Primera parte

Ni siquiera del viejo, de mi padre, el adón, puedo decir nada sin hablar antes de Judas. Yo era tres años mayor que él, pero entre todos los recuerdos de mi infancia no hay ninguno en el que no esté presente judas. Mi hermano mayor, Juan, era amable, gentil y bueno, pero poco indicado para lidiar con los cuatro diablos que éramos nosotros; por lo que de los cinco el viejo me consideraba a mí, Simón, como responsable, y siempre me pedía razones a mí. No era oportuno que yo dijera: «¿Soy acaso el guardián de mi hermano?». Porque lo era; y yo era siempre el que pagaba la cuenta.

Sin embargo, era Judas el que realmente nos dirigía, y yo recurría a él como mis demás hermanos.

¿Cómo podría describir a Judas, que fue el primero de los hermanos en ser llamado Macabeo, de modo que recibió lo que le correspondía por derecho propio y nosotros solamente las sobras? Sin embargo, lo curioso es que hay otras imágenes que perduran en mi memoria con mayor nitidez, después de tanto tiempo: la de Eleazar, corpulento como un toro, con su ancho rostro sonriente; la de Jonatás, pequeño, delgado y vigoroso, garboso como una niña, pero tan brillante y calculador como Eleazar era honesto y sencillo; y hasta la de Ruth, tal como era entonces, alta y flexible, con sus pómulos salientes y su abundante cabellera roja, aunque no era simplemente roja como acabo de decir, sino que refulgía como el sol. Con Judas no pasa lo mismo; no tengo ningún recuerdo en el que no se encuentre Judas, y a la vez ningún recuerdo exclusivo de él, y sobre el particular hablé una vez con un viejo, un rabí que sabía muchas cosas pero ignoraba su propia edad, perdida en el pasado. La gente, me dijo, la especie humana, es la encarnación del mal, de modo que cuando en un hombre brilla el bien es como un destello enceguecedor de Dios mismo. Eso no lo sé; tendría algo que decir antes de estar de acuerdo con él; pero sin duda sería más fácil describir a Judas si hubiese sido como los otros hombres.

Judas no era como los demás. Alto y esbelto, más alto que todos nosotros, excepto yo, tenía ese cabello castaño tan frecuente en nuestro linaje, que es el de los kohanim[3], aunque la mayoría somos pelirrojos, como yo, y como era Ruth; hubo sin embargo kohanim que fueron altos y de ojos azules, y tan esbeltos y hermosos como Judas. Pero hay hombres hechos de flaquezas, como decía el rabí, y es por las flaquezas por las que se conoce a los hombres, como veremos.

En aquel entonces vivíamos en Modin, una pequeña aldea situada junto al camino que va de la ciudad al mar; no es el camino principal, que corre de sur a norte y que es más antiguo que la memoria del hombre, sino una de esas pequeñas sendas que serpentean por las colinas, parten de los bosques de cedros y abetos doblados por el viento, atraviesan el valle y vuelven a entrar en la ancha faja boscosa que corre junto a la costa. La aldea estaba a un día de camino de la ciudad, y había en ella, en total, unas cuatrocientas almas que vivían en humildes casas de adobe. No tenía nada de particular, Modín; era una aldea como hay mil en todo el país, algunas más grandes, otras más pequeñas, pero todas muy parecidas entre sí.

Nosotros somos un pueblo de aldeas, con la sola excepción de esta ciudad en la que escribo ahora estas líneas; y en eso, como en centenares de cosas más, somos diferentes de todos los demás pueblos. Porque en otros países hay dos categorías, y solamente dos: amos y esclavos. Los amos, con el número de esclavos que necesitan para servirles, viven en ciudades amuralladas; los esclavos viven en el campo, en chozas de barro y zarzas apenas más grandes que hormigueros. Cuando los amos tienen que hacer la guerra, contratan grandes ejércitos de mercenarios, y luego puede suceder que los esclavos de las chozas de barro cambien o no de amos; no tiene mayor importancia, porque fuera de las ciudades los hombres son como animales y menos incluso; semidesnudos, escarban la tierra para que los amos puedan nutrirse; no leen ni escriben; no sueñan, no tienen esperanzas, mueren y procrean…

No digo esto porque esté orgulloso de que seamos diferentes, de que seamos el único pueblo que no vive en ciudades amuralladas.

No lo digo por orgullo… ¿cómo podría sentir orgullo y decir la bendición: «Nosotros fuimos esclavos en Egipto»? No lo digo por orgullo, sino para que comprendan los no judíos que lean estas líneas cómo somos nosotros los judíos. ¡Y aun así hay tanto que no puedo explicar!

Lo único que puedo hacer es contar la historia de mis gloriosos hermanos y esperar que surja algo del relato. Puedo decir que en aquel entonces en Modin el camino discurría por entre dos hileras de casas de adobe, desde la casa, situada en un extremo, de Rubén el herrero (aunque muy poco hierro conseguía trabajar), hasta la casa de Melek, el mohel[4], padre de nueve niños, en el otro extremo.

Entre una y otra había veintitantas casas a cada lado del camino, viejas, venerables y asoleadas en invierno; cubiertas, en primavera y verano, de estupendas rosas y madreselvas, con cestas de pan caliente en los umbrales, y queso fresco colgado junto a las puertas; y luego, en otoño, festoneadas de frutas secas, como doncellas que van a bailar adornadas de collares. La calle estaba llena de pollos y cabras, y también de niños (pero eso cambió, como veremos); las madres que criaban charlaban sentadas junto a las puertas de sus casas, mientras aguardaban a que se enfriara el pan y a que regresaran los maridos de los campos.

En Modín éramos labradores, como lo somos en otras mil aldeas de todo el país; la nuestra reposaba como una pepita de oro en medio de los viñedos, los trigales, las higueras y los sembrados de cebada.

No hay en ninguna parte del mundo una tierra tan rica como la nuestra, pero no hay tampoco en ninguna parte del mundo otro pueblo cuyos integrantes labren sus propios campos como hombres libres. No es de extrañar, por lo tanto, que de las muchas cosas que hablábamos en Modín, habláramos más que nada de libertad.

Mi padre era Matatías ben Juan ben Simón, el adón. Siempre fue adón; en algunas aldeas uno es adón durante un año y al año siguiente lo es otro. Pero mi padre era adón desde tiempo inmemorial. Aun cuando pasaba gran parte del año en la ciudad, al servicio del Templo (porque, como he dicho antes, nosotros somos kohanim, de la tribu de Leví y de la estirpe de Aarón), seguía siendo adón en Modín.

Nosotros lo sabíamos. Era nuestro padre, pero era el adón; y después de la muerte de mi madre, que falleció cuando yo tenía doce años, fue cada vez menos nuestro padre y cada vez más el adón.

Recuerdo que poco tiempo después realizó uno de sus periódicos viajes al Templo, llevándonos a los cinco consigo por primera vez.

No guardo recuerdo alguno del Templo, ni de la ciudad, ni de la gente de la ciudad, anterior a esa visita; sin embargo, han quedado grabados en mi memoria todos los detalles de ese viaje; y también, por cierto, de la última excursión que hicimos al Templo, los seis, pocos años más tarde.

Nos despertó antes del alba, cuando todavía era noche cerrada, arrancándonos de los jergones mientras nosotros gemíamos, protestábamos y pedíamos que nos dejara dormir un poco más. Era alto, serio, de mirada sombría, la barba roja salpicada de gris, con alguna que otra pincelada totalmente blanca, los brazos imponentes por su robustez. Estaba completamente vestido, con un largo pantalón y un chaleco blancos y una hermosa chaqueta azul claro, que llevaba ajustada en la cintura con un ceñidor de seda y con las anchas mangas recogidas hacia arriba. La abundante cabellera le caía por detrás casi hasta la cintura, y la barba, descuidada, se le desplegaba sobre el pecho como un espléndido abanico. Jamás en mi vida he visto o conocido a un hombre como mi padre, como Matatías. En mis primeras imágenes de Dios su figura lo sustituía. Matatías era adón, Dios era Adonái; yo los reunía, y a veces, que Dios me perdone, todavía lo hago.

Somnolientos, excitados y aterrados por la perspectiva del viaje, nos vestimos apresuradamente, salimos al frío del patio a lavarnos, volvimos y engullimos las tortas calientes que Juan había preparado.

Nos peinamos, nos envolvimos en nuestras largas capas de lana rayadas, como había hecho el adón, y salimos tras él; cinco enanos listados de negro, y un gigante. La aldea comenzaba apenas a despertarse cuando el adón la atravesó majestuosamente, seguido uno a uno por nosotros; primero Juan, después yo, Simón; después Judas, Eleazar y, finalmente, la pequeña y jadeante figura de Jonatás, que sólo tenía ocho años de edad.

De ese modo yo y mis hermanos marchamos con el adón cuesta arriba y cuesta abajo, por lomas y por valles, y recorrimos trece millas, largas, duras y pesadas, para llegar hasta las puertas de la ciudad santa, la única ciudad que llamamos nuestra: Jerusalén.

¿Cómo podría explicar ese momento en que un judío ve por primera vez Jerusalén? Hay otros pueblos que viven en ciudades y observan desde ellas el campo; nosotros contemplamos nuestra ciudad desde el campo. En aquel entonces éramos, además, un pueblo conquistado; aunque no como lo fuimos más tarde, con el fundamento de que los judíos y todo lo que significaban debían ser barridos para siempre de la superficie de la tierra. Estábamos bajo el talón de los macedonios; nos tenían sojuzgados y nos despreciaban, pero nos permitían vivir tranquilamente mientras no perturbáramos la paz. No nos querían como esclavos. «Si tomas a un judío como esclavo —dicen los gentiles—, no tardará en ser tu amo».

Querían nuestras riquezas: el vidrio que hacemos en nuestros hornos en la costa del mar Muerto; el cuero del Líbano, blando como manteca pero muy resistente; la madera de cedro, fragante y roja; las grandes cisternas de aceite de oliva; las tinturas; el papel y el pergamino; las telas de lino, finamente tejidas, y las interminables cosechas, tan feraces, que en nuestro país nadie pasa hambre ni siquiera en los séptimos años, cuando toda la tierra reposa. Por lo tanto, nos impusieron gravámenes, nos exprimieron, nos robaron, pero nos dejaron, al menos momentáneamente, una ilusión de tranquilidad y libertad.

Eso ocurrió en las aldeas. En la ciudad era distinto, y en aquella ocasión, niño aún, mientras marchaba con mis hermanos detrás del adón, pude ver las primeras señales de lo que llaman la helenización. La ciudad parecía una blanca gema, o al menos, ésa es la impresión que tengo ahora, después de tanto tiempo. Era elevada, arrogante, hermosa, con sus calles limpias, lavadas con agua de los grandes acueductos, que llevaban agua al Templo mucho antes de que los romanos los soñaran siquiera, con sus torres altas y briosas, y el Templo coronando grandiosamente todo el conjunto. Pero sus habitantes eran algo nuevo; afeitados, con las piernas desnudas, a la manera de los griegos, muchos de ellos desnudos hasta la cintura, nos miraban con mofa y desprecio.

—¿Son judíos? —pregunté a mi padre.

Eran judíos —respondió con voz vibrante, suficientemente alta como para ser oída a varias yardas de distancia—. ¡Hoy son escoria!

Seguimos andando, el adón con el mismo paso firme y regular con que había salido de Modin, nosotros los chicos rendidos de cansancio. Siempre subiendo, cada vez más arriba, fuimos dejando atrás las hermosas casas blancas de la ciudad, el estadio griego donde los judíos desnudos lanzaban el disco y corrían, los cafés, los restaurantes y los fumaderos de hachís. Nos cruzamos con una animada y sorprendente mezcolanza de mujeres pintarrajeadas que llevaban un seno al descubierto, mercaderes beduinos, rufianes, prostitutas, árabes del desierto, griegos, sirios, egipcios y fenicios; y, por supuesto, en todas partes, los altaneros y jactanciosos mercenarios de las tropas macedonias, asalariados de todos los colores y todas las razas, unidos por la simple y única circunstancia de que su oficio común era el crimen, por el cual recibían paga, armadura y alimentos.

Nosotros los chicos veíamos únicamente un suntuoso tapiz; sólo más tarde se diversificaron sus partes. Éramos capaces de distinguir uno solo de sus elementos: los mercenarios. A éstos los conocíamos y los interpretábamos. El resto era el desconcertante resultado de lo que había acontecido, en el transcurso de una generación, a los judíos que quisieron ser griegos y transformaron su santa ciudad en una mancebía idólatra.

Finalmente, y siempre subiendo, llegamos hasta el Templo. Allí nos detuvimos, mientras el adón pronunciaba las bendiciones.

Levitas de túnicas blancas, barbados como el adón, lo saludaron y abrieron las pesadas puertas de madera.

—Y amarás al Señor, tu Dios —dijo el adón, con su voz profunda y vibrante—, porque nosotros fuimos esclavos en Egipto, y él nos salvó de la esclavitud para que levantáramos un Templo a su eterna gloria.

No es de la infancia de lo que quiero hablar, penetrando en el pasado, por aquí y por allá, casi al azar, para reunir suficientes elementos de juicio que me permitan llegar finalmente a comprender —y quizá también el lector— por qué los judíos son judíos, benditos o malditos, según se mire, pero judíos; no es de la infancia, que carece eternamente del sentido del tiempo o del paso del tiempo, sino de la breve adultez, tan terriblemente breve, de mis gloriosos hermanos. Pero nosotros decimos que la primera engendra a la segunda. Fui al Templo por primera vez cuando era un niño: volví luego muchas veces más; y finalmente, cuando acudí por última vez, ya era un hombre.

Si hay algo que caracteriza a la adultez, ese algo es el fin de la ilusión. Esa vez la ciudad ya no era un mágico conjunto de piedras blancas, sino un burdel. El Templo ya era solamente un edificio, y no muy bien construido, por cierto. Los levitas de blancas túnicas ya no eran ungidos mensajeros de Dios, sino escoria, infame y cobarde. La adultez tiene su precio; hay que abandonar un mundo, y adquirir otro, y luego apreciar su valor punto por punto, parte por parte.

Ruth fue lo único que quedó intacto. Lo que sentí por ella y hacia ella a los doce años fue lo mismo que sentí a los dieciocho y a los veintiocho. He dicho que habíamos vuelto al Templo una y otra vez, y que luego fuimos una vez más, que fue la última; pero en los intervalos sucedieron varias cosas. Crecimos; cambiamos; adquirimos valor; matamos a un hombre, nosotros, los muchachos.

Y estaba Ruth. Ruth era hija de Moisés ben Aarón ben Simón, un judío menudo, sencillo, trabajador, que vivía en la casa contigua a la nuestra; era vinatero, y tenía diecinueve filas de vides en la ladera de la colina. Pero también era filósofo, un filósofo vulgar, como todos los vinateros. Y en cierto modo nosotros somos una nación de vinateros, somos el pueblo de la sorek, como nos llaman los egipcios con su ignorancia esclavista, envidiosos de todo lo que no tienen. La sorek es una uva negra, grande como una ciruela, carnosa y rebosante de mosto. En primavera nos da el tairesh, en verano el embriagador iaín y durante el invierno el shikar, la mezcla de color rojo oscuro que rejuvenece a los viejos y despabila a los tontos. Los romanos y los griegos los llamarán «vinos», pero ¿qué saben ellos del exquisito Kerujim, oro liquido, o Frigia, rojo como la sangre, o del rosado Sharón, o del iaín Kushi, claro y dulce como el agua, o del aluntit, o del inomilin, o del roglit? Treinta y dos combinaciones hacia Moisés ben Aarón en nuestra pequeña aldea de Modín, en sus dos profundas cisternas de piedra, y cuando alguna salía muy buena, enviaba con Ruth una jarra al adón. Ruth se quedaba junto a la mesa, con la boca abierta y los ojos, azules, con una expresión de ansiedad y preocupación, mientras el adón se servia la primera copa.

Nosotros, los cinco, compartíamos la ansiedad de Ruth: permanecíamos quietos y silenciosos, observándolos a ella y al adón. El vino es la otra sangre de Israel, decimos con bastante frecuencia; bebida sagrada, ya sea que la saboreemos en el seder o que nos bañemos en ella, como solía hacer Lebel el tejedor. El adón nunca prescindía de las formalidades, cuando eran indicadas.

—¿Lo envía tu padre, Moisés ben Aarón ben Simón ben Enoch?

Mi padre se enorgullecía de conocer al dedillo por lo menos siete generaciones de cada uno de los habitantes de Modín.

Ruth asentía; más tarde, muchos años más tarde, me confesó todo el temor que le inspiraba el adón.

—¿De la nueva vendimia?

Si por casualidad se trataba de una mezcla, de una mixtura de miel o de una maceración, Ruth retrocedía avergonzada y compungida.

—Para que el adón juzgue y saboree —acostumbraba decir, forzando las palabras una por una y echando miradas furtivas a la puerta; pero estaba hermosa, tan hermosa con su cabello rojo y su maravilloso cutis cobrizo. Me destrozaba el corazón y me hacía imaginar el día en que desafiaría al adón para honrarla y hacer su voluntad.

Luego el adón lavaba la copa de cristal que había sido de su abuelo y de su tatarabuelo. La llenaba; examinaba el contenido al trasluz; pronunciaba la bendición: … boré pri hagofen, y se la bebía.

Luego daba su veredicto.

—Felicito a Moisés ben Aarón ben Simón ben Enoch ben Ley —decía, agregando una generación más cuando el vino le satisfacía mucho—. Es un vino noble, agradable. Puedes decir a tu padre que no los servían mejores en la mesa del bendito rey David ben Isai.

Luego Ruth salía corriendo.

Pero Ruth era nuestra. Lloraba por nuestros dolores; sufría por nuestras penas. Cuando dominaron el temor al adón, ella y su madre nos ayudaron en todo: cocinaban, limpiaban, cosían; como otras mujeres de Modín. Nosotros somos un pueblo que goza de la bendición de la fecundidad; sólo Moisés ben Aarón sufrió la maldición de tener un solo vástago, y niña además. Por eso para la madre de Ruth los cinco hijos de Matatías eran una especie de compensación. Pero para mi no había sido una maldición. Yo la amaba, y nunca amé a ninguna otra mujer.

Vivíamos, pues, en la perpetuidad de nuestra infancia, bajo la mano férrea y la inflexible dignidad del viejo, el adón, nuestro padre.

Hasta que de pronto la infancia concluyó y desapareció. Cuando nos portábamos mal nos castigaban como a ningún otro niño de la aldea. Y el adón sabia castigar. Una vez, cuando Judas tenía nueve años de edad —y ya poseía esa increíble belleza y esa dignidad que lo acompañó toda la vida, y ya era tan distinto a mi, y ya lo adoraban todos cuando pasaba por las calles de la aldea, y le ofrecían las mejores golosinas, los más selectos bocados—, una vez, decía, jugando con la copa de cristal de mi padre, la dejó caer al suelo y la rompió.

Sólo estábamos en la casa él y yo. El adón había ido a arar junto con Juan; Jonatás y Eleazar se hallaban en otra parte, no recuerdo dónde. Y frente al hogar de la chimenea se hallaban los fragmentos de la magnífica pieza antigua, que había sido traída de Babilonia cuando nuestro pueblo regresó del destierro. Jamás olvidaré el terror abismal que vi en el rostro de Judas cuando levantó la cabeza y me miró.

—¡Simón, Simón! —gimió—. ¡Me va a matar! ¡Simón! ¿Qué hago? ¿Qué hago?

—¡No llores!

Pero no pudo dejar de llorar; sollozaba desesperadamente y cuando llegó el adón le dije, con toda calma, que yo la había roto.

El adón me dio un golpe, uno solo, pero que me lanzó contra la pared atravesando toda la habitación; por primera vez pude apreciar la poderosa fuerza que tenía el viejo en el brazo. Judas, que de algún modo tenía que desahogarse, se lo contó a Ruth. Yo estaba tumbado al sol, en el patio posterior de la casa, cuando Ruth vino a yerme, se inclinó sobre mí y me besó.

—Buen Simón Matatías —susurró—. Bueno y dulce Simón…

No sé por qué escribo esto, porque Judas era un niño y yo era un hombre, de acuerdo con nuestro concepto de la hombría, aunque no me separaban muchos años de él. De todas maneras, en nuestra infancia no eran frecuentes ese tipo de cosas, sino que transcurría de una forma más lenta y más dulce.

Nos tumbábamos en las laderas de las colinas, contemplando las cabras y contando las lanudas nubes del cielo; pescábamos en los fríos arroyos; salíamos a caminar, y una vez llegamos hasta el gran camino principal que corre de norte a sur, y nos ocultamos entre las malezas para ver pasar a veinte mil mercenarios macedonios, arrogantes en sus relucientes armaduras, que iban a luchar contra los egipcios; y, protegidos por los sobresalientes riscos, los apedreamos cuando, convencidos por los consejos tranquilizadores de Roma, volvieron prudentemente sobre sus pasos. Otra vez marchamos durante toda una mañana hacia el oeste, los cinco, hasta que llegamos a ver, desde la cima de una alta roca, la infinita y brillante extensión del mar, el Mediterráneo, en el que una sola nave blanca quebraba la clara y apacible superficie azul.

Fue Jonatás el que dijo entonces:

—Algún día iré hacia allí, hacia el oeste…

—¿Cómo?

—En barco —contestó.

—¿Conoces algún barco judío?

—Los fenicios tienen barcos —repuso pensativo Jonatás—; y también los griegos. Podemos utilizarlos.

Los tres restantes reímos; pero Judas no lo hizo. Permaneció mirando fijamente al mar; en su rostro bien cincelado aparecía la primera sombra de una barba rubia, y tenía una expresión en los ojos que nunca había visto hasta entonces.

Jonatás era el más bajo de todos, aunque había alcanzado su máximo desarrollo y era vigoroso y veloz como una gacela. Un día cazó un cerdo silvestre, lo derribó ágilmente y le cortó el pescuezo.

Judas, en un acceso de ira, le asestó un golpe en el brazo que lo paralizó y que hizo que su cuchillo cayera al suelo. Jonatás quiso lanzarse sobre Judas, pero yo los cogí a los dos de un brazo y los separe.

—¡Mata por el placer de matar! —gritó Judas——. Aunque la carne es impura y no le sirve a nadie.

—No se le pega a un hermano —dije yo, lenta y deliberadamente.

Pero estos episodios los extraigo de un pasado que fue como una época dorada. Éramos cinco y siempre estábamos juntos, los cinco hijos de Matatías, el adón; creciendo primero como cachorros, luego, siempre juntos, trabajando, edificando, jugando, riendo, llorando a veces y tostándonos bajo el dorado sol del país.

Y entonces matamos a un hombre, y terminó nuestra infancia; esa larga infancia saturada de sol en la vieja, viejísima tierra de Israel, la tierra de leche y miel, de viñedos e higueras, de trigales y campos de cebada; la tierra donde los arados exhuman continuamente los huesos de algún judío; la tierra de valles cuyo suelo no tiene fondo, y de bancales en las laderas de las colinas que la transforman en un jardín tan maravilloso como nunca lo fueron los famosos jardines colgantes de Babilonia. Terminaron nuestras diversiones, nuestras carreras alocadas e irreflexivas, nuestros juegos en las calles de la aldea, nuestras horas de ocio, tumbados en el pasto, nuestras hoscas clases con Lebel, el maestro, y sus gruñidos de «¿Queréis ser como los gentiles y que el santo verbo de Dios resuene en vuestros oídos, pero que nunca podáis verlo con los ojos?». Concluyeron para nosotros los paseos por los bosques de pinos, las cuevas en la nieve, las trampas para cazar perdices silvestres.

Derramamos sangre y terminó esa época que no tiene principio, y comenzó la breve y gloriosa adultez de mis hermanos. Pero es eso precisamente lo que me dispongo a narrar en estas líneas, para ofrecer tanto un relato como una respuesta al enigma de mi pueblo; para que nos comprendan todos, hasta los romanos; a nosotros que somos los únicos, de todos los pueblos del mundo, que vivimos sin murallas que nos resguarden, sin mercenarios que luchen por nosotros, y sin Dios que pueda ser visto por ojos humanos.

Todo el territorio montañoso que va de Modín a Betel y a Jericó estaba al cuidado de un alcaide, que tenía en sus manos trescientas veinte aldeas para desangrar, ordeñar y exprimir. Se llamaba Pericles y tenía algo de griego y mucho de otras cosas. Esos son los peores griegos, los que tienen apenas vestigios, o nada, de griegos, porque los domina la pasión de ser más griegos que los griegos.

Entre otras cosas también tenía algo de judío, y por esa razón, para expurgarse bien a fondo, su mano era más dura de lo que debía ser; y era bastante dura, por cierto.

Todo eso fue antes de que resolvieran que nuestro país y el mundo entero estarían mucho mejor si no hubiese judíos, y la misión de Pendes era solamente la de esquilmamos. Tenía el compromiso de entregar a Antioco Epifanes, el rey de reyes, como le gustaba hacerse llamar, cien talentos de plata por año, obtenidos de las trescientas veinte aldeas. Era mucho dinero para un minúsculo distrito de un minúsculo país, pese a lo cual Pendes estaba decidido a sacar un talento para sí por cada dos que entregara al rey. Para eso hacia falta exprimir bien, y Pendes exprimía bien, y sus cuatrocientos mercenarios mestizos exprimían además cada cual por su cuenta.

Pendes era un hombre voluminoso, grueso, fuerte; de su rostro redondo, bien afeitado, colgaba una papada de carne rosada. Y si no tenía mucho de hombre, tenía en cambio bastante de mujer. Cuando el hijo de Rubén ben Gad, Asher, un niño de cuatro años, fue hallado en un matorral con las vísceras desgarradas, corrió la voz, con o sin fundamento, de que había sido Pendes el culpable.

Sea como fuere, cometió otros actos de los que nosotros nos enteramos, y Jonatás nos contó algo nada agradable de recordar.

Fue también Jonatás a quien oímos gritar, Judas y yo, cuando nos dirigíamos al pequeño valle donde pastaban las cabras.

Echamos a correr, y pocos minutos después llegábamos al extremo del valle. Las cabras pacían tranquilamente y en medio de ellas Jonatás luchaba por librarse de Pendes. Dos mercenarios sirios observaban sonriendo la escena, tendidos en el pasto, las armas tiradas descuidadamente en el suelo.

Lo que sucedió después fue todo muy rápido. Cuando nos vio, Pendes soltó a Jonatás y dio un paso atrás; Judas le saltó inmediatamente encima, cuchillo en mano. El griego llevaba un peto de bronce, pero judas le asestó dos profundas cuchilladas por debajo de la armadura; recuerdo todavía el estupor que sentí cuando vi brotar la sangre roja de las heridas. Los mercenarios parecían moverse con asombrosa lentitud; el primero de ellos aún no se había puesto en pie, cuando le propiné un golpe en la mandíbula con una piedra del tamaño de su cabeza. El otro se levantó tambaleándose, trató de recoger la lanza, tropezó, recobró el equilibrio y echó a correr; en ese momento apareció Eleazar, abarcó la escena de una sola ojeada y se lanzó en pos del fugitivo. Lo alcanzo con unas cuantas zancadas, lo alzó en el aire cogiéndolo con una mano del cuello y con la otra del borde inferior del peto, lo hizo girar y lo arrojó como a una pelota. Eleazar no tenía a la sazón más que dieciséis años, pero ya era más alto y más fuerte que todos los demás hombres de Modín. El sirio cayó al suelo dando un golpe impresionante. Recogiendo del suelo la lanza, Eleazar corrió enseguida a su lado. Pero todo había terminado. La cabeza del otro mercenario estaba aplastada, con los sesos desparramados. Pendes yacía inmóvil en un charco de sangre.

Había tres hombres muertos, y nosotros los habíamos matado; nuestra infancia había concluido.

Encontramos al adón y a mi hermano Juan terraplenando. Así escomo se ha ido desarrollando el país desde tiempo inmemorial.

Levantamos una pared en la ladera de una colina y la cubrimos con cestos de tierra de los terrenos bajos. En un extremo construimos una cisterna y en una parcela de tierra trabajada de ese modo se pueden obtener cinco cosechas por año. El viejo y mi hermano Juan trabajaban al sol, con los largos pantalones de lino manchados de tierra y arremangados hasta la rodilla y las espaldas relucientes de sudor. El adón manejaba su pesado martillo de piedra y con hábiles golpes aquí y allá iba perfilando las rocas de la pared.

Cuando nos vio se incorporó, dejando que el martillo colgara de su brazo musculoso.

Jonatás seguía llorando. Judas estaba pálido como un muerto y Eleazar había vuelto a ser un niño, un niño asustado que había matado por primera vez a un hombre, que había cometido el pecado absoluto e imperdonable de matar. Comuniqué al adón lo que había sucedido.

—¿Estás seguro de que estaban muertos? —dijo serenamente, frotando el martillo con la palma de la mano; la gran barba roja relucía sobre su pecho desnudo.

—Seguro.

—Jonatás ben Matatías —dijo el adón, y Jonatás lo miró—. Sécate los ojos. ¿Eres una niña para apenarte de ese modo? ¿Hay motivo para llorar porque haya muerto un perro? ¿Dónde están los cuerpos?

—Allí donde cayeron —contesté.

—¿Los dejaste allí? ¡Qué tonto, Simón, qué tonto!

—Un kohan… —comencé a decir.

Quería referirme a la ley que prohíbe a los kohanim tocar a los muertos, pero el adón ya se había puesto en marcha. Lo seguimos hasta el pequeño valle y allí, sin decir una sola palabra, alzó a Pericles y se lo echó al hombro. Nosotros levantamos los otros dos cadáveres y, siguiendo al adón, regresamos al sitio donde habían estado trabajando. Con sus propias manos, el adón despojó al griego y a los mercenarios de sus armas y corazas.

—Vete a cuidar las cabras —dijo a Jonatás—. Y deja de llorar.

Súbitamente lo abrazó, lo oprimió fuertemente contra su pecho, lo meció un instante entre sus brazos, y luego lo besó en la frente. Jonatás comenzó a llorar de nuevo, y el adón le dijo, volviéndose repentinamente áspero:

—No vuelvas a llorar más. Basta. Basta.

Seguíamos sin ser vistos, y sin ser vistos arrimamos los tres cuerpos a la nueva pared, los cubrimos con barro y seguimos luego trabajando todo el día, hasta que el terraplén quedó concluido.

Cuando echamos el último cesto de tierra, dijo el adón:

—Duerman para siempre profundamente. Que Dios perdone a los judíos que derramaron sangre, y a los kohanim que tocaron a los muertos; que les arranque a ellos del corazón la codicia que los trajo a nuestra tierra… y que limpie nuestro país de todos los seres inmundos como ellos. —Y volviéndose hacia nosotros, añadió—: Decid amen.

—Amén —dijimos.

—Amén —repitió el adón.

Nos pusimos las camisas. Jonatás volvió con las cabras y todos juntos nos pusimos en marcha hacia Modín; Judas llevaba las armaduras y las armas, envueltas en hojas y matojos.

Aquella noche, después de la cena, el adón nos habló; estábamos sentados a la mesa con una sola lámpara encendida. Nos habló con una formalidad intensa, anticuada, dirigiéndose a cada uno de nosotros por turno y nombrándonos con cuatro generaciones a cada uno. Nos dijo lo siguiente:

—A vosotros, hijos míos, me dirijo; a ti, Juan ben Matatías ben Juan ben Simón; a ti, Simón ben Matatías ben Juan ben Simón; a ti, Judas ben Matatías ben Juan ben Simón; a ti, Eleazar ben Matatías ben Juan ben Simón; a ti, Jonatás ben Matatías ben Juan ben Simón; a vosotros, mis cinco hijos que me habéis sostenido en mi infortunio y mi soledad, que habéis sido el consuelo de mi vejez, que conocéis el peso de mi mano y el latigazo de mi cólera; os hablo como un hombre a otros hombres, porque ya no pueden retroceder los que han violado el mandamiento de Dios. Nosotros, que éramos puros, ya no lo somos. No matarás, dice el mandamiento, y nosotros hemos matado. Hemos fijado el precio de la libertad, que siempre se calcula en sangre; como hizo Moisés, como hizo Josué, y como hizo Gedeón. De hoy en adelante no pediremos perdón, sino solamente fuerza…, fuerza.

Calló, y entonces las profundas arrugas de su rostro denunciaron súbitamente su edad, y la pena que nublaba sus ojos de color gris claro reveló la presencia de un judío anciano que sólo había querido lo que querían los demás judíos: envejecer de forma tranquila y apacible en la tierra donde yacían sus antepasados. Paseó de rostro en rostro una mirada ansiosa, cargada de incertidumbre.

Yo me pregunto qué habrá visto en su recorrido. Ante sus ojos estaba la cara triste, alargada y huesuda de Juan, el mayor; la mía, de rasgos vulgares, casi feos; la de Judas, alto y bello, cuyo límpido cutis moreno se internaba en una rizada barba castaña; el rostro ancho de Eleazar, infantil, bonachón, fuerte como un Sansón y más sencillo aún, que no deseaba otra cosa más que cumplir mis encargos, o los de Judas, o los de Jonatás; y el de Jonatás, tan pequeño en comparación con los demás, pero agudo como el filo de una navaja, acorralado, inquieto, impregnado del deseo infinito de un destino desconocido. Cinco hijos, cinco hermanos…

—¡Poned las manos sobre las mías! —exclamó de pronto el adón, colocando en la mesa sus manos grandes, descarnadas, con las palmas hacia arriba.

Pusimos las nuestras encima, inclinándonos hacia adelante.

Jamás olvidaré aquella escena, en la que las caras de mis hermanos rozaban la mía y el aliento de ellos se mezclaba con mi aliento.

—Haced un pacto conmigo —prosiguió mi padre, en tono casi suplicante—. Desde que Caín mató a Abel hubo siempre odios, envidias y enconos en las relaciones entre hermanos. ¡Sellad conmigo el pacto de que vuestras manos estarán siempre unidas, y de que cada uno de vosotros dará la vida por los demás!

—Amén —murmuramos nosotros—. Así sea.

—Así sea —repitió el adón.

Mi hermano Juan contrajo matrimonio. Lo recuerdo porque fue el último día de gracia, el día anterior a aquel en que Apeles llegó a hacerse cargo de la alcaldía vacante por la muerte de Pericles. Se casó con una muchacha amable y sencilla, Sara, la hija de Melek ben Aarón, el que practicaba circuncisiones y cultivaba los higos más grandes y más dulces de Modín. «Es un fruto del árbol de su padre», decían de Sara, y fue tan grande la satisfacción de la aldea que libertaron a ocho de sus doce esclavos, anticipándose bastante al año sabático en que podían pedir la liberación. Ese día Modin se llenó de parientes nuestros, que habían llegado hasta Jericó. ¿Hay alguien en Judea que no tenga parientes en todo el país? Cuarenta corderos fueron degollados y puestos a cocinar. El zalaj llenaba todo el valle con su aroma, y el mercajá, esa sabrosa salsa, hervía en las ollas de todos los fogones. Mataron todo un gallinero de pollos, los desplumaron, los rellenaron con pan, carne y tres clases de vino añejo y los pusieron a asar en el horno común. Lo recuerdo ahora porque significó el fin de algo, el fin de toda una vida. Aquello era un cuerno de la abundancia, del que manaban uvas, higos, manzanas, pepinos, melones, repollos, nabos. El pan fresco, redondas hogazas doradas como los discos que lanzan los griegos, fue apilado en columnas, luego partido durante todo el día, empapado en sabroso aceite de oliva y consumido. Cuatro veces en el transcurso del día danzaron los levitas, mientras las jóvenes solteras tocaban el caramillo y cantaban: «¿Cuándo me cortejará un hermoso galán? ¿Cuándo me seguirá un osado pretendiente?». Luego, en la pradera común, en un extremo de la aldea, se tomaron de las manos y bailaron la danza matrimonial, girando en círculo y riendo alegremente, mientras los hombres marcaban el compás con manos y pies.

Encontré a Ruth después del baile. Yo era dos años más joven que Juan, pero ya había pensado lo que iba a decirle a Ruth. La encontré en el patio de su casa, en los brazos de Judas.

Puede parecer que trato ansiosamente de buscar un defecto a Judas, a quien nadie le encontró nunca ninguno. Pero la falta fue mía, pues la incertidumbre, la confusión, el miedo y el temor los sentía yo, y no ludas. Yo, Simón, de brazos largos, de rostro ancho y feo, que perdía el cabello ya a los veinte años, torpe de movimientos y casi tan torpe de raciocinio; yo, Simón, sólo consideré y admití el hecho de que habíamos sellado un pacto juntando nuestras manos.

Ninguno de ellos lo supo. Pero con todo, y que Dios me perdone, estaba tan lleno de odio que me fui de Modín, me alejé de los que bailaban, bebían y cantaban. Caminé durante horas. Tenía la impresión, y eso seguramente no me será perdonado, de que podía haber matado al que era de mi propia sangre. Por último regresé, cuando ya había pasado la mitad de la noche. Frente a la casa de Matatías se hallaba el viejo, el adón.

—¿Dónde has estado, Simón? —me dijo.

—Caminando.

—Cuando un judío camina solo en una noche como ésta, es porque no reina la paz en su alma.

—En la mía por cierto que no, Matatías —repuse con amargura, llamándolo por su nombre por primera vez en mi vida.

Pero él no reaccionó. El venerable judío continuó en su sitio, iluminado por la luz de la luna más allá de la pasión y del odio. Las negras rayas de su capa, que lo envolvía de pies a cabeza, formaban un dibujo inquietante: caían primero en línea recta desde la cabeza, ceñían después el cuerpo en círculos y terminaban finalmente en el suelo, donde parecían arraigarse en la tierra.

—Ya no eres, pues, un niño, sino un hombre, y te encaras frente a frente con tu padre —dijo.

—No sé si soy un hombre. Tengo mis dudas.

—Yo no tengo dudas, Simón —concluyó él.

Quise pasar por su lado para entrar en la casa, pero me detuvo con un brazo que parecía de hierro.

—No entres lleno de odio —dijo quedamente.

—¿Qué sabes tú de mi odio?

—Yo te conozco, Simón. Te he visto llegar al mundo. Te he visto mamar de los pechos de tu madre. Te conozco a ti, y los conozco a ellos.

—¡Condenados sean!

Hubo un gran silencio; y luego con una voz que casi temblaba de pena, dijo el adón:

—Ahora pregúntame si eres el guardián de tu hermano.

No pude hablar. Me quedé inmóvil, desamparado, interiormente vacío. Luego el adón me tomó entre sus brazos y me mantuvo un instante abrazado. Finalmente entré en la casa, dejándolo fuera, a la luz de la luna.

Se puede explicar mucho, y no aclarar nada; porque cuanto más avanzo en este relato de mis gloriosos hermanos, tanto menos me parece comprender. Y lo único que permanece inmutable, inalterable, claro, es la figura del viejo, el adón, mi padre, en pie a la luz de la luna, en nuestra antiquísima tierra. Lo estoy viendo como lo vi entonces, envuelto en su gran mantón que lo cubría de la cabeza a los pies. Era el único judío de todos los pueblos y todas las naciones capaz de afirmar categóricamente: «Fuimos esclavos en Egipto, y jamás olvidaremos que fuimos esclavos en Egipto». Así debió de haber sido entonces en la remota antigüedad, cuando nuestro pueblo, las doce tribus que lo formaban, cansadas de errar y ansiando descanso, salieron del desierto y vieron las colinas boscosas y los fértiles valles de Palestina.

Pendes había muerto, y nos enviaron a Apeles. Pendes había sido un lobo; Apeles era un lobo y un cerdo al mismo tiempo. Pendes tenía algo de griego; Apeles nada absolutamente.

Es preciso que comprendáis lo que significan los griegos, vosotros que leeréis estas líneas cuando yo esté muerto, como también mis hijos, y los hijos de mis hijos. No es un pueblo, eso que llamamos griego; no es una cultura; no es Atenas. No es el sueño dorado, perdido en algún rincón de nuestra memoria, de la gloria que irradiaron en un tiempo los griegos. Las viejas historias nos hablan de un pueblo hermoso que vivía lejos, hacia el oeste, y que había descubierto muchas cosas desconocidas. ¿Quién puede vivir en Judea empleando tal o cual cosa, un jarrón, una prenda, una herramienta, hasta una forma de hablar, sin saber que la crearon los griegos? A esos griegos no los conocimos nunca; sólo conocimos a los amos del imperio sirio del norte, bastardos borrachos de poden que elaboraron su propia definición de lo helénico y nos la enseñaron mediante el sufrimiento. Nos «helenizaron», no con belleza y sabiduría, sino con miedo, terror y odio.

Apeles era el resultado final, el orgullo máximo de la helenización. Era sirio, fenicio y egipcio, y varias otras cosas más. Llegó a Modin al día siguiente del casamiento de Juan, en una litera que conducían veinte esclavos. Cuarenta mercenarios marchaban delante de la litera y otros cuarenta detrás. Evidentemente, Apeles no quería arriesgarse a compartir la suerte de Pendes.

La litera fue depositada en el suelo en el mismo centro de la aldea, allí donde se encuentran los quioscos del mercado. Al hacerlo, uno de los esclavos se torció un pie y cayó. Apeles salió de un salto de la litera y miró en derredor. Llevaba un latiguito de alambre de plata tejido y, cuando vio al esclavo en el suelo frotándose el pie, se lanzó sobre él y le abrió la espalda en dos sitios. Era un hombre bajo pero activo, Apeles; gordo como un cerdo, con rollos de carne rosada de la cabeza a los pies; no era hermoso, pero exhibía públicamente su desnudez, llevando una pequeña y delicada falda y una pequeña y delicada túnica, y desafiando al mundo a que viera lo poco que tenía debajo de la falda.

Cuando bajaron la litera casi todo Modin, hombres, mujeres y niños, se había congregado para ver al nuevo alcalde. La aldea había gozado de varias benditas semanas sin Pericles; su ausencia, que era inexplicable, fue muy bien recibida, pero todo el mundo sabía que algún día tendría que terminar, como todas las cosas buenas.

Reunidos todos en la plaza, observamos a Apeles y vimos cómo azotaba al esclavo.

En nuestra lengua la palabra «esclavo» es la misma que «sirviente». Nosotros no podemos retener a un esclavo durante más de siete años; y debido a que esa norma sabática de la libertad figura en nuestra ley escrita desde tiempo inmemorial, para recordarnos que nosotros mismos fuimos esclavos en Egipto, hemos llegado a ser un pueblo casi sin esclavos, en un mundo en el que hay muchos más esclavos que hombres libres. En un mundo en el que toda la sociedad y todas y cada una de las ciudades se apoyan en la espalda de los esclavos, nosotros somos los únicos que no tenemos mercados de esclavos, y a quienes les está prohibido instalar tablados para la venta de hombres o mujeres. Nuestras leyes dicen que cuando un amo golpea a un esclavo, éste puede reclamar su libertad. En los pueblos civilizados es distinto, y por eso observamos con interés la primera manifestación del carácter del nuevo alcaide.

Los mercenarios nos hicieron retroceder empujándonos con las lanzas, y en el espacio circular que se formó, Apeles caminó un instante contoneándose y luego se detuvo adoptando una postura rebuscada. Contrajo el mentón, adelantó el abdomen y separó las piernas, cruzando las manos en la espalda. Luego se pasó la lengua por los labios y habló por fin, ceceando en la lengua aramea y con la voz aguda de un capón.

—¿Qué aldea es esta? —preguntó—. ¿A qué sitio asqueroso…? ¿Qué aldea es?

Nadie respondió. El alcaide sacó un pañuelo de encaje y se lo pasó delicadamente por debajo de la nariz.

—Judíos… —ceceó—. Detesto el olor de los judíos, su aspecto, el aire que respiran…; y el orgullo que tienen esas bestias sucias y barbudas. Repito, para que se entienda bien: no me gustan los judíos. Tú… —añadió, señalando con su grueso índice a David, el hijo de Moisés ben Simón, un niño de doce años de edad—. ¿Cómo se llama este pueblo?

—Modin —respondió el chico.

—¿Quién es el adón? —inquirió Apeles.

Mi padre dio un paso adelante y permaneció silencioso, envuelto en su capa listada y en su enorme dignidad, los brazos cruzados, el rostro aguileño completamente inexpresivo.

—¿Tú eres el adón? —dijo el alcaide, con acento mordaz—. ¡Centenares de aldeas nauseabundas y centenares de jefes! ¡Adones! ¡Señores de esto y señores de aquello!

Su sarcasmo casi desembocó en un sollozo.

—¿Cómo te llamas? ¡Porque supongo que tendrás nombre!

—Me llamo Matatías ben Juan ben Simón —respondió el adón con su voz profunda, vibrante, que hizo más grave aún para acentuar el contraste con el chillido del capón.

—Tres generaciones —asintió Apeles—. ¿Hay algún judío, así sea el esclavo o mendigo más sucio y miserable, que no pueda desentrañar tres, seis o veinte generaciones de antepasados?

—A diferencia de cierto pueblo —repuso suavemente el adón—, nosotros sabemos quiénes son nuestros padres.

Apeles se adelantó y le dio una bofetada en pleno rostro.

El adón no se movió, pero del pueblo se elevó un clamor de angustia, y Judas, que estaba a mi lado, se movió para avanzar. Yo lo detuve, y las lanzas detuvieron a los demás. Aquél no fue más que mi primer contacto con Apeles, pero me bastó para advertir esa sed enfermiza y perversa de sangre por la que tantos alcaides convertían en mataderos tantas aldeas judías.

—No me gustan la insolencia ni la desobediencia —dijo Apeles—. Yo soy el alcaide, y mi deber es difundir entre vuestro pueblo descarriado cierta comprensión y cierta apreciación de esa noble y libre cultura que hizo del nombre de Grecia sinónimo de civilización. Es poco probable que occidente llegue nunca a comprender a oriente, ni oriente a occidente, pero por consideración a la humanidad en general debe hacerse alguna que otra tentativa. Eso, naturalmente, cuesta dinero, y el dinero se obtendrá. No quiero ser un gobernante severo. Yo soy un hombre justo, y la justicia ha de ser la norma imperante. Sin embargo, los representantes del rey deben gozar de seguridad; no puede ser de otro modo. Pendes no desapareció en una nube. Pendes fue asesinado, y ese crimen no puede quedar sin ser vindicado. Todas las aldeas tendrán que compartir su grado de responsabilidad. De este modo se establecerá la ley y el orden en todo el país, habrá paz y reinará la seguridad.

Hizo una pausa, se pasó el pañuelo por debajo de la nariz y gritó de repente:

—¡Jasón!

El capitán de los mercenarios, sucio y sudoroso dentro de su armadura de bronce, avanzó contoneándose.

—Cualquiera de ellos —ceceó Apeles.

El capitán de los mercenarios recorrió la fila de aldeanos. Se detuvo frente a Débora, la hija de Lebel, el maestro de escuela.

Era una niña de ocho años de edad, despierta, hermosa, con dos largas trenzas negras en la espalda; estaba en aquel momento pálida y alerta. Con un solo movimiento, rápido y medido, el capitán de los mercenarios sacó la espada y la clavó en el cuello de la niña; brotó la sangre y la pequeña cayó sin emitir un solo grito.

Nadie se movió. Sólo se oyó el gemido angustioso de la madre, y el grito del padre; pero nadie se movió. Lo que Apeles quería era demasiado evidente. Se levantó un sordo rumor en el pueblo. Apeles subió a la litera y los mercenarios, lanzas y espadas en mano, la rodearon. Los esclavos levantaron la litera y Apeles se retiró de Modín.

Le siguieron los gritos de la madre de Débora, cada vez más altos y más agudos.

Impresionaba ver a Lebel en la casa mortuoria, balanceándose y gimiendo frente al lugar donde yacía el cadáver de su hija. Aquel hombre menudo, de rostro enjuto, que durante tanto tiempo me había enseñado el alef, el bet y el guimel[5] que impartía sus lecciones con la ayuda de una vara (que caía con tanta frecuencia sobre Eleazar que éste, cuando transcurría una mañana sin que sucediera, salía sonriendo, perplejo), aquel hombre aparecía ahora desprovisto de toda su dignidad y todo su poder, retorcido y mutilado de dolor. Su esposa lloraba en otro cuarto, y las mujeres lloraban con ella; pero Lebel se hallaba con sus hijos; con las ropas rasgadas, y la cara y la barba salpicadas de cenizas, se balanceaba y sollozaba…

—El adón vendrá a la hora de la minja[6] —dije.

—El Señor nos ha abandonado, a mí y a Israel.

—Haremos entonces el servicio.

—¿El servicio resucitará a mi hija? ¿El adón le insuflará vida?

—A la puesta del sol, Lebel —dije.

¿Qué otra cosa podía decir?

—Mi Dios me ha abandonado…

Me fui a la casa de Matatías. Lo encontré sentado a la mesa, la gran mesa de cedro que siempre, hasta donde llegaban mis recuerdos, había sido el centro de nuestra vida familiar. Allí comíamos el pan de la mañana y bebíamos leche caliente por la noche; allí celebrábamos la pascua y quebrábamos el ayuno de expiación. El adón estaba allí, con la cabeza entre las manos, envuelto aún en su larga capa listada. Eleazar y Jonatás se habían sentado en cuclillas junto a la chimenea, y Judas iba y venía por la habitación, atormentándose amargamente.

—Aquí viene Simón —dijo mi padre.

—¡Y Simón lo sabe! —gritó Judas, volviéndose hacia mí y tendiendo ambas manos—. ¿Hay sangre en mis manos, o están limpias?

Me senté, me serví leche de la jarra y partí un trozo de pan.

—¡Pero tú me contuviste! —gritó Judas, colocándose a mi lado—. ¡Cuando ese perro abofeteó a mi padre, tú me contuviste! Y cuando la niña… ¿Qué hubiéramos ganado con que te mataran? ¡Es mejor morir luchando!

—Sí —convine yo, comiendo con apetito voraz—. Ellos eran ochenta, armados y acorazados, y en Modín no hay ochenta hombres, ni tienen lanzas o espadas; ni armaduras, excepto las que les quitamos a los mercenarios. Así que habría sido breve y fácil, y habría suficiente sangre para cubrir toda la aldea. Tenemos cuchillos, arcos y flechas… —Mastiqué y sorbí un trago de leche, pero la amargura me dominó—. Aunque los arcos y las flechas estén enterrados, porque nosotros, que hasta hace poco éramos conocidos como el pueblo del arco, pagamos con la vida si nos encuentran alguno.

—Y así seguiremos viviendo —dijo Judas.

—No lo sé. Yo soy Simón ben Matatías, campesino, labrador; no soy vidente, ni profeta, ni rabí. No lo sé…

Apoyando las manos en la mesa, Judas me miró fijamente.

—¿Tienes miedo?

—Lo he tenido… Hoy he tenido miedo. Y volveré a tenerlo.

—Algún día —dijo Judas lentamente, muy lentamente, y yo comencé a comprender que aquel hermano mío de diecinueve años de edad era distinto de otros hombres—, algún día invitaré a que me sigan a aquellos que no tengan miedo. ¿Dónde estarás tú entonces?

—Basta —interrumpió el adón—. ¿No podéis dejar de discutir continuamente? No faltan penas en nuestra patria. Nuestras manos están manchadas de sangre. Id esta noche a la casa de Lebel, y rogad su perdón y el de Dios, como haré yo.

Yo continué comiendo y Judas volvió a recorrer la habitación.

De pronto se detuvo, se volvió hacia el adón y exclamó:

—¡De hoy en adelante no pediré perdón a ningún hombre!

El tiempo pasa, y nuestro país, que goza de un sol saludable, tiene virtudes curativas. Un día, poco después de aquel episodio, encontré a Judas tendido en la ladera, cuidando las cabras. Alzó la vista, me miró y sonrió. La sonrisa la recuerdo muy bien, porque la sonrisa de Judas, mi hermano, no era algo que se pudiera olvidar o resistir tan fácilmente.

—Ven a sentarte a mi lado, Simón, como un hermano —dijo.

—Yo soy tu hermano —repuse, sentándome a su lado.

—Lo sé, lo sé; y yo te ofendo, y no sé por qué. Toda la vida te he estado ofendiendo, Simón. ¿No es cierto?

—No es cierto —dije, ya cautivado por él, por esa manera con que sabia conquistar a quien quería.

—Y sin embargo, cuando a mi me ofendían y necesitaba alivio, cuando lloraba y mis lágrimas tenían que ser enjugadas, cuando sentía hambre y quería pan, no me dirigía al adón, ni a mi madre que estaba muerta, ni a Juan, sino a ti, Simón, hermano mío.

Yo no podía mirarlo; no quería hacerlo, no quería mirar esos rasgos vigorosos y puros que parecían tallados en piedra, esos ojos grandes, azules.

—Y cuando tenía miedo, me echaba en tus brazos para que calmaras mis temores.

—¿Cuándo os casaréis tú y Ruth? —pregunté.

—Algún día. ¿Cómo lo sabes, Simón? Pero tú lo sabes todo, es verdad. Algún día; cuando mejoren las cosas.

—No van a mejorar.

—Si, van a mejorar, Simón; van a mejorar. Ya lo verás.

Permanecimos un instante en silencio, tumbados en la hierba, yo con la mirada perdida, pero Judas con los ojos fijos en la encrucijada de caminos que desde el otro lado del valle conducían a la llanura de la costa.

—¿Cómo se hace la guerra? —preguntó de pronto.

—¿Qué?

—¿Cómo se hace la guerra?

—Qué pregunta tan rara…

—Es lo único que me he estado preguntando —murmuró Judas—. Me lo estoy preguntando todos los días y todas las noches. ¿Cómo se hace la guerra? ¿Por qué no me contestas? ¿Cómo se hace la guerra?

Había que contestarle. Ya fueran sus hermanos, sus sirvientes, o sus partidarios, nadie podía mantener con él las mismas relaciones que otros hombres mantienen entre sí. Judas los absorbía, se apoderaba de ellos, los dejaba pendientes de sus palabras como si las palabras mismas fueran seres.

—¿Cómo se hace la guerra? —repetí—. Con armas; con ejércitos…

—Con ejércitos —asintió Judas—. Y los ejércitos son de mercenarios, siempre mercenarios. Hombres alquilados… La humanidad, en todo el mundo, está dividida en tres grupos.

Se tendió de espaldas, con los brazos separados, y fijó la vista en el cielo, en ese cielo azul de Judea en el que las nubes, tenues y vaporosas, avanzan y retroceden desmenuzándose como el lino fresco del telar.

—Tres grupos —continuó Judas suavemente—; los esclavos, los que poseen los esclavos y los mercenarios, los que se alquilan para matar, para asesinar; se ofrecen a Grecia, a Egipto o a Siria; o a Roma, ese nuevo amo de occidente. A Roma, Simón, ya lo has oído; y Roma los hace ciudadanos y les paga menos. Pero siempre han sido lo mismo: mercenarios…

Guardó silencio un instante.

—¿Recuerdas, cuando éramos pequeños, aquel día en que vimos marchar hacia el sur a los mercenarios sirios para atacar Egipto? Guerra entre nokrím[7]; siempre igual. Un rey recluta a diez, o veinte, o cuarenta mil mercenarios, y marcha contra una ciudad. Si el rey de la ciudad puede contratar a un número suficiente de mercenarios, les sale al encuentro en alguna llanura y se acuchillan mutuamente hasta que se decide la batalla. Si no, cierra las puertas y se inicia un asedio. Hay lucro en las guerras, y nada más. Sólo que… Simón, ¿nunca se te ha ocurrido preguntarte por qué liberamos nosotros a los esclavos a los siete años?

—Lo estipula la ley —dije—, y siempre ha sido así. Porque nosotros mismos fuimos esclavos en Egipto. ¿Lo has olvidado, acaso?

—La misma respuesta que me daría el adón —dijo Judas sonriendo—. Lo de Egipto fue hace mucho tiempo. Pero fíjate, en lugar de tres, hay cuatro clases de personáis en el mundo: los esclavos, los dueños de los esclavos, los mercenarios…, y los judíos.

—Nosotros tenemos esclavos —dije.

—Y los liberamos, nos casamos con ellos, los incorporamos a nuestra vida. ¿Por qué no tenemos mercenarios?

—No lo sé —repuse—. Nunca había pensado en ello.

—Pero no los tenemos. Y cuando llegan tiempos de guerra, cuando los sirios o los griegos o los egipcios vienen a nuestro país, empuñamos los cuchillos y los arcos y les salimos al encuentro; somos una muchedumbre desordenada luchando contra asesinos amaestrados y acorazados, contra hombres que nacieron para la guerra, fueron criados para la guerra y viven sólo para la guerra. Y nos despedazan, como nos hubieran despedazado en Modín el otro día.

—Nosotros no podemos mantener mercenarios —dije al cabo de un rato—. Si contratamos mercenarios, tenemos que guerrear. Porque si no, ¿de dónde saldría el dinero para pagarles? Nosotros luchamos solamente para defender nuestro país. Si lo hiciéramos como los nokrim, como los extranjeros, para obtener un botín de oro y esclavos, seriamos como ellos.

—Yo podría partir a Apeles en dos —murmuró Judas—. Podría aplastarlo como a un melón maduro. Nunca ha trabajado, ni utilizado los músculos. Cuando se baña, un esclavo le levanta las partes, suponiendo que las tenga, para secarle debajo. Pero viene con ochenta mercenarios, y respaldado por la fuerza de otros ochenta mil.

—Es cierto.

—Y él me llama a mí judío roñoso; y abofetea a mi padre; y degüella a una criatura. Y repite lo mismo en trescientas aldeas, y yo tengo que callarme.

—Es cierto.

—Hasta que no aguantamos más, y salimos a atacarlos como una muchedumbre desordenada…, y ellos nos aniquilan.

¿Qué podía decir o hacer sino contemplar a aquel hermano mío que veía las cosas como yo no las había visto nunca?

—Nosotros no tenemos esclavos —prosiguió Judas serenamente—, porque hacen falta mercenarios para dominarlos, y hace falta oro para pagar a los mercenarios; y hay que hacer la guerra continuamente, porque nunca alcanza el oro; hasta que aparece un contrincante más fuerte; se requiere, en tal caso, contar con los muros de una ciudad que sirvan de protección. Y nosotros no tenemos nada de eso, ni ciudades, ni esclavos, ni oro, ni mercenarios.

—Nosotros no tenemos nada de eso —reconocí yo.

—No tenemos más que nuestra tierra. Pero debe de haber algún modo; algún modo de luchar sin ser aniquilados, de transformar el país en muros. Debe de haber algún modo…

Una mañana, temprano, me desperté de madrugada, en esa pausa gris que hay entre el día y la noche y que, como dicen los rabies, sirve para recordarnos perpetuamente aquel tiempo en que sólo existía el vacío, un vacío uniforme, unido; ni día ni noche, ni mes ni ano. Nosotros dormíamos, como siempre, en la única y espaciosa habitación de la casa, en jergones colocados en el suelo. Mis hermanos, yo y el adón, cinco solamente desde que se casara Juan.

Me di la vuelta en mi lecho y vi la oscura silueta del adón, en pie frente a la ventana. Tenía en la mano la espada de Pendes, que debió de haber sacado de su escondrijo, formado por las vigas del techo. Mientras lo observaba, casi sin hacer ruido sacó la espada de la vaina y la mantuvo en la mano; pero no como un hombre que observa un objeto curioso. Pasaban los minutos y él seguía allí, en su lugar, empuñando la espada desnuda. Yo no sentí, sin embargo, temor ni aprensión; solamente una profunda curiosidad por saber qué pasaba por su mente, tan vieja, tan íntimamente ligada con la mente de todos los ancianos, de todos los venerables antepasados de la antigua Israel.

Sopesó la espada, como si quisiera calibrar el peso, el tacto y el equilibrio, para recordarlos cuando llegara el momento. Luego, siempre moviéndose silenciosamente, se dirigió hasta un compartimiento donde guardábamos las grandes tinajas de aceite de oliva.

Destapó una de ellas e introdujo la espada dentro del aceite. Luego repuso la tapa. Allí estaría segura y al alcance de la mano.

Me di la vuelta y me dormí.

Fue unas dos semanas más tarde, quizá algo menos o algo más, cuando llegaron a Modin tres mujeres, tambaleantes, semidesnudas, desgreñadas y con los pies sangrando. Una de ellas llevaba a un niño muerto, apretado contra su pecho; la otra era muy joven y la tercera muy vieja. Fueron las primeras de una corriente de refugiados que durante un período de cuatro o cinco días se volcó en Modin y en las aldeas vecinas.

Todos relataron la misma historia, breve y trágica. Eran de Jerusalén; gente de la ciudad. Muchos de ellos habían dejado de considerarse judíos. Estaban preparados para convertirse en griegos cada vez más griegos. Eran gente civilizada. Gente culta. Habían abandonado las barbas, los pantalones de lino y las capas listadas.

Llevaban túnicas y las piernas desnudas. Muchos de ellos se sometieron a dolorosas operaciones para borrar los signos de la circuncisión. Hablaban en griego y pretendían sentirse incómodos con el hebreo o el arameo. Por eso lo que sucedió fue tan terrible para ellos; mucho más que para otros.

Antioco Epífanes, el rey de reyes, que gobernaba todo el país desde Antioquía, había nombrado un nuevo general para Jerusalén.

Se llamaba Apolonio y en mayor proporción era para Jerusalén lo que Apeles para Modin. Llegó a la ciudad con diez mil mercenarios, en lugar de ochenta, y no supo apreciar demasiado la cultura de los nuevos judíos. Al menos, cuando llegó el sábado ordenó a los mercenarios que salieran a la calle a cobrarse la paga por sí mismos, con sus espadas; precisamente el sábado, el día de Dios, en el que ningún judío levantaría la mano para defenderse. Los mercenarios mataron durante todo el día; mataron hasta que ya no pudieron mover los brazos. Cortaban dedos para sacar anillos, brazos para quitar brazaletes. Convirtieron la ciudad en una carnicería y los supervivientes, medio enloquecidos, nos dijeron que las calles se habían anegado en sangre hasta el tobillo. Luego irrumpieron en el Templo y sacrificaron un cerdo en el altar.

—¿Y Menelao, el sumo sacerdote, dónde estaba? —preguntó mi padre a uno de los refugiados.

—Apolonio lo compró.

Mi padre odiaba y siempre había odiado al sumo sacerdote, que llevaba un nombre griego y ropas griegas, pero aquello no lo quiso creer.

—¡Mientes!

—¡Pongo a Dios por testigo! Lo compró por tres talentos; y Menelao rezó sobre la sangre del cerdo.

—Es verdad —confirmaron otros.

Mi padre se fue a su casa. Se inclinó ante la chimenea, tomó un puñado de cenizas y se refregó con ellas la cara y el cabello.

Luego, y mientras le corrían las lágrimas, rezó la oración por los difuntos.

—Báñate y vístete —me dijo Judas—. El adón va al Templo y nosotros iremos con él.

—¿Está loco?

—Pregúntaselo a él. Nunca lo he visto como ahora.

Fui a ver a mi padre dispuesto a decirle: «¿Estás loco? ¿Quieres arriesgar tu vida y las nuestras? ¿Qué ganamos con meter la cabeza en la boca del lobo?». Estas y muchas otras palabras llevaba preparadas; pero cuando vi su expresión, no dije ni una sola.

—Báñate, Simón —me dijo amablemente—, y úntate con aceite y especias, porque vamos al Templo de Dios.

De nuevo, pues, y por última vez, fuimos Matatías y sus cinco hijos al Templo de Jerusalén. Como tantas otras veces anteriores, marchamos en fila; primero el viejo, el adón, luego mi hermano Juan, luego yo, Simón, luego mi hermano Judas, luego mi hermano Eleazar y finalmente Jonatás.

Pero ya éramos hombres, y los viejos tiempos habían quedado atrás. Hasta Jonatás había dejado de ser un niño. Pocas semanas fueron suficientes para que su gracia y su fragilidad se transformaran en algo recio, resistente y elástico. Ya no lloraba. Recordé en aquel momento, mientras los contemplaba a los dos, aquella vez que Jonatás había mentido y Judas lo castigó. Ambos habían cambiado; eran otros ahora. La recatada arrogancia, la humilde arrogancia de Judas (la peor clase de arrogancia, la del tímido que conoce muy bien su belleza y su encanto), comenzaba a transformarse en otra cosa, en la particularidad de un propósito único, de un designio singular, que en aquel momento pude vislumbrar solamente. Si yo había odiado a Judas, si siempre lo había odiado, el odio comenzaba por fin a desvanecerse. Con respecto a él, la edad ya no significaba nada; Judas no tenía edad; ni la tendría nunca, hasta el día de su muerte. Juan y Eleazar eran sencillos, claros, inteligibles, pero Judas ya estaba fuera de mi comprensión, y Jonatás era mutable, cambiante, y seguiría cambiando siempre.

Atravesamos tierras sombrías. Poca alegría había en las aldeas que cruzábamos, y menos aún cuando se enteraban del lugar adonde nos dirigíamos. Los que reconocían a Matatías le preguntaban:

—¿Adónde vas, adón?

Y sacudían la cabeza con inquietud cuando les respondía:

—Al santo Templo.

A medida que nos acercábamos a la ciudad, se veía cada vez mayor número de mercenarios. Los veíamos bebiendo en las tabernas del camino. Los veíamos con sus mujeres —siempre hay mujeres para los mercenarios—, y los veíamos marchando en cohortes.

Llegamos finalmente. El adón se había desgarrado las ropas y había rezado la oración por los muertos; no reveló, por lo tanto, ninguna emoción ni redujo el paso al entrar en la fantástica e increíble ruina en que se había convertido Jerusalén.

Los muros no habían sido simplemente derribados, sino destrozados, furiosa y brutalmente desmenuzados, y coronados luego con una fila al parecer interminable de estacas, cada una de las cuales sostenía la cabeza de un judío. El hedor de la carne en putrefacción llenaba toda la ciudad. Nadie había lavado la sangre seca de las calles. Los muebles habían sido arrojados por las ventanas y balcones, y se veían por todas partes trozos de sillas, mesas, camas y vasijas. Los esqueletos de las casas quemadas daban una fisonomía especial a la ciudad, y de tanto en tanto se veían brazos o piernas, sueltos, putrefactos y cubiertos de moscas, pasados por alto por los destacamentos enterradores. En las calles deambulaban los perros y ocasionalmente alguno que otro grupo de mercenarios que pasaba con gran estrépito; nos miraban con suspicacia pero no trataban de atacarnos. Fuera de eso, la ciudad estaba desierta.

Lo mismo que en aquella lejana ocasión, cuando, niños aún, fuimos por primera vez a la gloriosa ciudad de David, también esta vez marchamos cuesta arriba en dirección al Templo. Seguía en pie, podíamos verlo; y detrás del Templo veíamos también el acra[8], la enorme ciudadela de piedra que los macedonios habían construido para alojar a la guarnición. El acra estaba intacta; aún más, numerosos grupos que trabajaban activamente la estaban reforzando con nuevas murallas y contrafuertes. Pero al Templo lo habían tratado con la misma furia insana que a los muros de la ciudad. Quemaron las fuertes puertas de madera y desgarraron los ricos cortinajes. Las pulidas paredes aparecían cubiertas de obscenidades, símbolos fálicos y desagradables dibujos de hombres y mujeres copulando con animales. Se trataba de nuevos elementos de juicio de que disponíamos para conocer, comprender y apreciar la cultura de la civilización.

Junto a la puerta había, como siempre, levitas apostados; o al menos la ropa que llevaban era de levitas. Cuando entramos avanzaron para detenernos, pero cuando vieron a Matatías, cuando vieron la expresión de su rostro, se hicieron a un lado y nos dejaron pasar.

Entramos en el sanctasanctórum, la casa interna de Dios, donde se encuentran el pan de la proposición y el candelabro. Apestaba como un puesto de carnicero. En el altar, cubierto de sangre seca, había una cabeza de puerco cuyos ojos abiertos nos miraban fijamente. A un lado, una urna con carne de cerdo, y en el suelo diversos despojos.

Al llegar a la puerta, Matatías se detuvo un instante; luego entró, y por primera vez en mi vida pude apreciar toda la talla del viejo, el adór'. El Templo era él, y él era el Templo. Los judíos de Roma, Alejandría, Atenas o Babilonia, se vuelven hacia el Templo cuando rezan; pero el Templo es para ellos solamente una palabra o una imagen; la mayoría muere sin haberlo visto jamás. ¿Pero cuándo había dejado el adón de verlo, de entrar en él, de rezar en él? Mi padre era kohan; hacerle un rasguño al Templo era cortarle a él la carne. ¿De qué modo podría expresar lo que significaba para él ver una cabeza de cerdo en el altar?

Sin embargo no vaciló; se dirigió hacia el altar y se detuvo ante él, en medio de la basura. Nosotros lo seguimos, y Judas alzó al brazo para arrojar al suelo la cabeza.

—Déjala —dijo fríamente el adón.

Juan comenzó a pronunciar, suavemente, la oración por los muertos, pero el adón lo interrumpió bruscamente.

—¡Aquí no! ¿Rezas la oración por los muertos aquí?

Pasaban los minutos y él seguía allí, de espaldas a nosotros. Finalmente se volvió, con mucha lentitud. La impasibilidad de su rostro me llenó de asombro. Echó hacia atrás la capa, y la brillante luz del sol, que entraba por el techo, refulgió en su clara chaqueta de seda. Su barba era completamente blanca, así como sus largos cabellos. Nos miró con serenidad, paseando la vista de un rostro al otro, como si buscara tranquilamente cierta cualidad que estaba seguro de encontrar. Por último fijó la mirada en Judas.

—Hijo mío —dijo suavemente.

—Di, padre —respondió Judas.

—Cuando purifiques este sitio, hazlo bien.

—Sí, padre —murmuró Judas.

—Tres veces con lejía, como dice la ley. Tres veces con ceniza.

Y tres veces con arena fría, limpia del río Jordán.

—Si, padre —dijo Judas, con voz apenas audible, los ojos húmedos de lágrimas.

—Y otras tres veces con agua fría, con amoroso desvelo.

—Sí, padre.

Luego el adón se aproximó a Juan y lo besó en la boca; luego me besó a mi; después a Judas, a Eleazar y a Jonatás.

—No tenemos nada más que hacer aquí —dijo enseguida—. Volvamos a casa.

Salimos del Templo, pero en la puerta el adón se detuvo, aferró del brazo a uno de los levitas y le dijo:

—¿Dónde vivís?

—En el acra —respondió el hombre retrocediendo.

—¿Hay otros judíos allí?

—Sí.

—¿Cuántos?

—Unos dos mil.

—¿Hombres ricos? —prosiguió el adón—. ¿Propietarios? ¿Cultos?

—Sí…, cultos —asintió el levita.

—Una isla de la cultura occidental —dijo el adón suavemente—. Un trozo de Atenas en la tierra de los judíos, ¿no es así?

El levita asintió, sin saber de qué modo interpretar la actitud amable del adón.

—¿Son amigos del rey de reyes?

—Si —dijo el levita—, son amigos del rey de reyes.

—Muy bien. Allí están a salvo, dentro de muros seguros y con diez mil mercenarios para protegerlos de las mal alimentadas iras de su pueblo. Menelao, el gran sacerdote, ¿está con ellos?

—Sí.

—Dile a Menelao que Matatías ben Juan ben Simón vino de Modín a saborear la gloria de la civilización, y que trajo consigo a sus cinco hijos. Dile que algún día volveremos.

Y regresamos a Modín.