Prólogo

Una tarde del mes de nisan, que es la época más hermosa del año, tañeron las campanas y yo, Simón, el último, el más indigno de todos mis gloriosos hermanos, me senté a juzgar. Hablaré de ello, escribiéndolo aquí, porque el juicio se compone de justicia —eso dicen al menos—, y todavía me parece oír la voz de mi padre, el adón[1] que decía:

«En tres cosas reposa la vida: en el derecho, expresado por la ley; en la verdad, manifestada en el mundo; y en el amor de los hombres, que reside en el corazón».

Pero eso fue hace mucho tiempo, según el cómputo de los hombres, y mi padre, el viejo, el adón, ha muerto, y todos mis gloriosos hermanos también murieron, y lo que era claro entonces dista mucho de serlo ahora. De modo que si anoto aquí todo lo que sucedió (o casi todo, ya que la memoria del hombre no es como la guarida de una bestia, sino un tejido débilmente entrelazado), lo hago para que yo mismo pueda saber y comprender; si es que existe eso que llaman el conocimiento y la comprensión. Judas sabía; pero a Judas no le tocó, como a mí, juzgar al país entero; un país en paz, con sus caminos abiertos al norte y al sur, al este y al oeste, con la tierra labrada y los campos llenos de niños que juegan y ríen. Judas no vio las vides agobiadas por el peso de una carga abundante, los granos de cebada brotando como perlas, los graneros colmados hasta reventar; Judas no oyó cantar a las mujeres, alegres y libres de temor.

Y a Judas nunca lo visitó un enviado de Roma, como fue a verme a mí aquel día, haciendo el largo viaje, según él (y juzguemos nosotros mismos si un romano miente o dice la verdad), guiado por el único objeto de hablar con un hombre y estrecharle la mano.

—¿Acaso no hay hombres en Roma? —pregunté, después de ofrecerle pan, vino y fruta, y de ocuparme de que le proporcionaran un baño y una habitación para descansar.

—Sí, los hay —repuso el romano, y sonrió, moviendo el labio superior, delgado y sin bigote, con la misma circunspección con que hacía todos sus movimientos—; hay hombres, pero no son Macabeos. Por eso el Senado me dio un mandato, ordenándome que fuera al país donde gobierna el Macabeo, que lo encontrara…

Vaciló durante unos instantes; de sus labios desapareció la sonrisa y una expresión casi tétrica cubrió su rostro oscuro, y que le diera la mano —concluyó—, que es la mano de Roma, si él me ofrecía la suya.

—Yo no gobierno —dije—. Los judíos no tenemos gobernantes ni reyes.

—¿Pero tú eres el Macabeo?

—En efecto.

—¿Y tú guías a este pueblo?

—Yo lo juzgo, actualmente. Cuando tenga que ser guiado, podré ser yo quien lo guíe, como podrá ser algún otro. No tiene importancia. Ellos sabrán hallar a su conductor, como supieron hacerlo antes.

—Pero tuvisteis reyes, si mal no recuerdo —dijo el romano, pensativo.

—Los tuvimos y fueron como ponzoña para nosotros. Nosotros los destruimos a ellos, o ellos nos destruían a nosotros. Ya sea el rey judío, o griego, o…

—O romano —intervino el legado sonriendo con esa peculiar sonrisa, lenta e intencionada.

—O romano.

Hubo un silencio prolongado, mientras el romano y yo nos mirábamos, y yo adivinaba sus pensamientos. Finalmente, con gran calma, una calma fingida, me dijo:

—Hubo un hombre en Cartago que dijo lo mismo. Tenía todas las peculiaridades de un… judío, podría decirse. Y Cartago esta cubierta de sal, y no crece allí ni una brizna de hierba. Hubo un griego… Bueno, Atenas es uno de nuestros mercados de esclavos. Hace unos treinta años, quizá lo recuerdes, Antíoco invadió Egipto con sus tropas mercenarias. Fue una guerra que no agradó al Senado, por lo que envió a Popilio Laneo con una orden; no llevó tropas, sino una simple manifestación de disgusto del Senado. Antioco pidió veinticuatro horas para considerar la cuestión, y Popilio le respondió que podía darle veinticuatro minutos. Creo que Antioco no tardó más de dieciocho minutos en decidirse.

—Nosotros no somos ni griegos ni egipcios —dije al romano—. Somos judíos. Si vienes en son de paz te daré la mano pacíficamente. Guarda tus amenazas para cuando vengas en son de guerra.

—Tú eres el Macabeo —asintió el romano y, sonriendo, me estrechó la mano.

Aquella misma tarde fue testigo de cómo juzgaba a mi pueblo.

Estábamos, como he dicho, en el mes de nisan; a principios de mes, cuando todo el país se cubre de flores, cuyo aroma se difunde por el Mediterráneo hasta a veinte millas de distancia; en las colinas y en las faldas de las montañas las siemprevivas se desprenden de la escarcha y de la nieve y se bañan en sus propios aceites olorosos, los cedros se guarnecen de un verde rutilante y los delicados abedules ondean como doncellas en una boda. Las abejas acuden para elaborar miel y la gente entona canciones de alegría. Porque no hay en todo el mundo (¿cuántos viajeros no lo han constatado?) un país como el nuestro, tan fértil, tan fragante, tan generoso.

Yo, Simón, me instalé en mi cámara; decían que «el Macabeo estaba en su sitial, juzgando». Entre los concurrentes figuraban un curtidor y un esclavo beduino, un muchacho de unos catorce o quince años. En un extremo de la sala había tomado asiento el romano, moreno, de baja estatura y robusta complexión, piernas desnudas cubiertas de vello negro, y una nariz voluminosa, en forma de pico, destacándose en un rostro ancho. Era una figura extraña, exótica entre nosotros, que somos de miembros largos y de barbas rojas o castañas. Como los gentiles que nos rodean, el romano no llevaba barba. Con las piernas cruzadas, había apoyado en un puño su bien afeitado mentón y observaba y escuchaba, siempre con su cínica mueca en los labios; el largo brazo de la Pax Romana tocaba por un instante el duro puño de la Pax Judea, y hallándolo tosco, no civilizado, se preguntaba, quizá, cuándo lo catarían y ablandarían las legiones… Pero estoy divagando. He dicho que se había presentado un muchacho beduino con su amo, un curtidor de pieles de cabra.

Hombre rudo el amo, como suelen serlo los curtidores; tenía la piel del color del tinte del abeto y una fría mirada en los ojos.

—Paz, Simón —me dijo—. ¿Qué harías tú con una rata del desierto que se escapa?

Mirando de soslayo al romano, me di cuenta de pronto de que yo era judío y aquel curtidor era judío; y de que yo era Simón, el Macabeo y etnarca de todo el pueblo; y que el curtidor era un ciudadano y nada más, y de que en todo el mundo sólo un judío sabría comprender por qué me había hablado de ese modo.

—¿Por qué se escapa? —pregunté, mirando al muchacho.

Era delgado y esbelto como una gacela, de piel negra y miembros bien formados, como la mayoría de los beduinos; tenía abundantes greñas negras y un cutis suave que no sabía de barbas ni de navajas.

—Cinco veces —dijo el curtidor—. Dos veces lo traje yo mismo de vuelta. Otras dos veces fue recogido por caravanas que pasaban, a las que tuve que pagar fuertes sumas de dinero. Y ahora mi hijo lo ha encontrado en el desierto, medio muerto. Tenía que servir dos años más; ahora con lo que me ha costado tiene que servirme nueve.

—Lo cual es la justicia cabal —dije—. ¿Qué quieres de mí?

—Quiero marcarlo, Simon.

El romano sonreía, y el muchacho temblaba de miedo. Le mandé que se adelantara y se arrodilló.

—¡Levántate! —exclamó el curtidor con aspereza—. ¿Es eso lo que te he enseñado? ¿A arrodillarte ante un hombre porque es el Macabeo? ¡Arrodíllate ante Dios, si te es preciso hacerlo!

—¿Por qué te escapas? —le pregunté.

—Para ir a mi casa —lloriqueó el muchacho.

—¿Dónde está su casa? —reclamó el curtidor—. Tenía diez años cuando lo compré a un egipcio. ¿Acaso tienen hogar los beduinos? Van rodando como maleza suelta; hoy están en un lado, mañana en otro. Le estoy enseñando un oficio, preparándolo para ser libre; ¡pero él prefiere una sucia tienda de piel de cabra!

—¿Para qué quieres irte a tu casa? —pregunté al muchacho.

Viejo ya, roído por los años como por los dientes de un peine, pensaba, como lo había hecho tantas veces en los últimos tiempos, por qué tenían que tocarme a mi, y sólo a mi, de todos mis gloriosos hermanos.

—Para ser libre —gimió el chico—. Para ser libre…

Guardé silencio entonces, mirando a la muchedumbre que se apiñaba en el fondo de la sala. Todos ellos aguardaban turno para ser juzgados, ¿y quién era yo para juzgar, y con qué, y por qué?

—Quedará libre dentro de dos años —dije—, como lo expresa la ley; y no lo marques.

—¿Y el dinero que pagué a la caravana?

—Cárgalo en la cuenta de tu propia libertad, curtidor.

—Simón ben[2] Matatías —comenzó a decir con el rostro rojo de ira.

Pero yo lo interrumpí.

—¡He dado mi fallo, curtidor! —bramé—. ¿Cuánto hace que dejaste tú mismo de dormir en una sucia tienda de piel de cabra? ¿O es que ya lo has olvidado? ¿La libertad es acaso algo que se pueda poner y quitar, como una chaqueta?

—Dice la ley que…

—¡Yo sé lo que dice la ley, curtidor! ¡La ley dice que si lo castigas puede reclamar su libertad! Puede reclamármela a mi, aquí. ¿Me entiendes, muchacho?

Así fue que juzgué y perdí la calma; yo, un hombre viejo, ahuyentando espectros; yo, Simón. Y aquella tarde, cuando concluyeron los servicios religiosos en el Templo, me envolví en mi capa y recé la oración por los muertos; y sentí que mis ojos se llenaban de lágrimas, las lágrimas seniles, tristes, de un judío viejo y cansado.

Luego me senté a la mesa, donde me acompañó el enviado de Roma, el traficante en naciones, conocedor de veinte lenguas, siempre con la misma sonrisa cínica y de superioridad en sus labios delgados.

—¿Te pareció divertido? —le pregunté.

—La vida es divertida, Simón Macabeo.

—Para los romanos.

—Para los romanos…, y quizá algún día se lo enseñemos a los judíos.

—Los griegos trataron de enseñarnos todo lo divertida que era la vida; y antes que ellos los persas; y antes los caldeos, y antes los asirios. Y hubo un tiempo, según nuestras leyendas, en que los egipcios nos enseñaron su clase particular de diversión.

—¡Y seguís siendo sombríos! Es difícil querer a los judíos, pero los romanos sabemos admirar ciertas cualidades.

—Nosotros no pedimos que nos quieran, sino que nos respeten.

—Como Roma. Quisiera preguntarte, Simón, ¿todos vuestros esclavos quedan libres?

—A los siete años.

—¿Sin pagarles nada a los dueños?

—Sin pagarles nada.

—De ese modo os empobrecéis. ¿Y es cierto que el séptimo día no trabajáis y que cada séptimo año dejáis la tierra en barbecho?

—Esa es nuestra ley.

—¿Y es cierto —prosiguió el romano—, que en el Templo, aquí en la colina, no hay Dios que pueda ser visto por ojos humanos?

—Es cierto.

—¿Y qué es lo que adoráis?

El romano ya no sonreía. Formulaba una pregunta que yo no podía contestar, al menos no de forma que él pudiera entender; no había posibilidad de que comprendiera por qué descansamos el séptimo día, ni por qué dejamos reposar la tierra, ni por qué precisamente nosotros, de todos los pueblos del mundo, debemos libertar a todos los hombres, judíos o gentiles, al cabo de siete años.

Incluso pensar en ello producía un vacío en mi interior; lo único que veía eran los ojos muy abiertos del muchacho beduino que quería ir a su casa, a vivir en una sucia tienda de piel de cabra, en las cálidas y remolinantes arenas del desierto…

—¿Qué adoráis, Simón Macabeo? ¿Qué respetáis? —me aguijoneó el romano—. ¿No hay en todo el mundo otros hombres dignos más que los judíos?

—Todos los hombres son dignos —murmuré—. Igualmente dignos.

—Sin embargo, vosotros sois el pueblo elegido, como decís tan a menudo. ¿Elegido para qué, Simón? Si los hombres son todos igualmente dignos, ¿cómo podéis ser vosotros los elegidos? ¿Nunca se han hecho esa pregunta los judíos, Simón?

Sacudí la cabeza sombríamente.

—¿Te perturbo, Simón Macabeo? —ironizó el romano—. Creo que eres demasiado orgulloso. Nosotros también somos un pueblo orgulloso, pero no despreciamos lo que hacen los demás. No despreciamos la manera de ser o de actuar de los demás. Tú odias la esclavitud, Simón, pero tu pueblo tiene esclavos. ¿Y entonces? ¿Por qué esa presteza en calificar las cosas de buenas o de malas, como si este minúsculo país fuera el centro del universo?

Yo no sabía qué contestar. El era el tratante en naciones, y yo era etnarca de un país minúsculo y de un pueblo pequeño; y como un espeso acceso de náuseas, surgió en mi interior la sensación de que me movían corrientes superiores a mí, ajenas a mi conocimiento.

Es por eso que esta noche he empezado a escribir este relato sobre mis gloriosos hermanos. Lo escribo para que lo lean todos los hombres, judíos, romanos, griegos o persas; lo escribo con la esperanza de que de mis recuerdos surja algo que permita comprender de dónde venimos y adónde vamos, nosotros que somos judíos y que no somos como otros pueblos, nosotros que hacemos frente a todas las adversidades y todos los males de la vida con esa máxima extraña y sagrada: «En un tiempo fuimos esclavos en la tierra de Egipto».