Capítulo 7: Recuerdos Húngaros

Hay ocasiones en que todo parece cosa de brujas. Nada sale bien, por doquier surgen dificultades, sobre todo donde menos se esperan, el mundo entero parece haberse confabulado para complicar la existencia de uno.

Horst Hartung había tenido en este día toda clase de contratiempos. Laska se escorió la piel del flanco izquierdo durante el transporte; la rozadura mostraba la carne húmeda. Romanovski se mesó los cabellos y registró el camión sin encontrar ningún saliente que hubiese podido causar la herida; el acolchado era perfecto, la madera no estaba astillada, pero, pese a ello, Laska sangraba. Soportó con la cabeza baja la invectiva de Hartung, que sólo interrumpió para decir:

— ¡Amo, ha sido otra triquiñuela de la vieja mula!

El doctor Rölle no había llegado. Tuvo una avería en la autopista, una grúa fue a remolcarle y pasaron horas antes de que llegase en un taxi. En su ausencia, la herida fue tratada con el polvo de penicilina que Romanovski llevaba siempre en su equipaje.

Fallersfeld se quejaba de un forúnculo en la nuca, una persistente molestia que no curaban pomadas ni otros medicamentos. Se negó a tomar antibióticos porque le amodorraban. Se paseaba de un lado a otro con una venda en el cuello, excitado como un toro, reacio a dejarse sajar el absceso. Todos los jinetes del equipo alemán evitaban, en lo posible, encontrarse con él.

El caballo de Steenken cojeaba de la pierna izquierda. Winkler estaba resfriado, anque era pleno verano. El reúma de Hartung volvió a hacer su aparición; cuando se levantaba por las mañanas iba encorvado como un viejo y tenía que hacer ejercicios para desentumecerse. En los entrenamientos apretaba los dientes con la sensación de que se le partían los ríñones, por lo que hubo que inyectarle calmantes.

En una palabra, todos parecían víctimas de un maleficio, y ello un día antes de la gran Semana del Concurso Hípico de Baden-Baden.

La ciudad balnearia estaba llena a rebosar. Todos los elegantes de Europa se paseaban por el parque o se reunían en los salones de los hoteles de lujo.

— Se han dado cita aquí muchos millonarios -dijo Fallersfeld durante el desayuno-, y un pequeño ejército de tahúres. A propósito, Horst, después quiero hablar con usted.

— Laska está mejor. El doctor Rölle le ha puesto un ungüento en la herida.

— ¡Laska! No, es un asunto privado.

Hartung asintió, mirando a Fallersfeld por encima de la taza de café. Cuando el viejo decía «privado», se trataba de algo aún más desagradable que las eternas disensiones sobre Laska, las cuales habían continuado produciéndose en los últimos meses. Laska saltaba de victoria en victoria, pero su aversión hacia el barón no había cedido un ápice. Fallersfeld era un jinete de la vieja escuela y entendía mucho de caballos, pero cuando Laska le veía, levantaba los ollares, empezaba a caracolear, bajaba las orejas, que quedaban pegadas a su hermosa cabeza, y se disponía a morder ó atacar.

— ¡Es un animal histérico! -gritaba entonces Fallersfeld-. ¡Debe tener un gusano en el cerebro!

Esta semana de carreras al galope, exhibición de adiestramiento y saltos, cuyo galardón era el Gran Premio, constituía en Baden-Baden el mayor acontecimiento del año. El hipódromo y la pista de saltos estaban rodeados de un océano de banderas; la pista pasaba por ser una de las más bellas del mundo, exceptuando tal vez la de Aquisgrán, y el hipódromo, con sus modernos dispositivos de salida, era el punto de reunión de las mujeres más hermosas y los hombres más atractivos que podían permitirse este lujo. Se apostaban millones en las taquillas. En las listas de participantes figuraban los más famosos purasangre, nombres conocidos en todo el mundo, fortunas sobre cuatro patas. No había ninguna yeguada de prestigio que no estuviera representada en Baden-Baden.

La semana de los superlativos.

Y un cielo de seda, infinito, sin nubes, como salpicado de oro por el sol.

Fallersfeld esperaba a Hartung en el vestíbulo del hotel Schwarzwaldpalast, donde se alojaba el equipo alemán. Un hotel de grandiosas proporciones, construido a principios de siglo para los condes y príncipes que visitaban Baden-Baden una vez al año porque era de buen tono.

Fallersfeld ocupaba uno de los grandes sillones con tapicería de Gobelinos, bebía un vaso de zumo de naranja con hielo y sufría dolores en la nuca, donde su enorme furúnculo palpitaba cada vez con más fuerza. El doctor Rölle lo había examinado.

— Sin una incisión es imposible -dijo-. ¡Barón, su pelaje es demasiado grueso!

— ¡Veterinario!-exclamó Fallersfeld como única respuesta, alejándose del doctor Rölle, que reía a mandíbula batiente.

Horst Hartung esperaba algo desagradable cuando tomó asiento frente a Fallersfeld, pero no tenía idea de lo que podía ser. Había estado pensando en ello desde el desayuno; sólo podía tratarse de algunos campeonatos en el extranjero que hasta ahora no había querido saltar: Johannesburgo, Sydney, Tokio, México, Manila. «Laska es demasiado joven para ello -aducía siempre-. ¡Los interminables vuelos, los difíciles recorridos bajo un sol abrasador! Cuando tenga tres años más, iremos. ¿Vamos a permitir que dentro de dos años Laska tenga las piernas inservibles? El viaje a San Francisco la cansó mucho.» Fallersfeld replicaba: «Pero ganó en Moscú. Laska no puede ser juzgada por el mismo rasero que los demás caballos. Nunca he visto ninguno como ella».

Fallersfeld vació su vaso de zumo de naranja, apretó la mano contra su nuca y comprimió los labios. El furúnculo ardía de nuevo.

— ¿Quieres un zumo?

— No, prefiero un martini.

Esperaron a que el camarero se lo sirviese y entonces se miraron como dos adversarios.

— Aquí estoy -dijo Hartung.

— Irreconocible -gruñó Fallersfeld-. Horst, las cosas no pueden seguir así.

— Naturalmente que no. ¿A qué se refiere?

— Estoy actuando de mediador, que es un papel terrible, amigo mío. Preferiría limpiar diez cuadras y lavar el trasero a los caballos. Pero, como ya he dicho, las cosas no pueden seguir así.

— Habla usted en enigmas, barón.

— Arriba, en la habitación ciento diecinueve, alguien espera con los ojos llorosos, sin atreverse a hablar con usted. ¿Quién es?

— Angela -repuso Hartung con voz queda-. Barón, yo ignoraba que estuviese en Baden-Baden.

— ¡El niño inocente! Todos nosotros sabemos y esperamos que Angela aparezca dondequiera que usted monte, y usted pone los ojos en blanco y simula estar asombrado. Claro que Angela está en Baden-Baden; yo le reservé la habitación y me propuse poner algo de orden en el cerebro de su prometido.

— Ya conoce mis razones, barón. Hartung se escudó tras la copa de martini.

— ¡Tonterías! ¿Ama usted a Angela?

— Sí. Es la única mujer que he amado de verdad y que continúo amando a mi manera. Todos los hombres han tenido pequeñas aventuras.

— ¿Quién habla de eso? Horst, si realmente ama a Angela, ¡es una vergüenza, una grosería hacerla esperar tanto! ¡Ella no será más joven y usted tampoco! ¿Cuánto tiempo nace que son novios?

— Cinco años… creo.

— ¡Ni siquiera lo sabe! ¿Ignora también a cuántos hombres ha rechazado por su culpa? Ella me lo contó y yo pensé: «¡Es un asno estúpido!» Buenos partidos: un arquitecto, un jurista, un fabricante de abonos.

— Como hecho a la medida -interrumpió Hartung.

— ¡No sea tan pretencioso, amigo mío! ¿Qué es, al fin y al cabo, un jinete?

— Soy además agricultor diplomado.

— Recogedor de estiércol en lenguaje popular. Estercolero diplomado. Recolector de manzanas con título de doctor. ¡No es para alardear, Horst! Bien, continúo con la lista. El propietario de un supermercado. Un médico. El dueño de una tienda de automóviles. Un terrateniente con una granja avícola de cuatrocientas mil gallinas. Un escritor.

— ¿A ése le incluye entre los grandes partidos?

Fallersfeld ignoró la pregunta y se señaló a sí mismo.

— ¡Y a mí!

— ¡Cómo! ¿Quiere casarse con Angela?

— Si ella quisiera… inmediatamente.

— Pero, ¿no quiere?

— No. Sólo le ama a usted. ¡Es incomprensible! Y por esta razón estoy aquí ahora haciendo de casamentero. Horst, ¡todo cuanto aduce contra el matrimonio es pura palabrería! Falta de tiempo, los campeonatos, los caballos, los entrenamientos, los viajes, la imposibilidad de estar en casa… todo es una excusa. Se niega a participar en los grandes concursos de ultramar, y yo lo comprendo, pues Laska es demasiado joven para ello, pero con esto queda eliminado su principal argumento contra el matrimonio. ¡Puede casarse cuando quiera! ¿Por qué no se decide?

— Tengo miedo.

Fallersfeld no estaba preparado para esta respuesta. Tenía réplicas para cualquier objeción, pero nadie podía imaginarse que Hartung sintiera miedo.

— ¿Tan autoritaria es Angela? -preguntó, desorientado.

— ¿Angela? Es un ángel, como indica su nombre. No, tengo miedo de un matrimonio que será tan defectuoso como el de muchos de mis compañeros. Cuando ya no tome parte en campeonatos, me casaré con Angela sin perder un minuto, si ella aún me quiere.

— Mi querido Horst, ¿cuándo dejará de participar en campeonatos? Yo se lo diré: ¡cuándo la vejez le haga caer de la silla! Esto es absurdo. Y es una villanía dedicar a una mujer los pocos momentos libres, cogerla del brazo, pasar con ella una o dos noches felices y seguidamente alejarse a lomos de un caballo. ¿No lo ve usted así?

— Sí, barón.

Hartung miró más allá de Fallersfeld. Una mujer muy atractiva cruzaba el vestíbulo del hotel. Alta, esbelta, de movimientos armoniosos. Su largo cabello rojizo caía sobre sus hombros. Llevaba unas enormes gafas de sol del mismo tono que su traje pantalón: blanco y amarillo. Hartung la miró mientras ella desaparecía tras la puerta de cristal.

— ¿Ha visto a esa mujer, barón?

— ¡Dios mío, no debe mirar a otras mujeres! ¡Se trata de Angela!

— Creo que conozco a esa mujer. Si no me equivoco…

— Se equivoca si cree que me prestaré a esta comedia. Horst, dígamelo claramente: ¿quiere casarse con Angela?

— Sí.

— ¿Cuándo?

— Ésa es la famosa pregunta de Gretchen.

— Yo no me llamo Gretchen, sino Eberhard. Si usted se retira, yo haré una proposición a Angela.

— Y entonces un jefe de equipo yacerá en el hospital con doscientos cardenales en el cuerpo.

— ¡Usted subirá ahora a la habitación ciento diecinueve y arreglará este asunto!

— ¿Es una orden? -inquirió Hartung, levantándose.

— Sólo puedo darle órdenes en la pista. ¡Ahora estamos hablando de hombre a hombre! No puedo seguir viendo sufrir a Angela. -Fallersfeld también se levantó. Ofrecía un aspecto imponente, con su melena blanca y su elegante traje de Gales gris claro. Esbelto, sin un gramo de grasa, la figura de un jinete sin tacha-. ¿Quiere tener una explicación con Angela?

— Eso ya lo hice cinco años atrás.

— Fíjele un plazo -silabeó Fallersfeld.

— Como desee, barón. -Hartung se arregló la corbata-. Hablaré con Angela.

— No espere más sumisión. Le he dicho bien claro que morirá soltera si continúa dejándose zarandear por usted.

— Es usted un verdadero camarada, barón -dijo Hartung con acritud.

— Hasta que adopte una decisión, seremos rivales frente a Angela. Cuando se case con ella, me gustaría ser su amigo paternal.

— Se lo recordaré.

Hartung se dirigió a los ascensores. Sabía que Fallersfeld le seguía con la mirada y se frotaba las manos. Era un viejo bribón, pero había ocasiones en que no permitía bromas.

Al pasar frente a la puerta de cristal que daba al parque, Hartung vaciló. La terraza estaba vacía, los huéspedes del hotel tomaban el sol sobre el césped o leían y bebían zumos de fruta bajo las sombrillas diseminadas por el parque. No pudo descubrir a la mujer de los cabellos rojos. Pasó de largo rápidamente y miró hacia atrás. Fallersfeld seguía junto a la mesita del rincón y ahora le señaló hacia arriba con el pulgar.

Hartung asintió con la cabeza, entró en el primer ascensor y subió al piso de Angela.

* * *

Efectivamente, había llorado. Hartung lo advirtió en seguida en sus ojos algo enrojecidos. Entró en la habitación, besó a Angela y preguntó como un colegial:

— ¿Has tenido buen viaje?

— Sí.

Angela fue a la ventana y se quedó inmóvil. El sol atravesaba su ligero vestido. Debajo iba casi desnuda. «Tiene un cuerpo magnífico -pensó Hartung, contemplándola en silencio-. ¡Qué pronto se olvidan estas cosas! Un cuerpo que me pertenece, y un corazón que espera sólo dos palabras de amor.»

— Angela -empezó él, vacilante.

Muchas veces se quiere decir algo y, cuando se abre la boca, las palabras no salen.

Ella se volvió con lentitud. «Es hermosa -pensó Hartung-, no bonita. No es un artículo de lujo con cara de muñeca, su belleza es auténtica, natural. Se comprende que el viejo Fallersfeld se pasee a su alrededor con los ojos en blanco y se sienta rejuvenecido. También está claro que yo amo a Angela y quiero casarme con ella, sólo que…»

— Yo no he pedido al barón que te enviase a verme, Horst -dijo ella.

— Lo sé.

— Me resulta penoso.

— Entre nosotros nada debe ser penoso, Angi. Nos pertenecemos el uno al otro.

— Te lo ruego, Horst. Nada de frases.

— ¿Debo mandarte rosas y cantar: Oh, bella bionda!?

— Es suficiente que hables conmigo con naturalidad. ¿No quieres sentarte?

— Sólo si tú te sientas a mi lado.

Tomaron asiento en el sofá, él rodeó sus hombros con el brazo y se besaron como se besan dos amantes: largamente, con los ojos cerrados.

Era un buen comienzo para la conversación que iba a seguir, pero también un comienzo peligroso.

— Fallersfeld quiere casarse contigo -dijo Hartung. Miró a Angela mientras ésta llenaba dos vasos con jugo de naranja helado.

— Sí, si tú me fallas.

— Qué expresión: si tú me fallas. Te quiero y nos casaremos tan ciertamente como que Laska tiene cuatro piernas y una cola.

— Pero no hasta que Laska esté coja y se le caiga la cola.

— Antes. -Hartung bebió el zumo de naranja a pequeños sorbos. No podía permitirse una gastritis la víspera del campeonato-. Después de los grandes campeonatos de ultramar.

— ¿Después de…?-Los bellos ojos de Angela se agrandaron-. ¿De verdad?

— He observado a Laska durante las últimas semanas. He hablado con el doctor Rölle y Romanovski es de la misma opinión. Pese a su juventud, Laska está madura para emprender estos viajes. En todo caso, Pedro no se apartará de su lado, y el doctor Rölle se bautizará de nuevo como «pequeña Laska». La montaré en la más perfecta de las formas.

— ¡Y ganará! Esto significa… un año más de espera.

— Angela, tú volarás a todas partes conmigo.

— Ya no tengo dinero. Mi cuenta bancaria está agotada. Mi padre no me da un penique porque me considera idiota por seguirte a todas partes. Sólo me queda el recurso de viajar como polizón.

— ¡Yo te enviaré los billetes y te instalaré en el mejor hotel!

— Basta, Horst.-Ella levantó las dos manos y su voz sonó dura por primera vez-. ¡No permito que nadie me pague!

— ¡Angela!

Hartung se levantó de un salto.

— No quiero ser llevada a rastras como una silla o un saco de pienso. Ni siquiera como tu novia. «Hartung viaja por el mundo con su querida»… ¿Acaso quieres que digan esto? ¿Y los periódicos? «Hartung y su fiel acompañante», una bonita descripción. No, así no. Si voy a esa maldita gira, será con mi propio dinero. Pediré al barón que me incluya en el equipo con un empleo cualquiera.

— ¡Se comerá la gorra de puro contento! Hay un empleo libre: como calienta corazones.

— No debería casarme contigo, ¡no puedes hablar en serio!

Angela se apoyó en el alféizar de la ventana. De nuevo el sol brilló a través de su cuerpo, revelando su contorno: los firmes senos, la breve cintura, las caderas, las esbeltas piernas.

— Te prometo, Angela, que un año después de Navidad, como plazo máximo, ya no tendremos estos problemas. Maldita sea, te amo, y cuando no estás junto a la pista, me falta algo, siempre te echo de menos.

Angela Diepholt levantó los brazos; estaba desarmada. Había sucedido lo que temía Fallersfeld; Hartung la convenció una vez más.

— Está bien, capitulo. Eres un canalla, el canalla más maravilloso del mundo.-Volvió al sofá y cayó en los brazos abiertos de Hartung-. ¿Dónde empieza el viaje alrededor de este mundo?

— En Johannesburgo. Pero antes entrenaremos como locos.

— ¿Y cuándo iremos a Johannesburgo?

— Dentro de seis semanas.

— Entonces tengo que comprarme rápidamente la ropa necesaria.

Rieron, se besaron, fueron felices, se revolcaron en el sofá como dos niños. Media hora de olvido, de aturdimiento.

Fallersfeld seguía sentado en el sillón del vestíbulo, bebiendo el cuarto coñac, cuando por fin vio a Hartung saliendo del ascensor. Le hizo señas con las dos manos. Hartung, que quería salir al parque, dio media vuelta y fue hacia él.

— Veo que no se ha movido, barón.

Fallersfeld, excitado, apuró el coñac.

— ¿Qué, se casa con Angela?

— Sí. Sobre este punto no había la menor duda.

— ¿La conversación ha sido un éxito?

— Con Angela, siempre.

— ¿Cuándo será el acontecimiento? Hartung vaciló.

— A fines de otoño del año próximo.

— ¿Qué ha dicho? -preguntó Fallersfeld, inclinándose hacia delante-. ¿He oído bien?

— Hasta entonces, Angela desempeñará un empleo en el equipo alemán. Hablará de ello con usted; parece muy segura de conseguir su ayuda.

— ¿Se han vuelto locos los dos?

— No, pero por fin estamos de acuerdo. -Hartung aspiró profundamente-. Laska y yo participaremos en los campeonatos mundiales. Después de Baden-Baden empezaré a entrenarme con Laska a fondo y sin descanso.

Fallersfeld se apoyó en el respaldo del sillón. Le entusiasmaban los momentos dramáticos.

— Dios castigó a la mujer de Lot convirtiéndola en estatua de sal. ¡A mí me castiga con vosotros dos! ¡Me veo obligado a soportarlo! -Señaló de repente hacia el vestíbulo, mirando fijamente a Hartung-. Allí viene su próxima tentación, Horst. ¡La bomba de cabellos rojos!

Hartung giró en redondo. La mujer que viera antes en el vestíbulo acababa de entrar. Corrió a su encuentro y le cortó el camino.

— ¡Y Angela quiere casarse con él!-exclamó Fallersfeld-. ¿Por qué no seré veinticinco años más joven?

La mujer se detuvo al ver a Hartung frente a ella. Sus largos cabellos rojizos brillaban al sol como si fueran de cobre. Las enormes gafas ocultaban media cara, una cara estrecha, aristocrática, de facciones increíblemente regulares. Su cuerpo, cubierto por el traje pantalón, era perfecto. Todos los hombres que había en el vestíbulo se volvieron a mirarla, lo cual era muy comprensible. En sus miradas se leía un único deseo, que resultaba aún más comprensible. En el vestíbulo se hizo de pronto un asombrado silencio.

Horst Hartung y la Venus desconocida serían la sensación de los próximos días.

— Señora -dijo Hartung, inclinándose ante tanta belleza-, ¿no nos conocemos?

— ¿Tan poca impresión causé en usted, Horst Hartung?

— ¿Aquisgrán?

— Exacto.

— Usted es Luisa Gironi, de Palermo.

— Sí. Y usted fue el primer hombre que no se asustó cuando me vio sin gafas.

Hartung calló. Luisa Gironi, la mujer más bella del mundo mientras llevaba las gafas de sol, aquellas enormes gafas del mismo color de su vestido, que ocultaban sus horribles cicatrices.

— Salgamos al parque -dijo él-. Me alegra mucho volver a verla. ¿Se acabaron sus problemas?

— Todos, Horst. ¿Puedo llamarle Horst?

— Naturalmente. -Hartung la cogió del brazo, granjeándose con ello la enemistad de todos los hombres que se encontraban en el vestíbulo-. ¿Ha venido a Baden-Baden por mi causa, Luisa?

— Podría decirle que sí. He ido a todos los lugares donde usted ha montado, incluso a Moscú. Pero no quiero mentirle. He ido para ver a Laska. Le ama a usted tanto que casi me mató aquel día en Aquisgrán, y desde entonces la amo yo. Debo llevar en mi sangre este fluido del hipódromo o de la pista. Ambos lo tenemos en común, Horst. Su bonita novia se encuentra también aquí, ¿verdad? La he visto.

— ¿La ha visto? ¿Dónde?

— Hace un instante, cuando salíamos del hotel.

— ¡Oh, Dios mío, otra vez habrá preguntas y explicaciones!

— El barón la pondrá al corriente.

— Ni lo sueñe. Es mi rival frente a Angela.

— ¿Quiere volver al hotel?

— No, Luisa. De verdad me alegra volver a verla. -Se sentaron bajo la gran marquesina anaranjada de la terraza y contemplaron a los huéspedes, que nadaban en la enorme piscina-. Parece usted muy feliz.

— Lo soy. Estoy enamorada, Horst.

— ¿De verdad, de todo corazón?

— Sí. Se llama Piero Camerino, tiene veintinueve años, es igual que el Apolo de Praxíteles, procede de Torre Annunziata, al sur de Nápoles, es hijo de un naviero y ha puesto el mundo a mis pies.

Hartung tomó su mano y la besó.

— Felicidades, Luisa. Y… ¿y lo otro?

— No le molesta. -Sonrió. Su sonrisa era cautivadora, pero ya no iba destinada a Hartung-. Él mismo me quitó las gafas, me contempló con fijeza y dijo: «¡Eres la más hermosa de las mujeres, mia cara!»

Hartung asintió con la cabeza. No le gustó esta última frase. Era una mentira, aunque el hombre estuviese muy enamorado. Cuando Luisa se quitaba las gafas, primero reinaba el silencio: el impacto era demasiado fuerte. Quien fuera capaz de pronunciar tales halagos, no amaba realmente a aquella pobre y maravillosa mujer. Pero, ¿qué mujer feliz puede darse cuenta de ello? Y Luisa Gironi, menos que ninguna.

— ¿Está con usted en Baden-Baden? -preguntó.

— Sí. Está allí, junto a la piscina. Es aquel que lleva el bañador a rayas rojas y blancas. ¿Verdad que es apuesto, Horst?

Hartung miró a aquel hombre esbelto, bien formado, de cabellos negros, que se paseaba alrededor de la piscina y se dejaba admirar. Tenía potentes músculos, hombros anchos y caderas estrechas. Su rostro, un poco alargado, quemado por el sol como el resto de su cuerpo, casi demasiado perfecto para un hombre, era en realidad inexpresivo y hueco. Cuando reía, y al parecer reía mucho y a propósito de cualquier cosa, enseñaba una dentadura que inspiraba envidia. «Lleva fundas en los dientes -pensó Hartung-. La sonrisa es parte de su fachada.»

— ¿Qué le parece, Horst? -preguntó Luisa Gironi, colocando una mano sobre su brazo.

— Perfecto -mintió Hartung, decidido a no hacer daño a Luisa.

— Queremos casarnos.

— ¿Cuándo?

— Dentro de dos semanas, en Roma. He amueblado allí un ático maravilloso. Desde la terraza se puede ver al Papa en sus habitaciones.

— ¿Es ésta la vista más apropiada para Piero Camerino?

— Ahora vuelve a ser mordaz, Horst. Yo le hubiese amado tanto…

— ¡Luisa! -exclamó Hartung en tono de advertencia.

— Lo sé. Ya pasó, ya pasó. ¿Saltará mañana con Laska?

— Sí. El Gran Premio de Baden-Baden.

— Como es natural, ganará.

— Eso no se sabe nunca. Han venido los mejores jinetes: D'Oriola, Pessoa, D'Inzeo, Lefévre, Smith, Schockmöhle, Winkler, Steenken, Kollovoi, un ruso que nadie conoce, pero de quien se dice que tiene un caballo prodigioso.

— Usted tiene a Laska.

Piero hizo una seña desde la piscina. Luisa le contestó con otra. Estaba radiante de felicidad.

— Ahora se sentirá celoso -dijo Hartung.

— No. Sabía que nos encontraríamos aquí, yo lo deseaba. Le he hablado de usted, Horst. Y él le conoce por las fotografías que siempre llevo conmigo.

Pasaron casi una hora en la terraza, y entonces Hartung se despidió de Luisa Gironi besándole la mano. Piero Camerino se acercaba desde la piscina y Hartung no quería molestarles.

Ante su asombro, vio a Fallersfeld sentado en el mismo sillón del vestíbulo. Junto a él estaba Angela; se había cambiado de ropa y llevaba otro traje pantalón de colores vivos. «Dos mundos -pensó Hartung-, Luisa y Angela. El cielo y la tierra. Pero el hombre ha de permanecer sobre la tierra…»

— ¿Has estado de flirteo? -preguntó Angela, sin ironía-. La he reconocido; es la pobre mujer de la cara quemada.

— Luisa Gironi, sí. Se casa dentro de dos semanas. Pero el muchacho no me gusta. Es demasiado decorativo, demasiado anodino y un adulador.

— ¡Hartung está como un gallo celoso!-se burló Fallersfeld-. Ya hemos arreglado lo del empleo de Angela, Horst. Formará parte del equipo alemán como ayudante del doctor Rölle. Acabo de enterarme de que ha estudiado algunos cursos de veterinaria. Es exactamente lo que necesitábamos.

— Magnífico, me alegro mucho.

Hartung sonrió maliciosamente. «¡Viejo bribón! ¡Caballero andante! Hubieras descubierto cualquier cosa con tal de contratar a Angela. Pero no te des aires de conquistador, ¡porque seré yo quien se case con ella!»

Luisa Gironi y Piero Camerino cruzaban el vestíbulo. Era una pareja que llamaba la atención. Luisa sonrió a Hartung y Piero levantó la mano con indolencia y franca actitud de superioridad.

«Hola, entre nosotros hay mundos de diferencia.»

Hartung cogió la copa de coñac de Fallersfeld y la vació de un trago.

— Perdón -dijo-. Me ha hecho falta de repente.

Por la tarde empezaron las grandes carreras de velocidad. El desfile de los jockeys y los caballos famosos fue un regalo para la vista; los propietarios de las yeguadas -las damas con grandes sombreros y los caballeros con sombreros de copa grises -iban junto a sus favoritos como si presentaran a sus amantes. Ante las taquillas de las apuestas se apelotonaba la multitud. En un tablero luminoso se leía:

Primera carrera. Segunda carrera. Tercera carrera.

Hartung, Fallersfeld y Angela también visitaron esta tarde el famoso hipódromo de Baden-Baden. Representaba un alivio para ellos. Mañana llegaría su turno. Fallersfeld había recorrido la pista y observado de cerca los obstáculos. Era muy difícil; su diseño se debía al conde Hellwitz, experto en la colocación de obstáculos. Aquí no había ningún espacio de descanso para los caballos, que deberían saltar hasta el límite de sus fuerzas.

Hartung había montado a Laska por la mañana. Ahora estaba Romanovski con ella en la explanada, adiestrándola una y otra vez en los ejercicios Cavaletti y entrenando su sensibilidad para la distancia de los saltos, del mismo modo que un pianista ejercita sus dedos todos los días durante horas o un violinista trabaja con las cuerdas.

Es decir, Romanovski debía hacer estos ejercicios con Laska pero, de hecho, sólo realizó un par de Cavalettis, saltó cuatro obstáculos, dio unas palmaditas al cuello de Laska y le dijo: «Ya lo sabes todo, ¿verdad, vieja? Siempre el mismo cantar. Vamos a hacer otra cosa: contemplaremos las carreras. ¡Dios santo, hace una eternidad que no veo carreras de caballos! Desde antes de la guerra. ¿Te lo imaginas, Laska? Y ahora las tenemos al lado. Ven, nadie nos verá, nos esconderemos detrás de un arbusto y miraremos a nuestros camaradas. Pero tienes que estar muy quieta, vieja. ¡No hagas ningún ruido! El amo también estará allí. ¡Vamos!»

Como ya hemos dicho, el diablo andaba suelto esos días. Romanovski dio una vuelta por la explanada, la abandonó y se dirigió, montando a Laska, hacia un lugar del parque muy cercano a la pista. Aquí no llamaba en absoluto la atención. En medio de los caballos que montaban los jockeys o sus cuidadores, nadie se fijaba en Laska y Romanovski, a excepción de un hombre que, con una larga lista en la mano, corrió hacia ellos y gritó:

— ¿De qué carrera? ¿Cómo se llama el caballo?

— ¡Reserva! -gritó a su vez Romanovski.

— Gracias. Carrera tres.

Romanovski se extrañó. «Un loco -pensó-. También los hay en los hipódromos, ¿por qué no?» Romanovski no podía saber que en la tercera carrera corría un caballo llamado Reserva. No conocía ninguna lista de participantes; pertenecía a los jinetes de saltos, que formaban un mundo aparte.

Romanovski paseó un poco arriba y abajo sobre Laska, siempre cuidando de no ser visto, hasta que encontró un buen sitio. Estaba a unos treinta metros del dispositivo de salida, junto a una barrera pintada de blanco, bajo un árbol de ramas bajas. Un lugar excelente al que no tenían acceso los espectadores porque había una cañería de agua provisional. Laska se colocó cerca de la cañería de plástico, puso las orejas de punta y esperó. Sus inteligentes ojos observaban a los purasangres, que ahora estaban en círculo a fin de que los apostadores tuviesen la última oportunidad de apreciar sus cualidades y subir las apuestas si así lo consideraban oportuno. En la tribuna se encontraba, expectante, lo mejor de Europa. Vestidos que costaban una fortuna, brillantes de Tiffany y Van Cleef, trajes de los mejores sastres ingleses.

Laska bajó la cabeza y escarbó en la hierba. Romanovski, sobre sus lomos, le explicaba lo que veía.

— Ahora meten a los caballos en los boxes de la salida, luego se oirá una campanilla, las puertas se abrirán y todos saldrán al galope. ¡Ésos sí que galopan! A su lado, tú eres un caracol, vieja.

Laska levantó la cabeza, la volvió, miró a Romanovski con una expresión de reproche en sus grandes ojos y siguió escarbando en la hierba. Era como si no tuviese el menor interés en observar la carrera de sus congéneres, descendientes de famosos caballos árabes y pura sangre ingleses.

Hartung había abandonado la tribuna para ir a buscar un refresco pra Angela. Vio a Luisa Gironi, sentada en uno de los asientos más caros, en primera fila; los hombres la miraban más que a los caballos. Su cabello rojizo llameaba al sol. Un enorme sombrero de tul blanco descansaba sobre la barrera de su palco.

Hartung buscaba el kiosco de bebidas y pasó por delante de las taquillas de apuestas. Se detuvo de pronto, se hizo a un lado y se ocultó tras la pared de madera de la última taquilla.

Piero Camerino apoyó los brazos sobre la repisa de la taquilla y se inclinó hacia delante. Hartung oyó con claridad sus palabras, y además Piero habló en alemán.

— Buenos días, Barthke -dijo-. Mil marcos a Silberpfeil, primera carrera. Y los acostumbrados diez mil.

— Pero Silberpfeil no tiene la menor posibilidad, señor Camerino.

— Ya lo sé. Quiero perder. Tenga los mil marcos y déme dos recibos, uno por mil y el otro por diez mil. Entre nosotros serán diez mil. Pero he de tener un comprobante. Quinientos para usted, Barthke.

— ¡Si su novia se entera de esto!

— ¿Cómo va a enterarse? -Piero se rió-. Dirá: «Pobrecito mío, ¿has vuelto a perder? ¿Diez mil marcos? Ven, bebamos un campari». ¿Qué son diez mil para ella?

El hombre de la taquilla, Rudolf Barthke, tomó los mil marcos, entregó a Piero la papeleta de la apuesta y le dio un segundo recibo, no registrado, de diez mil. Parecía que no estaba haciéndolo por primera vez, todo ocurrió con demasiada rapidez, como si fuese algo rutinario.

Hartung esperó a que Camerino se hubiese guardado los dos recibos y entonces salió repentinamente de detrás de la taquilla, como alguien que tuviera el propósito de robar el dinero de las apuestas. Camerino se asustó y Barthke cerró la ventanilla de madera. Hartung sonreía malignamente.

— Diez mil marcos no son ningún problema para Luisa, el problema será convencerla de que ama a un estafador.

Piero miró a su alrededor; estaban solos. Los caballos de la primera carrera se dirigían ya a la salida y todas las miradas convergían en la pista.

Camerino llevó con rapidez la mano al bolsillo de la chaqueta, pero Hartung fue más rápido. Un jinete ha de reaccionar instantáneamente. Impidió con un golpe de brazo que Piero sacase la pistola y éste, con la cara contraída, se tambaleó contra la pared de madera; en su frente aparecieron gruesas gotas de sudor.

— Me… me ha roto el brazo -tartamudeó.

— ¡Te rompería todos los huesos, canalla! -Hartung golpeó la ventanilla-. Escúchame bien. Aunque huyas, no te servirá de nada. Serás despedido y procesado.

— ¡Me ha chantajeado!-exclamó Barthke-. Él sabe que soy… homosexual. Me descubrió un día.

— Hoy han sido diez mil -dijo fríamente Hartung dirigiéndose a Camerino-. Un buen sueldo para un amante. ¿Cuánto ha conseguido de Luisa por este procedimiento?

— Ésta es la primera vez -murmuró Piero.

Hartung aspiró con fuerza. «Se lo debo a Luisa -pensó-, aunque se trate de algo brutal. Este cerdo se lo ha merecido, fingiendo amor a la mujer más hermosa del mundo, que tiene la desgracia de haberse quemado los ojos. Una mujer que es inmensamente feliz cuando pese a ello un hombre le dice: "Te amo". Y este sinvergüenza saca partido de ello, le miente para llenarse los bolsillos y se burla de la tragedia de esta mujer.»

Hartung le golpeó dos veces, a la derecha e izquierda del rostro, y la cabeza de Piero osciló como una pelota de goma.

— ¿Cuánto? -volvió a preguntar.

— Le juro…

Más puñetazos dirigidos a la bonita cara del playboy, exactamente a la perfecta nariz romana y los ojos oscuros de mirada lánguida.

La nariz empezó a sangrar, un hilillo de sangre descendía por el mentón y manchaba la cadena de oro que pendía sobre el pecho.

— ¿Cuánto?

— Hasta ahora, cincuenta y cuatro mil -gimió Camerino-. Pero le mataré. ¡Lo juro por la Madonna!

— ¡Encima insulta a la Madonna! -Otro golpe en la oreja derecha. Piero se tambaleó, se apoyó contra la pared de la taquilla y protegió su rostro con la mano izquierda-. ¡Escucha, granuja! -lo increpó Hartung-. Un escándalo no beneficiaría a Luisa. ¡Así que echa a correr y desaparece sin dejar rastro! Si vuelvo a verte en alguna parte, te entregaré a la policía. ¡Lárgate!

Empujó a Camerino lejos de la pared y le sujetó fuertemente. En su bolsillo encontró una pequeña pistola y una navaja de muelles.

Guardó las armas y dio la vuelta a Piero. Éste tenía el rostro hinchado. Así ninguna mujer se volvería a mirarle.

— Queda entendido: un nuevo encuentro entre nosotros y te meto entre rejas… ¡para muchos años!

Camerino asintió con la cabeza. Empezó a caminar con paso inseguro.

— No vayas nunca a Italia -dijo cuando estaba a una distancia prudencial, cerrando los puños-, porque te haré pedazos.

Hartung le volvió la espalda. Rudolf Barthke asomó la cabeza por la ventanilla.

— ¿Y yo?

— Me olvidaré de usted.

Hartung se dirigió a la tribuna a paso rápido. Ya no se acordaba del refresco de Angela. «Tengo que hablar con ella de este incidente -pensó-. Mi problema es casi insoluble. ¿Cómo se le dice a una mujer que la han engañado? Y, sobre todo, ¿cómo decírselo a Luisa Gironi? Es lo mismo que acercarse a un volcán en erupción.»

Fue al palco de Angela y Fallersfeld. Tenía verdadero miedo de decirle a Luisa la triste verdad. ¡Era tan feliz!

Ya iba a comenzar la primera carrera. Los caballos ya estaban en los boxes de la salida, nerviosos, pateando los tablones, relinchando, llenos de temperamento. Los jueces miraban los relojes de precisión, observaban el segundero.

— Faltan veinte segundos -dijo alguien.

El cielo de Baden-Baden parecía de terciopelo.

Detrás de la blanca barrera, Laska tenía los ojos fijos en los boxes de salida. Romanovski, sobre sus lomos, era presa de la excitación.

— Ahora se abrirán -dijo, dando palmaditas al cuello de Laska-, y todos saldrán disparados como si les hubieran puesto pimienta bajo la cola. ¡Ésos sí que corren! Todos tienen nombres famosos. Si ellos fueran príncipes y princesas, tú serías la última fregona.

Laska bajó las orejas; esto debiera haber puesto en guardia a Romanovski. Pero sólo miraba la salida, esperando el instante en que se abrirían las puertas. Ni siquiera se dio cuenta de que Laska daba unos pasos y se colocaba a dos metros de distancia de la barrera.

— ¡Ahora! -gritó Romanovski, excitado como los miles de asistentes al hipódromo. Ya habían aparecido muchos prismáticos-. ¡Esto sí que es emocionante!

Las puertas se abrieron y los caballos salieron como disparados por un arco. La salida fue perfecta. Los animales estiraron sus cuerpos; ahora corrían por una fortuna.

En este instante, Laska se preparó a saltar. El grito de Romanovski se heló en su garganta, procuró mantenerse en la silla y tiró de las riendas. Pero Laska era más fuerte, echó adelante la cabeza, saltó sin esfuerzo la barrera y galopó de través por el césped de la pista. Desde las tribunas llegó una múltiple y unánime exclamación. Sonó la campana en la torre de la salida, pero ya era inútil: la carrera no podía detenerse, los caballos estaban en la primera curva.

Laska se colocó a la cola de los caballos, levantó la cabeza, relinchó triunfalmente y siguió galopando en pos de Silberpfeil. Romanovski tiró de las riendas, clavó los tacones de sus botas en los flancos de Laska, gimió, rugió y, como su montura no le obedecía, le golpeó la cabeza con el puño.

No hubiera debido hacerlo. En lugar de intimidarse y detenerse, Laska se estiró y pasó tranquilamente a Süberpfeil. En las tribunas, la multitud se estremecía. Fallersfeld se había puesto de espaldas para no ver nada. Angela reía y lloraba y Hartung apretaba los puños.

— ¡Estrangularé a Pedro!-gritó-. ¿Por qué no está en la explanada?

— ¿Eso pregunta? -rugió Fallersfeld-. ¡Su Pedro y su Laska serán mi muerte! ¡Qué desastre! ¿Qué cree usted que publicará la prensa mañana? ¡Tendré que desaparecer y usted también, Hartung! ¡Maldito animal!

— Está en el séptimo lugar -dijo Angela. Reía y las lágrimas bañaban su rostro-. ¡Y Pedro monta como un dios germánico!

— Basta, Angela. -Fallersfeld se llevó la mano al corazón, mientras escuchaba las carcajadas de la multitud-. Jamás podré reponerme de esto.

Romanovski, cansado de vociferar, se inclinó sobre las orejas de Laska y le dijo:

— ¡Te envenenaré! ¡Por Dios que te haré pedazos! ¡Hacerme esto a mí! ¡A mí, tu amigo! ¡Laska, detente o te desuello!

La curva, el tramo recto. Ya habían recorrido la mitad de la distancia y Laska estaba en quinta posición. Los jockeys que Romanovski dejaba atrás, le gritaban palabras tan insultantes, que la cabeza de Pedro estallaba.

Cuando enfilaron la recta, lágrimas de vergüenza inundaron sus mejillas. No le quedaba otro remedio que mantenerse en la silla. Era inútil hablar a Laska, que ya no reaccionaba a las riendas ni a la presión de las piernas ni a los gritos. Corría por la parte exterior de la pista, en la posición menos favorable, y pese a ello los iba alcanzando lentamente a todos.

Laska alcanzó al quinto caballo, que era negro, de cabeza estrecha como un inglés. El jockey que lo montaba trató de golpear a Laska con su fusta. Laska le evitó, aumentó su velocidad y lo pasó de largo.

Romanovski emitió un sollozo, miró a su alrededor, se agarró a su salvaje caballo y se entregó a su destino. Cuando pasaron al cuarto caballo, empezó incluso a divertirse. En la curva que precedía a la recta final se inclinó hacia delante y hundió la cara en la cabeza de Laska.

— Oye, maldita mula -dijo-, antes te insulté, pero ahora me retracto. ¡No eres la última fregona! Sabes correr como ningún otro. Ahora no me guardes rencor y gana la carrera.

La recta final. A lo lejos, en las tribunas, la gente gritaba y gesticulaba. Los hombres tiraban al aire sus chisteras y luego las pisaban como locos. La televisión y el cine filmaban aquel acontecimiento único: un caballo de saltos, la famosa Laska, participa en una carrera -naturalmente fuera de concurso, sin ninguna opción a un premio.

La recta final. Romanovski alcanzó al número 3. El jockey, cuando Laska pasó como un rayo por su lado, escupió a Romanovski en la cara.

La torre de los cronometradores. El jurado. Las banderas. Las tribunas. Las cabezas de millares de personas. Los sombreros al aire. Los pañuelos saludando a Laska cuando pasaba como si volara. El clamor incesante de los gritos y los aplausos.

Fascinados, Fallersfeld, Angela y Hartung miraban a Laska sin desviar la vista. No veían siquiera a Romanovski, agazapado sobre ella como un simio.

— Ya está en tercer lugar -tartamudeó Fallersfeld-. Horst, ¿qué clase de caballo es éste?

— Ahora ya lo sé… ¡es húngaro!

— ¡Las complicaciones que vendrán! ¡Nos exigirán indemnizaciones!

— ¡Las pagaré todas yo!-gritó Hartung y levantó los brazos-. ¡Va en segundo lugar!

— Se acerca a Feueratem. ¡Ése es el favorito! Estoy soñando-dijo Fallersfeld en voz baja.

El rostro de Romanovski estaba radiante: se sentía orgulloso de Laska. Aunque todos se rieran, aunque él se convirtiera en un payaso, en el blanco de todas las burlas… lo único importante era que las piernas de Laska se movían como un remolino sobre la pista, tan veloces que casi no se veían. «¿Dónde hay otro caballo como este?»

Faltaban trescientos metros.

El cuerpo de Laska era casi horizontal. Los labios de Romanovski temblaban. Ahora… ahora, el primer caballo…

Las cabezas estaban igualadas. El jockey, cuyo nombre era Billy Doll, se lastimó con las riendas. Entonces golpeó a su caballo en la grupa.

— ¡Idiota! -gritó a Romanovski.

— ¡Imbécil! -gritó a su vez Pedro.

Cincuenta metros más.

Laska ladeó la cabeza. El semental que corría a su lado resopló y vomitó una saliva blanca, como si escupiera nieve. Era un anglo-árabe de cuatro años, grande, de potentes músculos y una belleza incomparable. Valía novecientos mil marcos y tenía su propia cuadra con azulejos italianos.

Laska volvió a estirarse. Bajo el clamor de la multitud que atiborraba el hipódromo, pasó al semental y ocupó el primer puesto.

— ¡Ha vencido!-gritó Hartung, dando un codazo a Fallersfeld-. ¡Ha vencido!-Sintió que Angela le besaba.

«¡Laska, Laska!»

— ¡Esto le costará una fortuna!

Laska alcanzó la meta con dos largos de ventaja. A su alrededor se desencadenó un tumulto, y Romanovski comprendió de nuevo que había sucedido algo inaudito. Se dejó caer de la silla cuando Laska se detuvo en el césped, se estiró sobre la hierba y cubrió su rostro con ambas manos. Lo único que oyó fue a Laska jadeando a su lado, y entonces le ensordeció un murmullo de cien voces y le cegaron los flashes de los fotógrafos.

* * *

Todo Baden-Baden se puso literalmente en pie.

Mientras Fallersfeld se entendía con el jurado, Hartung y Angela frotaban con paja el cuerpo sudoroso de Laska, que se tambaleaba junto a Romanovski y le lamía la cara. Éste seguía tendido sobre la hierba, totalmente extenuado y como si no tuviera huesos.

— Deja de lamerme, vieja -decía a Laska-. No sirve de nada. Me has desnucado moralmente y ahora me despedirán. Seré un paria vagando por el desierto.

Al atardecer, el doctor Rölle examinó a Laska. La auscultó, le tomó el pulso y meneó la cabeza.

— Está agotada -dijo a Fallersfeld-. Si mañana salta, ¡no lo hará mejor que yo! Tardará meses en reponerse de esta hazaña.

— ¡Amén! -exclamó Fallersfeld-. Cuando en lo sucesivo me acuerde de Baden-Baden, ¡se me erizarán los cabellos!

Aquella misma tarde habló Hartung con Luisa Gironi. Ésta se sentía desesperada, porque Piero Camerino había desaparecido antes de la carrera; estaba a punto de dar parte a la policía.

Cuando Hartung la dejó, se tendió sobre la cama y lloró silenciosamente. Había soportado la verdad, pero sólo porque fue Hartung quien se la dijo.

En el vestíbulo del hotel, Hartung compró un ramo de rosas rojas y mandó que lo subieran a la suite de Luisa. Sin palabras. Pero ella lo comprendió.

También Angela fue toda comprensión.

— Si al menos pudiéramos ayudarla -musitó.

— Nadie puede hacerlo. Posee millones, pero nunca recuperará su rostro anterior al accidente. -Ofreció su brazo a Angela. En el comedor ya servían la cena-. Hay cosas que ni el dinero puede solucionar.

* * *

A la mañana siguiente se disputaba la carrera de saltos. La prensa y la televisión estaban representadas de manera especial. Laska, la inesperada vencedora de la Copa de Oro de Baden-Baden, saltaba para obtener el Gran Premio. Era la sensación del año.

El hipódromo estaba abarrotado. Los que no habían podido conseguir una entrada, se apiñaban ante los treinta televisores dispuestos en distintos puntos de los prados adyacentes a la pista.

El doctor Rölle había hecho lo imposible para que Laska volviera a estar en forma. Ésta obedecía a medias, ejecutaba con desgana los Cavalettis, pero era evidente que le faltaban fuerzas. Hartung le hizo saltar dos obstáculos y los salvó, pero sólo por muy pocos centímetros. Fallersfeld se encogió de hombros.

— ¡Está bien, Hartung! Móntela. Aunque sólo sea por la prensa y el revuelo que se ha armado. Pero todo será inútil.

Realmente, así parecía ser.

Mientras los otros caballos saltaban, Laska se apoyó contra un asta de bandera y se durmió. Durmió profundamente, con los ojos cerrados, sin reaccionar a ninguna orden. Romanovski se mantuvo a su lado, mordiéndose la gorra.

— Parece que se le ha parado el corazón -murmuró cuando vio llegar a Hartung, dispuesto a montarla. Dos jinetes más y sería su turno-. Amo, no la monte. Se morirá en la pista.

Hartung saltó a la silla. Laska abrió los ojos y levantó la cabeza. Su mirada era clara como de costumbre. Romanovski resopló: aquello era un milagro que su conocimiento de los caballos no alcanzaba a comprender.

— No es posible -balbució-. Yo me retiro. Ya no entiendo nada.

Pero lo que no entendía, sucedió.

Tras dos handicaps contra Nelson Pessoa ganó Laska el Gran Premio de Baden-Baden. Salió trotando de la pista con la cabeza levantada. Pero fuera, en la explanada, se desplomó casi instantáneamente. Y Hartung besó sus temblorosos ollares.