La lección de Balzac
En el último momento, me ha parecido necesario sacrificar a la terrible cuestión del tiempo una hermosísima y espléndida introducción que había preparado para el asunto sobre el que tengo el honor de dirigirme a ustedes. Reconozco que es imposible pedirles que se paseen conmigo por ese pórtico de columnas, pavimentado de mármol —créanme— y entretejido de seductoras flores. Debo invitarles a encaminarse directamente hacia la casa y entrar allí conmigo, como si ya hubiera conseguido empezar a interesarles. Así pues, asumamos que ya hemos intercambiado algunas ideas sobre la benéfica función de la crítica, y que yo ingeniosamente he deducido incluso que la crítica es la única puerta que conduce a la valoración, de la misma forma que la valoración es, en lo relativo a una obra de arte, la única puerta que se abre al goce. Quizá se pregunten por qué hablo como si estuviésemos, en nuestras circunstancias, sometidos a un tribunal literario de apelación, y me apresuro a decir que la apelación en la que pienso es precisamente la interpuesta por el juicio general y no la apelación a dicho juicio; es enteramente al juicio particular al que apelo, me refiero a esa opinión, muy pequeña a veces, pero siempre infinitamente preciosa, capaz de dar cuenta inteligible de sí misma. Pero dónde habrá que buscar exactamente, entre nosotros y en este momento, ese elemento del informe lúcido de las impresiones recibidas, de los juicios formados, de las intenciones comprendidas y de los valores atribuidos, es otro aspecto de la cuestión al que me temo que tendría que dedicar otro discurso. No propongo ni por un momento invitarles a pasar por alto el hecho de que el enorme conjunto de productores y lectores anglosajones —y en especial nuestra vasta multitud cisatlántica— presenta una producción descontrolada, una producción virgen de crítica, desnortada, oscura, analfabeta y desvergonzada a una escala realmente nueva en el mundo. Es la subversión más absoluta de la proporción entre elementos que se haya visto jamás. Es el rebaño más enorme vagando sin pastor, tocando música sin la perspectiva del clásico cayado, engalanado o no, sin ni siquiera el ladrido del perro pastor —que una vez fue un sonido saludable— que jamás haya encontrado espacio para pastar. Ha sucedido lo opuesto de lo que habría cabido esperar que sucediera. Los pastores han disminuido a medida que el rebaño crecía, como si en número y cuantía los hubieran sobrepasado o incluso como si aquellos a su cargo se hubieran transformado en una manada de lobos voraces. No obstante, supongamos que aún podemos encontrar dos o tres miembros del gremio, ocultos tras un seto o a horcajadas en alguna de las ramas más altas de un árbol; supongamos, incluso, que si nos colocamos adecuadamente y procedemos con tacto, aún podemos restablecer algún tipo de relación amistosa con ellos.
Si unimos nuestras cabezas sobre esta base, posiblemente nos demos cuenta de que, en lo más profundo de nuestro corazón, sentimos una inteligente gratitud hacia cualquier autor que con cierta plenitud de presencia y sólida honradez acceda a encajar en una de las conscientes categorías de nuestra atención. Hay abundantes figuras literarias que no alcanzan siquiera a llenar ni el más pequeño de estos receptáculos; hay otros que, por el contrario, ocupan el más grande hasta casi romperlo. Es a estos últimos a los que la contemplación interesada se vincula con más cariño, hasta ese punto en el que realmente parece que cualquier ocasión es buena para hablar una y otra vez sobre ellos. Tienen la virtud de que su inmediata presencia hace que nuestras ideas, ya sean sobre la vida en general o sobre el arte que ellos ejemplifican en particular, revivan y alienten de nuevo, se multipliquen más o menos hasta bullir. Debo admitir que ningún novelista —puesto que de común acuerdo hemos limitado nuestra atención a ese gran grupo—, ningún novelista, en mi opinión, recompensa la consideración como el o la que (y enfatizo la generosidad de mi «la») ofrece al espíritu crítico la oportunidad de cierta práctica educativa intensa. La lección de Balzac, al que nos encaminaremos directamente, consiste en que él la ofrece como ningún otro miembro del grupo puede aspirar a hacerlo.
Porque hay miembros del grupo que no consiguen producir en absoluto el efecto en cuestión. Tomemos, para empezar, a alguien muy próximo a Balzac, su ilustre contemporánea, la señora George Sand, tan sugerente, tan asertiva, tan instructiva como un comerciante con la vida, como una elocuente exponente de sí misma, como lo que hoy llamamos una personalidad equipada y armada, pero de una naturaleza artística tan plana y sencilla comparativamente, tan felizmente armoniosa, que su obra, tomada en su conjunto, presenta tan pocos puntos de análisis a los que agarrarse como un gran huevo de Pascua dorado y pulido, orgullo de una pastelería o tesoro de un museo. Permítanme añadir, además, —en cuanto que también es una cuestión de esa identificable hermandad femenina— que Jane Austen, con toda su liviana elegancia, no nos despierta más curiosidad sobre su proceso o sobre la experiencia interior que lo alimenta que el gorrión pardo que cuenta su historia desde un arbusto del jardín; y esto, confieso libremente, a pesar de ser uno de esos escritores, arrinconados y dignos de confianza, de los que me habría gustado empezar hablando; uno de esos en cuyo favor la discriminación ha funcionado prácticamente desde hace mucho tiempo. En realidad, ella es un ejemplo insigne de cómo, a pesar de todas sus complicaciones, la discriminación acaba infaliblemente por funcionar. Un atajo certero, uno de los atajos más breves y certeros logrado en este campo, gracias a la opinión del público en general, se abrió de manera oportuna justo ante sus pies. Marginada casi durante treinta o cuarenta años tras su muerte, ella tal vez sea para nosotros el mejor ejemplo posible de esa mejora en la valoración, originada por una lenta disolución de la estupidez y que, en medio siglo aproximadamente, es capaz de cambiar de dirección. Esta corriente ha subido mucho en la orilla opuesta, la orilla de la valoración —creo que ha superado la marca de agua más alta del mérito intrínseco y el interés de la autora—. Aunque, desde luego, doy por supuesto —como algo a tener en cuenta— que, en cierto modo, aquí estamos tratando de las crecidas tan profusamente alcanzadas, más allá de su simple alcance lógico, por la fuerte brisa de lo comercial; en otras palabras, por ese peculiar espíritu del comercio de libros, una fuerza codiciosa, activa y obstaculizadora que tiene muchas confusiones de patente valor, multitud de valoraciones erráticas y estrafalarias de las que responder. Los responsables tal vez sean el conjunto de dueños de editoriales, editores, ilustradores, productores del ameno cotorreo de las revistas que encuentran a su «querida», a nuestra «querida», a la universalmente «querida» Jane tan adecuada a sus objetivos materiales, tan dispuesta a la elegante reproducción en cualquiera de las variedades formales consideradas de buen gusto y en las que según parece resulta vendible.
Por supuesto no quiero decir que ella sería vendible si, en cierto modo, nosotros —empezando por Macaulay, su levemente tedioso primer enamorado— no hubiéramos perdido nuestro corazón por ella[1]; pero no puedo evitar verla, en gran medida, en el mismo joyero de la suerte que las Brontë —a juzgar por el último galardón—; como si se tratara de un caso de popularidad (especialmente en lo referente a las hermanas de Yorkshire), de un engañoso enamoramiento, de una visión sentimental, en gran parte determinada por los accidentes y circunstancias que originalmente rodean la manifestación del genio y que, solo por razones sentimentales, en lo que a esto último se refiere, hubieran inclinado totalmente la balanza de su valoración. La explicación de la suerte de Jane Austen con la posteridad se debe, en parte, a la extraordinaria gracia de su destreza; en realidad, de su inconsciencia; como si debido a la dificultad o al desconcierto, ella se quedara a veces meditabunda sobre su costurero, sobre las flores del tapiz, y en el descarnado y frío salón de otros tiempos, cayera demasiado metafóricamente, podría decirse, en ensoñaciones, y las puntadas perdidas durante estos excusables y preciosos momentos se recogieran más tarde como pequeños toques de sinceridad humana, breves destellos de serena visión, pequeñas pinceladas maestras de imaginación. Creo que la tradición romántica de las Brontë con la posteridad se ha visto aún más favorecida por una fuerza independiente de cualquiera de sus facultades literarias, por la concurrente imagen de su deprimente y trágica historia, su soledad y pobreza. Ese cuadro ha sido expuesto insistentemente ante nuestros ojos como la página más cruda de Jane Eyre o Cumbres borrascosas. Si, como decimos, esto fueran «historias», e historias de profundo interés, el medio del que surgían era, sobre todo, una historia en sí misma, una historia que claramente ha desplazado hacia fuera las verdaderas causas de reconocimiento y que ha terminado por imponerse como una expresión del poder interesado. En resumen, la posición personal de las tres hermanas, de dos de ellas en particular, habría estado marcada por un acento tan intenso que este acento se ha convertido para nosotros en el tono dominante de su producción. Cubre y suplanta los asuntos, el espíritu, el estilo, el talento y el gusto de las tres novelistas; encarna realmente el más completo revoltijo intelectual, si el término no resulta extravagante, que nuestro maravilloso público haya alcanzado nunca sobre una cuestión literaria. En realidad, no se acepta que el asunto pertenezca para nada al ámbito de la literatura. La literatura es un objetivo, un resultado planeado. La vida es la causa inconsciente, agitada, forcejeante y torpe. Pero, en lo referente a las Brontë, la moda ha sido la de confundir de tal manera la causa con el resultado que dejamos de saber, en presencia de tales éxtasis, lo que hemos sostenido o de lo que estamos hablando. Los éxtasis representan la marca de agua de la valoración sentimental.
Sin embargo, estas no son sino brillantes antorchas, dirán ustedes, para colgar en la gran avenida oscura y desierta que conduce hasta la estatua sedente de Balzac. Debo admitir que tienen ustedes tanta razón que sin duda coloco ahí esas antorchas en gran medida solo para hacer visible la oscuridad. Es cierto que colectivamente, y con toda nuestra torpeza de juicio, llegamos a juicios burdos y el autor de La comedia humana se ha beneficiado, en cierto modo, de uno de los más burdos. Durante muchos años, hemos aceptado sin más su grandeza, pero en la forma desmañada y vana de los que se apartan de un clásico o de un pesado. «Ay, sí, es todo lo grande que quieras…, pero no hablemos de él.» Mi objetivo ha sido precisamente «hablar» de él porque me parece que esa forma de recibimiento y aún más, esta forma de despedida son totalmente inadecuadas; no logro ilustrar lo que quiero decir, a no ser que muestre que no podemos alcanzar un conocimiento realmente provechoso de un escritor si nuestro reconocimiento se queda en la superficie. Nuestra indolencia e ignorancia pueden preferir la forma vacía, pero el castigo y la humillación nos llegan cuando de verdad tiene lugar la consagración del autor y nosotros hemos quedado, por así decirlo, al margen de la fiesta. La mejor prueba de que el gran arte del que Balzac sigue siendo el gran maestro es, prácticamente, a nuestro alrededor, un arte desacreditado y en bancarrota (desacreditado, quiero decir, para recibir cualquier atención orientada y motivada), lo corrobora el hecho de que estemos tan dispuestos a disculparnos por no saber nada de él. Los ritos superficiales, incluso hoy en día, rara vez se producen, y entre el torrente de verborrea por el que los miles de nuevas novelas encuentran un pretexto para aparecer en los periódicos, el nombre del escritor que realmente es el padre de todos nosotros se menciona menos que el de alguien que no fuera de la familia.
Al mismo tiempo, me permito insinuar que probablemente la familia podría recuperar su despilfarrada herencia y reunirse para ofrecerle otra oportunidad, pero debería hacerlo con la condición de no abrir la boca durante una hora y de dedicarse a un exhaustivo examen de conciencia con la imagen de su fundador. Sé que él se enfrenta al inconveniente de no poder presentarse como un clásico, que es precisamente la razón que en apariencia menos se habría tenido en cuenta para considerarle un pesado. En lo que a esto respecta, su situación se debe exclusivamente a él mismo: no se le ha concedido la gracia, lo que habría sido muy cómodo para nosotros, de haber florecido en un único logro supremo. Sus «éxitos» están tan cohesionados que el análisis individual resulta difícil debido a su consistencia, a su densidad. Ni siquiera Eugénie Grandet es un logro supremo en el sentido de que ese fruto concreto sea separable del racimo. El racimo es demasiado grueso, el tallo demasiado duro; antes de saberlo, cuando empezamos a tirar, tenemos la rama entera sobre nuestra cabeza…, o tal vez sería más exacto decir que tenemos todo el árbol, si es que no tenemos todo el bosque. Para un gran trabajador, es perjudicial el que debamos tomar su obra en conjunto, porque por desgracia, el hecho de que ninguna de sus obras sobresalga lo suficiente para representar al resto, que simbolice el conjunto, sugiere un sorprendente parecido con otros tipos de trabajo. También es cierto que ni los mediocres ni los patanes florecen intensamente y lo mismo se puede decir de ciertos genios felices que fluyen en una corriente descontrolada, errática y, sobre todo, sin filtros.
Sin embargo, la diferencia es que la mayoría de estos productores libres e indulgentes, los grandes y rotundos improvisadores, no han acabado generalmente por imponerse; cuando tratamos con ellos concluyentemente y, como he dicho, para hacer borrón y cuenta nueva, los tratamos por simplificación, por eliminación, lo que bien podría ser la venganza que el tiempo se toma con ellos para compensar el espacio que al principio ocuparon. Ellos siguen aún allí, por supuesto; pero lo están con la condición de que en toda investigación santurrona sobre ellos —íntimamente relacionada con la apariencia con la que al fin se muestran ante nosotros— siempre se tenga en cuenta que la libertad y la indulgencia que eran los principales rasgos en la época en que aparecieron son ahora cualidades aún más sorprendentes y a menudo aún más desconcertantes. Los puntos débiles de un artista se debilitan con el tiempo y los fuertes se fortalecen, así que, en relación con la duración, nunca está de más tener tantos puntos fuertes como sea posible. Es el único modo que hemos encontrado —incluso en esta época de notable investigación de lo vulgar y fácil— para no tener tantos puntos débiles que finalmente acaben por delatarnos. Balzac se alza casi en solitario como un improvisador que consigue precisión y peso, una precisión y un peso que se han conservado. El motivo que tengo para hablar de él como un improvisador lo comentaré en breve, pero, mientras tanto, permítanme decir con franqueza que cuando hablo de él, solo puedo hacerlo como alguien de su oficio, como un colega emulador que ha aprendido de él más lecciones sobre el atractivo misterio de la ficción que de ningún otro, y que es consciente de tener que devolver una deuda tan grande que, sin duda, tendrá que hacerlo a plazos, como si no pudiera reunir jamás toda la cantidad requerida.
Cuando, en ocasiones, tengo la tentación de preguntarme por qué, después de todo, deberíamos seguir hablando de la novela, la perversa fábula contra la que, de tantas maneras, puede lanzarse una acusación tan llamativa, me parece ver que el pretexto más simple no se puede buscar en ninguna contrastada filosofía, ni en ningún motivo abstracto de nuestra perversidad o de nuestra frivolidad. La auténtica explicación de estas cosas la revela algún gran profesional, algún ejemplo concreto del arte, una amplia capa bajo la cual podamos arrastrarnos. Volvemos, desde luego, al ejemplo y la analogía del poeta; con el consuelo, sin embargo, de que el poeta es más el poeta cuando es fundamentalmente lírico, cuando habla, ríe o llora directamente con su corazón individual, que late con las impresiones de la vida. No es tanto la imagen de la vida lo que así expresa como la vida misma en su esencia, al igual que sus propios estados de ánimo y sentimientos esencialmente íntimos. Cuando empieza a recopilar anécdotas, a contar historias, a representar escenas, a preocuparse por los estados de ánimo y sentimientos de los demás, está en el camino de no ser el poeta puro y simple. No obstante, el elemento lírico permanece en él y a través de ese elemento conecta con lo que resulta más espléndido en su expresión. El instinto lírico y la tradición son inmensos en Shakespeare; por esa razón, aunque fuera gran contador de historias, gran dramaturgo y pintor, en resumen, gran amante de la imagen de la vida, no es necesario insistir en su caso como ejemplo. El elemento lírico no es grande —en realidad, no está en absoluto presente— en Balzac, ni en Scott (el Scott de la voluminosa prosa), ni en Thackeray ni en Dickens, que es ni más ni menos por lo que son esencialmente novelistas, casi exclusivamente amantes de la imagen de la vida. Es grande o de cualquier modo, está muy presente en una escritora como George Sand, y por eso es por lo que sin duda la consideramos una novelista en un sentido mucho más vago que a los otros que hemos nombrado. Ese elemento es considerable en ese brillante genio particular de nuestros días, George Meredith, que tanto nos sorprende enganchando caballos alados al carruaje de su prosa, corceles que brincan, bailan y caracolean, que tensan los ronzales, intentan alzar los pies del suelo y ansían el aire de las alturas[2]. Balzac, con enormes pies, surcando la arena de nuestro desierto, es, por otra parte, el prototipo y modelo del que proyecta y crea; así pues, cuando pienso, bien con envidia o con terror, en la naturaleza y el esfuerzo del novelista, pienso en algo que alcanza en él su máxima expresión. Por eso, aquellos de nosotros que, como colegas en el oficio, una vez hayamos vislumbrado ese valor en él, nunca podremos dejar de dar vueltas a su alrededor; por eso él parece tener todo aquello que los demás tienen que contarnos y que además es todo suyo. Vivió y respiró en su propio medio y el que fuera capaz de lograr en él, como hombre y como artista, una carrera tan colmada sigue siendo para nosotros uno de los más desconcertantes problemas, no sé bien si decir de la literatura o de la vida. Él mismo es un personaje más extraordinario que cualquiera de los que él dibujó; y la fascinación por todas las preguntas que nos plantea y por las respuestas que nos sentimos incapaces de dar sigue siendo infinita.
Murió, como bien recordamos, a los cincuenta años, agotado por el trabajo, el pensamiento y la pasión; la pasión que había puesto en su poderoso proyecto y que le había guiado como si estuviera obligado por los dioses. Empezó a escribir cuando era un joven provinciano, sin blanca y sin amigos; y escribía muy mal. Hasta que cumplió los treinta, no concibió La comedia humana, como de nuevo todos recordamos, cuando encontró sus propios asuntos, su propio terreno y su voz. Este enorme cuadro clasificado, dividido y subdividido de la Francia de su época, un cuadro plagado de imaginación e información, con fantasías, hechos y personajes; un mundo de perspicacia general y especial, una frondosa selva tropical de detalles y descripciones; pero con el fuerte aliento del genio circulando siempre por ella y agitando las copas de los árboles hasta lograr un poderoso murmullo, ese mundo se montó ante nosotros en el breve espacio de veinte años. Este logro sigue siendo uno de los hechos más inescrutables, más incomprensibles de la historia del arte, y si, como ya he dicho, el autor goza de su propia objetividad insuperable es únicamente por el reto que su figura constituye para cualquier otro pintor de la vida que, inflamado de ingenuidad, tuviera la tentación de representarlo o de explicarlo. ¿Cómo representarlo? ¿Cómo explicarlo como una energía activa concreta? ¿Cómo describirlo, nos preguntamos, en la concepción y aceptación de su enorme tarea? ¿Cómo reconciliar tal dispersión con tamaña intensidad, con la recopilación y posesión de un número tan vasto de hechos y una representación tan rica de cada uno de ellos? Los elementos del mundo que despliega ante nosotros, con todas sus apremiantes particularidades, no eran para él una revelación directa de una parte tan grande de la vida; pero también es cierto que solo podemos conocerla viviéndola, y ese vivirla es el proceso que, en nuestro lapso mortal, constituye la exigencia más grande de nuestro tiempo. ¿Cómo pudo un hombre haber vivido tanto en libertad si, al servicio del arte, había tenido que abstraerse y condensarse tanto? ¿Cómo pudo él condensarse y abstraerse tanto si, al servicio de la vida, había sentido, luchado y actuado, había trabajado y sufrido como un soldado en las trincheras? La riqueza y la fuerza de su temperamento responden, desde luego, en parte la pregunta y, en parte, la oscurecen. Él pudo ampliar así su existencia en cierto modo porque vibraba con gran variedad de contactos y curiosidades. Vibrar intelectualmente era su motivo, pero eso magnificaba y multiplicaba su experiencia. En resumen, podía vivir en libertad porque siempre estaba viviendo en la necesidad particular, y lo particular significaba conexión: siempre bloqueando su imaginación, siempre cargando lanza en ristre contra cualquier objeto que surgiera en su camino. Pero como, al mismo tiempo, siempre estaba defendiéndose contra la aventura personal, la experiencia personal, con el fin de impedirse a sí mismo convertirla en historia, ¿cómo logró la experiencia, en el sentido más inmediato de salvarse? O, por decirlo de la manera más sencilla posible: ¿de dónde, con una concepción tan enérgica del uso del material, fue tan vigorosamente extraído el propio material? ¿De qué minas? ¿A través de qué innumerables caminos tortuosos? ¿En qué inacabable procesión de carruajes cargados y yuntas de arrastre y desfile de elefantes le llegaron las inmensas remesas que requería su trabajo?
El punto por el que el émulo admirador, por más reducido que resulte en la comparación, puede acercarse más a él es, según creo, a través de la puerta trasera de la envidia, ya que irresistiblemente nos perdemos en la visión de la cantidad de vida con la que su imaginación se comunicaba. Cantidad e intensidad están juntas y son, al mismo tiempo, su signo. Lo cierto es que su energía no se concentraba en unos puntos para aligerar en otros; ni cargaba las tintas aquí o allí para descargarlas en otro lugar; no buscaba dar apariencia de extensión y número mediante una evocación débil, sondajes poco profundos, o la simple superficialidad en las sugerencias que prescinde, para referencia y verificación, del libro, de la colección completa de documentos humanos, con lo que llamamos «pelos y señales». Nunca nos arroja tierra a los ojos, salvo un fino polvo de oro a través de cuya neblina su visión romántica opera; quiero decir que nunca lo hace cuando no pretende hacerlo; y cuando pretende darnos una declaración completa de su caso o cuando trata con los hechos del espectáculo que lo rodea, entonces se lanza a una claridad portentosa, a una reproducción de lo real a escala real, con una seguridad verdaderamente equilibrada; aunque sea una claridad que a veces falle (como la vista del bosque del proverbio, a la que impide la presencia de los árboles) por la innegable monstruosidad del esfuerzo. Él es capaz de ver y presentar infinidad de hechos: de historia, de propiedad, de genealogía, de topografía, de sociología, con infinidad de ideas e imágenes sobre ellos, de manera que su valor se ve amenazado por la inmersión en la corriente de las referencias generales en la que flotan, por la cantidad de relaciones con otros hechos, que rompen contra ellos como olas en la marea alta. Así, a veces, podía llegar a ser oscuro por su costumbre de encender demasiadas cerillas al mismo tiempo; por lo menos podemos decir de él, dada nuestra incondicionalidad asombrada, que la luz que produce va más allá de la que hay en cualquier otra esquina del gran jardín cultivado de la novela, denso, fértil y abundante, interesante, por decirlo así, por sí mismo.
Creo que, si tuviéramos un poco más de tiempo, habría mucho que decir sobre la cuestión de la luz que proyecta el fuerte temperamento individual en la novela: el color del aire con el que este, ese o el otro pintor de la vida (como llamamos a todos ellos) envuelve su cuadro más o menos inconscientemente. Digo inconscientemente porque aquí hablo de un efecto ambiental distinto en gran parte, si no totalmente, del efecto buscado en relación con el asunto especial que va a tratarse; algo que procede de la propia mente contemplativa, de la propia cualidad del espejo en el que se refleja el material. Pertenece a la propia naturaleza del hombre: una emanación de su espíritu, de su temperamento e historia; surge de su propia presencia, de su presencia espiritual, en su obra, y no como un asunto de cálculo ni de maestría. En pocas palabras, es un asunto completamente individual, de cada vidente, el tono particular del médium en el que cada visión, cada concentrado grupo de personas y lugares y objetos está inmerso. Según esto, ¿cómo la luz del mundo, el mundo proyectado, pintado, poblado, poetizado, comprendido, el amueblado y ajustado mundo en el que la eternamente divertida, eternamente embaucadora mente viajera es seducida para pasar las vacaciones, hacer excursiones, viajes baratos o caros? ¿Cómo nos sorprende como algo diferente en Fielding y en Richardson, en Scott y en Dumas, en Dickens y en Thackeray, en Hawthorne y en Meredith, en George Eliot y en George Sand, en Jane Austen y en Charlotte Brontë? ¿No sentimos que el paisaje general evocado por cada una de las varitas más o menos mágicas que he nombrado no se abre bajo el mismo sol que cuelga sobre la escena vecina, no recibe los rayos solares desde el mismo ángulo, no exhibe sus sombras con la misma intensidad o la misma fuerza; en resumen, que no parece pertenecer a la misma hora del día o al mismo tiempo atmosférico? ¿Por qué la vida que se desborda en Dickens me parece siempre que fluye por la mañana o, como mucho, a primeras horas de la tarde y en un vasto apartamento que parece tener grandes ventanales sin cortinas, ventanas sucias en todos los lados a la vez? ¿Por qué en George Eliot el sol se hunde siempre por el oeste y las sombras son largas y la tarde declina y los árboles susurran vagamente y el color del día se inclina mucho más hacia el amarillo? ¿Por qué que en Charlotte Brontë nos movemos a través de un eterno otoño? ¿Por qué en Jane Austen nos sentamos resignados en una primavera detenida? ¿Por qué para Hawthorne la tarde se atrasa más que para otros; sí, se atrasa, se atrasa, se atrasa asombrosamente y es como si en el exterior siempre fuera invierno? Pero estoy desperdiciando los minutos que al principio pretendía valorar y solo me mantiene en mi frivolidad el verle a usted vigilando la hora del día, la estación del año o la situación del tiempo que imputaré a la complicada esfera del reloj de Thackeray. Realmente creo que también veo su luz, la veo, diferente de la simple apagada penumbra, como la luz de los días lluviosos en calles «residenciales»; pero, después de todo, no estamos hablando de él y, aunque la capacidad de espera de Balzac ha demostrado ser, a lo largo de este medio siglo, inmensa, no debo abusar de ella.
El asunto del color del aire en Balzac y la hora de su día requeriría que hiciéramos acopio de toda nuestra ingenuidad, si se me permitiera decir más de una cosa sobre ese asunto. La mezcla de sol y sombra que impregna La comedia humana es densa y fértil, una mezcla más densa, fértil y representativa de más «ambiente» en términos absolutos del que domina en cualquier otra estructura similar. Así es como lo vemos, viviendo en su jardín y precisamente esa incansable energía con la que se movía por él es la que me lleva a considerar que su suerte y su privilegio han sido envidiables a pesar de la carga de su trabajo y de la brevedad de su recompensa inmediata. Es extraño, pero la sensación predominante que nos acompaña a medida que seguimos sus pasos, es la sensación del lujo intelectual del que disfrutó. Para concentrarnos en él, en una única ocasión concreta, tenemos que simplificar, y esta riqueza de su vicaria experiencia constituye, por otra parte, el lado más atractivo para aquellos que les interesa el auténtico juego de la imaginación. Desde el momento en que nuestra imaginación empieza a jugar y desde el momento en que intentamos atrapar y preservar las imágenes que ella suelta, desde ese momento también nosotros, a nuestra comparativamente humilde manera, vivimos vicariamente, conseguimos abrir una serie de oscuros pasillos, en los que, con mayor o menor ingenuidad infantil, podemos corretear de un lado a otro. Nuestros pasillos son principalmente cortos y oscuros; sin embargo, pronto llegamos al final de ellos: paredes sin vanos, sin resonancia, en cuya presencia las velas se apagan y el juego se detiene y lo único que podemos hacer es volver sobre nuestros pasos. El lujo de Balzac, como yo lo llamo, estaba en el extraordinario número y longitud de sus pasillos radiales y ramificados: el laberinto en el que finalmente acabó por perderse. En otras palabras, regresamos a la intensidad con la que vivimos, y la suya queda grabada para nosotros en cada página de su obra.
Como ven es una cuestión de cómo se penetra en un asunto; sus pasillos siempre van más y más allá, y no son sino su desmesurada pasión por el detalle. Nada importa —para la presente discusión— que su extravagancia sea también su gran defecto; a pesar, también, de que sea avivado y relatado en detalle, característico y constructivo, esencialmente prescrito por los términos de su plan. Las relaciones de las partes entre sí se multiplican a veces hasta la locura, que es precisamente lo que nos da la medida de su alucinación y completan la grandeza de su aventura intelectual. Su plan no era fundamentalmente manejar un mundo de ideas animado por figuras que representaran esas ideas, sino el mundo establecido, repleto, palpable y verificable ante él, a través de cuyo estudio las ideas se revelarían de manera inevitable. Si el destino feliz consiste, en consecuencia, en participar activa y enérgicamente de la vida y no de forma pasiva y limitada, como mera receptividad y resignación, la felicidad ha sido mayor cuando la facultad empleada ha sido más grande. Empleamos distintas facultades: algunos de nosotros, solo nuestros brazos, piernas y estómagos; Balzac, en cambio, empleaba la mayor parte de lo que poseía, en la mayor cantidad posible. Ahí es donde su obra deja de sorprendernos, ahí es donde entendemos cómo logró extraer su material: es la única solución a un problema de otro modo desconcertante. Él acumulaba su experiencia dentro de sí, y ninguna otra economía explica su logro; solo esta reserva, excepcional pero concebible, encarna el milagro necesario. Su sistema de confinamiento celular, con miras al milagro, fue decididamente el de un monje benedictino que lleva su vida dentro de las cuatro paredes del convento, inclinado todos los días del año sobre el terso pergamino en el que con maravillosa iluminación y realce de oro, carmesí y azul, inscribe las glorias de la fe y las leyendas de los santos. La visión que Balzac tiene de sí mismo era, desde luego y en cierto modo, la del monje; cuando trabajaba, él se sentía más cómodo con el hábito blanco con capucha: una imagen suya que el amable arte de su época nos ha legado. La única diferencia era que el asunto de sus iluminaciones no eran solamente las leyendas de los santos, sino las de los mucho más numerosos luchadores y pecadores; unas relaciones cuyos atributos no podían aprenderse en el lugar de la piedad, ni siquiera en la frágil tinta de los viejos documentos, de los dulces labios de viejos hermanos o del cristal pintado de las vidrieras de las iglesias.
Aquí es donde la envidia le persigue, porque tener tantos casos humanos distintos, tantos aprietos diversos en los que estar metido hasta el cuello, es, en verdad, ser capaz de abandonar las propias posiciones. Él se sumergía en su ilusión, no hasta el tobillo o la rodilla, como hacen los débiles y tímidos de su profesión, sino hasta el cuello. Las figuras que ve empiezan inmediatamente a llenarse con todas sus características: cada marca y señal, externas e internas, que poseen, cada vicio y cada virtud, cada fuerza y cada debilidad, cada pasión y cada hábito, el sonido de sus voces, la expresión de sus ojos, la disposición de sus facciones y sus miembros, los botones de sus vestidos, la comida de sus platos, el dinero de sus bolsillos, los muebles de sus casas, los secretos de su pecho…, todo eso le interesa, le preocupa, le inspira, y es lo que tiene, para el conjunto del cuadro, significado, relación y valor. Es una prodigiosa multiplicación de valores, y por eso, un prodigioso entretenimiento de la imaginación, a condición de que la imaginación lo soporte. El soportarlo —es decir, el que nosotros lo soportemos— es un asunto serio, porque la llamada va dirigida en realidad a la capacidad de atención a partir de la que nos estamos educando tan duramente como nos es posible; educarnos con tanta autocomplacencia, con tan escandaloso buen humor, que se nos puede decir que casi hemos perdido esa atención, con la consecuencia de que cualquier obra de arte o de crítica que la exija expresamente queda en esencial desacreditada por ese mismo hecho. Exige atención tanto atravesar el laberinto de La comedia humana, como no perder de vista al propio autor, en las relaciones en las que así lo representamos. Pero si, como digo, podemos lograrlo en cantidad suficiente, pasearemos con él por la cristalina galería de su pensamiento; por los largos, iluminados y decorados pasillos en los que la serie inacabable de ventanas, por un lado, cuelga sobre su revolucionado, asolado, aunque en parte restaurado y rehabilitado jardín de Francia, y en el que, por otro lado, las figuras y retratos que imaginamos que descendían para ir a su encuentro vuelven a encaramarse a sus marcos grandes y pequeños, y toman la posición y la expresión con las que él deseaba que aparecieran y se dispusieran.
Últimamente hemos tenido un caso literario de la misma familia que el de Balzac en cuya presencia surgen las mismas especulaciones. No hace mucho, tras la muerte de Émile Zola, tuve ocasión de intentar una apreciación de su extraordinario ejercicio[3]. Su serie de Los Rougon-Macquart constituye, en la biblioteca de la ficción que puede esperar sobrevivir hasta cierto punto, un monumento a la idea de plenitud, de comprensión y variedad tan solo superada por La comedia humana. La cuestión se presentaba, respecto a la habilidad de Zola y a su carrera, con diferente proporción y valor, lo reconozco, y luciendo una cara mucho menos distinguida; pero, no obstante, allí estaba para ser recibida en el mismo umbral, sobre todo porque era allí donde él la había colocado. En pocas palabras, desde el principio, su idea había sido no perder tiempo —¡como si uno pudiera tener experiencia, incluso la simple cantidad necesaria para mostrar a los demás que se tiene, sin perder el tiempo!—. Y, sin embargo, el grado con el que también él, con tantos impedimentos, ha logrado una expresión válida es tal que nos deja pasmados. Había tenido que simplificar en exceso; había tenido que dejar casi a un lado la vida del espíritu y limitarse a la vida de los instintos, de las pasiones más inmediatas, como se puede ver fácil y rápidamente. En resumen, había tenido que limitarse casi por completo a los impulsos e inquietudes a los que están sometidos tanto hombres como mujeres, y tomarlos tal como se presentaban en número y cantidad, de forma que al escribir sobre ellos más ampliamente pudieran leerse con más facilidad. Se enfrentó y solucionó de esta manera su dificultad, la dificultad de conocer y mostrar de la vida solamente lo que sus «notas» le proporcionaban. Pero creo que es precisamente en el derroche —el derroche de tiempo, de pasión, de curiosidad, de contactos— donde reside la verdadera iniciación, porque las extraordinarias aventuras espirituales del artista son aquellas, enormemente estimulantes para su «autoridad», que, sin embargo, no se pueden reducir solo a sus notas. Es exactamente en este punto donde apreciamos la diferencia entre una estructura sólida, simétrica y cuadrada como Los Rougon-Macquart, menoscabada en gran medida por su lado mecánico, y el monumento dejado por Balzac; sin cuyo ejemplo, supongo, no habría existido la obra de Zola. El misterioso proceso del crisol, la transformación del material bajo el calor estético está en La comedia humana gracias a una fusión más intensa y más rendida, más completa y también más elegante; porque si las pasiones y las condiciones más comunes y marginales no se dan en los distintos episodios, nunca juntos en un ramillete ilustrativo tan grande y denso, sin embargo, se muestran en acción mucho más libremente en el caso individual, y es el caso individual el que permite mostrar la suprema elegancia. Es difícil precisar el momento en que Zola es elegante, mientras que, a menudo, durante muchas páginas, es también difícil precisar el momento en que Balzac, incluso bajo el peso de su extremadamente pesada personalidad, no lo es. El signo más importante y general de la novela, que va de un desesperado experimento a otro, es el de ser siempre un esfuerzo de representación: ese es su principio y su fin, aquello por lo que uno podría finalmente decir, teniendo todo en cuenta, que la hazaña de Zola, a su inmensa escala, fue una extraordinaria muestra de representación imitada. La imitación en ocasiones —por ejemplo en L’Assommoir— se abre paso notable y admirablemente hasta algo que tomamos por realidad; pero, la mayoría de las veces, la grieta que separa, la diferencia decisiva mantiene su curso inalterable e impide que el proceso acometido se convierta en esa cosa íntegra, honesta y completa que nos ofrecen aquellos que realmente han pagado por su información. Ahí es donde Balzac permanece firme: en la sensación que sentimos de que a pesar de todas sus faltas de pedantería, pesadez, pretenciosidad, mal gusto y falta de encanto, su espíritu ha pagado de alguna manera el precio de su conocimiento. Su asunto es una y otra vez la complicada criatura humana o la condición humana; y es como si él conociera esas complicaciones, como Shakespeare las conocía, por su intensa conciencia, por la historia de su espíritu y la exposición directa de su sensibilidad. Esta fuente de abastecimiento la encontró siempre —y uno podría decir, desde luego, que en su mayor parte dejó— sentado junto a su chimenea, donde estaba la compañía con la que le veo encerrado en su práctica intimidad con la que, durante tales orgías y desenfreno de pasión intelectual, podría ganarse el nombre de magnífica suerte personal que yo he usado.
Permítanme decir, en definitiva, que algunos de sus defectos son graves y que si tuviera tiempo para ello me gustaría hablar de ellos; pero déjenme añadir, con idéntica prontitud, que en general son defectos de ejecución, errores de selección, accidentes del proceso, pero que nunca llegan a ese defecto que en el artista, en el novelista, equivale completamente al fracaso de la dignidad: la falta de impregnación de su idea. Cuando falla la impregnación, ninguna otra presencia sirve realmente de nada, al igual que, por otra parte, cuando funciona, ningún error de método interfiere fatalmente. Nunca hay en Balzac esa interferencia mortal que consiste en que el pintor no vea, no posea su imagen; esa interferencia de no haber consolidado a su criatura y las condiciones de su criatura. «Balzac aime sa Valérie», dice Taine en su gran ensayo —el mejor ensayo jamás escrito sobre nuestro autor— al hablar de la forma en la que se dibuja a la horrorosa señora Marneffe de Los parientes pobres, y de cómo la participación de su creador en la realidad del personaje le asegura a este la oportunidad de expresarse por sí mismo[4]. Da la casualidad de que él la contrasta con la Becky Sharp de Thackeray, o más bien, con la actitud de Thackeray hacia Becky y la notoria envidia de su libertad que Thackeray muestra desde el principio. Recuerdo haber leído en tiempos de la publicación del estudio de Taine —aunque fue hace mucho tiempo— una frase en una reseña inglesa del libro que, incluso a la limitada percepción de mi extrema juventud, le pareció que se merecía el mayor premio jamás otorgado a la ostensible estupidez crítica. Si Balzac amaba a su Valérie, decía aquel comentarista, aquello solo mostraba el extraordinario gusto de Balzac; en realidad, precisamente a través del amor a cada una de las identidades y, sobre todo, a las identidades más intensas e inquietas, era como el creador de la señora Marneffe lograba conducir su formación. El amor, como decimos, la alegría de esas identidades en el movimiento que comunican y exhiben, su forma de estar, de moverse y representar a sus personajes era lo que hacía posible la impregnación de la que hablaba; lo que le proporcionaba un atajo al conocimiento que él requería, a través de las inevitables lagunas de su preparación y de las grietas de su prisión, su larga prisión de trabajo. Amándolas —como expresión de su materia y pepitas de su mina—, él llegaba a conocerlas; no era conociéndolas como él llegaba a amarlas. Él, de cualquier modo, amaba enérgicamente la sensación de explorar, asumir y asimilar otra identidad, que disfrutaba como la mano disfruta del guante que encaja a la perfección. Mi imagen, desde luego, es aproximada; pues lo que a él le gustaba rotundamente era meterse en una conciencia establecida, en la ropa, en los guantes y en cualquier otra cosa, en la mismísima piel y en los huesos de la forma de vida vestida, mostrada, coloreada y articulada que él deseara presentar. ¿Cómo conocemos a determinadas personas, en cualquier tipo de prueba, a no ser que conozcamos su situación por ellas mismas o que las veamos desde su perspectiva, es decir, desde la perspectiva de su acuciante conciencia o sensación, sin que tengamos en cuenta aquello que no se aprecia? Balzac amaba a su Valérie de la misma forma que Thackeray no amaba a su Becky o a su Blanche Amory, en Pendennis. Pero el impulso de Balzac no era exponer a su personaje; por el contrario, lo único que —intensamente consciente como era de todo lo que ella podía dar, y paternal y maternalmente preocupado por ello— podía hacer era cubrirla y protegerla en beneficio del genio especial y la libertad del personaje. Toda su energía iba dirigida a la faire valoir, a otorgarle todo su valor, del mismo modo que la actitud de Thackeray era totalmente la contraria: un deseo decidido de exponer y mancillar a la pobre Becky, persiguiéndola, pillándola con las manos en la masa y exponiéndola a la vergüenza, aunque, de vez en cuando, un instinto en su mente, más fino que el llamado afán «moralizante», le arrancara un atenuante, cierta admiración o alguna insignificancia. El escritor inglés quiere asegurarse, en primer lugar, el juicio moral del lector; el francés está dispuesto a diferirlo y arriesgar la salvación espiritual de ese lector en beneficio de su tema y el interés del mismo. La señora Marneffe, perjudicial y nefasta como es, está «expuesta», como puede estarlo cualquier cosa en la vida o en el arte, al propio funcionamiento de la situación y al asunto; así pues, cuando estos han hecho lo que lógicamente debían y tenían que hacer con ella, nosotros estamos dispuestos a extraer la enseñanza. En otras palabras, no sentimos con irritación que nos sermonean y que ella ha sido sacrificada en aras de una moralina superflua. ¿Quién puede decir, por el contrario, que Blanche Amory, en Pendennis, con el látigo del autor cerniéndose desde el principio sobre su blanca espalda desnuda…, quién puede decir que no ha sido sacrificada o que su desnudez y blancura y todo lo demás se han presentado, en este proceso, como tenían derecho a exigir que se hiciera?
Todo se reduce, en resumen, a ese respeto por la libertad del asunto, que estoy dispuesto a definir como la gran marca del pintor de primera categoría. Este testigo de la comedia humana claramente aguanta la respiración por miedo a detener o desviar esa libertad natural; el testigo que empieza a respirar con tanta inquietud en presencia de la comedia no solo nos advierte de la pequeña criatura merodeadora o juguetona que se supone que él está estudiando, sino que impide que nuestros oídos escuchen los ingenuos sonidos del animal y el verdadero zumbido habitual de la escena humana en su conjunto. Este informante no está lo bastante autorizado para realizar su tarea. Y si esta introducción es, en gran medida, la enseñanza de nuestra renovada mirada a Balzac, creo que hay una lección muy especial guardada todavía más adentro: la de que no existe un arte convincente que no sea ruinosamente caro. En presencia de algunos de sus sucesores, como George Eliot, Tolstói y Zola (para nombrar, por comodidad, solo a tres de ellos), no estoy dispuesto a decir que él fue el último novelista en hacer las cosas con generosidad; pero diré que tenemos la impresión de que, al menos, le quedaba aún más por gastar. Muchos de sus seguidores nos dan la impresión de que, por decirlo de forma vulgar, van «de baratillo», sin duda por haber estado, casi siempre, irremediablemente predestinados a lo barato. Desde luego, nada cuenta en el arte sino lo excelente; nada existe, por breve que sea, de cara a la valoración o la crítica, a no ser lo superlativo…, siempre dentro de su estilo. Pero ¿quién declarará que la severa economía de la inmensa mayoría de esos aparentes émulos, en el intento de «representar» al sujeto humano y la escena humana, procede de algo peor que de la conciencia de un capital limitado? Sin duda, esta floreciente frugalidad funciona felizmente —teniendo en cuenta todas las circunstancias— para el novelista; pero ha resultado terrible para la novela, por cuanto la novela es una forma por la que la crítica puede sentir el impulso de preocuparse. Su desgracia, su descrédito, lo que yo he llamado su estado de bancarrota entre nosotros, es la consecuencia natural de haber dejado, en gran medida, de ser artísticamente interesante. Se ha convertido en un objeto de fácil manufactura, que muestra por todos los sitios el sello de la máquina; se ha convertido en un artículo comercial, producido al por mayor y, en la medida que la vemos así, inevitablemente la rechazamos, cuando escasea el impulso crítico para compararla con los productos más preciosos de su misma naturaleza y que pensábamos que pertenecían a la categoría de lo artesanal.
En esta comparación, la lección que Balzac nos ofrece es extremadamente diversa, y debería prepararme para una tarea demasiado ardua si tuviera que intentar hacer una lista de las verdades aisladas que él nos aporta. Como tengo que elegir entre ellas, elijo las más importantes, las tres o cuatro que más o menos incluyen a las demás. Al volver a leerle, al abrir hoy sus novelas casi por cualquier parte, lo que enseguida sorprende es la parte que él asigna, en cualquiera de sus cuadros, a las condiciones de las criaturas que le preocupan. Comparados con él, otros pintores en prosa de la vida apenas parecen tener en cuenta esas condiciones. Con claridad, él no tenía la representación en ninguna consideración, incluso la consideraba menos que nada, como la cosa más vana, a no ser que fuera, en espíritu e intención, el arte de la representación completa. «Completa» es, desde luego, una gran palabra, y no existe arte, se nos recuerda a menudo, que no sea en muchos de sus aspectos un lamentable compromiso. El elemento del compromiso está siempre ahí; es esencial; vivimos con él y puede servirnos para mantenernos humildes. La fórmula de todo el asunto se expresa seguramente con bastante claridad en una respuesta que, en cierta ocasión, me encontré dando a un amigo inspirado, pero desalentado, a un colega escritor que en su desesperación había declarado que no merecía la pena intentarlo, que la novela era una forma dificilísima. «Dificilísima, desde luego, pero hay un modo de dominarla: fingir consistentemente que no lo es.» Todos nosotros estamos constantemente fingiendo —de modo tan consistente como podemos— que no lo es, pero la gran gloria de Balzac es que lo finge más y mejor. Nunca tuvo que fingir más que al verse abocado a esa mención del ambiente, a esa destilación de la atmósfera natural y social de la que hablo, es decir, las cosas que más exigen del dominio preliminar del pintor. Lo exigen con tanta contundencia que muchos pintores, si son conscientes de ello, aterrorizados ante la solicitud, prefieren darla por sentado y no responderla. Así pues, este ingenioso individuo tiene que inventarse otra forma de hacer interesantes a sus personajes, es decir, una que no sea esa tan difícil y que exija tanto cuidado a la hora de presentárnoslos. De hecho, los personajes son interesantes como sujetos de un destino o figuras alrededor de las cuales se cierra una situación, en la medida en que, al compartir su existencia, sentimos dónde se forja su destino y cómo les alcanza. En el vacío no son interesantes, y Balzac, como la propia naturaleza, aborrecía el vacío. La situación de los personajes nos atrapa porque es la de ellos, no porque sea la de alguien, la de cualquiera, la de criaturas sin identificar. Así pues, no es superfluo que su identidad se establezca desde el principio y, en esa medida, sus aventuras tengan relación con ella y acto seguido consigan estima. La aventura pura y simple no existe en el mundo; lo que existe es la tuya, la mía, la de él y la de ella, y creo firmemente que la mayor aventura de todas es ser tan solo tú o yo, tan solo ser él o ella. Para la imaginación de Balzac, eso era realmente en sí mismo una inmensa aventura, y nada le atraía más que mostrar cómo somos todos nosotros y cómo nos situamos e integramos para ser así. Lo que nos sucede no es sino otro nombre de la forma en que las circunstancias nos condicionan, por lo que la explicación de lo que nos sucede es una explicación de nuestras circunstancias.
Añadamos a esto que, en su mano, la fusión de todos los elementos del cuadro es completa; fusión de lo que la gente es con lo que hace, de lo que hacen con lo que son, de la acción con los agentes, del medio con la acción, de las distintas partes de la obra entre sí. Una producción como El tío Goriot, por ejemplo, o Eugénie Grandet o El médico rural tiene, en relación con esa fusión de la que hablamos, una especie de perfección inescrutable. La situación aparece envuelta en sus circunstancias; entonces, la expansiva fuerza interna de esa situación hace que de ellas surja la acción que avanza y se dirige, envuelta en un heroico manto bordado, hacia el sonoro estallido de esa gran trágica e irónica comitiva, con arte, al mismo tiempo, para mantener unido lo que convierte especialmente a El tío Goriot en un caso supremo de composición, en un modelo de esa gran virtud que conocemos como economía de efecto, economía de trazo y estilo. El arraigado sentido de la proporción no era, en general, una marca distintiva de Balzac, pero con los grandes talentos uno se lleva grandes sorpresas, y el efecto de este extraordinario manejo de las condiciones iba a lograr con frecuencia que el trabajo, fuera el que fuera, pareciera admirablemente compuesto. De todos los valiosos encantos de una «historia», el interés que se deriva de la composición es el más valioso, y quizá no haya mejor prueba de nuestra actual penuria que el hecho de que, en general, cuando la imploras, podría parecer que estuvieras implorando osteología o trigonometría. «¿Composición? Cualquier cosa que resulte ser eso o sea lo que sea, ¿qué tiene que ver con el asunto?» Daré por sentado que aquí todo el mundo lo sabe perfectamente porque, sin ese supuesto, no podría acabar tal como haré acto seguido. La presencia de las condiciones, cuando realmente se presentan, cuando se hacen vívidas, preparan para la acción, que está, paso tras paso, implícita en ellas en todo momento; mientras que el proceso de suspender la acción en el vacío y adornarla allí con el campanilleo de lo que llamamos diálogo simplemente no prepara para otros intereses. Creo que hay dos elementos en el arte del novelista que presentan las mayores dificultades y que por ese motivo tienden a fascinarnos más. En primer lugar, ese misterio de la procesión en escorzo de hechos y figuras, de cualquier tipo de apariencias, que no es, bajo otra perspectiva, sino otro nombre para el cuadro gobernado por el principio de composición y que tiene, en todo caso, muy poco en común con el método que es ahora habitual entre nosotros: la yuxtaposición de puntos que emulan la columna de números en la suma de un escolar. Es el arte del pincel, ya sé, opuesto al arte del pizarrín; pero sostengo que la novela debe retornar al arte del pincel para recuperar lo recuperable de su sacrificado honor.
La segunda dificultad que elogio por la fascinación que ejerce —en cualquier caso, la más atractiva cuando se encuentra, la más gratificante cuando el encuentro tiene éxito, aunque me apresuro a añadir que también me sorprende por ser no solo la que menos se «encuentra» en general, sino la que menos se imagina— es la de representar, para decirlo fácilmente, el lapso de tiempo, la duración del asunto: es decir, representarlo de forma más sutil que dejando un espacio en blanco o una fila de estrellas en la página memorable. El genio de Balzac no tiene afinidad con el espacio en blanco ni con la fila de estrellas, y es, por tanto, lo más distinto que se pueda imaginar de esos narradores —tan abundantes hoy en día a nuestro alrededor— en los que la sucesión de pasos y etapas en el desarrollo de su acción nos da la sensación de ocupar una o dos semanas. En mi opinión, nadie empieza a manejar el elemento temporal y produce el efecto temporal con la autoridad que lo produce Balzac en sus recorridos más amplios y, por supuesto, no me refiero a sus pasajes más largos. Ese estudio de la imagen en escorzo, cuyo abandono acarrea graves consecuencias, es precisamente el enemigo de la tediosa procesión de hipotéticas narraciones, vistas todas de perfil, como las cabezas de las barras de una verja; un sustituto de ese innoble recurso de describir la cantidad temporal por la simple cantidad expresiva. La calidad y la forma expresiva la describen de forma más elegante; siempre asumiendo, tal como digo, que no se describe nada de lo que realmente no es. La moda hoy en día es describirla casi exclusivamente con un desmesurado abuso del recurso coloquial, del informe, página a página, capítulo a capítulo, de principio a fin, de la charla, entre las personas implicadas, cuya situación y acción se suponen establecidas. La charla entre los personajes es quizá, de todo el plan del novelista, la parte que Balzac más escrupulosamente sopesaba, medía y mantenía en su lugar; creo que él la consideraba —aunque quizá mantuviera un excesivo recelo ante su posible vulgaridad, como si creyera que puede, por lo menos, llegar a ser vulgar— un incomparable y precioso recurso: la mismísima flor que ilustra el asunto y, por tanto, algo que no se puede pasar por alto sin consideración. Su punto de vista ostensiblemente consistía en que la flor debe mantener su floración, o, en otras palabras, no ser manipulada en exceso para que conserve su fragancia cuando ya nada sirva salvo su fragancia.
Seguramente opinaba que hay unas reglas que rigen estas cosas y que, por admirable y funcional que sea como ilustración, el diálogo pervierte su función y, en consecuencia, destruye su vida cuando torpemente se obliga al diálogo a una función constructiva. Es en el teatro donde el diálogo es realmente constructivo; pero el teatro se rige por unas normas tan diferentes que todo lo que sirve para él parece equivocado para el cuadro en prosa; y todo lo adecuado para el cuadro en prosa está, a su vez, directamente dirigido a traicionar la obra teatral. Sin embargo, estos son asuntos muy aburridos, si es que he logrado vencer el peligro de que les aburran totalmente; así pues, en lo referido a este punto, debo conformarme con reivindicar que, en la obra del autor de El tío Goriot, el coloquio como ilustración sufre menos, en conjunto, que en el de cualquier otro que conozca, de ese concomitante, acuciante y perturbador castigo que, a no ser que se vigile, abra una vía de agua en el efecto final. Es como si el capitán del barco estuviera vigilando la bomba; quiero decir, la bomba del relevo y la alternancia, la bomba que mantiene el barco sin demasiada agua. Debemos recordar siempre que, salvo en los casos en los que es orgánico, el «diálogo» es la regla fundamental del juego —en cuyo caso, como digo, el juego es otro asunto muy distinto—, es esencialmente el elemento fluido, como, por ejemplo (por mencionar, oportunamente, al más eminente prosista contemporáneo de Balzac), era sorprendentemente el elemento distintivo en el viejo Dumas; del mismo modo que la característica del joven Dumas, el dramaturgo, ilustra muy bien lo que yo llamo el otro juego. La corriente, en el viejo Dumas, la gran perorata imprecisa y superficial de movimiento comentado, de interés comentado, tanto como se desee, es, en virtud de esa fluidez, una corriente con una textura tan suelta y poco sólida que flotamos y chapoteamos en ella; sentimos que se parece mucho más a una amplia cisterna tibia que al tapiz decorado con figuras, completamente cubierto con objetos de elegante perspectiva, que para mí simboliza (si me puedo permitir un símbolo) la última palabra de la realizada fábula. Un tapiz semejante, con la riqueza expresiva de su asunto, con sus miles de puntadas ordenadas, sus tonos armónicos y sus aciertos de apreciación, es, sobre todo, un trabajo riguroso, y, por tanto, en nombre de ese rigor, la imagen aquí más pertinente, les invito a dejarse atraer por Balzac una vez más.
Tal vez les sorprenda que hable como si todos nosotros, como si todos ustedes sin excepción fueran novelistas que acechan la trastienda, el laboratorio o más noblemente expresado, la capilla central del templo; pero tales suposiciones, en esta época de imprenta —si es que no puedo decir en esta época de poesía— no han sido nunca menos acertadas, y, en cualquier caso, doy por hecho que tienen suficiente interés para pedirles que se encierren conmigo durante una hora a los pies de nuestro común maestro. Muchos de nosotros pueden apartarse, pero él siempre permanece —su peso lo mantiene sujeto: no sean demasiado perspicaces con esto— como señalando que uno era ya consciente de que él es pesado y que, si esta es mi sugerencia fundamental, podría haberme ahorrado la lección. Él, lo reconozco, pesa demasiado para que podamos moverlo; muchos de nosotros pueden apartarse y quedarse rezagados, repito, puesto que, en buena parte, no tenemos su incapacidad para circular. No obstante, existe una extraña condición en la que se puede circular sin moverse, y no estoy tan seguro de que incluso a nuestra propia manera nos movamos realmente. En cualquier caso, no nos alejamos de él. En el peor de los casos, cuando no está delante, él está detrás de nosotros, y me parece que cualquier recorrido por el país que exploremos se lleva mejor a cabo si no lo perdemos de vista entre los árboles del bosque. En la medida en que nos movemos, nos movemos a su alrededor; todos los caminos nos devuelven a él, que permanece sentado, enorme, como guía a pesar nuestro. Así pues, «pesado», si queremos, pero pesado porque lo sopesamos con su fortuna; la extraordinaria fortuna que ha sobrevivido a todas las extravagancias de su carrera, a sus veinte años de espléndida inversión intelectual y que lo ha hecho en razón del valor único de la propiedad original: aquel gran talento primigenio tan reservado para él que estaba a salvo. Y «aquello» que estaba a salvo, a pesar de todas las idas y venidas, no ha dejado de revalorizarse enormemente. Así también, si lo vemos en la sagrada gruta, como nuestro ídolo imponente, veámoslo cubierto de un grueso baño de oro: recubierto, bruñido y brillante, a la manera de un ídolo imponente. ¡Dejemos para los más livianos, imprecisos y escasos de entre nosotros un dorado superficial!