Segunda parte

Allegra

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Recojo las piezas del plato y me giro involuntariamente para comprobar que, en efecto, las dos chicas me observan farfullando entre sí. Me dan ganas de acercarme a ellas y explicarles que llevo toda la semana organizando en una caja las pertenencias de mi mejor amigo y compañero, que acaba de morirse en un accidente de tráfico, y de ahí el cansancio. Me apetece decirles eso y ver cómo se les transforma el gesto, mientras envían la información a sus cerebros y se disculpan entre la risa nerviosa y el sentimiento de culpa. Y en ese momento, echarme a reír a carcajadas, así, con la cabeza hacia atrás, y decirles bah, era una broma.

En realidad estoy cansada porque mi madre está hospitalizada desde hace cuatro días, y hago noches con ella. Cuando salgo de aquí cojo la bicicleta y voy hasta el hospital Macarena. No es nada grave, pero tiene que estar allí unos días, mientras deciden si operarla o no. Como es tan testaruda se empeñó en subir la compra ella solita, hasta un cuarto piso y terminó rodando por las escaleras.

Pero está bien. Se ríe, come y lee docenas de libros. Se ha llevado más libros al hospital que mudas de ropa interior. Cuando mi madre lee, es que todo va bien.

No sé por qué trabajo aquí. Me duelen las piernas. Creo que si reúno un poco más, puedo dejar este trabajo y prepararme el MIR. Pero, en serio, nada de voy a intentarlo a ver si tal. Necesito tiempo para hacerlo bien.

 

***

             

—¿Y dices que Camille solo toma leche de soja?

—Pues sí.

—Desde luego, es mucho más saludable.

—Ella dice que lo hace para evitar el sufrimiento de aquellos terneros que viven atrapados en cajas de madera, alejados de las vacas.

—Que diga lo que quiera. Camille es fiel a sus principios y por mucho que yo no los entienda, seguro que hace bien.

Interpreto que hay un vacío entre estas chicas, una ausencia. Su amiga. Hablan de ella con insistencia.  Me pregunto dónde está, por qué no ha podido venir si tan querida es. Debo recoger los vasos vacíos de la mesa contigua y sin querer sigo escuchando lo que dicen.

—No sabes cómo se puso en la Feria.

—No, no me acuerdo.

—No te acuerdas, no, es que no estabas ese día. Pero Camille lloraba como una magdalena cuando bajamos de la noria.

—Ya…

—Porque nada más subirse, Olga había empezado a gritarle, yo lo sé porque iba subida justo por encima y se escuchaba todo, madre mía. Ahí supe que Camille no exageraba. Que a mí dos gritos no me asustan, pero aquello fue un tanto excesivo.

Me acuerdo de una escena de Sputnik mi amor, en la que hay una noria. Me aflige Camille, aunque no la conozco. Solo sé que tiene el pelo rubio ceniza, no come carne y prefiere la leche de soja.

¿Quién es Olga?

A mí también me asustan los gritos. Qué desagradable. No sé qué pasa con el pollo al curry de la mesa diez, pero no llega y observo cierto nerviosismo en los clientes. Falta muy poco para Navidad y la inquietud se extiende lentamente como una epidemia.

Me gustaría que mi madre estuviese bien para entonces, es tan graciosa cuando cocina para muchos… Se acicala y prepara platos horrorosos, pero qué bien lo pasamos con ella.  Creo que soy feliz en esos ratos, todo se vuelve tan inocente…

—No sé por qué tuvo que enamorarse de Olga. Total, si no tienen nada en común. Camille quiere teatro, cine y posiblemente una familia en algún momento. Olga prefiere viajar, valora la ropa de marca y los teléfonos móviles, no creo que pudiera tener la paciencia de criar a un niño.

—Tampoco es eso, Sofía. Probablemente tenían gustos comunes y se entendían. Otra cosa es que nosotras no lo hayamos visto.

A mí también me gusta el cine. Sobre todo las películas en blanco y negro, bueno, lo que sea. Me encanta ir al Cine Avenida y verlas en versión original. Esas butacas antiguas, el olor a humedad, las palomitas, las múltiples posibilidades que hay en tu cabeza cuando acabas de ver una obra.

Puede que esta noche vea algo, quiero llevarme el portátil al hospital y mirar una buena película. De todos modos, no soy capaz de conciliar el sueño allí.

—Le dijo eres un poco zorra ¿lo sabías?

—¿Qué dices?

—Así tal cual. Cuando me lo contó, no podía creerlo. Tenía la mirada perdida, lo describía como si le hubiese ocurrido a otra persona.

—Bueno. A veces en caliente…Ya sabes…

—No, ni en caliente ni nada, Sofía, hay límites que no deben traspasarse.

Imagino esa escena que cuentan estas dos amigas en un cuarto de baño, no sé por qué. Me parece que esa tal Olga se estaba secando la espalda en ese momento, y que Camille sale detrás de ella, con una expresión desencajada, hay vaho y no pueden contemplarse a través del espejo.

¿Quién puede hablar de esa manera a la persona que quiere?

—¿Y qué más da si luego se disculpó? Camille estaría destrozada, supongo que las faltas de respeto generan una amarga sensación de impotencia —sigue contando la más dócil de las dos amigas.

—Es que Camille es tan buena, joder. Pero vaya, imagino que Olga no la quiere demasiado, ¿no?

—No, supongo que no. Camille no es perfecta, de todos modos. Es una mujer exigente y se aburre con facilidad de las actividades más simples. No siempre es sencillo contentarla, pero en mi opinión, no se merece nada de esto.

Una acuciante curiosidad hacia Camille nace en mis entrañas. Y una especie de compasión, admiración, ¿tristeza?

—Pues, para colmo, ahora que lo han dejado, Olga le dice que sale por el ambiente algunos fines de semana.

—Vaya…

—Lo cual no es reprochable, es lícito, pero ¿por qué ahora? ¿Por qué no deja sanar un poco las cosas?

—Y ¿por qué se lo cuenta a Camille? Irremediablemente va a sufrir, ¿qué necesidad hay de hacerle más daño?

—Supongo que intentará despertar el interés de Camille, de algún modo.

—Pues qué poco la conoce. Camille no funciona así, sino todo lo contrario. A Camille hay que quererla de otra manera, qué poco inteligente por su parte decirle eso, desde luego.

—En el fondo, me alegro.

—¿Ah, sí?

—Sí. Ese tipo de conductas provocarán el alejamiento de Camille, se distanciará de todo y empezará a ver las cosas un poco más claras, con perspectiva.

En ese momento, un grupo de comensales a mis espaldas empieza a cantar cumpleaños feliz a un joven azorado y aparece una tarta. Creo que cumple veintiséis. Pobrecillo, qué mal rato.

No me gustan demasiado los cumpleaños y en este local todo el mundo parece celebrarlo con entusiasmo. Como trabajo aquí, tengo que poner buena cara, unirme incluso a los vítores y aplausos, y aparentar una enorme alegría por auténticos desconocidos.

Supongo que me decanto generalmente por eventos más íntimos, aunque también me divierten, en dosis moderadas, otro tipo de festejos.

Las amigas de Camille han dejado de hablar. Es que no se puede escuchar nada con tanto aplauso y tanta algarabía.

Me siento culpable por tener el impulso de merodear por esa mesa, nunca he sentido interés por las tragedias ajenas.

Cuando, por ejemplo, mi madre abre la puerta de su casa y con la mirada húmeda comienza a relatarme, nada más atravesar el umbral, con el abrigo colgando entre mi cuerpo y la percha, eso que le ha ocurrido a una de sus amigas o a algún vecino, que es tan dramático y tan inesperado, pidiéndome que sea discreta ante semejante intercambio de información personal, termino zanjando pronto el tema, evadiéndome incluso, y en algunos casos, irritándome porque a mí que me importa la vida de quién no quiero. Y sin embargo, en esta ocasión, no dejo de traducir las piezas sueltas de esa conversación, de elucubrar cómo pudo reaccionar Camille ante el dolor que produce algo así, qué escenarios contemplaron esos sucesos aparentemente cotidianos.

¿Por qué lo hago?

Quizá me sienta levemente reflejada en el padecimiento de esa desconocida, aunque no haya vivido una situación exactamente igual. Me consta que el sufrimiento forma parte de lo que somos, pero puede llegar a ser insoportable.

Mientras el establecimiento estalla en risas ante las bromas de los amigos del cumpleañero, yo vuelvo a la cocina y recojo algunos pedidos. En mi cabeza recreo una imagen vívida, sangrante, en la que recojo las pertenencias de mi última pareja y se las envío por una empresa de mensajería, porque no quiero prolongar durante más tiempo una agonía que venía anunciándose. Esa sensación de abandono, de pérdida y vacío, ese miedo a no sé qué, ¿a dormir sola? ¿Enfermar sola? ¿No poder decir eso de vamos a hacer la cena juntas?

Creo que no conseguiré nunca esclarecer verdaderamente el motivo que nos empuja a entregarnos a otras personas, aunque estas vayan a devorarnos el corazón.

Yo fui quien finalizó aquella relación, pero por motivos de peso que no conseguía retirar de mis hombros.

—Creo que te has confundido, no he pedido esto —me explica un cliente amablemente.

—Disculpe, es cierto.

Y avanzo hacia la mesa seis, pasando previamente por la número nueve, mi favorita esta noche. No consigo capturar nada de la conversación esta vez, porque las dos amigas han bajado el tono, no parece un cuchicheo en sí, sino más bien la expresión de una confidencia bañada de discreción, quizá por el peso de su significado. Puede que si estuviese Camille, se habría quejado justo en este momento, o todo lo contrario, habría dicho que sí, que llevan razón en eso.

La más impertinente de las dos, me hace una señal para que me acerque a la mesa. Supongo que se han decidido por algunas de nuestras tapas y tienen un apetito voraz después de tanta cháchara.

—Yo quiero —empieza a decir dubitativa, releyendo la carta, como si no estuviese segura—, una hamburguesa Elvis y tataki de atún.

Anoto a toda velocidad para que no se arrepienta, tengo la impresión de que puede cambiar de parecer en cualquier momento. Por alguna razón, estoy convencida de que es una mujer aparentemente mordaz y segura de sí misma, pero indecisa y frágil.

En cambio, la otra chica me resulta paciente, entrañable, como si se esforzara en complacer a los demás. Espera sonriente a que termine de apuntar la hamburguesa y el tataki, a que la mire a los ojos, para decirme:

—Yo quiero tallarines con verduras y capirotes de langostino, gracias —concluye, alargándome las cartas.

—Muy bien, chicas, gracias a vosotras —susurro.

Llevo la comanda al panel que hay junto a la barra. Advierto un sudor frío en mi cuello y bebo un vaso de agua. Le hago una señal a Antonio como diciendo necesito un respiro, voy a salir a la calle, será un segundo. Él me contempla con ternura, sé que le gusto, lo supe hace tiempo y aunque no hace referencia a tales sentimientos, como si hubiésemos establecido un acuerdo tácito, yo le agradezco ese afecto.

Salgo. Dejo caer el peso de mi cuerpo sobre la pared, junto a la puerta. Saco un cigarrillo y lo enciendo rápidamente. Suspiro.

No me gustan los chicos. Él al principio no lo sabía y trató de convencerme para un café o algún plan de ese tipo. Accedí inocentemente porque me cae bien, y tras el tercer café con leche, me besó en la comisura de los labios en la parada de taxis, como si se tratase de un despiste. Negué con la cabeza, y él se disculpó inmediatamente.

—Me gustan algunas mujeres, pero los hombres sólo sois buenos amigos.

—Perdona, no lo sabía.

—No pasa nada —dije, restándole importancia.

Esa fue la última vez que Antonio y yo tomamos algo juntos. A partir de entonces nació una irremediable sensación de incomodidad entre nosotros y nuestra incipiente amistad se disipó en unas semanas, quizá porque tampoco se sostenía en nada.

Creo que mi cansancio se debe al tiempo invertido en relaciones frustrantes. No tuve la mala suerte de Camille. A mí quizá no me levantaron la voz de esa manera, no acallaron mis ideas ni me dejaron. Pero había descubierto algo tal vez mucho peor: la ausencia de veracidad en los sentimientos. A fin de cuentas, la mensajería instantánea, las aplicaciones móviles para encontrar nuevas amistades, las redes sociales, estaban repletas de personas comprometidas que desesperadamente necesitan buscar posibles sustituciones, gente que almacenar en una recámara, o simplemente individuos desconocidos que completen o llenen vacíos indispensables.

A mí me horroriza, la verdad. Me parece escalofriante descubrir, por ejemplo, un mensaje ambiguo en un teléfono, que no es más que un vano intento de reconstruir la propia autoestima o de buscar con avidez el comienzo de algo sin haber cerrado previamente un vínculo anterior.

Yo dejé a Berta cuando, por azar, mientras recogía la cocina, advertí la conversación que mantenía con su exnovia. La cocina y nuestro dormitorio daban a un patio de luces, y como era verano, manteníamos las ventanas abiertas. Berta reía a carcajadas, rememoraba en ese momento secuencias concretas de su relación anterior, ¿recuerdas aquella vez que tú dijiste eso en la playa?, bajaba el tono de repente, y finalmente describía punto por punto nuestra última discusión. Parecía burlarse de mi llantina, pero supongo que subrepticiamente necesitaba que la otra le cubriese el oído de halagos. Podía adivinar lo que la otra chica le respondía: ¿Cómo pudo pensar eso de ti? Con lo buena que eres. Con lo mucho que le has dado. No creo que ella sea para ti.

Sé que Berta no perseguía nada más. Que simplemente se vengaba inconscientemente porque aún seguía enfadada tras nuestro último desencuentro. A veces era así.

Pero aquello, además de hacerme daño, me hizo desear rabiosamente estar con otra clase de persona. Con alguien que no se escondiese en una habitación para hablar con su expareja, por ejemplo.

No me importó que criticase mi comportamiento en ocasiones puntuales, creo que el desahogo es saludable, me dolió que lo hiciese entre risas con una mujer que ni siquiera me conocía y con la que mantuvo una relación afectiva tiempo atrás.

Pero no podía reprochárselo. A fin de cuentas, somos libres de actuar acorde a nuestras necesidades. Así que nunca le dije la última razón por la que decidía finalizar nuestra historia. Había otros muchos argumentos razonables, obviamente, pero aquella conversación fue el impulso decisivo para cerrar un ciclo.

 

—No debería pasar tanto tiempo sola. Camille no es de naturaleza solitaria y necesita compañía. ¿Por qué no la has convencido para que viniese esta noche? —comenta una de ellas, la más centrada.

—Ya te he dicho que no quiere.

—¿Dónde iba hoy?

—A una sala de microteatro que hay en Triana, hemos estado alguna vez con ella, no sé si te acuerdas.

—Ah, sí, lo de la noche del Repálago.

—Eso, sí.

¿Ha ido sola al teatro?

Una vez fui sola al cine y no fue una experiencia precisamente desagradable. Sin embargo, supongo que debe serlo si te han dejado recientemente. No recuerdo muy bien a Camille. Sé que destacaba sobre sus amigas, quizá porque era muy atractiva o por su pronunciación. No estoy segura.

Podría acercarme a la salida y verla simplemente.

Creo que si alguien escuchase este pensamiento deduciría que necesito ayuda profesional. No es algo que suela hacer, aclaro. No persigo ni espío a desconocidos.

La mesa siete necesita dos porciones de la tarta Muerte por chocolate y un par de cafés con leche. Lo que más me gusta de este trabajo son las expresiones relajadas de los comensales, las miradas que se intercambian algunas parejas en mesitas instaladas junto a la pared, ese momento de ¿pedimos el postre y paseamos por la ciudad?

Hay algo indescriptible en esos paseos nocturnos y silenciosos, junto a los comercios cerrados, con alguna que otra luz en sus trastiendas de alguien que hace números, el murmullo del río, el sosiego, el sonido de mis tacones y los tacones de ella. Si voy con ella. Si volvemos de algún sitio, y tenemos dónde regresar.

—De todos modos, Camille va a tener una cola esperando. Es guapa, y una buena persona. No sé. Cualquiera se enamoraría de ella.

—Yo una vez casi me lo planteo y todo —confiesa la chica impertinente.

—¿En serio? Venga ya.

—¡Es cierto! Cuando actuaba en aquellas salas universitarias, donde nos concentrábamos todos como las hormigas, no importaban las horas, allí estábamos fumando, debatiendo y viendo esas obras escalofriantes de grupos como el de Camille. A mí ella me parecía tan especial que llegué a plantearme que me estaba enamorando o algo muy parecido.

—¿Y no se lo dijiste nunca? A lo mejor le halagaría.

—¿Qué dices? No. Fue una tontería, sabes que me gustan los hombres aunque me llevo a matar con ellos. Sencillamente, Camille, genera admiración y ganas de abrazarla.

La otra joven, la más amable de las dos, le replica, riendo, que, en efecto, Camille tenía un adorable magnetismo, como si irradiara sensualidad y ternura.             

—Además, se parece un poco a su madre, ¿no? Con los ojos grises y esos arrebatos, sus salidas de tono y cómo viene corriendo a rodearte con sus brazos después.

—A mí no se me parece a su madre. Las dos son muy atractivas, pero tienen gestos completamente distintos.

—No sé.

Yo sí me parezco a mi madre. Sobre todo en los ojos. Son verdes. Los suyos un poco más claros, quizá. Los míos tirando a la hierbabuena, decía mi abuela. A veces, aunque me cueste admitirlo, adopto la misma postura que mi madre cuando estoy batiendo huevos o leyendo un libro, incluso dormimos de lado y esbozamos una mueca semejante cuando movemos la cucharilla en la taza de té para remover el azúcar.

Le pregunto al encargado si puedo salir hoy diez minutos antes y me dice que sí, que me vaya cuando necesite, que los demás recogerán y harán caja, que lo entiende. Como mi madre está en el hospital, todo el mundo parece dispuesto a sacrificarse o a cumplir mis deseos.

No voy a ir directamente al hospital. Le he mandado un mensaje a mi querida madre para decirle que llegaré en cuanto pueda, que tengo que hacer algo.

Porque tengo que hacer algo. No soy capaz de definir el qué exactamente, pero me comporto con la torpeza de alguien que está preparando una confesión.

A pesar de lo avanzado de la hora, la clientela continúa dialogando sin prisa, y las amigas de Camille parecen disertar otra vez sobre la tortuosa relación de la chica de ojos grises y pelo clarito.

Las artes deductivas de las dos, acerca del amor y del dolor de Camille, se desarrollan durante esta noche de diciembre con estrellas, y me mantienen intrigada, como si me hubiesen inyectado una cándida curiosidad en las venas y no lograse deshacerme de ella.

—Que no, que Camille es un torbellino en la vida de cualquiera y no todo el mundo tiene la preparación necesaria para asumirlo. Camille enamora hasta las trancas. Hasta el fondo. Y la Olga esta de las narices no estaba lista para enamorarse, es una tía mucho más simple, ¿sabes lo que quiero decir? —expone la chica insolente, a la que el par de cervezas que ya lleva encima empiezan a ponerle un brillo achispado en la mirada.

—Sí, creo que sí.

—¿Tú te acuerdas de la película esta…? ¿Cómo se llama? Oh, no me acuerdo. Esta en la que dos personas se conocen en un tren…

—¿Extraños en un tren?

—No, mujer. Que se conocen en un tren y no pueden dejar de hablar durante todo el trayecto, y deciden recorrer una ciudad, París creo que era, y se van enamorando a través de la conversación que mantienen… ¿Cómo se llamaba? La hemos visto, de hecho, con Camille en su casa, pero hace, yo qué sé, hace tiempo —declara la rubia mientras se lleva la servilleta a los labios.

—Ah, sí. Creo que sé cuál dices.

—Cuando la vimos, Camille se emocionó mucho, no hacía ningún comentario, pero aún así, no podía despegar los ojos de la pantalla. Pensé que para Camille era eso el amor, abrirse a otra persona de ese modo, destripar libros, acontecimientos políticos, obras de arte, experiencias amorosas pasadas, analizarlo todo, descuartizarlo con alguien y enamorarse entonces, más allá del parpadeo, la piel o los gestos —manifiesta con pasión, con una intensidad abrumadora.

—Entiendo lo que dices. Pero debería ser menos crédula, más práctica. Porque detrás de eso que acabas de decir, aunque es precioso, surge a veces una desconexión con el mundo real, ¿sabes? Y Camille sufre, porque se deja las entrañas, todo, en una relación que, a su juicio, merece la pena. Debería arriesgar un poco menos.

—Ella es así, su filantropía la convierten en una mujer inocente, generosa. No podemos reformarla en otra persona. Creo que es muy intrépido por su parte, querer de la manera que lo hace, pero tienen que existir personas así, dispuestas a todo, para que otros u otras, las disfruten —insiste.

—¿Pedimos postre? Aquí las tartas están exquisitas —propone la otra, mirando el reloj pensativa.

—Vale. Me parece bien.

No puedo evitar enamorarme un poco de Camille. Cuando la describen, dan ganas de conocerla en profundidad, de aprenderse de memoria lo que piensa, de ayudarla cuando se desborda del recipiente. Porque tal y como hablan de ella, parece una persona infinita en todos los sentidos, de las que no se comparan a otras, de las que no perecen. A las que, a veces, no se sobrevive.

Sé de qué película hablan. Antes del amanecer. Es una trilogía fascinante y me sonrío si imagino a Camille aguantando las lágrimas. Porque a mí también me pasa. Creo que la actitud de esa mujer, bizarra e ingenua al mismo tiempo en sus relaciones, me permite admirarla, he pasado de pensarla con compasión a encandilarme con ella en menos de unas horas.

—Entonces tarta de queso y otra de galletas. Vale —anoto.

—Sí, eso es —confirma la más dulce de las dos, sin mirar concretamente a ningún sitio.

La pareja de la mesa número siete se besa. Los de la mesa contigua miran de reojo, porque ellos no se besan, parece que hace tiempo que dejaron de hacerlo, así que los critican, como si les resultase molesto. No podemos prohibir besos en el local. Es un tipo de lenguaje universal, la saliva, el rubor, los labios abiertos y tiernos.

El que cumple años esta noche me hace una señal para que me acerque. Me pide que acepte un trozo de su pastel. Los amigos corean que debería atreverse a pedirme una cita. El chico se sonroja, pero ríe escandalosamente para encubrir la vergüenza, así, en un acto viril de miradme, soy capaz, me toma por la cintura y se declara con gracia. Intuyo que han hablado sobre mí previamente, los efectos del alcohol pueden causar estragos.

No, le respondo con amabilidad.

Qué importantes son los noes. No quiero pastel. No quiero una cita. No te quiero, simplemente.

La vida siempre va a merced del viento, es algo que he asumido a mis treinta años, pero ahora sé decir hasta aquí, y antes no sabía. Yo aprendo sobre la marcha, como a poner bombillas o a montar en bicicleta.

Los de la mesa siete ya no se besan, supongo que se sienten observados por la pareja de al lado. Lo que sí hacen es levantarse y pagar la cuenta en la barra, parece que tengan prisa.

Quizá necesitan hacer el amor. Seguir besándose, pero por todas partes. No lo sé. O tienen sueño.

No tolero demasiado bien a las personas que critican. Así, en general. Me aburren, me producen una sensación que oscila entre el hartazgo y el tedio.

Desconecto de esas vecinas de mi madre que están siempre con el pero ¿te has enterado de lo mal que le va en su matrimonio a Raquel? Si tú supieras lo que le ha hecho.

Estoy convencida de que Camille no critica de esa manera y tiene opiniones propias que no invaden la felicidad o la intimidad ajena. Aunque está dolida con esa tal Olga, y probablemente ahora mismo, sea una mujer descreída, estéril, difícil.

El dolor nos hace más fuertes pero también más complejos, aprendemos a desconfiar, a manipular, a mentir, tras recibir un golpe. Y había dolor, Camille, en eso que has vivido, me apetece decirle.

Por fin piden la cuenta algunos clientes. Necesito que esto se vacíe, que este rumor de voces y risas histriónicas se termine. Me duele la cabeza, la espalda, el corazón.

Tengo las tartas preparadas, así, en un par de platitos con cucharillas. Jose las ha preparado en un momento, las ha retirado de la nevera y las ha colocado.

Una de ellas lleva chocolatinas de colores. Después me ha hecho una señal, para avisarme, él no habla demasiado y a mí me gusta que sea así. He recogido las tartas y me las he acercado sutilmente a la nariz. Huele a infancia.

Hay veces que quiero volver ahí, a esa fase de inseguridad y aprendizaje, de dependencia y libertad. Abrocharme la hebilla de los zapatos y que mis hermanas griten que ya es tarde, que llegamos tarde. Porque ahí no había otra preocupación que la que sugiere el instante, corre abróchate los zapatos y baja las escaleras, que vamos con retraso al cine o a casa de los abuelos. No existían las preguntas retóricas, las emociones tóxicas o el pensamiento fútil. Y querer era un acto de amor que concernía a las personas que te cuidaban y protegían, sin red para por si acaso caigo.

A veces sí, lo reconozco, quiero desandar y descubrirme de pronto sobre las rodillas de mi abuela, mecida por sus brazos fuertes, adormecida. Pero también es cierto que ahora anhelo otra clase de afectos, más íntimos quizá, puede que incandescentes,  no sé. ¿Dónde perdemos la capacidad de creer? Tal vez a Camille se la han arrebatado, la confianza, digo. Y no la primera vez en una discusión, ni la segunda. Supongo que fue a la décima cuando se despertó en mitad de la noche pensando que le faltaba algo, la fe, sin ir más lejos. Estoy convencida de que al tomar consciencia del vacío inabordable de la propia fe, tuvo que levantarse de la cama y beber agua, o humedecerse el cuello y los brazos, mientras Olga dormía en el lado izquierdo de su cama.

—Ella dice que quiere ir a Reikiavik, que tiene unos ahorros y como trabaja en la agencia, puede conseguir una buena oferta.

—¿Pero no quería utilizar el dinero para comprarse una casa? —exclama la más sensata.

—Quería esa casa con Olga. Ahora supongo que ha perdido el interés.

—¿Qué pretende encontrar en Islandia?

—Nada, en realidad. Pero, ¿qué más da eso?

—La solución a sus problemas no está allí. Tiene que centrarse un poco.

—Oh, Clara, siempre estás igual. Camille necesita alejarse para enfocar otra vez sus escenarios. Quiere pensar en otra cosa, ¿entiendes? Tomar perspectiva.

—En cuanto aterrice, se sentirá exactamente igual de desdichada.

—O no. Camille es muy atractiva, con un poco de entusiasmo por su parte, quizá ligue y se acueste con algunas islandesas —bromea.

Camille se quiere ir. Huir de todos sus recuerdos, dormir en otras camas, con sábanas y mujeres nórdicas un poco insulsas que no la abracen por las noches.

La entiendo. Aunque yo necesito que me abracen, pero, claro, yo no estoy actualmente en un proceso de duelo. La enigmática chica vegetariana trabaja en una agencia de viajes, prepara y proyecta los sueños de otras personas, qué interesante.

Las dos amigas de Camille están tan concentradas en su conversación que no me han visto llegar con los postres, así que se los he dejado en la mesa con delicadeza y me he ido a cobrar las cuentas de otros clientes.

Cada vez hay menos gente y además hablan en voz baja, por el cansancio supongo, o por la costumbre de bajar el tono cuando dan ciertas horas de la noche. Como cuando le contamos algo muy personal a un amigo por teléfono y lo hacemos en susurros, por si hipotéticamente alguien puede oírnos.

—¿Camille acostándose con cualquiera? Lo dudo —afirma la morena con rotundidad.

—Alguna vez tendrá que ser la primera.

Camille no duerme con desconocidas. Tengo la impresión de que es demasiado sensible como para desnudarse y hacer el amor sin ningún tipo de significatividad, de complicidad o de vínculo. Seguro que el sexo, según Camille, es un acto privativo, carnal y poderoso, que requiere de algún tipo de compromiso, de romanticismo.

—Pues no sé.

—Espero que no lo haga.

—Yo sí.

—Se arrepentiría, Sofía.

—Pues que se arrepienta. Que cometa errores y diga palabrotas, joder. ¿Tú no decías que tenía que aferrarse a una ilusión? ¿Ahora te retractas?

—No me arrepiento, debería conocer a otras personas, pero no para acostarse inmediatamente con ellas. Ah, y ya dice palabrotas.

—Es verdad, ya las dice.

—La quieres mucho, ¿verdad? —pregunta, mirándola a los ojos.

No puedo dejar de observarlas. He prestado tal atención a su diálogo que me he aprendido sus nombres: Sofía y Clara. Ahora parecen más serias, y quiero, necesito saber la respuesta de la amiga de Camille. Su semblante revela incertidumbre y vergüenza. Sin embargo, con una destreza admirable, sus facciones se relajan y sonríe mirando hacia la puerta del baño.

—Pues claro, tanto como tú.

—No, yo no tanto. Tengo la impresión de que…

—No sigas por ahí, Clara —la interrumpe la más descarada.

—Bueno, pero déjame decirte mi opinión.

—Ya te he dicho que me gustan los hombres. Y mucho, además.

—¿Y Camille?

La mirada castaña de la insolente Sofía atraviesa la estancia, como si se asegurara de que nadie las escucha. Pero yo lo hago. Finjo que simplemente recojo platos sucios y copas de vino blanco.

—Camille no es un hombre.

—Pero la quieres.

—¿Y quién no lo hace, Clara?

—En eso tienes razón. No sé, me preocupo por ti.

—Pues no lo hagas. No estoy enamorada de ella. Si fuese un tío, pues lo estaría.

—¿No te gusta su cuerpo? ¿Por qué? ¿Porque es suave y femenino? Vaya tontería.

—La cuenta, por favor.

Sofía me pide la cuenta. Tiene las mejillas encendidas. Avanzo rápidamente a la caja para zanjar la cuestión económica, pero quiero regresar ahí y saber lo que siente Sofía. ¿Qué hace Camille para atraer a todo el mundo?

Mientras tramito los números, las contemplo en la distancia. Sofía sigue azorada, su postura en la silla denota inseguridad. Se siente incómoda.

—Me gusta su cuerpo, no se trata de eso.

—Bueno. La quieres. Su aspecto te resulta bonito. Pero te gustan más los hombres.

—Eso es.

—Los hom-bres. Esa especie a la que tratas con intransigencia y desprecio. Ese grupo de humanos que desfilan por las escaleras de tu casa con la mirada perdida.

—Gracias por la cuenta. Clara, pago yo esta noche, no llevo dinero, solo la tarjeta.

—Vale, te doy mi parte.

—O me invitas a unas copas. Tengo sed.

Me alejo unos pasos. Las dejo discutir un poco. Pero como ya se han ido todos los demás, sus voces resuenan en el local.

—No trato mal a todos los tíos. Es que me sacan de quicio. Deja de analizarme, por favor —ruega Sofía con una mueca de enfado.

—Vale, vale, no te pongas a la defensiva.

—Me pongo como me da la gana, no haber dicho esas idioteces.

—Pero ¿qué te pasa?

—¿A mí? ¿Qué te pasa a ti? ¿Por qué no me dejas en paz?

—Llevas toda la noche hablando de Camille. En realidad, llevas nueve años hablando de ella.

—¿Y qué? ¿Qué necesitas escuchar? ¿Que me gusta? ¿Que nos hemos besado?

Clara tosió, presa de la emoción.

—Tranquila, no nos hemos besado. Lo intenté, pero no le gusto yo.

El rostro de Sofía se ensombrece. Una simple confesión ha barrido toda la magia. Por un momento he sentido un pellizco de celos, no conozco a Camille pero me apetece hacerlo. Ahora siento alivio y compasión por Sofía.

—¿Y a quién ama Camille?

—A mí no, desde luego.

—Quizá es el momento de que te plantees relacionarte con mujeres, también. Puede que no sea Camille, pero habrá otras —musita Clara alargando su mano para consolar a su amiga.

—Puede que tengas razón. No estoy segura de nada.

—Eso está bien. No tienes que estarlo, déjate llevar un poco.

¿Quién lo diría? Existe una absurda tendencia a pensar que una mujer homosexual siempre perderá la cabeza por cualquier chica heterosexual mínimamente atractiva. Sofía es bastante guapa, deslenguada, interesante, pero Camille no la quiere.

Le tiendo el TPV para que introduzca su tarjeta y teclee la clave. Sofía parece volver a la realidad, como si acabase de llegar de muy lejos. Pulsa los dígitos dubitativa, pero su repentina fragilidad resulta agradable.

Se despiden de mí como quien lo hace de un amigo. Me sonríen, complacidas. Clara me acaricia el hombro. Supongo que han pasado un rato indiscutiblemente especial y a partir de ese momento, Dúo Tapas será el paisaje de una revelación, siempre que pasen por la puerta o miren el ventanal desde la otra acera, recordarán que Sofía reconoció ahí mismo, en la mesa número nueve, su posible bisexualidad, y el rechazo de Camille, de la increíble Camille.

—Podríamos recoger a Camille. Creo que en veinte minutos acababa la función —informa Clara saliendo por la puerta.

—No. Prefiero irme a casa si no te importa.

—Como quieras.