9

A las diez de la mañana del 19 de diciembre, Wallander llamó al banco para preguntar si sería posible ampliar el crédito en otras veinte mil coronas. Para justificar dicho incremento, urdió la mentira de que había entendido mal el precio del coche que tenía intención de comprar. El empleado del banco le aseguró que no habría inconveniente alguno. Wallander podía acudir a sus oficinas y firmar los nuevos documentos y recoger el dinero aquel mismo día. Una vez que hubo colgado el auricular, llamó a Arne, el encargado del negocio de coches usados que le vendería su nuevo coche, y acordaron que éste acudiría a la calle de Mariagatan a la una de la tarde con su nuevo Peugeot. Además, el mecánico intentaría infundir algo de vida en el viejo o llevarlo a su taller con ayuda de una grúa.

Wallander realizó estas dos llamadas inmediatamente después de concluir la reunión matinal, que se había prolongado durante dos horas, desde las ocho menos cuarto. Sin embargo, el inspector había llegado a la comisaría mucho antes, a las siete de la mañana. La noche anterior, cuando supo que Yngve Leonard Holm había sido hallado muerto y que cabía la posibilidad de establecer una conexión entre éste y las hermanas Eberhardsson o, al menos, el asesino de las dos ancianas, se puso en marcha enseguida y estuvo casi una hora con Hanson, hasta que se puso al corriente de los nuevos hechos y datos de que disponían. Después lo invadió un cansancio repentino, de modo que se marchó a casa y se tumbó en la cama para descansar un rato antes de desvestirse, pero el sueño lo venció enseguida y durmió toda la noche sin interrupción. Cuando se despertó a las cinco y media de la mañana, se sentía totalmente repuesto y descansado. Permaneció tumbado unos minutos, evocando el viaje a El Cairo, que no era ya más que un lejano recuerdo.

Al entrar en la comisaría, se encontró con que Rydberg ya había llegado. Se sentaron en el comedor, donde algunos de los agentes que salían de la guardia nocturna bostezaban agotados. Sentado frente a Wallander, Rydberg se tomó un té con tostadas.

—Creo que has estado en Egipto —comentó Rydberg—. ¿Cómo son las pirámides?

—Altas —repuso Wallander conciso—. Y extraordinarias.

—¿Y qué tal tu padre?

—Pues estuvo a punto de dar con sus huesos en la cárcel, pero logré salvarlo previo pago de una multa de casi diez mil coronas.

Rydberg soltó una carcajada.

—Mi padre era comerciante de caballos —explicó el colega—. ¿Te lo he contado ya?

—No, jamás me has contado nada de tus padres.

—Pues sí. Vendía caballos por las ferias, les miraba los dientes y, según dicen, era un demonio a la hora de inflar los precios. Además, ese dicho sobre la cartera de los comerciantes de caballos es totalmente cierto, ¿sabes? Mi padre la tenía siempre a reventar de billetes de mil. Lo que no sé es si tenía la más remota idea de que las pirámides estuviesen en Egipto. Y menos aún que supiese que la capital del país es El Cairo. Era totalmente inculto. Sólo sabía de una cosa: de caballos. Y tal vez también de mujeres. A mi madre la traía loca con sus aventuras.

—Bueno, uno tiene los padres que le tocan —sentenció Wallander—. ¿Cómo te encuentras?

—Algo no anda bien —declaró Rydberg con convicción—. Uno no se viene abajo así por un simple reuma. Algo no va bien, te lo digo yo. Aunque no sé qué será. Y justo ahora, cuando lo que más me interesa es el asunto de que hallasen a Holm con un tiro en la nuca…

—Sí, Hanson me lo contó ayer.

Rydberg apartó la taza vacía.

—Ni que decir tiene que sería absolutamente fascinante si resultase que las hermanas Eberhardsson estaban involucradas en negocios de narcotráfico. En ese caso, las mercerías suecas sufrirían un auténtico golpe mortal. ¡Fuera bordados, venga la heroína!

—Sí, claro, yo también lo he pensado —confesó Wallander al tiempo que se ponía en pie—. Nos vemos en un minuto.

Mientras se dirigía a su despacho, el inspector pensó que, de no estar convencido de que algo no marchaba bien, Rydberg jamás se habría pronunciado tan abiertamente sobre su estado de salud. La sola idea inquietaba a Wallander.

Hasta las ocho menos cuarto se dedicó a revisar una serie de informes que le habían dejado sobre el escritorio mientras estuvo fuera. A Linda la había llamado desde casa el día anterior, nada más dejar la maleta. La muchacha le prometió que iría al aeropuerto de Kastrup a recoger a su abuelo y que se encargaría de que llegase a Löderup sano y salvo. Wallander no se había atrevido a creer que le concederían la ampliación del préstamo, con lo que no osó comprometerse a ir a buscarlo él mismo a Malmö, pues no estaba seguro de disponer de un nuevo coche para entonces.

Entre todos los documentos, halló una nota en la que se le informaba de que Sten Widén lo había llamado, al igual que su hermana. Conservó esas dos notas y siguió revisando. Asimismo, lo había llamado desde Kristianstad su colega Göran Boman, un policía con el que se veía de vez en cuando y al que había conocido en alguno de los sempiternos y recurrentes seminarios de la Dirección Nacional de la policía. También guardó la nota correspondiente a aquella llamada, pero aplastó el resto de los avisos en la papelera.

La reunión se abrió con una breve relación ofrecida por Wallander de sus aventuras en El Cairo, en la que no dejó de mencionar al solícito colega llamado Radwan. Acto seguido, estalló una discusión acerca de cuándo se suprimió la pena de muerte en Suecia. A decir de Svedberg, había habido ejecuciones hasta los años treinta, lo que Martinson rechazó de plano arguyendo que no se había producido ninguna ejecución en el país desde que decapitaran a Anna Månsdotter[13]5 en la prisión de Kristianstad allá por 1890. La disputa terminó con una llamada de Hanson a un reportero criminalista de Estocolmo con el que compartía el interés por las apuestas en las carreras de caballos.

—1910 —declaró Hanson una vez hubo colgado el auricular—. En ese año se utilizó la guillotina por primera y última vez en Suecia, contra un hombre llamado Ander.

—Pero ¿no fue ése el que emprendió un viaje en globo al Polo Norte? —objetó Martinson.

—No, ése se llamaba Andrée[14] —intervino Wallander.

Con esto se acabó la discusión. Rydberg había permanecido en silencio todo el tiempo. Wallander tenía la impresión de que estaba como ausente.

Tras la digresión, pasaron a hablar de Holm, que constituía un caso límite desde el punto de vista administrativo. En efecto, el cuerpo había sido hallado en el distrito policial de Sjöbo, pero tan sólo a unos cien metros de la zona de la vía de servicio donde comenzaba el distrito policial de Ystad.

—Los colegas de Sjöbo nos lo ceden encantados —aseguró Martinson—. Si hacemos un traslado simbólico del cadáver al otro lado de la vía de servicio, será nuestro. Sobre todo, si tenemos en cuenta que Holm ya tenía algo pendiente con nosotros.

Wallander pidió los datos horarios, información de la que disponía Martinson: Holm había desaparecido el mismo día en que se estrelló el avión, después del interrogatorio de la policía. Mientras Wallander estaba en El Cairo, un hombre que paseaba por el bosque se había topado con el cadáver, en el extremo de un sendero y rodeado de huellas de ruedas de vehículo. Sin embargo, Holm conservaba la cartera completa, de modo que no se trataba de un asalto por robo. La policía no tenía ninguna otra observación de interés que hacer. La zona estaba, por lo demás, desierta.

Martinson acababa de finalizar su relato cuando la puerta de la sala se abrió, dejando ver la cabeza de un agente que anunció que habían recibido un mensaje de la Interpol. Martinson salió para ir a buscarlo y, mientras tanto, Svedberg les describió la energía derrochada por Björk para hacer que reparasen la puerta de la comisaría.

Finalmente, regresó Martinson.

—Uno de los pilotos ha sido identificado —reveló—. Pedro Espinosa, de treinta y tres años. Nacido en Madrid. Huésped de las cárceles españolas por fraude y de las francesas por contrabando.

—El contrabando nos cuadra a la perfección —apuntó Wallander.

—Cierto, pero hay un detalle más que nos interesa —observó Martinson—. Su última residencia conocida está en Marbella, donde las hermanas Eberhardsson tenían su mansión.

Se hizo el silencio en la sala. Wallander no albergaba la menor duda de que podía tratarse de coincidencias fortuitas. Una casa en Marbella y un piloto cuyo avión se estrella y que, por casualidad, vivía también en aquella localidad española. Pero, en su fuero interno, sabía que estaban a punto de detectar una conexión apabullante. Ignoraba cuál sería su significado, pero, en cualquier caso, ya podían empezar a indagar en un sentido concreto.

—La identidad del otro tripulante sigue siendo desconocida —prosiguió Martinson—. Pero continúan investigando.

Wallander miró los rostros de sus colegas.

—Necesitamos la colaboración de la policía española —advirtió—. Si están tan dispuestos a cooperar como Radwan en El Cairo, no tardarán mucho en poder inspeccionar la casa de las hermanas Eberhardsson. Deberán buscar cajas fuertes, narcóticos… Y averiguar cuál era el círculo de amistades de las hermanas en la costa española. Es una información que necesitamos con la mayor brevedad posible.

—¿No crees que alguno de nosotros debería viajar hasta allí? —inquirió Hanson.

—Aún no. Para tomar el sol, te esperas al verano.

Revisaron una vez más todo el material y distribuyeron las diversas tareas pendientes. Ante todo, debían concentrarse en la persona de Yngve Leonard Holm. Wallander notó que el grupo de investigación empezaba a trabajar a un ritmo más acelerado. A las diez menos cuarto dieron por concluida la reunión. Hanson le recordó a Wallander que el día 21 de diciembre se celebraría la tradicional cena navideña de la policía en el hotel Continental. Wallander se esforzó por dar con una buena excusa para no asistir, pero sin éxito.

Una vez que hubo realizado las llamadas telefónicas que tenía pendientes, dejó descolgado el auricular y cerró la puerta del despacho. Muy despacio, comenzó a retomar punto por punto el material de que hasta entonces disponían tanto en torno al avión siniestrado como a Yngve Leonard Holm y las dos hermanas Eberhardsson. Así, dibujó en su bloc escolar un triángulo, cada uno de cuyos ángulos representaba uno de los tres componentes del caso. «Cinco muertos», recapituló para sí. «Dos pilotos, uno de ellos de origen español, en un avión que podemos calificar literalmente como un “holandés errante”, puesto que se supone que quedó declarado siniestro total y fue entregado a la chatarra tras un accidente acontecido en Laos. Un avión que, durante la noche y en secreto, sobrevuela la frontera sueca, gira al sur de Sjöbo y se estrella junto a Mossby Strand. Hay testigos oculares de la proyección de unos potentes focos sobre el terreno, lo que puede indicar que el avión dejó caer algún paquete.

»Ése es el primer ángulo.

»El segundo, dos hermanas que se dedican a su negocio de mercería en Ystad. Aparecen asesinadas de un tiro en la nuca y su casa se desvanece pasto de las llamas. Resulta que son dos señoras adineradas, que tienen una caja fuerte incrustada en los cimientos de la casa y una propiedad inmobiliaria en España. Es decir, que este ángulo lo constituyen dos hermanas que llevaban una doble vida».

En este punto del razonamiento, Wallander trazó una línea entre Pedro Espinosa y las hermanas Eberhardsson, pues había entre ellos una conexión: Marbella.

En el tercer ángulo se hallaba Yngve Leonard Holm, que había sido ejecutado en un sendero del bosque a las afueras de Sjöbo. De él sabían que era un notorio traficante de drogas que había desarrollado hasta la perfección la capacidad de borrar sus huellas.

«Sin embargo, alguien le dio caza a las afueras de Sjöbo», precisó Wallander para sí.

Se levantó de la mesa y contempló su triángulo. ¿Qué podía revelarle aquel esquema? Reflexivo, dibujó un punto en el centro de la figura geométrica. «Un núcleo», se dijo. «La eterna pregunta de Hemberg y Rydberg: ¿dónde está el núcleo, el punto central?». Sin dejar de observar su dibujo, de pronto cayó en la cuenta de que aquello que acababa de plasmar sobre el papel bien podía parecer una pirámide. La base de las pirámides era un cuadrado, pero, en la distancia, podían confundirse con un triángulo.

Volvió a sentarse. Cuanto tengo ante mis ojos no apunta, en realidad, más que a una sola idea: aquí ha sucedido algo que ha alterado un modelo. Lo más verosímil es que el avión que se estrelló constituya el punto de partida. Con ello, se provocó una reacción en cadena que desembocó en tres asesinatos, tres ejecuciones.

Tras la síntesis, comenzó de nuevo desde el principio. La idea de la pirámide no le daba tregua a su mente. ¿No estarían ante un episodio de una curiosa lucha por el poder en la que las hermanas Eberhardsson, Yngve Leonard Holm y el avión simbolizaban los ángulos del triángulo, pero en la que debía existir un núcleo, para ellos desconocido?

De forma paulatina y metódica fue desbrozando cada uno de los datos con que contaban. De vez en cuando anotaba una pregunta, una sugerencia. Sin que él se percatase de ello, dieron las doce del mediodía. Dejó el bolígrafo, tomó la cazadora y bajó al banco. Estaban a pocos grados sobre cero y caía una fina llovizna. Ya en el banco, firmó el nuevo contrato y retiró otras veinte mil coronas. En aquel momento, no quería ni pensar en la importante suma de dinero que había gastado en Egipto. Lo de la multa era distinto. Pero lo que corroía y hería lo más recóndito de su tacaño ser era el precio del billete de avión. Por otro lado, no abrigaba la menor esperanza de que su hermana estuviese dispuesta a compartir el gasto.

A la una en punto llegó el vendedor de coches con su nuevo Peugeot. El viejo se negó a arrancar, pero Wallander no podía esperar a que llegase la grúa, así que se dio una vuelta en su nuevo vehículo, de color azul marino. El interior estaba desgastado y olía a tabaco, pero el motor emitía un sonido excelente. Y eso era lo más importante. Salió a la carretera en dirección a Hedeskoga y, a punto estaba ya de dar la vuelta, cuando decidió continuar. En efecto, iba camino de Sjöbo y, puesto que Martinson les había explicado con todo lujo de detalles el lugar exacto en que fue hallado el cuerpo de Holm, sintió deseos de verlo y, tal vez, de visitar la casa en la que había vivido la víctima.

El lugar donde había sido hallado el cadáver seguía acordonado, aunque ya habían retirado la vigilancia policial. Wallander salió del coche. Un inmenso silencio lo rodeó al punto. Pasó por encima del cordón policial y miró a su alrededor. Sin lugar a dudas, si uno tenía planes de matar a alguien, no podía elegir escenario más idóneo. Intentó imaginarse el curso de los acontecimientos. Holm habría llegado allí en compañía de alguien. Según Martinson, no había huellas más que de un coche.

«Un trato», imaginó Wallander. «Una entrega, un pago. Después, se presenta un imprevisto, algo sucede, Holm recibe un disparo en la nuca y, antes de tocar el suelo, ya está muerto. La persona que ha perpetrado el crimen desaparece sin dejar huella».

«Es un hombre», prosiguió razonando. «O varios. El mismo o los mismos que, días antes, habían asesinado a las hermanas Eberhardsson».

De repente lo embargó la sensación de que se había aproximado a algo crucial. Otra conexión se presentaba desdibujada, un punto de unión que él debería descubrir con sólo esforzarse un poco. Le parecía evidente que tras todo aquello se ocultaba un asunto de tráfico de drogas. Por más que, hasta el momento, le resultaba difícil digerir la idea de que dos hermanas ancianas, dueñas de una mercería, pudiesen estar involucradas en semejante negocio. Sin embargo, Rydberg tenía razón. Su primer comentario, sus alusiones a qué era lo que en realidad sabían de las dos hermanas, hallaba poco a poco su justificación.

Wallander salió del sendero del bosque y volvió al coche para continuar su marcha. Tenía el plano de Martinson grabado en la memoria. En la gran rotonda situada al sur de Sjöbo debía girar a la derecha. Después, tomaría la segunda salida a la izquierda, que desembocaba en una carretera de gravilla. La casa que buscaba era la última de la derecha, con un granero de color rojo junto al camino. Allí estaba, en efecto, el buzón azul desvencijado. Los coches para el chatarrero y el tractor oxidado en un cercado junto al granero. El perro ladrador, de raza indefinida, en un amplio jardín. No tuvo la menor dificultad en dar con la casa. Antes de abrir siquiera la puerta del coche, oyó los ladridos del perro. Salió del vehículo y entró en el jardín. La pintura de la vivienda había empezado a caerse y los canalones pendían del tejado en varios trozos. El perro ladraba desesperado sin dejar de arañar la verja. Wallander se preguntó inquieto qué sucedería si la portezuela cediese y el perro quedase libre. Se dirigió hasta la puerta y llamó al timbre, pero vio enseguida que los cables de la corriente estaban sueltos. Dio, pues, unos toquecitos y aguardó. Finalmente, aporreó la puerta con tanto ímpetu que ésta cedió. Preguntó a gritos si había alguien en casa, pero seguía sin obtener respuesta. «No debería entrar», se recriminó. «Si lo hago, estaré contraviniendo toda una serie de normas que no sólo afectan a los agentes de policía, sino a todos y cada uno de los ciudadanos civiles». Concluida la exposición mental de su advertencia, empujó la puerta y entró en la vivienda. Los colores del papel de la pared estaban desvaídos, olía a cerrado y a sucio y reinaba el más absoluto desorden. Los sofás estaban rotos y los colchones por los suelos. En cambio, había un televisor de pantalla de gran formato y un vídeo último modelo, así como un reproductor de discos compactos con grandes altavoces. Volvió a gritar al aire su pregunta, pero nadie respondió. En la cocina, el caos era indescriptible. Una torre inestable de platos sucios se erguía desde el fondo del fregadero y, esparcidas por el suelo, se veían infinidad de bolsas de papel y de plástico y de cajas de pizza vacías, hacia las que se dirigían hileras de hormigas con puntos de partida muy diversos.

Un ratón pasó como un rayo hacia un rincón. El olor a humedad era insoportable. Wallander prosiguió su inspección, para detenerse ante una puerta donde, escrito con espray, se leía: «El templo de Yngve». Empujó la puerta y comprobó que había una cama en excelente estado con tan sólo la sábana bajera y un edredón. El resto del mobiliario de aquella dependencia lo constituían un escritorio y dos sillas. Sobre el alféizar de la ventana había un aparato de radio y, de la pared, colgaba un reloj cuyas agujas se habían detenido en las siete menos diez. Allí vivió, pues, Yngve Leonard Holm. A pesar de que, por otro lado, se había hecho construir una mansión en el centro de Ystad. En el suelo de la habitación estaba la parte superior del chándal que Holm llevaba cuando Wallander lo interrogó. El inspector se sentó con cautela en el borde de la cama, temeroso de que las patas cediesen bajo su peso, y echó una ojeada a su alrededor. «Aquí vivía una persona que se ganaba la vida abocando a otros seres humanos a distintas formas de infiernos relacionados con las drogas». Movió la cabeza en gesto displicente y se agachó para mirar debajo de la cama, donde no halló más que gruesas bolas de pelusas, una zapatilla sin su pareja y unas revistas pornográficas. Se puso en pie y abrió los cajones del escritorio, llenos de más revistas ilustradas con fotografías de mujeres desnudas y despatarradas, algunas de ellas aterradoramente jóvenes. Ropa interior, comprimidos analgésicos, tiritas…

El cajón siguiente. Un viejo soplete, de esos que se utilizaban para poner en marcha el motor de las pequeñas embarcaciones pesqueras. En el último cajón, halló un montón de papeles formando un desordenado revoltijo, entre los que distinguió algunas calificaciones escolares. Wallander comprobó que Holm sólo había obtenido buenas notas en aquella asignatura que también era su favorita, la geografía. Por lo demás, había ido aprobando por los pelos. Algunas fotografías del propio Holm en un bar, con sendas cervezas en las manos y visiblemente borracho; los ojos enrojecidos. Otra de Holm desnudo en una playa mirando fijamente a la cámara con una amplia sonrisa bobalicona. Después, una fotografía antigua en blanco y negro, de un hombre y una mujer junto a un sendero. Wallander le dio la vuelta para ver el reverso, donde se distinguía la leyenda «Bastad, 1937». «Podrían ser los padres de Holm», aventuró.

Siguió rebuscando entre los papeles y se detuvo en un billete de avión usado que se llevó hasta la ventana. «Copenhague-Marbella, ida y vuelta, el 12 de agosto de 1989. Regreso el 17.» Cinco días en España, por tanto, y no en vuelo chárter, precisamente. Ignoraba si el código correspondía a clase económica o a primera clase. Se guardó el billete en el bolsillo y cerró el cajón tras varios minutos de búsqueda infructuosa. En el armario no halló nada que le llamase la atención, salvo el desorden inefable que allí reinaba. Wallander se sentó de nuevo sobre el borde de la cama mientras se preguntaba qué clase de personas serían los demás habitantes de la casa. Regresó a la sala de estar. Al ver el teléfono que había sobre la mesa, decidió utilizarlo para llamar a la comisaría, donde habló con Ebba.

—¿Dónde estás? —inquirió la recepcionista—. Aquí preguntan por ti.

—¿Y quién pregunta por mí?

—Bueno, ya sabes. Basta que no estés para que todos quieran hablar contigo.

—Está bien, ya voy —aseguró Wallander.

Antes de colgar, le pidió que le buscase el número de teléfono de la agencia de viajes en la que trabajaba Anette Bengtsson. Lo retuvo en su memoria, concluyó la conversación con Ebba y llamó a la agencia. Fue la otra chica quien atendió la llamada, de modo que le pidió que lo pasase con Anette. Transcurridos unos minutos, oyó la voz de la joven. Cuando Wallander se presentó, la joven preguntó enseguida:

—¡Ah! ¿Qué tal ha ido el viaje a El Cairo?

—Bien. Las pirámides eran muy altas y curiosas. Además, hacía calor.

—Deberías haberte quedado más tiempo.

—Bueno, otra vez será.

Tras la charla inicial, pasó a la cuestión que había motivado su llamada: el inspector quería saber si Anna o Emilia Eberhardsson habían estado en España entre el 12 y el 17 de agosto.

—Me llevará un rato averiguarlo —le advirtió ella.

—No importa, esperaré —afirmó Wallander.

La joven dejó el auricular dispuesta a buscar la información solicitada. Entretanto, Wallander volvió a divisar un ratón, aunque fue incapaz de determinar si se trataba del mismo roedor que la primera vez. «Se acerca el invierno», concluyó. «Y los ratones buscan el calor de los hogares». Al cabo de unos minutos, Anette volvió al aparato.

—Veamos. Anna Eberhardsson viajó el 10 de agosto y no regresó hasta primeros de septiembre —aseguró.

—Gracias por tu colaboración —repuso Wallander—. Me gustaría que me facilitases una lista de los viajes realizados por las dos hermanas este último año.

—¿Y eso por qué?

—Para la investigación policial —replicó escueto—. Pasaré a recogerla mañana.

La joven prometió que la tendría a punto. Tras despedirse, Wallander colgó el auricular mientras pensaba que, de haber sido veinte años más joven, se habría enamorado de ella. Pero, a su edad, no tendría sentido. Ella reaccionaría con repulsión a cualquier tentativa de acercamiento por su parte. Salió de la casa mientras distribuía su capacidad de pensar entre Holm y Emma Lundin. Después, la figura de Anette Bengtsson volvió a su mente. En realidad, no podía afirmar de forma categórica que la joven se lo tomase a mal. Aunque lo más probable era que ella ya tuviese novio, claro. Sin embargo, no recordaba haber visto que llevase ningún anillo en la mano izquierda.

El perro ladraba como poseído. Wallander se acercó a la caseta y le lanzó un rugido tal que el animal enmudeció. Pero, tan pronto como se dio media vuelta y echó a andar, el perro empezó a ladrar de nuevo. «La verdad es que debería estar contento de que Linda no viva en una casa como ésta», se dijo. «¿Cuántos de los ingenuos ciudadanos de Suecia saben de la existencia de ambientes de esta índole, entre brumas, desgracias y miserias constantes?». Se sentó en el coche y se marchó de allí, no sin antes abrir el buzón, donde halló una carta; la abrió y comprobó que era una reclamación de pago de una empresa de alquiler de coches. Wallander se la guardó en el bolsillo.

Cuando regresó a la comisaría, habían dado ya las cuatro de la tarde. Martinson le había dejado una nota sobre el escritorio. Wallander fue a su despacho y lo encontró ocupado al teléfono. Al ver al inspector en el umbral, dijo que volvería a llamar más tarde, de lo que Wallander dedujo que estaría hablando con su mujer. Martinson colgó el auricular y le explicó:

—La policía española está inspeccionando la casa de Marbella. He estado en contacto con un agente llamado Fernando López. Su inglés es excelente y me dio la impresión de que era un mando.

Wallander, por su parte, le refirió su excursión y la conversación mantenida con Anette Bengtsson. Al ver los billetes, Martinson exclamó:

—¡Hija de su madre! ¡Si viajaba en primera clase!

—Claro, y ahora tenemos otro punto de apoyo: nadie puede decir que esto sea una casualidad, ¿no crees?

El inspector expuso esta misma idea en la breve reunión que celebraron a las cinco de la tarde. Per Åkeson también asistió, si bien no se pronunció en ningún momento. «Es como si ya lo hubiese dejado», se dijo Wallander. «Está aquí, pero su mente ya ha empezado a disfrutar de su excedencia».

Disuelta la reunión, volvieron a sus respectivos cometidos. Wallander llamó a Linda y le comunicó que ya tenía coche, de modo que podía recoger al abuelo en Malmö. Poco antes de las siete, se marchó a casa. Emma Lundin llamó por teléfono y, en esta ocasión, Wallander aceptó su visita. La mujer se quedó, como de costumbre, hasta poco después de medianoche. Wallander pensaba en Anette Bengtsson.

Al día siguiente, visitó de nuevo la agencia de viajes para recoger la información que había solicitado. El establecimiento estaba lleno de clientes deseosos de conseguir un billete de último minuto para las vacaciones de Navidad. De buena gana se habría quedado un rato más hablando con la joven, pero aquella mañana estaba muy ocupada. Cuando salió de la agencia, se detuvo un instante ante la vieja mercería. El lugar del siniestro aparecía limpio de escombros. Se encaminó, pues, en dirección al centro. De repente, cayó en la cuenta de que faltaba menos de una semana para la Navidad. Sería la primera que pasaría como hombre separado.

Aquel día no les trajo ningún acontecimiento que les permitiese avanzar en la investigación. Wallander cavilaba sobre su pirámide, a la que añadió una única aportación: una gruesa línea que unía a Anna Eberhardsson con Yngve Leonard Holm.

Al día siguiente, el 21 de diciembre, Wallander partió hacia Malmö para recoger a su padre. Cuando lo vio salir de la terminal de transbordadores, sintió un alivio inenarrable. Pusieron rumbo a Löderup mientras el anciano parloteaba sin cesar sobre lo bien que le había ido en su viaje. Sin embargo, no hizo alusión alguna a su estancia en la cárcel ni al hecho de que también Wallander hubiese estado en El Cairo.

Por la noche Wallander acudió a la cena de Navidad de la policía, si bien evitó sentarse a la misma mesa que Björk. No obstante, no pudo por menos de admitir que el discurso de su jefe había sido muy acertado. En efecto, el comisario jefe se había tomado la molestia de indagar en la historia de la policía de Ystad y animó la velada con una exposición tan divertida como interesante, que hizo reír a Wallander en varias ocasiones. Björk era, sin lugar a dudas, un conferenciante muy dotado.

Cuando llegó a casa, estaba borracho. Antes de caer vencido por el sueño, volvió a recrear la figura de Anette Bengtsson y, en ese mismo instante, decidió que dejaría de pensar en ella.

El 22 de diciembre revisaron una vez más el estado de la investigación. No se había producido ningún acontecimiento digno de interés. La policía española tampoco había hallado nada revelador en la mansión de las hermanas: ninguna caja fuerte secreta, nada de nada; y seguían esperando que el tripulante de más edad fuese identificado por los forenses.

Pasado el mediodía, Wallander fue a comprarse un regalo de Navidad: una radio para el coche que logró montar él mismo.

El 23 de diciembre elaboró una síntesis más exhaustiva del caso. Nyberg los informó de que Holm había sido asesinado con la misma arma que las hermanas Eberhardsson, aunque seguían sin tener rastro de ella. Wallander trazó nuevas líneas en su esquema: la red de relaciones crecía, pero en la cima aún reinaba el más absoluto vacío.

Habían decidido no detener la investigación durante los días de Navidad, aunque bien sabía Wallander que no trabajarían a pleno rendimiento, también por el hecho ineludible de que les costaría más trabajo localizar a la gente y realizar las entrevistas necesarias para obtener la información que buscaban.

La tarde de la Nochebuena se presentó lluviosa. Wallander fue a recoger a Linda a la estación y ambos partieron hacia Löderup. La muchacha le había comprado al abuelo una bufanda nueva, en tanto que Wallander lo obsequió con una botella de coñac. Linda y Wallander prepararon la cena de Nochebuena mientras el padre, sentado a la mesa, los amenizaba hablándoles de las pirámides. La velada resultó un éxito, sobre todo gracias a la excelente relación de Linda con su abuelo. Wallander se sintió, a ratos, fuera de lugar, pero no lo lamentaba. De vez en cuando, le venía a la memoria el recuerdo de las hermanas muertas, de Holm y del avión que se había estrellado en la plantación.

De vuelta en Ystad y ya en el apartamento, Wallander y Linda estuvieron despiertos, charlando, hasta muy tarde. El inspector durmió hasta bien entrada la mañana. Siempre descansaba bien cuando Linda estaba en casa. El día de Navidad se presentó frío y muy claro. Dieron un largo paseo por Sandskogen y ella le contó sus planes. Wallander le prometió que, como regalo de Navidad, él pagaría parte de los gastos, en la medida de sus posibilidades, para que pudiese realizar sus prácticas en Francia. Por la noche, el inspector acompañó a su hija a la estación de ferrocarril. Se había ofrecido a llevarla hasta Malmö, pero ella aseguró que prefería tomar el tren. Wallander se sintió muy solo aquella noche. Vio una película antigua en la televisión y escuchó Rigoletto. Después pensó que debería haber llamado a Rydberg para desearle feliz Navidad, pero ya era demasiado tarde.

Cuando, a la mañana siguiente, poco después de las siete, Wallander se asomó a la ventana de la cocina, el aguanieve caía sobre Ystad. De repente, se le vino a la memoria el cálido aire nocturno de El Cairo y se dijo que no debía olvidarse de darle las gracias a Radwan por su ayuda, de modo que lo anotó en el bloc de notas que tenía sobre la mesa de la cocina. Aquella mañana se preparó, para variar, un auténtico desayuno.

Y no llegó a la comisaría hasta cerca de las nueve de la mañana. Estuvo charlando con algunos agentes que habían estado de guardia aquella noche: aquel año, la Navidad había discurrido en Ystad con una tranquilidad inusual. Cierto que la Nochebuena había traído consigo la habitual serie de disputas familiares, pero nada verdaderamente grave. Wallander cruzó el pasillo desierto hasta llegar a su despacho.

Iba dispuesto a retomar en serio la investigación de los asesinatos. Aún pensaba en ellos como en casos distintos, por más que estuviese convencido de que el asesino de las hermanas Eberhardsson y de Holm era la misma persona. No se trataba sólo de la misma arma y la misma mano, no. También el móvil era uno y común a las tres muertes. Fue al comedor por un café y se aplicó sobre sus notas. La pirámide sobre su base. En el centro del triángulo, plasmó un gran signo de interrogación que representaba la cima: el lugar hacia donde su padre se había esforzado por llegar; el mismo punto que él debía alcanzar ahora.

Tras más de dos horas de profundo cavilar, no le cabía ya la menor duda; debían dar con un eslabón perdido; un modelo, quizás una organización, se había desarticulado cuando se estrelló el avión. Con ello, una o varias personas cuya identidad aún desconocían habían salido de las sombras y habían empezado a actuar. Habían asesinado a tres personas.

«Silencio», concretó de pronto. «Tal vez sea ésa la causa de todo. Una información que ha de permanecer oculta. Los muertos no hablan».

Sí, sin duda, podía ser aquélla la solución. Pero también podía ser otra muy distinta.

Se colocó junto a la ventana. La nieve caía ahora con más intensidad.

«Esto nos llevará mucho tiempo», resolvió.

«Será lo primero que diga en nuestra próxima reunión.

»Hemos de tenerlo claro: nos llevará mucho tiempo resolver este caso».