5. LA PROFESION DEL GENERAL HARDY

La señorita Kanter no estaba segura si estaba enamorada del doctor Blausman o no, pero sentía que el privilegio que significaba trabajar para él recompensaba y equilibraba su devoción, aunque en realidad el doctor Blausman nunca se tiró un lance, ni siquiera se permitió esa intimidad especial que tienen muchos hombres con sus secretarias. No es que el doctor Blausman fuera un hombre frío. Era muy feliz en su matrimonio y se dedicaba por entero a su trabajo y a su familia. Era verdaderamente brillante. La señorita Kanter lloró de alegría el día que lo eligieron presidente de la Sociedad. Por su parte, la señorita Kanter era una persona muy capaz y dedicada, y después de trabajar cinco años junto al doctor Blausman había llegado a desarrollar un sentido de percepción clínica muy característico. Cuando tomaba la historia de un paciente nuevo, no sólo hacía algo completo, sino revelador al mismo tiempo. El caso de Alan Smith, sin embargo, constituyó una excepción. —Eso me molesta un poco —decía el doctor Blausman—. No me gusta tomar a nadie que no haya sido recomendado. —Pero él ha sido recomendado, o alguien lo envió acá. Dijo algo que me hace pensar que es de Washington o de Boston. De Washington, creo. Supongo que no le conviene que se sepa que estuvo haciendo terapia. —¿Por qué no puede convenirle? —Ya sabe cómo es el gobierno para estas cosas. —Debe haberlo encontrado muy atractivo. —Muy buen mozo, doctor. Soy una mujer —la señorita Kanter no perdía oportunidad de recordárselo—. Pero necesitaba ayuda desesperadamente. Si es del gobierno, y de las altas esferas, pues... eso podría ser importante, ¿no? —Pero se niega a decir quién lo recomendó, ¿eh? —Sí. Pero estoy segura de que a usted se lo dirá. —¿Le dijo cuánto eran mis honorarios? —Por supuesto. —¿Tiene un rostro familiar? —Sí, vagamente familiar. Pero no tengo idea de quién es, en realidad. El doctor Blausman tampoco tenía idea de quién era su nuevo paciente. Al día siguiente el hombre estaba sentado frente a su escritorio. Era fornido y bien parecido, de ojos celestes, pelo canoso y una mandíbula cuadrada que le habría quedado muy bien a un actor de películas del oeste en la década de 1930. Tenía unos cuarenta y seis años, un metro ochenta y tantos, y representaba un perfecto estado físico. Estaba nervioso, pero ése era el síntoma que llevaba a los pacientes al consultorio, por lo que no era nada extraño. —Bien, señor Smith —empezó diciendo el doctor Blausman—, ¿por qué no me dice algo de usted, qué hizo que viniera a verme, quién lo recomendó, qué problemas tiene...? —Mis conocimientos sobre el psicoanálisis son muy rudimentarios, doctor. —Eso no importa,. Importa que mis conocimientos sean algo más que rudimentarios. Como sinceramente lo espero. Pero por ahora, olvídese del psicoanálisis, olvídese que yo soy un psiquiatra, y piense que lo que yo hago es psicoterapia. ¿Le molesta pensar en el psicoanálisis? —Supongo que sí. El diván y todo eso... —Puede recostarse si quiere, o sentarse en una silla... Eso no es importante, señor Smith. Lo que importa es llegar a la raíz de lo que lo preocupa y ver si podemos aliviar el dolor. Comenzamos estableciendo una relación. Así que debe ser bastante franco. Es verdad que en terapia hasta las mentiras pueden ser reveladoras, pero así no conviene empezar. —No lo entiendo. —Yo creo que si. Debo saber quién es usted. De lo contrario... —Ya le dije que me llamo Alan Smith. —Ese no es su verdadero nombre —dijo Blausman con suavidad. —¿Cómo lo sabe? —Si no me diera cuenta de cosas así, usted estaría cometiendo un error al acudir a mi. —Ya veo... —El paciente se quedó en silencio por un momento—. ¿Y si me niego a darle otro nombre? —En ese caso va a tener que buscar ayuda en otra parte. Ya bastante desconocida es una persona que hace frente en un plano de sinceridad. De otra manera es imposible. El paciente asintió y durante un momento pareció reflexionar acerca de las palabras del médico. —¿Es confidencial su tratamiento? —Absolutamente confidencial. —¿Graba las sesiones? —No. —¿Toma notas? —En la mayoría de los casos, sí. Si hubiera una razón bastante convincente para que no tomara notas, no las tomaría. —Como el paciente no parecía estar seguro aún, el doctor Blausman agregó—: ¿Quizá querría pensarlo y regresar mañana? —No, eso no va a ser necesario. Yo también me precio en ser un buen conocedor de las personas, y me parece que puedo confiar en usted. Me llamo Franklin Hardy. Soy general. Un general de tres estrellas, segundo comandante de la Junta Militar. Y una persona como yo no puede consultar a un psicoanalista. —¿No ha pensado en renunciar o en pedir licencia, general Hardy? —Sí, he pensado en eso. Pero mi orgullo me impide renunciar, y la situación actual es demasiado seria como para que pida licencia. Por otra parte, puedo funcionar. El país ha invertido mucho dinero en mí, doctor Blausman. Me parece que tengo que tener eso presente. —¿Cómo llegó a mí? Usted está en Washington, ¿no? —En el Pentágono. —Así que si tenemos que vernos tres veces por semana (y me temo que eso sería lo mínimo), va a tener que viajar mucho. ¿No va a ser una molestia? —Quiero que esto se mantenga en secreto, y eso sería imposible con alguien de Washington. —Pero, ¿por qué me prefirió a mí? —Leí un trabajo suyo que me impresionó muchísimo. Su monografía sobre el síndrome de la amnesia. —¿Sí? ¿Usted no tendrá amnesia, no? —Tal vez... No lo sé. —Muy interesante —el doctor Blausman miró fijamente al general—. Si leyó mi trabajo, sabrá que hay muchas variedades de amnesias, aunque la más común para la gente es la pérdida de identidad. De eso no sufre, claro. Hay amnesias infantiles, amnesias en los adolescentes, amnesias traumáticas, y cien variedades más causadas por shock, traumatismo de cráneo, drogas, senilidad... etc. ¿Por qué cree usted que padece de amnesia? El general pensó por un rato, y luego habló con brusquedad: —No estoy muy seguro de quién soy. El doctor Blausman sonrió levemente: —Eso es muy interesante. Pero, ¿en qué sentido? Tengo muchos pacientes jóvenes que están desesperados por saber quiénes son. Pero eso es en un sentido religioso, filosófico o teológico. ¿Qué significado tiene su presencia en la tierra? —Ese no es mi caso. —Me acaba de decir que es el general Franklin Hardy. Le podría pedir que me mostrara sus documentos, pero eso no es necesario. —¿Por qué no? —el general buscó en los bolsillos y le mostró varios documentos de identidad. Sonrió agradablemente—. No es que sean todo lo que necesito para identificarme. He estado en el ejército veintisiete años, y no hay blancos en mi memoria. Luché en la Segunda Guerra Mundial, en Corea y en Vietnam. Tal vez lo recuerde. El doctor Blausman asintió. —Lo leí en los diarios —esperó durante un momento muy largo—. Continúe, por favor. —Muy bien, permítame ser específico. Hace tres noches, me desperté. No soy casado, doctor. Como le decía, me desperté como a las cuatro de la mañana, y entonces no era el general Hardy. —¿Está seguro que estaba despierto? —Absolutamente seguro. No estaba soñando. Me levanté, y me di cuenta de que era otra persona. —¿Estaba en un lugar extraño? Quiero decir, ¿era su dormitorio un lugar extraño para usted? ¿Estaba oscuro? —No, podía ver. Nunca bajo las persianas, y había luz de luna. ¿Era extraño el lugar? —Frunció el ceño y cerró los ojos—. No, no del todo. Recordaba vagamente un lugar que debía haberme sido muy familiar. Me pregunté qué estaría haciendo allí. Debía saberlo. —¿Y después? —Y después volví a ser yo, y todo había terminado. Pero no pude volver a dormirme... Estaba muy nervioso... No soy un hombre nervioso, pero nunca me había sentido así. El doctor Blausman miró su reloj. —Me temo que se nos ha acabado el tiempo por hoy. ¿Puede volver el miércoles a la misma hora? —Entonces... —Sí, lo voy a ayudar. Voy a tratarlo, si lo prefiere así. Durante el intervalo que se tomaba para almorzar, el médico le dijo a la secretaria: —Puede hacerle una nueva historia al señor Smith, señorita Kanter. Volverá el miércoles. —¿Desentrañó el misterio? —Creo que sí. Es el general Franklin Hardy. —¿Qué? —Sí, el general Hardy. —Y... usted... No, no es asunto mío. —Precisamente. No soy un moralista ni un jurado, señorita Kanter. Soy un médico. —Pero, por Dios, Vietnam no es solo una guerra. Usted está enterado de lo que ha hecho. —¿Qué diría usted si viniera aquí desangrándose, señorita Kanter? ¿Sería correcto emplear un torniquete? ¿O sería más moral dejar que se desangre? —¿Es una pregunta, doctor? —No, simplemente se lo digo, señorita Kanter. —No hay por qué enojarse. He tenido una reacción completamente normal. De cualquier manera, es un consuelo saber que se ha enloquecido. —No se ha enloquecido. Además; esto debe ser absolutamente confidencial. Pidió que se guardara el secreto, y le prometí que así sería. Nadie debe saber que es paciente mío, ni su padre, ni su madre, ni su novio, nadie. ¿Está claro? —Perfectamente claro —dijo la señorita Kanter con un suspiro. Sentado frente al doctor Blausman con las piernas estiradas, el general Hardy dijo que nunca había pensado en la terapia de esa manera. —Es el resultado el que cuenta, general, descubrir por qué. ¿Sueña mucho? —Como cualquier persona, supongo. No me acuerdo nunca de mis sueños. —Me gustaría que tomara notas. Tenga siempre un lápiz y un anotador junto a la cama. Con respecto a la noche que sucedió esto... ¿era la primera vez? —No, no era la primera vez. —¿Cuándo fue la primera vez? —Hace dos años, en Vietnam. Habíamos tenido que retroceder ante una gran ofensiva, y habíamos sufrido grandes pérdidas. Se habló de muchas cosas, y en una de nuestras reuniones se incluyó en el orden del día el uso de armas atómicas. Contra mi voluntad, le advierto. Ningún hombre en su sano juicio puede ni siquiera pensar en eso sin sentir un sudor frío, pero como estaban decididos a hablar del tema, resolví dejarlos hablar, para que se descargaran. Después de todo, no podían hacer nada sin mi voto. Escuché la discusión, y había un idiota (que no voy a nombrar) que se inclinaba por usar armas atómicas y terminar la guerra en cuestión de horas. Claro que ni siquiera hubiera terminado la guerra, pero el tipo estaba entusiasmado con su laboratorio, decía que nunca íbamos a saber si resultarían los nuevos inventos a menos que experimentáramos, y que éste era el lugar apropiado para el experimento. Yo no dije palabra, porque lo mejor en esos casos es dejar que ellos mismos se convenzan, y fue entonces cuando sucedió. —¿Sucedió qué? —Yo ya no era más el general Hardy. Era otro, y estaba escuchando a ese imbécil y riéndome de lo que proponía. —¿Riéndose? ¿De qué manera? —No como despreciándolo, ni en señal de desaprobación, sino que me reía como uno se ríe de un chico que tiene un juguete nuevo y está enloquecido con él. Me parecía divertido y... —se interrumpió. —¿Qué iba a decir? El general permaneció en silencio. —No soy la Comisión del Congreso —dijo Blausman suavemente—. No soy el público. Soy un médico. No estoy aquí para acusarlo ni descubrirlo, sino para ayudarlo. Si no quiere que lo ayude... bueno, la puerta está abierta. —¡Ya sé que la maldita puerta ésa está abierta!. —gritó el general—. ¿Piensa que estaría aquí si pudiera seguir viviendo así? Iba a decir que estaba divertido y fascinado. —¿Por qué no lo dijo? —Porque el yo es una mentira. No era yo. No era Franklin Hardy. Era el otro. —¿Por qué dice el otro? —preguntó Blausman—. ¿Por qué no dice el otro hombre? —No sé. —¿Ha leído algo acerca de los seres posesos? ¿Y de los malos espíritus? —Sí. —Tiene referencias psicológicas interesantes. ¿Le parece posible, se le ocurre que pudo haber sido poseído? —¡No! —Parece estar muy seguro. —Estoy seguro —dijo el general acentuando lo que afirmaba. —¿Por qué? —Porque el síndrome (como lo llaman ustedes) no es sentirse posesionado o utilizado o manipulado, sino recordar, simplemente. Recuerdo quién soy. —¿Quién? —Eso es lo difícil. Pasa muy rápido. —En esa reunión, ¿cuánto duró el recuerdo? —Un minuto. Poco más o menos. —Según entiendo yo —dijo el doctor Blausman cuidadosamente—, durante ese tiempo usted estaba encantado con que se usaran armas atómicas. ¿Admite eso? —¿Me está preguntando si me animo a admitirlo? —dijo el general con dureza—. Está bien, lo reconozco. Sí, pero no como Franklin Hardy. Lo reconozco como el otro hombre. —¿Que es usted mismo? —Sí. ¿Entiende ahora por qué viajo desde Washington todos los días para consultar a un psiquiatra? —¿Qué sucedió por fin en esa reunión? —Como sabe, las armas atómicas no son fuegos artificiales. Descartamos la idea. En la sesión siguiente, el doctor Blausman volvió al incidente nocturno, preguntándole al general si alguna otra vez se había despertado. —Sí. —¿Cuántas veces? Hardy pensó un momento. —Catorce... o trece. —¿Siempre a la misma hora? —No. Algunas veces más temprano, otras más tarde. —¿Recuerda alguna ocasión más que las demás? —Sí. —Y el general cerró la boca, apretó la mandíbula, evitando mirarlo a los ojos. El médico esperó. —No quiere hablar de eso —dijo por fin Blausman—. ¿Por qué? —Maldito sea, ¿quiere enterarse de todo? —De todo no. No le pregunto con quién se acuesta, ni los planes secretos de la Junta Militar, ni cómo juega al golf —dijo Blausman suavemente—. Si tuviera un trozo de metralla en el brazo izquierdo, no me metería con su pie derecho. Ya que estamos, ¿fue herido alguna vez? —No. —Ha tenido una suerte extraordinaria, con toda su experiencia. Volvamos al asunto del que hablábamos. Esa ocasión, de la que no quiere hablar... No es algo que lo asuste. —¿Cómo lo sabe? —Le molesta, pero no lo asusta. Existe una diferencia. ¿Qué pasó esa noche, general? —Me desperté, y era otra persona. —Era otra persona. ¿Por qué se acuerda de esa noche particularmente? —Usted no afloja el hueso, ¿eh? —Si lo hiciera, le estaría robando el dinero —dijo Blausman con dulzura—. Por eso es mejor que me hable de esa noche. —Está bien. Me desperté. Era en mayo, y yo estaba todavía en Vietnam. Estaba por amanecer. Yo era yo (no Hardy) y ¡por Dios, qué bien me sentía! Me sentía como si hubiera ingerido diez granos de Dexedrina y tomado una botella de whisky sin emborracharme. ¡Me sentía tan fuerte físicamente, y tan contento! Tenía ganas de correr y saltar, de emplear todo ese vigor, como si hubiera estado con una camisa de fuerza durante años. Me sentí completo. —¿Cuánto duró? —Dos o tres minutos. —¿Salió? —¿Cómo sabe? —preguntó con curiosidad el general—. Sí. Salí, envuelto en mi bata. Era como caminar sobre nubes. Estaba amaneciendo, era una mañana limpia, fresca, maravillosa, como hay a veces en esa parte de Vietnam. Frente a donde dormía había una reja de alambre de púas de una pulgada de espesor. Tomé un alambre y lo doblé como si fuera goma. —Usted es fuerte. —No tan fuerte. Bueno... después pasó. Volví a ser Franklin Hardy; —¿Por qué no quería contármelo? —preguntó Blausman. —No lo sé. —¿Recuerda lo que dijo hace un momento? Dijo que cuando se despertó era usted mismo, no el general Hardy. Eso es extraño, ¿verdad? —¿Dije eso? —Sí. —Es extraño —reconoció Hardy, frunciendo el ceño—. Siempre había dicho que era otra persona, ¿no? —Hasta ahora. —¿Cómo lo interpreta? —¿Cómo lo interpreta usted, general? Eso es lo que importa. Cuando el general se fue, el doctor Blausman le preguntó a la señorita Kanter si Alejandro Magno había sido herido alguna vez. —Nunca me distinguí en historia. ¿El general piensa que él es Alejandro Magno? —¿Y Napoleón? —¿Si fue herido? ¿O piensa el general que él es Napoleón? —Quiero que contrate a un investigador —dijo el doctor Blausman—. Que investigue a los trescientos militares más importantes de la historia. Quiero saber cuántos murieron en el campo de batalla y cuántos fueron heridos. —¿Va en serio esto? —Absolutamente. —Bueno, si está dispuesto a pagar —dijo la señorita Kanter. En la sesión siguiente, el doctor Blausman le hizo preguntas acerca de sus sueños: —¿Ha estado haciendo anotaciones? —Lo hice una vez. —¿Sólo una vez? —Parece que soñé una sola vez. O me acordé de un solo sueño. —Cuénteme. —Lo que me acuerdo. Estaba manejando un camión. —¿Qué clase de camión? Quiero que sea muy especifico y trate de recordar todos los detalles que pueda. —Un camión tanque. Eso lo sé. Un camión tanque de un metal muy brillante, con un motor poderoso, seis marchas... —cerró los ojos y luego meneó la cabeza. —Está bien, un camión tanque. ¿Qué llevaba? ¿Aceite, leche, productos químicos, jarabe? Trate de acordarse, trate de visualizar. El general seguía con los ojos cerrados. Su rostro bien parecido tenía una expresión de concentración, y el ceño estaba fruncido. —Sí, un gran camión tanque. Con los cambios marcados en la palanca, pero ya sabía dónde iban. No tenían que enseñarme. Me bajé una vez, caminé alrededor del camión. Caños... —¿Qué clase de caños? —De plástico negro, creo. Un hermoso equipo para bombear. Recuerdo que pensé que el que lo había hecho era un experto. —¿Por qué se bajó? —Pensé que tenía que utilizar el equipo. —¿Para qué? —insistió Blausman—. ¿Para qué? Meneó la cabeza, y abrió los ojos. —No lo sé. —¿Era un camión de bomberos? —No. —¿Volvió al camión, luego? —Sí. Arranqué de nuevo. En primera gemía como un gato enloquecido, o algo así. —¿Dónde estaba usted? ¿Cómo era el lugar? —Un lugar muerto. Como un desierto, sólo que no era el desierto. Era un lugar que alguna vez había estado lleno de vida, pero que ahora estaba muerto, seco. —¿Seco? ¿Quiere decir que había árboles? ¿Plantas? El general negó con la cabeza. —Era un desierto. No crecía nada allí. —Arrancó de nuevo. ¿Adónde iba? —No sé. —Piense. ¿Qué era usted? —¿Qué quiere decir con eso? —¿Qué profesión tenía? —Ya le dije que manejaba un camión. —Pero, ¿qué profesión tenía? —insistió Blausman—. ¿Pensaba que era un camionero? Después de pensar un momento, el general dijo: —No, no pensaba que fuera un camionero. —¿Qué, entonces? —No sé. No lo sé. ¿Qué demonios importa? —Importa muchísimo —dijo Blausman, asintiendo con la cabeza—. Un hombre es lo que hace. ¿No ha visto cómo hablan los chicos cuando dicen qué van a ser cuando sean grandes? Serán lo que hagan. Un hombre es su profesión, su trabajo. ¿Qué profesión tenía el hombre que manejaba el camión? —Ya le dije que no sé. —Usted manejaba el camión. ¿Quién era? ¿Era el general Hardy? —No. —¿Cómo estaba vestido? ¿Llevaba puesto un uniforme? El general Hardy volvió a cerrar los ojos. —¿Trajo las anotaciones? —preguntó el médico. —Sé que decían las anotaciones. —¿Estaba de uniforme, entonces? —dijo Hardy en voz muy baja. —¿Qué clase? Hardy frunció el ceño y apretó los puños. —¿Qué clase de uniforme? —insistió Blausman. Hardy meneó la cabeza. —Trate de recordar —dijo suavemente Blausman—. Es importante. Blausman lo acompañó hasta la puerta, y cuando la cerró tras sí la señorita Kanter dijo: —Dios, ¡qué buen mozo! —Si, ¿verdad? —¿Cómo se sentirá una siendo la esposa de un general? —Está perdiendo sus principios morales, señorita Kanter. —Estoy especulando, simplemente, y eso no tiene nada que ver con la moral. —¿Se ocupó de la investigación? —Dios mío —dijo la señorita Kanter—, hace tan sólo dos días que me lo dijo. —Estamos en el tercer día entonces. ¿Qué se sabe? —Se la encargué a Evelyn Bender, que es amiga mía y enseña historia en la universidad de Hunter. Está muy entusiasmada con la idea. y le va a cobrar ciento cincuenta dólares. —Le pregunté que se sabe. —¿En este momento? —Sí, en este preciso instante. Llámela. La señorita Kanter empezó a decir algo, miró al doctor Blausman, y a continuación habló a Evelyn Bender en Hunter. Blausman volvió a su consultorio con otro paciente. Cuando éste se marchó, la señorita Kanter le informó, con aspereza, que la señora Bender recién empezaba a investigar. —Debe tener alguna indicación. ¿Le preguntó algo? —Conociéndola, se lo pregunté. Es una estudiosa, y no le gusta hacer suposiciones. —Pero las hizo. —Cree que tal vez el noventa por ciento murió en la cama. Dijo que no se sabe mucho de las heridas. —Esté permanentemente en contacto con ella. Había una diferencia notable en el general Hardy en su visita siguiente. Se sentó en el cómodo sillón que usaba en lugar de diván, y miró durante mucho tiempo al doctor Blausman antes de decir algo. Sus ojos azules se veían muy fríos y muy distantes. —Ha estado pensando acerca de su profesión —dijo Blausman. —¿La profesión de quién? ¿Mi profesión? —Estaba interesado en ver su reacción. —Ya veo. ¿Sabe cómo pasé el fin de semana? —No. —Estuve leyendo acerca de la esquizofrenia. —¿Por qué hizo eso? —preguntó el médico. —Por curiosidad... lo que es razonable. Me gustaría saber por qué usted no la mencionó nunca. —Porque usted no es esquizofrénico. —¿Cómo lo sabe? —Hace veintitrés años que ejerzo mi profesión, general Hardy. Sería muy extraño que no reconociera un caso de esquizofrenia. —¿Cualquier caso? —Cualquier caso. Y no existiría duda después de una segunda visita. —Entonces, si no soy esquizofrénico, doctor Blausman, ¿qué explicación le da a mi conducta? —¿Qué explicación le da usted, general? —Pues, bien... el neurótico encuentra la causa de su neurosis, destapa el pozo de horror, ¿a eso se refiere, doctor? —Más o menos. —Los sueños son muy importantes en el esquema freudiano. ¿Es usted freudiano, doctor? —Todo analista es freudiano hasta cierto punto, general. Fue Freud el que estableció las técnicas de nuestra disciplina. Podemos haber cambiado muchas de sus técnicas, modificado muchas de sus premisas, pero seguimos siendo freudianos, hasta aquéllos de nosotros que repudian ese rótulo. —Me refería a los sueños. —Por supuesto —dijo Blausman con tranquilidad—. Los sueños son importantes. El paciente se vale de ellos para enfrentarse con sus problemas. Pero en lugar de las realidades de cuando está despierto, sus problemas se ven cubiertos de símbolos. Hay veces que los símbolos son muy oscuros. Otras veces no. Hay veces que son muy claros. —¿Como en mi sueño? —Sí, como en su sueño. —Entonces, si entiende los símbolos, ¿por qué no me lo dice? —Porque así no lograríamos nada. Es usted quien debe descubrir lo que significan los símbolos. Y ahora ya lo sabe. —¿Está seguro de eso? —Creo que sí. —¿Y el camión? —El camión exterminador, claro. Veo que ha recordado quién es. —Soy el general Franklin Hardy. —Eso lo convertiría en esquizofrénico. Ya le dije que usted no lo es. —Dice que hace veintitrés años que ejerce su profesión. ¿Ha tenido un caso como el mío alguna vez, doctor? —¿En alguien que no es esquizofrénico? No. —Entonces, ¿este caso es para la historia médica? —Quizá. Tendría que saber mucho más. —Admiro su interés científico. —Es también simple curiosidad. ¿Quién es usted, señor? —Antes de contestar esa pregunta, permítame formularle otra, doctor. ¿Se le ha ocurrido pensar alguna vez que en la historia y práctica de lo que llamamos humanidad hay una cierta falta de lógica? —Sí, se me ha ocurrido. —¿Qué piensa entonces? —Soy psiquiatra, general. Me ocupo de la psicosis y de la neurosis, y ninguna de las dos es lógica. Son comprensibles, pero no lógicas. —No me entiende. —¿No? —dijo Blausman con paciencia—. ¿Qué quiere decir, entonces? —Es algo fantástico. —Nada me sorprende. —Bien. Entonces, permítame que se lo explique a mi manera. La tierra es un planeta hermoso, rico y espléndido. Tiene todo lo que desea el hombre, pero nada de ello es ilimitado, ni el aire, ni el agua, ni siquiera la fertilidad de la tierra. Supongamos que existe otro planeta muy similar a la tierra... pero cuyos recursos se han extinguido. En ese planeta hay hombres igual que aquí, pero con una tecnología más avanzada. Como muchos hombres, son egoístas y todo lo quieren para sí, y quieren la tierra. Pero quieren la tierra sin su población humana. Necesitan la tierra para sus propios propósitos. Veo que no cree. —La idea es ingeniosa. —Y entonces llega a la conclusión de que los locos son ingeniosos. Permítame seguir con mi premisa, y como me ha asegurado que no soy esquizofrénico, puede meditar un poco acerca del tipo de locura del que padezco. —Siga, por favor —dijo Blausman. —Podrían atacar la tierra, pero eso causaría graves pérdidas y no se descartaría la posibilidad de una derrota, por más pequeña que fuera esa posibilidad. Entonces, hace algún tiempo, se les ocurrió otro plan. Se dedicarían a entrenar hombres para una profesión específica, los entrenarían a la perfección, y luego los traerían a la tierra, los colocarían en puestos clave, y luego los inducirían a una amnesia condicionada. De esa manera, los hombres sabrían lo qué tenían que hacer, para qué habían sido entrenados, aunque no sabrían por qué debían hacerlo. —Absolutamente fascinante —dijo Blausman—. Y en su caso, la amnesia se disipó. —Creo que es algo limitado, de todas maneras. Llega el momento en que recordamos, pero de manera mucho más clara que yo. Conocemos nuestra profesión, y también por qué se nos ha entrenado para ella. —Y ¿su profesión? —preguntó Blausman. —Naturalmente, somos exterminadores. Pensé que lo había entendido por el sueño. Entonces, doctor, ¿diría usted que estoy curado? —Ah, eso sí que es difícil de asegurar —dijo Blausman, sonriendo. —¿No me cree? ¿En verdad no me cree? —No sé. ¿Qué intenciones tiene, general? ¿Me va a matar? —¿Por qué diablos voy a hacer tal cosa? —Acaba de definir su profesión. —¿Matar a un insignificante psiquiatra de Nueva York, que tiene unos kilos de más? Vamos, doctor Blausman, padece de delirios de grandeza. Soy un exterminador, no un asesino. —Pero como me ha dicho quién es... Ahora le tocaba sonreír al general. —Mi querido doctor Blausman, ¿qué podría hacer usted? ¿Le va a contar mi historia al intendente, al gobernador; al presidente, al FBI, a la prensa? ¿Cuánto tiempo podría mantener su status profesional? ¿Contaría una historia acerca de hombrecitos verdes, o de platos voladores? No, no hace falta matarlo, doctor. Eso sería un inconveniente. —Se puso de pie, listo para despedirse. —Esto no lo exime del pago de mis honorarios —dijo Blausman. No se le ocurrió otra cosa que decir. —Por supuesto. Envíeme la cuenta a Washington. —Y como despedida, déjeme decirle que no creo ni una sola palabra de todo lo que me contó. —Precisamente, doctor. El general se fue, y el médico tuvo que esperar un rato hasta calmarse. Entonces salió del consultorio y le dijo con cierta brusquedad a la señorita Kanter: —Saque el caso de este hombre y guárdelo en el archivo. Ya no vuelve mas. —¿No? Evelyn Bender acaba de llamar diciendo que va a tener el informe listo para el miércoles. —Dígale que lo rompa, y mándele un cheque. Cancele el resto de las sesiones de hoy. Me voy a casa. —¿Pasa algo? —No, señorita Kanter, no pasa absolutamente nada. Todo sigue exactamente igual.