Capítulo 1 – La biblioteca de Babilonia

 

 

Babilonia, octubre del año 331 a. C.

 

 

 

Las noticias de la derrota del ejército de mi señor llegaron a palacio cuando el enemigo ya se encontraba a las puertas de la ciudad. Algunos de los nobles cortesanos, inconscientes de la inutilidad de su esfuerzo, apremiaban a los criados para que se afanaran en trasladar sus pertenencias hasta los carros que habían situado en la parte trasera del palacio.

 

Por salones y pasillos reinaba ahora la confusión en un ir y venir de señores y criados angustiados ante la inminente fatalidad, y de mujeres y niños asustados por un peligro al que no acababan de dar forma. Mientras tanto, yo me esforzaba en trasladar el pesado cofre que, a mi entender, constituía la pieza más valiosa del tesoro de mi señor. Lo cierto es que nadie me hizo el menor caso mientras lo arrastraba por los pasillos hasta la sala de lectura, situada encima del harén, donde las mujeres y esclavas de Darío seguían con sus juegos inocentes como si no ocurriera nada.

 

Confieso que en aquel momento sentí miedo. Pánico. Sospechaba que el nuevo rey entregaría a todas aquellas muchachas inocentes a sus soldados para que saciaran con ellas su instinto de venganza. Temía que aquellos salvajes acabarían atravesándonos a todos con sus espadas, no sin antes someternos a horrendas torturas. Pero también temía por el contenido de aquel cofre, por que cayera en manos de quienes, incapaces de apreciar su verdadero valor, acabaran por destruirlo o, en el mejor de los casos, enviarlo a su país donde acabaría como un vulgar adorno en la casucha de cualquier soldado.

 

Como había imaginado, la sala de lectura estaba vacía. Ningún noble o funcionario querría pasar el rato consultando los escritos en un momento como aquél. Y, afortunadamente, todas las mujeres, y los eunucos que las custodiaban, se encontraban en los jardines de la planta baja del harén. Las fuerzas ya me empezaban a fallar, pero conseguí arrastrar el cofre hasta el agujero que utilizábamos para guardar el material de limpieza. Levanté la trampilla y comprobé que en su interior no había más que dos pequeños recipientes con el aceite para los candelabros. Los saqué de allí y los dejé sobre una de las estanterías cercanas. No es que el cofre pesara demasiado, pero después de haberlo traído arrastrando desde mis aposentos, tener que levantarlo a pulso para colocarlo en aquel agujero acabó por dejarme extenuado. Además, por qué no reconocerlo, yo ya había alcanzado esa edad en la que a uno empiezan a respetarlo por considerarlo anciano.

 

Cumplido mi objetivo, me sentí aliviado. Mientras trataba de recuperar el aliento, me percaté del griterío que llegaba del exterior a través de los ventanales y las aberturas del techo del harén. Tuve la impresión, para mi sorpresa, de que no eran gritos de espanto y dolor, sino aclamaciones y vítores de alegría. Comprendí entonces que Babilonia se alegraba por la llegada de su nuevo conquistador.

 

Decidí entonces hacer un último esfuerzo para ocultar la trampilla y la tapé con una de las pesadas alfombras de la sala de lectura. Agotado, me apoyé después sobre el frío mármol de una de las columnas mientras me secaba el sudor de la frente con la manga de mi túnica. Y en ese momento me di cuenta de que, más abajo, en el jardín, reinaba ahora un extraño silencio. Intenté relajarme, y traté de que mi respiración fuera menos ruidosa, pues no podía dejar de resollar. Me aferré al medallón que colgaba sobre mi pecho, junto a la bolsita en la que guardaba la llave del cofre. Una vez más, el contacto con aquel medallón me ayudó a tranquilizarme.

 

Y desde la sala, al asomarme a uno de los ventanales que daban al jardín, le vi por primera vez. Caminaba rodeado por un grupo de hombres, sus generales, según pude saber después. Y comprobé que éstos le trataban con relativa familiaridad. Siempre he creído que un rey debe destacar por encima de los demás y, si bien aquel hombre no era el de mayor estatura, sí era claramente el de mayor prestancia. Sin duda, el caudillo macedonio no defraudaba en persona. Me extrañó observar que Mazaeus, a quien el rey Darío había encargado el gobierno de la ciudad, estuviera junto a Alejandro y que éste, a su vez, le tratara con sumo respeto. También pude distinguir junto a ellos a Nevén, uno de los jóvenes criados del servicio personal de mi antiguo señor.

 

Todas las muchachas del harén miraban de reojo a los recién llegados, aunque trataban de disimular retomando sus charlas y sus juegos, aparentando una ingenua indiferencia.

 

Oí los alegres gritos de un chiquillo de no más de seis o siete años que, para sorpresa de todos, corrió a abrazar al conquistador. Alejandro lo recibió extendiendo los brazos y alzándole por los aires. El pequeño sonrió orgulloso cuando el macedonio le colocó sobre su pequeña cabecita el hermoso yelmo, adornado con dos vistosas crines blancas, que portaba en su mano. Persiguiendo al chiquillo entraron en el harén un grupo de mujeres que avanzaron hasta situarse frente a los recién llegados. Todas las muchachas del jardín dejaron de lado entonces sus disimulos y se acercaron a postrarse ante la mujer que encabezaba la comitiva.

 

Mi vista ya había perdido la viveza de antaño, pero no tardé demasiado en descubrir que se trataba de la mismísima reina madre, Sisigambis. A punto estuve de delatar mi presencia al pronunciar, sin pretenderlo, una bendición hacia mi señora, pero el alboroto del jardín evitó que nadie pudiera oírme. Sisigambis se acercó al macedonio e intercambió algunas palabras con él. Dio entonces indicaciones a una de sus criadas para que le acercara a sus dos nietas, las pequeñas Estateria y Dripetis. Y supuse que el chiquillo que Alejandro mantenía en sus brazos debía de ser Oco, el hijo pequeño del rey Darío quien, ajeno a las vicisitudes de los adultos, había saltado a los brazos del enemigo de su padre, dejándose fascinar por su imponente presencia.

 

No pude oír lo que la reina madre y el griego se dijeron.

 

Quiso el destino que, justo en aquel instante, el rey se dirigiera hacia los escalones que subían hasta la sala de lectura, desde donde yo observaba calladamente todo cuanto sucedía. Alejandro y dos de sus generales subieron los peldaños con paso firme, pero algo debió de ponerles en alerta puesto que mientras el rey daba un primer vistazo a la sala, sus dos acompañantes desenvainaron las espadas nada más pisar el último escalón.

 

¡Yo era la amenaza!

 

Como abajo nadie se había ocultado, no se me ocurrió pensar que yo tuviera que hacerlo.

 

Aquellos dos macedonios vinieron hacia mí y alzaron sus espadas señalándome la garganta.

 

-¿Y bien anciano? ¿Nos entregas tu daga o prefieres que te rebanemos el cuello? –me amenazó uno de ellos.

 

Con los nervios por todo lo acontecido tampoco me había dado cuenta de que llevaba mi daga sujeta a un costado del fajín. Era la daga que me distinguía en la corte de Darío como “guardián de los escritos”. Nunca se me había pasado por la cabeza que ese objeto pudiera ser utilizado realmente como un arma, ni siquiera en defensa propia.

 

-Es... es la daga del guardián de... –balbuceé-. No... no... no es un arma.

 

-¿Y qué hacías entonces aquí escondido? ¿Acaso aguardabas tu momento de gloria para derrotar tú solo a Alejandro? –insistió, ante la sonrisa del otro soldado que ya envainaba de nuevo su espada.

 

-¡Vamos, Crátero, déjalo estar! –le dijo entonces el propio Alejandro, sin dejar de observar las estanterías llenas de pergaminos y tablillas de arcilla-. Ya te lo ha dicho… Sólo es su daga de guardián de no sé qué.

 

Los nervios me llevaron a cometer la torpeza de intentar coger la daga para entregársela a aquellos soldados, provocando de inmediato que volvieran a apuntarme con el filo de sus espadas. Lo hicieron con tal rapidez que mis dedos apenas tuvieron tiempo de rozar la empuñadura.

 

-So... sólo quería entregaros la la...

 

-Dámela –me ordenó Crátero-. Será mejor que yo te la guarde. –Y alargó su mano para recoger la dichosa daga de mi cintura.

 

Alejandro, que seguía mostrando la más absoluta indiferencia al peligro que pudiera suponer mi presencia, cogió un pergamino de una de las estanterías. Lo desenrrolló, e insinuó una sonrisa.

 

-¡Pero si es de Esquilo! ¿Cómo es posible? –Se volvió y me observó, ahora sí, con detenimiento-. ¿Tú eres el bibliotecario?

 

-Soy el responsable de la custodia de los escritos –respondí.

 

Yo creía que mi nivel de griego era más que suficiente para hacerme entender, pero vi como el macedonio ladeaba su cabeza, en un gesto que me hizo dudar.

 

-Sí, soy el bibliotecario.

 

Opté por facilitar las cosas.

 

-Es El fuego de Prometeo, de Esquilo, uno de los antiguos sabios griegos –dijo agitando el pergamino.

 

-Sí, mi señor. Y ahí tiene una copia de Los persas, otra de sus obras.

 

Alejandro guardó silencio por un instante y luego desvió su mirada hacia el techo. Entonces volvió a ladear la cabeza, como si intentara recordar algo.

 

-“Adelante...” –dijo entornando los ojos-. “Adelante, hijos de Grecia...”
Y guardó silencio una vez más.

 

-“Adelante, hijos de Grecia” –le interrumpió otro de sus soldados que acababa de subir a la sala de lectura-. “Liberad a vuestra patria, a vuestras mujeres e hijos; liberad los templos de vuestros dioses ancestrales. Por ello lucharemos en esta batalla…”.

 

Las últimas palabras las recitaron ambos como si fueran dos antiguos alumnos recordando una vieja lección de la escuela.

 

-Aristóteles estaría orgulloso de ti, Hefestión. Siempre has tenido más memoria que yo –dijo antes de volverse de nuevo hacia mí-. Dime, anciano, ¿tenéis aquí más escritos griegos?

 

-Tenemos poemas de Anacreonte, obras de Hesíodo, como El Origen de los Dioses o su Tratado de Astronomía, tragedias de Sófocles… y otros –añadí.

 

-Esto es... inesperado.

 

-¿Por qué mi señor? –me aventuré-. Esto es la sala de lectura. También tenemos copias de leyendas y tratados medicinales de Egipto, o de tierras más lejanas, como...

 

-¿Y esos adornos de arcilla?

 

-Son tablillas, escritos asirios, acadios… Tenemos también algunas tablillas sumerias con los primeros escritos… Del principio de los tiempos.

 

Alejandro devolvió el pergamino a su estantería y se acercó a los estantes de las tablillas. Cogió una y la sopesó, pasándosela de una mano a la otra. Luego pasó las yemas de sus dedos cuidadosamente sobre los signos grabados en la superficie.

 

-¿Qué es esto?

 

-En algunas de esas tablillas se recogen viejas historias –dije, intentando que mi voz no delatara el nerviosismo que me atenazaba-, tratados de amistad o declaraciones de guerra. Otras explican leyendas de antiguos dioses.

 

-¿Y esta? ¿Qué dicen estos signos? –me preguntó, mostrándome la tablilla que tenía en sus manos.

 

-Forma parte de un grupo de tablillas en las que un antiguo escriba recopiló la vida de grandes gobernantes. Esa es la de Sargón de Akkad.

 

-¿Sargón? ¿Un persa?

 

-No, mi señor. Sargón creó un imperio muchos siglos antes de que los persas o los griegos hubieran... –Alejandro me miró con expresión de sorpresa-… hubieran… empezado sus enfrentamientos, mi señor.

 

-Sabrás por los escritos, que los griegos hemos sido un pueblo civilizado desde el inicio de los tiempos y que, de siempre, hemos contado con el favor de los dioses.

 

-Sí, mi señor.

 

Preferí ser prudente.

 

-Y dime, ¿qué dice aquí de ese Sargón?

 

El rey me acercó la tablilla y, al cogerla, pude ver la larga cicatriz de su antebrazo, recordándome que aquel hombre era también un guerrero, un hombre acostumbrado a pelear… y a matar a quienes osaban enfrentarse a él.

 

-“Soy Sargón” –empecé a leer-, “el poderoso rey de Akkad. Los hermanos de mi padre, a quien no conocí, amaron las colinas. Mi madre me parió en secreto, a orillas del Éufrates y, tras depositarme en el interior de una cesta, dejó que las aguas del río me llevaran. Y me acercaron hasta Akki, quien me  acogió como a un hijo...”.

 

-Ya he oído esa historia antes –dijo-. En el asedio a Tiro, al sur de Fenicia… Pero el río de la historia era el Nilo, no el Éufrates… Me explicaron que así nació el líder de un pueblo esclavizado en el antiguo Egipto.

 

No osé decir nada. Me limité a inclinarme en señal de respeto.

 

-Bien… Continuemos –dijo a sus acompañantes-. Todavía nos quedan por descubrir muchos rincones de este palacio.

 

Me sentí aliviado de que, al fin, abandonaran la sala. Pero el infortunio quiso que otro de los acompañantes del rey, Leonato, se viera atraído por un pequeño candelabro de plata que había junto a la trampilla donde acababa de esconder el cofre.

 

-Enviaremos a Aristóteles algunos de estos pergaminos griegos y ese candelabro, seguro que le gustará el regalo.

 

-Buena idea –ratificó el rey.

 

Leonato pisó sobre la alfombra que ocultaba la trampilla y un sonido hueco llamó su atención. Extrañado, se detuvo y pisoteó dos veces más sobre la alfombra, aunque ya sin coincidir con la superficie de la trampilla. Continuó entonces caminando hasta la estantería donde se hallaba el candelabro. Nada hubiera ocurrido si al volverse no me hubiera mirado. Pero lo hizo. Y, al hacerlo, pudo comprobar que mis ojos estaban abiertos de espanto, y que mi boca, en una nueva demostración de mi torpeza, mostraba una ostensible mueca de horror.

 

El griego, al ver mi expresión, sospechó.

 

-¿Qué está ocurriendo aquí? ¿Qué nos ocultas, anciano? –dijo.

 

Negué con la cabeza. Pero me traicionó el temor que sentía a que descubrieran mi secreto, y mi mirada se dirigió hacia la alfombra. Alejandro y Crátero me observaron expectantes. Leonato apartó la pesada alfombra de un tirón y dejó al descubierto la trampilla metálica. Y yo, quizá por instinto o, por qué no reconocerlo, por imprudencia, me lancé sobre ella como un loco poseído por un mal espíritu.

 

-¡No!... ¡No! ¡Por favor! ¡No hay nada! –grité, anunciando de esta forma a todos que sí lo había.
Mientras Leonato me arrastraba tirándome de la ropa, Alejandro se acercó y levantó la trampilla.

 

-¡Cuidado! –le gritó Leonato-. ¡Puede que hayan puesto algún animal venenoso!

 

Crátero ojeó el interior del agujero y tiró de una de las asas del cofre, que extrajo sin dificultad. Lo examinaron con detenimiento, maravillados por la gran cantidad de piedras preciosas engarzadas en las láminas de oro y bronce que se entrecruzaban recubriendo la superficie. Al momento se unieron al grupo otros dos generales griegos. Crátero comprobó el cierre de la tapa y volvió a desenvainar su espada.

 

-Siendo el cofre tan bello, el contenido debe de serlo aún más –dijo, dispuesto a golpear el cierre.

 

-¡No!... Por favor, no lo hagáis –le supliqué-. Yo lo abriré.

 

Saqué la llave del interior de la bolsita que colgaba de mi cuello y abrí la cerradura. Destapé el cofre y extraje del interior una de las piezas envuelta en un paño de lana gruesa. Al quitar el paño, apareció la hermosa tablilla de lapislázuli que, según pude comprobar, causó algo de decepción entre los presentes. Supongo que hubieran preferido que les mostrara un puñado de monedas de oro o de hermosas joyas.

 

Cogí cuidadosamente la tablilla con ambas manos y la alcé, situándola bajo el haz de luz que penetraba en la sala por uno de los ventanales superiores. El azul intenso de la tablilla brilló entonces como si el fuego ardiera en su interior.

 

Sólo Alejandro mantenía una expresión de asombro. Se acercó y cogió la tablilla entre sus manos.

 

-Es preciosa –reconoció-. ¿Qué hay escrito en ella?

 

-Mi señor, este es el mayor tesoro del palacio de Darío –agregué-. En estas tablillas se narra la historia de Gilgamesh, el primero de los grandes reyes, el elegido de los dioses.

 

No dijo nada. Se limitó a acariciar los símbolos grabados amorosamente con el cincel por el antiguo escriba artesano.

 

-Gilgamesh… –repitió entonces, lentamente, como si quisiera guardar aquel nombre en su memoria-. Gilgamesh. Y dime, ¿qué hizo de él un rey tan extraordinario?

 

-Honró la amistad, obtuvo la gloria y pretendió la inmortalidad.

 

Alejandro apartó sus ojos de la delicada lámina y me miró. Su mirada era noble, transparente. Y, a través de ella, intuí que en aquel momento, acababa de quedar atrapado por la impronta de Gilgamesh.

 

-Así que el elegido de los dioses –repitió casi en un susurro.

 

-Dicen, mi señor, que Gilgamesh era en parte humano y en parte divino.

 

Alejandro volvió a acariciar la superficie de la tablilla.

 

-¿Cómo te llamas?

 

-¿Yo?

 

-Sí, tú.

 

-Navarzaes –le respondí, inclinando la cabeza respetuosamente.

 

-Bien, Navarzaes, cierra este cofre y sigue custodiándolo como lo has hecho hasta ahora –dijo, ofreciéndome de nuevo la tablilla.

 

La envolví de nuevo con el paño de lana y la deposité en el interior del cofre. Y, una vez más, me llevé instintivamente la mano al pecho. Aún a través de la ropa, sentí el contacto con el medallón, su fuerza, ese poder misterioso que de alguna manera me seguía protegiendo. Supe entonces que podría permanecer en la corte del nuevo señor de Babilonia. Continuaría siendo el custodio de aquel tesoro, el valedor de una vieja historia que había fascinado durante siglos a reyes y esclavos.

 

No tardaría muchos días en volver a ver a Alejandro.

 

 

 

 

 
El camino de los cedros
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