A monsieur Charles Nodier, miembro de la Academia Francesa y bibliotecario del Arsenal.
Aquí tienes, mi querido Nodier, una obra en la que abundan esos hechos sustraídos a la acción de las leyes, porque suceden a puerta cerrada, en la intimidad doméstica, pero en los que el dedo de Dios, al que con tanta frecuencia se llama la casualidad, sustituye a la justicia humana, y cuya moraleja, a pesar de que la diga un personaje burlón, no por ello deja de ser menos instructiva y sorprendente. De ella se desprenden, a mi parecer, grandes enseñanzas, tanto para la Familia como para la Maternidad. Nos damos cuenta quizá demasiado tarde de los efectos que produce la disminución de la potestad paterna. Este poder, que antaño sólo cesaba a la muerte del padre, constituía el único tribunal humano ante el que se ventilaban los crímenes domésticos y cuyas sentencias, en las grandes ocasiones, la Monarquía hacía cumplir. Por tierna y buena que sea la Madre, no puede reemplazar a esta realeza patriarcal, del mismo modo como la Mujer no puede sustituir a un Rey en el trono; y si tal excepción se produce, de ella nace un ser monstruoso. Tal vez yo no he trazado un cuadro que muestre mejor que éste hasta qué punto el matrimonio indisoluble es indispensable a las sociedades europeas, cuáles son las desdichas de la debilidad femenina y qué peligros acarrea el interés personal desenfrenado. ¡Que tiemble una sociedad basada únicamente en el poder del dinero, al percibir la impotencia de la justicia ante las maquinaciones de un sistema que deifica al éxito, tolerando con indulgencia los medios todos que permiten llegar a él! Ojalá pudiese acudir prontamente al catolicismo, para purificar a las masas mediante él sentimiento religioso y una educación distinta de la que proporciona la Universidad laica. Suficientes serán los dignos caracteres, y bastantes los actos grandes y nobles de abnegación que resplandecerán en las Escenas de la Vida Militar, así me he permitido indicar aquí los estragos que causan las necesidades de la guerra en ciertos espíritus, que en la vida privada se atreven a obrar como en los campos de batalla. Vos habéis lanzado una mirada sagaz sobre nuestra época, cuya filosofía se revela en más de una amarga decepción que asoma a través de vuestras elegantes páginas, y habéis apreciado mejor que nadie los estragos producidos en él espíritu de nuestro país por cuatro sistemas políticos diferentes. No podía, pues, poner este relato bajo la advocación de autoridad más competente. Quizá vuestro nombre defenderá a esta obra de las acusaciones a las que no escapará: ¿Qué enfermo permanece mudo cuando él cirujano le quita las vendas que cubren sus llagas más en carne viva? Al placer de dedicaros esta Escena se une él orgullo de revelar vuestra benevolencia hacia quien aquí se titula Uno de vuestros sinceros admiradores,
De Balzac.