Lo que Allegra no sabía con la frente
apoyada sobre la ventanilla del taxi, era que volvería a ver a
Camille. Quizá porque después de aquella noche no quiso pensar más
sobre la forma en que abordó, inadecuadamente y por primera vez en
toda su vida, a una joven vulnerable en plena
madrugada.
Semanas más tarde, Allegra no pudo celebrar con su madre la Nochebuena porque tuvieron que mantenerla en observación tras una intervención quirúrgica de cadera, así que decidió trabajar. Alguien tenía que hacerlo. De todos modos, sus amigos se pasarían por casa después de la cena y ella podría disfrutar un poco.
Algunos familiares insistieron en que aceptase la invitación y se reuniese con ellos, y ella cordialmente, declinó las ofertas, no le apetecía demasiado, a fin de cuentas, su madre seguía hospitalizada y no se sentía con ánimos.
Pasó todo el día junto a su madre, leyéndole el periódico, bromeando y jugando al ajedrez. Después la besó en la frente y se marchó al restaurante.
Sobre las ocho y media, el local recibió a una pareja alemana, y diez minutos después, llegaron dos familias con niños hiperactivos y escandalosos.
Fue media hora más tarde. Sobre las nueve. Cuando apareció Camille en la puerta, empapada por la lluvia, con un paraguas a medio cerrar y unas botas de agua negras y relucientes.
Se quedó en la entrada, como si no pudiese atravesar el umbral. De nuevo inamovible, como aquella noche frente al escaparate. Pero en esta ocasión mantenía la mirada fija en Allegra y parecía contenta.
Disimuló su entusiasmo al verla, y terminó de servir el bacalao confitado sobre el lado izquierdo de la mesa dos. El joven germano masculló un gracias pronunciando la erre con cierta tosquedad y su novia trató de imitarle.
Allegra se acercó un poco y Camille continuaba allí, con una expresión impasible muy mal fingida.
—¿Vas a pasar o prefieres que te sirva la cena en la puerta? —bromeó nerviosa.
Camille se echó a reír. Esta vez llevaba el pelo suelto y alborotado, humedecido, además. Se coló en el interior y miró en derredor. No sabía muy bien qué decir. Tampoco conocía el motivo exacto que la había impulsado a presentarse allí de cualquier manera, sin unas expectativas previas, sin la esperanza y con ella, de encontrarse con Allegra.
Quería decir gracias por tus palabras de esa noche tan tarde, puede que me fuese así, sin decir gran cosa, o que te lanzara veinte euros en un gesto automático y frío, no soy fría para nada, estaba temblando porque hacía mucho tiempo que nadie, que nadie (titubeó) ya sabes, que nadie me decía algo como eso. No me han dado nada que merezca la pena últimamente, pero a lo mejor podríamos ser felices, o no, o podríamos dejarlo así, porque suena muy ridículo y ya somos mayorcitas. No sé qué quieres de mí, es muy probable que vayas a responder “nada”, no estoy segura, porque tampoco fue muy normal eso de perseguirme por la calle, sin conocerme, o eso de presuponer que el amor para alguien como yo debería ser otra cosa. Seguro que tienes razón. Y no sé qué hago aquí, di algo, no sé, quítale hierro al asunto que yo no sé actuar en momentos como así. Estás tan guapa, eres guapísima. Me pone un poco nerviosa que me resultes tan atractiva, ¿sabes? Pero es que no tengo otro modo de mirarte, se me nota seguro.
Camille deseaba decir todo eso así, de corrido, pero no lo hizo.
—Quiero cenar.
—Supongo que has venido a cenar, sí. ¿Sola?
Allegra no podía imaginarse a Camille sola en un día como ese. No sé, si se la hubiera cruzado por la calle, ignorando en cualquier caso todo lo que sabe sobre ella, si sus amigas nunca hubiesen visitado Dúo Tapas y simplemente hubiesen coincidido en la esquina de Campana con Tetuán, habría pensado que Camille vive con un chico o una chica y un perro, y que su casa tiene balcones con geranios y gitanillas, y un armario enorme con cientos de vestidos, y que es feliz y duerme en sábanas estampadas o blancas, abrazada siempre, querida de los pies a las pestañas.
—He venido para cenar contigo. No me apetece estar en otro sitio.
—¿Cómo sabías que trabajo aquí?
—Me dijiste algo sobre que trabajabas en la Alameda. Y, además, tengo dos amigas que ya conoces, y que me quieren mucho, a las que pregunté aquella noche. Y como me quieren tanto, especialmente Sofía, que por cierto está saliendo con una chica del gimnasio al que va todas las tardes, me indicaron que trabajabas aquí. Piensan que probablemente estás trastornada, porque eso de escuchar su conversación y venir a buscarme, en fin, no las culpo, pero aún así, soy muy persuasiva y quería saber dónde podía encontrarte.
Allegra rio.
—Así que vienes a cenar conmigo… En Navidad.
—Sí, ya ves.
—Un poco rápida vas tú, ¿no?
—Si lo prefieres, me voy. Puedo cenar ahí fuera, junto a la iglesia, bajo la lluvia. Hace frío pero, ¿qué importa?
Aquella noche Allegra cerró a las once y Camille supo esperar, había aprendido a no precipitarse. Pasearon por toda la ciudad, bajo una fina cortina de lluvia. Las calles estaban desérticas. El paraguas de Camille definitivamente había pasado a mejor vida, pero no era importante. Durante el trayecto, no dejaron de hablar, al principio cohibidas por timidez. Cenaron en casa de Allegra unos deliciosos tallarines con verduras y una ensalada que consiguieron en el bar y que guardaron previamente en unos recipientes de plástico.
Conversaron durante cuatro horas acerca de sus vidas, de Reikiavik, de las entrañables costumbres del perro de Camille, como esa de ir a todos sitios con una mantita en la boca, de las películas de los Hermanos Marx, de la democracia, de Sarah Vaughan, de la trilogía de Richard Linklater, de cómo se hace la tempura de verduras que sirven en el bar.
—¿Cómo está tu madre?
—Perfectamente. Tuvieron que operarla, y por eso permanece en el hospital. Para ella es toda una aventura.
—Bueno, lo importante es que está bien. —Con las manos en el regazo.
—Sí.
—Me gusta que te lleves así con tu madre. —Y recogió unas migas de pan de la alfombra, sentadas las dos sobre el tapiz.
—¿Y tú? ¿Mantienes una buena relación?
—Sí. También.
Allegra fue a por un par de tazas de leche caliente, Camille parecía temblar de frío.
—Lo normal sería que bebiésemos una copa, pero estás helada —le había explicado desde la cocina.
—Beberé lo que sea, gracias.
La voz de Camille desde la sala de estar, la sacudió mientras vertía la leche en un cazo, tal vez porque descubrió un matiz familiar en la pronunciación, en el sonido, como si viviera allí y esas habitaciones, esos muebles, le pertenecieran. Incluso como si ella misma, calentándose las manos en ese momento con su aliento, formara parte del escenario de Camille.
Cuando regresó a la sala, su invitada le daba la espalda, parecía concentrada en los lomos de los libros. Paseaba lentamente sus dedos sobre Daniel Pennac, Withman, Cortázar, Heiner Müller, Oates, un tratado sobre anatomía…
—¿Has estudiado Medicina? —preguntó como si supiera que estaba ahí. —Sí.
—¿Piensas ejercerla?
—Claro.
—¿Qué especialidad?
—Neurocirugía —respondió sin vacilar—. Me resulta fascinante.
Camille se giró y tomó la taza que Allegra le extendía.
—¿Esa eres tú? —Señalando una fotografía desenfocada y enmarcada en la que salía una niña pelirroja con un perrito.
—Soy yo. La foto no es buena. Me la hizo mi abuelo siendo ya muy mayor, el pobre no sabía utilizarla y le temblaba el pulso.
—¿Y ese pelo?
—Cuando crecí se fue oscureciendo, ahora apenas hay reflejos rojizos.
—Suele pasar. —Embelesada con la imagen de esa niña.
Camille se deslizaba por la estancia con una confianza inusitada, como si a través del contacto con las cosas de Allegra, pudiese llegar a conocerla. Admitía que su comportamiento podía ser ligeramente grosero, no era más que una intrusa, ¿pero qué importaba eso? ¿Aaso no había hecho lo mismo Allegra, aquella noche, escuchando una conversación que no era de su incumbencia?
Se fijó en el tocadiscos.
—No funciona.
—Qué pena.
Continuó fisgoneando.
—Te gusta el jazz —afirmó sin preguntarlo realmente al descubrir unos discos.
—Mucho.
—Y a mí. Pero según para qué.
—¿Según para qué?
—Sí, cualquier género musical me sirve, bueno, casi todos, y sin embargo, puedo llegar a aborrecerlo. Depende.
—Entiendo.
Pensó entonces Allegra que Camille podía ser inconstante en según qué ámbitos, al menos una de sus amigas mencionó algo parecido, y sin embargo, tenía la certeza de que era leal y estable en cuanto a sus sentimientos, que estos eran auténticos, tangibles.
Camille dejó su vaso sobre la mesita que había junto al sofá.
—Creo que tengo fiebre.
—¿Sí? Puede ser. Has caminado bajo la lluvia. —Acercándose para tocarle la frente.
Eran las doce y seis minutos cuando Camille esbozó una sonrisa y cerró los ojos, la mano de Allegra sobre su piel.
—No sé, no parece que tengas, pero te voy a traer el termómetro.
—No. No te vayas —le pidió, agarrándola por el brazo suavemente.
Tal vez Camille quería un beso, la lengua lamiendo su nombre, o compañía. A lo mejor después de Olga no sabía estar sola. Había sido un no, no te vayas delicado, no imperativo, era más bien un deseo expresado en voz alta, un reclamo tierno.
No sabía qué responder a eso. Camille tampoco podía desarrollar el motivo por el que seguía sujetándola por el suave jersey negro. Imaginó sin esfuerzo que la piel de Allegra era también delicada, apetecible.
—Solo iba a por el termómetro —empezó a decir con sorna para restarle tensión a una situación de por sí incómoda y maravillosa—. Que está justo en la habitación de al lado. —Indicando con la mano del brazo que quedaba libre.
Y rompió el hechizo. Camille la soltó y rio nerviosa, como si aquello fuese un disparate. Le indicó con la cabeza que fuese a por el dichoso medidor y encendió la televisión. Allegra maldijo su ineptitud para el romanticismo, no era la primera vez que le sucedía algo como eso, pero necesitaba mostrarse tranquila y segura. Entró en su dormitorio algo irritada y abrió el cajón de la mesita de noche.
—Mira, están poniendo Qué bello es vivir —anunció Camille cuando volvió a la sala.
—Qué bonita.
—Sí. La habré visto como quince veces.
—¿Quieres verla? —Alargándole el termómetro.
—No lo sé. Si tú quieres…
Allegra se sentó junto a ella. Reparó en su respiración imperceptiblemente agitada, y en cómo subía los pies al sofá quitándose los zapatos.
—Tenías razón, no tengo fiebre.
Camille se comportaba como si hubiese estado allí desde hacía rato. A las dos les costaba centrarse en el largometraje. Por mucho que quisieran, aquella situación era nueva e impredecible.
—Me gustaría tener un ángel de la guarda como ese —musitó Camille haciendo referencia a la película, como si añorase algo de repente.
—A mí una familia como la de George Bailey. Y una casa.
—Sí, eso también.
—No necesitas a nadie que te salve, Camille…
La joven desvió la mirada del televisor y dijo:
—No, ya no. Al final te demuestras a ti misma que eres capaz de superar casi cualquier cosa.
Allegra le acarició la mano. Camille no la retiró en ningún caso e imaginó cómo sería hacer el amor con ella. La besaría muy despacio, sujetándola por el cuello suavemente, se detendría en lunares, pecas, poros, sexo, en el aroma de su escote, tan delicado, en el sabor de su ropa interior, en su cabello enredado en los dedos. Extendería su mano sobre ella, debajo de ella, dentro hasta rozar la raíz y el principio de Allegra. Podría coserse a ella, cada arista de ambas hilvanada a la otra, y sucumbir al balanceo tenaz, y decirle cuando llegues, amor, me avisas, que quiero volar contigo o tal vez fóllame rápido, que no dejo de pensar en ti.
—¿Te gusta trabajar en una agencia de viajes? —Y se evaporó la imagen.
—Supongo. Es mejor que hacer otras cosas.
—Yo quiero prepararme el MIR.
—Vas a ser una médica maravillosa.
—Bueno, quiero ser una buena profesional.
—Y yo que me beses pronto —susurró y se llevó la mano a los labios, como si se le hubiese escapado un pájaro.
Allegra se ruborizó. Pero en ese momento llamaron al timbre. ¿Quién podía ser? Oh, sus amigos. Había olvidado por completo que esa misma tarde habían quedado en verse un rato después de los compromisos familiares pertinentes.
No podían ser más inoportunos, porque Camille estaba allí, en su sofá, sentada como si fuese lo más natural del mundo, y le había pedido un beso.
Pensó en deshacerse de ellos, en alguna excusa creíble.
—Guapa, ¿bajas? Vamos a dar una vuelta, venga.
—No, no me apetece mucho.
—¿Cómo que no? Pero si antes dijiste que…
—Eso fue antes. Ahora estoy… ocupada.
Sus tres mejores amigos estallaron en carcajadas como si supieran lo que estaba pasando. Canturrearon tonterías desde el portal, y siguieron haciéndolo por toda la calle. A pesar de tener el balcón cerrado, podían distinguirse sus voces y mofas.
—¿Por qué no has ido con ellos?
—No quiero.
—Pero son tus amigos. Podemos vernos en otra ocasión.
No. No quería quedar al día siguiente. Bueno, sí. Pero Camille, sus labios, la mueca que hacía cuando estaba avergonzada, sus manos entrelazadas como esperando, la curva de su cintura, su olor a perfume y a piel y a lluvia, su fragilidad, su mirada flojita aquella noche, la fortaleza que transmitía cuando hablaba del pasado o de que ya no quería ángeles de la guarda, sus ideas, la delicadeza cuando parecía acercarse a ella, eran su prioridad.
Se sentía un poco egoísta, inmadura incluso, pensando que nada a partir de ese momento, le importaría más que Camille. ¿Cómo había sucedido? ¿Cuándo? ¿Por qué?
—¿Te parece si quedamos mañana para desayunar? —propuso, incorporándose y poniéndose el abrigo.
—Bueno, si quieres. —Decepcionada, insegura.
—Tengo que sacar al perro.
—Oh, sí, es cierto.
—Pero mañana podríamos vernos —insistió.
—Claro que sí.
Camille avanzó hacia la puerta, parecía cansada. Allegra pensó que se habría asustado, que a pesar de haber rogado un beso, Olga había merodeado entre sus entrañas, obligándola a retroceder. A veces hay una Olga para siempre, temió.
Camille la besó en la comisura de los labios demorándose un poco, en realidad quería seguir besándola, pero en el centro de su boca, que permanecía entreabierta.
No hizo nada.
Se despidieron así.
—¿No prefieres llamar al ascensor?
—No. Mejor por las escaleras.
—Espera, no me has dicho dónde nos vemos, si es que lo del desayuno sigue en pie.
—En el quiosco de los Leones, allí ponen buenas tostadas. —Ya por el segundo piso, sin mirarla.
—Vale. ¿Sobre qué hora?
—Sobre las once.
No va a venir, pensó Allegra.
Los créditos de la película parecían suspendidos en la pantalla, Frances Goodrich, Albert Hackett, Frank Capra. Apagó la televisión, las luces, todo.
Rara vez se había sentido así. Generalmente era más práctica y no le asustaba la idea de finalizar una relación con alguien si no funcionaba. En este caso, ni siquiera existía un vínculo o un compromiso, así que ¿por qué actuaba de una manera tan irracional? ¿Por qué se permitía a sí misma desarrollar unos sentimientos quizá demasiado intensos hacia una desconocida?
—Porque he pensado que tal vez ayer empezó el resto de mi vida —dijo, mirándose al espejo después de lavarse los dientes.
Ayer había sido esa misma noche, pero antes de las doce, en el umbral de la puerta del bar, cuando Camille la observaba fijamente.
No había tenido anteriormente una certeza como aquella, y decidió meterse en la cama y frenar aquellos pensamientos confusos y trágicos. Debería dejarme de tonterías, fue lo último que navegó en su cabeza.
A esa hora, Camille paseaba con su perro bajo una lluvia liviana, arrepentida quizá por el modo de marcharse del apartamento de Allegra. Recibió entonces una llamada de Olga.
—Lo siento, Camille. Lo siento. No puedo perdonarme todo el daño que te he hecho. Camille, escúchame, por favor.
Y maulló un gato desde una ventana encendida.
***
Sobre las diez de la mañana, Allegra se tomaba un ibuprofeno para el dolor de cabeza, ya que a pesar de haber dormido bien, había amanecido nublado y eso la aturdía normalmente. Pensó en desayunar en los Leones, tal y como había acordado con su amiga, aunque no se presentase. Estaba preparada tanto para recibirla como para no hacerlo. A veces notaba algo con antelación, podía experimentar la caída antes de que produjera. Pero no importaba, hiciese lo que hiciese, estaría bien.
Tomó el autobús y se bajó una parada antes para disfrutar del paseo. Aquellas calles, saturadas ahora de niños en vacaciones, eran las mismas que había compartido con Camille hacía unas horas, de camino a casa.
Pasó por delante del Dúo Tapas. Estaba cerrado porque no servían desayunos. Y menos mal.
La neblina espesa e invasiva impedía distinguir cualquier cosa más allá de unos metros y hacía frío, un frío seco y acuciante. Se puso los guantes.
Allegra pensó que Camille tenía formas de mirar muy diferentes, mutables e imprecisas. Que hasta el momento le había conocido tres:
La mirada selva. Era esa que alguna vez utilizaba cuando la estudiaba hambrienta, sin atreverse a admitir que le gustaba.
La mirada bosque. Indescifrable y borrosa. La descubrió aquella noche junto a la agencia de viajes y se asustó. Fue como si estuviese muy lejos y no supiera volver.
La mirada líquida. Esta era la más hermosa quizá de todas, porque era un punto de acceso al interior de Camille. Cuando miraba así, sus ojos eran más limpios, tenuemente vidriosos, nostálgicos, tiernos.
Un niño muy pequeño colisionó contra sus piernas en plena carrera, los padres se disculparon. No pasa nada, con esta niebla ya se sabe.
Llegó a los Leones, nerviosa.
No estaba.
Divisó una silla libre, tenía apetito.
—Un té con leche. Media tostada con mantequilla y mermelada, por favor.
Se encendió un cigarrillo para hacer tiempo. Cerró los ojos, apretando los párpados. Como no podía ver nada, aguzó su oído y todo era: la voz de alguna criatura bramando, colocar y arrastrar sillas en terrazas, platitos con tostadas o gofres haciendo clack clack sobre las mesas, el remover con cucharilla una taza de café, el azúcar derramada y un te dije que tuvieses más cuidado, un perro ladrando…
Abrió los ojos, pero solo un poco: la plaza de la Alameda de Hércules, la vida, las bicicletas, el recuerdo de su madre cogiéndole la mano para cruzar la calle en otra madre con su hija, y Camille naciendo en medio de la bruma.
Hay tanta luz en ti, pensaron lo mismo. Y sonrieron.
***
No muy lejos de allí, a unos metros de distancia, Sofía y Clara tomaban asiento en la terraza de una cafetería. Habían pedido cruasanes con mantequilla y mermelada de naranja, y parecían entretenidas en su conversación.
—¿Y dices que Ruth te dijo eso?
—Sí. Que se le había roto el vestido por la espalda y que se le veían las bragas, que además eran de esas que no nos ponemos nunca porque han perdido elasticidad, todo esto en plena boda —relató Sofía.
—¿Y qué hizo?
Un tipo llamado Paul, que leía el periódico en la mesa contigua, parecía intrigado y las miró de soslayo.
—Lo tomó como una señal.
—¿Como una señal?
—Sí.
—¿De qué?
—De que no tenía que casarse con Joan.
—No te creo…
—Como lo oyes.
—¿Y entonces?
Paul dobló suavemente el periódico y lo colocó junto a su taza de té, y fingiendo interés por la belleza del entorno, puso toda su atención en aquella nueva historia.