XI

LA ELECCIÓN DEL PRÍNCIPE

LOS príncipes de los tamaschek se presentaron a Intaláh; por los idnán llegó Bi Saada ag Rhakad. Los Kel Telabit[119] mandaron a Ramzafa ag Elrhasan. Los Kel Tarlit[120] y los Tarat Melet[121] mandaron sus hombres más distinguidos. Los últimos en llegar fueron los príncipes de los ibottenatés y los iforgumesés[122]. Llegaron tan tarde porque eran los que venían de más lejos.

Se habló mucho y bastante sin sustancia. Algunos príncipes se creían grandes oradores y no decían nada sólido.

Intaláh, príncipe de los Kel Effele y amenokal de todas las tribus tamaschek de Iforas, habló al tercer día. Estaba sentado en el círculo de los hombres, apoyado en varios cojines y un poco más alto que los demás. Callaron todos para no perder una palabra.

Dijo Intaláh:

—Cuando el padre abandona la tienda la confía a los hijos. Pero no al más débil ni al más tonto, sino al más fuerte y al más inteligente.

Evalá —dijeron los príncipes, y bajaron la cabeza.

Siguió Intaláh:

—Tengo muchos hijos de mis mujeres y a todos los amo. Pero sólo uno puede guardar la tienda y proteger los rebaños. Por ello he escogido entre mis hijos uno. Me he hecho viejo y pronto dejaré de dormir en mi tienda y de oír por la noche los gritos de los camellos. Por eso he tenido que tomar medidas para que mis bestias vayan todos los días al pozo.

Evalá —asintieron los príncipes.

Bi Saada dijo:

—Así dispone sus cosas el hombre sabio. Verdaderamente, Intaláh, tú eres un marabú.

Dijo Intaláh:

—Hace unos años reuní a mis hijos en torno mío y les propuse esta pregunta: ¿Quién deja la huella más magnífica?

Se miraron los hombres. Sentían pasión por descifrar acertijos como ése. Pero callaron, por no interrumpir a Intaláh.

—Un hijo contestó: Padre, la gacela. Ninguna huella en la arena es como la de la gacela. Otro hijo contestó: La huella del muflón, del carnero salvaje de la montaña; Es aún más hermosa. Ninguna puede compararse con ella.

Bi Saada habría dicho con gusto: No. Es la huella de la leona a punto de saltar. Pero calló por cortesía.

Intaláh dijo:

—El tercer hijo pensó: Sin duda es la huella de la gallina pintada. Es hermosa y sin defecto.

El príncipe de los iforgumesés no pudo aguantar más.

—Pero, Intaláh, ¿ninguno dijo que era la huella del camello joven en la arena roja de la duna?

Dijo Intaláh:

—Otro hijo declaró que era la huella del avestruz, pues es la más escasa.

Los hombres sacudieron la cabeza al oír esta opinión.

Intaláh prosiguió:

—Pero uno de mis hijos dijo: Padre, la huella más hermosa que conozco es la huella del ayinna[123], del gran tornado. Su huella significa agua, pasto, bienestar.

—¡Oh! —exclamaron los príncipes— ése es el más inteligente, el más inteligente de todos.

Dijo Intaláh:

—Ésa fue la respuesta de mi hijo Ayor Jaguerán.

Ellos exclamaron:

—Es digno de cuidar tu tienda y de aumentar tus rebaños. Evalá, así es.

Intaláh dijo:

—Él será amenokal cuando yo me vaya al Paraíso.

Mientras esto ocurría en el campamento de Intaláh, Luna Roja iba de tienda en tienda, de ued en ued, de pozo en pozo. En cualquier lugar que desmontara tenía segura acogida.

Estaba poseído por su voluntad de borrar la derrota de Aselar. Excitaba y aguijoneaba a los hombres con sus discursos hasta que los encendía tanto que querían partir con él y se emborrachaban con sus propias palabras.

—Si me preguntáis si todos los tamaschek se pondrán en marcha os contesto: ¡todos! Llegarán de Tin Ramir y de Tin Za’uzaten, de Kidal y de Aguelhoc, del ued Sadidén y del pozo de Sandeman. Llegarán del lugar donde se levanta el sol y del lugar donde se pone.

—¿Y cuándo será? —preguntaban, aguantando el aliento. La idea de una expedición así les embriagaba.

Luna Roja contestaba:

—Cuando el primer tornado haya azotado la tierra, no esperéis un día más, sino marchad al hokum de mi padre. Coged vuestros camellos más fuertes y afilad las espadas hasta que corten como puñales. Coged también vuestras lanzas y vuestras mejores ganduras. Pero dejad los escudos en las tiendas. No los necesitamos…

Luna Roja llevaba un vestido azul celeste y tagelmust blanco. Montaba un camello negro. La roja silla de montar era de Agadés[124], y la manta de lana de colores de Timimun[125]. Le colgaba del cuello un amuleto de plata.

Todos los que le veían deseaban imitarle en la ropa. Por eso estaban las muchachas tiñendo tela y cosiendo cuero.

Los muchachos recorrían los ueds buscando astas para las lanzas, pues no todos eran lo suficientemente ricos como para tener las astas de hierro. Noche y día hablaban los hombres de la elección del camello para aquel día sin igual.

Con todo ello iba aumentando y encendiéndose el odio a los moros kunta, y el nombre de Aselar se convirtió en consigna con la que se reconocían los tamaschek.

Luna Roja se dirigió del oeste al norte, y del norte al este, y forjó con sus palabras la unidad de las tribus. Muchas sabían ya que sería amenokal. Por ello le recibían a menudo con honores sólo debidos a su padre.

Había un ued en el norte que no visitó Luna Roja. Era el ued Tin Boyeritén, donde tenía su hokum el padre de Tiu’elen. Por una timidez que ni él mismo entendía, describió un gran arco en torno de aquella zona.

«Pues ¿qué le voy a decir a Tiu’elen?», pensaba.

Pedirle él mismo que fuera su mujer era convertirse en objeto de burla, pues parecería que no había encontrado a nadie que la pidiera por él y para él, según la costumbre. Además, no le había enviado regalos, y no podía presentarse al marabú con las manos vacías…

Otras veces pensaba: «¿Y por qué no puedo pasar una noche en una tienda en la que he vivido cuatro años? No hace falta que hable con Tiu’elen. Basta que hable de Aselar con el marabú…».

Pero su orgullo le impidió ceder a esta última idea. No fue al ued de Tin Boyeritén y decidió sorprender más tarde a Tiu’elen con fabulosos regalos… «Es una mujer que me conviene», pensó, «y no pocos me envidiarán por ella».

Casi había terminado Luna Roja su recorrido, y ya había dirigido su camello hacia la aberid que le llevaría a la tienda de su padre. Los últimos días fue fácil su tarea. Había llegado a una zona en la que las mujeres estaban ya instruidas por Tadast, y el nombre de Aselar estaba en todas las bocas, y la campaña contra los kunta era cosa decidida.

—Tadast nos ha hablado —le decían—. Basta con que nos llames.

—Venid cuando empiece el primer ayinna —contestaba—. Y guardaos de las gentes del beylik.

—¿En qué piensas? —le preguntaron.

—No doy nombres —contestó—. Vosotros los conocéis mejor que yo.

Ellos dijeron:

—El único hombre que está con el beylik es Tuhaya.

Lima Roja contestó:

—Vosotros sabréis. Cerrad la boca.

A su vuelta se encontró con Tuhaya, que había llegado de Kidal el día antes.

Antes aún de que entrara en la tienda le salió al encuentro Tuhaya.

—Te felicito, hijo de Intaláh. No ha habido discusión en tu elección como amenokal. Es una buena señal.

Luna Roja dio cortésmente las gracias y le preguntó:

—¿Qué novedades traes de la casa del beylik?

Tuhaya entornó los ojos y puso la boca torcida, como si le cegara el sol o como si hubiera mordido un fruto amargo.

—Es más difícil de lo que crees… El beylik se propone separar a los tamaschek de los kunta, para que no vuelva a haber luchas entre ellos. Quiere dejar Aselar a los kunta y poner como frontera el valle de Tilemsi. Más allá de él, los tamaschek no podrán llevar nunca sus rebaños…

Luna Roja no dijo nada, pero en su rostro se expresaba la más resuelta oposición.

—Escúchame aún —dijo Tuhaya, en seguida—. He contestado al beylik: si eso ocurre habrá descontento. Nadie puede prever lo que harán los tamaschek. El beylik me encarga que te diga: guárdate tu plan. No ocurrirá nada antes de que el beylik llegue a tu tienda y hable contigo. Será después de las lluvias…

—Así lo había previsto —dijo Ayor, duramente—. Para ahorrar incomodidades al beylik tenemos que renunciar al agua de Aselar. Mandará sus soldados al valle de Tilemsi y nos impedirá pasar esa frontera.

—Eres duro —dijo Tuhaya—. Pero he hablado mucho, y si no hubiera ido yo —puedo decírtelo en confianza— el beylik hubiera aún castigado a los tamaschek por haber empezado la lucha en Aselar. Yo lo he evitado. Pero no quiero hablar de eso. Lo que te pido es que no permitas que haya disturbios. Me ha llegado un rumor de que has pronunciado discursos en las tiendas. Espero que hayas exhortado las tribus a la paz, como dijimos.

Ayor contestó:

—Te agradezco tus esfuerzos. No puedo prescindir de tus consejos durante las próximas semanas. Por eso es importante que estés todos los días cerca de mí y no abandones el campamento de Intaláh hasta que hayamos pasado estas semanas difíciles. No he podido convencer a todos en las tiendas de que no podemos hacer la guerra…

Tuhaya se tragó la mentira con satisfacción. El elogio y el prestigio le eran tan importantes como el arroz para el hambre y el agua para la sed.

En cambio, Intaláh oyó de su hijo lo siguiente:

—Sé que vendrá una embajada de los kunta para hablar contigo. Te pido que los recibas bien. Pero debes dejarme a mí la palabra grande.

Intaláh contestó:

—Es una buena noticia, hijo. Pero temo que seas demasiado ardoroso en tu discurso, y he sabido por Tuhaya que el beylik está de parte de los kunta. Entonces ellos se enardecerán al oírte. Habrá lucha y ellos pedirán la ayuda del beylik… Será un mal final para nosotros.

Ayor siguió:

—Hablaré con los kunta tan tranquilamente como he hablado con las tribus de los tamaschek durante este viaje.

Esto convenció a Intaláh.

—No duraré mucho tiempo —dijo, sombríamente—. Me doy cuenta. Por eso es lo mismo que hable yo o que hables tú. Tú eres el amenokal. Por eso tendrás tú que responder de todas tus palabras… Siéntate aquí, hijo. Tengo cosas que contarte.

Luna Roja se sentó y se puso colorado, adivinando que su padre no iba a hablar esta vez de política.

—Tengo una noticia para ti del ued Boyeritén… La muchacha de que me has hablado no parece inadecuada para ti. Los dos hombres que mandé al marabú, mi amigo, me han dado buenas noticias. Creen que la muchacha es buena para un amenokal… Pero me dijeron también que hay muchachas de tiendas más nobles, y que la belleza no vale el nacimiento…

—Para mí no hay más que Tiu’elen —dijo, terco, Ayor.

—Para ti, hijo. Pero parece que para esa muchacha hay otros hombres…

—¿Qué quieres decir, padre?

—No ha preguntado por ti ni te manda saludos. Tampoco su madre parecía pensar en una unión con nuestra tienda. Algo más: casi cada día llegan al ued Tin Boyeritén viejos y jóvenes para ver a Tiempo Cálido…

—No puede ser —se le escapó a Ayor. Y el rojo de sus mejillas se hizo cárdeno y llamó la atención a Intaláh.

—Un tamaschek no se altera —dijo, con su quebrada voz—. Es como te digo, hijo. Mis hombres me han contado que las visitas se deben a una canción que se canta en todos los fuegos…

—¡Maldita canción! —dijo Luna Roja—. El zagal que la ha compuesto es un imrad que no tiene ni un camello.

—¿Quién es? —preguntó Intaláh.

Mid-e-Mid ag Agasum —dijo, con desprecio, Ayor—. Un necio, un necio que gotea miel por todas partes, un vanidoso… No cantó más que para que le dieran una olla de esink… Luego, cayó en manos de Abú Bakr y nadie ha sabido más de él…

—Estás excitado, hijo —dijo Intaláh, con la sabia sonrisa del anciano—. No se sabe que la muchacha haya mostrado hasta ahora preferencia por nadie. Por tanto, mandaré como peticionario tuyo regalos al marabú, y pactaré con él la dote. Lo haré mañana mismo, injaláh.

—No —le contradijo Luna Roja—. No antes de que terminen las grandes lluvias, no antes del último ayinna.

—¿Por qué? Primero no quieres dejar que ningún otro se lleve la muchacha, y ahora quieres esperar antes de pedirla. No es necesario que te cases en seguida. Tienes tiempo hasta tu muerte…

—Padre —dijo Luna Roja—, no hables así… Tengo otros motivos…

—Te escucho —dijo Intaláh.

—No quiero pedirla hasta que tenga un nombre entre los tamaschek. Tiempo Cálido debe saber que se casa con un hombre respetado por todos…

Salió Ayor.

Ante la tienda le corrió al encuentro Queso de Leche Fresca y se le colgó de la ropa.

—Ayor —dijo la niña—, estoy jugando a Tiempo Cálido.

—¿Cómo? —dijo, asombrado—. ¿Cómo sabes ese nombre?

—Sale en la canción que cantamos —dijo la niña, desnuda como todos los niños tamaschek. Y cantó:

Decidme, hombres, qué pensáis de Tiu’elen

—¿Y a eso juegas? —preguntó, riendo.

—Sí. Píntame con antimonio, como Tiu’elen.

—Bueno —dijo Ayor—, te pintaré. Tráeme el color de tu madre.

Volvió la niña con el lápiz de antimonio, y Ayor se sentó y le pintó de azul oscuro los párpados y un poco también los labios.