representar: una silla. Está formada de los siguientes signos (indescifrables en sí mismos):
1) árbol; 2) grande; 3) suspirar de gusto con admiración, el todo es silla, y que se recompone verosímilmente así: hombre (sentado en los talones o de pie), suspirando de gusto cerca de un objeto hecho de la madera de un árbol. ¡Y si se vieran siquiera los distintos elementos! Pero si uno no los conoce de antemano, no los distingue.
La idea de representar la silla tal cual es, con su asiento y sus patas, no se le ocurre.
Pero la silla que le convenía, la ha encontrado aparente, discreta, sugerida amablemente por elementos de paisaje, deducida por el espíritu más bien que dibujada, y sin embargo indecisa y como «representada».
Ese signo, que es uno de los signos compuestos más fáciles, demuestra cómo repugna a los chinos ver un objeto tal cual es, y por otra parte, su gusto delicioso por los conjuntos, por el paisaje figurado. Aunque el chino represente un objeto tal cual es, al cabo de algún tiempo lo deforma y lo simplifica. Ejemplo: el elefante ha tomado ocho formas en el curso de los siglos (The Evolution of Chinese Writing, Owen).
Primero, tenía trompa. Algunos siglos después, la conserva. Pero han amaestrado al animal como un hombre. Poco después, tiene aún la trompa, pero pierde el ojo y la cabeza. Luego pierde el cuerpo, y no guarda más que las patas, la columna vertebral y los hombros. Luego recupera la cabeza, pero pierde todo lo demás salvo las patas, luego se enrosca en forma de serpiente. Por fin, ya es cualquier cosa: tiene dos cuernos y una tetilla que sale de una pata.
* * *
La poesía china es tan delicada, que no encuentra jamás una idea (en el sentido europeo de la palabra).
Un poema chino es intraducible. Ni en pintura, ni en poesía, ni en el teatro, hay esa voluptuosidad cálida, espesa, de los europeos. En un poema, indica, y los rasgos que indica no son los más importantes, no tienen una evidencia alucinante, la evitan, y ni siquiera la sugieren, como suele decirse. Más bien, se deduce de ellos el paisaje y su atmósfera.
Cuando Li Po nos dice cosas aparentemente fáciles como esto, que es un tercio del poema:
Azul es el agua y clara la luna de otoño
Recogemos en el lago del sur lirios blancos
Parecen suspirar de amor
y llenan de melancolía el corazón del hombre en la barca.
hay que empezar diciendo que el golpe de vista del pintor es tan común en la China que sin otra indicación, el lector ve de manera satisfactoria, se regocija, y con toda naturalidad puede dibujar con el pincel el cuadro en cuestión. Un ejemplo antiguo de esa facultad:
Hacia el siglo xvi, no sé bajo qué emperador, la policía china ordenaba a sus inspectores que dibujaran subrepticiamente el retrato de cada extranjero que entraba en el Imperio. Diez años después de haber visto ese único retrato el policía lo reconocía. Más aún, si se cometía un crimen y el asesino huía, había siempre alguien en la vecindad que podía hacer de memoria el retrato del cual se tiraban muchos ejemplares, que se enviaban a la carrera por las grandes rutas del Imperio. Acorralado por sus retratos, el asesino acababa por entregarse al juez.
A pesar de ese don de ver, el interés que tomaría un chino en la tradición francesa o inglesa del poema sería mediocre.
Y después de todo, ¿qué contienen en francés esos 4 versos de Li Po? Una escena.
Pero en chino, contienen unas treinta: son un bazar, son un cinematógrafo, son un gran cuadro. Cada palabra es un paisaje, un conjunto de signos cuyos elementos, hasta en el poema más breve, promueven un sin fin de alusiones. Un poema chino es siempre demasiado largo, es tan repleto, tan realmente halagador y tan erizado de comparaciones.
En la palabra azul (Spirit of Chinese Poetry, de V. W. W. S. Purcell), está el signo de partir leña y el del agua, sin contar el de la seda. En la palabra claro, la luna y el sol a la vez. En la palabra otoño, el fuego y el trigo, etcétera.
De modo que al cabo de tres versos, hay una afluencia tal de aproximaciones y de refinamientos, que uno queda maravillado.
Este encanto se produce por equilibrio y armonía, estado que el chino gusta por sobre todas las cosas, y en el que encuentra una especie de paraíso.
El chino ha deseado siempre «un acuerdo universal donde el cielo y la tierra estén en perfecta tranquilidad y donde todos los seres logren su completo desarrollo». Un intrigante que quería sublevar al pueblo, decía: «El Emperador ya no está en armonía con el cielo»; los campesinos aterrados, los nobles y todo el pueblo, corrían a las armas, y el emperador perdía su trono.
Este sentimiento, más opuesto a la paz exaltada de los hindúes que a la nerviosidad y a la acción europeas, sólo se encuentra en las razas amarillas.
* * *
Lo que más posee el chino, es el arte de esquivarse.
En la calle se pide un informe cualquiera a un chino y en seguida sale disparado. «Es más prudente, piensa. No hay que meterse en asuntos ajenos. Se empieza por informes. Se acaba a golpes.»
Pueblo que huye de todo, y cuyos ojitos se escapan a los rincones, cuando se los mira de frente.
(Debe ser extraordinario para el que allá retorna, actualmente, ver, en las mismas ciudades donde se mostraban esquivos, rostros seguros, que no escurren el bulto, sonrientes, amistosos, abiertos).
Sin embargo, los chinos son excelentes soldados. Viejo, viejo pueblo de niños que no quiere saber el fondo de nada.
La mentira, propiamente dicha, no existe en la China.
La mentira es una creación de. espíritus excesivamente rectos, militarmente rectos, como la impudicia es una invención de personas alejadas de la naturaleza.
Los chinos se adaptan, comercian, calculan, cambian.
Siguen la corriente. El campesino chino cree tener trescientas almas.
Sienten como una dulce caricia todo lo tortuoso de la naturaleza.
Consideran que la raíz es más «naturaleza» que el tronco.
Si encuentran en cualquier parte una gran piedra, agujereada, agrietada, la recogen como a un hijo, o más bien como a su padre y la colocan en el jardín sobre un zócalo.
Si vemos un monumento, una casa, cualquier cosa, a unos veinte metros, no hay que pensar que en pocos segundos la alcanzaremos. Nada es recto, hay que dar vueltas infinitas y uno puede perderse en el camino, y no llegar nunca a lo que tenía a un palmo de la nariz.
Eso para contrariar la marcha de los «demonios», que sólo pueden andar derecho, pero sobre todo porque lo derecho incomoda al chino y le da una impresión penosa de falsedad.
Pueblo con moralidad de anémicos, que se nos antoja a menudo para niños reglas de civismo y de buena conducta, de conducta ejemplar, mandaban los ritos. Institución singular, única. El ritual, para el que tiene que ver con otros, no puede ser pasado por alto.
El mismo Chang Kaishek, en plena guerra, en pleno levantamiento de las provincias publica un librito de buenos preceptos y de reglas de urbanidad y de modales... y no será el último que se verá en China.
Así no perderá la cara; desde el último cooli hasta el primer mandarín, tratan de no perder la cara, su cara de palo, que a ellos les gusta, y en efecto, no teniendo principios, la cara es la que vale.
Todavía hoy, en lugar de encarcelar, de mandar al exilio, de ejecutar oposicionistas, generales disidentes o desviacionistas, u otros «sospechosos» o traidores, se puede ver en Pekín y otros lugares quiénes son conducidos, con un letrero en el pecho, o, con grandes caracteres, y son motejados de necios, insultados, expuestos a la chacota del público, en plena calle, donde pierden la cara. Ese es su primer gran castigo.
¿Y la autocrítica?, se nos objetará. ¿Pero no es aquél un modo de avergonzar, que permite escapar a la vergüenza que otros os infligirían y que sería más insoportable?
Así en la cortesía china tradicional conviene primeramente reprime en extremo.
Sabiduría de nenes, pero que tiene sobre todas las otras civilizaciones ventajas asombrosas e inesperadas provenientes, sin duda, del sentido de la eficacia que poseen los chinos (son los inventores del jiujitsu).
Ocho siglos antes de Confucio, la graciosidad, la dulzura están indicadas como cualidades esenciales en los «libros históricos».
* * *
Obedecer a la sabiduría, a una sabiduría razonada político-almacenera, discutida y práctica, ha sido la preocupación de los chinos.
Han exigido siempre de sus emperadores la sabiduría. Sus filósofos les hablaban como habla la gente que tiene la sartén por el mango. El emperador temía sonrojarse... ante ellos.
El bandido elude las leyes del Imperio, pero no esa ley.
Un bandido inconsiderado no encontraría nadie que lo siguiera.
Por el contrario, el bandido prudente se granjea ayuda y apoyos.
En la China, nada es absoluto. Nada de principios, nada a priori. Y nada choca a la víctima. Se considera al bandido como un elemento de la naturaleza.
Ese elemento es de aquéllos con los cuales se pueden hacer pequeños negocios. No se los suprime, se hace un arreglo. Se trata con él.
Prácticamente, no se puede salir de una ciudad en la China 8: a los veinte minutos de la ciudad, lo asaltan. Tal vez en el corazón de la China no lo asaltaran. Pero la seguridad no existe en ninguna parte. Hay piratas a dos horas de Macao, a dos horas de Hong-Kong, que se apoderan de los barcos.
El chino, el comerciante chino, es la primera víctima.
(Lo que constituyó una realidad durante tanto tiempo en muchas de las provincias, en varios reinos, a pesar de la autoridad imperial, la revolución maoísta lo ha suprimido radicalmente junto con otras conductas, que estaban, sin embargo, bien arraigadas en las costumbres).
No importa. Para que el chino vea claro, es preciso que los negocios sean complicados. Para ver claro en su casa, necesita a lo menos diez hijos, y una concubina. Para ver claro en las calles, necesita que sean laberintos. Para que la ciudad sea alegre, tiene que ser una feria.
Para que vaya al teatro, tiene que haber en el mismo edificio, ocho o diez teatros de dramas, de comedias, cinematógrafos, además una galería para prostitutas, acompañadas de sus madres, algunos juegos de ingenio y de azar, y en un rincón un león o una pantera.
Una calle comercial china está atiborrada de avisos. Cuelgan por todos lados. No se sabe qué mirar.
¡Qué vacía es la ciudad europea, aislada, y vacía, limpia, eso sí, y terrosa!
Se cree que los chinos hormiguean porque tienen muchos hijos, pero no, tienen muchos hijos porque les gusta hormiguear. Les gusta el conjunto, los conjuntos, no el individuo, el panorama, no una sola cosa.
* * *
El chino, antes de la llegada del europeo, era en el comercio de una honestidad notable, célebre en toda Asia.
Pero por honesto que sea, la deshonestidad no le choca. En efecto, en la naturaleza no hay deshonestidad. ¿Es deshonesta la oruga que extrae una tajada de parénquima en una hoja de cerezo?
El chino no es honesto, ni deshonesto.
Si se trata de ser honesto, adoptará la honestidad como se adopta un idioma.
Cuando se hacen negocios con ingleses, uno está obligado a llevar la correspondencia en inglés, todas las cartas serán en inglés, y si no todas, cinco o seis al mes; así el chino, que adopta la honestidad de tipo rígido, es perfectamente honesto. No se aparta del tipo rígido, le es más fiel que el europeo.
* * *
Los europeos (germanos, galos, anglosajones) son chinos estupendos. Suele decirse que los chinos lo han inventado todo... ¡hum!
Lo curioso es que los europeos han reinventado, y «rebuscado» precisamente lo que los chinos han inventado y descubierto.
Los chinos se jactan de haber inventado el diávolo, el polo, el tiro al arco, el fútbol, el jiujitsu, el papel, etc. Y bien, ¿qué hay con eso?, eso no educa al chino. No educa, tampoco, al europeo. Educa al hindú que, intensamente cultivado, no inventó el diávolo, el polo, etcétera...
Si yo fuera una civilización no me jactaría de haber inventado el diávolo. Más bien tendría vergüenza, y me lo ocultaría a mí mismo. Tomaría mejores resoluciones para el porvenir.
Los chinos y los blancos padecen la misma enfermedad.
Durante el día, cambalachean, luego necesitan juegos.
Sin el teatro, el chino de las ciudades encuentra intolerable la vida. Necesita miles de juegos.
Vive en el juego. En Macao, se animan un poco en los garitos, pero, temiendo el ridículo, salen pronto a fumar una pipa de opio, y en posesión de una cara de palo, vuelven a la sala.
A cada instante, en la calle, se oyen caer monedas, «¡cara o cruz!», y al momento una asamblea de cabezas que miran y rezan.
A pesar de todos los juegos, una enfermedad acecha a los chinos: sucede que ya. no saben reír. A fuerza de disimular, de hacer planes, de componerse una cara, ya no saben reír. Enfermedad terrible. Se ha visto un niño abnegado, que, por amor filial, tropezaba y se caía sobre baldes de agua, para desenojar a sus padres atacados de la «Enfermedad». Cuando se sabe que los chinos: 1.° tienen horror al agua, 2.° temen el ridículo, se comprende la gravedad del mal; y los deberes formidables del amor filial en la China.
* * *
Nunca se concebirá bastante a los chinos como animales. Los hindúes como otros animales, los japoneses idem, y los rusos y los alemanes, etc. Y en cada raza estas tres variedades: el hombre adulto, el niño y la mujer. Tres mundos. El hombre es un ser que no entiende nada del niño, nada de la mujer.
Ni ellos ni nosotros tenemos razón. Todos estamos, evidentemente, equivocados.
La cuestión de si Confucio es un gran hombre no debe plantearse. La cuestión es saber si fue un gran chino, y comprendió bien a los chinos, lo que parece cierto, y si los orientó bien, lo que es dudoso.
Lo mismo el Budha para la India, etcétera, etcétera.
En estas diferentes especies animales, la filosofía se acerca en general al tipo de la raza, pero a veces se aleja.
Por eso es difícil saber hasta dónde Confucio y Lao-Tse han achinado a los chinos, o los han deschinado y hasta dónde Metido, desterrando la guerra y lo militar, ha estimulado la cobardía china o combatido el ímpetu guerrero de los chinos. Recordar que el chino que se entusiasma es un demonio que nadie puede detener y que a su lado un malayo amok es un hombre dulce, y que los rasgos de valor fueron a lo menos tan abundantes en la China como en cualquier otro país y que su indiferencia ante la muerte es incomparable.
* * *
Para que las hormigas peleen entre ellas, conviene arrancarles una pata y, así heridas, arrollarlas entreveradas por el suelo, apretando, pero no muy fuerte.
Es raro que eso no despierte su rabia, que no las llene de una especie de ebriedad y que olviden todas las leyes raciales y de la ayuda mutua entre hormigas.
Pronto las campeonas se distinguen.
Puede entonces observarse una ley curiosa.
Una campeona de 1.a categoría, invicta hasta entonces, será derribada y estropeada por una campeoncíta de 3.er orden que muchas veces ha sido zarandeada y sometida, y que, puesta en presencia de otras, será vencida casi siempre.
Así, entre los pueblos de raza blanca, el americano en este momento, a pesar de las críticas que le dirigen con aire protector (como los chinos a Europa), críticas de viejos, el americano hace el papel de un robusto mocetón que va a comérselo todo.
Esta idea, en todo caso, ha sido barrida de mi espíritu por algún tiempo. He visto los soldados japoneses en Chapei. Hombres retacones, cuadrados, listos a abalanzarse, jauría que hay que sujetar, con alegría y a veces con una especie de ferocidad en la cara, en todo caso la salud y la exuberancia en el sacrificio del yo.
Patrullas en moto-ametralladora más amenazantes que cuerpos de ejército.
Cuando un poco más lejos, se veían camiones cargados de soldados americanos, esos camiones llenos de niños grandes, buenos nenes para hacer dinero, uno se miraba incómodo. No existían al lado de los japoneses.
El inglés no es tal vez un pueblo que merezca la admiración universal. Con todo ha llegado (como el fenicio, otro comerciante, hizo adoptar su alfabeto) a hacer hablar su idioma a la mitad del mundo. Todos los pueblos a imitación suya se afeitan, se bañan de mañana, hacen negocios, patean una pelota o empujan una pelotita en los ratos perdidos.
Hay que reconocer que América, su nieta, le ha asestado un recio golpe y que más que los ingleses ha atraído la atención del mundo sobre esos ejercicios y deportes y juegos en los que no se expone nada. Es cierto que no soy militarista, y que no me gustan los dogos. Pero cuando veo un dogo cerca de un podenco, pienso que un podenco solo está bien, pero que juntos es el dogo el que hará buen papel. En los deportes, uno se agita mucho. Pero comparados con gentes prontas a exponer su vida, los deportistas tienen un aire fútil. Al contrario, delante de gentes que han calavereado, que han participado en acciones de crápulas y de bandidos, uno baja los ojos. Porque el coraje es algo.
En cuanto a los chinos, no tenían un aire idiota, sino juicioso, lento, reflexivo, acomodando cosas en sus bolsas, nada vencidos y tal vez con un dejo de reproche de antepasado, que sabe que el Tiempo, el Tiempo, es el gran Maestro.
* * *
Los chinos no son soñadores huecos. No han tenido sistemas trascendentales o relámpagos de genio, pero sí hallazgos de un valor práctico incalculable.
Confucio: el Edison de la moral.
La amabilidad, la calma (no se meta usted en lo que no le importa. Deje pasar... Condúzcase según su estado, si es un poderoso como un poderoso, si está acribillado de deudas como un hombre acribillado de deudas, etc.), la corrección en el atuendo, la cortesía...
Nadie como los chinos, se ha preocupado de las relaciones entre los humanos con tanta solicitud y tanta previsión.
Sun Yat Sen decía acertadamente: «En materia política la China nada tiene que aprender de Europa». Más bien le enseñaría a Europa y aun a la India, pues ella lo ha hecho todo, lo ha practicado todo hasta la ausencia sistemática de gobierno.
Sin municipios, sin abogados (si uno aparece lo meten en la cárcel... los abogados atraen la guerra), ha podido vivir bien toda una época, la época en que los chinos fueron suficientemente juiciosos.
Cuando se deja de ser juicioso, entonces ¡ay! se necesitan administraciones formidables. Pero nada impide y nada podía impedir las querellas, los conflictos, las guerras, las revoluciones y las destrucciones.
El chino no insiste sobre los deberes hacia la humanidad en general, sino hacia su padre y su madre; allí donde se vive, es necesario que las cosas anden bien y eso requiere, en efecto, una delicadeza y una virtud de la que apenas son capaces los santos europeos.
* * *
Todavía está por nacer el chino romántico. Quiere siempre tener aire razonable.
Tsin che Hoang Ti es uno de los más famosos y más fantásticos tiranos del mundo, que hizo pintar de rojo (color de los condenados) una montaña entera, porque sus soldados habían padecido ahí una tormenta. Tsin che Hoang Ti, que hacía preparar un baño de agua hirviendo en la sala del Trono cuando uno de sus oficiales le pedía una audiencia que le desagradaba, hizo grabar en monolitos erigidos por todos lados: «Todo anda bien. Se han unificado las pesas y medidas. Los hombres son buenos maridos, los padres son respetados. Por donde sopla el aire, todos están contentos», etc.
Por lo demás, sea cual fuere el argumento de una pieza de teatro, hay una escena de deliberación cada cinco minutos. Parece un proceso. Los actores entran y dicen: yo soy fulano, vengo de, y voy a tal parte... para que no haya confusión. Explicar bien, es cosa razonable. El chino nunca tendrá por acabada la búsqueda de lo razonable.
* * *
Los chinos nos detestan. Nos consideran malditos entrometidos, que no podemos dejar nada en paz. Obuses, latas de conserva, misioneros, toda nuestra actividad se la tiramos a la cabeza.
Por eso ¡qué odio! y en Extremo Oriente qué envidia a la vez. ¡Cómo parecer inocente! Todo ese odio continuamente asestado sobre mí, me ha predispuesto mal hacia ellos.
Fascinación de lo razonable, de prestarlo todo como razonable.
(Mao Tse-tung, que removió la China, que transformó completamente, en unos años, una sociedad milenaria; que concibió los más audaces proyectos, algunos irrealizables pero que se realizaron, otros insensatos por osados, como cuando emprendió la construcción de pequeños «altos hornos aldeanos», para la producción del acero a pesar de la opinión desfavorable de los técnicos; que levantó nuevos pueblos destinados para dormir, donde no tenían cabida las familias; el hombre del famoso «salto hacia delante», que no retrocede ante nada, retrocede ante la paradoja, lo brillante, lo elocuente, lo romántico. Sus libritos están escritos de una manera simple, con fórmulas simples, para hacer el escrito razonable, ante todo razonable...)
* * *
El chino es tan aficionado a la imitación y se somete con tanta naturalidad al modelo que uno se pone incómodo.
Copia a la perfección y sin aprendizaje un vestido de París. El Museo de Pekín exhibe miles de plantas de piedra, de distintos colores, macetas con flores, que repiten exactamente la realidad. El chino las prefiere a las naturales. También imita caracoles y piedras. Con bronce imita la lava. Coloca en su jardín basuras artificiales de cemento.
Esta manía está arraigada en ellos de tal manera, que los filósofos chinos la han utilizado como base de toda su moral, que es una moral de ejemplo.
El Libro de los Cantos dice:
«El Príncipe cuya conducta esté llena siempre de equidad y de sabiduría, verá los hombres de las cuatro partes del mundo imitar su rectitud. Cumple sus deberes de padre, de hijo, de hermano mayor y de hermano menor e inmediatamente el pueblo lo imita».
¡Ya está armada la trampa! ¡Es irresistible! Ahora todo andará como sobre ruedas.
El chino debe estar estupefacto de ver que el europeo no imita. Es decir: sería una ocasión para asombrarse. Pero un chino se mataría antes de asombrarse.
Es una idea corriente entre los críticos de arte chinos que la pintura debe ocupar el lugar de la naturaleza, que los cuadros deben proporcionar una impresión tan vivida del campo que el hombre de ciudad no tenga por qué salir de su casa, lo que efectivamente sucede.
Los sampanes, sobre el río en Cantón, son de una desnudez desesperante, pero no faltan uno o dos cuadros colgados en su interior.
En el último tugurio chino, hay cuadros con gran des horizontes y con montañas soberbias.
* * *
Un antiguo filósofo chino formula esta incitación, un poco «boba», a la virtud: «Si el gobierno de un pequeño Estado es bueno, todo el mundo (todo el mundo chino, se entiende) afluirá» y su poder y su prosperidad irán en aumento.
Conocía a sus chinos, chino viejo él mismo.
La cosa se verifica hoy todavía. La Malasia tiene un gobierno estable y seguro. Los chinos afluyen. Hay dos millones. Singapur es una ciudad china. La Malasia, me decía un amigo, es una colonia china administrada por los ingleses.
Todo el comercio de Java está en manos de los chinos. En el último villorrio tienen su tienda.
En Borneo, y aun en Bali, donde los habitantes viven entre ellos y no necesitan de nadie, algunos chinos han logrado instalarse y hacer negocios.
Se cuenta que Confucio y sus discípulos encontraron un día a una buena mujer (cuento la historia en dos palabras). Se enteran de que el padre ha sido arrastrado por una inundación, el marido muerto por un tigre, el hermano picado por una serpiente, y uno de los hijos envuelto en una historia del mismo género.
Confucio desconcertado le pregunta: «¿Y usted se queda en un país semejante?» (era un pequeño Estado chino del que podía mudarse fácilmente).
La buena mujer da entonces esta respuesta adorablemente china: «¡El gobierno no es del todo malo!»
Lo que quiere decir en buen romance, que el comercio prosperaba; que los impuestos eran moderados.
Esas cosas lo dejan a uno atónito, el mismo Confucio abrió tamaños ojos.
* * *
Los chinos ¿ven, alguna vez, las cosas en grande?
Son grandes trabajadores de pequeñas tareas.
Han podido parecer muy profundos en política gracias a ese simpático principio: «Dejar hacer, todo se arreglará», que reservan para los grandes momentos.
Pero se nota que aplican todo lo contrario en lo pequeño; no dejan sin tocar resorte alguno para colocar sus mercancías grandes o chicas, con más frecuencia chicas.
Hacen proyectos, plantan jalones, buscan apoyos, arman trampas, y lo han hecho siempre, porque les han gustado siempre las combinaciones.
Cada ser nace con una evidencia, un principio que no necesita ser demostrado, generalmente muy lejos de ser trascendental, y alrededor del cual reúne sus nociones... Se cree generalmente que la idea central, íntima, de Confucio era las obligaciones con la familia, con el príncipe y la sabiduría, etc. ¿Qué sabemos nosotros?
Una íntima idea demasiado esencial, subconsciente, para que él pueda apercibirse, para que los chinos puedan apercibirse, le servía de base constantemente. Era tal vez que el hombre está hecho para traficar.
El chino puede negociarlo todo: un insulto, un ejército, una ciudad, un sentimiento, incluso su muerte. Vende su conversión por un reloj, y su muerte por un ataúd (por un ataúd de buena madera, se han visto coolies que se han hecho ejecutar en lugar de condenados más ricos). A los primeros portugueses católicos deseosos de convertir paganos, los chinos ofrecían doscientos bautismos por un cañón. Un buen mortero valía sus buenos tres mil bautismos.
En el siglo xviii un gran autor chino se rompió la cabeza. Quería un relato absolutamente fantástico, violando todas las leyes del mundo. ¿Qué se le ocurrió? Esto: su héroe, especie de Gulliver, llega a un país donde los comerciantes tratan de vender a precios ridículamente bajos, y donde los clientes insisten en pagar precios exorbitantes. Con eso el autor creyó haber conmovido las bases del Universo y de los mundos estrellados. Una invención tan formidable, piensa ese chino, no existe en ninguna otra parte.
Me doy cuenta con Giles de que Herbert Spencer había pensado eso, exactamente eso, no obstante ser un filósofo. Pero el filósofo de una nación de tenderos es más profundamente tendero que filósofo, como un perro de caza es más perro cazador que perro.
* * *
El chino es poco sensual, y a la vez, lo es mucho. Pero, delicadamente.
No hay, por decirlo así, literatura erótica antigua. Aparentemente no lo turba la mujer, ni el hombre a la mujer. Ni siquiera en el momento en que se turba todo el mundo. Eso es sin importancia. Eso no deja rastro. No, eso no le agita la sangre. Todo sucede. Todo sucede en una fresca primavera que aún está cerca del invierno. Si desea, verdaderamente, será a alguna niñita que conserva la línea flaca y delicada de la infancia. No tiene fango. Las tarjetas obscenas chinas están llenas de gracia. Su música tiene siempre un alma transparente, se puede pasar al través. Desconoce la voluptuosidad espesa del europeo, no tiene el tono cálido y grueso de las voces, de los instrumentos de música, de los relatos europeos, no tiene el repugnante sentimentalismo inglés o americano, francés o vienes, ese afán de los besos largos, pegajosos; de la postración.
La pintura china es la limpieza, la ausencia de impresionismo, de temblor. No hay aire entre los objetos, sino un éter puro. Los objetos están dibujados, parecen recuerdos. Los objetos están presentes y ausentes a la vez, como fantasmas delicados que no ha evocado el deseo. El chino ama ante todo los horizontes lejanos, aquello que no se puede alcanzar.
El europeo quiere tocar. Por eso el aire de sus cuadros es espeso. El desnudo europeo es casi siempre lúbrico, hasta en temas sacados de la Biblia. El calor animal, el deseo, las manos, acechan en torno.
* * *
El chino tiene el genio de los signos. La antigua escritura china, la de los sellos, ya no contenía ni voluptuosidad en la representación, ni rasgos, sino apenas signos; la escritura que la ha sucedido ha perdido sus círculos, sus curvas, y toda envoltura. Desligada de la imitación, se ha vuelto cerebral, flaca, inenvolvente (envolver: voluptuosidad).
Sólo el teatro chino es un teatro para el espíritu.
Sólo los chinos saben lo que es una representación teatral. Hace tiempo que los europeos no representan nada. Los europeos presentan. Todo está ahí en la escena. Todo, no falta nada, ni la vista desde la ventana.
El chino, al contrario, coloca lo que significa la llanura, los árboles, la escalera, a medida que se requieren. Como la escena cambia cada tres minutos, no se acabarían de instalar los objetos, los muebles, etcétera. Su teatro es extraordinariamente veloz, cinematográfico.
Puede representar muchos más objetos y paisajes que nosotros.
La música indica el género de acción o de sentimiento.
Cada actor llega a escena con un traje y una cara pintada que dice en seguida lo que es. No hay trampa posible. Puede decir todo lo que quiera. Sabemos a qué atenernos.
Tiene el carácter pintado en la cara. Rojo: es valiente, blanco con una raya negra: es traidor, y se sabe hasta qué punto, si no tiene más que un poco de blanco bajo la nariz, es un personaje cómico, etcétera.
Si necesita un gran espacio, mira a lo lejos, simplemente; ¿y quién miraría a lo lejos si no tuviera más que un horizonte próximo? Cuando una mujer tiene que coser un traje, se pone a coser en seguida. El aire puro vaga (o da vueltas) entre sus dedos; sin embargo, todos tienen la sensación de la costura, de la aguja que entra, que sale penosamente del otro lado, y hasta se tiene mayor sensación que en la realidad, se siente frío y todo. ¿Por qué? Porque el actor se representa la cosa. Aparece en él una especie de magnetismo hecho del deseo de sentir la realidad ausente.
Cuando se ve servir, con el mayor cuidado, de un cántaro inexistente, agua inexistente, sobre un lienzo inexistente y frotarse el rostro y retorcer el lienzo inexistente como se debe hacer, la existencia de esa agua, no visible y sin embargo evidente, se vuelve de algún modo alucinatoria, y si la actriz deja caer el cántaro (inexistente) y uno está en primera fila, se siente salpicado junto con ella.
Hay piezas de un movimiento continuo, incesante, donde se escalan muros inexistentes, con la ayuda de escaleras inexistentes, para robar cofres inexistentes.
Frecuentemente, hay en las piezas cómicas, veinte minutos y más de mímica casi continua.
La mímica, el lenguaje de los enamorados, es una cosa exquisita, es mejor que las palabras, más natural, más tangible, más fecunda, más espontánea, menos turbadora, más fresca que el amor, menos exagerada que la danza, menos extra-familiar y, cosa realmente notable, se puede representar todo sin que resulte chocante.
He visto, por ejemplo, a un príncipe que viajaba de incógnito, pedir por señas, a la muchacha de la posada, que se acostara con él.
Ella respondía, del mismo modo, por un cúmulo de imposibilidades.
Las proposiciones de coito parecen inseparables de una cierta sensualidad vulgar. Es curioso, no había ninguna. Ni una sombra, y eso duró un buen cuarto de hora. Era una obsesión de ese jovencito. Toda la sala se divertía. Pero la obsesión no llegaba a ser molesta. No era de carne, sino como un dibujo, como ciertos rostros vistos en sueños, desprovistos de todo desbordamiento.
* * *
El estilo chino, sobre todo, el muy antiguo, es extraordinario. Sin desarrollo lírico, sin progresión unilineal.
De pronto, se choca con algo, no se va más lejos. Un antiguo escrito chino parece siempre sin ilación. Hay muñones. Es retacón. A su lado, un escrito nuestro tiene un aire lleno de trucos, y por otra parte la gramática más rica y la frase más móvil no son más que un disfraz de los elementos del pensamiento.
El pensamiento, la frase china, se plantan ahí. Y ahí queda calzada, como un cofre, y si las frases fluyen y se encadenan, es porque el traductor las ha hecho fluir.
Emanan una grandeza casera.
Lao-Tse, Chuang-Tzu en su filosofía; Kao-ti (el campesino que llegó a emperador) en sus proclamas a los chinos, Wu-ti en su carta al capitán de los Hunos, tienen ese estilo extraordinario. Ese estilo que ahorra las palabras.
* * *
Nada se parece al estilo de Lao-Tse. Lao-Tse tira una pedrada. Y se va. Después vuelve a tirar otra pedrada y se vuelve a ir; todas sus pedradas, aunque duras, son frutas, pero naturalmente el viejo caprichoso no se las va a pelar a uno.
* * *
Lao Tse es un hombre que sabe. Toca fondo. Habla el idioma de la evidencia. Sin embargo, no es comprendido. «El Tao que se expresa en palabras, no es el verdadero Tao. ¡Qué pequeño! ¡Qué grande! ¡Qué insondable...!
»—¿Cómo hace el agua de los ríos para dominar los torrentes de las altas montañas y los arroyos?
»—Sabe mantenerse más baja.
»—Trabajad por medio de la inacción.
»A la inacción todo le es posible...»
Aniquilar su ser y su acción, y el universo viene a uno.
Sus discípulos taoístas cultivaron más el lado mágico que el lado moral.
A un hombre así borrado no lo lastiman ni la materia ni los fenómenos.
Un cazador, para asustar la caza, prendió fuego a un bosque. De pronto, vio a un hombre salir de una roca. Ese hombre atravesó el fuego sosegadamente.
El cazador corrió tras él.
«—Diga, pues. ¿Cómo hace para pasar a través de la roca?
»—¿La roca? ¿Qué quiere decir con eso?
»—También se le ha visto pasar a través del fuego.
»—¿Fuego? ¿Qué significa fuego?»
Ese perfecto taoísta, completamente borrado, no veía las diferencias de nada.
Otras veces, vivía entre los leones, y los leones no se daban cuenta de que era un hombre. No percibían nada raro en él.
Tal es la flexibilidad que da la comprensión del Tao. Tal es la obliteración suprema con que tantos chinos han soñado.
* * *
El chino no tiene un impulso loco. Una ciudad china se distingue por sus puertas formidables. Lo primordial es estar protegido. No le importan soberbios monumentos internos, sino más bien, puertas importantes, fuertemente asentadas, hechas para asustar (pero cuyo bluff es tan evidente para nosotros).
El imperio chino se distingue de todos los demás por la Muralla China. Lo primordial es estar protegido.
Los edificios chinos se distinguen por los techos. Lo primordial es estar protegido.
Por todos lados, hay grandes pantallas y luego hay biombos y naturalmente laberintos triples. Lo primordial es estar convenientemente protegido.
El chino nunca se descuida, siempre está sobre aviso; parece siempre miembro de una sociedad secreta.
Aunque guerrera cuando eso fue necesario, la China fue siempre una nación pacífica. «Con el buen acero no se hacen clavos. De un joven de mérito, no hagáis un militar.» Esa es la opinión pública. La educación china propende de tal modo al pacifismo, que los chinos se han vuelto cobardes (por algún tiempo), y con el mayor desenfado. (n.n. Vuelven a ser con el conflicto soldados... ante la sorpresa general).
El chino que ha esculpido camellos quietos y espléndidos, y también caballos (y con mucho humor), no ha podido producir leones. Sus leones hacen muecas, pero no son leones. Eunucos, más bien.
El ardor natural, la sangre agresiva y la combatividad innata escapan al chino.
La China es tan esencialmente pacífica que está llena de bandidos. Si el pueblo chino no fuera tan pacífico, empuñaría las armas, y costara lo que costara pondría orden. Pero no.
El campesino, el pequeño comerciante se ve tres veces arruinado, expoliado, o diez veces expoliado. Después de las diez veces, le queda una reserva de paciencia.
Vive el chino en medio de esta incertidumbre del interior de la China, donde se exponen los bienes y la vida, y que es tan insoportable y angustiosa para el europeo. El chino que es jugador, sabe portarse como un juguete.
* * *
En Pekín he comprendido el sauce, no el sauce llorón, sino el sauce erguido, que es el árbol chino por excelencia.
El sauce tiene algo de evasivo. Su follaje es impalpable, su movimiento se parece a una confluencia de corrientes. Hay más movimiento del que vemos, del que nos muestra. El menos ostentoso de los árboles. Y aunque siempre estremecido (no el estremecimiento breve e inquieto de los abedules y de los álamos), no parece ensimismado ni atado: está siempre bogando y nadando para mantenerse a flote en el viento, como el pez en la corriente del río.
Poco a poco el sauce nos educa, dándonos su lección cada mañana. Una paz hecha de vibraciones nos domina, hasta que al fin uno no puede abrir la ventana sin tener ganas de llorar.
* * *
En las cosas que al principio son casi neutras, pero que se le revelan en seguida (a nosotros a la larga) como de una dulzura desgarradora, mística, el chino ha puesto su infinito, un infinito de exactitud y de gustación.
El jade, las piedras pulidas y como húmedas, pero no brillantes, turbias no transparentes, el marfil, la luna, una sola flor en su maceta, las ramas de múltiples ramillas con hojitas delgadas, vibrantes, los paisajes lejanos y envueltos en una bruma naciente, las piedras perforadas y como torturadas, el canto (debilitado por la distancia) de una mujer, las plantas sumergidas, el loto, el croar del sapo en el silencio, los manjares insulsos, un huevo ligeramente pasado, los fideos pegajosos, una aleta de tiburón, una lluvia fina que cae, un hijo que cumple los ritos del deber filial con una precisión enervante, insoportable, la imitación bajo todas sus formas, plantas de piedra, con flores cremosas, de corolas, pétalos y sépalos de una perfección irritante, representaciones teatrales en la Corte, por prisioneros políticos, obligados a tomar parte, crueldades deliciosas, he aquí lo que les ha gustado siempre a los chinos.
* * *
Entre todos los pueblos de raza amarilla, el chino tiene algo de poderoso, de pesado sobre todo: él mismo se vuelve un poco tonel de forma cilíndrica, cuando entra en años.
Comparado con la gran puerta Chien Meng en Pekín, el Arco de Triunfo parece ligero y movible. En el Sur una bañera china es a menudo una gran olla, nada más, una tinaja (de donde se toma agua en cantarillos para echársela sobre el cuerpo), una gran olla, bien pesada; parecería más fácil mover un piano de cola. Hay en los chinos algo de agazapado. Los leones que esculpen son como sapos gesticulantes. Las garzas de bronce, los gansos pesan sobre el suelo como hombres, pájaros humanos que no cuentan más que con la tierra firme. Los muebles chinos son retacones. Las linternas chinas, gordas, panzonas, y cada casa tiene dos o tres de esos toneles colgados en su interior, que oscilan lentamente.
En los interiores miserables y absolutamente desnudos, a veces hay un jarrón colorado, patriarca que domina.
Los caracteres chinos en los anuncios japoneses son finos y separados. En los avisos chinos, los caracteres son panzudos, verdaderos muñecones de traste de hipopótamo que se aplastan unos a otros, con un aplomo bajo y burlesco como las notas más bajas y turbadoras de los contrabajos.
Ninguna ciudad tiene las puertas tan macizas, tan bellas, tan tranquilas, como Pekín.
* * *
Entiendan bien que el chino es el ser más sensible que puede darse. Conserva su corazón de niño. Hace 4.000 años que conserva su corazón de niño.
¿Es bueno el niño? No especialmente. Pero es impresionable. Al chino, una hoja que tiembla, le trastorna el corazón; se desmaya viendo un pez que boga lentamente. Quien no ha escuchado a Mei-Lang-Fang no sabe lo que es dulzura, la dulzura conmovedora, descompuesta, la afición a las lágrimas, el refinamiento doloroso de la gracia.
Y hasta un tratado de pintura como el de Kia'i-Tseu-Yuan Houa Tchouan titulado: La enseñanza de la pintura o del jardín del tamaño de un grano de mostaza, está hecho con tal devoción y ternura y bondad que yo, que no soy sensible, lo he leído llorando.
En tantos otros (en el tratado sobre la cría de los gusanos de seda, el tratado sobre la música, sobre la quiromancia... o incluso sobre la guerra) su innata poesía, que es forma representativa, abunda.
Una nada hiere al chino.
Un niño teme horriblemente las humillaciones.
¿Quién no ha sido Poil de Carotte? El miedo a sentirse humillado es tan chino que domina su civilización. Por eso son corteses. Para no humillar a los demás. Se humillan para no ser humillados.
La cortesía es un procedimiento contra la humillación. Sonríen.
No temen tanto «perder la cara», como hacer que los otros «pierdan la cara». Esta sensibilidad verdaderamente enfermiza a los ojos del europeo, da un aspecto especial a toda su civilización. Tienen el sentido y la aprensión del «qué dirán». Se sienten siempre observados. «Cuando atravieses un huerto, guárdate, si hay manzanas, de llevar tu mano al calzón, y si hay melones, te guardarás de tocarte el calzado.» No tienen conciencia de sí mismos, sino de su apariencia, como si estuvieran en el exterior y se observasen desde afuera. Desde siempre, existe en el ejército chino esta orden: «Y ahora tomad un aire terrible».
Hasta los emperadores, cuando había emperadores, tenían miedo de ser humillados. Hablando de los bárbaros, de los coreanos, encargaban a sus embajadores: «Haced de modo que no se rían de nosotros». ¡Ser el hazmerreír! Los chinos saben ofenderse como nadie y su literatura contiene, como puede esperarse de hombres corteses y susceptibles, las insolencias más crueles e infernales.
* * *
¿Me ha cambiado la China? Siempre he tenido debilidad por los tigres. Cuando veía alguno, algo se agitaba, dentro de mí, y en seguida me identificaba con él.
Pero ayer he estado en el Great World. He visto el tigre que hay a la entrada (un hermoso tigre), y me di cuenta de que era un extranjero. Me di cuenta de que el tigre tiene una cabeza de idiota apasionado y maniático. Pero los caminos que sigue cada ser son tan ignorados, que no es imposible que el tigre llegue a la Sabiduría. En efecto, tiene un aire perfectamente cómodo.
* * *
Hoy, tal vez por la milésima vez en mi vida, he mirado jugar a los niños (blancos). El primer placer que saca el niño del ejercicio de la inteligencia está lejos de ser el juicio o la memoria.
No, es la ideografía.
Ponen una tabla en el suelo, y esa tabla se vuelve un barco, convienen que es un barco; y agregan una más pequeña, que se vuelve una planchada o un puente.
Luego, entendiéndose entre muchos, una línea irregular y fortuita de sombra y de luz se vuelve la costa, y maniobrando, de acuerdo con esos símbolos, se embarcan, desembarcan, salen a alta mar sin que una persona no iniciada pueda saber de qué se trata y que ahí está un barco, aquí el puente, que se izó el puente... y todas las complicaciones (y son considerables) en las que se van internando.
Pero el símbolo está ahí, evidente para quienes lo han aceptado, y que sea el símbolo y no la cosa en sí, es lo que les encanta.
Su manejabilidad los seduce, pues las cosas reales son mucho más embarazosas. El caso presente es bien demostrativo. Estos niños jugaban sobre la cubierta de un barco, que no les hubiera sido fácil mover.
Es muy curioso que esa afición al símbolo haya sido durante siglos el gran placer de los chinos, y la médula de su desarrollo mental y general.