Capítulo 27 – El prisionero de Gisa
Hacía ya varias jornadas que los de Uruk no habían visto a una sola mujer por los caminos, ni campesinos o críos alegres que les salieran al paso. Sólo veían a grupos de hombres que les observaban desde la distancia, armados con rudimentarias lanzas, dagas o hachas, aparentemente dispuestos a defenderse de aquel extraño grupo de soldados que transitaba por sus tierras. Al comprobar la hostilidad con la que ahora eran vistos, Gilga decidió que ya no acamparían cerca de los poblados, aunque no por ello renunció a seguir enviando emisarios de cortesía. Y como Enkidu había demostrado poseer un don natural para ganarse la simpatía de los lugareños, ahora solía ser él el encargado de la tarea, junto a su portaestandarte, Anum Edina.
En cuanto a Ubar, hastiado por el cansancio del viaje y el aburrimiento, se iba volviendo cada vez más pedante e insolente. Gilga le intentó convencer para que participara en los ejercicios de adiestramiento junto al resto de los muchachos, o en cualquier otra actividad de las que se realizaban en la expedición, pero Ubar siempre aducía estar demasiado cansado. Y, malhumorado, sólo parecía encontrar distracción insultando y golpeando a su desgraciado esclavo.
Tal y como les había advertido Kenami, a medida que se alejaban de los reinos de Sumer la ruta se hacía cada vez más peligrosa, pues se adentraban en los dominios de las bandas de saqueadores y de los asaltantes de caminos. Pudieron comprobarlo al cruzarse en un mismo día con dos grupos fuertemente armados, que decían ser mercaderes… aunque ni los modales ni la apariencia de aquellos hombres casaban con tal afirmación. Cada vez que Enkidu y Anum se ausentaban del campamento, Gilga se mostrara más tenso y preocupado. Y pronto empezó a albergar dudas acerca de la conveniencia de seguir enviándoles como emisarios de amistad, pues las distancias que debían recorrer hasta las poblaciones de destino solían ser demasiado largas para poder darles alcance a tiempo en caso de peligro. Quizá había llegado ya el momento de que fueran acompañados por un par de escuadras de soldados o, incluso, de renunciar definitivamente a aquellas misiones de cortesía.
Además, a Gilga le inquietaba sobremanera quedarse a solas con Ubar, quien insistía en buscar su compañía en cuanto Enkidu abandonaba el campamento. Pero cualquier excusa era buena con tal de evitar a su antiguo compañero de juergas y desmanes. Así que solía aprovechar las ausencias de Enkidu para reunirse con Biurturre y Ur-Kan, y supervisar con ellos los ejercicios de adiestramiento que les proponía Kenami, o planificar las siguientes jornadas de marcha.
Lo cierto era que tampoco acababa de sentirse cómodo con la presencia de aquel semita entre los suyos, pese a la discreción con la que tanto él como su ayudante se comportaban habitualmente. Tal y como le había insinuado el general Lamar An, no les quitaba ojo de encima. Y le disgustó sobremanera contemplar cómo Paroro, tras conversar con Kenami unos instantes en uno de los extremos del campamento, montaba en su caballo y se alejaba sin su autorización. Al momento, dando largas zancadas, se dirigió hacia Kenami dispuesto a dejarle las cosas claras.
-¿Dónde va tu ayudante? –le espetó.
Kenami, con el ceño fruncido, le devolvió una mirada desafiante.
-Le he dado una orden que debe cumplir.
-¡En esta expedición yo doy las órdenes!
Tres soldados que se encontraban sentados alrededor de una de las fogatas, a pocos pasos de distancia, se pusieron en pie, incomodados por aquella discusión entre su señor y el mercenario. Kenami, con aparente tranquilidad y sin mirar al rey, ató su caballo al tronco de la palmera que tenía a su derecha. Y luego se ajustó la correa que sujetaba su espada a la cintura.
-Mi señor, vos habéis contratado mis servicio como refuerzo... –dijo al fin, hablando despacio-. Y aquí estoy, como refuerzo.
-Bajo mi mando, Kenami. Bajo mi mando. –Ahora era Gilga, quien se esforzaba por recuperar la calma.
-Yo no soy uno de vuestros soldados, mi señor.
-Sí lo eres. Pero con una diferencia respecto a los demás... A ti puedo echarte cuando quiera.
-Y también hay otra diferencia... mi señor... –El tono del semita empezaba a traslucir cierto desprecio-. Yo también soy libre de marchar cuando quiera.
-Creo que tu presencia no es necesaria por más tiempo –zanjó el rey.
-Yo también creo que…
-¡Enkidu regresa! –gritó uno de los soldados que hacía la guardia en los alrededores del campamento.
El cazador apuró el galope de su caballo hasta entrar en el campamento y, esquivando a los soldados, se dirigió hasta el rey.
Nada más ver el rostro de preocupación de su amigo, Gilga comprendió que algo no iba bien. Le sujetó las riendas de Betún mientras descabalgaba.
-Empezaba a preocuparme... ¿Cómo os ha ido en Gisa? –le abordó el rey, buscando con la mirada la llegada del onagro con su portaestandarte.
Enkidu tragó saliva, cortando por un instante su respiración acelerada. Pero permaneció en silencio, mirando al rey sin que de su boca saliera palabra alguna.
-Amigo mío... Hermano... ¿Dónde está Anum Edina? –le preguntó entonces Gilga, temiéndose lo peor.
-Ellos… Ellos retener a Anum –reveló finalmente Enkidu.
-¿Ellos? ¿Quién le retiene?
-Gente de Gisa. Ser desconfiados, no gustar hombres llegados de fuera... Yo aclarar a rey Irsuim nosotros mercaderes de paso... que sólo querer bendición de Enki, dios protector de Gisa –explicó Enkidu, a cuyo alrededor se iba formado un corro de hombres que, extrañados por la ausencia de Anum, se acercaban a escuchar lo sucedido.
Kenami cogió el odre de agua que llevaba sujeto en el costado de su caballo y se lo acercó a Enkidu para que diera un trago. Continuaba respirando aceleradamente, más por nervios que por cansancio.
Aquello suponía que la expedición se enfrentaba al primer contratiempo serio desde que partiera de Uruk... Pero al menos, las palabras de Enkidu apuntaban a que el chico seguía vivo.
Al grupo llegó también Ubar, abriéndose paso a empujones entre el corro de solados. Y junto a él, su criado portándole una lanza y un escudo.
-¿Y qué os ha dicho Irsuim? –preguntó Kenami.
-Que él tener información nosotros ser banda de saqueadores y que si rey de Uruk encabezar expedición, él mismo tener que acudir a ciudad para mostrar sus respetos.
-Pues vayamos a Gisa... ¡Traedme mi carro! –gritó Gilga a sus soldados.
-Esperad... No vayáis todavía –interrumpió Kenami.
-¿Por qué? –le preguntó Gilga con desagrado.
-Si vais os retendrán a vos también y pedirán rescate. Conozco al rey Irsuim. He trabajado para él.
-Y entonces, ¿qué hacer? –intervino Enkidu-. Nosotros no poder dejar allí a Anum.
-¡Vayamos con todos los soldados y liberemos al muchacho! –propuso Ubar, arrancando la lanza de las manos de su criado.
-Os matarían como a moscas –previno Kenami-. Y al rehén el primero.
-¡Eso habría que verlo! –gritó uno de los jefes de compañía, llevándose la mano al costado, buscando la empuñadura de su espada-. ¡Somos soldados de Uruk!
-¡No sois más que unos estúpidos campesinos y granjeros de Uruk! -respondió irritado Kenami.
-Mi señor –insistió el jefe de compañía-, dejadme que esta noche vaya a la ciudad con algunos de mis hombres y…
-Basta ya, soldado –le cortó Ur-Kan, el jefe de batallón.
-Todavía no estamos preparados –masculló el rey, mirando con aversión a Kenami-. No podemos embarcarnos en el asalto a una ciudad.
-Además –continuó Enkidu-, Irsuim decir si realmente nosotros misión comercial, tener que pagar derechos de paso.
-¡Gisa firmó el Pacto de Nippur! –exclamó el rey-. ¡No puede reclamarnos derechos de paso!
-Yo... no conocer eso… –dijo Enkidu, bajando la mirada al suelo-. Además yo prometer a Urembeti que cuidar de su hermano… Y ahora…
Enkidu parecía sentirse realmente desesperado por haber dejado atrás a Anum, retenido en aquella ciudad.
-No te preocupes –le tranquilizó Gilga-. No eres tú, sino ellos quienes deben respetar el acuerdo… ¡Lo sellaron en el Ekur, ante el mismísimo Enlil!
Siempre se había considerado que el reino de Sippar delimitaba al norte la frontera del territorio sumerio, pero se admitió que algunas pequeñas ciudades cercanas, como Agadé o la propia Gisa, se adhirieran al acuerdo de Nippur. De esta forma, también los ciudadanos de Gisa podían transitar por Sumer sin tener que pagar los tributos que grababan el uso de puentes y caminos. Y, a cambio, Gisa debía permitir el paso por sus dominios a las caravanas que se dirigían a comerciar a los mercados de las principales ciudades sumerias.
-Mi señor –interrumpió Biurturre-, podríamos intentar comprar la libertad del soldado Anum Edina ofreciéndoles los finos tejidos que llevamos en uno de los carros. Al fin y al cabo, el general Lamar An nos dijo que eran para venderlos en caso de necesidad.
Gilga, con semblante preocupado, negó con la cabeza. Sólo él sabía que en aquella caja de madera y mimbre no había más que unas cuantas prendas de ropa para los futuros ascensos de los soldados.
-A mí tampoco me parece una buena idea… -admitió Kenami-. Irsuim se quedaría con las piezas de ropa y con el rehén.
Pese a venir del semita, Gilga se sintió agradecido por aquella oportuna intervención.
-¿Pues qué hacer? –insistió Enkidu.
-Continuar con la expedición y, a la vuelta, si todavía está vivo, habrá una oportunidad de rescatarlo –dijo Kenami, provocativo-. O bien...
-¡No abandonaré a su suerte a ni uno solo de mis hombres! –le interrumpió Gilga-. ¿Esa es la lealtad que tú das a los tuyos?
-¡Yo daría mi vida por los míos! –exclamó Kenami, encarándose hacia el rey mientras Biurturre le frenaba poniéndole la palma de su mano en el pecho, dejándole claro que no debía acercarse ni un palmo más.
-Kenami, otra vez yo preguntar, ¿qué nosotros hacer? –repitió Enkidu.
Kenami y Gilga continuaban desafiándose con la mirada.
-Iba a decir que hay otra alternativa... Esperar cuatro o cinco días. En ese plazo, algunos de mis hombres habrán llegado al lago Zuen, a media jornada de aquí. Paroro ha ido a su encuentro... –El mercenario, en su particular pulso con el rey, le aguantaba todavía la mirada-. Si mi señor está dispuesto a contratarles como refuerzo, mis hombres nos acompañarán hasta las puertas de Gisa.
Gilga se mantuvo en silencio unos instantes.
-Señor –intervino Ubar-, no necesitamos comprar la ayuda de más mercenarios. Hay soldados de Kish desplazados en Sippar, a sólo un par o tres de jornadas de marcha hacia el sur. Podríamos pedirles su ayuda... Mebaragesi es un rey respetado y con sus soldados a nuestro lado seríamos bien recibidos en Gisa.
A Gilga le repugnaba que alguno de los suyos pudiera ni tan siquiera sugerir una solución como aquella. De ninguna manera apelaría a la ayuda del ejército de Kish ante la primera dificultad a la que se enfrentaban. Si quería que sus soldados creyeran en sí mismos, tenían que aprender a resolver los problemas por sus propios medios.
-¿Y tú qué opinas, Enkidu?
-Yo confiar en Kenami.
El rey no ocultó una mueca de fastidio. Aun así, se alegraba de que tampoco Enkidu prefiriera la opción de recurrir a Kish.
-Aumentaré tu paga, mercenario –sentenció el rey dirigiéndose a Kenami-. Esperaremos aquí a tus hombres.