XII
EL TORNADO
LLEGÓ la embajada de los kunta en el momento en que el calor llegaba a su punto máximo.
Intaláh había mandado amigos a recibir a los kunta como es debido. La embajada constaba de siete hombres, entre ellos un hermano del amenokal.
Mientras los tamaschek se cubren generalmente todo el cuerpo menos los ojos, los kunta llevan la cabeza al descubierto, mostrando el fasto de sus largas cabelleras negras. Eran más menudos que los tamaschek, con miembros finos y afiladas cabezas, los ojos ovalados y la nariz ligera y algo curvada hacia abajo. Tenían barba rala por las mejillas, y muchos llevaban bonitos pendientes de plata o piedra.
El amenokal y su hijo los recibieron ante la tienda de juncos construida para ellos. El saludo duró mucho tiempo y acaso habría durado más si Intaláh no se hubiera disculpado con su edad, rogando a todos que se sentaran en las esterillas puestas a la sombra de la tienda.
Bebieron té y mascaron pausadamente el tabaco que se les ofrecía constantemente. Hubo una larga conversación sobre los camellos y pastos, sobre el encarecimiento de los bienes y la baja de los precios de los corderos, y sobre la dote para las muchachas casaderas… De lo único que no hablaba nadie era de Aselar. Tuhaya contó lo que había sabido recientemente en Kidal y Ayor Jaguerán tuvo que aceptar la felicitación de los kunta por su elección como amenokal. Pero de Aselar no hablaba nadie.
El enviado de Ayor había cumplido bien su misión. Pronto se vio en la conversación que los siete kunta eran ricos. Algunos de ellos poseían más de ciento cincuenta camellos y de trescientas vacas, por no hablar ya de corderos, cabras y asnos.
Por la tarde se pusieron ante los pies de los huéspedes enormes fuentes de arroz con manteca, y los iklán trajeron corderos asados, aún muy calientes del fuego.
Ayor dijo:
—Ha llegado la época fértil. Cuando se levanten las nieblas brotará del suelo el alemos fresco. También nosotros debemos empezar de nuevo, enterrando nuestras viejas disputas.
El más distinguido de los kunta, el hermano del amenokal, contestó:
—Para eso hemos venido. Pero no debes olvidar que un árbol arrancado no echa raíces. Queremos hablar de paz. Pero no de Aselar.
—Si no hablamos de Aselar no puede haber paz —dijo Ayor con firmeza, mirando con indiferencia las nubes grises que bogaban por el ued—. Nosotros, los tamaschek, queremos sólo justicia.
—Sí —dijo Intaláh, entre dos ataques de tos—. La justicia es la semilla de la paz, y la paz es la raíz del bienestar.
Uno de los kunta repuso:
—No hemos sido nosotros los que empezamos la lucha. ¡Fueron vuestros pastores! Lo han pagado caro. Pero aunque no podemos devolveros Aselar, para que no haya más lucha ni mueran más hombres, estamos dispuestos a pedir al beylik que no os castigue. No pedimos reparación por vuestro ataque. Nos basta con que nuestros rebaños puedan ir sin temor por el valle de Tilemsi, y os garantizamos que no os tocaremos una tienda…
El hermano del amenokal de Burem[126] añadió:
—Así es. Queremos jurar la paz y dejar las cosas como están ahora.
Ayor rió ruidosamente.
—Los bandidos quieren quedarse con lo que han robado. Y cuentan a los robados que les están haciendo un favor…
Entonces intervino Tuhaya.
—No debemos pelearnos, amigos. El hijo de Intaláh ha hablado como suele hacerlo la juventud. Dejad que hable la sabiduría. Hacednos una proposición que guste a todos.
Los kunta dijeron:
—Proponemos jurar la paz. No podemos hacer más. Tú acaso sepas, Tuhaya, que el beylik está de nuestra parte. Hacemos mucho por vosotros pidiendo al beylik que no os castigue por vuestro ataque.
Tuhaya indicó a Ayor que aceptara las palabras de los kunta. Pero Ayor dijo, con difícil calma:
—Si ésa es vuestra última palabra, habrá guerra. Nosotros no la queremos.
—No tememos la lucha —dijeron los kunta—. Nunca la hemos querido.
—La tendréis —dijo Luna Roja, frunciendo los labios.
—Hijo —habló Intaláh—, olvidas que queremos hablarnos como amigos. Los kunta comprenderán que necesitamos nuestra parte en Aselar. Si admiten esto, concluiremos la paz y la juraremos.
Los kunta cuchichearon entre ellos, sacudieron las cabezas y dijeron:
—Aselar está perdido para vosotros.
—Os he prometido paso libre —les gritó Ayor—. Mantengo la promesa. Pero ¡ay de vuestros camellos y de vuestras vacas! ¡Ay de vuestras tiendas! ¡Volveos!
Se volvieron instantáneamente. De la niebla del ued salían jinetes como sombras negras, camino del fuego. Los velos ondeaban al viento. Las lanzas brillaban. Resoplaban los camellos. Se veían ya los rostros, húmedos de rocío y de sudor. Sonaba el hierro y el cuero.
—Ayor, ¿qué has hecho? —dijo Tuhaya.
Ayor contestó:
—Esto no es todo. Es sólo el comienzo. Este ued rebosará de guerreros.
Intaláh contemplaba el espectáculo, y nadie sabía lo que pensaba. Los kunta se juntaron con los labios apretados y la mano en la empuñadura de la espada.
Los primeros tamaschek habían llegado a la hoguera. Bajaron de los camellos, saludaron al amenokal con ligero contacto de los dedos, saludaron a Ayor, echaron amenazadoras miradas al grupo de los kunta e hicieron como si no vieran a Tuhaya, que se había echado el tagelmust por la cara.
Luna Roja les dijo:
—Acampad y estad dispuestos.
—Queremos irnos —dijeron los kunta—. No tenemos nada que hacer aquí.
—No —dijo Ayor—. Os iréis cuando a mí me plazca. Ni antes ni después.
Era ya mediodía y aún acudían hombres de la llanura: idnán y Kel Telabit, Kel Effele y Tarat Melet.
Dijo Ayor:
—Mañana estarán aquí los ibottenatés y pasado mañana los iforgumesés. Y no nos dirigiremos a Aselar, sino a Burem.
Los kunta callaban. Con la cabeza agachada, no arriesgaban más que furtivas miradas al ejército creciente. No cabía duda posible ya: Luna Roja había concentrado todas las tribus tamaschek para vengar a los muertos. Pero aún había una esperanza para los kunta: el beylik. El beylik no soportaría que les asaltaran las tiendas y los rebaños. Intervendría con sus soldados, sus muchos fusiles, sus cañones y sus autos.
Era como si Luna Roja les adivinara los pensamientos.
—Tuhaya —dijo—, tengo un encargo importante para ti.
—Estás perdiendo a todos los tamaschek —dijo Tuhaya—. El beylik…
—El beylik —le interrumpió, tranquilamente, Ayor— está de mi parte.
—¡No es verdad! —gritó Tuhaya, sacando los dientes—. Si lo crees te engañas a ti mismo.
—Óyeme, Tuhaya: Coge el camello más veloz, vete a Kidal y habla con el beylik.
Tuhaya le miró, desanimado.
—Dile que mañana por la mañana empieza la guerra contra los kunta, por Aselar.
—No te entiendo, hijo de Intaláh. Preparas tus planes con todo secreto y ahora quieres denunciar tú mismo el comienzo de su realización al beylik. Ya notará pronto lo que haces y matará a tus jinetes y a ti mismo como a perros[127] rabiosos…
—Cierra la boca y obedece: dices al beylik: Yo, Ayor Jaguerán, voy a empezar una guerra por Aselar que asolará el país desde aquí hasta el Río. Cegaré los pozos y degollaré los rebaños en los pastos. Quemaré las tiendas de los kunta hasta Burem…
—¡Hijo! —gritó Intaláh.
—Ésa es mi palabra —dijo Ayor, con una voz en la que temblaba toda la excitación trabajosamente reprimida—. Di al beylik: si da su palabra de que Aselar será devuelto a los tamaschek… si da su palabra de que las familias de los pastores muertos recibirán una indemnización adecuada en ganado y en camellos, detendré a mi pueblo. Pero exijo un papel en el que esté escrito todo eso. Díselo, Tuhaya. Y si no traes la respuesta buena, no te atrevas a entrar en mi tienda… Otra cosa, Tuhaya, que puede olvidarla el beylik: Dile que el ayinna ha hecho todas las pistas intransitables para sus autos. No lo olvides. Tendrá que pensarlo… Ahora cumpliré mi promesa y daré conducción a nuestros enemigos hasta el valle de Tilemsi.
Se volvió a los tamaschek que estaban más cerca:
—¡Montad! ¡Vamos a Burem!
Los kunta comprendieron que Ayor hablaba en serio.
Comprendieron también que quería guerra y que la había preparado.
Intaláh respiró trabajosamente. Tadast le dio leche caliente. Se la bebió a sorbitos.
—Dime, hijo —murmuró de repente—, dime la verdad: ¿qué te mueve en este juego? ¿La justicia? ¿Sí? ¿O la ambición? La verdad, hijo.
Ayor se inclinó para hablarle al oído.
—Si la ambición no se suma a la justicia, la justicia no echa raíces ni hojas, padre… Perdóname que no te dijera lo que preparaba.
Intaláh le rechazó con la mano.
—Alah te ayude… Él, que ama a los osados… Entiendo por qué haces esto… pero no te perdono que no confiaras en mí… Hijo, eso no te lo perdono… ¡márchate!
Ayor se levantó y le señaló la silueta de Tuhaya, que partía en aquel momento.
—Ése es el motivo, padre. Estaba demasiado cerca de tu boca…
—Márchate —murmuró Intaláh— yo… yo soy tu padre.
Luna Roja se dirigió a los kunta:
—Nos marchamos. Subid a los imenas.
Sin ocuparse más de ellos saltó a su camello, gritó a los tamaschek que le siguieran y emprendió el camino del sur, hacia Burem.
Ayor preguntó a los embajadores kunta:
—¿Cuántos camellos tienes?
—Ciento veinte.
—¿Y tú?
—Doscientos.
—¿Y tú?
—Doscientos diez.
—Treinta… sesenta… ciento once… noventa.
—Los degollaré todos —dijo, tranquilamente, Ayor, y volvió a separarse de ellos.
Cuando hicieron alto aquella noche, se le acercó el hermano del amenokal de los kunta y preguntó:
—¿Qué pides además de Aselar?
—Veinte camellos por cada muerto —dijo Ayor.
—Es demasiado —dijo el otro.
—Bueno. Pongamos doce si aceptáis en seguida.
—No podemos. Tenemos que hablar con el amenokal en Burem.
—Tú eres su hermano —dijo Ayor—. Mañana, cuando se levante el sol, te adelantas y le avisas de que llego. Si quiere la guerra, la tendrá antes de que se ponga el sol por quinta vez. Si quiere la paz, que me mande los camellos al encuentro de mis guerreros.
El kunta se marchó, preocupado.
—Dile también que diga al beylik: He devuelto los pozos del ued de Aselar a los tamaschek —gritó Ayor cuando el kunta se marchaba.
Al otro día, poco antes de la tarde, el número de tamaschek que seguían a Ayor era ya de mil doscientos, y aún faltaban las tribus de la tamesna, que estaban en marcha.
Por la tarde apareció en el cielo un puntito negro que venía del sur. Se acercó veloz y dio vueltas mucho tiempo por encima de los guerreros.
Ayor dijo:
—No os preocupéis del avión. No lo miréis. Seguid marchando tranquilamente.
El avión desapareció como había venido y volvió por la tarde del día siguiente, en el momento en que alcanzaban el valle de Tilemsi. Voló también un rato por encima de los tamaschek, tan bajo esta vez que pudieron ver la cara del piloto en la cabina.
Pero tampoco pasó nada, y la máquina hizo rumbo a Kidal con su perverso rugido.
En un prado hallaron un joven camello blanco que llevaba en el cuello una señal de los kunta. Ayor mandó cazar el animal y que lo llevaran ante los kunta.
—¿Es vuestro? —preguntó.
—Sí —dijeron—, lleva una de nuestras marcas[128].
Ayor mandó a sus hombres que lo degollaran.
Le cortaron el cuello y lo dejaron desangrarse en presencia de los kunta.
—Éste es el primero —dijo Ayor—. Lo mismo haremos a todos vuestros camellos. El beylik llegará demasiado tarde para vosotros, pues no tenéis ya más que dos días de tiempo. Ahora, adelantaos a nosotros. Si ninguno de vosotros vuelve de Burem a traemos la paz os pasará a vosotros lo mismo que a ese camello.
Galoparon a toda velocidad sin dar a sus animales una hora de descanso hasta llegar a Burem.
Hacia la noche volvió a presentarse el avión, describió un lazo bajo por encima de ellos y les lanzó un mensaje que decía: «Deteneos donde estáis y esperad al mensajero».
Era una carta del beylik con su firma al pie. Pero Ayor no dijo a nadie lo que estaba escrito en el papel y prohibió al hombre que lo había traducido que lo dijera a otros.
Así siguieron adelante sin preocuparse por el mensaje.
El mensajero llegó al cuarto día. Era Tuhaya: deshecho, acabado por la vertiginosa cabalgada que había realizado, con los ojos hundidos y grandes ojeras.
—Salam aleikum, Ayor Jaguerán.
—Aleik esalam. ¿Qué nos traes?
—Una carta del beylik para ti.
—¿Dice sí o dice no? —preguntó Ayor.
—Dice sí —contestó Tuhaya—. Pero créeme: en mi vida he tenido que hablar tanto como esta vez.
—Es mejor que tengas que hablar tú dos semanas a que perdamos Aselar —contestó Ayor—. Tradúceme la carta.
Tuhaya leyó:
«A reserva de que el amenokal de los kunta esté de acuerdo con esta solución y con la condición de que Intaláh licencie inmediatamente a sus guerreros, se abren desde este momento para los tamaschek sus antiguos pozos del ued de Aselar.
»Se prohíbe a Ayor Jaguerán ag Intaláh seguir avanzando por el valle de Tilemsi. Los soldados del beylik están dispuestos».
Ayor dijo:
—Seguiré avanzando hasta que me llegue contestación de Burem. El beylik no tiene en Kidal más que treinta goumiers. No puede hacerme nada, y antes de que reciba refuerzos he logrado yo mi objetivo.
Tuhaya le avisó:
—No irrites más al beylik. Está muy irritado contigo.
—Si reconquisto Aselar —repuso Luna Roja, con orgullo— que esté todo lo irritado que quiera conmigo.
En la mañana del quinto día les llegó una larga caravana dirigida por el hermano del amenokal. Traía doscientos cincuenta y dos camellos y una carta en árabe. La carta ofrecía la paz.
Ayor leyó la carta en voz alta y consiguió con mucho trabajo colocar un par de frases en el tumulto de entusiasmo que se desató. Finalmente, consiguió silencio.
—Llevad los camellos a las mujeres de los muertos —dijo— y venid conmigo a Aselar. Vamos a volver a tomar posesión de todo lo que nos habían quitado.
No todos los hombres atravesaron las dunas de Timetrin[129] camino de Aselar. Los más viejos se llevaron los camellos y volvieron a sus rebaños. Los que siguieron a Ayor eran, sobre todo, jóvenes.
También Tuhaya fue con Ayor. Se había dado cuenta de que era mejor colocarse desde aquel momento al lado del astro creciente si quería seguir con sus ventajas.