EL IMPERIO DE LA CORRUPCION Y EL VICIO

—¡Señor y padre de los dioses! ¡Oh, divino Calígula! La joven Valeria Mesalina está en la «exedra»[1]esperando vuestro mandato —exclamó Caerea, con el acento servil que empleaba para dirigirse a su emperador, inclinando sus espaldas de tal modo que el brocado de la rica túnica barrió la alfombra de Esmirna que había a los pies del «triclinum»[2] en donde Calígula estaba consumiendo su desayuno.

Ante él la mesa de pórfido, sobre la cual los manjares estaban sobre platos de oro cincelado. Un hermoso mancebo sostenía la pequeña jofaina donde Calígula mojó la punta de sus dedos sonrosados y gordezuelos. Este se había erguido un poco apoyándose en el brazo desnudo que descansaba sobre unos ricos brocados persas. Sobre su pecho, también desnudo, un valioso camafeo que todavía conservaba como un vestigio del disfraz de la noche pasada, y en el dedo índice de la mano diestra el anillo de los Césares, grueso y con una gema de gran tamaño.

Los ojos del emperador, escondidos tras los párpados rojizos y gruesos, despidieron una mirada de lúbrica curiosidad. Todavía no había visto de cerca a la joven hija de Meseío Valerio, de quien tanto le había contado Sabino, uno de sus favoritos, que solía informarle bien en cosas de esta índole.

La impaciencia hizo que su mano temblase inquieta derramando parte del contenido de la copa que estaba a punto de llevarse a los labios. En aquella hora que todavía no había llevado a cabo la diaria sesión de embellecimiento, su rostro picado de viruelas, los lacios cabellos cayendo sobre la frente surcada de arrugas, y el labio inferior colgando en un gesto de relajamiento, componían una imagen repulsiva en extremo.

—¡Por Júpiter! ¡En dónde está metido ese cretino de Diocor! —gritó exasperado.

El gran chambelán de Calígula entró presuroso en la estancia donde se encontraba el emperador. Traía en sus manos una caja primorosa de plata labrada, y tras él dos esclavos portando un humeante recipiente acompañaban al barbero real, que cerraba la marcha de los apresurados personajes, que tenían encomendada la alta misión de aderezar el rostro del tirano con toda clase de procedimientos y los más variados cosméticos que se conocían hasta entonces.

—¡De prisa! —urgía Diocor, que llegó presuroso hasta el primer escalón en donde doblóse implorando disculpas por su demora.

—¿Dónde estabas, Diocor, maldito de los dioses?

El chambelán diose prisa por comenzar, tratando de suplir con su diligencia cualquier excusa que no iba a ser atendida por el tirano. Sabía que una vez empezaba su complicado arreglo personal, él, Diocor, era imprescindible junto al emperador de Roma, para halagar sus oídos y dirigir con acierto toda la complicada tarea de restaurar un rostro degradado por el vicio, de tal modo que aun estando en la plenitud de su vida, mostraba acusadamente los estragos de una conducta libertina.

—Valeria Mesalina espera que la traigan a mi presencia. ¡Pronto! ¿Es que no sabes hacer las cosas de otro modo?

El barbero procuraba moverse con cuidado tratando que el hierro y la «bosella» no causaran daño en la piel de Calígula.

Después los esclavos lubricaron la piel con aceites olorosos antes de dar comienzo a la segunda fase del arreglo facial del emperador. El carmín extendido en una capa sobre los pómulos y los labios teñidos con rojas anilinas... el pelo recogido en crenchas untuosamente en torno a la frente, el ungüento rosado en las manos y en los brazos, la ablución olorosa de los pies...

Aquellos mancebos moviéndose diligentes en rededor del hombre temido, no osaban levantar la vista hacia él. Sin embargo, no parecía tan déspota y tirano como otros días. Algo le mantenía de mejor talante. Un hombre de los que estaban allí, sabía bien la razón de tal actitud. Este era Caerea. Y es que él se había convertido en el gran confidente de Calígula desde que éste, por muerte violenta del cruel Tiberio, había sido nombrado emperador de Roma.

Si su predecesor había pasado a la historia como un emperador cruel, había sido, empero, un soberano inteligente y sabio, cuyas excelsas cualidades permitieron que fuera considerado como hijo de Augusto. Su inaudita crueldad, puesta de manifiesto en los finales de su reinado, quedó oscurecida con la conducta de Calígula, que entregado a una vida disoluta, mantuvo una atmósfera de terror que permitiera las expoliaciones y el crimen.

Cuando el año 37 de nuestra Era, Calígula era proclamado emperador, su primera disposición fue elevar los impuestos, ya onerosos con anterioridad, y por cuyo pago numerosas familias eran expoliadas hasta caer en la miseria.

Rodeado de una corte de aduladores, dotado de un temperamento lascivo, carente del más insignificante destello de humanidad,-se le atribuía una frase que el pueblo atemorizado de Roma comentaba con terror: «Me gustaría que todo el pueblo tuviera una sola cabeza para poder cortarla de un tajo.»

Calígula, que había contraído nupcias con Caesonia, solía mantener a ésta recluida en el «gineceo»[3], sobre todo cuando celebraba sus frecuentes orgías, en las cuales las más famosas heteras eran invitadas a participar, aunque tan sólo se las reclamase para diversión de los cortesanos que formaban la cohorte del disoluto monarca.

Roma gozaba de todo su esplendor y sus conquistas en Afrecha y Egipto, la expansión en el continente hasta Germania y Creta, permitía a los recaudadores extraer provechosos frutos, que además de nutrir las arcas imperiales enriquecían a los cónsules y procónsules destacados en tales lugares. Para la ambición insaciable de Calígula era preciso, sin embargo, expoliar más y más a un pueblo que estaba oprimido por el terror.

Desde la parte superior del Quirinal que conducía a la Puerta Nomenta o Porta Pía, hasta la llamada Porta Capena, los barrios de callejas tortuosas y miserables, ofrecían el más acusado contrato con las casas de la nobleza, y los palacetes de los favoritos encumbrados por el tirano.

Pero también los poderosos estaban comenzando a sufrir la influencia terrible de la mano opresora que exigía cada vez más altos tributos. Las continuadas orgías del tirano, el derroche ostentoso en que vivía, sus caprichos incontables, las sumas destinadas a confidentes y favoritos, el lujo desorbitado en que desenvolvía su vida, el afán incontenible de poseer más y más, obligaban a exprimir con dureza todas las fuentes de ingresos existentes en una Roma, que gozaba todavía del mayor esplendor.

Calígula, el emperador que esperaba impaciente la presencia de Valeria Mesalina, estaba dominado por todas las pasiones, mas su libertina conducta llegaba al punto máximo cuando trataba de dar satisfacción a sus libidinosos deseos.

Hombre de tal condición colocado en el lugar más elevado de la nación, y con poder absoluto sobre todas las cosas, permitió y hasta fue propulsor del libertinaje y relajamiento, de tal modo, que sólo en el reinado de Nerón fue superada la corrupción imperante de la corte de Calígula.

La degradación de las costumbres indujo a muchas mujeres a adoptar la profesión de heteras, que hasta entonces tan sólo había sido ejercida por las esclavas. Esta corrupción de costumbres influyó en su difusión. Termas y baños se convirtieron en puntos de reunión de mujeres galantes y lugares de cita.

Paralelamente los lupanares proliferaron por la ciudad, en forma inusitada. Eran casas de cinco habitaciones reducidas en torno a un vestíbulo decorado con pinturas obscenas, según describen las crónicas licenciosas de aquel tiempo.

Corría el año treinta y ocho de la Era Cristiana y la inmoralidad en las costumbres estaba alcanzando límites inconcebibles, de tal modo, que a impulsos de la miseria imperante se permitió el proxenetismo en el seno de la familia, alentado por las madres y hasta por el propio marido.

La prostitución, que hasta entonces había sido casi exclusivamente función de las esclavas, organizada fríamente desde la niñez por medio de los llamados «lennones», o explotadores e instructores de este vil negocio, se extendió a capas más elevadas de la sociedad.

De este modo, en el punto crítico a que nos referimos, eran muchas las mujeres que empleaban el color de azafrán, y el tejido de púrpura con que se distinguían las heteras. El refinamiento en sus maneras e incluso cierta preparación que permitía mostrarse con elegancia e inteligencia, les había permitido frecuentar determinadas fiestas y representaciones, donde su presencia era felizmente acogida.

Mas para Calígula, hastiado de todos los placeres, estas fiestas, así como la compañía de tales mujeres, ya no interesaban a sus gastadas sensaciones eróticas. La irritación que tal hecho le producía había sido fácilmente advertida por sus más allegados, como eran Vastiano y Caerea, este último el más próximo a él, con una acusada influencia sobre el tirano, que a veces solía escuchar sus opiniones.

Por esto, cuando Sabino habló ante Calígula de la belleza de Valeria Mesalina, tanto Caerea, como Cornelio y Vastiano, vieron en aquel interés tan súbitamente expresado el medio de distraer durante un tiempo la atención del emperador.

Pero en la mente de Calígula, sagaz a pesar del embrutecimiento en que se desenvolvía, estaban presentes las dificultades que, caso de resultarle Mesalina tan atractiva como había previsto, se opondrían al feliz desenvolvimiento de sus relaciones íntimas con la joven.

Las leyes de Augusto, preservadas y aun fortalecidas por Tiberio, su predecesor, no permitían en la Roma libertina la bigamia. La joven que aguardaba ser presentada tenía apenas diecisiete años, y era hija de Valerio Meselo, patricio que en modo alguno accedería a prostituir a su hija.

Calígula precisaba tener junto a él aquella a quien imaginaba virginal doncella, y que constituía para el estragado deseo, la fuente renovadora de deliciosos momentos. Sin embargo, en tanto daba los últimos toques a su meticuloso arreglo, no dejaba de pensar en las cosas que debería tener en cuenta.

Sobre todas ellas, era la que más le preocupaba, sin duda, una que respondía bien a sus deseos: ¿Sería realmente tan hermosa aquella niña como se la había descrito Sabino? ¿Acaso no cabía engaño en esta apreciación? El sólo había tenido ocasión de verla en las últimas fiestas Dionisias, e iba cubierta por una amplia estola de blanca lana que no permitía ver completamente su belleza.

En tanto se mecía en voluptuosos pensamientos, el joven mancebo acercó el espejo de cobre pulimentado, para que su emperador pudiera contemplarse.

—¡Bello como Febo! —murmuró en respuesta a la muda interrogación de la mirada de Calígula. Este sonrió a influjo del renovado halago y besó el brazo del muchachuelo, que era por aquellos días su favorito. Después despidió con un puntapié a los esclavos que se afanaban por cerrar la «fíbula»[4] de sus sandalias, e hizo una seña a Diocor que corrió a su lado.

—¡Haz que Valeria Mesalina comparezca a mi presencial —y seguidamente ordenó—: ¡Fuera de mi presencia todos!

Esclavos y favoritos, incluso el mancebo Eneas, se apresuraron a cumplir las órdenes. Solamente Narciso, uno de los palaciegos que rodeaban al emperador, quedó a la expectativa. Escribiente y canciller de Calígula, sabía que éste gustaba de tenerle a su lado para que más tarde llevase, en signos caligráficos, el más fidedigno relato que de los hechos de Calígula podía transferirse al pergamino.

Colocado detrás del emperador se mantenía siempre en prudente actitud, sin que todo cuanto ante él sucedía pudiera cambiar la expresión cauta que era inmutable en todos los momentos.

Así sucedió esta vez, cuando Mesalina, precedida por Diocor, entró en la estancia del emperador. Hasta Calígula, acostumbrado a contemplar de cerca todas las bellezas que apetecía, no pudo menos de sentirse impresionado por aquella singular aparición, cuya hermosura parecía irreal.

Con un movimiento de su mano, ordenó a la joven qué avanzara hasta situarse cerca de él. Ella dio unos pasos tímidamente, pero con gracioso movimiento de su cuerpo armónico. No obstante Calígula no parecía mostrarse muy satisfecho. La estola, prendida sobre el hombro y cayendo en amplios pliegues en torno al cuerpo, no permitía adivinar toda la belleza de su figura.

Llevaba, además,:la «palla»[5], cuyos pliegues contribuían también a desdibujar las líneas de la silueta.

—¡Por los dioses!-exclamó el emperador—. Hace falta ser muy gentil y hermosa para despertar admiración entre esas abundantes telas.

Mesalina, que no había podido escuchar el significado de tales palabras, levantó hasta Calígula sus ojos oscuros e Inmensos, donde ardía una extraña luz. Desde que su padre Valerio le había hablado de ser presentada al emperador, en su mente se habían acumulado toda clase de ilusiones y deseos.

A pesar que hasta sus oídos habían llegado los más variados comentarios que sobre el emperador circulaban, para Valeria Mesalina, éstos eran tan sólo un acicate poderoso. Ahora, frente a él, mirando su rostro pintarrajeado y la mirada rijosa detrás de los párpados enrojecidos, sintiose desilusionada. Ella tan sólo le había visto de lejos, en su carroza triunfal y rodeado de la guardia pretoriana que daba realce a su vigorosa figura.

—¡Haz que se quite todos esos ropajes! —exigió con breve ademán.

Mesalina, a pesar de sus pocos años, contaba a la sazón diecisiete, sabía sobradamente lo que se esperaba de ella, mas nunca imaginó que las cosas fueran a suceder de tal modo. Diocor se había aproximado a ella, y soltó el broche que sujetaba la estola sobre el hombro.

Cuando la última prenda cayó a sus pies, Mesalina, por primera y última vez en su vida, sintiose ultrajada en su pudor. Había levantado la vista hacia Narciso, mudo testigo de la vergonzosa escena, y la mirada de sus ojos fríos hizo todavía más humillante su situación.

Calígula contempló extasiado aquella belleza que se ofrecía totalmente a sus ojos; había levantado la joven los brazos para soltar el cabello prendido en alto moño, según el deseo del emperador. Suaves y oscuras, cayendo sobre los hombros de satinada blancura, las crenchas onduladas se deslizaron suavemente.

El emperador estaba extasiado en la contemplación de tanta hermosura, aunque sus labios permanecían silenciosos. Tenía ante él a la criatura más perfecta, imagen viva de la voluptuosidad, con el rostro limpio de afeites y un cuerpo de diosa, que Venus Afrodita envidiaría. Dejó transcurrir unos minutos y cuando Mesalina creyó que Calígula le dirigiría alguna frase, escucho, presa de indignación y vergüenza, cómo decía a Diocor:

—¡Llévatela de aquí! —y para atenuar él efecto de sus palabras tiró a los pies de la hermosa criatura un broche de piedras preciosas, tomado al azar del cofre que tenía sobre un pie de laca y marfil.

Valeria Mesalina sintió cómo se inundaban de lágrimas sus ojos. Pero obedeciendo a Diocor, que la conducía de la mano, abandonó la instancia. Antes de trasponer la puerta, oyó la risa de Calígula en charla con aquel hombre silencioso que había sido testigo de su vergonzosa exhibición.

Entretanto, Calígula preparaba ya los detalles de la fiesta para aquel día. Nuevamente habían entrado Comelio y Caerea, y Sabino con el inseparable Vastiano.

—¡Ésta noche sorprenderé a mis invitados con una nueva interpretación! —dijo exultante de vanidad el tirano.

Representar a los dioses era, sin duda, uno de sus mayores placeres. Adoptaba sus actitudes, declamando con afectada voz, aquello que sus poetas habían compuesto para él. En esas estrofas era muy común escuchar sus autoalabanzas como si fueran los dioses realmente quienes las prodigaban.

—¿Acaso nos sorprenderás, divino emperador, con la grandiosa representación de Mercurio.

—Esta vez será distinto —respondió enigmático; pero incapaz de contener el impaciente deseo, rió histriónico con la risa de una mujer. Después, llamando a Eneas, pidió de nuevo la caja de los afeites.

Con el espejo en las manos siguió atento los movimientos de un esclavo que se dispuso a teñir los párpados con «stibium»[6]. Una vez terminada la aplicación del cosmético, probose una de las pelucas que le habían traído por deseo suyo, se la colocó cuidadosamente, y con voz chillona, anunció enfático:

—Hoy veréis la más viva representación de la diosa Aurora.

Todos estos preparativos no conseguían, a pesar de desearlo, borrar de su pensamiento la fuerte impresión que Valeria Mesalina había causado en él. No podía, sin embargo, llevarla junto a él. La ley a este respecto se mostraba inamovible.

En efecto, la proscripción de la bigamia, y su concepción como delito, prohibían la pluralidad de mujeres. El matrimonio romano, fuertemente monógamo aun en medio del ambiente corrompido de aquel tiempo, estaba refrendado por la Ley y el Derecho.

Las sanciones estaban señaladas como obra de los pretores, que revalorizó más tarde César. La Ley Julia sancionaba como culpable de estupro al que «Ficto coelibatu».

Para Calígula, este impedimento no podía ser causa de renuncia. ¿Cómo iban a ser obstáculos para él las leyes de ningún tipo, cuando era el gran Calígula, padre de los dioses y señor todopoderoso de Roma, dueño de casi medio mundo?

Más hombre sagaz, sabía bien que no valía la pena arriesgarse por algo que de un modo u otro tendría a su alcance.

Además, las circunstancias podían dar insospechada novedad a sus deseos, forzando situaciones excitantes, que ya empezaban a cobrar vida en su cerebro sucio y pervertido.

—Tengo muchos proyectos —confió a sus privados—. Pero ahora sólo deseo pensar en nuestra fiesta. Quiero que todo el mundo se sienta feliz en ella, ya que os voy a deparar unos momentos sublimes. Después seis bailarinas de Nubia y unos eunucos de Babilonia representarán las danzas de Potos e Himeros, los dos descendientes de Eros...

Entretanto la muchacha había sido conducida de nuevo a su casa, muy próxima al monte Esquilmo. Cierto que había sido espléndidamente recompensada, pero había sido también lastimado su orgullo y eso no había modo de enmendarlo ni con los más ricos presentes.

En tanto caminaba erguida precedida por los dos esclavos que habían sido encargados para acompañarle, su mente parecía perderse en las más diversas conjeturas. La gente, sobre todo los hombres, mostraban claramente la admiración que despertaba a su paso. Esto que no podía causarle ninguna extrañeza, ya que para ella era un hecho habitual, tuvo esta vez un claro significado.

Puede ser que en ese corto tiempo se forjasen las directrices del futuro. Valeria Mesalina, la mujer más hermosa de su tiempo, consideraba ya su hermosura como el arma más poderosa, que esgrimiría con decisión para servirse de ella a su gusto. Mesalina, la emperatriz cortesana, la mujer disoluta, la amante y la perversa, la altiva y ambiciosa, acababa de nacer para la Historia.

Entretanto en el Palacio Imperial habían dado comienzo los preparativos para la fiesta de aquel día. Calígula no gustaba de celebrar su orgías una vez se había puesto el sol. La luz de las velas de sebo y brea irritaba todavía más sus párpados, y el humillo le resultaba molesto para poder declamar las estrofas que componían para él.

Aquel día tenía previsto algo que seguramente iba a producir sensación. Bailarines y cómicos, cortesanos y oficiales de la guardia personal, las tropas germánicas, cuyos jefes tenían acceso alguna vez a esta clase de fiestas, seguro que no había contemplado hasta entonces lo que él, Calígula, iba a ofrecerles «Incitato», su caballo favorito, investido para él con la púrpura y el haz de plata de los cónsules, participaría aquel del banquete!...

Ya le parecía ver la cara de asombro de las hermosas, cuando Junto a sus desnudos cuerpos sintieran el fuerte vaho que exhalaban los belfos de su caballo «Incitato». Pero estaba seguro que hombres y mujeres celebrarían entusiásticamente lo genial de la idea.

En el palacio reinaba la animación que precedía a las fiestas, que eran cada vez más frecuentes y ruidosas. Calígula parecía buscar nuevos alicientes, que llenasen el vacío creado por el estrago que causaba en él su abuso de todos los placeres.

El Palacio Imperial estaba situado en el monte Palatino, donde había sido erigido por deseo de Augusto, ya que desde allí dominaba con la vista toda la hermosa ciudad. Era una mansión que por los reflejos dorados obtenidos se le conocía así desde tiempo de Augusto, aunque en la época a que nos referimos se le llamase más comúnmente con el nombre de la «casa del tirano».

El atrio y peristilo, con sus elevadas bóvedas y maravillosas pinturas, era un preludio de esplendor maravilloso. Atravesando éstos se encontraba el amplio patio donde los surtidores y las flores componían una estampa armónica; volviendo a la izquierda estaba el amplio espacio cuadrado, que Domiciano había consagrado con anterioridad a Adonis. Más allá los aposentos reales, y separado por un patio con fuentes y un estanque, el gineceo.

Había dependencias para esclavos y anexos para la guardia imperial. Las habitaciones de los tribunos estaban igualmente separadas y toda el ala derecha se reservaba para los innumerables aposentos que precisaba el emperador para su uso privado.

Imposible detallar toda la amplitud del gran Palacio Imperial que Augusto había creado ilusionado. Ni tampoco puede darse una idea aproximada de lo que fueron los tesoros albergados allí durante los reinados siguientes al magnánimo emperador. Calígula había conseguido sobrepasar a todos en sus ostentosas ideas, convirtiendo la residencia real en un palacio inigualable en su riqueza por ningún poderoso de su tiempo.

¡Más qué distinta se ofrecía la vida dentro de él, en uno y otro reinado! Lo que en aquél fueron selectas reuniones, donde brillaba el talento y las más elevadas dotes morales, ahora era por el contrario lugar donde tan sólo tenía cabida el terror, la conspiración, el vicio y el crimen.

Aquella noche, sobre todo, fue particularmente animada. Después del banquete, que fue servido en la sala o comedor «triclinum», con los «lectl»[7]dispuestos de tal modo que permitieran la contemplación de la fiesta, dio comienzo el espectáculo. Todo el tiempo que había durado la presentación de los manjares, las bacantes —cuyo principal quehacer era ofrecer el vino a los invitados— se habían mostrado especialmente solícitas para conseguir que el ambiente tuviera el clima propicio a esta clase de fiestas.

Hacía varios días que Menestra, Joven bailarín, maestro coreógrafo y muy allegado a Calígula, estaba preparando lo que había de constituir el momento culminante de la fiesta; esto era nada menos que la presentación de Calígula en una nueva faceta de sus interpretaciones, que, como se ha dicho, era la más audaz personificación de la diosa Aurora.

Llegado el momento, y cuando ya «Incitato», el caballo-cónsul, fuera retirado en vista que sus relinchos podían romper la magnificencia del espectáculo, dio comienzo la representación. Las Jóvenes nubias, a pesar de la belleza de sus cuerpos que parecían tallados en ébano, no despertaron mayor interés de los invitados, ahítos ya de esta clase de espectáculos.

Más tarde entraron en el aposento las tañedoras de flautas, semidesnudas, con sus ropas de muselina, y un grupo de circasianas que, desnudas de cintura para arriba, permitieron, con la rítmica cadencia de la música, mostrar toda la firme belleza de sus senos.

Después se mezclaron con ellas los jóvenes efebos, que trenzaron con guirnaldas de flores un baile de claro significado erótico. Pero pocos prestaban atención a la escena. Las heteras estaban tratando de hacer más intenso el placer de los comensales, y algunos ahítos de comida y de vino, prescindiendo de todo, dormitaban semiinconscientes.

Hasta que unos y otros fueron advertidos de la Inminencia del momento cumbre de la fiesta. Se había impuesto silencio, y los damascos que se habían descorrido cerrando la luz de la tarde mitigaron la claridad de modo que el amplio recinto quedó en semipenumbra.

Una suave música dejose oír acompañada de intervalos en los que el címbalo tocado por manos diestras daba la pauta y señal del gran acontecimiento que estaba a punto de producirse. En efecto, momentos después Menestra, apenas vestido con un breve pantalón, un cinturón de piedras preciosas recamando la piel y adornándose con brazaletes en brazos y tobillos, Irrumpió en el amplio espacio que para el espectáculo excepcional se había preparado en la gran «exedra».

«Ministratores» y «bacantes»[8] habían quedado quietos en su quehacer, asistentes privilegiados del gran espectáculo. Menestra había comenzado su danza. La armonía del cuerpo ágil y proporcionado no conseguía, sin embargo, despertar el interés de i otras veces. Sabían bien que aquél no era el momento cumbre, y la gran curiosidad de todos se centraba en la presencia, ya inminente, de Calígula.

Entre los cortesanos, aduladores y escépticos, acostumbrados a toda clase de excentricidades, crueldad y perversión, ampliamente demostradas por Calígula, había, empero, un interés que no podían evitar.

¡Calígula en una interpretación femenina! Aquello Iba más allá de cuanto podía esperarse. La gran perversión de Calígula iba a ponerse de manifiesto. Una música de arpas y oboes acompañó la presencia de efebos que, portando lamparillas de aceite, se distribuyeron en dos líneas a derecha e izquierda para iluminar aquel centro, en donde minutos después aparecía la alta figura de Calígula.

Mas... ¿era realmente el emperador de Roma aquella extraña silueta que, vestida con muselinas femeninas, saltaba y se movía con lúbricos ademanes?

De no saberlo de antemano, nadie hubiera identificado aquella personificación con la del gran jefe del por entonces más poderoso Imperio del mundo. Llevaba éste una peluca rojiza, sobre la que se había colocado la corona de rosas de las deidades. El rostro, especialmente pintado, producía un efecto extraño y repulsivo. Los ojillos, rodeados con el «stibium» de antimonio, el carmín acentuado, el color de las mejillas v los labios con un colorante de heces de vino y liquen rojo, presentaban un tono brillante y agresivo. La cara con el blanco llamado de Saturno, que empleaban las heteras y bacantes, completaba aquel aspecto casi fantasmagórico, que Calígula en su gran representación de Aurora, había preparado cuidadosamente.

Los versos del parlamento salieron de la pintarrajeada boca con tono estridente y extraño. Alzando las manos y contoneándose como una de las bailarinas que antes habían exhibido su arte, fue apagando las lamparillas de los efebos, hasta dejar tan sólo dos de ellas, que iluminaban tenuemente la repulsiva escena.

Todos los asistentes al espectáculo estaban atentos y silenciosos, y en el fondo de sus pensamientos debían luchar los más encontrados criterios. Por ejemplo, Caerea, el gran favorito y confidente, no debía menos de pensar: «Y éste es, ¡ oh dioses inmortales!, nuestro grande y divino emperador.»

Pero Calígula, dominado por un goce indescriptible, continuaba bailando y bailando...