LA BODA DE LEPIDA Y SILANO.— EL SEGUNDO FRACASO DE MESALINA
Después de los últimos acontecimientos la vida de Mesalina había desembocado en un tumultuoso afán de distraer un tedio que sólo se mitigaba en el goce de sus más desenfrenadas pasiones. La estrella de Narciso había comenzado a palidecer, Polibio ya no representaba ninguna novedad a sus sentidos, y le irritaba la presencia de los mismos rostros, en algunos de los cuales adivinaba una muda repulsa a su disoluta conducta.
Claudio, enfermo y preocupado, reclamaba con más asiduidad su presencia. Mesalina, a pesar del poco entusiasmo con que solía recibir los requerimientos de su esposo, dominándose, cumplía perfectamente el papel de esposa tierna.
En una de las ocasiones que departían juntos, Claudio preguntó a Mesalina:
—Durante estos días, he pensado lo útil que me sería contar con la ayuda de un hombre con capacidad suficiente para secundar mis planes.
—¡Estás cansado, mi amado esposo! —dijo Mesalina acariciándole con ternura.
—Sí, por eso he meditado sobre esto. ¿Qué te parece si reclamo a Silano para que regrese a Roma?
Silano gobernaba en España —Hispania, en aquel tiempo—, que era provincia del Imperio de Roma. Apio Silano había recibido aquel cargo por mandato de Claudio, ahora era el mismo Claudio quien comprendía la necesidad de tenerle de nuevo junto a él.
—Creo que has tenido una excelente idea —en la mente de Mesalina se reprodujo nítida la imagen apuesta de Silano. Desde antes que fuera investida de la dignidad de emperatriz, se había sentido conmovida al verle.
Silano. apuesto, no muy joven, pero en pleno vigor todavía, con su severo porte y la firme arrogancia que le caracterizaba, podía ser aquel incentivo qué sus gastadas sensaciones precisaban para sacudirse del hastío que la dominaba.
—Entonces, voy a dar orden que salga un correo hacia Hispania. Quiero que venga inmediatamente. Junto a él. me sentiré más aliviado y mis preocupaciones serán menores.
Días más tarde llegaba Silano a Roma; traía el rostro curtido por el sol de las etapas del viaje, hecho en rápidas jornadas. Mesalina, al verle, sintió cómo renacía aquel entusiasmo que despertase en otro tiempo la presencia del tribuno Apio Silano.
—¡Salve, emperatriz Mesalina. la más hermosa, digna esposa de mi amado emperador Claudio! —exclamó en el momento de su presentación en palacio.
—¡Que los dioses te guarden. Silano! —respondió Mesalina contemplando la gallarda apostura del tribuno.
Apio Silano, desde su llegada, pasó a ocupar el palacio que era patrimonio de su familia, una vieja y noble familia romana, que había dado figuras preeminentes al imperio.
Coincidió este hecho con la llegada al palacio imperial de Lépida. El día que se hizo la entrada solemne de Silano, en una de las tribunas de la Via Sacra levantadas al efecto, se encontraba Lépida.
—¡Salve. Apio Silano! —gritó con entusiasmo. Más tarde felicitó a Claudio por la feliz idea de devolver a la ciudad de Roma a un hombre de tanta valía.
—¡Parecéis muy partidaria de mi fiel Silano! —comentó Claudio intencionadamente. Por la noche sugirió a Mesalina—: Qué tal resultarían los desposorios de Silano con tu madre Lépida.
Mesalina tardó unos momentos en responder. Rápidamente pensó en las ventajas que podían derivarse para ella de tal unión. Después rió suavemente.
—¡Mi viejo y querido Claudio! ¿Estás seguro que Lépida le gustará a nuestro varonil Silano?
La proposición no era. sin embargo, ningún proyecto descabellado. Lépida había enviudado, no hacia mucho, de Valerio, padre de Mesalina. y continuaba siendo una mujer hermosa, sin que aun en plena madurez acusara un declinar su maravillosa belleza.
—Creo que Lépida se conserva hermosa todavía. ¡No olvides que es tu madre, y sólo una mujer hermosa pudo engendrarte a ti!
—Si es ése tu parecer, creo que debes proponérselo a Silano. A Lépida no creo haga falta consultarle, pues muestra un significativo entusiasmo por él.
Silano. llamado a presencia de Claudio, accedió a los deseos de su emperador.
—Yo haré lo que tú ordenes, mi emperador —respondió con su habitual expresión de lealtad.
—Mas yo quiero saber si eres gustoso de ello —preguntó Claudio, preocupado por el futuro de Silano.
—Creo que Lépida será una buena esposa para mí —respondió con la mayor sinceridad.
—Entonces es preciso que se hagan preparativos para unos esponsales dignos de vuestras dignidades. Quiero, además, tenerte cerca y he mandado habilitar el palacete que está frente al palacio imperial. y al cual podrás llegar tan sólo cruzando el patio que separa uno de otro.
Silano no puso ninguna objeción. Para él hubiera sido más agradable residir en su casa patricia de Roma, pero comprendía que la proximidad a palacio ayudaría mucho a Claudio. Había observado el cansancio que se reflejaba en el rostro del hombre que era más que su emperador, su gran amigo.
Además conocía las dudas y dificultades que se le habían presentado en el gobierno de la nación, donde las últimas deportaciones y los ajusticiamientos decretados a instancias de Narciso habían resucitado viejos temores.
—Todo se hará según tus deseos, mi emperador.
Hombre de una moral intachable, estaba dispuesto a colaborar con la mayor eficacia en beneficio de Roma y de su césar.
Después de intensos preparativos llegó el día de los esponsales. En presencia de Claudio y Mesalina tuvo lugar la ceremonia de los desposorios, celebrada en el jardín de Lucano, B en el templo de Augusto elevado por todos a deidad desde su muerte.
Más tarde tuvo lugar el banquete, al cual los más altos dignatarios, los más significados tribunos, las damas de mayor alcurnia y toda la nobleza de la gran Roma, habían sido invitados.
En la esplendorosa fiesta, Mesalina, ataviada del modo audaz que ya era proverbial en ella, hacía palidecer la belleza de las más hermosas mujeres de Roma. Sentada a la mesa presidencial del banquete, tenía sentado a su diestra a Silano, y sus atenciones se dirigían a él de un modo constante.
La fastuosidad del banquete correspondía a la empleada en las más señaladas efemérides de palacio. Los esclavos, ataviados con una corta túnica, iba presentando las fuentes donde brillaban las rosadas carpas, sobre salsas aromadas de finas esencias.
Platos con ostras gigantescas y caracoles escogidos, junto con las grandes fuentes con lechoncillos asados y coruscantes, de cuyo vientre salían sabrosos embutidos que los comensales pinchaban con largos alfileres de oro.
Los «minlstratores» cuidaban de que las cocas estuvieran siempre llenas, y en ellas los vinos oscuros de Siracusa, el claro Chipre, y el recio Falerno, caldeaban los ánimos y desataban la lengua.
Mesalina bebía sin cesar, instando al prudente Silano para que la imitase.
—¡Por ti, Silano! —y elevó la copa de modo que Inclinando su cuerpo sobre él rozase voluptuosamente el torso semidesnudo del tribuno.
Para Mesalina, hastiada de todos los placeres, conseguir al hombre que acababa de celebrar esponsales con su madre, constituía algo excitante capaz de devolverle a los mejores momentos de días pasados.
Silano, sin embargo, parecía observar una actitud mesurada. Bien es verdad que había pasado el brazo por la cintura de Mesalina, pero era una licencia que podía justificarse por el ambiente alegre de la fiesta que se celebraba.
Lépida, que también quería mostrarse alegre, brindaba reiteradamente, cada vez que Mesalina, de modo preconcebido, le instaba a ello. Hasta que al apurar un póculo rebosante que le acababa de ser ofrecido, sintió que un invencible sopor la dominaba.
Silano intentó despertar a su esposa del pesado sueño, pero Mesalina tomando su mano, le contuvo.
—¡Déjala que descanse! ¡Mi pobre Lépida, cómo pesan sobre ti tus muchos años!
En brazos de dos esclavas fue retirada de la sala donde tenía lugar el suntuoso banquete. La fiesta había dado comienzo y Menestra, apenas vestido con un reducido faldellín, apareció en el centro de la sala hermoso y audaz en los movimientos de su cuerpo finamente musculado.
«¡Hermoso Menestra! —pensó Mesalina—. ¿Será verdad que no se siente atraído por las mujeres? ¡Menestra, el otro hombre impenetrable!...»
Mas no permitió que sus pensamientos siguieran por aquellos derroteros. Tenía junto a ella a Silano, y Claudio, que dormitaba bajo los efectos de las frecuentes libaciones, no iba a preocuparse por las licencias de su esposa, la impúdica Mesalina.
Tan sólo Narciso le perseguía con su mirada atenta. «¿Así que es esto lo que ahora te propones?», parecía decirle. Desentendiéndose de todo, Mesalina había rodeado con sus brazos a Silano. Aunque el tribuno había abusado del vino de Chipre y del Falerno, conservaba intacto su alto sentido del honor.
Sin rechazar abiertamente a Mesalina, separose de ella con un ademán prudente:
—Creo que debo ir junto a mi esposa Lépida —dijo excusando su actitud.
—¡Mi buen Silano! ¿Creéis que ella está en condiciones de recibiros?
Silano levantose sin responder, atravesando la sala en dirección al lugar donde habían conducido a Lépida las esclavas. Mas ella no estaba allí. Llamó repetidas veces sin obtener contestación. Sin embargo, allí había un lecho, la estancia estaba difusamente perfumada y una tenue música que provenía de lejos, daba a entender que en aquel lugar se habían hecho los preparativos para la noche nupcial, según el criterio refinado que era usual en tal ambiente.
Preso de inquietud, temiendo que hubiera sucedido algo a su esposa, dirigiose hacia la puerta, cuando una esclava salió a su paso murmurándole quedo:
—¡Esperad un poco, noble Silano!
Convencido que Lépida aparecería de un momento a otro ya repuesta de su malestar, sentose en el amplio lecho. «¡Yo también me he excedido!», se reprochó, recordando las procaces insinuaciones de Mesalina, hijas del ambiente eufórico y de la excitación que las danzas lascivas de aquellas bayaderas de Oriente habían ejecutado en torno a todos.
Sumido en estos pensamientos no advirtió un leve roce que provenía de la puerta situada tras él. Vio avanzar la sombra de una mujer que venía envuelta en un veto que, aunque sutil, a la escasa luz de la estancia, no permitía precisar su identidad.
Un perfume embriagador que se desprendía de la femenina silueta llegó hasta él Silano comprendió, o creyó comprender: su amante esposa Lépida quería sorprenderle gratamente. Sin embargo había algo en aquella figura que no concordaba con Lépida, sus movimientos lascivos, los velos que tan sólo flotaban en torno al cuerpo perfecto que avanzaba hacia él, ondulante y pleno de sensualidad...
En la mente un poco oscurecida de Silano, empezó a tomar forma un terrible pensamiento que desechó con presteza:
¡No, no podía seri ¡Sus sentidos estaban engañándole! Una voz apenas audible, murmuró en su oído:
—¡Mi amado Silano! ¡Hermoso amado!...
Incapaz de mantener aquella duda, Silano arrancó el velo que al cubrir el rostro no le permitía confirmar sus dudas. ¡No se había equivocado! Tras el velo, el rostro de Mesalina, con la mirada velada por el deseo y los labios anhelantes, apareció ante sus ojos horrorizados.
—¡Vos, vos...! —repitió como si no diera crédito a lo que veían sus ojos—. ¡Vos, la emperatriz de Roma, la esposa de mí amado Claudio!
Y apartando con gesto brusco aquel cuerpo que se ceñía apasionadamente al suyo, levantose del lecho y cruzó con paso rápido la distancia que le separaba a la puerta. Abrió ésta y huyó por el pasillo de palacio.
Mesalina rasgó los velos hasta quedar desnuda. Con el cabello en desorden y las lágrimas que abrían surcos en el maquillaje de su rostro, era la estampa viva de la desesperación y et despecho.
¿Cómo podían rehusar a ella, a Mesalina, emperatriz de Roma, y la mujer más hermosa y codiciada del Imperio? ¿Cómo, cómo?...»
Llena de sorda irritación recluyóse en sus habitaciones. Sabía que Claudio no precisaría aquella noche de su compañía, y tampoco estaba dispuesta a compartir con otro hombre las horas que ella había imaginado junto a Silano.
Después de esto se imponía la reflexión. Los obstáculos eran para Mesalina un poderoso estímulo. En el camino de relajación emprendido, el hastío que le producían todos los deseos obtenidos con tanta facilidad ya no tenían interés para ella. En cambio, la resistencia observada en Silano era el mayor incentivo para su corrompido cerebro.
En aquel momento no existía nada más importante para ella que vencer la indiferencia o las puritanas aprensiones de Silano. Para poner en práctica sus planes, acudió a la mañana siguiente a las habitaciones de Claudio y se interesó por la salud de éste, bastante deficiente durante los últimos meses.
—¿Cómo ha pasado la noche mi amado esposo? —Claudio, que no recordaba los vergonzosos excesos hechos por Mesalina durante el banquete, preguntó a su vez a ella.
—¿Y mi hermosa Mesalina? ¿Cómo no viniste junto a mí, para acompañarme en mi descanso?
—¡Me siento enferma! —Claudio observó preocupado el rostro de su esposa.
—¿Qué te sucede? —había inquietud en su voz. ya que Claudio era todavía, y lo sería hasta el fin, el más fiel enamorado de la pérfida Mesalina.
—Creo que es cansancio. Sí. cansancio. Las fiestas y reuniones, la agitación de la vida en palacio me han agotado. ¡Si pudiera aislarme durante un tiempo!
—¿Aislarte? ¿Y cómo puedo estar yo sin ti?
—Podría estar a tu lado tan sólo en breves minutos. Creo que en el nuevo palacio, estando junto a Lépida, conseguiré recuperar mi perdida energía.
Claudio accedió encantado con la idea de resolver de modo tan fácil lo que momentos antes tanto le había preocupado.
—Opino que has tenido una acertada idea. Junto a tu madre podrás recuperar tu perdida salud.
Aquel mismo día Mesalina dio órdenes para realizar el cambio. Miriam dirigió el trabajo de las esclavas que transportaban a las habitaciones del palacio nuevo, los objetos más apreciados por la emperatriz.
Horas más tarde tenía lugar el reencuentro de Silano con ella. Al principio éste pretendió mantenerse en una línea de conducta familiar y natural, como si no diera importancia al suceso ocurrido en palacio la noche de sus esponsales, o en todo caso, aquél fuera tan sólo producto del ambiente festivo y excitante de la fiesta.
Más allí estaba Mesalina para recordárselo, dando la versión que tenía preparada para tal ocasión.
—¿Me crees un mujer indigna, no es cierto, mi buen Silano?
—Mi emperatriz tiene toda la consideración y respeto de su siervo —dijo evadiendo la respuesta que ella pedía.
—¡Yo sé cómo debes juzgarme! Y sobra la razón para elfo —fiel al papel que estaba dispuesta a representar, dejó que las lágrimas corrieran por sus hermosas mejillas. En previsión de ello, ya no había empleado el maquillaje.
Silano empezó a sentirse confuso. La actitud de Mesalina, aquellos deseos de aislarse de palacio, le empezaban a desorientar en el juicio que había adquirido recientemente sobre ella.
—No es fácil explicar el motivo de mi actitud de días pasados. Además creo que nadie podría creerme.
—No es preciso hablar sobre cosas que yo he olvidado.
—Pero a mí no me sucede igual. Una vez y otra, Claudio cruelmente me expone a tales humillaciones.
—¡Claudio! ¿Qué tratáis de decirme?
—¡Sí! ¿Dudáis de mis palabras? Un día y otro, para quedar libre y dedicarse a sus liviandades, me empuja hacia los brazos de sus más allegados colaboradores. «¡Ellos no hablarán», piensa. Y así puede continuar su vida licenciosa. «¡Goza también de los placeres!», me dice cuando le reprocho su conducta.
—¡Pero eso es inconcebible! ¿Cómo ha podido descender mi noble Claudio a tamaña bajeza?
—¡Sí, eso he dicho muchas veces yo también! —aseguró Mesalina tratando de buscar en la compasión de Silano lo que éste nunca hubiera sido capaz de ofrecerle por respeto a sí mismo y lealtad a su emperador.
El conocimiento de estas falsedades no obtuvo los resultados previstos por Mesalina. La indignación que le había producido saber a su emperador capaz de tal vileza, el derrumbamiento de su probada lealtad le impedían corresponder a los deseos de una mujer que aparecía como la imagen de la insatisfacción»
—¡Silano! —suplicó Mesalina—. ¿Acaso no vas a consolarme?
El noble patricio la miró con franca repugnancia. «Realmente —pensaba—, uno es digno del otro.» Ni Claudio, su emperador y amigo, merecía ya la lealtad inquebrantable que le había otorgado, ni ella podía recibir la demostración de una pasión que no sentía.
Alejose de su lado, sin darse cuenta que acababa de firmar su sentencia de muerte con ello.
Mesalina continuó unos días más en palacio; su estancia se había visto interrumpida por una llamada urgente de Claudio. Anochecía ya y sabía que el emperador gustaba de acostarse temprano debido a su precaria salud.
Para ser llamada a tales horas debía ocurrir algún grave suceso, y éste no podía ser otro el que ella, en unión de Narciso, ya habían previsto y preparado.
En esta ocasión los hechos no serían totalmente infundados como en el caso precedente de Marco Vinicio. El gran Silano, hombre de incorruptible moral, había cobrado una repugnancia y odio irrefrenable hacia su emperador, al que juzgó haciéndose eco de las acusaciones de Mesalina.
Detalles significativos puestos hábilmente de relieve por hombres interesados en la conspiración contra él, acabaron de disipar las dudas que pudieran albergarse en su corazón leal. Calixto le había hecho fantásticas confidencias, que le hicieron exclamar:
—¡He prestado mi lealtad y sumisión a un hombre corrompido como el malvado Calígula!
A pesar de ello, todavía no había caído en la deslealtad de conspirador con que fue acusado por Narciso. El canciller, que continuaba siendo el fiel instrumento de Mesalina, en provecho propio, puesto que los intereses de ambos caminaban paralelos, empezó a socavar la confianza que Claudio tenía depositada en Silano.
Aquél era el momento esperado por Narciso, que durante el tiempo que mediaba entre la llegada de Silano y el presente, había visto cómo decrecía su favor cerca del emperador.
Le bastó para ello encontrar testigos dispuestos a justificar cómo Silano había sido visto en compañía de viejos republicanos conspiradores ya en tiempo de Calígula. Un día advirtió a Claudio:
—Creo, divino Claudio, que algún peligro os acecha. —Observó el efecto de sus palabras. Conocía sobradamente a Claudio para saber que acababa de sembrar la intranquilidad en su corazón.
—¡Siempre me traes noticias de traiciones y conjuras!
—Entonces, ¿debo dejar de preocuparme por vuestra vida amenazada?
—¡Cómo puedes probarme esto!
—Tu serenidad y claro juicio debieran agudizarse, amado emperador.
—¡Exijo que hables claramente, sí no quieres morir como un perro! —exclamó exasperado Claudio.
—Es Silano, ese patricio que goza de vuestra confianza, el que conspira contra vos —respondió con absoluta frialdad Narciso.
—¡Mientes, mientes! —gritó una y otra vez Claudio.
—Entonces, ¿por qué no le ponéis a prueba? —La respuesta ora muy cauta y dio fuerza a su acusación.
Debatiéndose en la más terrible duda, Claudio, Incapaz de discernir en qué lado estaba la verdad, reclamó con urgencia la presencia de su amada Mesalina.
Apresurose la emperatriz a acudir, presentándose llorosa y aterrada.
—¡Mi amado esposo! —exclamó a la vez que se arrodillaba r sus pies, escondiendo la cabeza entre los pliegues de la toga del asombrado Claudio.
—¿Qué te sucede? —inquirió inquieto, olvidando las preocupaciones que le embargaban.
—¡Oh! No puedo decíroslo!-Aquél era, sin duda, el mejor medio para conseguir que Claudio insistiera.
—Tienes que decirme lo que te conmueve y aterra. —Eran pocas las veces que había visto a Mesalina tan demudada.
—He tenido un sueño horrible. Este sueño se viene repitiendo. Asustada por él, llamé esta tarde a la sibila Berilo de Vesta.
—¿Y qué ha dicho? ¿Confirmó tu sueño? —Claudio cedía a impulsos de su acusada superstición, muy común en todas las capas sociales de la época.
—Sí, esposo mío. Berilo confirmó mi sueño. Por eso esperaba el nuevo día para acudir a verte. El que tú me hayas llamado no es más que un augurio de tales sueños.
—¿Pero no sabes por qué reclamé tu presencia?
—Me lo imagino. ¡Un peligro te acecha!
—¿Y qué peligro es ése? ¿Puedes saberlo también?
—Sí —'respondió Mesalina—. Un hombre trata de asesinarte, clavando un puñal en tu pecho...
—¿Viste el rostro de ese hombre en tus sueños?
—¡Sí, lo vi! —respondió con voz sombría Mesalina.
—Y... —en la voz de Claudio se advertía una gran Inquietud—, ¿era ese rostro o figura, la de Silano?
Mesalina inclinó la cabeza en un gesto afirmativo. Claudio se rendía a la evidencia. Sin embargo, trató de hacer una última y definitiva prueba. SI el hasta entonces fiel Silano abrigaba esos propósitos, tendría que llevar consigo un puñal.
Esperó impaciente hasta que el nuevo día llevase hasta el palacio a los altos dignatarios, entre los cuales se encontraba Silano. Calixto y Narciso fueron los encargados de conducirle a su presencia. Una vez allí fue registrado. Entonces ya no hubo duda para Claudio: ¡Apio Silano, su fiel amigo de ayer, llevaba oculta entre los pliegues de la toga una acerada daga!