Capítulo 3: Visita a Medianoche
Hacía días que en Roma no se hablaba de otra cosa que de la Coppa d'Italia, el galardón más importante de todos los concursos hípicos italianos. Centenares de pintores y jardineros remozaron el estadio, las tribunas brillaban al sol con su blanco inmaculado, las graderías en forma de anfiteatro fueron reparadas y en cien astas ondeaban al cálido viento romano las banderas de diecisiete naciones. Ya estaban colocados los obstáculos.
Caballos y jinetes llegaron en vagones de mercancías y largas columnas de automóviles. En los aeropuertos aterrizaron los pesados aviones de transporte. Animales embozados y vendados salían cautelosamente de boxes especiales; caballos protegidos como valiosos diamantes, atendidos por cuidadores que no conocían del mundo más que a sus pupilos, eran transportados en camiones casi lujosos. Cuadrúpedos que valían millones y eran el orgullo del país que los presentaba en el concurso.
En la habitación 19 del hotel Michelangelo se encontraban reunidos en este momento cuatro caballeros importantes. Bebían zumos de fruta, fumaban cigarrillos egipcios, se abanicaban con periódicos y sudaban copiosamente. En la puerta colgaba el letrero «Se ruega no molestar» y, en efecto, a juzgar por su conversación, era preciso que no fuesen molestados.
— Disponemos de cuarenta millones de liras-dijo un hombre bajo y grueso de cabellos negros.
Estaba sentado en un sillón, tenía las piernas estiradas y había hablado con un cigarrillo en la comisura de los labios. Constaba en el libro de huéspedes del hotel como Ricardo Bonelli, comerciante, pero había llegado al hotel en un Maserati descaradamente caro; por lo visto, los negocios le iban muy bien. Su traje tenía el corte impecable de un buen sastre y hablaba sin ningún acento. Un auténtico caballero, como los otros tres, que alternativamente bebían y se secaban el sudor.
— Cuarenta millones -repitió Bonelli con énfasis-, y tengo la intención de aumentar esta cifra en veinte millones si ahora nos ponemos de acuerdo, signori. He asignado a Locatelli el caballo Franzo, lo cual es una inmejorable combinación, pues, ¿quién puede vencer a Locatelli en su forma actual? ¿Y dónde hay un caballo como Franzo?
— No hay otro en todo el mundo -dijo un hombre esbelto, de mediana estatura, que tenía calvo el centro del cráneo, como si fuera una tonsura sacerdotal-. ¿Por qué está nervioso, Bonelli?
— Me recuerda usted al niño que acaba de mojarse los pantalones y pregunta a su madre: «Mamá, ¿qué es esto?» -Bonelli expulsó el humo por la nariz y levantó un periódico-. ¿Aún no lo ha leído?
— No me diga que Sofía Loren vuelve a estar embarazada -replicó el hombre de la media calva-. ¡Dios mío, es época de pepinos amargos!
— Stefano, me vuelve usted loco con su flema. -Bonelli agitó violentamente el periódico-. ¿Sabe quién viene con el equipo alemán?
— Los mismos de siempre: Winkler, Schockemöhle, Jarasinski, Steenken… ¿eso le quita el sueño, Ricardo?
Bonelli tiró el periódico al suelo y bebió rápidamente un trago.
— Hartung viene también con Laska.
— Hartung, ¡ah, sí! -Stefano Grazioli miró a los demás y sonrió con desprecio-. Su caballo capón Prinz no puede ser peligroso.
— ¡Madonna! -Bonelli se llevó las manos a la cabeza-. He dicho Laska y no Prinz. Laska, signori.
Todos miraron a Bonelli con desconcierto. El nombre no les decía nada, era desconocido.
— ¿Y qué? -preguntó Grazioli.
— ¿No saben nada de Aquisgrán?-rugió el gordo Bonelli.
— No, entonces yo estaba en Nueva York. ¿Por qué estudia usted todas las reseñas de las carreras? Bueno, usted es el entendido, nosotros sólo ponemos el dinero sobre la mesa. ¿Qué ocurre con esta Laska?
— ¡Es un caballo prodigio!
— ¡Tonterías!-Grazioli sonrió de nuevo despreciativamente-. Todos los años aparece un caballo prodigio en alguna carrera. A la siguiente tropieza con sus propias patas. Desde Meteor y Halla no ha habido otro prodigio en las carreras de saltos. Esta Laska… ¿Ha dicho usted que ocurrió en Aquisgrán?… también se desprestigiará en Roma. ¡El único peligro que nos amenaza es Pessoa!
— Signori, créanme, ¡tenemos que reflexionar!-Bonelli se inclinó hacia delante-. Cuarenta millones de liras. ¡Y veinte más! Todas apostadas a Franzo. Será una catástrofe si pierde.
— Vencerá.
Grazioli se levantó y fue a la ventana. En la calle se atascaba el tráfico veraniego de Roma. El aire era cálido sobre la ciudad, espeso como un puré, inmóvil. Era como si un enorme puño invisible concentrase los rayos del sol sobre Roma. Solamente en las afueras soplaba un ligero viento procedente de Ostia.
— Me maravilla usted, Bonelli. Desde hace veinte años gana una fortuna en las carreras de caballos y concursos hípicos y conoce cada caballo desde las orejas hasta la cola. Sabe si un caballo tose o si tiene indigestión, y ahora está fuera de sí a causa de un rocín desconocido. Esto es sólo una guerra de nervios, Bonelli; los alemanes tocan el bombo para que se hable de ellos.
— No tienen ninguna necesidad de hacerlo. Signori, en vez de abanicarse con el periódico, harían bien en leerlo.
Bonelli estaba ofendido, se arrellanó en el sillón y apuró su copa.
Los tres hombres desdoblaron los periódicos, buscaron la página deportiva y se dedicaron a la lectura de los artículos. El primero en levantar la vista fue Grazioli. En sus ojos se leía el desconcierto. Tiró el diario y encendió otro cigarrillo.
— Si esto fuera cierto… -dijo, pensativo.
— En Aquisgrán todo el mundo lo asegura. -Bonelli irradiaba satisfacción. Pensó: «Esos idiotas empiezan a despertarse. El dinero no es siempre una prueba de inteligencia»-. Imagínenselo: saltó el muro de 2 metros 10, casi sin coger impulso. Cuando todos creían que atravesaría el muro, saltó en vertical y ni siquiera lo rozó. El propio Hartung estaba asombrado; se quedó sobre la silla como un sonámbulo. -Bonelli hizo una pausa estratégica y después añadió, como un actor dramático-: ¡Y ahora viene a Roma!
— Laska. -Grazioli masticó el nombre como si fuera una patata caliente-. ¿Cómo puede un caballo saltar a la fama tan de repente?
— ¿Por qué entran en erupción los volcanes? -Bonelli se incorporó en su sillón; en una posición indolente no se puede hablar de millones-. Signori, cuando Laska entre en la pista, estamos perdidos. Es preciso hacer algo.
— ¡Proposiciones!-gritó Grazioli desde la ventana.
— Seguimos apostando por Franzo; es el único que tiene posibilidades de ganar. Apostar por Laska sería un juego peligroso porque, como ha dicho muy bien Grazioli, quién sabe si estará en la misma forma que en Aquisgrán. Éste es el factor desconocido. Pero si lo está, se llevará la victoria. Mi opinión es: Laska no debe entrar en la pista.
— ¡Siempre el mismo problema!-Grazioli agitó ambas manos-. El animal estará vigilado como una joya.
— ¡Incluso las joyas son robadas a menudo!
— ¡Pero no se puede robar un caballo, Bonelli! ¡No en las cuadras del hipódromo! Sería más fácil robar el Banco de Roma.
— ¿Quién habla de robar? -Bonelli esbozó una amplia sonrisa-. Cuando me enteré de que venía Laska, hice algunas averiguaciones. Lo cuida un tal Pedro Romanovski.
— ¿Pedro? ¿Un español?
— No, un alemán. No se deje engañar por el nombre de Pedro, Grazioli. Hay italianos que se llaman Sigfrido. Como decía, lo cuida este Romanovski. Distraerle es más difícil que forzar una cámara acorazada.
— Así, pues, no hay nada que hacer.
— Pero es que ustedes no conocen a Adriana, signori.
Bonelli brillaba como el anuncio de un aceite bronceador.
— ¿Quién es Adriana?
— Adriana Lucca. Tiene los cabellos muy rojos y unas curvas como las del circuito de Monza. Sus miradas despiden rayos láser. Un hombre como Romanovski no ha conocido jamás a una mujer así. Adriana le distraerá. Ya ha trabajado varias veces conmigo y siempre con un acierto completo. No es barata, pero su éxito compensa sobradamente los gastos.
— Una buena idea, Bonelli. Adriana conquistará a Pedro. ¿Y después?
— Después, Luciano Pavese se introduce en la cuadra de los alemanes y da una inyección a Laska.
— ¿Quién es Luciano?
— Un practicante. Trabaja para mí en los hipódromos y droga a los caballos. Hasta ahora nadie ha notado nada; como verán, signori, es un especialista.
— ¿Y la inyección matará a Laska?
— Esto sería demasiado evidente. No, solamente estará cansada. -Bonelli sonrió y levantó las manos-. El calor de Roma. El verano. El aire contaminado. El cambio de clima. Un caballo así es como una prima donna expuesta a una corriente de aire. ¿A quién puede extrañar que Laska se resienta del clima? ¿Que duerma en lugar de saltar? Hasta la fecha no ha habido ningún veterinario capaz de diagnosticar bien las inyecciones de Luciano. Por la mañana del día de la carrera Laska estará muy cansada y hacia el mediodía se tenderá en la paja y cerrará los ojos. ¿Qué caballo impedirá entonces la victoria de Franzo?
— Ninguno. -Grazioli batió palmas-. Aceptamos su plan, Bonelli. -Los demás asintieron en silencio-. ¿Y si algo sale mal?
— Con Adriana es imposible.
Diez minutos más tarde, tres elegantes caballeros abandonaron el hotel Michelangelo. Bonelli quitó de la puerta el letrero de «Se ruega no molestar» y bajó al bar para beber un campari helado, no sin antes llamar por teléfono a Adriana, la bomba de cabellos rojizos.
— Otro trabajo, cariño-le dijo-. Un caso fácil, y cien mil liras al contado. Se trata de un infeliz alemán con el que bastará que contonees un poco el trasero.
Satisfecho, Bonelli se dirigió al bar y comentó con el camarero los últimos escándalos sociales. «Diez millones de liras en el bolsillo -pensaba-. Esto es ser un hombre de negocios.»
El equipo alemán había llegado. Fallersfeld se encontraba en Roma desde hacía una semana y recibió a sus jinetes con una jarra de cerveza alemana. El aire cálido era insoportable; al menor movimiento el sudor salía por todos los poros. Las puertas correderas de los vagones especiales estaban abiertas, pero a pesar de ello los animales sudaban y mantenían las cabezas bajas.
— ¿Dificultades? -preguntó Fallersfeld-. ¿Ha ido todo bien?
— Hasta ahora, sí. -Hans-Günther Winkler hizo una mueca disimulada a medias por las obligadas gafas de sol-. Laska…
Se volvió y fue hacia el vagón del que ya descendían sus caballos por la rampa de madera.
Fallersfeld intuyó algún problema. Suspiró y se secó el sudor del rostro. Siempre Laska. ¡Maldito animal! Pendenciero, testarudo, indisciplinado, caprichoso. Sólo cuando Hartung estaba a su lado decidía portarse como un cordero.
— ¿Qué ha hecho esta vez?-preguntó Fallersfeld cuando alcanzó los vagones de mercancías. Schockemöhle y Steenken intercambiaron una rápida mirada-. ¡Vamos, hablad!
— Viene en otro vagón -dijo Steenken, señalando hacia delante-. Sola. Dondequiera que la pusiéramos, mordía, golpeaba las paredes, empujaba a los otros caballos, en fin, un verdadero demonio.
— ¿Dónde está Horst?-gritó Fallersfeld-. ¡Esto ya pasa de la raya!
Horst Hartung y Pedro Romanovski le miraron desde su vagón con expresiones tan inocentes, que Fallersfeld, impulsivo como siempre, lanzó al suelo su gorra deportiva.
— Bienvenido a Roma -saludó Hartung, saltando del vagón-. ¡El clima le prueba, barón! Está rebosante de temperamento.
— ¡Horst! -Fallersfeld estiró el brazo en dirección a Laska, cuya hermosa cabeza aparecía detrás de Romanovski. Sus ojos grandes e inteligentes parecían saludar al sol. Sólo sus orejas se movían inquietas-. ¿Qué es esto que acaban de decirme?
— Es cierto, ha venido sola en un vagón.
Hartung tomó un vaso de cerveza fresca que acababan de traerle del bar. Romanovski agitó ambas manos.
— ¡Vengan aquí!-gritó-. ¡Amigos, hay cerveza para todos!
— ¿Quién pagará el vagón? -preguntó Fallersfeld con voz peligrosamente tranquila-. No pienso pasarme del presupuesto por culpa de tu salvaje yegua. Ni una palabra más, Horst. ¡Ya conozco tus argumentos! Y aunque Laska fuese siete veces más prodigiosa de lo que es, ésta será su última carrera si no aprende disciplina. Te lo juro.
— ¡Policía!-gritó Romanovski desde el vagón-. ¡Policía! ¡Alguien está jurando en falso!
— El alquiler del vagón corre de mi cuenta -dijo Hartung. Esperó a que hubiesen bajado todos los caballos del equipo alemán y entonces hizo una seña a Romanovski-. Sólo alargaré la mano si Laska gana la Coppa d'Italia.
— ¡Esto se llama extorsión, Horst!
Fallersfeld se volvió bruscamente y en aquel momento se le ocurrió algo: miró de hito en hito a Laska, que bajaba por la empinada rampa con paso vacilante y que levantó los ollares cuando vio al barón.
— No le gusto -dijo, casi ofendido, Fallersfeld.
— ¿Acaso le extraña, barón?
Hartung se rió y acarició el cuello de Laska.
— ¿Qué pasará con la cuadra? ¿También necesitará una cuadra para él solo tu macho cabrío? -Fallersfeld adelantó la barbilla con ganas de pelea-. Le daré el box contiguo al de Feuerwind, el último de la hilera. Así tendrá una pared de piedra para dar coces.
Anochecía ya cuando el equipo alemán acabó de instalarse. Dieron de comer y beber a los caballos, los cepillaron y el veterinario los examinó. El doctor Rölle, facultativo del equipo, contempló a Laska desde lejos. Ésta tenía la cabeza vuelta y se mantenía inmóvil.
— ¡Yo no entro!-dijo el doctor Rölle-. Pedro, ¿cómo se encuentra?
— Inquieta como siempre, señor doctor. Odio a esta bestia; me cuesta diez años de mi vida. -Romanovski cerró los dos puños.
— ¡Pero todas las noches duerme junto a ella, y si uno de los dos no ve al otro durante una hora, se echan a llorar!
— Así es, señor doctor. -Romanovski se frotó los ojos-. Nos odiamos tanto, que nos necesitamos mutuamente para ser felices.
El doctor Rölle se agachó y examinó los cascos y los corvejones de Laska.
— ¿Ninguna hinchazón?
— Ni la más pequeña.
— ¿Algún golpe durante el transporte?
— No, sólo nerviosa, como siempre.
— ¿Ya ha hecho ejercicio?
— Doctor, ¿me cree un novato? Naturalmente que hemos hecho ejercicio.
Romanovski golpeó a Laska en el brazuelo. La yegua levantó la cabeza y contempló al veterinario con sus grandes ojos expresivos. «Estoy en forma -decía su mirada-. Déjame en paz de una vez.»
— La he paseado y mientras tanto pensaba: «Ahora se desmayará con este calor.» Y en lugar de esto, ¿sabe qué ha hecho? Me ha estirado la correa, yo me he revolcado por la arena, y ha corrido al galope como un mustang del Oeste. Sólo cuando ha llegado el jefe y le ha ordenado: «¡Aquí, en seguida!», el animal ha bajado las orejas y se ha vuelto manso como un corderillo. ¡A pesar de este calor insoportable!
El doctor Rölle enarcó las cejas, miró los ojos marrones de Laska y se encogió de hombros.
— Nunca entenderé a este caballo -murmuró-. Debe tener algún defecto en el cerebro. Ningún caballo normal se porta de este modo.
Recogió del suelo la cartera de medicamentos y abandonó la cuadra.
Romanovski habilitó su dormitorio: una manta sobre un montón de paja, una linterna colgada de un clavo en la pared y la manta de verano de Laska a guisa de almohada. Entonces se quitó la chaqueta, la colgó en la puerta del box de Laska, se quitó las botas, se rascó los dedos de los pies y se echó, con un suspiro, en su improvisada cama.
— ¡Buenas noches, viejo rocín! -dijo cariñosamente.
Por fin la quietud, por fin el sueño. ¿Hay algo más hermoso que dormir en una cuadra? El olor de los animales, del heno y de la paja, el agradable calor que despiden los cuerpos de los caballos, el cauteloso sonido de los cascos, los bufidos y rumores, de vez en cuando un ligero relincho, como si uno de los caballos estuviera soñando… un pequeño y feliz mundo nocturno que Romanovski no hubiese cambiado por un dormitorio lujoso.
Encendió la linterna y se puso a leer su novela de detectives. La especialidad preferida de Romanovski era la caza de gángsters. Sin embargo, se enfurecía a menudo contra los policías, pues él hubiera resuelto tales casos de modo muy diferente, con menos complicaciones y mayor rapidez. Y como tenía esta opinión, leía una novela de detectives tras otra.
Romanovski se quedó dormido alrededor de las once. Para él ya estaba resuelto el caso del «asesino del pantano».
Pero entonces, sin que él se diera cuenta, empezó el primer capítulo del «caso Romanovski».
Angela Diepholt llegó a Roma en avión aquella misma tarde. Horst Hartung acudió a recibirla con un gran ramo de flores. Fallersfeld le había dicho durante la cena en el hotel:
— Como no se debe dejar solos a los niños y a los locos, Angela llega dentro de una hora.
— Tengo la impresión de ser perseguido -dijo Hartung después de saludar a Angela con un beso.
Estaba encantadora con aquel traje sastre de color rosa ribeteado de blanco y un pañuelo de seda que recogía sus largos cabellos. A esa hora el aire de Roma era fresco y húmedo.
— Estás en lo cierto, querido. -Angela se apoyó en el brazo de Hartung-. Hace cuatro semanas que no te veo.
— Entrenamientos. Tenía que preparar a Laska para la Coppa.
— Naturalmente. Y yo estoy aquí para recordarte que aún existo.
— Me alegro, Angi.
— Antes mentías con más elegancia. El beso que acabas de darme fue una fórmula de cortesía y las rosas debe haberlas comprado la secretaria del hotel, ¿me equivoco?
— ¡Mal pensada!
Hartung condujo a Angela a la parada de taxis. Fueron un rato en silencio por la autopista de Roma. Casas de campo detrás de altos muros blancos, bosques de pinos, cipreses como columnas verdes apuntando al cielo, arbustos llenos de flores, grandes anuncios luminosos, niños ruidosos y juguetones, perros solitarios, atascos de tráfico, que sólo sorteaban como veloces coleópteros los pequeños Fiat, un océano de casas sobre el que se cernía una densa neblina, ruinas de muchos siglos, el Foro Romano, el redondo castillo de Sant'Angelo contra la puesta de sol, la cúpula de San Pedro.
— ¡Roma! -anunció el chofer, mirando por el retrovisor-. ¿Adónde, signorina?
— Al hotel Terminus.
— ¿Qué? -Hartung se volvió hacia ella-. ¿No vas a nuestro hotel?
Eran las primeras palabras que cruzaban; hasta ahora sólo habían mirado en silencio a su alrededor.
— No. -Angela se apoyó en el respaldo-. Soy una turista cualquiera, no un miembro del equipo.
— ¿Y cuándo nos veremos?
— Llámame siempre que tengas tiempo.
— Esta noche. Podríamos ir a divertirnos.
— ¿Y Laska, la niña de tus ojos?
La pregunta tenía un matiz de amargura, de rencor.
— Pedro está durmiendo a su lado.
— ¿No exageráis un poco? ¡Este culto a un caballo! Las vacas sagradas de la India son parias en comparación.
— Laska está nerviosa.
— ¡Está siempre nerviosa, querido mío! -Angela se volvió hacia Hartung-. ¿No has oído decir alguna vez que una novia desatendida también puede ponerse nerviosa?
— Apelo a la sensatez de esta novia.
— Entonces hazlo alguna vez con Laska. Se supone que entiende cada una de tus palabras.
— ¡Hotel Terminus! -dijo el chofer, frenando. Hartung se inclinó hacia delante.
— Dé otra vuelta a la manzana.
— Si, signore. Capito.
El chófer saludó con la mano al portero del hotel, pisó el acelerador y se introdujo temerariamente en el tráfico.
— Esto es un secuestro -dijo Angela, y sonrió sin alegría.
— Por lo menos aquí puedo hablar contigo sin que haya peligro de que te vayas corriendo y enfadada. -Hartung sacó del bolsillo de la chaqueta una hoja de papel y la desdobló. Estaba llena de nombres y de fechas-. Lee esto.
— ¿Por qué? -Angela tomó la hoja y la leyó por encima. Era un programa. Carrera tras carrera. Famosos concursos hípicos. Premios, honores, copas, lista de naciones. Una red de fechas, que envolvía a Hartung como una coraza. Angela tiró la hoja sobre el asiento-. ¡Esto es una coartada vieja como el mundo! ¿Es que sólo vives para saltar obstáculos?
— De momento, sí. -Hartung volvió a doblar la hoja de papel y la guardó-. ¿No lo comprendes?
— No.
— Este problema nunca se ha discutido lo suficiente. No soy ningún hidalgo de aldea que planta remolachas o cría cerdos, sino un hombre con una profesión muy dura. Monto hasta caer agotado para gloria del deporte hípico.
— Hablas como un vendedor de feria. ¡Para la gloria! Vaya estupidez. ¿Quién te lo agradecerá? ¿Quién se preocupará de ti cuando te caigas del caballo y te rompas una vértebra y tengas que ir en silla de ruedas? Un par de artículos en la prensa, un par de reportajes a todo color y se acabó. ¡Olvidado, postergado! En la temporada siguiente ya no hablará nadie de Horst Hartung. Sólo importará el que ocupe la silla con una chaqueta roja; el lisiado Hartung ya no contará para nada. ¡Así será, Horst, y tú lo sabes muy bien!
— En esto no nos diferenciamos de los soldados. ¡Obedecer, vencer o morir!
— ¡Y aún lo llamáis deporte!
Ya habían pasado tres veces por delante del hotel Terminus. El portero, que seguía en la entrada, se tocó la frente con los dedos al verlos por tercera vez. El chófer se encogió de hombros y levantó las dos manos. «Prego, amico, mientras estos locos me paguen, pueden hacer lo que se les antoje. Más fácilmente no puedo ganar mis liras.»
— Déjame bajar, Horst.
— Pero nosotros nos queremos, Angi.
— ¿Es amor encontrarnos en alguna parte del mundo y luego despedirnos? ¿Lo encuentras suficiente? ¡Yo no! Yo quiero vivir contigo, no ser una nube de perfume en el ambiente de la cuadra.
— Hoy vuelves a tener una retórica aplastante. -Hartung se apoyó suspirando en el asiento delantero y tocó al chófer en el hombro. Éste asintió en silencio-. Te he prometido que nos casaremos después de la Olimpiada.
— Dios mío, todavía faltan tres años. -Angela movió la cabeza-. Separémonos, Horst.
— ¡Angi! -Hartung intentó cogerle la mano, pero ella la retiró con brusquedad. Ante ellos relampagueaban las luces del hotel. Hartung tenía un par de segundos-. Angi, ¿he de renunciar a todo ahora que Laska está en su mejor momento? Tú sabes mejor que nadie de lo que Laska es capaz.
— Pues, confítatela -exclamó Angela, furiosa.
Abrió la puerta del taxi cuando pasaba por delante del hotel y saltó.
Esta vez el portero no llegó a tiempo; pensaba que aún darían otra vuelta. Se asustó cuando vio a la signorina saltar del coche y estar a punto de perder el equilibrio. Los frenos chirriaron.
— Madonna mial -gritó el chófer, juntando las manos.
— ¡Angi! -Hartung asomó la cabeza por la ventanilla-. Así no podemos separarnos. Vendré a buscarte dentro de una hora.
Ignoraba si le había oído. La vio entrar corriendo en el hotel y desaparecer tras la puerta de cristal. El portero cogió las dos maletas del taxi, miró a Hartung como si le considerase un desalmado, cuchicheó algo con el chófer y entró majestuosamente en el hotel por la puerta de servicio.
Una hora más tarde, el conserje comunicó a Hartung en correcto alemán:
— Lo siento, señor; la señora ha salido.
Y a la mañana siguiente:
— Lo siento, señor, la señora no está en el hotel.
Al mediodía, después de un duro entrenamiento: «Lo lamento, señor, la señora ha dicho que se iba de excursión a la Via Appia.» Por la noche -Hartung se había puesto el smoking y llevaba dos entradas para La Bohème en el bolsillo-, la misma respuesta estereotipada del elegante conserje, que ostentaba dos llaves cruzadas en el cuello de terciopelo: «Lo lamento, señor, hace una hora que han venido a buscar a la señora.»
— ¿Que la han venido a buscar? -Hartung estaba desconcertado-. ¿Le ha entregado usted mi carta?
— Naturalmente, señor.
El conserje cambió de expresión. ¡Vaya pregunta!
— ¿Y bien? ¿Qué ha hecho con la carta?
— La señora se la ha guardado.
— ¿Sin leerla?
— Que yo sepa… sí.
— ¿Quién la ha venido a buscar?
El conserje miró a Hartung como si fuese un pordiosero que había entrado por equivocación en este santuario de la elegancia.
— Señor -dijo con énfasis-, nuestra casa es conocida por su discreción. ¿Puedo ofrecerle algún refresco?
— Gracias.
Hartung le dio la espalda. Al salir arrugó las dos entradas de la ópera y las tiró en un gran cenicero. Entonces deambuló por la Via Véneto, bebió tres camparis, despreció a cuatro muchachas, encantadoras, bien formadas, pero caras, se aburrió en un club nocturno viendo un mediocre espectáculo de strip-tease, cuyos momentos culminantes eran iluminados por focos intermitentes de luz roja, pues así lo exigían las autoridades romanas, y volvió a su hotel en el preciso momento en que Fallersfeld y los otros jinetes del equipo alemán bebían una cerveza en el bar.
— ¡Nuestro patrocinador de la cultura!-gritó Fallersfeld, de buen humor-. ¿Cómo ha ido? ¿Tienes la mano fría o te la han calentado, Horst?
— ¡Un coñac y una cerveza! Hoy voy a emborracharme -anunció Hartung con expresión sombría. Se sentó en un taburete y miró al grupo con ojos ya alcoholizados-. Siento náuseas sólo de pensar en montar a caballo.
— Mañana a las ocho, ejercicios por el campo. -Fallersfeld soltó una estentórea carcajada-. Al pilluelo no le asusta nada a excepción del sí ante el altar. Un coñac y una cerveza; no se permite nada más. Pasado mañana no podéis estar nerviosos.
La última noche antes del concurso.
Angela seguía escabulléndose. En cuanto tenía un momento libre, Hartung llamaba al hotel Terminus, pero ella no estaba nunca, siempre acababa de salir. Finalmente el conserje, cuando oía el nombre de Hartung, se limitaba a decir: «¡Como siempre!», y colgaba el auricular. No tenía ningún sentido continuar bloqueando el teléfono.
Romanovski estaba en el límite de sus fuerzas; el entrenamiento había sido agotador. Laska saltaba, según palabras de Fallersfeld, como una mujer vieja sobre un charco, sin gracia, sin «relámpago» en el cuerpo. Salvaba los obstáculos con desgana, escarbaba como una vaca soñolienta mientras esperaba su turno, estaba visiblemente ofendida durante la doma Cavaletti, y sólo se animaba cuando el doctor Rölle quería auscultarla. Fallersfeld iba de un lado para otro como un energúmeno.
— Ésta es la última carrera, te lo juro -gritaba a Hartung-. Borraré a Laska de la lista hasta que haya aprendido disciplina. Es lo menos que puedo pedir. ¡Esto no es un rodeo de vaqueros!
Sólo Romanovski, pese al cansancio y la lucha contra la testarudez de Laska, se sentía feliz. Había hecho amistad con alguien.
Era una muchacha que parecía salida de una revista sueca. Redondeada en los lugares precisos, de cabellos rojizos y evidentemente enamorada de Romanovski. Aparecía de improviso dondequiera que Romanovski estuviese trabajando con Laska, se lo comía con los ojos, contoneaba las caderas enfundadas en una falda corta y estrecha y exhibía sus abundantes senos. Romanovski estaba muy excitado. Primero bebió una limonada, después un whisky con hielo, y como ya le era imposible continuar de aquel modo, dirigió la palabra a la pelirroja.
— Signorina -dijo, arrodillándose y saltando sobre manos y pies-. ¿Son bonitos, no?
— ¡Sí, sí, bonitos!-La joven sonrió a Pedro-. Quierro mucho a caballos.
«Habla alemán -se regocijó interiormente Romanovski-. ¡Oh, Roma eterna, ahora sé por qué lo eres!»
Adriana Lucca había comenzado su misión.
Tal como dijera Bonelli, era un trabajo fácil. Romanovski estaba en ascuas tras la primera frase de Adriana, y a los cinco minutos ardía en él un volcán.
Dice un sabio proverbio que el amor inutiliza el cerebro e idiotiza irremisiblemente a los hombres. Quien, como Romanovski, no ha sido nunca perseguido por las mujeres ni despertado su interés pues, aparte de la fuerza, la naturaleza no le había prodigado los dones que enamoran a las mujeres, quien ha permanecido siempre al margen y no ha sido nunca el personaje central, se entrega felizmente a la pasión en cuanto una mano femenina establece el más ligero contacto.
Adriana conocía su profesión. Empleando todas las seducciones femeninas, conquistó totalmente a Romanovski, el cual no comprendía que aquello le ocurriese precisamente a él. «A mí -pensaba-; cuando hay cientos de hombres por aquí, guapos y elegantes, ha elegido a este maloliente mozo de cuadra.»
Todo comenzó durante los ejercicios en campo abierto. Hartung montaba a Laska con cautela; no conocía los accidentes del terreno, raíces ocultas, madrigueras de conejos, desniveles, todos los lugares posibles en los que un caballo puede tropezar. Adriana corría por el campo junto a Romanovski, contemplada por los otros jinetes y mozos y espiada con recelo por Fallersfeld, que ya estaba en guardia después del asunto de Hartung con la hermosa Luisa Gironi en Aquisgrán. En esto no hacía diferencias entre Hartung y Romanovski. Ellos y Laska constituían una unidad y si ésta se rompía, podía dar origen a una catástrofe. La única excepción era Angela. Ella no rompería nunca esta unidad, sino que se integraría totalmente en el bloque. Pero Hartung aún no lo había comprendido.
— Madonna -dijo Adriana el segundo día, mientras Hartung hacía ejercicios de salto-. ¿Tú preparas caballos?
— ¿Quién si no? -Romanovski hinchó el pecho, que junto con los hombros era de una respetable anchura-. El amo -así llamo yo a mi jefe -no hace más que montar. Yo cuido del buen estado de caballo y jinete. Es una gran profesión, jovencita. -Se esforzaba en hablar un alemán fácil de comprender, pero pronto desistió de hacerlo. «Comprenderá todo lo que quiera comprender -pensó-, y si la cojo por el talle, el lenguaje es internacional.»-. Sin mí no habría carreras. Soy, por así decirlo, el aceite del motor. ¿Me comprendes?
— Sí, sí. -Adriana Lucca le dedicó una sonrisa dulcísima, y el corazón de Romanovski se desbocó-. Tú ser gran caballista.
«A mí el corazón me late en los oídos -pensó Romanovski-. Una muñeca así es para la mañana, el mediodía y la noche, y un hombre como yo tampoco desperdiciaría las horas entre comidas. Pedro, respira hondo y zambúllete en el agua.»
Agarró a Adriana por las caderas -el lenguaje internacional-, y sonrió de oreja a oreja. Adriana estalló en risas sofocadas y abrió mucho los ojos. El viento despeinaba sus cabellos rojos. A Romanovski le faltaba aire.
— Te enseñarré Roma -dijo ella, apretándose contra él. Una gata no lo hubiera hecho mejor-. Via Véneto, pequeño bar, tú y yo, soletto!
Romanovski intentó un ataque. La atrajo hacia sí, la besó como un salvaje, se dijo que parecía una ratita en las garras de un gato, la soltó y respiró con fuerza. Era el primer beso de su vida, que sintió hasta en los dedos de los pies. Una nueva y maravillosa sensación.
— Mañana, muñeca -murmuró, jadeando-. Mañana. Esta noche tengo que vigilar a Laska.
— Hoy. Soletto! -imploró Adriana con una mueca de obstinación. Sus ojos despedían chispas-. ¡Mañana no! Ahora.
— Muñeca, la carrera…
Romanovski sentía calor y después frío. Miró a su alrededor, llevó a Adriana detrás de un arbusto y la besó de nuevo. Al hacerlo, colocó la mano sobre su pecho y este íntimo contacto lo decidió todo. ¿Qué era Laska junto a semejante dicha? ¿Dónde queda la moral ante una tentación tan masiva? Se mustia como una flor en el desierto.
— Yo duermo en la cuadra -añadió Romanovski con voz ronca, soltándola y deseando tener a mano una cerveza fría-. Si no lo encuentras demasiado mísero…
— ¿Demasiado qué? -replicó Adriana.
— Mísero. ¡Dios mío! ¿Cómo voy a explicártelo? Mísero es cuando tienes hambre para una gran costilla y sólo consigues un bocadillo de salchicha. ¿Comprendes?
— Sí, todo-repuso Adriana, poniéndose de puntillas-. Un bocio -pidió, y Romanovski la comprendió en seguida.
— A las diez en la cuadra -dijo después, levantando ambas manos-. ¡A las diez! Entonces no habrá nadie. Te arreglaré una tienda digna de las mil y una noches. Demonios, muñeca, ¿cómo te llamas? Yo soy Pedro.
— II mió nome é Adriana.
— Adriana… suena como música.
La abrazó de nuevo, la besó como un náufrago y no la soltó hasta que oyó a Hartung llamándole.
— Es el amo -suspiró, y acarició con una larga mirada a su hermosa conquista-. ¡Dios mío! ¿Quién lo hubiera pensado? Ahora tengo que dejarte.
Cuando Romanovski hacía algo, lo hacía a conciencia.
Decoró junto al box de Laska un nido de amor que nada tenía que envidiar a las tiendas de los suecos en la guerra de los Treinta Años. Mucha paja, encima mullidas mantas, una romántica linterna de establo, una tabla con salchichas, jamón, vino, pan blanco y naranjas. En la entrada colgó de un clavo a derecha e izquierda un cobertor, a fin de dar al conjunto una sensación de intimidad.
Después de arreglar su nido de amor, Romanovski se dedicó a la propia limpieza. Esperó a que se fueran todos los mozos, llenó un barreño con diez cubos de agua, se desnudó y se dio un baño. Le costó un gran esfuerzo -primero estuvo un buen rato contemplando el agua, la tocó con la mano, metió un pie, se estremeció y entonces aspiró profundamente, cerró los puños y se metió dentro del agua fría.
«Todo sea por el amor -pensó-. ¡Mientras este frío no me produzca otro efecto!»
El baño le refrescó y Romanovski lo comprobó algo desconcertado. Como estaba solo, se paseó desnudo por la cuadra, hizo un par de flexiones, y en seguida se sintió en forma para la gran aventura de la noche. Se puso los calzoncillos, admiró sus músculos y echó una ojeada al reloj. Aún disponía de media hora.
Entretanto, Adriana Lucca telefoneaba a Bonelli. Le pedía una elevación del precio estipulado.
— ¡Eres un cretino! -increpó a Bonelli-. Conque un trabajo fácil, ¿eh? ¡Es un gigante, un cruce de mamut y dinosaurio! ¡Un hombre de las cavernas! ¡Me hará pedazos!
— En este caso, procura estar siempre encima -dijo Bonelli con indiferencia.
— ¡Me niego a hacerlo! -gritó Adriana.
— Entonces llenaré de cardenales tu hermoso trasero, cara mia. Enfriarle es asunto tuyo. Luciano te esperará fuera. Cuando acerques la linterna roja a la ventana, todo será cuestión de segundos.
— Laska le machacará la cabeza.
— Deja este detalle en nuestras manos. ¿Crees que somos aficionados? ¡Cuida de tu dinosaurio y no te preocupes de lo demás!
Adriana y Luciano Pavese fueron a las cuadras en un pequeño Fiat. Lo aparcaron en las proximidades de la pista y se deslizaron a la sombra de los camiones hasta el oscuro y alargado edificio. Sólo brillaba una luz en la última ventana.
La linterna de amor de Romanovski.
— Quédate muy cerca, Luciano -rogó Adriana. De pronto sentía mucho miedo-. Si grito, entras rápidamente y le golpeas. ¿Vas armado?
— Siempre. Luciano está siempre preparado.
Pavese sonrió siniestramente. Era un hombre de escasa inteligencia, pero cumplía con la precisión de una máquina los trabajos especiales que le eran encomendados. Una computadora humana, que sólo necesitaba ser programada con todo detalle. Hacía cualquier cosa por Bonelli, pues éste había sido el primero en tratarle como a una persona.
Adriana entró en la cuadra. La puerta no crujió apenas, y ella se deslizó como una sombra en la oscuridad. El sudor de los caballos, el olor a orina y un calor pegajoso le produjeron náuseas; el ambiente cotidiano de Romanovski fue para ella como un golpe en el estómago. Hizo un esfuerzo para no vomitar, se pasó por la cara las manos temblorosas, y entonces vio a Romanovski saliendo de detrás de una manta, desnudo hasta la cintura, una montaña de carne, un paquete de músculos sobre dos piernas.
Sería aventurado afirmar que Adriana no poseía cierto sentido del gusto, pero lo que ahora vio le cortó la respiración. Abrió desmesuradamente los ojos, y cuando Romanovski la cogió en sus brazos y la llevó a su dormitorio, era totalmente incapaz de cualquier intento de defensa.
«O, mamma mia! -pensó-. Ahora me destrozará. Puede romperme todos los huesos. ¡Luciano, ven de prisa y machácale el cráneo con tu porra!»
— Primero comeremos y beberemos -dijo Pedro, y soltó cuidadosamente a Adriana, como si fuese algo muy frágil-. Ya está servido el buffet frío. -Señaló las salchichas, el jamón, el pan y el vino, y se desperezó con satisfacción-. ¿No tienes calor, Adriana? ¡Desnúdate!
Comenzó la dolce vita de Romanovski. Su séptimo cielo se convirtió pronto en el octavo, pues Adriana se desabrochó la blusa, se la quitó y descubrió formas que dejaron a Romanovski literalmente sin respiración.
Luciano Pavese esperó diez minutos frente a la cuadra. Como la luz roja no aparecía -Adriana tenía ahora otras preocupaciones-, entró en la cuadra y se ocultó tras una gran caja de avena, dispuesto a saltar, empuñando su porra en la mano. Colgada del cuello llevaba una bolsa de cuero.
En la cuadra reinaba el silencio. Los caballos estaban cansados; entrenamientos, calor, cambio de clima son factores que disminuyen las fuerzas de un caballo. Los únicos sonidos eran el roce de un animal contra las paredes del box, una coz ocasional, un resoplido. Pero no, al final de la cuadra se oían también risas sofocadas y el crujido de la paja. Luciano sonrió con ironía, salió de su escondite y se detuvo ante el box de Laska. Al lado, tras un cobertor que el aire movía ligeramente, y a la luz de una linterna, tenía lugar una violenta batalla.
Luciano actuó con rapidez. Se puso la chaqueta de Romanovski, que estaba colgada de un clavo junto al box, sacó de la bolsa de cuero una larga jeringa y empujó suavemente la puerta del box de Laska.
Laska estaba quieta, sólo movía las orejas. Sus ollares percibieron el olor conocido y obedientemente dio dos pasos hacia el lado cuando Luciano le golpeó el cuello con suavidad. Llena de confianza hacia su amigo Pedro, dio un pequeño respingo y volvió la cabeza hacia atrás.
Luciano le palpó los flancos, encontró el lugar preciso y clavó la aguja. Con la misma rapidez introdujo el líquido en la cálida carne del caballo, extrajo la aguja, frotó con un algodón el lugar del pinchazo y salió al pasillo de los boxes.
Laska resopló, extrañada. Se volvió, apretó la cabeza contra la parte enrejada de la puerta y miró a Luciano. Éste se quitó la chaqueta de Romanovski, volvió a colgarla en el clavo, abrió un centímetro el cobertor que tapaba la entrada del box de Romanovski y contempló durante unos instantes los miembros enlazados. De un rápido tirón descolgó la linterna y la apagó.
Romanovski emitió un fuerte gruñido, profirió una maldición y tropezó en la oscuridad con la tabla sobre la que estaban los restos de vino y jamón.
— ¡Podría haberme quemado el trasero!-exclamó, y buscó a tientas la linterna-. ¡Caramba, muñeca, tienes unos tobillos de acero!
Luciano salió corriendo de la cuadra; la puerta se cerró sin ruido. Un par de minutos después le siguió Adriana. Romanovski encontró la linterna, la encendió, y ahora se encontraba en cuclillas sobre el revuelto lecho de paja. Cogió la botella, se la puso en la boca y la vació de un trago.
Emborracharse… ¡por todos los diablos que se emborracharía! Ella se había ido, asustada por la caída de la lámpara. ¡Una vez que tenía la dicha al alcance de la mano! Perra vida…
No tardó en dormirse y soñó con nubes rojas que reproducían mil veces el rostro de Adriana. No se despertó hasta que de las nubes empezó a caer agua, y entonces se incorporó con un grito.
Hartung se hallaba delante de Romanovski con un cubo en la mano. En el box contiguo, Laska dormía tendida sobre el costado.
— ¿Qué has hecho con Laska? -chilló Hartung-. ¡No se mueve!
— ¿Con Las…? -Romanovski se sacudió como un perro mojado, miró hacia la pared y se levantó de un salto. Estaba rojo y respiraba entrecortadamente-. ¡Vamos!-rugió, dando un empujón a Hartung-. Allez hop!
— ¡Estás borracho!-tartamudeó Hartung.
— ¡Así despierto siempre a esta mula! -gritó Romanovski-. ¡A levantarse tocan!
Pero Laska no se levantó, sólo irguió la cabeza con apatía, les miró y volvió a apoyarla en el suelo. Horrorizado, Romanovski se quedó contemplando el cuerpo de pelaje dorado.
— Es un truco nuevo -murmuró-. Ahora finge que es una mosca muerta. ¡Amo, ojalá no hubiese comprado a este animal! ¡Me está volviendo loco!
Era un completo misterio. Laska no se levantó ni siquiera cuando Hartung le habló, la amenazó con el látigo, la golpeó contra el pesebre y la llenó de insultos. Lo único que hizo fue resoplar un poco, levantar un instante las manos y volver a tenderse de costado.
— Dios mío, está completamente débil -dijo Hartung en voz baja-. Ya ves que es incapaz de levantarse.
A la cuadra llegaron ahora los otros mozos y Fallersfeld, Hartwig, Steenken, Winkler y Schockemöhle. Romanovski bailaba alrededor de Laska, la insultaba, la acariciaba, se arrodillaba junto a ella y ponía su cabeza sobre sus rodillas. Laska seguía inmóvil, mirando a todos con ojos cansados y semicerrados. Hartung puso el oído sobre su cuerpo y la auscultó.
— ¡Un médico!-gritó Fallersfeld, que en seguida se hizo cargo de la situación-. ¿Dónde está el doctor Rölle? ¡Díganle que venga inmediatamente! Horst, ¿oyes algo?
— Nada.
Hartung se incorporó. Winkler y Schockemöhle intentaron levantar a Laska tirando de la brida, mientras Romanovski le golpeaba la grupa. Era como si quisieran enseñar a bailar a un montón de carne. Laska no se movía.
— ¡Actuemos sistemáticamente! -exclamó Fallersfeld con voz temblorosa-. ¿Quién hacía guardia en la cuadra?
— ¡Yo!
Romanovski se cuadró como en el cuartel.
— ¿Y no ha pasado nada?
— Nada en absoluto, señor barón.
— ¿Qué hacía Laska?
— Dormía, señor barón.
— ¿Lo sabe con certeza?
— He pasado toda la noche al otro lado de la pared, señor barón. ¡Toda la noche!
— ¿Y no ha notado nada?
— Nada, señor barón.
— ¡Este hombre no sólo es idiota, sino ciego además! -gritó Fallersfeld-. ¿Es normal que un caballo esté así?
— No es normal, señor barón.
Romanovski respiró profundamente. Pensaba en Adriana. «Si se enteran, me castran -pensó-. Menos mal que lo he vuelto a ordenar todo. La chica se ha olvidado el sujetador y ahora lo tengo en el bolsillo izquierdo del pantalón. ¡No es más que un trozo de encaje! Espero que no huelan su perfume.»
— Pero, ¿es que acaso Laska es un caballo normal? -preguntó con mucha lógica.
Fallersfeld se dio por vencido.
— Algo ha de pasarle -dijo, desconcertado-. ¿Tal vez comida estropeada?
— Imposible, señor barón. -Romanovski parecía ofendido-. Siempre le doy de comer yo mismo.
— ¿Un resfriado?
— ¿Con este calor?
— ¡Precisamente por esto!
— En tal caso, tosería. ¿La oyen toser?
El doctor Rölle irrumpió en la cuadra. Acababa de llegar y le habían avisado que fuera a la cuadra V sin pérdida de tiempo. Se quedó unos instantes a la puerta del box.
— ¿Está realmente inmóvil?
— ¡Incluso Hans-Günther, a quien no perdona ninguna victoria, puede arrodillarse a su lado! -exclamó Fallersfeld-. Doctor, ¡está como paralítica! ¿Qué puede tener? Mis conocimientos sobre caballos no me sirven en este caso.
— Un fallo circulatorio. -El doctor Rölle sacó el estetoscopio, se arrodilló junto a Hartung y Winkler y palpó el cuerpo de Laska-. El corazón sólo late algo más lentamente, de modo que no puede ser esto -dijo, asombrado-. Pero no hay más que mirar sus ojos para saber que no es la misma Laska. Parece un asno cansado.
Tiró hacia atrás los ollares, lo cual fue un acto de valentía, pues hasta ahora nadie se había atrevido a hacerlo aparte de Hartung y Pedro, y le examinó la boca. La lengua estaba azulada e hinchada. El doctor Rölle se apoyó en la pared y estiró las piernas; su expresión era de horror.
— Drogada -dijo lentamente.
— ¡Imposible!-rugió Romanovski-. ¡No me he movido de su lado!
— Pues está drogada. ¡Le han administrado una fuerte dosis de somnífero! -El doctor Rölle levantó ambas manos al ver que Romanovski quería hablar de nuevo-. Pedro, ¿no ha salido ni un momento de la cuadra?
— ¡No! -exclamó Pedro, y era la verdad.
— ¿Ni un solo minuto, para tomar tan sólo el aire o para orinar?
Romanovski apretó los labios y pareció demudado.
— Un hombre ha de atender a sus necesidades -tartamudeó-. No puedo aguantarme indefinidamente.
— ¡Acabáramos! ¿Adonde fue?
— Detrás de la cuadra. Pero sólo tres minutos. Usted es médico. Calcule cuánto tarda en vaciarse la vejiga humana. No fueron más de tres.
— ¡Tres minutos! -Fallersfeld se tapó los ojos, consternado-. El culpable debió aprovechar esos tres minutos. En este espacio de tiempo se pueden poner doce inyecciones. Doctor, ¿podrá usted hacer levantar a Laska antes del mediodía?
— Levantarla, quizá. Pero hay un cien por ciento de posibilidades de que se caiga durante la carrera.
— ¡Por todos los santos!-gritó Fallersfeld-. Horst, ve inmediatamente a preparar a Fahnenkönig. ¡Romanovski!
Éste se cuadró, haciendo chocar los tacones.
— ¡Señor barón!
— ¡En lo sucesivo mearás dentro de la cuadra, contra la pared, maldito seas! Vamos, muchachos, a trabajar; de Laska se ocupará el doctor. Dentro de un par de horas tenéis que haber vencido.
Gracias a las inyecciones, Laska recuperó al mediodía la fuerza suficiente para levantarse. Se tambaleaba como si estuviera borracha, se daba con la cabeza en todas partes y, cuando la sacaron afuera, empezó a temblar y quiso tenderse de nuevo. Entonces Romanovski la obligó a pasear, lejos de los demás caballos. Romanovski estaba avergonzado. «Me divierto una sola vez y éste es el resultado. El amor es algo muy peligroso.»
Desde la pista llegaba la música. Hartung montaba a Fahnenkonig. Fallersfeld y los jinetes alemanes examinaban los obstáculos. Winkler medía las distancias, calculaba la longitud del paso y los mejores ángulos para afrontar los obstáculos. El hipódromo empezó a llenarse de gente; un espectáculo polícromo que cegaba la vista. El cielo era azul, sin una nube, y el sol brillaba, resplandeciente.
— ¿Qué has hecho? -se lamentaba Romanovski-. ¿Por qué has permitido que sucediera esto, vieja mula? ¡Ya sé, ya sé, ha sido culpa mía! Ella me cautivó con sus rojas melenas, y mientras tanto, a ti te daban una inyección. Pero esto quedará entre nosotros, ¿eh? ¡Mi querida mula!
Abrazó el cuello de Laska y lloró con el rostro hundido en sus crines.
El doctor Rölle fue a su encuentro una hora antes de la carrera. Romanovski, como un valiente domador de leones, tenía media cabeza dentro del hocico de Laska y le examinaba la garganta. Parecía querer analizar con la nariz el contenido de su estómago. El doctor Rölle le dio unos golpecitos en el hombro, y Romanovski se volvió, asustado.
— ¿Qué ha visto? -le preguntó el veterinario-. ¿Está todo muy oscuro? Seguramente tiene oclusión intestinal.
— ¡Esto es un chiste viejo, doctor! Adán y Eva ya se rieron con él. -Romanovski sostenía a Laska por la brida. El doctor Rölle no le era simpático y caracoleaba inquieta-. Pero yo tengo mi opinión.
— ¿Y cuál es?
— Necesito un gran cubo de leche.
— ¿Qué?
— ¡Leche!-Romanovski estaba sumido en sus recuerdos-. Mi abuelo decía siempre: «La leche es la única bebida milagrosa que nunca emborracha». Quiero dar a Laska un cubo de leche.
— Por mí no hay inconveniente. Lo peor que puede pasar es que la vomite. -El doctor Rölle levantó los dos brazos, impotente-. Yo ya no sé qué hacer, Pedro. Le han inyectado una droga cuyo efecto no contrarresta ningún antídoto.
Seguramente, mañana Laska volverá a estar en forma, pero mañana será demasiado tarde.
El equipo alemán se reunió para una última consulta. Horst Hartung montaría a Fahnenkönig. Las posibilidades de los jinetes alemanes no eran pocas, pero la victoria sería muy difícil. Lo que ya habían observado en los entrenamientos se convirtió en certidumbre: los italianos participaban con un equipo prácticamente invencible. Los hermanos D'Inzeo montaban caballos cuya rapidez y agilidad en el salto eran proverbiales.
Fallersfeld quería asegurarse por lo menos el segundo puesto, lo cual significaba arriesgar mucho, ¡pero no demasiado! Desaconsejó cualquier temeridad y ordenó que no se preocuparan en exceso por las faltas de tiempo y en cambio saltaran limpiamente los obstáculos.
Horst Hartung había intentado de nuevo comunicarse con Angela. Cuando el conserje del hotel empezó su frase acostumbrada, colgó en silencio el auricular. Ahora la buscaba con los anteojos en la tribuna principal. Tenía que estar en alguna parte, mezclada con la multitud, pero no pudo encontrarla.
Por la pista desfilaba una banda militar italiana, tocando música ligera. Los vendedores anunciaban a gritos su mercancía por las gradas. Los altavoces llamaron a la madre de una niña que se llamaba Lucía. Se encontraba junto a los caballos y sólo sabía su nombre y que mamá estaba en el hipódromo.
Faltaba media hora para el comienzo de la carrera. Los mozos de cuadra paseaban a los valiosos caballos por la explanada. Ricardo Bonelli y Stefano Grazioli, vistiendo trajes grises de los mejores sastres romanos, examinaron una vez más al equipo italiano antes de dirigirse, satisfechos, a su tribuna.
— Será un buen negocio -dijo Bonelli en tono de absoluta confianza-. ¿Lo ha oído? Laska duerme como un oso en plena hibernación. Los alemanes son inofensivos.
— La carrera aún no ha comenzado. -A Grazioli no le gustaban las profecías. Era un realista que sólo creía lo que estaba a la vista o lo que tocaba con la mano-. No le estrecharé la mano hasta que suene el himno italiano, Bonelli.
Entretanto, Romanovski corría como un loco buscando leche. Tres vendedores se negaron a entregarle todas sus existencias cuando les salió al encuentro con un cubo. Un cuarto llamó a la policía, tomándole por un loco.
Sollozando, casi tropezó con Angela, que apareció de pronto ante la cuadra.
— ¿Es cierto? -gritó Angela desde lejos-. ¿Laska está enferma?
— ¡La han envenenado!-aulló Romanovski-. Ahora necesito leche y nadie quiere proporcionármela. Con leche conseguiría hacerla revivir. ¡Ha sido una suerte que me acordase de mi abuelo!
Leche. Angela arrancó el cubo de la mano de Romanovski y se alejó corriendo.
— ¡No se la pida a esos vendedores!-le gritó Romanovski-. ¡Los muy idiotas llamarán a la policía!
Esta vez salió bien. Angela puso varios billetes sobre el mostrador del camión de la leche, sacó de la nevera, ante el asombro del italiano, veinte bolsas de litro, rompió sus bordes y vertió el contenido en el cubo de la cuadra.
— Un pazzo! -tartamudeó el vendedor mientras Angela se alejaba con el cubo lleno-. Madonna, un pazzo!
Se tocó la frente con las yemas de los dedos y sonrió al policía que patrullaba por los alrededores.
Romanovski exteriorizó su alegría cuando vio a Angela con el cubo rebosante del líquido blanco.
— ¡Leche! -gritó, bajando la cabeza de Laska-. ¡Leche, vieja mula! ¡Ahora la beberás toda y te pondrás a saltar como una langosta!
No se sabe todavía si el abuelo de Romanovski había descubierto una panacea universal, o si la propia Laska intuyó que la leche era en este momento la medicina apropiada, o si efectivamente sólo la leche podía neutralizar el veneno que tenía en el cuerpo. Laska bebió con fruición y sin detenerse todo el contenido del cubo y empezó a resoplar al sol, con los ollares cubiertos de espuma blanca. Romanovski corrió a la cuadra, volvió con la silla y ensilló al caballo.
— ¡Saca el aire! -ordenó mientras apretaba la cincha-. ¡Cielos, la mula está recobrando sus fuerzas!
Aún faltaban diez minutos para la inauguración oficial. Discurso del alcalde mayor de Roma. Alocución del presidente del CHIO.
El primer jinete era Harway Smith, que ya estaba dispuesto, inmóvil sobre su magnífico caballo blanco.
Diez minutos más.
Fallersfeld hundió la cabeza entre los hombros cuando miró por casualidad hacia la explanada, donde Romanovski conducía por la brida larga a una Laska tranquila, ensillada, con las fundas de cuero en los cascos y el número de salida 11 delante de la oreja.
— ¡Quien desee ver a un loco, que mire hacia la izquierda!-gritó Fallersfeld-. ¡Horst, no se mueva de aquí! ¡Horst, maldito sea! ¡Son ustedes dos locos!
Hartung corrió hacia la explanada. Laska le vio, levantó la cabeza y relinchó con todas sus fuerzas. Era un grito de triunfo. «¡Ya estoy aquí! ¡Podemos saltar! ¡Confía en mí, saltaré mejor que nadie!»
Caracoleó, escarbó con los cascos delanteros y estiró la cabeza cuando Hartung se acercó a ella.
— ¡Ya puede montar, amo!-exclamó Romanovski. Su aspecto era resplandeciente, como si lo hubiesen pulido con un limpiador de metales-. Monte y demuéstreles lo que es bueno. ¡Se les saldrán los ojos de las órbitas!
Hartung saltó rápidamente a la silla. Romanovski le lanzó las riendas y se echó a un lado. Hartung guió a Laska hacia la valla de la pista y galopó hasta el equipo alemán, que se hallaba apelotonado como una mancha roja. Fallersfeld agitó ambas manos y retrocedió al ver que Hartung se dirigía precisamente hacia él.
— Preciosa -dijo Hartung, inclinándose sobre la oreja de Laska-, preciosa mía, ¡si ahora lo consigues, estamos salvados!
Entonces tiró de las riendas. El cuerpo de reflejos dorados se arqueó al sol, se detuvo ante los jinetes alemanes y se quedó inmóvil como una estatua de metal fundido. Ni siquiera las orejas se movían.
Horst Hartung se quitó la gorra negra.
— Horst Hartung pide permiso para montar a Laska -dijo en voz alta.
Fallersfeld se caló, resignado, la gorra de cuadros.
— Anuncia al jurado -dijo con voz ronca a un mozo de cuadra -que Hartung monta a Laska. ¡Mañana presento mi dimisión!
Aquella noche, Bonelli huyó de Roma. Estaba arruinado y sus acreedores lo perseguían.
Laska había conseguido el segundo lugar en la clasificación general, detrás de Piero d'Inzeo, con ocho faltas. Pero con ello dio la victoria al equipo alemán.
La Coppa d'Italia fue ganada por Alemania.
Y mientras se izaba la bandera alemana y se tocaba el himno alemán, Laska bajó lentamente la cabeza y volvió a quedarse dormida…
