3
Hemberg llegó a Arlöv poco después de medianoche, cuando la investigación técnica ya había comenzado. Wallander envió a Andersson a casa sin la menor aclaración acerca de lo ocurrido y, una vez solo, esperó junto a la verja hasta que llegó el primer coche de policía. Estuvo hablando con un ayudante de homicidios llamado Stefansson, que tendría su misma edad.
—¿La conocías? —quiso saber el joven ayudante.
—No —repuso Wallander.
—Y entonces, ¿qué haces tú aquí?
—Ya se lo explicaré a Hemberg.
Stefansson lo miró con desconfianza pero no insistió con más preguntas.
Lo primero que hizo Hemberg fue entrar en la cocina y observar largamente a la mujer fallecida. Wallander lo veía pasear la mirada por la habitación. Tras un largo rato, se volvió hacia Stenfansson, al que el inspector parecía inspirar un profundo respeto.
—¿Sabemos quién es? —inquirió Hemberg.
Fueron a la sala de estar, donde Stefansson tenía extendidos sobre la mesa una serie de documentos de identidad que había hallado en el bolso de la difunta.
—Alexandra Batista-Lundström —aclaró—. Ciudadana sueca nacida en Brasil en 1922. Al parecer, llegó a Suecia justo después de la guerra. Si no me equivoco y a juzgar por la documentación, estuvo casada con un sueco de nombre Lundström, pero tenemos los documentos del divorcio, que datan de 1957. Para esa fecha, ella ya había obtenido la ciudadanía sueca. En cualquier caso, conservó el apellido de su ex marido. No obstante, tiene una cuenta de ahorro en una caja postal bajo el nombre de Batista, sin Lundström.
—¿Tenía hijos?
Stefansson negó con un gesto.
—Al menos, no hay indicios de que haya vivido aquí ninguna otra persona. Hemos estado hablando con uno de los vecinos y, al parecer, ella ha habitado la casa desde que se construyó.
Hemberg asintió y se dirigió a Wallander.
—Bien, subamos al piso de arriba para que los técnicos puedan trabajar en paz.
Stefansson iba a unírseles cuando Hemberg le indicó que se quedase. En la planta alta había tres habitaciones: el dormitorio de la mujer, una habitación en la que no había otro mueble que un armario ropero y una tercera para los invitados. Hemberg se sentó en el borde de la cama de invitados y le hizo una seña a Wallander para que tomase asiento en la silla que había en un rincón.
—En realidad, no tengo más que una pregunta que hacerte —comenzó Hemberg—. ¿Quién crees tú que es esa mujer?
—Supongo que lo que quieres saber es qué hago yo aquí.
—Bueno, yo formularía la pregunta con algo más de concreción: ¿cómo coño has venido a parar a este lugar?
—Verás, es una larga historia —aclaró Wallander.
—Pues resúmela —conminó Hemberg—. Pero sin omitir ningún detalle.
Wallander obedeció y comenzó a referirle cuanto había sabido sobre las quinielas, las llamadas telefónicas y los viajes en taxi. Hemberg lo escuchaba con la mirada clavada en el suelo. Una vez que Wallander hubo concluido, el inspector permaneció en silencio durante unos minutos.
—Veamos. No puedo por menos de reconocerte el mérito de haber descubierto un asesinato. He de admitir que eres muy constante y pertinaz; y tampoco creo que andes muy equivocado en tus sospechas. Sin embargo y con independencia de todo ello, conviene puntualizar que tu actitud ha sido por completo reprobable. En efecto, no existe en el reglamento policial ningún epígrafe que contemple nada que se parezca a la investigación individual o secreta: a un policía no le está permitido asignarse a sí mismo un caso particular. Ésta es la primera y la última vez que te lo digo.
Wallander asintió, consciente de su error.
—Aparte de los motivos que te han conducido hasta Arlöv, ¿qué otros asuntos te traes entre manos?
Wallander lo puso al corriente de su visita a Helena, en las oficinas de la agencia de transporte marítimo.
—¿Algo más?
—No, eso es todo.
Wallander se había preparado para recibir una reprimenda, pero Hemberg se puso en pie y le indicó que lo siguiese.
Ya en el rellano de la escalera, se detuvo y le advirtió:
—Esta mañana pregunté por ti para informarte de que la inspección del arma estaba lista y que no arrojó otro resultado que el esperado, pero resulta que me dijeron que estabas de baja por enfermedad.
—Sí, me dolía el estómago. Gastroenteritis.
Hemberg lo observó con un destello de ironía en los ojos.
—Pues te has recuperado enseguida —comentó incrédulo—. Y, puesto que pareces encontrarte bastante bien, te quedarás aquí esta noche. Es posible que aprendas algo. No toques ni digas nada. Pero grábalo todo en tu memoria.
A las cuatro de la madrugada, levantaron el cadáver de la mujer. Poco después de la una, Sjunnesson llegó a Arlöv. A Wallander le extrañó que no diese muestras de mayor cansancio, pese a la hora. Hemberg y Stefansson, con la ayuda de un tercer agente, inspeccionaron el apartamento de forma exhaustiva y metódica, abriendo cajones y armarios y recopilando una buena cantidad de documentos que fueron depositando sobre la mesa. Wallander tuvo la oportunidad de escuchar la conversación mantenida entre Hemberg y un forense llamado Jörne. No cabía la menor duda de que la mujer había muerto por estrangulamiento. Además, ya en un primer examen, Jörne halló indicios suficientes como para asegurar que la habían golpeado en la cabeza por detrás. Hemberg le hizo saber que lo que más urgía averiguar era cuánto tiempo llevaba muerta.
—Yo creo que lleva varios días muerta ahí sentada —aventuró Jörne.
—¿Cuántos días?
—No me gustan las adivinanzas, así que ten paciencia y aguarda el resultado de la autopsia.
Una vez concluida la conversación entre Jörne y el inspector, éste se dirigió a Wallander.
—Como es lógico, tú ya sabes por qué tengo tanto interés en conocer la fecha de su muerte.
—Supongo que deseas poder establecer si murió antes o después de Hålén.
Hemberg asintió.
—Así es. En tal caso, tendríamos una explicación plausible de por qué el hombre se quitó la vida. No es raro que los asesinos se suiciden.
Hemberg se sentó en el sofá de la sala de estar mientras Stefansson hablaba con el fotógrafo en el vestíbulo.
—Bueno, al menos hay un dato indiscutible —afirmó Hemberg tras unos minutos de silencio—. La mujer fue asesinada mientras estaba sentada en la silla. Alguien la golpeó en la cabeza por detrás. Hay restos de sangre en el suelo y en el hule de la mesa. Después la estrangularon, lo que nos da algunas premisas.
Hemberg observó a Wallander.
«Está poniéndome a prueba», adivinó el joven agente. «Quiere averiguar si doy la talla».
—Yo creo que eso significa que la mujer conocía a la persona que la mató.
—Exacto. ¿Alguna otra conclusión?
Wallander meditó un instante. ¿No se le estaría escapando algo? Finalmente, negó con la cabeza.
—Tienes que utilizar los ojos —recomendó Hemberg—. ¿Había algún objeto sobre la mesa? ¿Una taza, quizá varias? ¿Cómo iba vestida? Supongamos que conocía a la persona que la mató y, para simplificar las cosas, podemos partir de la base de que era un hombre, pero ¿de qué se te ocurre que podía conocerlo?
Wallander comprendió entonces el razonamiento de Hemberg y lo enojó el hecho de no haber caído él mismo mucho antes.
—Estaba en camisón y bata —observó—. Uno no suele ir vestido así cuando va a recibir una visita.
—¿Qué aspecto tenía su dormitorio?
—La cama estaba sin hacer.
—¿Cuál es la conclusión?
—Podría ser que Alexandra Batista mantuviese una relación con el hombre que la asesinó.
—Ajá. ¿Y además?
—No había tazas sobre la mesa, pero sí unos vasos sin fregar junto a los fogones.
—Los examinaremos —aseguró Hemberg—. ¿Qué habían bebido? ¿Hay huellas dactilares? Un vaso vacío puede revelar muchos datos interesantes.
El inspector se incorporó del sofá con gran esfuerzo y Wallander comprendió que el hombre estaba cansado.
—En otras palabras, conocemos una importante cantidad de detalles —prosiguió—. Puesto que nada indica que el motivo haya sido el robo, trabajaremos en función de la teoría de que el móvil del asesinato es de naturaleza más bien personal.
—Ya, pero eso no explica el incendio en la casa de Hålén —señaló Wallander.
Hemberg lo observó con atención.
—Estás desviándote —le advirtió—. Y lo que debemos hacer es avanzar despacio, con tranquilidad y método. Debemos partir de los datos más fiables. Lo que ignoramos o aquello de lo que no tenemos certeza puede esperar. No puedes componer el rompecabezas mientras la mitad de las piezas estén aún en la caja.
Ya en el vestíbulo, comprobaron que Stefansson había terminado su charla con el fotógrafo y hablaba ahora por teléfono.
—¿Cómo viniste hasta aquí?
—En taxi.
—En ese caso, puedes volver conmigo.
Hemberg guardó silencio durante todo el trayecto de regreso a Malmö. Avanzaban atravesando la niebla y la llovizna hasta que llegaron al edificio en el que vivía Wallander, en Rosengård.
—Ponte en contacto conmigo mañana —ordenó Hemberg—. Si no sigues enfermo de gastroenteritis.
Cuando Wallander entró en su apartamento ya había amanecido y la niebla había empezado a disiparse. Ni siquiera se molestó en quitarse la ropa, sino que se tumbó sobre la cama directamente y no tardó en conciliar el sueño.
El timbre de la puerta lo despertó. Aún adormecido y a trompicones llegó al vestíbulo y abrió la puerta. Allí estaba, para su sorpresa, su hermana Kristina.
—¿Vengo en mal momento?
Wallander negó con un gesto y la invitó a entrar.
—He estado trabajando toda la noche —explicó—. ¿Qué hora es?
—Las siete. Papá y yo nos vamos a Löderup hoy. Y quería verte antes.
Wallander le pidió que preparase una cafetera mientras él se lavaba un poco y se cambiaba de ropa. Se lavó la cara con abundante agua fría y, cuando volvió a la cocina, los estragos de la larga noche pasada habían desaparecido. Kristina lo miró con una sonrisa en el rostro.
—¿Sabes? Eres uno de los pocos hombres que conozco que no lleva el pelo largo —aseguró la muchacha.
—Es que no me sienta bien —aclaró Wallander—. Pero vaya si lo he intentado. Tampoco la barba me sienta bien. Tengo un aspecto horrendo. Mona amenazó con abandonarme nada más verme.
—¿Cómo está?
—Bien.
Wallander sopesó por un instante la posibilidad de contarle lo ocurrido y de revelarle la tregua de silencio que se habían impuesto.
En otro tiempo, cuando ambos vivían en la casa paterna, Kristina y él habían mantenido una relación de proximidad y confianza mutua.
Aun así, Wallander decidió no mencionar el asunto pues, desde que ella se mudó a Estocolmo, el contacto entre ambos hermanos se había vuelto más relajado e irregular.
Wallander se sentó a la mesa y le preguntó cómo le iban las cosas.
—No me va mal.
—Papá dice que estás con alguien que trabaja con riñones.
—Sí, es ingeniero y se ocupa de en la producción de un nuevo aparato de diálisis.
—Bueno, la verdad es que no sé qué es eso exactamente —confesó Wallander—. Pero suena complicado.
Entonces el agente se dio cuenta de que su hermana había ido a visitarlo por un motivo muy particular. De hecho, se le notaba en la cara.
—No sé por qué será pero, cuando tienes algo especial que decirme, siempre lo adivino.
—Verás, es que no comprendo cómo puedes tratar a papá como lo haces.
Wallander se quedó perplejo.
—¿A qué te refieres?
—¿Tú qué crees? No lo ayudas a embalar y ni siquiera te interesa ver su nueva casa de Löderup Además, cuando te lo encuentras por la calle, finges que no lo has visto.
Wallander negó con un gesto.
—¿Eso es lo que te ha dicho?
—Sí. Y está indignado.
—Pues es falso.
—Ya, pero yo no te he visto desde que llegué. Y se muda hoy.
—Entonces, ¿no te ha contado que estuve allí y que fue él quien casi me echó de su casa?
—Pues no, de eso no me ha dicho nada.
—No deberías creerte todo lo que te dice. Al menos, no en lo que tenga que ver conmigo.
—¿Quieres decir que es mentira?
—Todo. Ni siquiera me dijo que había comprado la casa. Ni ha querido enseñármela ni decirme cuánto le costó. Cuando estuve allí para ayudarle a embalar, se me cayó un plato al suelo y se puso de un humor de perros. Y te aseguro que, cuando me lo encuentro por la calle, me paro a saludarlo y a hablar con él. Aunque a veces no parece que esté cuerdo, por las pintas que lleva.
Wallander advirtió que ella no quedaba muy convencida, pero más aún lo enojó el hecho de que intentase decirle cómo tenía que comportarse. Le recordaba a su madre. O a Mona. Y también a Helena, por cierto. Porque, en realidad, él no soportaba a las mujeres quisquillosas que pretendían dictarle el modo en que debía conducirse.
—Ya veo que no me crees, pero deberías hacerlo —le recomendó Wallander—. No olvides que tú vives en Estocolmo mientras que yo lo tengo encima a todas horas. Y eso marca cierta diferencia.
En ese momento, sonó el teléfono. Eran las siete y veinte minutos. Cuando contestó, comprobó que era Helena.
—Te llamé ayer noche.
—Estuve trabajando toda la noche —aclaró Wallander.
—Ya, bueno, como no me contestaba nadie, pensé que el número estaría mal, así que llamé a Mona para preguntarle.
A Wallander casi se le cayó el auricular de las manos.
—¡¿Cómo?!
—Que llamé a Mona para preguntarle tu número.
Wallander comprendió enseguida cuáles serían las consecuencias. Si Helena había llamado a Mona, ésta estallaría en un ataque de celos, lo que no mejoraría la situación.
—¿Sigues ahí? —preguntó la joven.
—Sí, sí —reaccionó Wallander—. Pero es que tengo aquí a mi hermana, que ha venido a visitarme.
—De acuerdo. Yo estoy en el trabajo, así que puedes llamarme cuando quieras.
Wallander colgó el auricular y volvió a la cocina. Kristina lo miró inquisitiva.
—¿Te pasa algo?
—No, pero tengo que ir a trabajar.
Se despidieron en el vestíbulo.
—Deberías confiar en mí —insistió Wallander—. No puedes creerte todo lo que te diga papá. Y dile que iré a verlo en cuanto pueda. Si soy bien recibido en su casa y si alguien puede explicarme dónde está.
—Está a las afueras de Löderup —explicó Kristina—. Primero has de pasar una tienda de comestibles. Después, un sendero flanqueado de sauces y, al final, verás la casa a la izquierda. Uno de los muros da a la calle. Tiene el tejado negro y es muy bonita.
—¡Ah! Pero ¿tú ya has estado allí?
—El camión con la primera carga salió ayer.
—¿Sabes cuánto le ha costado?
—No, no quiere decirlo.
Kristina se marchó y Wallander le dijo adiós con la mano desde la ventana de la cocina. Se obligó a calmar la ira que le provocaban las mentiras de su padre pues, a su juicio, lo que acababa de decirle Helena era aún más grave. La llamó al trabajo, pero, cuando supo que estaba ocupada en otra línea, colgó el auricular con un golpe. Él no solía perder el control sobre sí mismo. Pero, en aquella ocasión, le faltó poco. Llamó de nuevo, transcurridos unos minutos, pero la muchacha seguía ocupada. «Mona querrá poner fin a nuestra relación», concluyó. «Creerá que he vuelto a rondar a Helena. De nada servirán mis explicaciones. No me creerá». Cuando llamó por tercera vez, la joven contestó.
—¿Qué querías?
Ella respondió con voz severa.
—¿Tienes que ser tan antipático? Recuerda que estoy intentando ayudarte.
—¿Tuviste que llamar a Mona?
—Ella sabe que ya no me interesas.
—¿Ah, sí? Tú no conoces a Mona.
—Pues no creas que pienso disculparme por que me haya molestado en averiguar tu número de teléfono.
—En fin, ¿qué querías?
—Estuve hablando con el capitán Verke. No sé si recuerdas que te dije que teníamos a un viejo capitán de marina entre nosotros. Pues bien, tengo sobre el escritorio un montón de fotocopias de las listas de marineros y maquinistas que han trabajado para navieras suecas durante los últimos diez años. Como comprenderás, no son pocos. Por cierto, ¿estás seguro de que sólo sirvió en embarcaciones de bandera sueca?
—La verdad, no estoy seguro de nada —confesó Wallander.
—Bueno, aquí tienes las listas. Puedes recogerlas cuando tengas tiempo. Pero esta tarde estaré en una reunión —advirtió ella.
Wallander le prometió que iría por la mañana y concluyó la conversación. Mientras colgaba el auricular, pensó que debería llamar a Mona y darle una explicación. Sin embargo, al final no se atrevió a hacerlo.
Habían dado ya las ocho menos diez, de modo que comenzó a ponerse la cazadora.
La sola idea de pasar todo un día de patrulla acentuaba su abatimiento.
Estaba a punto de salir del apartamento, cuando el teléfono volvió a sonar.
«Ahí está Mona», concluyó. «Seguro que me llama para mandarme al infierno». Respiró hondo antes de responder.
Pero no era Mona, sino Hemberg.
—¿Qué tal llevas la gastroenteritis?
—Ahora mismo salía para la comisaría.
—Estupendo. Pero ven a mi despacho. Ya he hablado con Lohman. Le he explicado que eres un testigo con el que tenemos que contar, así que hoy no saldrás a hacer la ronda. Además, te ahorrarás la redada en el barrio de los camellos.
—Salgo ahora mismo —respondió Wallander sin más.
—A las diez tenemos una reunión sobre el asesinato en Arlöv. He pensado que podrías asistir.
Concluida la conversación, Wallander miró el reloj y pensó que le daría tiempo de recoger los documentos que lo aguardaban en la oficina de la agencia de transportes. En una de las paredes de la cocina había fijado un horario de autobuses de Rosengård. Si se apresuraba, podría tomar el próximo en un minuto.
Pero, cuando atravesó el portal, se topó con Mona. En realidad, su presencia allí a aquellas horas de la mañana le resultó tan inesperada como lo que sucedió después. En efecto, la joven se le acercó, le propinó una bofetada en la mejilla izquierda, se dio media vuelta y se marchó.
Wallander quedó tan perplejo que no fue capaz de reaccionar. Le ardía la mejilla. Un hombre que estaba abriendo la puerta de su coche lo miró con curiosidad.
Mona había desaparecido, de modo que él empezó a caminar hacia la parada del autobús. La reacción de Mona, tan violenta como imprevisible, le había producido un nudo en el estómago.
Por fin llegó el autobús, que lo conduciría hasta el centro de la ciudad. La niebla se había disipado, pero el cielo aparecía cubierto de nubes y persistía la llovizna matutina. Wallander iba sentado con la mente en blanco. Era como si los sucesos de la noche anterior hubiesen dejado de existir: la mujer muerta en una silla de la cocina formaba parte de un sueño. Lo único real era la bofetada que Mona le había atizado antes de desaparecer sin decir una palabra, sin el menor titubeo.
«Tengo que hablar con ella», resolvió. «Ahora no, claro, pues sigue muy enojada. Pero esta noche, a más tardar».
Se bajó del autobús con la mejilla todavía dolorida. Había sido un buen golpe. Buscó su rostro en la luna de un escaparate y comprobó que la tenía visiblemente enrojecida.
Permaneció de pie unos minutos, sin saber qué hacer. Se le ocurrió que debería hablar con Lars Andersson cuanto antes, para agradecerle su ayuda y explicarle lo sucedido.
Después, se le vino a la mente la casa de Löderup, que aún no había tenido ocasión de ver, y la de su niñez, que había dejado de pertenecer a la familia.
Echó a andar, pues en nada mejoraría la situación quedarse así, estático y pensativo, sobre una acera del centro de Malmö.
Wallander recogió el abultado sobre que Helena le había dejado en la recepción de la agencia.
—Tendría que hablar con ella —advirtió Wallander a la recepcionista.
—Pues está ocupada. Me pidió que te diera esto.
A Wallander no le costó comprender que la joven se había molestado por la conversación telefónica de aquella mañana.
Cuando llegó a la comisaría, eran las nueve y cinco. Se dirigió a su despacho y comprobó con alivio que nadie estaba esperándolo. Una vez más, revisó mentalmente lo que había sucedido aquella mañana y resolvió que, si llamaba a la peluquería, Mona se excusaría diciendo que no tenía tiempo de hablar con él. De modo que no le quedaba otro remedio que aguardar hasta la noche.
Abrió el sobre y quedó atónito ante lo interminable de aquellas listas de nombres y navieras que Helena le había conseguido. Buscó el nombre de Artur Hålén, aunque sin éxito. El más parecido era el de un tal Hale, marinero raso, que había trabajado sobre todo para la naviera Grängesrederiet, y un jefe maquinista de las líneas Johnsonlinjen, llamado Hallen. Wallander apartó el montón de papeles al tiempo que concluía que, de ser completa la lista, era evidente que Hålén había navegado en embarcaciones que no estaban registradas como pertenecientes a la flota mercante sueca. Y, en tal caso, resultaría prácticamente imposible localizar su nombre. De repente, Wallander ya no estaba seguro ni de qué esperaba encontrar o comprobar en aquella lista. Una explicación, pero ¿de qué?
Le había llevado casi tres cuartos de hora repasar todas las listas y, una vez que hubo terminado con ellas, se puso en pie dispuesto a subir a la planta superior. Ya en el pasillo, se topó con su jefe, el inspector Lohman.
—¡Vaya! ¿No estaba esperándote Hemberg?
—Sí, voy para allá.
—¿Puede saberse qué hacías tú en Arlöv?
—Es una larga historia que trataremos en la reunión con Hemberg.
Lohman meneó la cabeza y se apresuró a continuar su camino mientras Wallander se sentía aliviado al no tener que visitar los deprimentes barrios de drogadictos en los que sus colegas tendrían que adentrarse aquel día.
Hemberg hojeaba unos documentos sentado en su despacho. Como de costumbre, tenía los pies sobre el escritorio. Al ver a Wallander en el umbral de la puerta, preguntó al tiempo que le señalaba la mejilla:
—¿Qué te ha pasado?
—Me di un golpe con una puerta —mintió Wallander.
—Eso es precisamente lo que las mujeres maltratadas suelen decir cuando no quieren denunciar a sus maridos —exclamó Hemberg en tono jocoso mientras adoptaba una postura más conveniente.
Wallander se sintió descubierto. Le resultaba cada vez más complicado saber qué pensaba Hemberg. El inspector parecía expresarse en una lengua ambigua cuyo sentido el interlocutor se veía obligado a interpretar.
—Aún seguimos a la espera del resultado definitivo de Jörne —aclaró Hemberg—. Esas cosas llevan su tiempo. Mientras no sepamos la hora exacta en que murió la mujer, no podemos profundizar en la hipótesis de que fue Hålén quien la asesinó antes de marcharse a casa y suicidarse, por miedo o por remordimientos.
Hemberg se puso en pie, con sus papeles bajo el brazo, y Wallander lo siguió hasta la sala de reuniones que había al fondo del pasillo, donde ya aguardaban varios investigadores. Uno de ellos era Stefansson, que observó disgustado a Wallander. Sjunnesson, por su parte, estaba limpiándose las uñas sin molestarse en mirar a nadie. Pero, además, había allí otros dos rostros familiares para Wallander, los de los agentes Hörner y Mattsson. El inspector Hemberg se sentó en uno de los extremos de la mesa y le indicó a Wallander que ocupase una de las sillas vacías.
—¿Acaso van a ayudarnos ahora los de seguridad ciudadana? —preguntó Stefansson irónico—. Parece que no tienen bastante con los malditos manifestantes, ¿no?
—No, no es que los de seguridad ciudadana vayan a prestarnos su ayuda —corrigió Hemberg—. Pero Wallander encontró el cadáver de la mujer de Arlöv. Eso es todo.
Al parecer, el único que desaprobaba la presencia de Wallander en la reunión era Stefansson. El resto de los allí presentes se limitaron a asentir con una sonrisa amable. Wallander supuso que se alegraban de recibir refuerzos. Sjunnesson dejó sobre la mesa el mondadientes con el que había estado limpiándose las uñas, lo que se interpretó, a todas luces, como señal de que Hemberg podía empezar. Wallander tomó nota del metódico y exhaustivo proceder del grupo de investigación. Partieron de los hechos de que disponían, pero se permitían tanteos aventurados en diversas direcciones. ¿Por qué habrían asesinado a Alexandra Batista? ¿Cuál sería la naturaleza de la relación entre ella y Artur Hålén? ¿Habrían pasado por alto alguna otra vía de investigación?
—A propósito de las piedras preciosas halladas en el estómago de Hålén, tengo una valoración de un joyero que las tasó en ciento cincuenta mil coronas —informó Hemberg—. Es decir, un montón de dinero. Hay gente en este país que ha asesinado por mucho menos.
—Sí —convino Sjunnesson—. Hace algunos años, alguien mató a un taxista con una barra de hierro por veintidós coronas.
Hemberg miró a su alrededor.
—¿Y los vecinos? —quiso saber el inspector—. ¿Vieron u oyeron algo?
Mattsson hojeó sus notas antes de informar:
—Nadie vio nada. Batista llevaba una existencia bastante solitaria, salía poco y sólo para hacer la compra, y no recibía visitas.
—Ya, pero, alguien habrá visto llegar a Hålén, ¿no? —objetó Hemberg.
—Pues parece que no. Y los vecinos más próximos dan la impresión de ser ciudadanos suecos normales y corrientes. Es decir, extremadamente curiosos.
—¿Cuándo vieron a Batista por última vez?
—Bueno, la verdad es que la información sobre ese punto es algo contradictoria, pero podemos deducir que fue hace unos días, aunque es imposible saber si son dos o tres.
—¿Sabemos de qué vivía?
En este punto, le llegó el turno a Hörner.
—Al parecer, tenía una renta modesta de origen algo oscuro que le transfería un banco portugués con filiales en Brasil. ¡Mira que me ha costado obtener esta información! En fin, el caso es que no trabajaba. Y, a juzgar por lo que tenía en el armario y en la despensa, tampoco necesitaba mucho para vivir.
—Ya, pero ¿y la casa?
—No tenía préstamos. Su ex marido la había pagado al contado.
—Y ¿dónde está su ex marido?
—En su tumba —intervino Stefansson—. Murió hace unos años y fue inhumado en Karlskoga. Estuve hablando con su viuda, pues había vuelto a casarse. Por desgracia, resultó un tanto embarazoso pues, algo tarde, comprendí que la viuda ignoraba que hubiese habido una tal Alexandra Batista en la vida de su difunto esposo. Lo que sí parece claro es que Batista no tuvo hijos.
—Sí, así son las cosas —atajó Hemberg al tiempo que volvía la mirada a Sjunnesson—. ¿Y vosotros?
—Estamos en ello —aseguró éste—. Hemos detectado varias huellas dactilares en las copas, que habían contenido vino tinto. Vino español, creo yo. Ahora estamos comprobando si tenemos las huellas en los registros y luego veremos también si coinciden con las de Hålén, claro está.
—Bueno, recuerda que podría estar en los registros de la Interpol —señaló Hemberg—. Y ellos suelen tardar en contestar.
—En fin. Yo creo que podemos dar por supuesto que ella dejó entrar al asesino —prosiguió Sjunnesson—. Ni la puerta ni las ventanas presentaban indicios de haber sido forzadas. Es más, parece que el presunto autor del crimen entró con su propia llave. Hemos buscado en el llavero de Hålén, pero ninguna de las suyas era la correcta. La puerta del porche estaba entreabierta, según nuestro amigo Wallander. Puesto que Batista no tenía animales de compañía, podemos suponer que la tenía abierta para que entrase el fresco de la noche. Lo que a su vez implica que Batista ni temía ni esperaba que sucediese nada; o que el autor del crimen escapó por allí y la dejó abierta, pues la parte posterior de la casa está más apartada y es más fácil escabullirse sin ser visto.
—¿Alguna otra pista? —continuó Hemberg.
—Ninguna digna de atención.
Hemberg apartó a un lado los documentos que había esparcidos sobre la mesa.
—Bien, en ese caso, seguiremos adelante —propuso—. Hemos de apremiar a los forenses. Lo mejor que podría pasarnos es que Hålén quedase ligado al crimen, que es lo que yo creo. Pero, en fin, seguiremos hablando con los vecinos e investigando la vida de los implicados.
Entonces, Hemberg se dirigió a Wallander.
—¿Tienes algo que añadir? Después de todo, tú encontraste el cadáver.
Wallander negó con un gesto. Tenía la boca seca y estaba muy nervioso.
—¿Nada de nada?
—No vi nada que no hayáis mencionado ya.
Hemberg tamborileó impaciente con los dedos sobre la mesa antes de resolver:
—Bien, en ese caso, no tenemos por qué seguir aquí. ¿Alguien sabe cuál es el menú de hoy?
—Arenques —dijo Hörner—. Suelen estar bien.
Hemberg le pidió a Wallander que lo acompañase a almorzar, pero este rechazó el ofrecimiento: había perdido el apetito por completo y sentía que necesitaba estar solo para reflexionar. Fue al despacho por su cazadora y, a través de la ventana, comprobó que la fina lluvia había cesado. A punto estaba de abandonar la sala cuando apareció uno de sus colegas de seguridad ciudadana. El compañero arrojó sobre la mesa la gorra del uniforme.
—¡Joder! —exclamó al tiempo que se dejaba caer sobre una silla.
El agente se llamaba Jörgen Berglund y había crecido en una finca a las afueras de Landskrona. A Wallander le costaba a veces comprender su dialecto.
—Hemos estado haciendo limpieza en dos de los barrios de la droga —aclaró—. En uno de ellos encontramos a dos niñas adolescentes que llevaban semanas desaparecidas de sus hogares. Una olía tan mal, que tuvimos que taparnos la nariz para sacarla de allí. La otra le dio a Persson un mordisco en la pierna cuando se disponía a llevárselas de aquel lugar inmundo. ¿Qué coño está pasando en este país? Y ¿por qué no has venido con nosotros?
—Hemberg me llamó a su despacho —explicó Wallander—. En cuanto a la cuestión de qué está ocurriendo en Suecia, no sé qué responder.
Dicho esto, tomó su cazadora y abandonó la sala. Al llegar a la recepción, lo llamó una de las chicas de la centralita.
—Te han dejado un mensaje —advirtió la joven a la vez que, a través de la ventanilla, le tendía un trozo de papel con un número de teléfono.
—¿Y esto? —inquirió Wallander.
—Llamó alguien que dijo ser pariente lejano tuyo. También dijo que era posible que no te acordases de él.
—¿No te dio su nombre?
—No, pero parecía mayor.
Wallander observó el número de teléfono, cuyo prefijo era cero cuatro once. «No es posible», se dijo. «Mi padre no puede haber llamado aquí presentándose como un pariente lejano al que tal vez yo no recuerde…».
—¿Dónde está Löderup? —le preguntó a la recepcionista.
—Yo creo que pertenece al distrito policial de Ystad.
—No es eso lo que quiero saber, sino el prefijo de la zona.
—El de Ystad.
Wallander se guardó la nota en el bolsillo y se marchó. Si hubiese tenido coche, habría ido a Löderup sin pensárselo dos veces, tan sólo para preguntarle a su padre qué pretendía con su llamada y su mensaje. Y, una vez obtenida la respuesta, él le diría lo que pensaba y le advertiría que, a partir de aquel momento, podía dar por terminado todo contacto entre ellos, que se habían acabado las visitas, las partidas de póquer y las llamadas telefónicas. Asimismo, le prometería asistir al entierro, que confiaba no se hiciera esperar demasiado. Eso era todo.
El agente fue caminando por la calle de Fiskehamnsgatan. Después, giró hacia la de Slottsgatan y continuó hasta el parque de Kungsparken. «En realidad, son dos los problemas que tengo», se dijo. «El mayor y más importante es Mona. El otro es mi padre. Y ambos requieren una solución inmediata».
Sentado en un banco del parque, se puso a contemplar unos gorriones que se refrescaban en un charco. Un hombre borracho dormía detrás de unos arbustos. «En realidad, debería despertarlo y sentarlo en el banco o hacer que lo ingresaran hasta que haya dormido la mona. Pero, en estos momentos, no me importa lo más mínimo que se quede donde está».
Se levantó del banco y prosiguió su paseo, que, tras atravesar el parque, lo llevó a la calle de Regementsgatan. Seguía sin tener apetito, pero se detuvo ante un quiosco de perritos calientes que había en la plaza de Gustav Adolf y se compró uno antes de regresar a la comisaría.
Era ya la una y media. Hemberg estaba ocupado y él no sabía qué tenía que hacer. En realidad, debería hablar con Lohman para averiguar qué se esperaba que hiciese el resto del día, pero, en lugar de acudir á su superior, se puso a revisar de nuevo las listas que Helena le había proporcionado. Ojeó los nombres una vez más intentando recrear mentalmente sus rostros y sus vidas. Marinos, maquinistas… En uno de los márgenes aparecían anotadas las fechas de nacimiento de cada uno. De nuevo dejó los papeles a un lado. Desde el pasillo se oyó algo parecido a una carcajada.
Wallander empezó a pensar en Hålén, aquel vecino suyo que hacía quinielas, que hizo instalar una nueva cerradura de seguridad en su puerta y que se quitó la vida de un disparo. Todo parecía indicar que la teoría de Hemberg podría probarse como cierta: por alguna razón, Hålén había asesinado a Alexandra Batista antes de suicidarse.
Wallander no ahondó más en ello. La teoría de Hemberg era tan lógica como obvia. Y sin embargo, a Wallander se le antojaba que carecía de sustancia. El envoltorio tenía sentido, pero ¿y el contenido? Este era, en su opinión, bastante impreciso, por no hablar de lo poco que se correspondía con la imagen que él tenía de su vecino, en el que Wallander jamás había detectado rasgo alguno de apasionamiento o de violencia. Cierto que hasta las personas más reservadas podían estallar en arrebatos de furia y violencia cuando se veían expuestas a circunstancias extremas. Pero ¿era lógico pensar que Hålén hubiese asesinado a la mujer con la que, al parecer, mantenía una relación?
«Aquí falta algo», resolvió Wallander. «El interior del envoltorio está vacío».
Se esforzó por profundizar en el asunto sin avanzar lo más mínimo. Abstraído, comenzó a ojear de nuevo las listas que tenía sobre la mesa y, sin saber exactamente por qué, se centró en las fechas de nacimiento que aparecían en el margen derecho. ¿Qué edad tenía Hålén? Recordaba que había nacido en 1898, pero no conocía los detalles. Wallander llamó a la centralita y pidió que lo pusiesen con Stefansson. El agente contestó enseguida.
—Soy Wallander. Me preguntaba si tienes a mano la fecha de nacimiento de Hålén.
—¿Qué quieres? ¿Felicitarlo por su cumpleaños?
«No le caigo bien», concluyó Wallander. «Pero ya le demostraré, en su momento, que yo soy mucho mejor investigador que él».
—Hemberg me pidió que comprobase unos datos —mintió Wallander.
Stefansson dejó el auricular sobre la mesa y Wallander oyó que hojeaba unos papeles.
—El 17 de septiembre de 1898. ¿Algo más? —inquirió Stefansson.
—No, eso es todo —repuso Wallander antes de colgar.
Ya en poder del detalle que necesitaba, tomó de nuevo las listas.
En el tercer folio, halló lo que había estado buscando aun sin ser consciente de ello. Un maquinista nacido el 17 de septiembre de 1898, llamado Anders Hansson. «Las mismas iniciales que Artur Hålén», se dijo.
Revisó el resto de los folios, para asegurarse de que no había nadie más nacido en la misma fecha. El más próximo era un marinero nacido el 19 de septiembre de 1901. Tomó la guía telefónica y marcó el número del censo parroquial. Puesto que Hålén vivía en el mismo edificio que él, debía de estar empadronado en la misma zona. Aguardó, mientras pensaba que bien podía seguir diciendo que era ayudante de homicidios, hasta que oyó la voz de una mujer.
—Mi nombre es Kurt Wallander, del grupo de homicidios —comenzó—. Llamo por un fallecimiento que tuvo lugar hace unos días.
Tras haberle proporcionado el nombre, la dirección y la fecha de nacimiento de Hålén, la mujer le preguntó:
—Bien, ¿y qué es lo que deseas saber?
—Si hay algún indicio de que Hålén haya tenido otro nombre con anterioridad.
—Es decir, si se cambió el apellido.
«¡Joder! Es cierto, la gente cambia de apellido, no de nombre», se lamentó.
—A ver, voy a mirar —aseguró la empleada.
«Me he precipitado», se recriminó. «Debería pensármelo mejor antes de actuar».
Sopesó la posibilidad de colgar, simplemente. Pero la mujer quizá pensase que se había cortado la comunicación y tal vez decidiese llagar a la comisaría y preguntar por él, de modo que aguardó un buen rato, hasta que ella volvió a ponerse al teléfono.
—Ya está. Precisamente, estamos registrando el fallecimiento. Por eso me ha llevado tanto tiempo. Pero tenías[4] razón.
Wallander dio un respingo en la silla.
—Antes se llamaba Hansson. El cambio de nombre se produjo en 1962.
«¡Correcto! Pero erróneo al mismo tiempo, claro», se dijo.
—Y el nombre de pila, ¿cuál es?
—Anders.
—Pero ¿no era Artur?
La respuesta lo sorprendió.
—Sí, también. Sus padres debían de tener debilidad por los nombres compuestos; o quizá les costó ponerse de acuerdo, porque se llamaba Erik Anders Artur Hansson.
Wallander contuvo la respiración.
—Bien, pues muchas gracias por tu ayuda —dijo a modo de despedida.
Una vez hubo concluido, sintió un deseo irrefrenable de ponerse en contacto con Hemberg. Pero permaneció sentado en la silla sin poder calibrar con exactitud el valor de su descubrimiento. «Seguiré esta pista yo solo. Si no conduce a ninguna parte, nadie tiene por qué enterarse», decidió.
Wallander tomó un bloc escolar y comenzó a componer una síntesis de la situación. ¿Qué era lo que sabía? Artur Hålén se había cambiado el nombre hacía siete años. Linnea Almqvist, la señora del piso de arriba, le había comentado en alguna ocasión que Hålén se había mudado a principios de los sesenta, lo cual encajaba.
Wallander quedó así reflexivo, con el lápiz en la mano. Entonces, llamó de nuevo a la oficina del censo, donde respondió la misma mujer.
—Disculpa, olvidé hacerte otra pregunta. También necesitaba saber la fecha en que Hålén se mudó a Rosengård.
—Ah, sí, te refieres a Hansson, ¿no? Voy a mirarlo.
En esta ocasión, la cosa fue mucho más rápida.
—Está registrado desde el 1 de enero de 1962.
—¿Dónde vivía antes?
—Eso no lo sé.
—Pues yo pensaba que esa información figuraría en su ficha.
—Sí, pero él estuvo inscrito en el extranjero, aunque no dice dónde.
—Bien, en ese caso, creo que no hay nada más. Te prometo que no volveré a molestar.
Regresó a su bloc, donde anotó: «Hansson se trasladó a Malmö, desde un país extranjero por ahora desconocido, en 1962, fecha en la que también cambió de nombre. Unos años después, inició una relación con una mujer vecina de Arlöv. Ignoro si se conocían de hacía tiempo. Transcurridos unos años, ella resulta asesinada y Hålén se suicida, aunque aún no está claro el orden cronológico de estos sucesos. Pero Hålén se pega un tiro después de haber rellenado una quiniela, de haber instalado una cerradura extra en su puerta y de haberse tragado una serie de piedras preciosas de gran valor».
Wallander hizo una mueca, insatisfecho como estaba ante la circunstancia de no hallar ningún punto de partida indiscutible. «¿Por qué se cambian las personas el nombre?», se preguntó. «¿Para desaparecer en cierto sentido? O para que no las localice nadie; para que nadie sepa quiénes son o quiénes han sido».
«Quiénes son o quiénes han sido».
Wallander reflexionó unos instantes. Nadie conocía a Hålén, que había sido un lobo solitario, pero tal vez alguien hubiese conocido a un tal Anders Hansson. La cuestión era cómo encontrar a esas personas.
En ese instante, recordó un incidente sucedido el año anterior y que bien podía conducirlo a atisbar una respuesta. En efecto, un día se produjo una pelea en la terminal de hidroaviones entre varias personas ebrias. Wallander había intervenido y colaborado en poner fin a la escaramuza. Uno de los implicados era un marino danés llamado Holger Jespersen. El danés, según Wallander comprendió, se había visto envuelto en el enfrentamiento de forma involuntaria, circunstancia que adujo como atenuante ante su superior. Wallander insistió reiteradamente en el hecho de que Jespersen no había hecho nada, de modo que, finalmente, cuando se llevaron a los demás, él quedó libre. Wallander no tardó en olvidar el suceso.
Sin embargo, pocas semanas más tarde, Jespersen se presentó de improviso ante su puerta en Rosengård para regalarle una botella de aguardiente danés como muestra de agradecimiento por su intervención. Wallander nunca supo cómo lo había localizado el marino danés, al que invitó a pasar. Jespersen le confesó que, de vez en cuando, tenía problemas con el alcohol. En los periodos de sobriedad, solía trabajar en distintas embarcaciones como maquinista. El danés resultó ser un buen narrador que, además, parecía conocer a todos y cada uno de los marinos nórdicos que habían vivido durante los últimos cincuenta años. Asimismo, le contó que solía pasar las noches en un bar llamado Nyhavn. Cuando estaba sobrio, bebía café. Cuando no, cerveza. Pero siempre en el mismo lugar, a menos que se encontrase en alta mar.
A Wallander se le ocurrió pensar en Jespersen, convencido de que él sabría orientarlo o, al menos, aconsejarlo acerca de cómo hallar la información que buscaba.
El agente tomó una determinación. Con un poco de suerte, Jespersen se encontraría en Copenhague y confiaba en que no estuviese inmerso en uno de sus periodos de borrachera. Aún no habían dado las tres, de modo que dedicaría el resto del día a emprender su viaje de ida y vuelta a la capital danesa. Al fin y al cabo, nadie parecía echarlo de menos en la comisaría. Sin embargo, antes de cruzar el estrecho, debía superar la prueba de una llamada telefónica que tenía pendiente. Se sentía como si la decisión de viajar a Copenhague le hubiese conferido la confianza necesaria. Así, marcó el número de la peluquería en la que trabajaba Mona.
La mujer que atendió la llamada respondía al nombre de Karin y era la propietaria de la peluquería de señoras. Wallander la había visto en varias ocasiones y le parecía una mujer entrometida y curiosa, aunque Mona consideraba que era una buena jefa. El agente se presentó y le pidió que le transmitiese a Mona un mensaje.
—Puedes hablar con ella tú mismo —aseguró Karin—. Ahora mismo todas las señoras están en los secadores.
—Bueno, es que estoy en una reunión de investigación —se excusó Wallander fingiendo estar ocupado—. Sólo dile que la llamaré esta noche a las diez, a más tardar.
Karin le prometió que así lo haría.
Una vez hubo colgado el auricular, Wallander notó que la corta conversación lo había hecho transpirar copiosamente, aunque se sentía satisfecho de haberse atrevido a llamar.
Abandonó entonces la comisaría y llegó justo a tiempo de tomar el transbordador de las tres. Él solía ir a Copenhague antes, casi siempre solo, últimamente con Mona en alguna que otra ocasión. Le gustaba mucho aquella ciudad, mucho mayor que Malmö, donde acostumbraba acudir al teatro Det Kongelige, para ver alguna representación operística.
En realidad, no le gustaban los hidroaviones, pues el viaje solía ser demasiado rápido. Los antiguos transbordadores le brindaban una sensación más clara de que, en efecto, existía la distancia entre Suecia y Dinamarca y de que, cuando atravesaba el estrecho, viajaba, de hecho al extranjero. Mientras se tomaba un café, miraba por la ventana desde su asiento. «Llegará el día en que construyan un puente que una ambos extremos», auguró para sí. «Con un poco de suerte, yo me libraré de verlo».
Cuando arribó a Copenhague, la fina lluvia había empezado a caer de nuevo. La embarcación atracó en el puerto de Nyhavn. Jespersen le había explicado dónde se encontraba su garito, y por lo tanto no le costó encontrarlo. Cuando, a las cuatro menos cuarto, accedió al penumbroso interior del local, lo hizo presa de una gran excitación. Miró a su alrededor en la tenue luz del establecimiento cuyas mesas ocupaban algunos clientes dispersos que bebían cerveza.
Se oía la música procedente de un aparato de radio o tal vez de un tocadiscos. Una voz de mujer les hacía llegar una melodía danesa bastante sensiblera. Pero Wallander no vio a Jespersen en ninguna de las mesas. Detrás de la barra, un camarero hacía el crucigrama de un periódico que tenía extendido sobre el mostrador. Cuando Wallander se le acercó, alzó la vista.
—Una cerveza —pidió Wallander.
El hombre le sirvió una Tuborg.
—Estoy buscando a Jespersen —aclaró entonces Wallander.
—¿A Holger? Pues no vendrá hasta dentro de una hora más o menos.
—O sea, que no está trabajando, ¿no?
El camarero sonrió.
—En ese caso, no te habría dicho que llegará dentro de una hora. No suele aparecer por aquí hasta las cinco.
Wallander se sentó junto a una de las mesas dispuesto a esperar. La melodramática voz femenina había sido sustituida por otra masculina, aunque de la misma naturaleza. Si Jespersen se presentaba sobre las cinco, Wallander no tendría el menor problema en estar de vuelta en Malmö a tiempo para llamar a Mona. Trató de pensar en lo que le diría. Pero a la bofetada no haría la menor referencia. Le explicaría por qué se había puesto en contacto con Helena y no se rendiría hasta conseguir que ella lo creyese.
Un hombre se había dormido sobre una de las mesas y el camarero seguía entregado a su crucigrama. El tiempo transcurría despacio. De vez en cuando, la puerta se abría permitiendo a los parroquianos atisbar la luz del día. La gente salía y entraba. Wallander comprobó en su reloj que eran las cinco menos diez. Y Jespersen seguía sin aparecer. Empezaba a sentirse hambriento, de modo que pidió una salchicha y otra Tuborg. Le dio la sensación de que el camarero seguía buscando la misma palabra que cuando él entró en el bar, hacía ya una hora.
Dieron las cinco, pero Jespersen no llegaba. «No vendrá», resolvió el agente. «Seguro que hoy precisamente ha vuelto a las andadas y está bebiendo otra vez».
En ese momento, entraron dos mujeres, una de las cuales se sentó una mesa tras haber pedido un vasito de licor. La otra se dirigió hacia la barra y se colocó tras el mostrador. Entonces, el camarero dejó el crucigrama y se puso a comprobar las botellas que había en las estanterías. Wallander dedujo que la mujer trabajaba allí. A las cinco y veinte, Jespersen entró en el local, con una cazadora vaquera y una visera. El hombre se fue derecho hacia la barra al tiempo que saludaba. El camarero le puso enseguida una taza de café y señaló hacia la mesa que ocupaba Wallander. Con la taza de café en la mano, Jespersen sonrió al reconocerlo.
—¡Vaya visita inesperada! —dijo en un sueco con marcado acento extranjero—. ¡Un empleado de la policía sueca en Copenhague!
—Un empleado no, un agente —corrigió Wallander—. O mejor, un investigador del grupo de homicidios.
—¿Y no es todo la misma mierda?
Jespersen lanzó una risotada y puso cuatro terrones de azúcar en el café.
—Bueno, sea lo que sea, no está mal recibir visitas —comentó Jespersen—. Yo conozco a todos los que vienen por aquí. Sé lo que van a pedir de beber y lo que van a decir. Y ellos también lo saben todo de mí. A veces me pregunto por qué no iré a otro bar. Pero creo que no me atrevo.
—¿Y por qué no?
—Pues…, a lo mejor alguien dice algo que no quiero oír.
Wallander no estaba seguro de haber comprendido la razón de Jespersen. Su mezcla de sueco y danés era bastante confusa y, además, aquel hombre podía resultar muy vago en sus apreciaciones.
—He venido a verte porque creo que podrías ayudarme —explicó Wallander sin más preámbulo.
—Bueno, a cualquier otro empleado de la policía lo habría mandado al infierno —aseguró Jespersen en tono jocoso—. Pero contigo es distinto. ¿Qué es lo que quieres saber?
Wallander le refirió brevemente lo sucedido.
—Un marino que se llama tanto Anders Hansson como Artur Hålén, que trabajó de simple marinero y de maquinista —concluyó el agente.
—¿En qué compañía?
—Salen.
Jespersen negó despacio con la cabeza.
—Habría oído hablar de ello. El que la gente se cambie de nombre no pasa todos los días.
Wallander se esforzó por ofrecerle una descripción de Hålén mientras rememoraba las fotografías que había visto en los registros de las compañías navieras. Pensó que las personas cambiaban y que tal vez Hålén hubiese modificado su aspecto cuando se cambió el nombre.
—¿No puedes decirme nada más? —inquirió Jespersen—. Dices que era marino y maquinista. Ésa es una combinación poco frecuente, claro. Pero ¿por qué puertos andaba y en qué tipo de embarcación?
—Creo que estuvo en Brasil muchas veces —repuso Wallander vacilante—. En Río de Janeiro, claro, pero también en un lugar llamado Sao Luis.
—Es decir, en el norte de Brasil —precisó Jespersen—. Yo estuve allí una vez. Estaba en régimen abierto, podía salir y entrar cuando quería y vivía de primera en un hotel que se llamaba Casa Grande.
—Ya, bueno. El caso es que no tengo mucho más que contarte sobre él —se lamentó Wallander.
Jespersen lo observó al tiempo que añadía otro terrón de azúcar a su café.
—¿Y lo que quieres saber es si alguien conocía a Anders Hansson o a Artur Hålén?
Wallander asintió.
—Bien, entonces no podemos hacer nada, por el momento —observó Jespersen—. Pero preguntaré por ahí, aquí y en Malmö. Ahora creo que lo mejor será que vayamos a comer.
Wallander miró el reloj y comprobó que eran las cinco y media. No tenía por qué apresurarse. Si tomaba el hidroavión de las nueve de vuelta a Malmö, tendría tiempo de llegar a casa y llamar a Mona a buena hora. Por otro lado, seguía hambriento, pues la salchicha no había saciado del todo su apetito.
—¡Mejillones! —exclamó Jespersen—. Vamos a comer mejillones a la taberna de Anne-Birte.
Wallander pagó su consumición y, puesto que Jespersen ya había salido, tuvo que pagar también su café.
La taberna de Anne-Birte se encontraba en la parte baja del puerto de Nyhavn. Puesto que aún era temprano, no les costó conseguir una mesa. En realidad, un plato de mejillones no era precisamente lo que Wallander deseaba, pero Jespersen había decidido que eso sería lo que comerían. El agente siguió con la cerveza, mientras que su acompañante pidió agua de color amarillo chillón, con sabor a cítricos.
—Ahora no bebo —aseguró—. Aunque empezaré dentro de unas semanas.
Jespersen aderezó la comida con muchas y bien narradas historias de sus años en alta mar hasta que, poco después de las ocho y media, dieron por finalizada la cena.
Wallander se sintió preocupado ante la eventualidad de no tener el dinero suficiente para pagar la cuenta, puesto que Jespersen dio por sentado que él lo invitaría. Pero comprobó con alivio que sí le alcanzaba.
Ya a la salida de la taberna, se despidieron.
—Veré qué consigo y te llamaré en cuanto sepa algo —prometió Jespersen.
Wallander bajó hasta los transbordadores y se puso en cola. A las nueve en punto, soltaron las amarras. Wallander cerró los ojos y no tardó en caer vencido por el sueño.
El profundo silencio que lo rodeaba lo despertó. En efecto, los motores de la embarcación se habían detenido. Intrigado, miró a su alrededor. Dedujo que se encontraban más o menos a medio camino entre Dinamarca y Suecia. De pronto, se oyó por megafonía la voz del capitán que comunicaba que se había detectado un fallo en la sala de máquinas de la embarcación, y que ésta debería ser transportada de nuevo hasta Copenhague. Wallander salió volando de su asiento y se dirigió a una de las azafatas para preguntarle si había teléfono a bordo. La respuesta fue negativa.
—¿Y cuándo llegaremos a Copenhague? —inquirió nervioso.
—Me temo que tardaremos varias horas. Pero les ofreceremos unos bocadillos y bebida durante el trayecto.
—Ya, pero yo no quiero un bocadillo —replicó Wallander—. Lo que yo quiero es un teléfono.
En cualquier caso, nadie pudo proporcionarle uno. Se dirigió entonces a un segundo de a bordo que con seca parquedad le explicó que la comunicación por radio no podía utilizarse para conversaciones privadas cuando la embarcación se encontraba en situación de emergencia.
Wallander volvió, pues, a ocupar su asiento.
«Mona jamás me creerá», resolvió. «Un transbordador que se avería a mitad de trayecto… Será demasiado. Y nuestra relación también terminará por estropearse».
Wallander llegó a Malmö hacia las dos y media de la madrugada. No habían arribado al puerto de Copenhague hasta pasada la medianoche y, para aquella hora, él había abandonado ya la idea de llamar a Mona. Cuando puso el pie en tierra sueca, empezó a llover de forma torrencial. Pero no tenía dinero suficiente para tomar un taxi, de modo que se vio obligado a ir a pie hasta Rosengård. Y acababa de atravesar la puerta de su apartamento cuando sintió unas náuseas repentinas. Después de vomitar, le subió la fiebre.
«Han sido los mejillones», concluyó. «¡No, si al final habré pillado una gastroenteritis de verdad!».
El resto de la noche transcurrió en un incesante ir y venir de la cama al baño. Por extraño que pudiera parecer, recordó que no había llegado a llamar para dar explicaciones sobre su estado de salud, de modo que, a todos los efectos, seguía faltando por enfermedad. Logró conciliar el sueño hacia el amanecer y pudo descansar durante varias horas pero, a eso de las nueve, tuvo que retomar las carreras hasta el baño. La idea de llamar a Mona entre diarreas y vomitonas se le hacía insoportable. Aunque, en el mejor de los casos, ella comprobaría que había una justificación, pues estaba enfermo. Pero el teléfono no sonaba y nadie se acordó de llamarlo en todo el día.
A la caída de la noche, empezó a sentirse algo mejor, pero estaba tan agotado que no reunió fuerzas para prepararse otra cosa que una taza de té. Antes de conseguir dormirse de nuevo, acertó a pensar en cómo se encontraría Jespersen. En su fuero interno, deseaba que estuviese tan enfermo como él, puesto que había sido el danés quien tanto había insistido en que cenasen mejillones.
Al día siguiente, intentó comerse un huevo pasado por agua para desayunar; pero aquello no resultó más que en una nueva carrera precipitada hacia el cuarto de baño. Así pues, pasó el resto del día tumbado en la cama y, poco a poco, su estómago empezó a mejorar.
Poco antes de las cinco de la tarde, sonó el teléfono. Era Hemberg.
—He estado buscándote —le advirtió.
—Estoy en cama, enfermo —se excusó Wallander.
—¿Gastroenteritis?
—Mejillones, más bien.
—¡Claro, es que hay que estar loco para comer mejillones!
—Pues yo me los comí. Y me salió caro.
Hemberg cambió de tema de inmediato.
—Llamaba para informarte de que Jörne ya está listo —aclaró—. Y estábamos equivocados. Hålén se quitó la vida antes de que Alexandra Batista fuese estrangulada. Lo que significa que hemos de darle un giro a la investigación y que el asesino nos es desconocido.
—Tal vez sea una coincidencia, ¿no crees? —sugirió Wallander.
—¿Qué Batista fuese hallada muerta y que Hålén se pegase un tiro con el estómago lleno de piedras preciosas? Eso puedes contárselo a otro. Lo que aquí nos falta es un eslabón de la cadena. En un intento de simplificar un poco, podemos decir que el drama surgido entre dos personas se ha transformado, de improviso, en un triángulo.
Wallander sintió deseos de revelarle a Hemberg lo que había averiguado acerca del cambio de nombre de Hålén, pero otra vez le sobrevinieron las ganas de vomitar. De modo que pidió disculpas y permiso para concluir la conversación.
—Bien, pero si te encuentras mejor mañana, ven a mi despacho —ordenó el inspector—. No olvides beber líquido abundante. Es lo único que ayuda.
Tras haber concluido la conversación de forma abrupta y haber hecho otra visita al baño, volvió a tumbarse en la cama. Pasó la tarde y la noche entre las fronteras del sueño, la vigilia y el duermevela. El estómago parecía haberse calmado, pero aún estaba muy débil. Soñó con Mona y recordó las palabras de Hemberg. Pero no tenía fuerzas ni para actuar ni para pensar en profundidad.
A la mañana siguiente, se sentía mucho más recuperado. Se preparó algo de pan tostado y se tomó un café bastante flojo; pero el estómago no reaccionó. Aireó el apartamento, que había empezado a oler mal. Las nubes se habían esfumado del cielo con su amenaza de lluvia y la temperatura había subido. Hacia la hora del almuerzo, llamó a la peluquería de señoras y, también en esta ocasión, fue Karin quien respondió al teléfono.
—¿Podrías decirle a Mona que he estado enfermo y que la llamaré esta tarde? —preguntó.
—Sí, claro, se lo diré.
Wallander no supo determinar si en el tono de voz de la jefa había o no un eco de sarcasmo. En realidad, no creía que Mona se pasase los días hablando de su vida privada o, al menos, así lo esperaba.
A eso de la una, se preparó para acudir a la comisaría, pero, para mayor seguridad, llamó antes con la intención de comprobar que Hemberg estaba allí. Tras varios intentos fallidos de localizarlo o, al menos, de saber dónde se encontraba, lo dejó por imposible y decidió ir a hacer la compra y dedicar el resto de la tarde a prepararse para la delicada conversación que debía mantener con Mona.
Se preparó una sopa para la cena y, después, se tumbó en el sofá a ver la televisión. Poco después de las siete, llamaron a la puerta. «Seguro que es Mona», se dijo. «Habrá comprendido que, verdaderamente, me pasa algo y por eso ha venido a verme».
Pero, cuando abrió la puerta, no fue a la muchacha, sino a Jespersen a quien vio.
—¡Jodidos mejillones! —exclamó Wallander enojado—. Llevo enfermo cuarenta y ocho horas.
Jespersen lo miró inquisitivo.
—Pues yo no noté nada. Seguro que aquellos mejillones estaban estupendamente.
Wallander resolvió que era absurdo seguir hablando de la cena e invitó a Jespersen a pasar dentro, hasta la cocina, donde tomaron asiento.
—Oye, aquí huele raro, ¿no?
—Es lo normal cuando la persona que vive aquí se ha pasado casi cuarenta y ocho horas en el baño.
Jespersen meneó la cabeza.
—Tiene que haber sido otra cosa —insistió el danés—. Me niego a creer que sea culpa de los mejillones de Anne-Birte.
—Ya, bueno. Puesto que has venido hasta aquí, debo suponer que tienes algo que contarme —atajó Wallander.
—Me apetecería un poco de café —sugirió Jespersen.
—Lo siento, se me ha terminado. Además, no sabía que ibas a venir.
Jespersen asintió. No parecía ofendido.
—En fin, seguro que a uno puede dolerle la tripa con los mejillones, pero ¿me equivoco si te digo que hay alguna otra cosa que te trae de cabeza en estos momentos? —aventuró Jespersen.
Wallander quedó atónito. El marino había vislumbrado su más honda preocupación, aquello que constituía el doloroso núcleo ocupado por Mona.
—Puede que tengas razón —admitió Wallander—. Pero, de todos modos, es algo de lo que no quiero hablar ahora.
Jespersen hizo un gesto con la mano en señal de que no deseaba instarlo a que le revelase sus secretos.
—Bien, se supone, pues, que tienes algo que contarme; de lo contrario no habrías venido hasta aquí —insistió Wallander.
—¿Te he comentado alguna vez hasta qué punto respeto yo a vuestro presidente, el señor Palme?
—No es presidente. Ni siquiera es primer ministro todavía. Además, me figuro que no has venido hasta aquí para decirme esto solamente.
—Ya, bueno, pero es algo que creo que debo decir —reiteró Jespersen—. De todos modos, tienes razón. Son otros los motivos que me han traído aquí. Si uno vive en Copenhague, no viaja a Malmö a menos que tenga algún asunto que resolver aquí. No sé si me explico.
Wallander asintió impaciente. Jespersen podía resultar un hombre muy enrevesado. Salvo cuando narraba historias acerca de su vida en alta mar: entonces era un maestro.
—Bueno, verás. Estuve hablando con algunos amigos de Copenhague —comenzó Jespersen—. Pero no obtuve ningún resultado. De modo que vine a Malmö. Y entonces la cosa fue bastante mejor. Quedé para charlar con un viejo electricista que ha estado recorriendo los mares del mundo durante mil años con sus cables. Se llama Ljungström y ahora vive en una residencia de ancianos. Aunque ya no recuerdo el nombre del lugar donde vivía antes. El caso es que apenas si puede mantenerse en pie, pero su memoria es impecable.
—¿Y qué te dijo?
—Nada. Pero me sugirió que mantuviese una charla con un tipo de Frihamnen. Y, cuando lo encontré y le pregunté por Hansson y por Hålén, me dijo que «vaya coñazo de tráfico que había tras aquellos dos nombres».
—¿Qué quiso decir con eso?
—¿Y tú qué crees? Tú eres policía y se supone que debes comprender lo que la gente normal y corriente no entiende.
—A ver, ¿qué dijo exactamente?
—Pues eso, que «vaya coñazo de tráfico que había tras aquellos dos nombres».
Entonces Wallander comprendió.
—En otras palabras, alguien más había estado preguntando por ellos; o por él, más bien, ¿no es cierto?
—Yes!
—Ya, pero ¿quién?
—No sabía el nombre, pero aseguró que el tipo no tenía muy buena pinta. A ver, para que me entiendas, iba sin afeitar, mal vestido y no estaba sobrio.
—¿Cuándo sucedió eso?
—Hace un mes, más o menos.
«Sí, por la fecha en que Hålén hizo que le instalaran la cerradura de seguridad», recordó Wallander.
—¿Y dices que no sabía cómo se llamaba el hombre? Claro que podré hablar con el tipo de Frihamnen, ¿no? Ése sí que tendrá un nombre…
—Verás, es que no quiere hablar con la policía.
—¿Y eso por qué?
Jespersen se encogió de hombros.
—Ya sabes lo que suele suceder en los puertos: una caja de alcohol que se cae y se rompe, algún que otro saco de café que nadie sabe adonde ha ido a parar…
Wallander había oído hablar de aquello.
—En fin. El caso es que yo seguí hablando con unos y otros —continuó Jespersen—. O mucho me equivoco, o hay una buena pandilla de maleantes que suelen verse y compartir unas botellas en ese parque que hay en el centro. No me acuerdo del nombre, pero empezaba por pe, ¿no?
—Sí, Pildammsparken.
—Eso es. Y el que preguntó por Hålén, o por Hansson, no sé, parece que tenía un párpado cerrado.
—¡Aja! ¿De qué ojo?
—Si lo encuentras, ya lo verás.
—Entonces, había preguntado por Hålén o por Hansson hace poco más de un mes, ¿no es así? Y suele andar por el parque de Pildammsparken.
—Pues sí. Pero yo pensaba que podríamos ir juntos a buscarlo, antes de volver a Copenhague —propuso Jespersen—. Además, podemos tomarnos un café por el camino, ¿te parece?
Wallander miró el reloj. Eran ya las siete y media.
—Esta noche no puedo. Tengo una cita.
—Bueno, entonces creo que me voy para Copenhague. Hablaré con Anne-Birte de sus mejillones.
—Déjalo. También pudo ser otra cosa.
—Eso es precisamente lo que pensaba decirle.
Salieron al vestíbulo para despedirse.
—Gracias por venir y por ayudarme con este asunto.
—No, soy yo quien te está agradecido —objetó el danés—. De no haber sido por ti, el día en que aquellos tipos se enzarzaron en semejante bronca, a mí me habrían multado y habría tenido un montón de problemas.
—Hasta pronto —se despidió Wallander—. Pero nada de mejillones la próxima vez.
—Nada de mejillones —repitió Jespersen antes de marcharse.
Wallander regresó a la cocina y anotó cuanto acababa de contarle su confidente. «Alguien ha estado preguntando por Hålén o por Hansson. Hace poco más de un mes. Justo cuando Hålén puso la cerradura extra. El hombre que andaba buscándolo tenía un párpado cerrado. Al parecer, no tiene paradero fijo y lo más probable es que pueda encontrarlo en el parque de Pildammsparken».
Wallander dejó el lápiz. «Hablaré con Hemberg sobre esto también», se dijo. «Tal y como están las cosas, es una buena pista».
Después Wallander pensó que tendría que haberle pedido a Jespersen que preguntase si había alguien entre sus conocidos que hubiese oído hablar de una mujer llamada Alexandra Batista.
Lo irritó haber pasado por alto ese detalle. «No pienso más que a medias», se reprochó. «Y mis errores son absurdos».
Habían dado ya las ocho menos cuarto y Wallander no cesaba de ir y venir por el apartamento. Estaba inquieto, aunque totalmente recuperado del estómago. Pensó en llamar a su padre al nuevo número de teléfono de Löderup, pero corría el riesgo de que acabaran discutiendo. Y con lo de Mona tenía más que suficiente. Con el fin de pasar el tiempo, decidió dar un paseo por el barrio. El verano había llegado, por fin, y hacía una noche cálida. Se preguntaba qué sería del viaje que habían planeado emprender a Skagen.
A las ocho y media, ya estaba de vuelta en el apartamento. Se sentó ante la mesa de la cocina, sobre la que colocó el reloj de pulsera. «Estoy comportándome como un niño», sentenció para sí. «Pero, en estos momentos, no se me ocurre actuar de otro modo».
A las nueve en punto, marcó el número. Mona respondió casi en el acto.
—Antes de que cuelgues el auricular, me gustaría tener la oportunidad de explicártelo todo —comenzó.
—¿Y quién ha dicho que vaya a colgar?
Wallander se quedó desconcertado. Se había preparado a conciencia y sabía perfectamente lo que iba a decir. Sin embargo, fue Mona quien tomó la palabra.
—Creo que puedes explicarlo todo, de verdad —aseguró—. Pero es que ahora no me interesa lo más mínimo. En mi opinión, deberíamos vernos y hablar cara a cara.
—¿Ahora?
—No, esta noche no. Pero quizá mañana, si puedes.
—Claro que puedo.
—Bien, en ese caso, nos vemos en tu casa. Pero no podré ir antes de las nueve. Es el cumpleaños de mi madre y le prometí que iría a felicitarla.
—De acuerdo. Puedo preparar la cena.
—No, no hace falta.
Wallander reanudó sus intentos de exponer su bien argumentada defensa, pero ella lo interrumpió.
—Déjalo. Ya hablaremos mañana. No quiero aclararlo por teléfono.
Así, en menos de un minuto, se terminó la conversación. Y nada había resultado como Wallander había previsto. Antes al contrario, la breve charla adoptó un tono inesperado para Wallander, aunque provisto de cierto eco que bien podría interpretarse como un mal presagio.
La sola idea de permanecer encerrado en casa el resto de la noche lo llenó de desasosiego. No eran más que las nueve y cuarto. «Nada me impide dar un paseo hasta el parque de Pildammsparken», se animó. «Puede que incluso tenga la suerte de toparme con un individuo cuyo párpado superior esté cerrado…».
Entre las páginas de uno de los libros que tenía en la estantería Wallander guardaba cien coronas en billetes pequeños. Las sacó y las metió en el bolsillo, tomó la cazadora y salió del apartamento. No corría el menor soplo de viento y la temperatura seguía siendo agradable. Mientras se encaminaba hacia la parada del autobús, fue tarareando la melodía de una ópera, Rigoletto. Cuando vio que el autobús se acercaba, echó a correr.
Ya en Pildammsparken, empezó a dudar de que aquélla hubiese sido una idea afortunada. El parque tenía una gran extensión y lo más probable era que el hombre al que buscaba fuese un asesino. La norma que, de forma terminante, prohibía a los policías actuar en solitario resonó en su mente. «Bueno, pero un paseo sí que puedo darme», se tranquilizó. «No llevo uniforme y nadie sabe que soy policía. No soy más que un hombre solitario que ha salido a pasear a su perro invisible».
Wallander comenzó a recorrer uno de los senderos del parque, a lo largo del cual halló a un grupo de jóvenes sentados bajo un árbol. Uno de ellos tocaba la guitarra y Wallander vio que tenían unas botellas de vino. Abatido, se preguntó en cuántos puntos estarían contraviniendo la ley aquellos jóvenes en aquel preciso momento. Estaba seguro de que Lohman habría intervenido con una redada ocasional, de dispersión. Pero él pasó de largo sin más. Hacía tan sólo unos años, él mismo podría haber sido uno de los muchachos que vagueaban sentados bajo el árbol. Sin embargo, ahora era policía y su deber consistía, entre otros, en detener a quienes consumían alcohol en lugares públicos. Movió la cabeza ante su propio razonamiento. No veía el momento de empezar a trabajar en el grupo de homicidios. En efecto, él no se había convertido en policía para abalanzarse sobre pandillas de jóvenes que tocaban la guitarra y bebían vino en las primeras noches cálidas del verano. Antes al contrario, lo que él deseaba era detener a los grandes criminales, a los que asesinaban, cometían robos y traficaban con droga.
Prosiguió hacia el interior del parque. En la distancia, se oía el rumor del tráfico. Dos jóvenes pasaron abrazados ante él. Wallander pensó en Mona. Estaba seguro de que se reconciliarían. De hecho, no tardarían en estar en Skagen y él ya no llegaría tarde a ninguna cita con ella.
Wallander se detuvo. Sentadas en un banco que había ante él, unas personas bebían alcohol. Una de ellas tironeaba de la correa de un pastor alemán que se resistía a permanecer tumbado. Wallander se acercó despacio, pero el hombre no mostró el menor interés por su presencia. El agente vio que ninguno de ellos tenía un párpado cerrado, pero, de repente, uno de los individuos se incorporó y, tambaleándose, fue a colocarse ante Wallander. Era un hombre fornido cuyos músculos hinchaban las mangas de la camisa que llevaba desabotonada a la altura del estómago.
—Necesito uno de diez —irrumpió el hombre.
El primer pensamiento de Wallander fue decirle que no. Diez coronas era mucho dinero. Pero, enseguida, cambió de opinión.
—Estoy buscando a un colega —replicó el agente—. Un hombre que tiene un párpado cerrado.
Wallander no esperaba sacar nada en claro, pero, contra todo pronóstico, la respuesta fue tan inmediata como inesperada.
—Rune no está aquí hoy. ¡A saber dónde se ha metido ese cabrón!
—Eso es. Rune —convino Wallander.
—¿Y quién coño eres tú? —preguntó el hombre sin dejar de tambalearse.
—Me llamo Kurt. Kurt Wallander. Soy un viejo colega suyo.
—Pues es la primera vez que te veo por aquí.
Entonces Wallander le dio el billete de diez coronas.
—Cuando lo veas, dile que Kurt anda buscándolo. Por cierto, ¿sabes cuál es su apellido? —inquirió el agente.
—Ni siquiera sé si tiene apellido… Rune es Rune.
—¿Y dónde vive?
El hombre dejó de vacilar por un segundo.
—Creía que erais viejos amigos. ¿Cómo es que no sabes dónde vive?
—Ya, bueno, pero como no para de mudarse…
El hombre se dirigió al resto del grupo, que seguía sentado en el banco.
—¿Alguno de vosotros sabe dónde para Rune ahora?
La conversación que desencadenó aquella cuestión resultó de lo más desconcertante. Para empezar, les llevó un buen rato determinar de qué Rune se trataba. Después, la respuesta no fue, ni con mucho, unánime, pues ni siquiera estaban de acuerdo en el hecho de que tuviese un domicilio concreto. Wallander aguardaba mientras el pastor alemán ladraba sin cesar.
El hombre de marcada musculatura volvió a su lado.
—Ninguno de nosotros sabe dónde vive Rune —concluyó el sujeto—, pero podemos decirle que Kurt lo anda buscando.
Wallander asintió y se apresuró a alejarse de aquel lugar. Por supuesto que podía estar equivocado y que podía haber más de una persona con un párpado cerrado. Pero, aun así, él estaba convencido de hallarse sobre una pista segura. Se le ocurrió que debería ponerse en contacto con Hemberg de inmediato y proponerle que pusiera el parque bajo vigilancia. Incluso era posible que la policía tuviese en sus registros a algún individuo con un párpado cerrado.
Pero, de repente, se sintió inseguro. Lo atemorizaba el hecho de estar precipitándose de nuevo. En primer lugar, mantendría una buena conversación con Hemberg en el transcurso de la cual lo pondría al corriente del cambio de nombre y de lo que Jespersen le había revelado. Después, el propio Hemberg tendría que determinar si aquello era o no una buena pista.
Por otro lado, decidió que pospondría la conversación con el inspector hasta el día siguiente.
Wallander dejó atrás el parque y tomó el autobús de regreso a casa.
Aún se sentía afectado por el agotamiento provocado por la gastroenteritis, así que se durmió antes de medianoche.
A las siete de la mañana del día siguiente, el agente despertó descansado y, tras haber constatado que su estómago se hallaba por completo recuperado, se tomó un café. Hecho esto, marcó el número de teléfono que le había proporcionado la joven de la recepción de la comisaría.
Su padre tardó un buen rato en atender la llamada.
—Ah, ¿eres tú? —inquirió éste con acritud—. Es que no encontraba el teléfono entre tanto trasto.
—¿Puede saberse por qué llamas a la comisaría y te presentas como un pariente lejano? ¡Joder!, podrías haber dicho que eras mi padre, ¿no?
—Yo no quiero tener nada que ver con la policía —repuso el padre—. ¿Cómo es que no vienes a hacerme una visita?
—Si ni siquiera sé dónde vives. Kristina sólo pudo darme una descripción aproximada del camino.
—Y eres incapaz de averiguarlo por ti mismo, ¿verdad? Ése es tu mayor defecto.
Wallander comprendió que la conversación ya había empezado a degenerar en enfrentamiento y que lo mejor que podía hacer era darle fin lo antes posible.
—Iré a verte dentro de unos días —aseguró—. Pero te llamaré antes para que me expliques el camino. ¿Estás a gusto?
—Sí.
—¿Eso es todo? ¿Simplemente «sí»?
—Bueno, está algo desorganizado, pero en cuanto lo ordene un poco quedará estupendo. Además, pienso hacer un taller de lo más agradable en un pequeño y viejo cobertizo que hay en el jardín.
—Está bien, iré a verte —prometió Wallander.
—Ya, pero yo no me lo creeré hasta que no lo vea —advirtió el padre—. Rara vez puede uno fiarse de un policía.
Wallander se apresuró a despedirse. «Pueden quedarle hasta veinte años de vida», se dijo resignado. «Y todo ese tiempo lo tendré encima sin remedio. Jamás me libraré de él. Y haré bien en admitirlo y tomar conciencia de ello de una vez por todas. Y si ahora está difícil, seguro que empeorará con los años».
Wallander se comió unos bocadillos con renovado apetito antes de tomar el autobús para la comisaría. Poco después de las ocho, llamó a la puerta entreabierta de Hemberg, que emitió un apagado rugido por respuesta. El agente entró en el despacho y, ante su sorpresa, halló que el inspector no tenía, en esta ocasión, los pies sobre la mesa. Antes al contrario, estaba de pie junto a la ventana hojeando el periódico. Al ver entrar a Wallander, Hemberg lo miró divertido.
—Así que mejillones, ¿eh? —comentó irónico—. Hay que ir con cuidado con esos bichos. Absorben toda la porquería que hay en el mar, ¿lo sabías?
—Bueno, puede haber sido cualquier otra cosa —repuso Wallander evasivo.
Hemberg dejó el periódico y tomó asiento.
—Tengo que hablar contigo —comenzó Wallander—. Pero lo que he de decirte nos llevará más de cinco minutos.
Hemberg le indicó que se sentase.
Wallander le refirió entonces todo lo relativo a su descubrimiento, a cómo Hålén se había cambiado de nombre hacía unos años. Según pudo observar, Hemberg se mostró enseguida interesado, de modo que el continuó revelándole la información obtenida de su conversación con Jespersen y su visita y posterior paseo por el parque de Pildammsparken la noche anterior.
—Un hombre llamado Rune, que carece de apellido y uno de cuyos párpados está cerrado —concluyó.
Hemberg sopesó en silencio el valor de cuanto Wallander acababa de relatarle.
—Todo el mundo tiene apellido —objetó transcurridos unos minutos—. Y no es fácil que hayan muchos hombres con esa característica tan peculiar en una ciudad tan pequeña como Malmö.
Pero entonces frunció el entrecejo.
—Creo haberte dicho ya que no podías actuar en solitario. Además, deberías haberte puesto en contacto conmigo o con cualquiera de homicidios ayer mismo. Habríamos traído a comisaría a los que dices que viste en el parque. Con algo de sobriedad en el cuerpo y un pequeño interrogatorio bien llevado la gente suele recordar alguna que otra cosa. Y, a ver, por ejemplo, ¿se te ocurrió tomar nota del nombre de aquellos individuos?
—La verdad es que no les dije que era policía. Me hice pasar por un colega de Rune.
Hemberg movió la cabeza en gesto de desaprobación.
—Pues así no puedes ir por ahí —sentenció—. Es nuestro lema actuar abiertamente, a menos que haya motivos justificados para hacer lo contrario.
—El tipo quería dinero —comentó Wallander—. De lo contrario, yo habría pasado de largo.
Hemberg lo miró lleno de curiosidad.
—¿Y qué fuiste tú a hacer al parque?
—Pues fui a dar un paseo.
—Es decir, que no te dedicase a investigar por tu cuenta, ¿no es eso?
—No, necesitaba algo de aire fresco después de mi gastroenteritis.
El rostro de Hemberg dejó traslucir una incredulidad manifiesta.
—En otras palabras el que eligieses el parque de Pildammsparken fue una pura casualidad, ¿me equivoco?
Wallander se abstuvo de responder y Hemberg se puso en pie.
—Pondré a trabajar a varios agentes en este caso. Lo que necesitamos en estos momentos es avanzar con la mayor amplitud de miras posible. Yo casi daba por sentado que había sido Hålén quien mató a Batista. Pero está claro que uno puede equivocarse. Y lo más sensato en esos casos es hacer borrón y cuenta nueva.
Wallander salió del despacho de Hemberg y bajó a la primera planta. Esperaba no tener que toparse con Lohman, pero, curiosamente, fue como si su jefe hubiese estado acechándolo, ya que apareció de repente por la puerta de una de las salas de reuniones con una taza café en la mano.
—¡Vaya! Ya estaba empezando a preguntarme…
—Estaba de baja —se justificó Wallander.
—Ya, pero, aun así, dicen que te han visto por aquí.
—Sí, bueno, ya me he recuperado —explicó el agente—. Tenía gastroenteritis. Lo más probable es que fuese a causa de unos mejillones.
—Se te ha asignado una patrulla —le advirtió Lohman—. Así que ve y habla con Håkansson.
Wallander acudió a la sala donde los agentes de seguridad ciudadana consultaban los detalles de sus servicios. Håkansson, un hombre grande y robusto que transpiraba sin cesar, estaba sentado ante un escritorio hojeando una revista. Al ver entrar a Wallander, levantó la vista de su lectura.
—Zona centro —anunció—. Wittberg sale a las nueve. El servicio termina a las tres. Irás con él.
Wallander asintió y fue a cambiarse a los vestuarios. Sacó el uniforme del armario, y no había terminado de ponérselo cuando entró Wittberg. Su compañero tenía treinta años y su único tema de conversación era el sueño que alentaba de poder conducir, algún día, un coche de carreras.
Salieron de la comisaría a las nueve y cuarto.
—Cuando empieza a hacer calor, todo está más calmado —observó Wittberg—. Nunca hay intervenciones innecesarias ni nada parecido, así que quizá tengamos un día tranquilo.
El día resultó, en efecto, muy tranquilo. Cuando, poco después de las tres, Wallander se desprendió del uniforme, no habían efectuado otra intervención que la de llamar la atención a un ciclista que circulaba por el carril contrario de la calzada.
A las cuatro de la tarde, Wallander ya estaba en casa. De camino a su apartamento, desde la parada del autobús, se detuvo a comprar algo de comida, pues se le ocurrió pensar que cabía la posibilidad de que Mona cambiase de opinión y, pese a todo, se sintiese hambrienta.
A las cuatro y media ya se había duchado y cambiado de ropa. Faltaban aún cuatro horas y media hasta que ella llegase. «Bueno, nada me impide dar otro paseo por Pildammsparken», se dijo. «Sobre todo si voy acompañado de mi perro invisible…».
Al mismo tiempo, sin embargo, lo atormentaba la duda. Hemberg le había dado orden expresa de no actuar a título personal y en solitario.
Pero, finalmente, Wallander se encaminó al parque. Hacia las cinco y media, comenzó a recorrer el mismo sendero que el día anterior. Los jóvenes que había visto entonces entonando baladas a la guitarra y bebiendo vino no estaban y también el banco en que había hallado al grupo de hombres borrachos aparecía ahora vacío. El agente se decidió por prolongar su paseo unos quince minutos más antes de volver a casa. Bajó una pendiente y se detuvo un instante a contemplar los patos que nadaban en el gran estanque. Desde algún lugar difícil de precisar se oía el canto de un pájaro. El intenso perfume de los árboles hacía pensar en los primeros días del verano. Una pareja de edad pasó a su lado y Wallander no pudo evitar oír que hablaban de la «pobre hermana» de alguien, aunque nunca llegó a averiguar de quién, ni tampoco por qué era digna de compasión.
A punto estaba ya de emprender el camino de regreso volviendo sobre sus propios pasos cuando descubrió a un grupo de personas sentadas en el suelo a la sombra de un árbol. Sin embargo, desde aquella distancia, no le fue posible determinar si estaban o no borrachos. Uno de los hombres se puso en pie y comenzó a caminar con paso vacilante a una señal del compañero, que permaneció sentado bajo el árbol, con la cabeza gacha. Wallander se le acercó unos pasos, pero no lo reconoció de la noche anterior, aunque vio que iba mal vestido y que tenía entre los pies una botella vacía de vodka.
El agente se acuclilló para ver mejor su rostro cuando, de pronto, oyó el ruido de pasos sobre el camino de gravilla que quedaba a su espalda. Se dio entonces la vuelta y vio a dos muchachas. Reconoció enseguida a una de ellas, si bien no sabía dónde la había visto con anterioridad.
—¡Mira! Éste es uno de los jodidos policías que me golpearon durante la manifestación —acusó la joven.
Entonces la recordó: era la joven que, hacía una semana, lo había recriminado públicamente en la cafetería.
Wallander se incorporó en el preciso instante en que, a juzgar por la expresión del rostro de la otra chica, comprendió que algo sucedía a su espalda. Se dio la vuelta rápidamente y vio que el hombre que estaba sentado bajo el árbol no estaba durmiendo, como él había creído. El individuo se había levantado y se le acercaba con una navaja en la mano.
Todo sucedió muy deprisa. Lo único que Wallander sería capaz de recordar más tarde fue el grito y la huida precipitada y despavorida de las chicas. El joven agente alzó los brazos para protegerse, pero era demasiado tarde. No logró parar la cuchillada. La hoja de la navaja lo alcanzó en medio del pecho. Una cálida oscuridad lo envolvió enseguida.
Sus sentidos habían dejado de registrar cuanto sucedía a su alrededor mucho antes de que se desplomase sobre el sendero de gravilla.
Después, todo quedó reducido a una confusa neblina, como un denso mar blanco y silencioso.
Durante cuatro días, Wallander estuvo inconsciente en el hospital. Sufrió dos intervenciones quirúrgicas bastante complicadas, pues la navaja le había pasado cerca del corazón. Logró, no obstante, sobrevivir regresar, poco a poco, de la persuasiva niebla. La mañana del quinto día, cuando por fin pudo abrir los ojos, no sabía dónde se encontraba ni tampoco qué había sucedido.
Pero junto a la cama, había un rostro que sí reconoció.
Un rostro que lo significaba todo para él. El rostro de Mona, que le sonreía.