3. CUESTION DE TAMAÑO
Abigail Cooke, la esposa de Herbert Cooke, tenía una profunda conciencia social y un desarrollado sentido de justicia. Descendía de cinco generaciones de habitantes de Nueva Inglaterra que habían poseído conciencia social y sentido de justicia, cualidades bastante comunes en Nueva Inglaterra después de la quema de brujas. Vivía en una encantadora casa colonial, muy antigua, rodeada por quince acres de tierra, en Redding, estado de Connecticut. No permitía que se rociara a sus árboles con pesticidas, y respetaba fielmente los principios ecológicos. Creía firmemente en el abono, en los fertilizantes orgánicos y en la Nueva Izquierda. Vivía apaciblemente con sus hijos adolescentes (su marido era abogado, tenía su estudio en Danbury), y su corazón estaba siempre de parte de una infinidad de buenas causas, a las que contribuía enviando cheques. Era una mujer atractiva que aún no había cumplido los cuarenta, pertenecía a la secta congregacionista, aunque no iba a la iglesia con mucha frecuencia, y creía en los derechos civiles con pasión religiosa. No era, de ninguna manera, una persona histérica. Una hermosa mañana de verano, estaba sentada en la galería abierta de la parte de atrás de la casa, pelando arvejas, cuando vio que algo se movía. Después dijo que le había parecido que era una mosca, por lo que tomó un matamoscas y la aplastó. La mosca quedó pegada en la palmeta, y la miró con detenimiento. Entonces se empezó a poner histérica, se controló, dio gracias a Dios de que sus hijos no estuvieran en la casa, y con gran dificultad para controlar el llanto llamó a su esposo por teléfono. —He matado a un hombre —le dijo —¿Qué? Espera un minuto —dijo él—. Serénate. ¿Te sientes bien? —Estoy bien. —¿Están bien los chicos? —Hoy están en el campamento. —Bien, bien. ¿Estás segura de que tú estás bien? —Sí. Un poquito histérica... —¿Dijiste que habías matado a un hombre? —Sí. ¡Oh, Dios mío! Sí, eso dije. —Por favor, serénate, ¿me oyes, Abby? Quiero que te tranquilices y me digas exactamente lo que pasó. —No puedo. —¿Quién es el hombre que dices que mataste? ¿Un ladrón? —No. —¿Llamaste a la policía? —No, no puedo. —¿Por qué no? Abby, ¿estás bien? No tenemos armas. ¿Cómo es posible que hayas matado a alguien? —Te lo ruego, por favor, ven a casa. En seguida. A la media hora Herbert Cooke llegaba a la casa. Saltó del auto y abrazo a su mujer, que todavía seguía temblando. —¿Qué pasa? —le preguntó. Ella sacudió la cabeza, lo tomó de la mano, lo llevó a la galería, y señaló la palmeta. —Es una palmeta para matar moscas —dijo él con impaciencia—. Abby, ¿qué te sucede, por amor de Dios? —¿Quieres mirarla de cerca, por favor? —rogó ella, y empezó a llorar una vez mas. —¡Deja de llorar! Estaba convencido de que su mujer sufría un colapso nervioso, y entonces decidió complacerla. Tomó la palmeta y la miró. La miró durante un rato muy largo, y luego dijo, en voz apenas audible: —Oh, Dios mío, ¿cómo es posible? Sin dejar de mirar, le dijo a su mujer: —Abby, querida, hay una lupa en el primer cajón de mi escritorio. Tráela, por favor. Ella entró en la casa y regresó con la lupa. —No me pidas que mire —dijo. Herbert colocó la palmeta sobre la mesa con mucho cuidado y la observó con la lupa. —Dios mío —murmuró—, Dios misericordioso. Es un hombre, y blanco, además. —Y eso, ¿qué importa? —No importa en absoluto. Sólo que... Dios mío. Abby, es de una pulgada y media de alto. Si estuviera parado, quiero decir. Perfectamente formado. El golpe no lo reventó. Se distingue el pelo, la cabeza, los rasgos. Está completamente desnudo... —¿Qué importa todo eso? Yo lo maté. ¿No es eso lo esencial? —Debes serenarte, querida. —Pensé que era una mosca. La vi por el rabillo del ojo. La vi y la aplasté. Voy a vomitar —Basta, no sigas. No mataste a un ser humano. No hay ser humano de este tamaño. —Me voy a descomponer. Corrió a la casa. Herbert Cooke siguió estudiando con la lupa el diminuto objeto. —Qué cosa extraña —murmuraba—. Es un hombre, sí. Tiene cinco dedos en la mano, cinco en el pie, rasgos agradables, pelo rubio. Un tipo buen mozo. ¿Qué habrá sentido bajo la palmeta? Le habrá parecido que lo aplastaba un enorme enrejado de hierro. Aunque esta apenas aplastado... Cuando regresó, Abigail estaba pálida, aunque más dueña de sí. Dijo: —¿Sigues mirando ese horror? —No es un horror, Abby. —¿No puedes deshacerte de eso? Herbert levantó la vista de la lupa y se quedó mirando a su mujer por un momento. —En realidad, no es eso lo que quieres. —Sí que lo quiero. —Abby, nunca nos ha sucedido nada tan extraño, posiblemente no le haya sucedido a nadie. No puede existir un ser humano de este tamaño. —Estás viendo uno, allí, en la palmeta. —Exactamente. No lo podemos tirar. ¿Quién es? —¿Qué es? —Exactamente —dijo Herbert—. ¿Qué es? ¿De dónde vino? Creo que entiendes lo que quiero decir —dijo con paciencia y dulzura. —¿Qué es lo que quieres decir? —preguntó ella, con cierta frialdad en el tono. —Soy ahogado, Abby. Trabajo en un juzgado, es mi vida, y es algo que tengo muy presente. —Y yo soy tu mujer, aunque parece que lo hubieras olvidado. —De ningún modo. No has hecho nada malo. Nada. Apuesto mi profesión a que no has hecho nada malo. —Continúa. —Aquí hay un cuerpo. De pulgada y media, pero sin embargo sigue siendo un cuerpo. Tenemos que avisar a la policía. —¿Para qué? Lo hecho, hecho está. Lo maté. ¿No es bastante que tenga que vivir con ese remordimiento? —No dramaticemos, querida. No sabemos que es. Tú aplastaste un insecto. Para nosotros, sigue siendo eso. —Déjame ver con la lupa. —¿Estás segura de que te animas? —Ya estoy perfectamente bien. Le dio la lupa, y ella observó la palmeta un rato. —No es un insecto —dijo. —No. —¿Qué van a decir los chicos? Ya sabes cómo son... recuerda la vez que quisiste poner veneno para los conejos que comían la lechuga. —Los chicos no tienen que enterarse de nada. Llamaré al jefe de Policía Bradley. Me debe un favor. Herbert y Bradley, sentados en la oficina de éste, contemplaban la palmeta matamoscas. —No me animé a despegarlo de la palmeta —dijo Herbert—. Pero me olvidé de traer la lupa. Con deliberada lentitud, el jefe sacó una lupa de un cajón del escritorio y la colocó sobre la palmeta. —No puede ser —murmuró—. Nunca me imaginé que vería uno de éstos. Es un hombre, ¿no? —No existen hombres de una pulgada y media. —¿Y pigmeos? —Tienen más de un metro, noventa y seis veces más grandes que eso. —Pues... —¿Qué quisiste decir con eso de que nunca creías que verías a uno de éstos? No pareces ni siquiera sorprendido. —Oh, estoy sorprendido, Herb. —Pero no lo suficiente. —Quizá sea más difícil sorprenderse cuando uno es un policía. Todo es posible entonces. —Pero esto no. —Está bien, Herb. La verdad es que Abigail no es la primera. Yo no había visto ninguno antes, pero he oído hablar de ellos y he leído los informes. Ha habido varios casos: chicos asustados, amas de casa, el viejo Ezra Bean que todavía trabaja en el campo en su granja de Newtown, una anciana que se asustó en Bethel (dice que su perro se comió a un montón), otra señora de Ridgefield que dice que su perro olfateó a un grupo de esos seres y que le llenaron el hocico de flechitas de un cuarto de pulgada de largo y que tuvo que sacárselas con pinzas de las cejas. Claro que nadie pudo creer que era verdad, así que los que los oyeron tampoco les creyeron—. Volvió a mirar con la lupa—. Yo tampoco puedo creerlo. —¿Con arcos y flechas? —El muy desvergonzado no tiene ropas. bastante difícil creer algo así. —Si tienen arcos y flechas, quiere decir que son inteligentes —dijo preocupado Herbert Cooke. —Ah, ¿quién sabe? A lo mejor alguno metió el hocico en un arbusto espinoso. —Abigail está desolada. Dice que mató a un hombre. —Tonterías. —¿Puedo decirle que es inocente, desde el punto de vista legal? —Claro. De cualquier manera, fue un accidente. —¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó Cooke, indicando la palmeta. —Lo voy a poner en formol. ¿Quieres que te devuelva la palmeta? —No creo que Abby la quiera. Pero no puedes dejarlo en formol. —No, supongo que no. A lo mejor éste es un caso para el FBI, aunque no he oído de ningún otro caso fuera de Connecticut. A lo mejor voy a ver al juez Billings. Puede ocurrírsele alguna idea. Dile a Abby que no se preocupe. —No va a ser fácil —dijo Herbert—. El estaba lejos de sentirse satisfecho. Como varios millones de norteamericanos, había estado pensando en la violencia de la guerra y del asesinato, en Vietnam, y hasta había pensado en convertirse a los cuáqueros. Eso no sería muy fácil para Abigail, que descendía de tantas generaciones de congregacionistas, pero ya lo habían discutido, y se sentía seguro en su posición de hombre de conciencia. —Dile que no se preocupe, que yo hablaré con el juez Billings. Cuando Herbert Cooke regresó a su casa al día siguiente, lo recibió una esposa desolada. —Quiero vender la casa y mudarme —anunció ella. —Vamos, vamos, Abby. Piensa en lo que dices. Sabes muy bien que nunca harías una cosa así. —Quiero vender la casa. —Estás de nuevo como ayer. —De nuevo no. Sigo igual. No dormí en toda la noche. Hoy Billy se clavó una astilla en el pie. —Cosas que pasan. Los chicos andan siempre descalzos. —Quiero mostrarte la astilla. La guardé—. Lo condujo hasta el escritorio, desenvolvió algo, y le dio la lupa—. Mira. Él observó la pequeña astilla de madera, de menos de un cuarto de pulgada de largo, con mucho detenimiento. —¡Dios mío! —Sí. —Es increíble. —Sí —repitió su mujer. —Con una púa en la punta, que podría ser de metal. Parece de metal. —No me importa de qué es. No me importa lo que parece. Quiero vender la casa e irme. —Esa es una reacción emocional —le aseguró él con el tono de voz más calmo y profesional que pudo encontrar. —Así lo siento yo. —Pero éste es un acontecimiento sin precedentes. Fuera de Los viajes de Gulliver, esto no le ha ocurrido nunca a nadie, y si no estoy equivocado, los seres de Gulliver eran de tres o cuatro pulgadas. No de media. —Es terrible vivir sabiendo que una ha matado a un hombre con una palmeta matamoscas. Pocos días después de esta conversación, Abigail leyó un editorial en un diario de Danbury. Con estilo zumbón, decía: ¿"Es verdad que hay hadas en nuestros jardines? Una cantidad de ciudadanos respetables han afirmado ver seres diminutos, cuyo tamaño oscila entre media pulgada y tres cuartos de pulgada, mucho más pequeños que los de Gulliver. Nosotros no nos hemos encontrado con ninguno de estos caballeritos, pero tenemos una abuela irlandesa que continuamente anda viendo duendes. Pero allá no es extraño, ni aquí tampoco, si se toma un poco de whisky irlandés en cantidad necesaria Como los chicos estaban presentes, Abigail le pasó el diario a su marido sin hacerle ningún comentario. Él leyó, y luego dijo: —Le pedí al reverendo Somers que viniera a visitarnos. —¿Sí? —Es una cuestión moral, ¿no? Pensé que eso te tranquilizaría. La hija los miró con curiosidad. Es difícil tener secretos con los chicos. —¿Por qué no puedo jugar en el bosque? —quiso saber Billy. —Porque lo digo yo —contestó Abigail, aunque nunca había actuado así con los chicos antes. —Effie Jones dice que hay seres pequeños en el bosquue —continuó diciendo Billy—. Effie Jones dice que ella aplastó a uno. —Effie Jones es una mentirosa, como sabe todo el mundo —dijo su hermana. —No me gusta que digas que alguien es mentiroso —dijo Herbert, incómodo—. No está bien." No todo lo que hacemos nosotros está bien", pensó Abigail. Sin embargo, se sintió aliviada cuando llegó el reverendo Somers esa tarde. Somers era un hombre de gran sentido común que contemplaba el mundo sin rabia ni asco, algo que no era muy fácil de lograr en la década de 1970. Somers probó su jerez, lo elogió, y dijo que estaba encantado de estar en compañía de gente tan agradable, gente de su preferencia. —Pero no muy felices —dijo Herbert. —No conozco ningún pasaje de la Biblia donde se diga que la felicidad es una condición normal de la humanidad. —La semana pasada yo era muy feliz —dijo Abigail. —Permítanme hablar de teología —dijo Herbert de pronto—. ¿Cree usted que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza? —Antropológicamente, no. En un sentido más amplio, sí. ¿Qué pasa, Herbert? ¿Es por los seres pequeños? —¿Ha oído hablar de ellos? —Sí, he oído hablar. Nadie hace otra cosa que hablar de ellos, Herbert. —¿Usted cree que existen? —No sé qué creer. —Créalo, reverendo. Abby mató a uno. Con la palmeta de matar moscas. Lo aplastó. Se lo llevé el comisario Bradley. —No. —Sí —dijo Abigail con amargura. —¿Qué era? —preguntó el reverendo. —No sé —contestó tristemente Herbert—. Bajo la lupa, era un hombre. Un hombre completo, del tamaño de una hormiga. Un hombre blanco. —¿Por qué insistes con eso de que era un hombre blanco? —preguntó Abigail—. Por el amor de Dios, no era mas grande que una mosca, ¿qué puede importar el color? —Así es —concedió Herbert. —Lo que quieren decir ustedes dos —dijo Somers lentamente—, es que se parecía a un hombre. —Pues sí. —¿Dónde está ahora? —El comisario Bradley lo guardó en formol. —Me gustaría echarle un vistazo. Decimos que parece un hombre, pero, ¿de qué está hecho un hombre? ¿No se necesita ante todo que posea un alma? —Eso es discutible —dijo Abby. —¿Por qué? Conocemos al hombre bajo dos aspectos, tal cual es y tal como nos es revelado por Dios. Dos aspectos necesarios para definir al hombre. El resto pertenece al reino animal y al vegetal. El hombre se presenta como una criatura del tamaño nuestro. Dios también lo revela como una criatura de nuestro tamaño. —No si proviene de otra galaxia —dijo Abby. —¿Qué quiere decir eso? —preguntó su marido. —Quiere decir que, vista desde una nave espacial, la tierra tiene el tamaño de una naranja. Y desde esa perspectiva el hombre no es muy grande, ¿no? —Por amor de Dios —dijo Herbert—, no estás hablando de proporciones correctas. Estás hablando de punto de vista, de perspectiva. Un hombre sigue teniendo el mismo tamaño en cualquier parte del espacio. —¿Cómo lo sabes? —preguntó ella con la falta de razonamiento bastante razonable que es propia de toda mujer inteligente. —Querida amiga —dijo Somers—, usted está fuera de sí, todos nosotros estamos así, y probablemente estaremos peor antes de que esto termine; pero creo que debemos conservar el sentido de la proporción. El hombre es tal cual lo ha hecho Dios y tal cual lo conocemos. Yo soy un hombre sensible. Ya saben que nunca he cambiado de opinión con respecto a esta horrible guerra en Vietnam, a pesar de todas las dificultades que he tenido para conservar unidos a todos los miembros de mi congregación. Les hablo, no como alguien que toma la Biblia al pie de la letra, sino como una persona que cree en Dios en un sentido indefinible. —Aun en el caso de que Dios sea indefinible, sigue siendo grande, ¿verdad? Si Dios se aleja un millón de años luz, ¿qué tamaño tendremos para Él? —Abby, tus suposiciones no tienen sentido. —¿No? —desenvolvió algo envuelto en un pedazo de papel y lo puso bajo la lupa. Somers miró y dijo que la astilla parecía en realidad una flecha. —Es una flecha. Se la saqué a Billy del dedo del pie. El no vio quién le disparó, pero, ¿cuanto va a pasar antes de que pise a uno de ellos? —Debe haber una explicación para esto; debe ser un nuevo insecto que se parece mucho al hombre. Como los monos, que sin embargo siguen siendo monos y no hombres. —¿Insectos de pelo rubio, piel blanca con dos piernas y dos brazos y que disparan flechas? Me extraña, reverendo Somers. —Sea lo que fuere, Abby, es parte del reino natural, y así debemos aceptarlo. Que algunos hayan muerto, bueno, esto también es parte de la vida, igual que las calamidades que ocurren, como las inundaciones, terremotos, la desaparición de ciudades antiguas como Pompeya. —¿Quieres decir que como son tan pequeños, una palmeta matamoscas se convierte para ellos en una calamidad natural? —Bueno, sí. Aparte de una nota satírica acerca del extraño comportamiento de algunos ciudadanos en el condado de Fairfield, qué apareció en el "New York Times", nadie más tomó muy en serio el asunto de los seres pequeños, y la mayoría de los habitantes del condado en cuestión decía que la gente veía visiones debido al calor excesivo. Los Cooke no vendieron la casa, pero Abigail Cooke dejó de pasear por el bosque, y hasta se alejaba del césped cuando estaba muy crecido. Se daba cuenta de que observaba el suelo continuamente y que cada vez dormía menos. Herbert encontró un roedor que estaba lleno de pequeñas flechas, pero no le dijo nada a su mujer. El juez Billings lo llamó por teléfono. —¿Por qué no vienes a verme a eso de las cuatro, Herb? —le dijo—. Van a venir algunas personas que te interesarán. Billings ya le había dicho a Herbert Cooke que lo consideraba como un excelente candidato para el Congreso cuándo quedara una vacante (pronto se retiraría un miembro del partido, de setenta y tantos años). A Cooke le halagaba que Billings lo llamara Herb, y esperaba que lo de esa tarde tuviera algo que ver con las próximas elecciones. Por eso se sorprendió al encontrar al comisario Bradley y a otros dos hombres, entre ellos, Dobson, del FBI, y el otro, el profesor Channing, de la Universidad de Yale, entomólogo de profesión. —Herb —explicó el juez— es el marido de la señora que mato a esa cosa, la primera que conseguimos. Ahora ya tenemos una docena. Channing saco una caja de madera, chata, de su bolsillo. Era una caja como de seis pulgadas cuadradas. La abrió y exhibió una serie de placas, en cada una de las cuales había uno de los seres pequeños, prolijamente aplastado. Cooke miró un momento, sintió que se descomponía, y trató de controlarse. —Además —decía el juez—, Herb es un hombre muy sensato. Va a ser nuestro candidato para el Senado cualquiera de estos días y un hombre muy importante en el país. Me pareció que hoy debía estar aquí con nosotros. —Debo aclarar —dijo el hombre del FBI—., que ya hemos discutido esto a otro nivel. Participaron el gobernador y una cantidad de personas del estado. Gracias a Dios que es algo local. —Sucede —dijo Channing— que este fenómeno tiene algunos años. Creemos que comenzó en los bosques cerca del dique Saugatuck. Desde entonces se han desparramado unas seis o siete millas a la redonda. Eso no parece mucho, pero si pensamos que el paso que dan es de un cuarto de pulgada, en comparación con el del hombre, que puede alcanzar a un metro, es bastante. Han ocupado un área mas o menos circular de más de mil quinientas millas de diámetro, si medimos comparativamente la invasión. Es un poder dinámico cuyas implicancias son aterradoras. —¿Qué demonios son? —preguntó Bradley. —Son una mutación, o una degeneración evolucionaria, o monstruos. Es imposible decir qué son exactamente. —¿Son hombres? —preguntó el juez. —No, no, hombres no. Estructuralmente parecen muy similares, pero hemos practicado disecciones, y hay diferencias internas fundamentales. Las relaciones entre corazón; hígado y pulmones es completamente distinta. Además, tienen una especie de antenas en los oídos, parecidas a las de los insectos. —Pero sin embargo son inteligentes, ¿verdad? —preguntó Herbert Cooke—. Los arcos y flechas... —Precisamente, y por esa razón son peligrosos. —¿No los transforma en seres humanos esa inteligencia? —preguntó el juez. —No lo creo. El tamaño y la estructura del cerebro del delfín indican que es tan inteligente como nosotros, pero eso no lo transforma en un ser humano. Channing miró a los otros hombres, uno por uno. Tenía una barba corta y anteojos gruesos, y hablaba con una seguridad profesional que Herbert Cooke encontró tranquilizadora. —¿Por qué son peligrosos? —preguntó Cooke, pensando que Channing quería que se lo preguntaran. —Porque surgieron hace un año o dos, y ya poseen arcos y flechas. Suponemos, con cierto fundamento, que tienen un distinto sentido subjetivo del tiempo. Igual que los insectos. Para un insecto, un día puede ser toda una vida, porque es todo lo que viven, y subjetivamente puede parecerle muy largo. Si ocurre lo mismo con estos seres, entonces en estos dos años pueden haberse sucedido muchas generaciones. Si ya han ideado el arco y la flecha, dentro de seis meses tendrán revólveres. ¿Cuánto pasará hasta que algo como una bomba atómica supere el problema del tamaño? Y consideren el asunto de la población. Es como con un tablero de damas. Si ponen un grano de arena en el primer cuadrado, dos granos en el segundo, cuatro en el tercero, ocho en el cuarto, al llegar al último ya no habrá suficiente arena en todas las playas del mundo para llenarlo. La discusión prosiguió. Herbert Cooke estaba nervioso. No dejaba de mirar de vez en cuando las placas que estaban sobre la mesa. —Cuando esto se sepa... —decía el juez. —No puede saberse —dijo el hombre del FBI—. Eso ya está decidido. Cuando se piensa lo que pueden hacer los chicos y los hippies con una cosa así... Debemos terminar con ellos. ¿Cuándo? Depende de ustedes. —Tan pronto como sea posible —dijo Channing. —¿Qué piensan hacer? —preguntó Herbert. —El DDT está prohibido por la ley, pero en este caso se hará una excepción. Ya hemos experimentado con un concentrado de DDT... —¿Experimentado? —Atrapamos vivos a unos dieciocho seres. El DDT es tremendamente efectivo. Incluso con un concentrado no demasiado fuerte, mueren en quince minutos. —Usaremos cuarenta helicópteros —explicó el hombre del FBI—. Rociaremos desde el aire en un operativo entre las tres y las cuatro de la mañana. Todos estarán dormidos, y pocos sabrán lo que sucedió. Rocío de saturación. —Es nocivo para las abejas y para algunos animales, pero no nos queda otro remedio. —Y fíjense en los jóvenes de este país —le dijo el comisario Bradley a Herbert—. ¿Sabe que están haciendo manifestaciones en favor de la paz en un lugar como New Milford? Los hippies andan haciendo líos en Nueva York, Washington y Los Angeles, pero ahora los tenemos encima. ¿Se imagina lo que pasaría si se enteraran que vamos a usar veneno contra estos bichos? —¿Cómo mueren? —preguntó Herbert—. Quiero decir, ¿cómo mueren cuando les echan veneno? —Lo que pasa, Herb —interrumpió el juez Billings—, es que necesitamos tu imagen. A veces ha provocado reacciones desfavorables, como cuando tu mujer pegó esa etiqueta en el paragolpes con las palabras Madre por la Paz y todo eso, o esa otra vez cuando hizo circular esa petición por el asunto de la ecología, que es un tema candente en estos momentos. Pero supongo que siempre hay algo de verdad en lo que dicen, y yo reconozco que no es posible terminar con toda una generación de criaturas. Malditos sean, ni siquiera se puede meterlos presos. Hay que conversar con ellos, y ésa es una de tus virtudes, Herb. Tú sabes tratarlos. Tu imagen es la imagen de un hombre honrado, y eso vale oro para nosotros. Líos va a haber, pero queremos que haya los menos posible. Esos fanáticos unitarios están metiendo bulla, y aunque yo mismo soy congregacionista, reconozco que hay dos o tres ministros congregacionistas a los que les gusta revolver el avispero. Pero creo que tú eres capaz de calmar los ánimos. —Me gustaría saber cómo mueren cuando se los rocía —dijo Herbert. —De eso se trata —dijo Channing, ansioso—. Tal vez sea conveniente no dar demasiadas explicaciones. Parece que el DDT los paraliza casi instantáneamente, aunque no sea directo. Dejan de moverse, se vuelven marrones y se secan. Queda algo informe, imposible de identificar. Fíjese en esta placa. Tomó una de las placas y la miró con una lupa. Los hombres se amontonaron para ver, y Herbert se les unió. —Parece como una cucaracha muerta hace meses —dijo Bradley. —¿Y los peligros del DDT? —Han sido muy exagerados. Nosotros no estamos recomendando que se lo vuelva a usar. El Ministerio de Agricultura es muy firme al respecto, pero para decir verdad, hace muchos años que lo usamos. Una vez mas no va a causar demasiado daño. Para cuando salga el sol todo habrá terminado. —Cuanto antes lo hagamos, mejor —dijo el comisario Bradley. Esa noche el zumbar de los helicópteros despertó a Herbert Cooke. Se levantó, fue al baño, y miró su reloj. Eran las tres pasadas. Cuando volvió a la cama, Abigail estaba despierta, y le preguntó: —¿Que es eso? —Parece un helicóptero. —Cien helicópteros, más bien. —Es porque todo está tan silencioso. Unos minutos después, ella murmuró: —Dios mío, ¿por qué no para ese ruido? Herbert cerró los ojos y trató de dormir. —¿Por qué no para? Herbert, ¿por que no para? —Ya va a parar. ¿Por qué no tratas de dormir? Debe ser un ejercicio del ejército. No hay por qué preocuparse. —Parece como si estuvieran arriba de nuestro techo. —Trata de dormir, Abby. Transcurrió el tiempo, el sonido de los helicópteros se alejó, se fue apagando, luego paró. El silencio era completo. Un silencio enorme. Herbert Cooke, acostado, escuchaba el silencio. —¿Herb? —Creí que dormías. —No puedo dormir. Tengo miedo. —No hay por qué temer. —Estaba tratando de acordarme del tamaño del universo. —¿Con qué fin, Abby? —¿Te acuerdas de ese libro de sir James Jean, el astrónomo? Creo que decía que el universo tiene doscientos millones de años luz de extremo a extremo... Herbert seguía escuchando el silencio. —¿Qué tamaño tenemos nosotros, Herb? —preguntó, como en un lamento—. ¿Qué tamaño tenemos?