Hacia mediados de aquel año, asimismo, las intrigas políticas no fueron menos vivas en el salón de los Rogron que las intrigas matrimoniales. Si por un lado los intereses sordos, enterrados en los corazones, se libraron a combates encarnizados, por el otro la lucha pública adquirió una fatal celebridad. Sabido es que el ministerio Villele fue derribado por las elecciones de 1826. En el colegio* de Provins, Vinet, candidato liberal, a quien monsieur Cournant había procurado el censo mediante la adquisición de una propiedad aún pendiente de pago, estuvo a punto de alcanzar la victoria sobre monsieur Tiphaine. El presidente sólo tuvo dos votos de mayoría. A las señoras de Vinet y de Chargeboeuf, al propio Vinet y al coronel se unieron a veces monsieur Cournant y su esposa; después, monsieur Néraud, el médico, hombre que tuvo una juventud muy tempestuosa pero que se tomaba la vida en serio; se decía que se había entregado al estudio y, si había que creer a los liberales, se hallaba en posición mucho más desahogada que monsieur Martener. Los Rogron no comprendían su triunfo, como tampoco comprendieron su ostracismo.

La bella Bathilde de Chargeboeuf, a quien Vinet indicó a Pierrette como su enemiga, se mostraba horriblemente desdeñosa con ella. El interés general exigía el sacrificio de aquella pobre víctima. Madame Vinet no podía hacer nada por aquella criatura triturada entre unos intereses implacables que había terminado por comprender. Sin la voluntad imperiosa de su marido, no hubiera ido a casa de los Rogron, donde sufría demasiado viendo como maltrataban a aquella linda criatura que se apretujaba a su lado, adivinando una protección secreta, y que le pedía que le explicase cosas de sus estudios o le enseñase un bordado. Pierrette demostraba así que, tratada con dulzura, lo comprendía y lo hacía todo a maravilla. Como madame Vinet ya no era útil, dejó de acudir. Sylvie, que aún acariciaba la idea del matrimonio, terminó por ver un obstáculo en Pierrette. La niña iba a cumplir catorce años y su blancura enfermiza, cuyos síntomas pasaban desapercibidos a aquella solterona ignorante, la hacía encantadora. Sylvie concibió entonces la peregrina idea de compensar los gastos que le ocasionaba Pierrette convirtiéndola en una sirvienta. Vinet, como causahabiente de los Chargeboeuf, mademoiselle Habert, Gouraud y todos los asiduos influyentes, instaron a Sylvie a que despidiese a la gruesa Adele. Pierrette podía cocinar y cuidar de la casa, dijeron. Cuando hubiese demasiado trabajo, podría tomar a la asistenta del coronel, persona muy entendida y una de las buenas cocineras de Provins. Pierrette debía aprender a cocinar, hacer la limpieza, dijo el siniestro abogado, a barrer, a tener limpia la casa, a ir al mercado y a conocer el precio de las cosas. La pobrecilla, cuya abnegación corría pareja con su generosidad, se ofreció por sí misma, contenta de pagar así el pan tan duro que comía en aquella casa.

Adele fue despedida y así perdió Pierrette la única persona que tal vez la hubiese protegido. A pesar de su fuerza, a partir de aquel momento se sintió abrumada física y moralmente. ¡Los dos célibes tuvieron menos miramientos con ella que con una doméstica, pues ella les pertenecía! Así, la reprendieron por naderías, por un poco de polvo olvidado sobre el mármol de la chimenea o sobre un globo de vidrio. Aquellos objetos de lujo, que ella tanto había admirado, se le hicieron odiosos. Pese a su deseo de esmerarse, su inexorable prima siempre hallaba algo que censurar en lo que había hecho. En dos años, Pierrette no recibió un solo cumplido, no escuchó una sola palabra afectuosa. La felicidad para ella consistía en que no la riñesen. Soportaba con paciencia angelical el pésimo humor de aquellos dos célibes que desconocían totalmente los dulces sentimientos y que día tras día le hacían sentir que se hallaba bajo su dependencia. Aquella vida en que la joven se encontraba, entre ambos merceros, como apresada entre los dos labios de un torno de carpintero, aumentó su enfermedad. Experimentó trastornos interiores tan violentos, penas secretas tan súbitas en sus explosiones, que su desarrollo quedó irremediablemente contrariado. Así llegó lentamente Pierrette, sufriendo dolores espantosos, pero ocultos, al estado en que la vio su amigo de la infancia mientras la saludaba desde la plazoleta cantándole un romance bretón.

Antes de entrar en el drama doméstico que la venida de Brigaut suscitó en casa de los Rogron, será necesario, para no interrumpirlo, que expliquemos cómo se estableció el bretón en Provins, pues en cierto modo fue un personaje mudo de esta escena. Al huir, Brigaut no sólo se asustó al ver el gesto de Pierrette, sino del cambio sobrevenido en su joven amiga: apenas la hubiera reconocido de no haber sido por la voz, los ojos y los gestos que le recordaron a su compañera de niñez, pequeña, vivaracha, alegre y sin embargo llena de ternura. Cuando estuvo lejos de la casa, las piernas le temblaban y sintió calor en la espalda. Había visto la sombra de Pierrette, no a Pierrette. Subió a la parte alta de la villa, pensativo, inquieto, hasta encontrar un sitio desde donde poder distinguir la plaza y la casa de Pierrette; la contempló con dolor, sumido en pensamientos infinitos, como una desdicha en la que se penetra sin saber donde termina. ¡Pierrette sufría, no era feliz, añoraba Bretaña! ¿Qué tenía? Todas estas preguntas pasaban y volvían a pasar por el corazón de Brigaut desgarrándolo, y le revelaron la amplitud del afecto que sentía por su hermanita adoptiva. Es extremadamente raro que subsistan las pasiones entre niños de distinto sexo. La encantadora historia de Pablo y Virginia, como la de Pierrette y Brigaut, son más bien excepciones a la regla representada por este hecho moral, tan extraño La historia moderna solamente ofrece la ilustre excepción de la sublime marquesa de Pescara y su marido: Destinados el uno al otro por sus padres desde la edad de catorce años, aquellos niños se adoraron y se unieron en matrimonio; su unión ofreció el espectáculo, en el siglo XVI, de un amor conyugal infinito, sin nubes. Viuda a los treinta y cuatro años, la marquesa, bella, espiritual, adorada por todos, rechazó a reyes y se enterró en vida en un convento, donde sólo vio y oyó a las religiosas.

Este amor tan completo surgió de pronto en el corazón del pobre obrero bretón. Pierrette y él se habían protegido muy a menudo, y para él fue una satisfacción poder darle el dinero necesario para su viaje. Estuvo a punto de morir por haber seguido a la diligencia, y, sin embargo Pierrette nada supo de todo ello. Aquel recuerdo infundió calor con frecuencia en las horas frías de su penosa vida, durante aquellos tres años. Se perfeccionó por Pierrette, aprendió su oficio por Pierrette, fue por Pierrette a París, con el propósito de hacer fortuna para ella. Después de pasar quince días en la capital no pudo resistir al deseo de verla; anduvo desde el sábado por la noche hasta aquel lunes por la mañana, con el propósito de regresar a París; pero la conmovedora aparición de su amiguita lo inmovilizaba en Provins. Un admirable magnetismo, aún puesto en duda, pese a tantas pruebas, actuaba en él sin que lo supiese: de sus ojos brotaban lágrimas, mientras que el llanto bañaba los de Pierrette. Si para ella él representaba la Bretaña y su dichosa niñez, para él, Pierrette era la vida. A los dieciséis años, Brigaut aún no sabía dibujar ni perfilar una comisa; ignoraba muchas cosas, pero, trabajando a destajo, ganaba de cuatro a cinco francos diarios. Por lo tanto, podía vivir en Provins, donde estaría cerca de Pierrette y acabaría de aprender su oficio tomando por maestro al mejor carpintero de la villa. Y, al propio tiempo, velaría por Pierrette.

Brigaut sólo tardó un instante en adoptar esta decisión. El obrero regresó corriendo a París, echó sus cuentas, tomó su libreta, su equipaje y sus herramientas y, tres días después, era oficial en el taller de monsieur Frappier, el primer carpintero de Provins. Los obreros activos, ordenados, enemigos del bullicio y de la taberna, son lo bastante raros como para que los amos sepan apreciar a un joven como Brigaut.

Para terminar la historia del bretón sobre este particular, al cabo de quince días pasó a ser primer oficial, se alojó y comió en casa de Frappier, quien se puso a enseñarle cálculo y dibujo lineal. El carpintero vivía en la calle Mayor, a un centenar de pasos de la larga plazoleta a cuyo extremo se alzaba la mansión de los Rogron. Brigaut enterró su amor en su corazón, sin cometer la menor indiscreción. Hizo que madame Frappier le contase la historia de los Rogron; la buena mujer le refirió las artimañas realizadas por el viejo mesonero para conseguir la sucesión del viejo Auffray. Brigaut se informó sobre el carácter del mercero Rogron y su hermana. Sorprendió a Pierrette en el mercado, por la mañana, con su prima, y se estremeció al verle colgado del brazo un cesto lleno de vituallas. Volvió a ver a Pierrette el domingo en la iglesia, dónde la bretona se mostraba con sus mejores ropas. Fue allí dónde, por primera vez, Brigaut comprendió que Pierrette era también mademoiselle Lorrain. Pierrette distinguió a su amigo, pero le hizo una seña misteriosa para que permaneciese bien escondido. Aquel gesto encerraba una infinidad de cosas, lo mismo que aquél por medio del cual, quince días antes, ella le indicó que huyese. ¡Qué fortuna tendría qué amasar en diez años para poder casarse con su amiguita de la infancia, a quien los Rogron dejarían una casa, muchas tierras y doce mil libras de renta, sin hablar de sus ahorros! El perseverante bretón no quiso probar fortuna sin antes adquirir los conocimientos que le faltaban. Entre instruirse en París o instruirse en Provins, mientras sólo se tratase de la teoría, prefirió quedarse cerca de Pierrette, a la que, por otra parte, quería explicar sus proyectos y la clase de protección con la que ella podía contar. Y, por último, no quería abandonarla sin haber rasgado el misterio de aquella palidez que ya alcanzaba a los órganos que son los últimos en ser abandonados por la vida, los ojos; sin que supiese de donde provenían aquellos sufrimientos que le daban el aspecto de una adolescente inclinada bajo la guadaña de la muerte y a punto de caer. Aquellas dos señales conmovedoras, que no daban un mentís a su amistad, pero que recomendaban la mayor reserva, llenaron de terror el alma del bretón. Era evidente que Pierrette le ordenaba que la esperase y que no tratase de verla, de lo contrario habría peligro, especialmente para ella. Al salir de la iglesia pudo dirigirle una mirada, y Brigaut vio que Pierrette tenía los ojos llenos de lágrimas. El bretón antes hubiera hallado la cuadratura del círculo que adivinar lo que había sucedido en casa de los Rogron desde su llegada.

Pierrette bajó de su habitación dominada por una viva aprensión, la mañana en qué Brigaut surgió en su sueño matinal como otro sueño. Para levantarse, para abrir la ventana, mademoiselle Rogron había tenido que oír aquel canto y aquellas palabras, harto comprometedoras a los oídos de una solterona, pero Pierrette ignoraba los hechos que habían puesto tan sobre aviso a su prima. Sylvie tenía poderosas razones para levantarse y correr a su ventana. Desde hacía ocho días, unos extraños sucesos secretos, unos sentimientos crueles agitaban a los principales personajes del salón de los Rogron. Aquellos acontecimientos desconocidos, ocultos cuidadosamente por ambas partes, iban a caer como un frío alud sobre Pierrette. Aquel mundo de cosas misteriosas, al que quizás habría que llamar las inmundicias del corazón humano, forman la base de las mayores revoluciones políticas, sociales o domésticas; pero al mencionarlas, quizá resulte extremadamente útil explicar que su traducción algebraica, si bien cierta, no es fiel en lo que se refiere a la forma. Estos cálculos profundos no hablan con toda la brutalidad con que los expresa la historia. Querer reproducir los circunloquios, las precauciones oratorias, las largas conversaciones en que el espíritu oscurece adrede la luz que aporta a ellas, en que la palabra melosa diluye el veneno de ciertas intenciones, sería tratar de escribir un libro tan largo como el magnífico poema llamado Clarissa Harlowe. Mademoiselle Habert y mademoiselle Sylvie sentían los mismos deseos de casarse, pero una tenía diez años menos que la otra, y las probabilidades existentes permitían a Céleste Habert pensar que sus hijos tendrían toda la fortuna de los Rogron. Sylvie iba a cumplir cuarenta y dos años, edad en la que el matrimonio puede ofrecer peligros. Al confiarse sus ideas buscando su mutua aprobación, Céleste Habert, obrando según los dictados del vengativo abate, iluminó a Sylvie sobre los pretendidos peligros de su situación. El coronel, hombre violento, de una salud militar, un mocetón de cuarenta y cinco años, tenía que poner en práctica la moraleja de todos los cuentos de hadas: “Fueron felices y tuvieron muchos hijos”. Esta felicidad hizo temblar a Sylvie y tuvo miedo de morirse, idea que causa profundos estragos en los célibes. Pero el ministerio Martignac, aquella segunda victoria de la cámara que hizo caer al ministerio Villele, ya estaba nombrado. El partido de Vinet andaba con la cabeza erguida por Provins. Vinet, convertido en el primer abogado de la Brie, “ganaba todo lo que se proponía”, según un dicho popular. Vinet era todo un personaje. Los liberales profetizaban su encumbramiento. Sin duda alguna sería diputado, fiscal de la audiencia territorial o de un tribunal superior. En cuanto al coronel, sería alcalde de Provins. ¡Ah, reinar como reinaba madame Garceland, convertirse en la alcaldesa! Sylvie no supo resistir a esa esperanza y quiso consultar a un médico, aunque la tal consulta la cubriese de ridículo. Aquellas dos mujeres, una victoriosa de la otra y segura de llevarla al pilón, tramaron una de aquellas celadas que las mujeres aconsejadas por un sacerdote saben preparar tan bien. Consultar a monsieur Néraut el médico de los liberales, el antagonista de monsieur Martener, era una culpa. Céleste Habert ofreció a Sylvie la posibilidad de ocultarse en su tocador, mientras ella consultaba por su cuenta a monsieur Martener, médico de su pensionado, sobre tan delicada cuestión. Cómplice o no de Céleste, Martener respondió a su dienta que el peligro ya existía, aunque pequeño, en una virgen de treinta años.

—Pero vuestra constitución —le dijo al terminar— hace que no tengáis nada que temer.

—¿Y en el caso de una mujer de más de cuarenta años? —preguntó mademoiselle Céleste Habert.

—Una mujer de cuarenta años, casada y con hijos, no tiene nada que temer.

—¿Pero una mujer seria, muy seria, como mademoiselle Rogron, por ejemplo?

—¡Desde luego, no puede ser más seria! —comentó monsieur Martener—. En tal caso, un alumbramiento feliz es uno de esos milagros que Dios se permite muy de tarde en tarde.

—¿Y eso por qué? —quiso saber Céleste Habert.

El médico respondió con una descripción patológica espeluznante, explicando que la elasticidad conferida por la naturaleza en la juventud a los músculos y los huesos ya no existía a una edad determinada, sobre todo en las mujeres que, a causa de su profesión, habían llevado una vida sedentaria, como era el caso de mademoiselle Rogron.

—¿Así, después de los cuarenta años una señorita virtuosa no debe pensar en el matrimonio?

—O esperar —respondió el galeno—, pero entonces ya no se trata de matrimonio, sino de una asociación de intereses. ¿Qué otra cosa podría ser, si no?

En fin, de esta entrevista se desprendió, de una manera clara, seria, científica y razonable que, de los cuarenta para arriba, una señorita virtuosa ya no debía casarse. Cuando el doctor Martener se hubo marchado, mademoiselle Céleste Habert se encontró a mademoiselle Rogron verde y amarilla, con las pupilas dilatadas; en un estado espantoso, en fin.

—¿Amáis mucho al coronel? —le preguntó.

—Aún me hacía ciertas ilusiones —respondió el virago.

—¡Seguid confiando y esperando! —exclamó jesuíticamente mademoiselle Habert, sabiendo perfectamente que el tiempo ajustaría las cuentas al coronel.

Con todo, la moralidad de aquella unión ofrecía ciertas dudas. Sylvie fue a sondear su conciencia en el fondo del confesionario. Su severo director espiritual le expuso las opiniones de la Iglesia que sólo ve en el matrimonio un medio para perpetuar a la especie, que reprueba las segundas nupcias y lanza su anatema sobre las pasiones sin objetivo social. Sylvie Rogron se sumió en un mar de perplejidades. Aquellos combates interiores infundieron una extraña fuerza a su pasión y le prestaron el inexplicable atractivo que, desde los tiempos de Eva, las cosas prohibidas ofrecen a las mujeres. La turbación de mademoiselle Rogron no pasó desapercibida a la mirada clarividente del abogado.

Una noche, después de la partida de costumbre, Vinet se acercó a su querida amiga Sylvie, la tomó de la mano y fue a sentarse con ella en uno de los canapés.

—¿Os ocurre algo? —le susurró al oído.

Ella inclinó tristemente la cabeza. El abogado esperó que Rogron se fuese, para quedarse a solas con la solterona y tirarle de la lengua.

“¡Una maniobra magistral, señor abate!”, dijo para su capote, después de haber oído todas las consultas secretas hechas por Sylvie y de las que la última era la más espantosa.

“¡Pero la has realizado en mi provecho!”, se dijo entre dientes.

Aquel taimado zorro judicial aún se mostró más terrible que el médico en sus explicaciones; le aconsejó el matrimonio, pero sólo antes de una docena de años, para mayor seguridad. El abogado juró que toda la fortuna de los Rogron pertenecería a Bathilde. Se frotó las manos, su hocico se hizo más fino, apresurándose tras madame y mademoiselle de Chargeboeuf, a quienes había dejado en camino acompañadas por un servidor provisto de una linterna.

La influencia ejercida por el abate Habert, médico del alma, estaba perfectamente contrarrestada por Vinet, médico de la bolsa. Rogron era muy devoto y así, el Hombre de Iglesia y el Hombre dé Leyes, ambos cubiertos de negras ropas talares, se encontraban codo a codo. Al enterarse de la victoria alcanzada por mademoiselle Habert, segura de casarse con Rogron, sobre Sylvie, que vacilaba entre el miedo de morir y la alegría de ser baronesa, el abogado entrevió la posibilidad de hacer desaparecer al coronel del campo de batalla. Conocía lo suficiente a Rogron para hallar un medio de casarlo con la bella Bathilde. Rogron no pudo resistir los ataques de mademoiselle de Chargeboeurf. Vinet sabía que en la primera ocasión en que Rogron se quedase a solas con él y Bathilde, su matrimonio sería cosa hecha. Rogron había llegado al extremo de no quitar ojo de mademoiselle Habert, a causa de lo cohibido que se sentía al mirar a Bathilde. Vinet acababa de ver hasta qué punto Sylvie amaba al coronel. Comprendió el alcance que podía tener semejante pasión en una solterona beata y mojigata y no tardó en hallar el medio de perder simultáneamente a Pierrette y al coroner confiando librarse de uno por medio de la otra.

A la mañana siguiente, después de la audiencia, encontró al coronel paseando con Rogron, como ambos tenían costumbre de hacer todos los días.

Cuando aquellos tres sujetos iban juntos, su reunión los convertía en la comidilla de toda la ciudad. Aquel triunvirato, detestado en la subprefectura, en la magistratura y entre el partido de los Tiphaine, constituía un grupo de tribunos del que se enorgullecían los liberales de Provins. Vinet redactaba por sí solo el “Courrier”, él era la cabeza visible del partido; el coronel, administrador del diario, era el brazo ejecutivo; Rogron era el nervio con su dinero, se suponía que era el enlace entre el Comité director de Provins y el Comité director de París. Si había que oír a los Tiphaine, aquellos tres individuos siempre estaban tramando algo contra el Gobierno, mientras que los liberales los admiraban como los defensores del pueblo. Cuando el abogado vio que Rogron regresaba hacia la plaza, pues ya era la hora de almorzar, tomó al coronel por el brazo para impedir que acompañase al ex mercero.

—Bien, mi querido coronel —le dijo—, voy a quitaros un gran peso de encima. No hace falta que os caséis con Sylvie; si os dais maña, dentro de dos años podréis casaros con la pequeña Pierrette Lorrain.

Y le contó los efectos que había producido la maniobra del jesuita.

—¡Qué estocada secreta —dijo el coronel— y hasta donde ha alcanzado!

—Mi coronel —prosiguió Vinet con gravedad—, Pierrette es una criatura encantadora que os hará feliz para el resto de vuestros días, y gozáis de tan buena salud que este matrimonio no tendrá para vos los inconvenientes acostumbrados de las uniones desproporcionadas; pero no consideréis fácil este cambio de una suerte horrible por una suerte agradable. Convertir a vuestra amante en confidente es una operación tan peligrosa como, en vuestro oficio, el paso de un río bajo el fuego enemigo. Pero vos, finísimo como corresponde a un coronel de caballería, estudiaréis la posición y maniobraréis con la superioridad que hemos tenido hasta el momento presente y que nos ha valido nuestra situación actual. Si un día soy fiscal de la audiencia, vos podréis estar al frente del Departamento. ¡Ah, si hubieseis sido elector, otro gallo nos cantara!; yo hubiera comprado los dos votos de aquellos dos funcionarios, diciéndoles que no se preocupasen por la pérdida de su empleo, y hubiéramos tenido mayoría. Y yo ocuparía un escaño al lado de los Dupin, los Casimir Périer, y de…

El coronel pensaba desde hacía mucho tiempo en Pierrette, pero ocultaba aquellos pensamientos con un profundo disimulo; así, su brutalidad con Pierrette no era más que aparente. La niña no se explicaba porqué el pretendido camarada de su padre la trataba tan mal, pese a que le acariciaba la barbilla con gesto paternal cuando la encontraba sola. Desde la confidencia de Vinet acerca del terror que el matrimonio inspiraba a mademoiselle Sylvie, Gouraud buscó las ocasiones de hallarse a solas con Pierrette, y el rudo coronel se mostraba entonces tierno como un gato, diciéndole que Lorrain había sido un valiente y que era una verdadera desgracia para ella que hubiese muerto.

Pocos días antes de la llegada de Brigaut, Sylvie sorprendió a Gouraud a solas con Pierrette. Los celos penetraron entonces en aquel corazón con una violenta monástica. Los celos, pasión evidentemente crédula, suspicaz, es, de todas, aquélla en que la fantasía juega un papel más importante; pero en vez de despertar el ingenio, lo adormece, y, en Sylvie, dicha pasión había de suscitar extrañas ideas. Sylvie se imaginó que el hombre que acababa de pronunciar las palabras de “señora esposa” ante Pierrette era el coronel. Sylvie creía tener razón en atribuir aquella cita al coronel, pues los modales de Gouraud le parecían distintos desde hacía una semana. Aquel hombre era el único que se había ocupado de ella, en la soledad en que había vivido hasta entonces. Por lo tanto, lo observaba constantemente, con todo el poder de sus ojos y de su entendimiento; y, a fuerza de entregarse a esperanzas que tan pronto florecían como eran destruidas, terminó por convertirlo en algo tan enorme que le producía los efectos de un espejismo moral. Según una bella expresión vulgar, a fuerza de mirar ya no veía nada. Rechazaba y combatía victoriosamente, de manera alternativa, la suposición de aquella rivalidad quimérica. Establecía un paralelo entre ella y Pierrette: ella tenía cuarenta años y cabellos grises; Pierrette era una niña deliciosa de tez blanquísima, con unos ojos tan tiernos que hubieran despertado el corazón de un muerto. Había oído decir que los cincuentones gustaban de las jovencitas como Pierrette. Antes de que el coronel se pasase a ellos y frecuentase la casa de los Rogron, Sylvie había oído cosas extrañas, sobre Gouraud y sus costumbres, en el salón de los Tiphaine. Las solteronas poseen sobre el amor las ideas platónicas exageradas que profesan las jovencitas de veinte años; conservan doctrinas absolutas, como todos aquellos que no tienen experiencia de la vida ni han podido comprobar a su costa hasta qué punto las principales fuerzas de la sociedad modifican, descantillan y hacen fracasar estos bellos y nobles ideales. La idea de verse engañada por el coronel era un pensamiento, para Sylvie, que le martilleaba el cerebro. Durante ese tiempo que todos los célibes ociosos pasan en la cama, entre el momento de despertar y el de levantarse, la solterona se ocupó pues de sí misma, de Pierrette y de la canción que la despertó, con su mención del matrimonio. Pero, la estúpida, en vez de atisbar al enamorado a través de las persianas, abrió la persiana sin pensar que Pierrette la oiría. Si hubiese tenido el vulgar espíritu del espía, hubiera visto a Brigaut, y el drama fatal entonces comenzado no hubiera tenido lugar.

Pierrette, pese a su debilidad, levantó las barras de madera que mantenían cerrados los postigos de la cocina, los abrió y los sujetó y después fue a abrir igualmente la puerta del corredor que daba al jardín. Tomó las distintas escobas que necesitaba para barrer la alfombra, el comedor, el corredor, la escalera, para limpiarlo todo, en fin, con un cuidado y una exactitud que ninguna sirvienta, aunque fuese holandesa, pondría en su trabajo: ¡Hasta tal punto aborrecía las reprimendas! Para ella, la felicidad consistía en ver los ojillos azules, pálidos y fríos de su prima, no satisfechos, pues nunca parecían estarlo, sino solamente tranquilos, después de haber paseado por doquier su mirada de propietaria, aquella mirada inexplicable que ve lo que escapa a los ojos más observadores. Pierrette ya tenía la piel sudorosa cuando volvió a la cocina para arreglarlo todo y encender los hornos en que calentaría el agua para el aseo de su primo, lujo que ella no se podía permitir. Puso el cubierto para el desayuno y encendió la estufa de la sala. Para efectuar estas distintas tareas, iba de vez en cuando a la bodega en busca de leña, abandonando un lugar fresco para ir a un lugar cálido, y éste para bajar a un antro frío y húmedo. Estas súbitas transiciones, efectuadas con la vehemencia de la juventud, muchas veces para evitar una palabra dura, para obedecer una orden, producían agravamientos irremediables en su estado de salud. Pierrette no sabía que estuviese enferma. Sin embargo, ya empezaba a sufrir; tenía apetitos extraños que ocultaba; le gustaban mucho las ensaladas crudas, que comía a hurtadillas. La inocente niña ignoraba por completo que estos deseos se debían a una grave enfermedad que requería las mayores precauciones. Antes de la llegada de Brigaut, si aquel Néraud, que podía reprocharse la muerte de la abuela hubiese revelado aquel peligro mortal a la niña, Pierrette hubiera sonreído: encontraba la vida demasiado amarga para no sonreír a la muerte. Pero desde hacía algunos instantes amaba a Provins, pese a añadir a sus sufrimientos corporales los causados por la nostalgia bretona, enfermedad moral tan conocida que los bretones que cumplen el servicio militar inspiran serios cuidados a los coroneles de sus regimientos. La vista de aquella flor de oro, aquel canto, la presencia de su amigo de la infancia, la reanimaron como reverdece una planta reseca tras una lluvia copiosa. ¡Quería vivir, no creía haber sufrido! Se deslizó tímidamente en la habitación de su prima, encendió la chimenea, dejó en ella el escalfador, cambió algunas palabras con Sylvie, fue a despertar a su tutor y bajó a recoger la leche, el pan y todas las provisiones de boca que traían los proveedores. Durante algún tiempo permaneció en el umbral, esperando a Brigaut tuviese el valor de regresar; pero Brigaut ya estaba en la carretera de París. Arregló la sala y estaba ocupada en la cocina, cuando oyó que su prima bajaba la escalera. Mademoiselle Sylvie hizo su aparición con un peinador de tafetán color carmelita, un gorro de tul adornado con nudos de cintas, el bisoñé muy mal colocado, la camisa asomándole por debajo del salto de cama y los pies metidos en unas zapatillas, que arrastraba al andar. Después de pasar revista a todo, se dirigió a su prima que la esperaba para saber de qué se compondría el desayuno.

—¡Ah! ¿Ya está aquí, pues, la señorita enamorada? —dijo Sylvie a Pierrette con un tono mitad alegré y mitad burlón.

—¿Cómo decís, prima?

—Has entrado en mi casa con disimulo y has salido de ella con el mismo disimulo; sabes muy bien de qué te hablo.

—¿Yo?…

—Esta mañana has tenido una serenata, ni más ni menos que una princesa.

—¿Una serenata? —exclamó Pierrette.

—¿Una serenata? —repitió Sylvie imitándola—. Y además, tienes un amante.

—Decidme, prima, ¿qué es un amante?

Sin responderle, Sylvie prosiguió:

—¿Te atreves a sostener que esta mañana un hombre no te ha hablado de matrimonio, al pie de tu ventana?

Las vejaciones habían enseñado a Pierrette las astucias de que deben valerse los esclavos. Así es que respondió con osadía:

—No sé qué quieres decir.

—¡Descarada! —dijo con acritud la solterona.

—¿Qué queréis prima? —dijo Pierrette con humildad.

—No, no te has levantado, tampoco, y no has ido descalza a la ventana, lo que te valdrá una buena enfermedad. ¡Pero te estará muy bien merecido! ¿Y tampoco has hablado con tu cortejador?

—No, prima Sylvie.

—Sabía que tenías muchos defectos, pero ignoraba que poseyeses también el de mentir. ¡Piénsalo bien! Tienes que referirnos y explicarnos, a tu primo y a mí, la escena de esta mañana, de lo contrario tu tutor tendrá que adoptar medidas rigurosas.

La solterona, devorada por los celos y la curiosidad, trataba de intimidar a su víctima. Pierrette guardó silencio, como hacen las personas que sufren más de lo que pueden soportar. Este silencio es el único medio de triunfar que tienen los seres atacados; fatiga las cargas de caballería del enemigo, las salvajes escaramuzas de los envidiosos; otorga una victoria aplastante y completa. ¿Hay algo más completo que el silencio? El silencio es absoluto: ¿No es una de las maneras de ser del infinito? Sylvie examinó a Pierrette a hurtadillas. La niña se había ruborizado, pero su rubor no se extendió uniformemente sobre su tez, sino que se dividía en placas desiguales en los pómulos, en manchas ardientes y de un tono significativo. Al ver aquellos síntomas de enfermedad, una madre se hubiera apresurado a cambiar de tono para sentar a la niña sobre sus rodillas e interrogarla. Haría ya mucho tiempo que estaría convencida, por las mil pruebas entrevistas, de la sublime inocencia de Pierrette; hubiera adivinado su enfermedad, comprendiendo que los humores de la sangre desviados de su camino se precipitaban sobre los pulmones, después de trastornar las funciones digestivas. Aquellas manchas elocuentes también le hubieran indicado la inminencia de un peligro mortal. Pero una solterona que nunca había experimentado los sentimientos que despierta la familia y que desconocía las necesidades de la infancia, las precauciones requeridas por la adolescencia, no podía mostrar ninguna de las indulgencias y de las compasiones inspiradas por los mil acontecimientos de la vida conyugal y familiar. Los sufrimientos de la miseria, en vez de enternecer a aquel corazón, lo habían encallecido.

“¡Se sonroja, luego es culpable!”, dijo Sylvie para sus adentros, interpretando en el peor sentido el silencio de Pierrette.

—Pierrette —le dijo—, antes que baje tu primo, tenemos que hablar. Ven —dijo con tono más dulce—. Cierra la puerta de la calle. Si alguien viene, ya llamará; lo oiremos bien.

Pese a la húmeda neblina que flotaba sobre el río, Sylvie precedió a Pierrette por el sendero enarenado que serpenteaba a través del césped, hasta el borde de la terraza de rocalla, que parecía un pintoresco embarcadero adornado por ibis y plantas acuáticas. La solterona cambió de sistema: trató de soltar la lengua de Pierrette por medio de la dulzura. La hiena se disfrazó de gato.

—Pierrette —le dijo—, ya no eres una niña; pronto cumplirás quince años y no tendría nada de sorprendente que tuvieses un amante.

—Pero, prima Sylvie —dijo Pierrette alzando la mirada con angélica dulzura hacia la cara agria y fría de su prima, que había asumido su aspecto de vendedora—. ¿Qué es un amante?

A Sylvie le resultó imposible definir con exactitud y decencia un amante. En lugar de ver en esta pregunta el resultado de una adorable inocencia, vio en ella una prueba de falsedad.

—Un amante, Pierrette, es un hombre que ama a una persona y quiere casarse con ella.

—¡Ah! —exclamó Pierrette—. ¡En Bretaña, cuando dos personas están de acuerdo para casarse, a él le llamamos el prometido o el novio!

—Pues bien: Tienes que saber que no hay el menor mal, pequeña, en manifestar los sentimientos que te inspira un hombre. El mal está en el secreto. ¿Por casualidad no se habrá prendado de ti alguno de los hombres que frecuentan esta casa?

—No lo creo.

—¿No te has enamorado de ninguno de ellos?

—¡No, de ninguno!

—¿Seguro?

—Seguro.

—Mírame, Pierrette —Pierrette miró a su prima—. Sin embargo, esta mañana un hombre te ha llamado desde la plaza.

Pierrette bajó la vista, y Sylvie continuó:

—¡Has ido a tu ventana, la has abierto y has hablado con él!

—No, prima Sylvie, he querido saber qué tiempo hacía y he visto a un campesino en la plaza.

—Pierrette, desde que hiciste la Primera Comunión has mejorado mucho; eres una niña obediente y piadosa que ama a sus parientes y a Dios; estoy contenta de ti pero no te lo decía para no despertar tu vanidad.

¡Aquella horrible mujer tomaba por virtudes el abatimiento, la sumisión y el silencio de la desdicha! Una de las cosas más dulces capaces de consolar a los que sufren, a los mártires y a los artistas en el apogeo de la pasión divina que les imponen la envidia y el odio, consiste en encontrar el elogio allí donde siempre han hallado censuras y mala fe. Pierrette, pues, dirigió a su prima una mirada enternecida, sintiéndose casi dispuesta a perdonarle todos los dolores que le había causado.

—Pero si todo esto no es más que hipocresía, si tengo que ver en ti a una serpiente que he alimentado en mi seno, serías una infame, una horrible criatura —añadió.

—No creo tener que hacerme ningún reproche —dijo Pierrette, sintiendo que se le hacía un nudo horrible en el corazón ante aquella transición súbita de los inesperados elogios al terrible acento de la hiena.

—¿Ya sabes que la mentira es un pecado mortal?

—Sí, prima Sylvie.

—¡Pues bien, estás ante Dios! —dijo la solterona mostrándole con ademán solemne los jardines y el cielo—. Júrame que no conoces a ese campesino.

—No quiero jurar —dijo Pierrette.

—¡Ah, eso quiere decir que no era un campesino, pequeña víbora!

Pierrette huyó como una corza asustada a través del jardín, intimidada por aquella cuestión moral. Su prima la llamó con voz terrible.

—Llaman a la puerta —respondió Pierrette.

—¡Ah, criatura solapada! —se dijo Sylvie—. Pese a toda su marrullería, estoy segura de que esta pequeña culebra ha envuelto al coronel en sus anillos. Nos ha oído decir que es barón. ¡Y ella quiere ser baronesa! ¡Estúpida! ¡Oh, me libraré de ella poniéndola como aprendiza y muy pronto!

Sylvie se hallaba tan absorta en sus propios pensamientos, que no vio a su hermano, que venía por el camino examinando los desastres producidos por la escarcha en las dalias.

—¿En qué piensas, Sylvie, aquí tan quieta? Creí que mirabas los peces. A veces saltan fuera del agua.

—No —dijo ella.

—¿Y, cómo has dormido? —Acto seguido, se puso a contarle sus sueños de aquella noche—. ¿No encuentras que tengo barros en la cara?

Desde que Rogron amaba —no profanemos esta palabra—, mejor dicho, deseaba a mademoiselle de Chargeboeuf, se preocupaba mucho de sí mismo y de su aspecto, Pierrette bajó en aquel momento por la escalinata para anunciar, desde lejos, que el desayuno estaba servido. Al Ver a su prima, la tez de Sylvie se cubrió de manchas verdes y amarillas: toda su bilis se puso en movimiento. Examinó el corredor y encontró que Pierrette debía haberlo fregado.

—Lo fregaré si queréis —respondió aquel ángel, ignorante del peligro que este trabajo representa para una joven.

El comedor estaba irreprochablemente arreglado. Sylvie se sentó y durante todo el desayuno fingió tener necesidad de cosas, en que no hubiera pensado en un estado normal, que pedía a Pierrette para obligarla a levantarse, eligiendo siempre el momento en que la pobre niña se sentaba de nuevo a la mesa. Pero aún no tenía bastante con esto: Sylvie buscaba algo que reprocharle y se enfurecía interiormente al no encontrarlo. Si hubiesen tomado huevos frescos, desde luego se habría quejado del suyo, diciendo que estaba crudo. Apenas respondía a las necias preguntas de su hermano y sin embargo sólo le miraba a él. Sus ojos evitaban posarse en Pierrette, quien era extremadamente sensible a estos manejos. Pierrette sirvió el café de sus primos en un gran vaso de plata en el que calentaba la leche con nata al baño maría. Los hermanos Rogron añadían después, a discreción, el café negro hecho por Sylvie. Luego, de preparar minuciosamente su gusto, distinguió un ligero polvo de café; lo tomó con afectación en el torbellino amarillo, lo contempló y se inclinó para verlo mejor. Después estalló la tempestad.

—¿Qué tienes? —dijo Rogron.

—Tengo que la señorita me ha echado ceniza al café. ¡Qué agradable resulta tomar café con ceniza!… Pero esto no me sorprende: no pueden hacerse bien dos cosas a la vez. ¡Ella no pensaba en el café! ¡Un mirlo hubiera podido volar por la cocina esta mañana, que ella no se hubiera enterado! ¿Cómo quieres, pues, que viese volar la ceniza? ¡Y además, el café de su prima le importa un comino, naturalmente!

Habló en aquel tono mientras apartaba al borde del plato el polvo de café que había pasado a través del filtro, y algunos granos de azúcar que aún no se habían fundido.

—Pero, prima Sylvie, esto es café —dijo Pierrette.

—¡Vaya, así soy yo quien miente! —gritó Sylvie, fulminando a Pierrette con una espantosa mirada colérica de sus ojos llameantes.

Los organismos que no han sufrido los embates destructores de la pasión disponen de una enorme abundancia de energía vital. Aquel fenómeno de la excesiva claridad de la mirada en los momentos de cólera había arraigado tanto más en mademoiselle Rogron cuanto que antes, en su comercio, tuvo ocasión de utilizar el poder de su mirada abriendo desmesuradamente los ojos, a fin de imprimir un saludable terror en sus inferiores.

—Sólo falta que me contradigas —prosiguió— y precisamente tú, que merecerías abandonar esta mesa e irte a comer sola a la cocina.

—¡Pero qué tenéis las dos! —exclamó Rogron—. Estáis imposibles, esta mañana.

—Esta señorita sabe muy bien lo que tengo contra ella. Le permito que tome una decisión antes de hablarte de ello, pues voy a tener más bondades con esa niña de las que se merece.

Pierrette miraba a la plaza a través de los vidrios de la ventana para no ver los ojos de su prima, que la asustaban.

—¡Me escucha tanto como si hablase con esta azucarera! Sin embargo, tiene el oído fino, pues sabe hablar desde un primer piso con una persona de la calle… ¡Tu pupila es de una perversidad inaudita y no debes esperar de ella nada bueno!, ¿me oyes, Rogron?

—¿Es que ha hecho algo grave? —preguntó Rogron a su hermana.

—¡Una criatura de su edad! Esto se llama empezar temprano —gritó la solterona, furiosa.

Pierrette se levantó para quitar la mesa, tratando de conservar la serenidad aunque esto le costaba. Pese a que aquel lenguaje no era nuevo para ella, nunca pudo acostumbrarse a oírlo. La cólera de su prima le hacía pensar que había cometido un crimen. Se preguntó cual no sería su furor si conociese la escapada de Brigaut. Quizá le quitarían a Brigaut. Se agolparon en su cerebro los mil pensamientos de la esclava, extraordinariamente veloces y profundos. Y resolvió guardar un silencio absoluto acerca de un hecho que su conciencia no consideraba delictivo. Tuvo que oír palabras tan duras, tan ásperas, suposiciones tan insultantes, que al entrar en la cocina sufrió una contracción en el estómago, seguida de un terrible vómito. No se atrevió a quejarse, pues no estaba segura de obtener los cuidados debidos. Regresó al comedor pálida, palidísima; dijo que no se encontraba bien y fue a acostarse asiéndose, de peldaño en peldaño, a la barandilla, creyendo que había llegado la hora de su muerte. "¡Pobre Brigaut! ", se decía entre tanto.

—¡Está enferma! —exclamó Rogron.

—¿Ella, enferma? ¡No es más que comedia! —respondió Sylvie en voz alta, para que ella la oyese—. ¡Esta mañana lo está todo menos enferma!

Este último golpe abatió a Pierrette, quien se acostó bañada en llanto y rogando a Dios que se la llevase de este mundo.

Desde hacía aproximadamente un mes, Rogron ya no tenía que llevar el “Constitutionnel” a casa de Gouraud, pues el coronel venía obsequiosamente a la suya en busca del periódico y para conversar un poco e irse a pasear, luego, con Rogron cuando hacía buen tiempo. Segura de ver al coronel y de poderlo interrogar, Sylvie se atavió graciosamente. La solterona creía mostrarse coqueta poniéndose un vestido verde y un pequeño chal de oamisir amarillo con ribete encarnado y un sombrero blanco con raquíticas plumas grises. A la hora en que el coronel debía llegar, Sylvie se apostó en el salón con su hermano, a quien había obligado a permanecer en zapatillas y batín.

—¡Hace muy buen día, coronel! —dijo Rogron al oír los pesados pasos de Gouraud—, pero no estoy vestido, ya que mi hermana quería salir y me ha hecho quedar al cuidado de la casa. Os ruego me esperéis.

Rogron dejó a Sylvie sola con el coronel.

—¿Adonde queréis ir? Os habéis arreglado como una divinidad —dijo Gouraud que observó un aspecto de cierta solemnidad en el ancho semblante pecoso de la solterona.

—Quería salir, pero, como la pequeña no está bien, tengo que quedarme.

—¿Pues qué tiene?

—No lo sé, ha querido acostarse.

A consecuencia de su alianza con Vinet, cualquier cosa bastaba para alarmar la prudencia y despertar la desconfianza de Gouraud. Sin duda alguna, el abogado era quien llevaba la mejor parte. El leguleyo redactaba el periódico, en el que hacía lo que le venía en gana, destinando los ingresos a su redacción, mientras que el coronel, que era el administrador, ganaba muy poco con el periódico. Vinet y Cournant habían prestado enormes servicios a los Rogron y el coronel retirado no podía hacer nada por ellos. ¿Quién sería diputado? Vinet, ¿Quién era el gran elector? Vinet. ¿A quién consultaban todos? ¡A Vinet! Además, él conocía casi tan bien como Vinet la extensión y la profundidad de la pasión que la bella Bathilde de Chargeboeuf había despertado en Rogron. Aquella pasión se convertía en algo insensato, como sucede con las últimas pasiones de los hombres. La voz de Bathilde estremecía al célibe. Dominado por sus deseos, Rogron los ocultaba sin atreverse a esperar semejante alianza. Al sondear al mercero, el coronel le dijo que pensaba pedir la mano de Bathilde. Rogron palideció al ver surgir ante él a un rival tan temible; se mostró frío con Gouraud y casi lo aborreció. Esto quiere decir que Vinet era quien reinaba en aquella casa, mientras que él, el coronel, sólo estaba unido a ella por los vínculos hipotéticos de un falso afecto por su parte, y que en Sylvie aún no se había manifestado. Cuando el abogado le reveló las maniobras del sacerdote, aconsejándole que rompiese con Sylvie y pensase en Pierrette, Vinet halagó las inclinaciones naturales de Gouraud; pero al analizar el sentido íntimo de aquella proposición, al examinar bien el terreno que pisaba, el coronel creyó distinguir en su aliado la esperanza de indisponerlo con Sylvie y aprovechar el miedo de la solterona para hacer caer toda la fortuna de los Rogron en manos de mademoiselle de Chargeboeuf.

Así, cuando Rogron lo dejó a solas con Sylvie, la perspicacia del coronel se fijó en los ligeros indicios que revelaban un estado de inquietud en Sylvie. Descubrió el plan que ésta había formado para estar sobre las armas y durante unos instantes a solas con él. El coronel, que ya tenía fundadas sospechas de que Vinet iba a hacerle una trastada, atribuyó aquella conferencia a una insinuación secreta de aquel mono judicial; se puso en guardia como si efectuase un reconocimiento por territorio enemigo, sin quitar la vista del campo, atento al menor ruido, con el espíritu tenso y las armas a punto. El coronel tenía el defecto de no creer una sola palabra de lo que decían las mujeres; y cuando la solterona mencionó a Pierrette y dijo que se había acostado al mediodía, el coronel pensó que, en realidad, Sylvie la había castigado en su habitación, por simples celos.

—Cada día está más linda esta pequeña —dijo con volubilidad.

—Sí, será bonita —respondió mademoiselle Rogron.

—Deberías enviarla a París, a una tienda —añadió el coronel—. Se abriría paso muy pronto. Hoy en día, las modistas quieren tener niñas bonitas a su alrededor.

—¿De veras lo pensáis así? —dijo Sylvie con voz turbada.

“¡Bueno, ya estamos! —pensó el coronel—. Vinet debe de haber aconsejado que Pierrette y yo nos casemos un día para perderme a los ojos de esta vieja bruja”.

—¿Pues qué queréis hacer con ella? —dijo en voz alta—. Ahí tenéis a Bathilde de Chargeboeuf, una joven noble, de una incomparable belleza, bien emparentada, reducida a vestir santos: nadie la quiere. Pierrette no tiene nada, lo cual quiere decir que no se casará nunca. ¿Creéis que la juventud y la belleza significan algo para mí, por ejemplo; para mí que, cuando era capitán de caballería en la Guardia Imperial, desde que el emperador tuvo su guardia, visité todas las capitales, donde conocí las mujeres más hermosas que en ellas vivían? ¡No hay nada más vulgar ni necio que la juventud y la belleza!… Por favor, no me habléis más de ellas. A los cuarenta y ocho años —prosiguió haciéndose más viejo de lo que era—, cuando se ha sufrido la derrota de Moscú, cuando se ha hecho la terrible campaña de Francia, se tiene ya el físico un poco quebrantado. Eso quiere decir que yo ya soy un viejo. Una mujer como vos me cuidaría, me mimaría; y su fortuna, unida a mis míseros mil escudos de pensión, me proporcionaría un decente bienestar para mi vejez, y os aseguro que la preferiría mil veces a una remilgada que me causaría muchos sinsabores, que tendría treinta años y sería fogosa y apasionada cuando yo tuviese sesenta años y estaría medio tullido por el reuma. A mi edad, hay que calcular. Y os digo más, pero que quede entre nosotros: si me casase, no desearía tener hijos.

La expresión de Sylvie fue clarísima para el coronel durante aquella andanada, y su exclamación terminó de convencerlo de la perfidia de Vinet.

—Así —dijo Sylvie—, ¿no amáis a Pierrette?

—¿Pero es que os habéis vuelto loca, mi querida Sylvie? —exclamó el coronel—. Sólo los estúpidos tratan de cascar nueces cuando no tienen dientes. Gracias a Dios, aún no he perdido el juicio y me conozco muy bien.

Sylvie no quiso enseñar entonces su juego y se consideró muy fina haciendo hablar a su hermano.

—Mi hermano —dijo— había pensado en casaros.

—No comprendo como vuestro hermano ha podido tener idea tan absurda. Hace unos días, para saber qué secreto ocultaba, le dije que amaba a Bathilde: se puso blanco como el cuello de vuestro vestido.

—Es que ama a Bathilde —dijo Sylvie.

—¡Con locura! Y la verdad es que Bathilde sólo quiere su dinero. ("¡Chúpate ésa, Vinet! ", pensó el coronel.). ¿Cómo podía hablarme entonces de Pierrette? No, Sylvie —dijo tomándole la mano y estrechándosela—, ya que vos habéis sacado esto a colación… —Se acercó a Sylvie—. Pues bien… —le besó la mano; era coronel de caballería y había dado pruebas de valor—, sabed que no deseo tener a otra mujer sino a vos. Aunque este matrimonio parezca ser de conveniencia, por mi parte, yo siento afecto por vos.

—Pero soy yo quien querría casaros con Pierrette. ¿Y si yo le dejase mi fortuna…, eh, coronel?

—Pero yo no quiero ser un desgraciado y ver, dentro de diez años, a un joven chisgarabís como ese Julliard haciendo la corte a mi mujer y dirigiéndole versos en el periódico. ¡Yo no soy hombre capaz de aguantar estas cosas! Lo cual quiere decir que nunca haré un matrimonio desproporcionado respecto a la edad.

—Bien, coronel, hablaremos de todo esto seriamente —dijo Sylvie, dirigiendo una mirada que ella creyó llena de amor, pero que más bien parecía la de una ogresa. Sus labios fríos y de color violeta crudo se replegaron, descubriendo sus dientes amarillentos en lo que ella creía una sonrisa.

—Aquí estoy —dijo Rogron yendo en busca del coronel, quien se despidió cortésmente de la solterona.

Gouraud resolvió apresurar su matrimonio con Sylvie para hacerse amo de la casa, prometiéndose librarse de Bathilde y de Céleste Habert, gracias a la influencia que adquiriría sobre Sylvie durante la luna de miel. Así, durante aquel paseo, dijo a Rogron que el otro día quiso simplemente gastarle una broma: no tenía ninguna pretensión sobre el corazón de Bathilde pues sus escasos medios de fortuna no le permitían casarse con una mujer sin dote; después le confió su proyecto, diciéndole que había elegido a su hermana desde hacía mucho tiempo, a causa de sus buenas cualidades y que en fin, esperaba merecer el honor de convertirse en su cuñado.

—¡Ah, coronel!, ¡ah, barón! Si para esto sólo esperáis mi consentimiento, podéis darlo por hecho, dentro del plazo exigido por la ley —exclamó Rogron, dichoso de verse libre de este terrible rival.

Sylvie pasó toda la mañana en sus habitaciones, examinando si había espacio suficiente para un matrimonio. Resolvió construir un segundo piso para su hermano y hacer arreglar convenientemente el primero para ella y su marido; pero se prometió también, según la fantasía propia de las solteronas, que sometería al coronel a algunas pruebas para juzgar cuáles eran sus sentimientos y sus costumbres, antes de decidirse. Abrigaba aún ciertas dudas y quería estar segura de que Pierrette no sostenía ninguna clase de relación con el coronel.

Pierrette bajó a la hora de cenar, para poner la mesa. Sylvie se vio obligada a hacer la cena y se manchó el vestido, lo que la hizo maldecir a Pierrette. Era evidente que si Pierrette hubiese preparado la cena Sylvie se hubiera evitado aquella mancha de grasa en su vestido de seda.

—¿Ya estás aquí, palomita? ¡Eres como el perro del mariscal que duerme bajo la forja y a quien el ruido de las cacerolas despierta! ¿Y aún quieres que creamos en tu enfermedad, pequeña mentirosa?

Esta idea: “No me has dicho la verdad sobre lo que pasó esta mañana en la plaza, luego mientes en todo cuanto dices”, se convirtió en un martillo con el que Sylvie golpearía sin cesar el corazón y la cabeza de Pierrette.

Con gran asombro por parte de ésta, Sylvie la envió a vestirse para la velada, después de cenar. Ni la imaginación más despierta puede concebir la actividad que infunden las sospechas al espíritu de una solterona. En este caso, la solterona da ciento y raya a los políticos, los abogados y los notarios, los recaudadores y los avaros. Sylvie se prometió que consultaría a Vinet, después de haber examinado todo a su alrededor. Quería tener a Pierrette a su lado a fin de saber, por el aspecto de la niña, si el coronel había dicho la verdad.

Los primeros en llegar fueron las de Chargeboeuf. Atendiendo al consejo de su primo Vinet, Bathilde se había puesto doblemente elegante. Lucía un delicioso vestido azul de terciopelo de algodón con toquilla clara del mismo color, racimos de uvas de color granate y oro en las orejas, los cabellos peinados en bucles, la crucecita que llevaba al cuello con astucia, zapatitos de raso negro, medias de seda gris y guantes de Suecia; añádase a esto un porte de reina y coqueterías de jovencita capaces de hacer perder la cabeza a todos los Rogron del río. La madre, tranquila y digna, conservaba, como su hija, cierta impertinencia aristocrática con la que aquellas dos mujeres lo salvaban todo y en la que asomaba el espíritu de su casta. Bathilde estaba dotada de un espíritu superior, que sólo Vinet supo adivinar después de los meses de estancia de las de Chargeboeuf en su casa. Después de sondear la profundidad de aquella joven herida por la inutilidad de su juventud y de su belleza, iluminada por el desdén que le inspiraban los hombres de una época en que el dinero era el único ídolo, Vinet, sorprendido, exclamó:

—Si me hubiese casado con vos, Bathilde, hoy estaría en situación de llegar a ser ministro de Justicia. ¡Me llamaría Vinet de Chargeboeuf y me sentaría entre el Gobierno!

Bathilde no quería casarse impulsada por ideas vulgares, no iba al matrimonio para ser madre ni para tener marido; se casaba para ser libre, para tener un editor responsable, para que la llamasen señora y poder actuar como actúan los hombres. Rogron no era más que un nombre para ella; se proponía hacer algo de aquel imbécil, un diputado con voto cuya alma sería ella; quería vengarse de su familia, que se desentendía de una joven pobre. Vinet había ampliado y fortificado mucho sus ideas, sin regatearle su aprobación ni su admiración.

—Mi querida prima —le decía al explicarle la influencia de que gozaban las mujeres y mostrándole la esfera de acción que les era propia—, ¿creéis que Tiphaine un hombre de lo más mediocre, llegará por sí mismo al Tribunal de Primera Instancia de París? Fue madame Tiphaine quien lo hizo nombrar diputado y ella es quien lo empuja a París. Su madre, madame Roguin, es una dama muy astuta que hace lo que quiere con el famoso banquero Du Tillet, uno de los compinches de Nucingen, ambos relacionados con los Keller, y estas tres casas rinden grandes servicios al gobierno o a sus hombres más afectos, sus despachos están en excelentes relaciones con esos linces de la Banca y esa gente conoce a todo París. No hay motivo alguno que se oponga a que Tiphaine llegue a ser presidente de alguna corte real. Casaos con Rogron, que haremos de él un diputado por Provins cuando yo haya conquistado para mí otro colegio electoral de Sena y Mame. Tendréis entonces un buen enchufe, una de esas sinecuras en las que Rogron únicamente tendrá que firmar. Seremos de la oposición si ésta triunfa, pero si los Borbones se quedan, ¡ah!, en tal caso nos inclinaremos suavemente hacia el Centro. Además, Rogron no vivirá eternamente y más tardé podréis casaros con un hombre provisto de títulos. En fin, alcanzad una buena posición y los Chargeboeuf nos servirán. Vuestra miseria, como la mía, sin duda, os ha permitido medir lo que valen los hombres: hay que saber utilizarlos y servirse de ellos como si fuesen caballos de postas. Un hombre o una mujer nos llevan de una etapa a la siguiente.

Vinet había hecho de Bathilde una pequeña Catalina de Médicis. Dejando a su mujer en casa, muy contenta y feliz con sus dos hijos, acompañaba siempre a las señoras de Chargeboeuf a casa de los Rogron, donde se presentaba en toda su gloria de tribuno regional. Llevaba a la sazón bonitas antiparras de oro, un chaleco de seda con corbata blanca, pantalones negros, botas finas y un traje negro hecho en París, amén de reloj de oro con su cadena. El Vinet actual, a diferencia del antiguo Vinet, pálido y flaco, huraño y sombrío, se daba aires de político; seguro de su fortuna, andaba con la seguridad propia del hombre de palacio que conoce los recovecos del Derecho. Su cabeza pequeña y astuta estaba cuidadosamente peinada y su mentón bien afeitado le confería un aire tan afectado aunque frío que parecía un ser agradable, al estilo de Robespierre. Desde luego, podía llegar a ser un delicioso ministro de Justicia de elocuencia elástica, peligrosa y mortífera, o un orador de una finura a lo Benjamín Constant. La acritud y el odio que antes lo animaban habíanse convertido en una pérfida dulzura. El veneno se había metamorfoseado en medicina.

—Buenos días, querida, ¿cómo estáis? —dijo madame de Chargeboeuf a Sylvie.

Bathilde se fue en derechura a la chimenea, se quitó el sombrero, se miró en el espejo y puso su lindo pie en la barra de la pantalla, para que Rogron lo viese.

—¿Qué os pasa, señor? —le dijo, mirándolo—. ¿Qué os pasa, que no me saludáis? ¡Ah, bien! Me pondré vestidos de terciopelo para vos…

Se cruzó con Pierrette para ir a dejar su sombrero sobre un sillón, pero la niña se lo robó de las manos y ella se lo dejó tomar como si la bretona fuese una simple doncella. Los hombres tienen fama de feroces y los tigres también; pero ni los tigres, ni las víboras, ni los diplomáticos, ni la gente de la Justicia, ni los verdugos, ni los reyes pueden acercarse, en sus mayores atrocidades, a las crueldades dulces, las dulzuras envenenadas, el salvaje desdén con que se tratan las señoritas entre sí cuando unas se creen superiores a las otras en nacimiento, en fortuna o en gracias, y se trata del matrimonio, de cuestiones de precedencia y, en fin, de las mil rivalidades que surgen entre las mujeres. El “gracias, señorita” que dijo Bathilde a Pierrette era un poema en doce cantos.

Ella se llamaba Bathilde y la otra Pierrette. ¡Ella era una Chargeboeuf y la otra una Lorrain! ¡Pierrette era menuda y doliente, Bathilde era alta y llena de vida! ¡A Pierrette la mantenían por caridad, Bathilde y su madre tenían su independencia! ¡Pierrette llevaba un vestido de lana fina con toca, Bathilde hacía ondular el terciopelo azul del suyo! ¡Bathilde tenía los hombros más bellamente torneados de todo el departamento, unos brazos de reina; Pierrette mostraba las paletillas y tenía los brazos delgados! ¡Pierrette era la Cenicienta, Bathilde era el hada! ¡Bathilde iba a casarse, Pierrette moriría virgen y mártir! ¡Bathilde era una mujer adorable, Pierrette no despertaba el afecto de nadie! ¡Bathilde lucía un peinado encantador, de gusto; Pierrette ocultaba sus cabellos bajo una pequeña toca y desconocía por completo la moda! Conclusión: Bathilde lo era todo, Pierrette no era nada. La altiva bretona supo interpretar muy bien aquel poema.

—Buenos días, pequeña —le dijo madame de Chargeboeuf desde lo alto de su grandeza y con el acento que le conferían las pinzas que sujetaban el extremo de su nariz.

Vinet coronó aquel cúmulo de injurias mirando a Pierrette y diciendo: "¡Oh, oh, oh! ", en tres tonos distintos, para añadir:

—¡Qué guapa estamos esta noche, Pierrette!

—¿Guapa? —dijo la pobre niña—. No es a mí, sino a vuestra prima a quien hay que llamar así.

—¡Oh, mi prima lo está siempre! —respondió el abogado—. ¿No es verdad, amigo Rogron? —dijo volviéndose hacia el dueño de la casa, dándole una palmada en la mano.

—Sí —respondió Rogron.

—¿Por qué queréis hacerle decir lo que no siente? —terció Bathilde alzándose ante Rogron—. Nunca me ha encontrado de su gusto. ¿No es verdad? Miradme.

Rogron la contempló de pies a cabeza y cerró suavemente los ojos, como un gato cuando le rascan el cráneo.

—Sois demasiado bella —dijo—. Es demasiado peligroso miraros.

—¿Por qué?

Rogron guardó silencio, con la vista fija en los leños a medio quemar de la chimenea. En aquel momento entró mademoiselle Habert, seguida del coronel. Céleste Habert, que se había convertido en el enemigo común, sólo podía contar con Sylvie, pero todos le testimoniaban tantas más consideraciones, cortesías y atenciones amables, cuanto más segaban la hierba bajo sus pies, con el resultado de que ella se encontraba entre aquellas pruebas de interés y el recelo que su hermano había sabido inspirarle. El vicario, aunque se hallaba lejos del teatro de operaciones, adivinaba todo cuanto allí sucedía. Así, cuando comprendió que las esperanzas de su hermana habían abortado, se convirtió en uno de los más implacables adversarios de Rogron. El lector podrá imaginarse inmediatamente a mademoiselle Habert cuando sepa que si no hubiese sido dueña o archidueña de una pensión hubiera tenido toda su vida aspecto de institutriz. Las institutrices tienen una manera particular de ponerse el sombrero. Del mismo modo como las viejas inglesas han adquirido el monopolio de los turbantes, las institutrices tienen el monopolio de sus sombreros, en los que el armazón domina las flores y éstas son archiartificiales. Guardados mucho tiempo en un armario, estos sombreros están siempre nuevos y viejos al mismo tiempo, incluso desde el primer día. El honor de estas señoritas consiste en imitar a las modelos de los pintores; se sientan sobre sus caderas y no sobre la silla. Cuando les hablan, vuelven el busto en bloque en vez de volver únicamente la cabeza; y cuando sus ropas chirrían, casi se diría que los resortes de aquella especie de máquina se han desarreglado. Mademoiselle Habert, ideal de este género, tenía ojos severos, la boca maquillada y, bajo el mentón surcado por arrugas, las cintas de su sombrero, lacias y marchitas, iban y venían a compás de sus movimientos. Estaba adornada por dos pecas de buen tamaño, parduscas, provistas de pelos que dejaba crecer como si fuesen clemátides despeinadas. Y, por último, tomaba rapé, aunque lo tomaba sin gracia.

Comenzó la partida de boston. Sylvie se sentó frente a mademoiselle Habert y el coronel fue colocado a un lado, delante de madame de Chargeboeuf. Bathilde se quedó junto a su madre y Rogron. Sylvie puso a Pierrette entre ella y el coronel. Rogron desplegó la otra mesilla, para el caso de que viniesen los señores de Néraud, Cournant y su esposa. Vinet y Bathilde sabían jugar al whist, juego predilecto de los Cournant. Desde que las de Chargeboeuf, como decían en Provins, frecuentaban la mansión de los Rogron, las dos lámparas brillaban sobre la chimenea entre los candelabros y el reloj, y las mesas estaban iluminadas por bujías que costaban a cuarenta sueldos la libra, que, por otra parte, pagaban con las ganancias del juego.

—Vamos, Pierrette, toma tu labor, hijita —dijo Sylvie con una pérfida dulzura, viendo que miraba el juego del coronel.

Fingía siempre tratar muy bien a Pierrette. Aquel infame engaño irritaba a la noble bretona y la llenaba de desdén por su prima. Pierrette tomó su bordado, pero, mientras lo punteaba, continuaba mirando el juego de Gouraud. Éste parecía ignorar la presencia de la niña a su lado. Sylvie lo observaba y comenzaba a encontrar aquella indiferencia excesivamente sospechosa. Hubo un momento de la velada en que la solterona se lo jugó todo a una baza de corazones. Sobre la mesa había multitud de fichas y, además, veintisiete sueldos. Habían venido los Cournant y Néraud. El viejo juez suplente, Desfondrilles, a quien el Ministerio de Justicia había asimilado a juez al conferirle las funciones propias de un juez de instrucción, pero que no tenía bastante talento para actuar como un juez de cuerpo entero y que, desde hacía dos meses, había abandonado el partido de los Tiphaine para pasarse al partido de Vinet, estaba de frente a la chimenea, vuelto de espaldas al fuego y con los faldones de la levita levantados. Desde allí contemplaba aquel magnífico salón en el que brillaba mademoiselle de Chargeboeuf, pues hubiérase dicho que aquel decorado rojo había sido hecho exprofeso para poner de relieve los encantos de aquella mujer magnífica. Reinaba silencio. Pierrette contemplaba el juego y la atención de Sylvie se hallaba concentrada en la jugada que estaba realizando.

—Jugad —dijo Pierrette al coronel, indicándole corazones.

El coronel inició una escala de corazones; éstos se encontraban entre Sylvie y él; el coronel sacó el as, aunque Sylvie se defendió con cinco cartas menores.

—Esta jugada no es leal; Pierrette ha visto mi juego y el coronel se ha dejado aconsejar por ella.

—Pero, señorita —dijo Céleste—, el juego del coronel consistía en seguir jugando corazones para seguir vuestro juego.

Esta frase hizo sonreír a monsieur Desfondrilles, hombre fino que había terminado por reírse de todos los sórdidos intereses que se hallaban en juego en Provins, donde hacía el papel de Rigaudin en la “Casa en subasta”, de Picard.

—Es el juego del coronel —dijo Cournant, sin saber de qué se trataba.

Sylvie dirigió a mademoiselle Habert una de aquellas miradas de solterona a solterona, atroz y dulzona.

—Pierrette, tú has visto mi juego —dijo Sylvie, mirando de hito en hito a su prima.

—No, prima Sylvie.

—Yo desde aquí veo todo el juego —dijo el juez arqueólogo—, y puedo asegurar que la pequeña sólo ha visto el del coronel.

—¡Bah! —dijo Gouraud, espantado—. Las jovencitas saben deshacerse en miradas melosas.

—¡Ah! —exclamó Sylvie.

—Sí —prosiguió Gouraud—, ha mirado vuestro juego para hacer una travesura. ¿No es verdad, bonita?

—No —dijo la leal bretona—. Soy incapaz de ello, y, en tal caso, me hubiera interesado por el juego de mi prima.

—Sabes muy bien que eres una mentirosa y además una niña boba —dijo Sylvie—. ¿Cómo puedo tener la menor fe en tus palabras, después de lo que ha pasado esta mañana? Eres una…

Pierrette no dejó que su prima acabase en su presencia lo que iba a decir. Presintiendo un torrente de injurias, se levantó, salió y, a oscuras, subió a su habitación. Sylvie palideció de rabia y dijo entre dientes:

—Me las pagará.

—¿Pagáis la jugada? —preguntó madame de Chargeboeuf.

En aquel mismo instante, la pobre Pierrette se dio un golpe en la frente con la puerta del corredor que el juez había dejado abierta.

—¡Bien merecido lo tiene! —exclamó Sylvie.

—¿Qué le pasa? —preguntó Desfondrilles.

—Nada que no merezca —respondió Sylvie.

—Se ha dado un golpe muy fuerte —dijo mademoiselle Habert.

Sylvie trató de no pagar la jugada levantándose para ir a ver qué había hecho Pierrette, pero madame de Chargeboeuf se lo impidió.

—Antes pagadnos —le dijo riendo—, pues al volver ya no os acordaríais de nada.

Esta proposición, motivada por la mala fe con que la ex mercera cumplía sus obligaciones del juego, y por sus triquiñuelas, mereció el asentimiento general. Sylvie volvió a sentarse sin pensar más en Pierrette, y esta indiferencia no sorprendió a nadie. Durante toda la velada, Sylvie estuvo dominada por una preocupación constante. Terminado el boston hacia las nueve y media, se hundió en una poltrona, a un lado de la chimenea, de la que sólo se levantó para los saludos y las despedidas. El coronel la torturaba. Ella ya no sabía qué pensar.

“¡Los hombres son tan falsos!”, se dijo, poco antes de quedarse dormida.

Pierrette se había dado un golpe terrible con el canto de la puerta. Se golpeó la cabeza a la altura de la oreja, en el punto donde las jovencitas separan aquella porción de sus cabellos con el que forman rizos sujetos por papillotes. Al día siguiente comprobó que tenía allí una gran equimosis.

—Dios te ha castigado —le dijo su prima a la mañana siguiente, mientras desayunaban—. Te ha castigado por haberme desobedecido, por haberme faltado al respeto que me debías al no escucharme e irte dejándome a la mitad de una frase. No has tenido más que lo que te merecías.

—De todos modos —dijo Rogron—, habría que ponerle una compresa de agua y sal.

—¡Bah, no será nada, primo Denis! —dijo Pierrette.

La pobre niña llegó a encontrar una prueba de interés en la observación de su tutor.

Y la semana terminó como había comenzado; o sea, en medio de continuos tormentos. Sylvie, ingeniosa, llevó los refinamientos de su tiranía a los extremos más salvajes. Los illinois, los cherokes y los mohicanos hubieran podido aprender de ella. Pierrette no se atrevió a quejarse de sus vagos sufrimientos, de los dolores que sentía en la cabeza. La causa del descontento de su prima era que no hubiese querido revelarle la identidad de Brigaut, y, a causa de su terquedad bretona, Pierrette se obstinaba en guardar un silencio muy explicable. Se comprenderá fácilmente la mirada que Pierrette dirigió a Brigaut, a quien consideró perdido para ella caso de ser descubierto y a quien, por instinto, la niña quería tener cerca de donde ella estaba, feliz de saber que vivía en Provins. ¡Qué alegría tuvo al ver a Brigaut! El aspecto de su compañero de niñez era comparable al que tiene el desterrado que dirige desde lejos una mirada a su patria, semejante a la mirada que eleva al cielo el mártir cuyos ojos, dotados de una segunda vista, tienen el poder de penetrar durante los ardores del suplicio. La última mirada de Pierrette fue tan perfectamente comprendida por el hijo del mayor que, mientras cepillaba tablas, abría el compás, tomaba medidas y encajaba las maderas, se devanaba los sesos para hallar un medio de comunicarse con ella. Y Brigaut terminó por descubrir un sistema, de una simplicidad extraordinaria: a determinada hora de la noche, Pierrette desenrollaría un bramante, a cuyo extremo él ataría una carta.

En medio de los horribles sufrimientos que causaba a Pierrette su doble enfermedad, un tumor que se le formaba en el cerebro y sus trastornos orgánicos, se sentía sostenida por el pensamiento de comunicarse con Brigaut. Un mismo deseo agitaba a aquellos dos corazones; ¡separados, se entendían! A cada golpe que recibía en el corazón, a cada punzada de dolor que experimentaba en la cabeza, Pierrette se decía:

—¡Brigaut está aquí!

Y entonces sufría sin quejarse.

Brigaut vio a su amiguita el primer día que ésta fue al mercado, después de su primer encuentro en la iglesia. Aunque la vio temblorosa y pálida como una hoja de noviembre a punto de desprenderse de la rama, el mozo, sin perder la cabeza, compró unas frutas a la misma vendedora a quien la terrible Sylvie compraba. Así, Brigaut pudo deslizar el billete en la mano de Pierrette. Lo hizo con naturalidad, mientras bromeaba con la vendedora, y con el aplomo de un pillo, como si jamás hubiera hecho otra cosa. Con tanta sangre fría ejecutó su acción, pese a la sangre caliente que silbaba en sus oídos y salía tumultuosa de su corazón cual si quisiera hacer estallar venas y arterias. Por fuera demostraba la resolución de un viejo presidiario, e interiormente se hallaba agitado por los temblores de la inocencia, como sucede a ciertas madres en crisis mortales cuando se encuentran cogidas entre dos peligros, entre dos precipicios.

Pierrette experimentó los mismos vértigos de Brigaut y apretó el papel en el bolsillo de su delantal. Las placas de sus mejillas adquirieron el rojo cereza del fuego más violento. Aquellas dos criaturas experimentaron sin saberlo unas mutuas sensaciones que hubieran hecho palidecer a diez amores vulgares. Aquel momento les dejó en el alma un manantial vivo de emociones. Sylvie, que desconocía el acento bretón, no supo distinguir a un enamorado en la persona de Brigaut, y Pierrette pudo volver a casa con su tesoro.

Las cartas de aquellas dos pobres criaturas terminaron sirviendo de pruebas en un horrible debate judicial; pues, sin aquellas fatales circunstancias, nunca hubieran sido conocidas.

He aquí lo que Pierrette leyó aquella noche en su habitación:

"Mi querida Pierrette, a medianoche, a la hora en que todos duermen, pero en que yo velaré por ti, estaré todas las noches al pie de la ventana de la cocina. Tú puedes bajar desde la tuya un bramante lo bastante largo para que llegue hasta mí, lo que no hará ruido y te servirá para entregarme lo que tengas que escribirme. Yo te responderé por el mismo medio. He sabido que estos miserables parientes, que te tenían que hacer tanto bien y que te hacen tanto mal, te han enseñado a leer y escribir. ¡Tú, Pierrette, hija de un coronel muerto por Francia, obligada a cocinar para estos monstruos!… ¿Qué se han hecho de tus lindos colores y tu buena salud? ¿Qué ha sido de mi Pierrette? ¿En qué la han convertido? Veo muy bien que no te encuentras a gusto. ¡Oh, Pierrette, volvámonos a Bretaña! Yo puedo ganar lo suficiente para darte todo lo que te falta: tendrías tres francos diarios, pues yo gano de cuatro a cinco y con treinta sueldos me basta. ¡Ah, Pierrette, cómo he rezado al buen Dios por ti desde que te volví a ver! Le he pedido que me dé todos tus sufrimientos y que te conceda todas las alegrías. ¿Por qué sigues con esa gente que te tiene prisionera? Tu abuela es más que ellos. Esos Rogron son venenosos; te han hecho perder la alegría. En Provins no andas como corrías y te movías en Bretaña. ¡Regresemos a Bretaña! Yo estoy aquí para servirte, para cumplir lo que me ordenes; ya me dirás qué puedo hacer. Si tienes necesidad de dinero, tengo sesenta escudos que son nuestros, y tendré el dolor de enviártelos por el bramante en vez de besar con respeto tus queridas manos, al ponerlos en ellas. ¡Ah, cuánto tiempo hace, mi pobre Pierrette, que el azul del cielo se ha oscurecido para mí! No he conocido ni dos horas de alegría desde que te dejé en aquella malhadada diligencia; y cuando volví a verte, reducida al estado de sombra de ti misma, esa bruja que tienes por parienta turbó nuestro encuentro y nuestra dicha. En fin, tendremos el consuelo, todos los domingos, de rezar a Dios juntos y así Él quizá nos escuchará mejor. No te digo adiós, mi querida Pierrette, y hasta esta noche. "

Esta carta conmovió hasta tal punto a Pierrette, que pasó más de una hora releyéndola y mirándola; pero, no sin dolor, pensó que no tenía recado de escribir. Entonces emprendió el difícil viaje desde su buhardilla al comedor, donde encontraría tinta, pluma y papel. Pudo realizarlo sin despertar a su terrible prima. Pocos momentos antes de medianoche había terminado de escribir la carta que sigue y que fue citada igualmente en el proceso:

“Amigo mío, ¡oh, sí!, amigo mío, pues solamente tú, Jacques, y mi abuela me queréis. Que Dios me perdone, pero sois también las dos únicas personas a quien yo amo, tanto a la una como a la otra, ni más ni menos. Era demasiado pequeña para haber conocido a mi mamaíta; pero a ti, Jacques, y a mi abuela, y también a mi abuelo que en la Gloria esté, pues se la tiene bien ganada después de sufrir tanto con su ruina que fue la mía también, en fin, a vosotros dos que aún estáis con vida, os quiero tanto como yo soy desgraciada. Pero, para saber lo mucho que os quiero, tendríais que saber lo mucho que sufro. Y esto yo no lo deseo, pues os afligiría demasiado. ¡Me hablan como nosotros no hablamos a los perros! ¡Me tratan como a la última de las últimas! Por más que hago examen de conciencia como si estuviese ante Dios, no me hallo culpable de haber obrado mal con ellos. Antes de que tú vinieras a cantarme la canción de las casadas, yo veía la bondad de Dios en mis sufrimientos; pues cuando le rogaba que me llevase de este mundo, pues me sentía muy enferma, me decía: ¡Dios me ha escuchado! Pero ya que estás aquí Brigaut, quiero que volvamos a Bretaña junto a mi abuelita que tanto me quiere, aunque me hayan dicho que me ha robado ocho mil francos. ¿De veras puedo tener yo ocho mil francos, Brigaut? Si son míos, ¿no podrías conseguirlos? Pero no son más que mentiras; si tuviésemos ocho mil francos mi abuela no estaría en Saint-Jacques. No he querido turbar los últimos días de esta buena y santa mujer con el relato de mis tormentos: le causaría la muerte. ¡Ah, si supiese que su nieta tiene que lavar los platos! Ella que me decía: “Deja esto, niña —cuando yo quería ayudarla, a la pobre—, déjalo, déjalo, querida, estropearías tus lindas manitas”. ¡Ahora sí que tengo las uñas limpias! Apenas puedo cargar con la cesta de la compra, que me siega el brazo al volver del mercado. Sin embargo, no creo que mis primos sean malos; pero creen que tienen que estar siempre regañando y parece ser que yo no puedo dejarlos. Mi primo es mi tutor. Un día en que quise escaparme porque me trataban muy mal, y se lo dije, mi prima Sylvie me respondió que la gendarmería iría a buscarme, que la ley estaba de parte de mi tutor y entonces comprendí que los primos no pueden reemplazar a nuestros padres, del mismo modo que los santos no pueden reemplazar al buen Dios. ¿Qué quieres que haga con tu dinero, mi pobre Jacques? Guárdalo para nuestro viaje. ¡Oh, cómo pensaba en ti, en Pen-Hoel y en el gran estanque! Fue allí donde comimos nuestro primer pan blanco. Me parece que voy de mal en peor. ¡Estoy muy enferma, Jacques! Tengo dolores de cabeza que me hacen gritar, y también me duelen los huesos y la espalda, sin hablar de unas terribles punzadas en los riñones, y sólo me apetecen cosas malas, raíces y hojas; y, por último, me gusta el olor del papel impreso. Hay momentos en que lloraría si estuviese sola, pues no me dejan hacer nada a mi antojo y ni siquiera me permiten llorar. Tengo que ocultarme para ofrecer mis lágrimas a Aquel de quien recibimos las gracias que llamamos aflicciones. Sin duda ha sido Él quien te dio la buena idea de que vinieses a cantar bajo mi ventana la canción de las casadas. Mi prima, que te oyó, Jacques, me ha dicho que tengo un amante. Si quieres ser mi amante, ámame bien; te prometo que te amaré siempre como antes y que seré tu fiel servidora.

”Pierrette Lorrain.

”Me querrás siempre, ¿verdad?”.

La bretona cogió un mendrugo de la cocina en el que hizo un agujero para meter la carta y dar peso al cordel. A medianoche, empezó a abrir la ventana con precauciones excesivas, e hizo bajar el pedazo de pan con la carta, que no podía hacer ningún ruido al rozar con la pared o las persianas. Notó que Brigaut tiraba del hilo antes de partirlo. Después el mozo se alejó lentamente, con paso de lobo. Cuando estuvo en el centro de la plaza, lo pudo ver confusamente a la claridad de las estrellas; pero él la pudo contemplar en la zona luminosa creada por la luz proyectada por la vela.

Los dos jóvenes permanecieron así durante una hora. Pierrette le indicaba por señas que se fuese. Él se iba, ella se quedaba, y él volvía para seguirla mirando, y entonces Pierrette le ordenaba de nuevo que se fuese. Estas maniobras se repitieron varias veces hasta que la niña cerró la ventana, se acostó y apagó la vela de un soplo. Una vez en la cama, se durmió dichosa a pesar de sus sufrimientos: tenía la carta de Brigaut bajo la almohada. Durmió como duermen los perseguidos, con un sueño embellecido por los ángeles, aquel sueño de atmósfera de oro y de ultramar, lleno de arabescos divinos entrevistos y representados por Rafael.

La naturaleza moral ejercía tal influjo sobre aquella delicada naturaleza física, que al día siguiente Pierrette se levantó alegre y gozosa como una alondra, radiante y ligera. Semejante cambio no podía pasar desapercibido a ojos de su prima, que, esta vez, en lugar de reprenderla, se puso a observarla con la atención de una urraca. “¿De dónde le viene tanta alegría?”, se dijo, inspirada por los celos y no por su despótico talante. Si el coronel no hubiese tranquilizado en cierto modo a Sylvie, hubiera dicho a Pierrette, como la vez anterior:

“¡Pierrette, eres muy rebelde y haces muy poco caso de lo que te dicen!”.

La solterona resolvió espiar a Pierrette como solo las solteronas saben hacerlo. Aquel día fue sombrío y silencioso, como los momentos que preceden a una tempestad.

—¿Así, nada te duele ya, Pierrette? —dijo Sylvie durante la cena—. ¡Cuando yo te decía que hace todo esto para atormentamos! —exclamó dirigiéndose a su hermano, sin esperar la respuesta de Pierrette.

—Al contrario, prima Sylvie, creo que tengo fiebre…

—¿Fiebre de qué? Estás contenta como un pinzón. Dime, ¿acaso has vuelto a ver a alguien?

Pierrette se estremeció y fijó la mirada en su plato.

—¡Hipócrita! —exclamó Sylvie—. ¡Qué redomada embustera estás hecha ya a los catorce años! Serás muy desgraciada, si sigues así.

—No sé a qué os referís —repuso Pierrette, dirigiendo la mirada de sus bellos y luminosos ojos castaños a su prima.

—Hoy —le dijo ésta— te quedarás trabajando en el comedor con una vela. Estás de más en el salón, y no quiero que metas la nariz en mi juego para aconsejar a tus favoritos.

Pierrette ni siquiera pestañeó.

—¡Santurrona! —la apostrofó Sylvie al salir del comedor.

Rogron, que no comprendía nada de lo que decía su hermana, dijo a Pierrette:

—¿Pero qué os pasa a las dos? Trata de complacer a tu prima, Pierrette; es muy indulgente y de carácter muy dulce. Si la pones de tan mal humor, seguramente es que has cometido alguna falta. ¿Por qué estáis siempre riñendo? A mí me gusta vivir tranquilo. Mira a mademoiselle Bathilde: ése debería ser tu modelo.

Pierrette podía soportarlo todo al pensar que Brigaut vendría sin duda a traerle una respuesta a la medianoche. Esta esperanza fue el viático de su fatigosa jornada. ¡Pero estaba consumiendo sus últimas fuerzas! En lugar de dormir, permaneció levantada, escuchando dar las horas, y temiendo hacer ruido.

Por último sonó la medianoche, abrió suavemente la ventana y esta vez utilizó una cuerda que se había agenciado atando varios trozos de bramante. Había oído los pasos de Brigaut y, al recoger la cuerda, pudo leer la carta siguiente, que la colmó de alegría:

“Mi querida Pierrette, no quiero que te fatigues esperándome para no aumentar tus sufrimientos. Me oirás gritar como gritaban los “chouans”. Afortunadamente, mi padre me enseñó a imitar su grito. Gritaré, pues, tres veces y entonces tú sabrás que he llegado y que tienes que echarme el cordel; pero ahora tardaré unos días en venir. Cuando lo haga, pienso traerte una buena noticia. ¡Pierrette, por Dios, no hables de morir! ¿Es posible que pienses en eso? Todo mi corazón se ha estremecido; yo también he creído morir ante semejante idea. No, mi Pierrette, tú no morirás; vivirás feliz y pronto te verás libre de tus perseguidores. Si fracaso en lo que me propongo hacer para salvarte, acudiré a la justicia y diré ante la faz del cielo y de la tierra como te tratan tus indignos parientes. Estoy seguro de que tus sufrimientos terminarán dentro de pocos días; ten paciencia, Pierrette. Brigaut vela por ti como en los tiempos en que íbamos a deslizamos por el estanque y cuando te saqué del gran agujero en que estuvimos a punto de morir los dos juntos. Adiós, mi querida Pierrette; dentro de pocos días seremos felices, si Dios quiere. No me atrevo a decirte la única cosa que podría oponerse a que nos uniésemos. ¡Pero Dios nos quiere! Dentro de pocos días, pues, podré ver a mi querida Pierrette en libertad, sin preocupaciones, sin que nadie me impida mirarte, pues no sabes cuánto ansío verte, Pierrette. ¡Oh, Pierrette, que te has dignado amarme y decírmelo! Sí, Pierrette, yo seré tu amante, pero cuando habré ganado la fortuna que tú mereces. Hasta entonces, sólo quiero ser para ti un devoto servidor, de cuya vida puedes disponer. Adiós.

”Jacques Brigaut”.

He aquí lo que el hijo del mayor no decía a Pierrette. Brigaut escribió la carta siguiente a madame Lorrain, de Nantes:

“Madame Lorrain, vuestra nieta morirá, abrumada por los malos tratos, si no vais a reclamarla; me costó trabajo reconocerla y, para que podáis juzgar las cosas por vos misma, os adjunto a la presente la carta que he recibido de Pierrette. Aquí creen que tenéis la fortuna de vuestra nieta y debéis justificaros ante esta acusación. Y por último, si podéis, venid cuanto antes; aún podemos ser felices, y más tarde encontraríais a Pierrette muerta.

"Soy, con el mayor respeto, vuestro devoto servidor,

Jacques Brigaut.

“A la casa de monsieur Frappin, carpintero, calle Mayor, Provins”.

Brigaut temía que la abuela de Pierrette hubiese muerto.

Aunque la carta de aquel que, en su inocencia, ella llamaba su amante fuese casi un enigma para la bretona, creyó en ella con su fe de virgen. El corazón experimentó la sensación que conocen los viajeros del desierto al distinguir desde lejos las palmeras en tomo a un oasis. Dentro de pocos días su desgracia cesaría, le decía Brigaut, y ella se durmió confiada en la promesa de su amigo de la infancia; sin embargo, al juntar esta carta a la otra, tuvo un terrible pensamiento manifestado de manera espantosa.

“Pobre Brigaut —se dijo—, no sabe en qué agujero he metido los pies”.

Sylvie había oído a Pierrette y también había oído a Brigaut bajo la ventana; se levantó, se precipitó hacia la suya para examinar la plaza a través de las persianas y vio, al claro de luna, a un hombre que se alejaba hacia la casa donde vivía el coronel y frente a la cual Brigaut se detuvo. La solterona abrió suavemente la puerta, subió al primer piso, se quedó estupefacta al ver luz en la habitación de Pierrette, aplicó el ojo al agujero de la cerradura y nada pudo ver.

—Pierrette —dijo—, ¿estás enferma?

—No, prima Sylvie —respondió Pierrette, sorprendida.

—¿Entonces por qué tienes luz en tu cuarto a media noche? Abre. Tengo que saber qué haces.

Pierrette fue a abrir descalza, y su prima vio el bramante amontonado que Pierrette no había tenido aún tiempo de guardar, pues no se imaginaba que la sorprendiesen. Sylvie se abalanzó hacia él.

—¿Qué hacías con esto?

—Nada, prima Sylvie.

—¿Nada? —repitió ella—. ¿Siempre mintiendo, eh? Así no irás al paraíso. Vuelve a acostarte, tendrás frío.

No le preguntó nada más y se retiró dejando a Pierrette sobrecogida de terror por aquella clemencia. En vez de estallar, Sylvie resolvió de pronto sorprender al coronel y Pierrette, interceptar sus cartas y confundir a los dos amantes que se dedicaban a engañarla. Pierrette, inspirada por su peligro, metió las dos cartas entre su corsé y el forro y las recubrió de calicó.

Aquí terminaron los amores de Pierrette y de Brigaut.

Pierrette estuvo muy contenta de la determinación adoptada por su amigo, pues las sospechas de su prima se verían frustradas al no hallar nada que las fundamentase. Sylvie, en efecto, se pasó tres noches en vela y tres veladas espiando al inocente coronel, sin ver en Pierrette, en la casa ni fuera de ella, nada que revelase que ambos se entendían. Envió a Pierrette a confesarse, y aprovechó aquel momento para revolver de arriba abajo la habitación de la niña, con la práctica y la perspicacia de los espías y los consumeros de París. Mas nada encontró. Su furor alcanzó el apogeo de los sentimientos humanos. Si Pierrette hubiese estado presente, la hubiera pegado sin piedad. Para una mujer de su calaña, los celos, más que un sentimiento, eran una ocupación: vivía, sentía palpitar su corazón, experimentaba emociones hasta entonces completamente desconocidas para ella. El menor movimiento la mantenía despierta, escuchaba los más leves rumores, observaba a Pierrette con una sombría preocupación, como diciendo:

“¡Esta pequeña miserable me matará!”.

La serenidad de Sylvie con su prima alcanzó un grado de crueldad refinadísima y empeoró la situación en que se encontraba Pierrette. La pobrecilla tenía fiebre casi constante, y sus jaquecas se hicieron intolerables. En ocho días, ofreció a los visitantes de la casa de los Rogron un aspecto de sufrimiento que, desde luego, hubiera enternecido a personas no dominadas por tan crueles intereses; pero el médico Néraud, quizás aconsejado por Vinet, estuvo más de una semana sin acudir a la casa. El coronel, objeto de las sospechas de Sylvie, tuvo miedo de comprometer su matrimonio si demostraba la más pequeña solicitud por Pierrette. Bathilde explicó el cambio sufrido por la niña atribuyéndolo a una crisis prevista, natural y sin peligro. Hasta que al fin, un domingo por la noche en que Pierrette estaba en el salón, entonces lleno de gente, no pudo resistir a tantos dolores y se desvaneció; el coronel, que fue el primero en darse cuenta del desmayo, la recogió para llevarla a un canapé.

—Lo ha hecho expresamente —dijo Sylvie mirando a mademoiselle Habert y a los que jugaban con ella.

—Os aseguro que vuestra prima está muy mal —dijo el coronel.

—Está muy bien en vuestros brazos —dijo Sylvie al coronel con una sonrisa espantosa.

—El coronel tiene razón —dijo madame de Chargeboeuf—, deberíais llamar a un médico. Esta mañana, en la iglesia, todos hablaban, al salir, del estado de mademoiselle Lorrain, que salta a la vista.

—Me muero —suspiró Pierrette.

Desfondrilles llamó a Sylvie y le dijo que aflojase los vestidos de su prima. Sylvie corrió hacia ella diciendo:

—¡Son camándulas!

De todos modos, le aflojó las ropas y, cuando iba a hacer lo propio con el corsé, Pierrette encontró fuerzas sobrehumanas para incorporarse y gritó:

—¡No, no! Iré a acostarme.

Sylvie había palpado el corsé y sus dedos notaron la presencia de los papeles. Dejó que Pierrette se fuese, diciendo a todos los que la rodeaban:

—Bien, ¿qué me decís ahora de su enfermedad? No son más que pamemas. No os podéis imaginar la perversidad de esta criatura.

Al fin de la velada, retuvo a Vinet a su lado. Estaba furiosa y quería vengarse; se mostró grosera con el coronel cuando se despidieron. El coronel dirigió a Vinet una mirada amenazadora que se clavó en él hasta el vientre, como si fuese una bala. Sylvie suplicó a Vinet que se quedase. Cuando estuvieron solos, la solterona le dijo:

—¡Jamás, en toda mi vida, y mientras aliente, me casaré con el coronel!

—Ya que habéis adoptado esta resolución, ahora ya puedo hablar. El coronel es amigo mío, pero yo lo soy más vuestro que suyo: Rogron me ha hecho favores que no olvidaré jamás. Y soy un amigo tan bueno como implacable enemigo. Desde luego, cuando esté en la Cámara, ya veremos hasta dónde puedo llegar, y Rogron será recaudador general, ya me ocuparé yo de ello… ¿Me juráis que no repetiréis a nadie nuestra conversación? —Sylvie hizo un gesto afirmativo—. En primer lugar, este bizarro coronel es un jugador inveterado.

—¡Ah! —exclamó Sylvie.

—Si no hubiese perdido toda su fortuna en el juego, quizá hubiese sido mariscal de Francia —prosiguió el abogado—. ¡Otro tanto podría hacer con vuestra fortuna! Es un hombre insaciable. Y no creáis que los esposos tienen hijos a voluntad: los hijos los da Dios, así es que ya sabéis lo que os espera. No; si queréis casaros, esperad que esté en la Cámara y podréis contraer matrimonio con el viejo Desfondrilles, que será presidente del Tribunal. Para vengaros, casad a vuestro hermano con mademoiselle de Chargeboeuf; yo me encargo de obtener su consentimiento. Ella tendrá dos mil francos de renta y estableceréis una alianza con los Chargeboeuf, como yo la he establecido. Creedme, un día los Chargeboeuf nos tendrán por primos.

—Gouraud ama a Pierrette —fue todo cuanto se le ocurrió responder a Sylvie.

—Es muy capaz de ello —dijo Vinet—, y capaz de casarse con esa niña a vuestra muerte.

—No ha calculado mal.

—Ya os lo dije, es un hombre astuto como el diablo. Casad a vuestro hermano anunciando al propio tiempo que deseáis permanecer soltera para dejar vuestros bienes a vuestros sobrinos o sobrinas. Así, alcanzáis de un solo tiro a Pierrette y Gouraud. Ya veréis que cara pondrá.

—¡Ah, es verdad! —exclamó la solterona—. Ya los tengo. A ella la enviaré a una tienda y no tendrá nada. No tiene un céntimo, que haga como nosotros y trabaje.

Vinet salió después de haber metido su plan en la cabeza de Sylvie, cuya terquedad le era harto conocida. La solterona terminó por creer que era ella quien había imaginado aquel plan. Vinet encontró al coronel en la plaza, fumando un cigarrillo y esperándolo.

—¡Alto! —le dijo Gouraud—. Vos me habéis demolido, pero en el derribo hay bastantes piedras para enterraros.

—¡Coronel!

—Dejaos de coronel; voy a cantaros las cuarenta. En primer lugar, ni soñéis con ser diputado…

—¡Coronel!

—Dispongo de diez votos y la elección depende de…

—Coronel, ¿no queréis escucharme? ¿Únicamente existe la vieja Sylvie? He intentado justificaros; ella está convencida de que os escribís con Pierrette; os vio saliendo de vuestra casa a media noche para acudir al pie de su ventana…

—¡Qué imaginación!

—Piensa casar a su hermano con Bathilde y legar su fortuna a los hijos de éstos.

—¿Rogron tendrá hijos?

—Sí —dijo Vinet—. Pero os prometo encontraros una persona joven y agradable con ciento cincuenta mil francos de dote. ¿Estáis loco? ¿Acaso podemos enemistarnos? Muy a pesar mío, las cosas se han puesto contra vos; pero aún no me conocéis.

—Creo que sí os conozco —repuso el coronel—. Pero hacedme casar con una joven de cincuenta mil escudos antes de las elecciones, o de lo contrario ya no contéis conmigo. No me gustan los que se apoderan de toda la manta para dormir. Buenas noches.

—Ya veréis —dijo Vinet, estrechando afectuosamente la mano del coronel.

Alrededor de la una de la madrugada, los tres gritos claros y puros de una lechuza, admirablemente bien imitados, resonaron en la plaza. Pierrette los oyó en su sueño febril, se levantó sudorosa, abrió la ventana, vio a Brigaut y le tiró un ovillo de seda al que había atado una carta. Sylvie, agitada por los acontecimientos de la víspera y por sus dudas y vacilaciones, no dormía; creyó que, efectivamente, se trataba de una lechuza.

—¡Ah, qué ave de mal agüero! ¡Caramba! ¡Pierrette se levanta! ¿Qué tendrá?

Al oír que se abría la ventana de la buhardilla, Sylvie se precipitó a su ventana y oyó subir el papel de Brigaut, que pasaba rozando sus persianas. Se anudó fuertemente los cordones de su camisón y subió con presteza a la habitación de Pierrette, a quien encontró devanando el ovillo y desatando la carta.

—¡Ah, ya te tengo! —exclamó la solterona, corriendo a la ventana para ver a Brigaut, que ponía pies en polvorosa—. Dame esa carta.

—No, prima Sylvie —dijo Pierrette, que, gracias a una de esas inmensas inspiraciones de la juventud, y sostenida por su alma, se elevó hasta alcanzar la grandeza de la resistencia que admiramos en la historia de algunos pueblos reducidos a la desesperación.

—¡Ah! ¿No quieres dármela? —exclamó Sylvie abalanzándose sobre su prima, exhibiendo una horrible máscara.

Pierrette retrocedió para tener tiempo de meterse la carta en la mano, que apretó con una fuerza invencible. Al ver esta maniobra, Sylvie agarró con sus patas de crustáceo la blanca y delicada mano de Pierrette e intentó abrírsela. Se libró entonces un combate terrible, un combate infame como todo cuanto atenta al pensamiento, el único tesoro que Dios pone a salvo de todo poder, para guardarlo como un vínculo secreto entre los desdichados y Él. Aquellas dos mujeres, la joven moribunda y la arpía rebosante de vigor, se miraron fijamente. Los ojos de Pierrette dirigían a su verdugo la mirada de aquel templario que recibía en el pecho los golpes de un péndulo en presencia de Felipe el Hermoso, quien no pudo sostener aquel terrible rayo y abandonó el lugar, fulminado. Sylvie, mujer y celosa, respondía a aquella mirada magnética con siniestros relámpagos. Reinaba un horrible silencio. Los dedos apretados de la bretona oponían la resistencia de un bloque de acero a las tentativas de su prima. Sylvie torturaba el brazo de Pierrette, tratando dé abrirle los dedos; al no conseguirlo, le clavaba inútilmente las uñas en la carne. Por último, ciega de furor, hincó los dientes en el puño, para morder los dedos y vencer a Pierrette por el dolor. La niña seguía desafiándola con la terrible mirada de la inocencia. El furor de la solterona creció hasta tal punto que la cegó completamente; tomó el brazo de Pierrette y empezó a golpear el puño sobre el alféizar de la ventana, contra el mármol de la chimenea, como cuando se intenta partir una nuez.

—¡Socorro, socorro! —gritó Pierrette—. ¡Que me matan!

—¡Ahora gritas, y yo te encuentro con tu enamorado a media noche!…

Y volvió a golpear sin piedad.

—¡Socorro! —gritó otra vez Pierrette, que tenía el puño ensangrentado.

En aquel momento resonaron unos golpes violentos a la puerta. Igualmente agotadas, las dos primas se detuvieron.

Rogron, desvelado, inquieto, sin saber de qué se trataba, se levantó, corrió a la habitación de su hermana y no la encontró en ella; entonces tuvo miedo, bajó, abrió la puerta de la calle y casi fue derribado por Brigaut, seguido por una especie de fantasma. En aquel mismo instante los ojos de Sylvie distinguieron el corsé de Pierrette y recordó haber palpado unos papeles bajo el forro. Se abalanzó sobre la prenda como un tigre sobre su presa, le dio varias vueltas en torno al puño y se la mostró, sonriendo como un iroqués ante su enemigo, antes de arrancarle la cabellera.

—¡Ah, me muero! —dijo Pierrette, cayendo de rodillas—. ¿Quién me salvará?

—Yo —gritó una mujer de cabellos blancos, que mostró a Pierrette un rostro viejo y apergaminado en el que brillaban unos ojos grises.

—¡Ah, abuela, llegas demasiado tarde! —exclamó la pobre niña deshecha en llanto.

Pierrette fue a echarse sobre la cama, abandonada por sus fuerzas y medio muerta por el abatimiento que, en una enferma, sigue a una lucha tan violenta. El gran fantasma enjuto tomó a Pierrette en sus brazos como las niñeras toman a los niños, y salió seguida de Brigaut sin dirigir una sola palabra a Sylvie, a la que lanzó una majestuosa acusación por medio de una trágica mirada. La aparición de aquella augusta anciana con su traje bretón, encapuchada con su cofia, que es una especie de pelliza de paño negro, acompañada del terrible Brigaut, asustó a Sylvie, que creyó ver a la muerte en persona. La solterona bajó, oyó cerrarse la puerta y se dio de manos a boca con su hermano, que le preguntó:

—¿Así, no te han matado?

—Acuéstate —le dijo Sylvie—. Ya veremos mañana lo que hacemos.

Ella volvió a acostarse, deshizo el corsé y leyó las dos cartas de Brigaut, que la dejaron sumida en un mar de confusiones. Se durmió presa de la más extraña perplejidad, sin sospechar la terrible acción a que daría lugar su conducta.

Las cartas enviadas por Brigaut a la viuda Lorrain encontraron a la anciana en un estado de alegría inefable, que su lectura vino a turbar. La pobre septuagenaria se consumía de pena al tener que vivir sin Pierrette; se consolaba de haberla perdido considerando que se había sacrificado en interés de su nieta. Tenía uno de esos corazones siempre jóvenes, sostenidos y animados por la idea del sacrificio. Su viejo marido, cuya única alegría era aquella nietecita, echaba de menos su presencia; diariamente la buscaba a su alrededor. Fue un dolor de viejo, de esos dolores que hacen vivir a los ancianos pero que terminan por matarlos. Piense el lector, pues, cuál sería la alegría que debió de experimentar aquella pobre anciana, confinada en un hospicio, al enterarse de una de esas acciones raras pero que aún suceden en Francia.

Después de sus desastres financieros, François-Joseph Collinet, jefe de la casa. Collinet partió hacia América con sus hijos. Tenía demasiado corazón para continuar viviendo en Nantes, arruinado, sin crédito, en medio de las desgracias causadas por su bancarrota. De 1814 a 1824, aquel animoso negociante, ayudado por sus hijos y por su cajero, que le permaneció fiel y le dio los primeros fondos, comenzó con valor a amasar otra fortuna. Después de inauditos esfuerzos que fueron coronados por el éxito, a los once años de su ausencia regresó a Nantes para hacerse rehabilitar, dejando a su primogénito al frente de su empresa transatlántica. Encontró a madame Lorrain de Pen-Hoel en Saint-Jacques, y fue testigo de la resignación con que la más desgraciada de sus víctimas sobrellevaba su miseria.

—¡Dios os perdone! —le dijo la anciana—, por darme los medios de asegurar la felicidad de mi nieta, cuando ya estoy con un pie en la tumba. ¡Pero yo, en cambio, no podré rehabilitar jamás a mi pobre esposo!

Monsieur Collinet entregó a su acreedora una suma que, entre el capital y los intereses comerciales, ascendía a unos cuarenta y dos mil francos. Sus restantes acreedores, comerciantes activos, ricos e inteligentes, se habían aguantado, mientras que la desdicha de los Lorrain pareció irremediable al viejo Collinet, quien prometió a la viuda rehabilitar la memoria de su marido, puesto que sólo se trataba de cuarenta mil francos a lo sumo. Cuando la Bolsa de Nantes supo este rasgo de generosidad de Collinet, deseó ofrecer una recepción al comerciante, antes de que la corte real de Rennes se detuviese allí; pero el negociante rechazó este honor y se sometió al riguroso Código Comercial. Así, pues, madame Lorrain recibió cuarenta y dos mil francos la víspera del día en que llegaron a su poder las cartas de Brigaut. Al firmar el recibo, lo primero que dijo fue:

—¡Ahora podría vivir con mi Pierrette y casarla con el pobre Brigaut, que saldría de apuros con mi dinero!

Estaba inquieta, agitada, quería irse a Provins. Así, cuando hubo leído las cartas fatales, empezó a recorrer la ciudad, enloquecida, preguntando los medios de ir a Provins con la velocidad del rayo. Partió en el coche correo cuando le explicaron cuál era la celeridad gubernamental de este vehículo.

En París hizo transbordo para tomar el coche de Troyes y acababa de llegar a las once y media a casa de Frappier, donde Brigaut, ante el aspecto de sombría desesperación de la vieja bretona, le prometió traerle en seguida a su nieta, después de referirle en pocas palabras el estado en que se encontraba Pierrette. Estas pocas palabras provocaron tal espanto en la abuela que, sin poder dominar su impaciencia, corrió a la plaza. Cuando oyó gritar a Pierrette, la bretona sintió que el grito se clavaba en su corazón, lo mismo que le ocurrió a Brigaut. Tales voces dieron que sin duda hubieran despertado a todos los habitantes si, por temor, Rogron no les hubiese abierto. Aquel grito de la joven acorralada infundió súbitamente tantas fuerzas como espanto a su abuela, que llevó en brazos a su querida Pierrette hasta casa de Frappier, cuya esposa había dispuesto apresuradamente la habitación de Brigaut para la abuela de Pierrette. Así, pues, fue en aquel pobre alojamiento, sobre una cama terminada de hacer, donde la enferma fue depositada. La niña se desmayó, con el puño aún cerrado, magullado y bañado en sangre, y las uñas hundidas en la carne. Brigaut, Frappier, su mujer y la anciana contemplaron a Pierrette en silencio, todos ellos presa de un pasmo indecible.

—¿Por qué tiene la mano ensangrentada? —fue lo primero que dijo la abuela.

Pierrette, vencida por el sueño que sigue a las grandes exhibiciones de fuerza, y sabiéndose al amparo de toda violencia, abrió los dedos. La carta de Brigaut cayó como una respuesta.

—Han querido quitarle mi carta —dijo Brigaut, arrodillándose para recoger la nota que había escrito, en la que decía a su amiguita que saliese sin hacer ruido de casa de los Rogron, y dando un beso piadoso en la mano de aquella mártir.

Hubo entonces algo que hizo estremecer a los carpinteros: ver a la vieja Lorrain, aquel espectro sublime, de pie a la cabecera de su nieta. El terror y la venganza entrecruzaban sus llameantes rictus en los miles de arrugas que surcaban su tez de marfil amarillento. Aquella frente cubierta de ralos cabellos grises expresaba la cólera divina. Con aquella poderosa intuición que poseen los viejos próximos a la tumba, leía toda la vida de Pierrette, en quien, por otra parte, había pensado constantemente durante el viaje. Adivinó la enfermedad de adolescente que amenazaba de muerte a su querida niña. Dos gruesas lágrimas se formaron con dificultad en sus ojos blancos y grises a los que las penas habían arrancado cejas y pestañas; dos perlas de dolor se formaron, les comunicaron un espantoso frescor, engrosaron y rodaron por las mejillas resecas, sin mojarlas.

—Me la han matado —dijo al fin, juntando las manos.

Se postró de hinojos, dando dos golpes secos con las rodillas sobre las baldosas, y se puso a hacer, sin duda, una promesa a Santa Ana de Auray, la más venerada virgen de Bretaña.

—Un médico de París —dijo a Brigaut—. ¡Corre, Brigaut, ve a buscarlo en seguida!

Tomó al artesano por el hombro y lo empujó con un ademán de mando despótico.

—¡Iba a venir, Brigaut! Soy rica, ¿sabes? —exclamó volviendo a llamarlo. Desató el cordón que anudaba la parte delantera de su casaquilla sobre el pecho, sacó un papel en el que estaban envueltos cuarenta y dos billetes de banco, y le dijo:

—¡Toma lo que te haga falta! Trae al mejor médico de París.

—Guardaos esto —dijo Frappier—; en estos momentos no podría cambiar un billete. Yo tengo dinero, la diligencia pasará pronto y encontraré sitio en ella; pero antes, ¿no valdría más consultar a monsieur Martener, que nos indicará un médico de París? La diligencia pasará dentro de una hora, aún tenemos tiempo.

Brigaut fue a despertar a monsieur Martener. Volvió con este médico, que no se quedó poco sorprendido al saber que mademoiselle Lorrain estaba en casa de Frappier. Brigaut le explicó la escena que acababa de desarrollarse en casa de los Rogron. Las palabras del amante desesperado iluminaron aquel drama doméstico a los ojos del médico, sin que, empero, sospechase todo su horror y su extensión. Martener dio la señas del célebre doctor Horace Bianchon a Brigaut, quien partió con su amo al oír el ruido de la diligencia. El doctor Martener se sentó y principió por examinar las equimosis y las heridas de la mano, que colgaba fuera de la cama.

—¡No se ha hecho ella misma estas heridas! —dijo.

—No, la horrible mujer a quien tuve la desgracia de confiarla la estaba matando —dijo la abuela—. Mi pobre Pierrette gritaba “¡Socorro, me matan!” de una manera que hubiera partido el corazón de un verdugo.

—¿Pero, por qué? —dijo el médico tomando el pulso de Pierrette—. Está muy enferma —prosiguió, acercando una vela al lecho—. ¡Ah, será difícil salvarla! —dijo, después de examinarla la cara—. Ha debido de sufrir mucho; no comprendo por qué no la han cuidado.

—Tengo intención de acudir a la Justicia —dijo la abuela—. Esta gente, que pidieron que les enviase a mi nieta por medio de una carta, diciendo que eran ricos y poseían doce mil libras de renta, ¿tenían derecho de convertirla en su cocinera, de hacerle realizar trabajos superiores a sus fuerzas?

—¿Es que no quisieron ver la más visible de las enfermedades a que a veces se hallan expuestas las jovencitas, y que exigía los mayores cuidados y atenciones? —exclamó el doctor Martener.

Pierrette se despertó, a causa de la vela que madame Frappier sostenía para iluminarle bien el rostro, y por los horribles sufrimientos que la reacción moral de su lucha le producían en la cabeza.

—¡Ah, monsieur Martener, estoy muy mal! —dijo con su linda vocecita.

—¿Qué os duele, mi pequeña amiga? —preguntó el médico.

—Me duele aquí —dijo ella, indicando su cabeza, sobre la oreja izquierda.

—¡Hay un absceso! —exclamó el galeno después de palparle la cabeza durante mucho rato e interrogar a Pierrette sobre sus sufrimientos—. Tienes que decírnoslo todo, pequeña, para que podamos curarte. ¿Por qué tienes la mano así? No eres tú quien se ha producido estas heridas.

Pierrette contó ingenuamente su lucha con su prima Sylvie.

—Hacedla hablar —aconsejó el médico a la abuela —y enteraos bien de todo. Yo esperaré la llegada del médico de París y celebraremos consulta con el cirujano jefe del hospital: todo esto me parece muy raro. Os haré enviar una poción calmante que daréis a vuestra nieta para hacerla dormir, pues tiene mucha necesidad de sueño.

Una vez a solas con su nieta, la vieja bretona se lo hizo explicar todo usando de su ascendiente sobre ella, diciéndole que tenía bastante dinero para los tres y prometiéndole que Brigaut se quedaría con ellas. La pobre niña confesó su martirio, sin adivinar el proceso que originaría. Las monstruosidades de aquellos dos seres sin entrañas y que nada sabían de la vida familiar descubrieron a la anciana unos mundos de dolor tan lejanos de su pensamiento, como hubieran podido estarlo las costumbres de las razas salvajes del pensamiento de los primeros viajeros que penetraron en las praderas de América. La llegada de su abuela, la certidumbre de que en el futuro estaría con ella y sería rica, sumieron la mente de Pierrette en un dulce sueño, del mismo modo que la poción durmió su cuerpo. La vieja bretona veló a su nieta besándole la frente, los cabellos y las manos, como las santas mujeres debieron de besar a Jesús al ponerle en la tumba.

A las nueve de la mañana, el doctor Martener fue a visitar al presidente, a quien refirió la escena de la noche anterior entre Sylvie y Pierrette, y después las torturas morales y físicas, los malos tratos de todo género que los Rogron habían infligido a su pupila, y las dos enfermedades mortales que se habían desarrollado en ella a consecuencia de tratos tan inhumanos. El presidente mandó llamar al notario Auffray, uno de los parientes de Pierrette por línea materna.

En aquellos momentos la guerra entre el partido de Vinet y el partido de Tiphaine alcanzaba su apogeo. Los chismes y habladurías que los Rogron y sus acólitos hacían circular por Provins acerca de las relaciones que no eran un secreto para nadie, entre madame Roguin y el banquero Du Tillet, sobre las circunstancias que rodearon a la bancarrota del padre de madame Tiphaine, un falsario, según se decía, hirieron tanto más vivamente al partido de los Tiphaine cuanto que eran simples murmuraciones y no calumnias. Aquellas heridas se clavaban hasta lo más profundo del corazón, pues atacaban a los intereses en lo vivo. Aquellas habladurías repetidas a los partidarios de los Tiphaines por las mismas bocas que comunicaban a los Rogron las chanzas de madame Tiphaine y su corte celestial, alimentaban los odios, en los que además se combinaban elementos políticos. Las irritaciones que causaba entonces en Francia el espíritu de partido, cuyas violencias fueron en verdad excesivas, se aliaban por doquier, como en Provins, con intereses amenazados y personalidades heridas y militantes. Todas y cada una de aquellas camarillas se apoderaban con ardor de lo que podía perjudicar a la camarilla rival. La animosidad de los partidos se mezclaba tanto como el amor propio a las menores cuestiones, que a menudo iban muy lejos. Una ciudad se apasionaba por determinadas luchas y las ampliaba con toda la grandeza del debate político. Así, el presidente vio en la querella entre Pierrette y los Rogron un medio de abatir, de rebajar, de deshonrar a los dueños de aquel salón en que se tramaban planes contra la monarquía y donde el periódico de la oposición había visto la luz.

Se puso el caso en conocimiento del fiscal del Rey. Monsieur Lesourd, monsieur Auffray, el notario, tutor subrogado de Pierrette, y el presidente, examinaron entonces con el mayor sigilo y en compañía del doctor Martener, el plan a seguir. El doctor Martener quedó encargado de decir a la abuela de Pierrette que presentase una denuncia al tutor subrogado. Éste convocaría entonces al Consejo de Familia y, provisto del resultado de la consulta de los tres médicos, pediría primeramente la destitución del tutor. El asunto, así planteado, pasaría entonces al Tribunal, y monsieur Lesourd intentaría que pasase a lo criminal, pidiendo que se abriese una investigación.

Al mediodía, todo Provins estaba soliviantado por la extraña noticia de lo que había pasado durante la noche en casa de los Rogron. Los gritos de Pierrette se oyeron vagamente en la plaza, pero duraron poco. Nadie se levantó y únicamente los vecinos se preguntaron:

—¿Habéis oído ese ruido y esos gritos alrededor de la una? ¿Qué sucedía?

Las habladurías y los comentarios confirieron tales proporciones a aquel drama horrible, que el gentío se agolpó ante el taller de Frappier, a quien todos pedían noticias. El honrado carpintero explicó la llegada a su casa de la pequeña, con el puño ensangrentado y los dedos rotos. Alrededor de la una de la tarde, el coche de postas del doctor Bianchon, con quien venía Brigaut, se detuvo ante la casa de Frappier, cuya esposa corrió al hospital para avisar al doctor Martener y al cirujano jefe. Esto no hizo más que confirmar los rumores que circulaban por la ciudad. Los Rogron fueron acusados de haber maltratado a su prima, deliberadamente y poniendo en peligro su vida.

La noticia llegó a Vinet cuando éste se hallaba en el Palacio de Justicia. Dejándolo todo, corrió a casa de los Rogron. Éste y su hermana acababan de almorzar. Sylvie vacilaba en referir a su hermano el chasco que se había llevado aquella noche, y sólo contestaba a sus apremiantes preguntas diciendo:

—Esto no te importa.

Iba y venía de la cocina al comedor para evitar discusiones. Estaba sola cuando Vinet hizo su aparición.

—¿Así, no sabéis qué ocurre? —dijo el abogado.

—No —contestó Sylvie.

—Tal como van las cosas respecto a Pierrette, os caerá encima un proceso criminal.

—¡Un proceso criminal! —dijo Rogron, entrando en el comedor—. ¿Por qué? ¿Cómo?

—Ante todo —exclamó el abogado mirando a Sylvie—, explicadle sin rodeos qué ha ocurrido esta noche, y hacedlo como si estuvieseis ante Dios, pues se habla de cortar la mano a Pierrette.

Sylvie se puso palidísima y se estremeció.

—¿Ocurrió, pues, algo? —dijo Vinet.

Mademoiselle Rogron refirió la escena tratando de excusarse, pero, estrechada a preguntas, declaró los hechos más graves de aquella horrible lucha.

—Si solamente le hubieseis fracturado los dedos, sólo tendríais que comparecer ante la policía correccional; pero si hay que amputarle la mano, quizá tendréis que comparecer ante la audiencia de lo criminal; los Tiphaine harán todo lo posible por llevaros a ella.

Sylvie, más muerta que viva, explicó sus celos y, lo que aún le resultó más cruel de revelar, el error que había cometido en sus sospechas.

—¡Qué proceso! —dijo Vinet—. Puede ser vuestra ruina y la de vuestro hermano y, aunque lo ganéis, os abandonarán muchas personas. Y si no triunfáis tendréis que iros de Provins.

—¡Oh, mi querido monsieur Vinet, vos que sois tan gran abogado —dijo Rogron, asustado—, aconsejadnos, salvadnos!

El hábil Vinet llevó al colmo del terror a aquellos dos imbéciles y afirmó que madame y mademoiselle de Chargeboeuf se lo pensarían antes de volver a pisar aquella casa. Verse abandonados por aquellas damas sería una terrible condena. Por último, después de una hora de magníficas maniobras, tuvo que reconocerse que, para decidir a Vinet a que salvase a los Rogron, era necesario que existiese, a los ojos de todo Provins, un interés mayor en juego. Así, pues, en aquella misma velada se anunciaría el enlace de Rogron con mademoiselle de Chargeboeuf. Las amonestaciones se publicarían el domingo. El contrato matrimonial se redactaría inmediatamente en casa de Cournant y en él figuraría mademoiselle Rogron para ceder, mediante una donación entre vivos, la nuda propiedad de sus bienes a su hermano, en consideración a dicha alianza. Vinet hizo comprender a Rogron y a su hermana la necesidad de tener un contrato de matrimonio redactado dos o tres días antes de este acontecimiento, a fin de comprometer a madame y mademoiselle de Chargeboeuf a los ojos del público y darles un motivo para que siguiesen acudiendo a casa de los Rogron.

—Firmad este contrato y yo me ocuparé de sacaros de este atolladero —dijo el abogado—. Os lo prometo. Será una lucha terrible, sin duda, pero me entregaré a ella en cuerpo y alma, y aún tendréis que ponerme un cirio.

—¡Ah! Sí, desde luego —dijo Rogron.

A las once y media, el abogado tuvo plenos poderes para el contrato y para llevar el proceso. A mediodía, el presidente recibió una demanda presentada por Vinet contra Brigaut y la viuda Lorrain, por haber sacado a la menor Pierrette Lorrain del domicilio de su tutor. De este modo el atrevido Vinet se presentaba como querellante y ponía a Rogron en la situación de un hombre irreprochable. En este sentido, efectivamente, habló en el Palacio de Justicia. El presidente citó a ambas partes querellantes a las cuatro de la tarde. Inútil es decir hasta qué punto estos acontecimientos agitaron a la pequeña ciudad de Provins. El presidente sabía que la consulta de los médicos terminaría a las tres y quería que el tutor subrogado, que hablaría en nombre de la abuela, se presentase armado de aquel documento. El anuncio del matrimonio de Rogron con la bella Bathilde de Chargeboeuf y las concesiones hechas por Sylvie en el contrato indispuso de pronto a los personas con los Rogron: mademoiselle Habert y el coronel, que vieron hundirse sus esperanzas. Céleste Habert y el coronel permanecieron ostensiblemente unidos a los Rogron, pero para perjudicarlos con mayor seguridad. Así, cuando el doctor Martener reveló la existencia de un absceso en la cabeza de la pobre víctima de los dos merceros, Céleste y el coronel hablaron del golpe que Pierrette se dio la velada en que Sylvie la obligó a abandonar el salón, y citaron las crueles y bárbaras exclamaciones de mademoiselle Rogron. Refirieron las pruebas de insensibilidad que había dado la solterona ante los sufrimientos de su pupila. Así, los amigos de la casa se extrañaron de estas graves culpas, simulando defender a Sylvie y su hermano.

Vinet había previsto aquella borrasca, pero la fortuna de los Rogron pasaría a mademoiselle de Chargeboeuf y el abogado esperaba, dentro de algunas semanas, verla instalarse en la bella mansión de la plaza para reinar con ella en Provins, pues ya acariciaba el proyecto de efectuar enlaces con los Bréautei para favorecer sus ambiciones.

Desde el mediodía hasta las cuatro de la tarde, todas las señoras del partido de Tiphaine, las Garceland, las Guépin, las Julliard, Galardon, Guenée, la mujer del subprefecto, se interesaron por el estado de mademoiselle Lorrain. Pierrette ignoraba por completo el alboroto que había provocado en la ciudad. En medio de sus vivos sufrimientos, experimentaba una dicha inefable al saber que se hallaba entre su abuela y Brigaut, los dos seres que más amaba. Brigaut tenía los ojos arrasados en llanto constante y la abuela mimaba a su querida nieta. Sólo Dios sabe si la anciana dejó de explicar a los tres hombres de ciencia alguno de los cuales que Pierrette le dio acerca de su vida en casa de los Rogron. Horace Bianchan expresó su indignación en términos vehementes. Espantado ante semejante barbarie, exigió que los demás facultativos de la ciudad fuesen llamados, de manera que monsieur Néraud se halló presente y fue invitado, como amigo de Rogron, a que contradijese, si había lugar, las terribles conclusiones a que había llegado la consulta que, por desgracia para los Rogron, fue redactada por unanimidad. Néraud, de quien ya se decía que había hecho morir de dolor a la abuela de Pierrette, estaba en una falsa posición, de la que se aprovechó el hábil Martener, encantado de poder acusar a los Rogron comprometiendo de paso a monsieur Néraud, su antagonista. No vale la pena dar el texto de esta consulta que fue una de las pruebas del proceso. Si la Medicina, ¿n tiempos de Moliere, tenía una terminología bárbara, los términos que emplea la Medicina moderna tienen la ventaja de ser tan claros, que la explicación de la enfermedad de Pierrette, aunque natural y por desgracia muy común, asustaría a los lectores. Por otra parte, esta consulta era perentoria, respaldada por un nombre tan célebre como el de Horace Bianchon. Terminada la audiencia, el presidente permaneció en el estrado, contemplando ante sí a la abuela de Pierrette, acompañada por monsieur Auffray, Brigaut y un gran gentío. Vinet está solo. Este contraste sorprendió a la audiencia, engrosada por gran número de curiosos. Vinet, que había revestido la toga, alzó su cara fría hacia el presidente, asegurándose las antiparras ante sus ojos verdes, y después, con voz aguda, débil e insistente, declaró que unos extraños se habían introducido con nocturnidad y alevosía en casa de monsieur y mademoiselle Rogron, para raptar a la menor Lorrain. El tutor, amparado en su derecho, reclamaba a su pupila.

Monsieur Auffray, en su calidad de tutor subrogado, se levantó y pidió la palabra.

—Si el señor presidente —dijo— quiere tomar conocimiento de esta consulta, hecha por uno de los médicos más sabios de París, asistido por todos los médicos y cirujanos de Provins, comprenderá hasta qué punto es insensata la reclamación de dicho monsieur Rogron, y qué graves motivos impulsaron a la abuela de la menor a sustraerla inmediatamente a la acción de sus verdugos. He aquí los hechos: un diagnóstico establecido por unanimidad por un ilustre médico de París llamado a consulta a toda prisa, y por todos los médicos de esta ciudad, atribuye el estado casi mortal en que se encuentra la menor a los malos tratos recibidos por parte de monsieur y mademoiselle Rogron. Nos asiste el derecho de convocar sin la menor dilación el Consejo de Familia, a fin de celebrar consulta para saber si el tutor debe ser desposeído de su tutela. Pedimos que la menor no vuelva al domicilio de su tutor y sea confiada al miembro de la familia que el señor presidente crea oportuno designar.

Vinet se alzó para decir que el diagnóstico debía ser comunicado, a fin de impugnarlo.

—No a la parte, Vinet —dijo el presidente con severidad—, aunque quizá si al fiscal del Rey. Se aplaza la vista.

Al pie del requerimiento, el presidente escribió el siguiente mandamiento:

“Teniendo en cuenta que, a consecuencia del diagnóstico establecido por unanimidad por los médicos de esta ciudad y por el doctor Bianchon, doctor por la Facultad de Medicina de París, resulta que la menor Lorrain, reclamada por Rogron, su tutor, se halla gravísimamente enferma, estado que le ha sido producido por los malos tratos y las brutalidades ejercidas sobre ella en el domicilio del tutor y por la hermana del mismo,

”Nos, presidente del Tribunal de Primera Instancia de Provins,

”Resolviendo acerca de este requerimiento, ordenamos que, hasta que tenga lugar las deliberaciones del Consejo de Familia que, según la declaración del tutor subrogado, será convocado en plazo breve, la menor no regresará al domicilio del tutor, siendo trasladada al domicilio del tutor subrogado.

”Otrosí, teniendo en cuenta el estado en que se halla la menor y las señales de violencia que, según el diagnóstico médico, existen en su persona, designamos al médico jefe y al cirujano jefe del Hospital de Provins para que la visiten; y, en caso de que estos malos tratos dejaren huella permanente, el Ministerio Público se reserva el derecho de emprender la acción que juzgue más conveniente, sin prejuicio de la acción civil adoptada por Auffray, tutor subrogado”.

El presidente Tiphaine leyó esta terrible orden, en voz alta, clara e inteligible.

—¿Por qué no a galeras en seguida? —dijo Vinet—. ¡Y todo este alboroto por una mocosa que sostenía relaciones clandestinas con un oficial de carpintero! Si el proceso sigue así —exclamó con insolencia— exigiremos otros jueces alegando legítima sospecha.

Vinet abandonó el Palacio de Justicia y visitó a las principales figuras de su partido para explicarles cuál era la situación de Rogron, de quien dijo que nunca había dado ni un simple papirotazo a su prima y en quien el Tribunal veía más al gran elector de Provins que al tutor de Pierrette.

Si había que creerle, los Tiphaine armaban mucho alboroto por nada. El monte iba a parir un ratón. Sylvie, señorita sumamente discreta y religiosa, había descubierto una intriga entre la pupila de su hermano y un pequeño obrero carpintero, un bretón llamado Brigaut. Este bribón sabía muy bien que la niña iba a heredar una fortuna de su abuela y quería seducirla (¡Vinet se atrevía a hablar de seducción!). Mademoiselle Rogron, que tenía en su poder unas cartas que demostraban de manera flagrante la perversidad de aquella niña, no era tan de censurar como querían hacer creer los Tiphaine. Aún admitiendo que se hubiese permitido una violencia para obtener una carta, hecho explicable, por otra parte, teniendo en cuenta la irritación que la tozudez bretona había causado en Sylvie, ¿de qué se podía acusar a Rogron?

El abogado convirtió entonces a aquel proceso en una cuestión de partido y supo darle un matiz político. A partir de aquel día, surgieron divergencias en el seno de la opinión pública.

—Hay que oír a ambas partes —decían las personas prudentes—. ¿Habéis oído a Vinet? Ese Vinet explica muy bien las cosas.

Se consideró que la casa de Frappier era inhabitable para Pierrette, a causa de los dolores de cabeza que le causaría el ruido. El traslado de la enferma al domicilio del tutor subrogado era tan necesario bajo el punto de vista médico como bajo el punto de vista judicial. El traslado se efectuó en medio de precauciones inauditas, calculadas para producir un gran efecto. Pierrette fue colocada sobre unas parihuelas provistas de varios colchones y llevada entre dos hombres, acompañada por una hermana gris con un frasco de éter en la mano y seguida por su abuela, Brigaut, madame Auffray y la doncella de ésta. Todo el mundo se asomó a puertas y ventanas para ver pasar el cortejo. Desde luego, el estado en que se hallaba Pierrette, su palidez de moribunda, todo confería inmensas ventajas al partido contrario de los Rogron. Los Auffray quisieron demostrar ante toda la ciudad hasta qué punto era fundada la orden dictada por el presidente del Tribunal. Pierrette y su abuela quedaron instaladas en el segundo piso de casa de monsieur Auffray. El notario y su mujer se desvivieron por ellas, prodigándoles las mayores muestras de hospitalidad, sin regatear nada. Pierrette tuvo a su propia abuela por enfermera y el doctor Martener fue a visitarla con el cirujano aquella misma noche.

A partir de entonces comenzaron las exageraciones, por una y otra parte. El salón de los Rogron estuvo más concurrido que nunca. Vinet se ocupó bien de ello, yendo a visitar a todos los miembros del partido liberal. Las dos damas de Chargeboeuf cenaron con los Rogron, pues el contrato tenía que firmarse allí aquella misma noche. Por la mañana, Vinet ya había hecho poner las amonestaciones en la alcaldía. Trató de rebajar la importancia del asunto de Pierrette, diciendo que era una miseria. Si el Tribunal de Provins se hallaba cegado por la pasión, el Tribunal Real ya sabría apreciar los hechos, decía, y los Auffray se lo pensarían dos veces antes de meterse en semejante proceso. La alianza de Rogron con la familia Chargeboeuf aumentó enormemente su categoría a los ojos de ciertas personas. Para ellos, los Rogron eran inmaculados como la nieve y Pierrette una jovencita extraordinariamente perversa, una serpiente que habían alimentado en su seno. En el salón dé madame Tiphaine se vengaban de las horribles maledicencias que el partido de Vinet propalaba desde hacía dos años: los Rogron eran unos monstruos y el tutor tendría que comparecer ante la audiencia de lo criminal. En la plaza, decían que Pierrette estaba perfectamente; en la parte alta de la ciudad, afirmaban que su muerte era segura; en casa de Rogron se afirmaba que sólo tenía unos rasguños en la muñeca; los asistentes habituales a casa de madame Tiphaine, en cambio, decían que tenía los dedos rotos y habría que cortarle uno. Al día siguiente, el “Courrier de Provins” publicaba un artículo extremadamente hábil, bien escrito, una obra maestra de insinuaciones entreveradas de consideraciones judiciales, y que dejaba ya a Rogron libre de las acusaciones que sobre él pesaban. “La Ruche”, que en principio aparecía dos días después, no podía contestar sin caer en la difamación, pero replicó diciendo que, en una cuestión como aquélla, lo mejor era dejar que la justicia siguiese su curso.

El Consejo de Familia fue compuesto por el juez de paz del cantón de Provins, presidente legal; primeramente por Rogron y los dos señores Auffray, los parientes más próximos; y después por monsieur Ciprey, sobrino de la abuela materna de Pierrette. Luego se añadió a éstos monsieur Habert, el confesor de Pierrette, y el coronel Gouraud, a quien se consideraba como camarada de armas del coronel Lorrain. La imparcialidad del juez de paz fue muy aplaudida al poner en el Consejo de Familia a monsieur Habert y el coronel Gouraud, que todo Provins creía muy amigos de los Rogron. Atendiendo a las graves circunstancias en que se hallaba Rogron, solicitó que el abogado Vinet asistiese al Consejo de Familia. Mediante esta maniobra, evidentemente aconsejada por Vinet, Rogron consiguió que el Consejo de Familia no se reuniese sino hasta finales del mes de diciembre. Por aquella época, el presidente y su esposa estaban en París, alojados en casa de madame Roguin, a causa de haberse convocado las Cámaras. Así, el partido ministerial se encontró sin su jefe. Vinet había sondeado ya bajo mano al viejo Desfondrilles, que era el juez de instrucción, a fin de atraérselo para el caso en que el asunto adquiriese el carácter correccional o criminal que el presidente había querido darle.

Vinet defendió la causa durante tres horas ante el Consejo de Familia: señaló la existencia de una intriga entre Brigaut y Pierrette, a fin de justificar la severidad de mademoiselle Rogron; demostró que el tutor había obrado de una manera natural al dejar a su pupila bajo el gobierno de una mujer; hizo hincapié en el hecho de que su cliente no había participado en la educación de Pierrette, tal como Sylvie la entendía. Pese a los esfuerzos de Vinet, el Consejo adoptó por unanimidad la resolución de retirar la tutela a Rogron. Fue designado como tutor monsieur Auffray, y monsieur Ciprey como tutor subrogado. El Consejo de Familia escuchó a Adele, la sirvienta, que acusó a sus antiguos señores; a mademoiselle Habert, quien repitió las frases crueles que mademoiselle Rogron pronunció la noche en que Pierrette se dio el terrible golpe oído por todos los presentes, y la observación que madame de Chargeboeuf hizo sobre la salud de Pierrette. Brigaut mostró la carta que había recibido de Pierrette que demostraba su mutua inocencia. Quedó demostrado que el estado deplorable en que se hallaba la menor tenía que achacarse a la negligencia de su tutor, responsable de todo cuanto concerniese a su pupila. La enfermedad de Pierrette había impresionado a todo el mundo, incluso a las personas de la ciudad extrañas a la familia. Así, pues, se mantuvo la acusación de malos tratos contra Rogron. El caso iba a convertirse en un proceso público.

Aconsejado por Vinet, Rogron se opuso a que las actas de las sesión del Consejo de Familia fuesen homologadas por el Tribunal. Intervino el ministerio público, teniendo en cuenta la gravedad creciente del estado de Pierrette Lorrain. Este curioso proceso si bien fue inscrito prontamente en el registro de pleitos y causas, no fue señalado para la vista hasta el mes de marzo de 1828.

El enlace de Rogron con Mademoiselle de Chargeboeuf acababa de celebrarse. Sylvie ocupó el segundo piso de su casa, en el que se habían hecho obras para albergarla junto con madame de Chargeboeuf, pues el primer piso fue ocupado en exclusiva por madame Rogron. A partir de entonces, la bella madame Rogron sucedió a la bella madame Tiphaine. La influencia de aquel matrimonio fue enorme. Los visitantes ya no iban al salón de mademoiselle Sylvie, sino a casa de la bella madame Rogron.

Apoyado por su suegra y respaldado por los banqueros realistas Du Tillet y Nucingen, el presidente Tiphaine tuvo ocasión de hacer un favor al Ministerio; fue uno de los oradores del Centro más estimados, llegó a ser juez en el Tribunal de Primera Instancia del Sena e hizo nombrar a su sobrino Lesourd, presidente del tribunal de Provins. Este nombramiento ofendió mucho al juez Desfondrilles, que continuaba siendo arqueólogo y más suplente que nunca. El ministro de Justicia puso a uno de sus protegidos en lugar de Lesourd. La ascensión de monsieur Tiphaine, pues, no hizo ascender a nadie en el tribunal de Provins. Vinet supo aprovechar muy habilidosamente estas circunstancias. Había dicho siempre a los habitantes de Provins que servían de escabel para que la astuta madame Tiphaine pudiese medrar. El presidente se burlaba de sus amigos. Madame Tiphaine despreciaba “in petto” a la villa de Provins, y no volvería jamás a ella. Monsieur Tiphaine padre murió, su hijo heredó tierras en el Fay y vendió su bella mansión de la ciudad alta a monsieur Julliard. Esta venta demostró que apenas pensaba en regresar a Provins. Vinet tuvo razón. Vinet resultó ser un profeta. Estos sucesos tuvieron una gran influencia en el proceso relativo a la tutela de Rogron.

Así, el espantoso martirio ejercido brutalmente sobre Pierrette por dos imbéciles tiranos, y que, en sus consecuencias médicas, ponía al doctor Martener, que contaba con la aprobación del doctor Bianchon, en la necesidad de ordenar una operación terrible —la trepanación—, aquel drama horrible, reducido a sus proporciones jurídicas, cayó en el inmundo enredo que en el Palacio de Justicia recibe el nombre de “la forma”. El proceso empezó a arrastrarse a causa de los aplazamientos, extraviado por la red inextricable de los procedimientos judiciales, encallado por los ambages de un odioso abogado, mientras que Pierrette, calumniada, languidecía y sufría los más espantosos dolores conocidos por la Medicina. ¿No era necesario explicar estas singulares reviradas de la opinión pública y la marcha lenta de la Justicia, antes de volver a la habitación dónde ella vivía, donde ella moría?

Monsieur Martener, lo mismo que la familia Auffray, quedó seducido a los pocos días por el adorable carácter de Pierrette y por la vieja bretona cuyos sentimientos, ideas y modales, llevaban el sello de una antigua virtud romana. Aquella matrona del Marais parecía una heroína de Plutarco. El médico quiso disputar su presa a la muerte, pese a que desde el primer día el galeno de provincias y la eminencia de París dieron a Pierrette por perdida. Entre el mal y el médico, apoyado por la juventud de Pierrette, se libró uno de aquellos combates que sólo los doctores conocen y cuya recompensa, en caso de éxito, no se encuentra en la dulce satisfacción de la propia conciencia y en no sé qué palma ideal e invisible recogida por los auténticos artistas tras del contento que les causa la certidumbre de haber realizado una bella obra. El médico tiende al bien como el artista tiende a la belleza, impulsado por un admirable sentimiento que llamamos virtud. Aquel combate cotidiano extinguió en aquel hombre de provincias las mezquinas irritaciones de la lucha entablada entre el partido de Vinet y el partido de los Tiphaine, como sucede a los hombres que se encuentran cara a cara con una gran desdicha que se proponen vencer.

El doctor Martener comenzó por querer ejercer su profesión en París, pero la atroz actividad de la capital, la insensibilidad que termina por adquirir el médico a causa del número espantoso de enfermos y la multiplicidad de casos graves, asustaron su alma dulce y hecha para la vida de provincia. Además, se hallaba bajo el yugo de su bella patria chica. Así es que regresó a Provins para casarse, establecerse allí y cuidar casi con afecto a una población que podía considerar como una gran familia. Durante todo el tiempo que duró la enfermedad de Pierrette, se esforzó por no hablar de su paciente. Su repugnancia a responder cuando le pedían noticias de la pobre pequeña era tan visible, que cesaron de interrogarle a este respecto. Pierrette era para él lo que debía ser, uno de estos poemas misteriosos y profundos, vastos en dolores, como tantos hay en la terrible existencia de los médicos. Experimentaba una admiración por aquella joven delicada, en cuyo secreto no quiso poner a nadie.

Aquel sentimiento del médico por su enferma se comunicó, como todos los auténticos sentimientos, a monsieur y madame Auffray, cuya mansión, mientras Pierrette estuvo en ella, se convirtió en un lugar apacible y silencioso. Las niñas, que antes habían jugado tanto con Pierrette, se las arreglaron, con la gracia de la infancia, para no ser importunas ni hacer demasiado ruido. Se esforzaron por pundonor en ser muy buenas, porque Pierrette estaba enferma.

La casa de monsieur Auffray se encuentra en la ciudad alta, al pie de las ruinas del castillo, donde fue construida sobre uno de los terraplenes creados por el derribo de las antiguas murallas. Desde aquel lugar, los moradores de la casa gozan de una bella vista sobre el valle, al salir a pasear por un pequeño jardín con árboles frutales cerrado por gruesos muros, desde donde se baja a la ciudad por una calle empinada. Los techos de las demás casas llegan hasta la parte exterior del muro que sostiene a dicho jardín. A lo largo de esta terraza corre una alameda que da a la puerta-ventana del gabinete de monsieur Auffray. Al extremo se alzan un emparrado y una higuera, bajo los que hay una mesa redonda, un banco y sillas pintadas de verde.

Destinaron a Pierrette una habitación situada encima del gabinete de su nuevo tutor, en el que también dormía madame Lorrain, en un catre, al lado de su nieta. Así, pues, Pierrette podía ver desde su ventana el magnífico valle de Provins, que apenas conocía, pues había salido muy raramente de la casa fatal de los Rogron. Cuando hacía buen tiempo, le gustaba dirigirse, penosamente ayudada por su abuela, hasta aquella glorieta. Brigaut, que no hacía nada, iba a ver a su amiguita tres veces al día, consumido por un dolor que lo hacía sordo a todo lo de la vida; aguardaba con la finura de un perro de caza al doctor Martener, para acompañarlo y salir con él Le sería difícil al lector imaginarse las locuras que todos hacían para la enfermita tan querida. Llena de desesperación, que ocultaba, la abuela sólo mostraba a su nieta el rostro risueño que ella le conocía de Pen-Hoel. En su deseo de hacerse ilusiones, la anciana le arreglaba y le ponía el tocado nacional con el que Pierrette llegó a Provins. De este modo creía que la joven enferma se parecía más a sí misma. Era delicioso verla, con la cara rodeada por aquella aureola de batista recamada por bordados almidonados. Su rostro, blanco con la blancura de la porcelana, su frente a la que el sufrimiento imprimía una apariencia de pensamiento profundo, la pureza de las líneas enflaquecidas por la enfermedad, la lentitud de la mirada y la fijeza que a veces adquirían los ojos, todo convertía a Pierrette en una admirable obra maestra de la melancolía. Además, la niña estaba atendida con una especie de fanatismo. ¡La veían tan dulce, tan tierna y amorosa! Madame Martener envió su piano a madame Auffray, que era su hermana, con la idea de divertir a Pierrette, a quien la música dejaba arrobada. Era un poema verla cuando escuchaba un fragmento de Weber, de Beethoven o de Hérold, con los ojos vueltos a lo alto, silenciosa y lamentando sin duda la vida que sentía escapársele. Monsieur Péroux, el cura, y monsieur Habert, que le aportaban los consuelos de la religión, admiraban su resignación piadosa. ¿No es un hecho notable y digno tanto de la atención de los filósofos como de los indiferentes, la perfección seráfica de los jóvenes y las doncellas señalados con una marca roja por la Muerte, entre la multitud, como se hace con los árboles jóvenes en un bosque? Quien ha visto una de estas muertes sublimes no puede seguir siendo incrédulo ni llegar a serlo. Estos seres exhalan una especie de perfume celeste, sus miradas hablan de Dios, su voz es elocuente en los discursos más indiferentes, y a menudo suena como un instrumento divino, que expresa los secretos del porvenir. Cuando el doctor Martener felicitaba a Pierrette por haber cumplido alguna difícil prescripción, aquel ángel decía, en presencia de todos y con qué miradas:

—Deseo vivir, mi querido monsieur Martener, más por mi abuela que por mí, más por mi Brigaut y por todos vosotros, que os afligiríais por mi muerte.

La primera vez que salió a pasear, en el mes de noviembre, bajo el sol radiante del día de San Martín, acompañada de todas las personas de la casa, madame Auffray le preguntó si estaba fatigada. Contestó Pierrette:

—Ahora que ya no tengo que soportar más sufrimientos que los que Dios me envía, puedo bastarme a mí misma. En la dicha de ser amada encuentro fuerzas para sufrir.

Fue la única vez que, de una manera indirecta, aludió a su horrible martirio en casa de los Rogron, de los que nunca hablaba. Su recuerdo debía de serle tan penoso, qué nadie se lo mencionaba.

—Mi querida madame Auffray —le dijo un día, al mediodía, cuando contemplaba desde la terraza el valle iluminado por un sol radiante y adornado por los bellos tonos bermejos del otoño—, he sido más dichosa en mi agonía, pasada en vuestra casa, que durante todos estos tres últimos años.

Madame Auffray miró a su hermana madame Martener, y le susurró al oído:

—¡Cómo hubiera podido amar!

El acento y la mirada de Pierrette, en efecto, prestaban a sus palabras un valor indecible.

Monsieur Martener sostenía correspondencia con el doctor Bianchon, y no intentaba nada grave sin su aprobación previa. Ante todo, confiaba en establecer el curso deseado por la naturaleza, para hacer derivar después el absceso a la cabeza por el oído. Cuanto más vivos eran los dolores de Pierrette, mayores eran las esperanzas que concebía. Obtuvo un ligero éxito en el primer punto, lo cual fue un gran triunfo. Durante algunos días, Pierrette recuperó el apetito y la niña aceptó platos substanciales hacia los que sentía una repugnancia característica, inspirada por su enfermedad; cambió el color de su tez, pero el estado de la cabeza era horrible. Hasta tal punto, que el doctor suplicó al gran médico de París, su consejero, que acudiera a Provins. Bianchon fue, permaneció dos días en Provins y decidió intentar una operación. Aceptó todas las solicitudes del pobre Martener y fue a buscar personalmente al célebre Desplein. Así, la operación fue realizada por el más gran cirujano de los tiempos antiguos y modernos; pero aquel terrible arúspice dijo a Martener, al acompañar a Bianchon, que era su discípulo predilecto:

—Sólo un milagro puede salvarla. Como ya os ha dicho Horace, la carie de los huesos ha comenzado. ¡Y a esta edad, los huesos son aún tan tiernos!

La operación se realizó a comienzos del mes de marzo de 1828. Durante todo el mes, asustado por los espantosos dolores que sufría Pierrette, el doctor Martener efectuó numerosos viajes a París para celebrar consulta con Desplein y Bianchon, a los que llegó incluso a proponer una operación parecida a la iltotricia, que consistía en introducir en el cráneo un instrumento hueco con ayuda del cual se intentaría la aplicación de un remedio heroico para detener los progresos de las caries ósea. El audaz Desplein no se atrevió a intentar la arriesgada operación quirúrgica que la desesperación había inspirado a Martener. Así, cuando el médico volvió de su último viaje a París, se presentó ante sus amigos con aspecto triste y malhumorado. Una noche fatal se vio obligado a anunciar a la familia Auffray, a madame Lorrain, al confesor y a Brigaut reunidos, que la ciencia ya no podía hacer nada por Pierrette, cuya salvación estaba únicamente en las manos de Dios. La consternación que produjeron estas palabras fue horrible. La abuela hizo una promesa y pidió al cura que todas las mañanas, antes de que Pierrette se levantase, oficiese una misa, a la que asistirían ella y Brigaut.

Entre tanto, el proceso seguía su curso. Mientras la víctima de los Rogron se moría, Vinet la calumniaba ante el tribunal. Éste homologó los acuerdos del Consejo de Familia, y el abogado presentó inmediatamente recurso contra esta decisión. El nuevo fiscal del Rey hizo una requisitoria que determinó que se instruyese un nuevo sumario. Rogron y su hermana tuvieron que pagar una fianza para no ir a la cárcel. El juez instructor exigió el interrogatorio de Pierrette. Cuando monsieur Desfondrilles se presentó en casa de Auffray, Pierrette había entrado en la agonía, tenía a su confesor a la cabecera de su lecho e iban a administrarle los Santos Sacramentos. En aquel instante estaba suplicando a la familia, reunida a su alrededor, que perdonasen a sus primos, como ella los perdonaba, pues sólo a Dios correspondía juzgar sobre aquellas cosas, añadió con admirable discreción.

—Abuela —dijo después—, deja todos tus bienes a Brigaut (el pobre muchacho lloraba a lágrima viva)—. Y da mil francos a la buena Adele, que me calentaba la cama a escondidas. Si se hubiese quedado en casa de mis primos, aún viviría…

A las tres de la tarde del martes de Pascua, un día esplendoroso, aquel pequeño ángel dejó de sufrir. Su heroica abuela quiso velarla aquella noche con los sacerdotes y coser el sudario con sus viejas manos entumecidas. Al anochecer, Brigaut salió de casa Auffray y bajó hacia la carpintería de Frappier.

—No hace falta que me digas, mi pobre amigo, lo que ha pasado —le dijo el carpintero.

—Sí, padre Frappier, para ella todo ha terminado, pero no para mí.

El mozo miró la madera almacenada en el taller con expresión sombría y perspicaz a la vez.

—Te comprendo, Brigaut —dijo el viejo Frappier—. Mira, ahí tienes lo que buscas.

Y le señaló unas tablas de roble de dos pulgadas.

—No me ayudéis, monsieur Frappier —dijo el bretón—. Quiero hacerlo todo yo mismo.

Brigaut pasó toda la noche cepillando y ensamblando el ataúd de Pierrette, y más de una vez hizo saltar de un solo golpe de cepillo una viruta empapada con sus lágrimas. El viejo Frappier lo contemplaba fumando. Sólo le dijo estas concisas palabras, cuando vio que su primer oficial ensamblaba las cuatro tablas:

—Haz la tapa corredera: así sus pobres parientes no te oirán clavarla.

Cuando se hizo de día, Brigaut fue a buscar el plomo necesario para forrar el féretro. Por una extraordinaria casualidad, las planchas de plomo costaron exactamente la misma suma que él había dado a Pierrette para que efectuase el viaje de Nantes a Provins. El valeroso bretón, que había sabido resistir el horrible dolor de hacer él mismo el ataúd de su querida compañera de infancia, revistiendo aquellas fúnebres tablas con todos sus recuerdos, no pudo soportar aquella casualidad: fue presa de un desfallecimiento y no pudo llevarse el plomo. El plomero se ofreció a acompañarlo y a soldar la cuarta plancha, cuando el cadáver hubiese sido depositado en el féretro. El bretón quemó el cepillo y todas las herramientas que había utilizado, echó cuentas con Frappier y le dijo adiós. El heroísmo con que el pobre muchacho se ocupaba, como la abuela, de prestar las últimas atenciones a Pierrette, le hizo intervenir en la escena suprema que coronó la tiranía de los Rogron.

Brigaut y el plomero llegaron a tiempo a casa de monsieur Auffray para resolver por medio de la fuerza bruta una infame y horrible cuestión judicial. La estancia mortuoria, llena de gente, mostró a los dos obreros un singular espectáculo. Los Rogron se alzaban con aspecto aborrecible junto al cadáver de su víctima, para seguir torturándola después de su muerte. El cuerpecito de la pobre niña, de una belleza sublime, yacía sobre el modesto catre de su abuela. Pierrette tenía los ojos cerrados, los cabellos partidos sobre la frente y aplastados sobre los lados y el cuerpo amortajado con un grueso sudario de algodón, cosido a un lado.

Ante el lecho, con los cabellos en desorden, de rodillas y con las manos tendidas y el rostro arrebolado, la vieja Lorrain gritaba:

—¡No, esto no se hará!

Al pie de la cama estaban el tutor, monsieur Auffray, el cura Péroux y monsieur Habert. Los cirios aún no estaban encendidos.

Ante la abuela se alzaban el cirujano del hospicio y monsieur Néraud, que contaban con el apoyo del espantoso y dulzón Vinet. También había un alguacil. El cirujano del hospicio se había puesto su delantal de disección. Uno de sus ayudantes había abierto su maletín y le ofrecía un escalpelo.

Esta escena fue turbada por el ruido del ataúd que Brigaut y el plomero dejaron caer, pues Brigaut, que iba en cabeza, fue presa de espanto ante el aspecto de la anciana Lorrain, que lloraba.

—¿Qué pasa? —preguntó Brigaut poniéndose al lado de la vieja abuela y empuñando convulsivamente un formón que había traído.

—Pasa —dijo la anciana—, pasa, Brigaut, que quieren abrir el cuerpo de mi niña, hendirle la cabeza, partirle el corazón después de su muerte, tal como hicieron en vida.

—¿Quién —gritó Brigaut con una voz capaz de partir el tímpano de las gentes de la justicia.

—Los Rogron.

. —¡Por el santo nombre de Dios!…

—Calma, Brigaut —dijo monsieur Auffray, viendo que el bretón blandía su herramienta.

—Monsieur Auffray —dijo Brigaut tan pálido como la joven muerta—, os escucho porque sois monsieur Auffray, pero en estos momentos no escucharé a…

—¡La justicia! —dijo Auffray.

—¿Es que existe una justicia? —exclamó el bretón—. ¡Aquí tenéis a la justicia! —dijo amenazando al abogado, al cirujano y al alguacil con su formón, que brillaba al sol.

—Amigo mío —dijo el cura—, la justicia ha sido invocada por el abogado de monsieur Rogron, que se halla bajo una acusación grave, y no se pueden negar a un inculpado los medios de justificarse. Según el abogado de monsieur Rogron, si la pobre criatura que aquí vemos ha fallecido a causa del absceso que tenía en la cabeza, no hay motivo de inquietar a su antiguo tutor, pues está demostrado que Pierrette ocultó durante mucho tiempo el golpe* que se había dado…

—¡Basta! —dijo Brigaut.

—Mi cliente… —empezó a decir Vinet.

—Tu cliente —exclamó el bretón— irá al infierno y yo al patíbulo; pues si alguno de vosotros intenta tocar a la que ha matado tu cliente, y si ese matasanos no guarda su herramienta, lo mataré ahora mismo.

—Hay rebeldía —dijo Vinet—. Iremos a comunicarlo al juez.

Los cinco intrusos se retiraron.

—¡Oh, hijo mío! —dijo la anciana incorporándose y echándose al cuello de Brigaut—. ¡Enterrémosla pronto, antes de que vuelvan!…

—Una vez esté el plomo soldado —dijo el plomero—, quizá ya no se atreverán.

Monsieur Auffray corrió a casa de su cuñado, monsieur Lesour, para tratar de resolver este asunto. Vinet no quería otra cosa. Una vez muerta Pierrette, el proceso relativo a la tutela, que aún no había sido fallado, quedaba sobreseído, sin que nadie pudiese pleitear a favor o en contra de los Rogron: la cuestión quedaba indecisa. Así el hábil Vinet había previsto muy bien el efecto que su requerimiento iba a producir.

Al mediodía, monsieur Desfondrilles elevó su informe al Tribunal acerca del sumario instruido sobre Rogron, y el Tribunal declaró que la causa fuese sobreseída, por no haber lugar a proseguir la acción.

Rogron no se atrevió a mostrarse en público durante el entierro de Pierrette, al que asistió la ciudad en peso. Vinet quiso hacerle ir, pero el antiguo mercero tuvo miedo de despertar la repulsión general.

Brigaut se fue de Provins después de haber visto como el sepulturero arrojaba la última paletada de tierra en la fosa donde Pierrette fue enterrada. Fue, a pie, a París. Presentó una petición a la Delfina para ingresar en la Guardia Real, en consideración al nombre de su padre, siendo admitido inmediatamente. Cuando se efectuó la expedición a Argel volvió a escribir a la Delfina para que le permitiesen participar en ella. Era sargento y el mariscal Bourmont lo ascendió a subteniente en el regimiento de línea. El hijo del mayor se portaba como un hombre que buscase la muerte. Pero ésta había respetado hasta entonces a Jacques Brigaut, que se distinguió en todas las expediciones sin recibir ni un solo rasguño. En la actualidad es jefe de batallón en el regimiento de línea. Ningún oficial es más taciturno ni mejor que él. Cuando está libre de servicio, apenas habla, pasea solo y vive de una manera mecánica. Todos adivinan y respetan un dolor ignorado. Posee cuarenta y seis mil francos que le fueron legados por la anciana madame Lorrain, fallecida en París en 1829.

En las elecciones de 1830, Vinet salió elegido diputado; los servicios rendidos al nuevo gobierno le valieron el cargo de fiscal general. En la actualidad goza de tal influencia, que su acta de diputado está asegurada para siempre. Rogron es recaudador general en la misma ciudad donde Vinet desempeña las funciones de su cargo, y, por una sorprendente casualidad, monsieur Tiphaine es el primer presidente del Tribunal Real de aquella ciudad, pues el magistrado se unió sin vacilar a la dinastía de julio. La ex bella madame Tiphaine vive en buena armonía con la bella madame Rogron. Vinet no puede sostener mejores relaciones con el presidente del Tribunal.

En cuanto al imbécil de Rogron, dice cosas como ésta:

—¡Luis Felipe sólo será verdaderamente rey cuando pueda crear nobles!

Esta frase, evidentemente, no es suya. Su precario estado de salud hace esperar a madame Rogron que pronto podrá casarse con el general marqués de Montriveau, par de Francia, que está al frente del Departamento y que la colma de atenciones. Vinet pide cabezas con mucha corrección, pues no cree jamás en la inocencia de un acusado.

Este fiscal general de pura sangre pasa por ser uno de los hombres más amables de su jurisdicción, y tiene tanto éxito en la Cámara como en París; en el Tribunal es un delicioso cortesano.

Cumpliendo la promesa de Vinet, el general barón Gouraud, aquella noble ruina de nuestros gloriosos ejércitos, contrajo matrimonio con una tal mademoiselle Matifat, de veinticinco años, hija de un droguista de la rue des Lombarts, dotada con cincuenta mil escudos. Como Vinet también profetizó, se halla al frente de un Departamento próximo a París. Fue nombrado par de Francia por su conducta durante las revueltas que tuvieron lugar bajo el Ministerio de Casimir Périer. El barón Gouraud fue uno de los generales que tomaron la iglesia de Saint-Merry, contento de poder vapulear a la chusma que los había vejado durante quince años, y su ardor fue recompensado con el gran cordón de la Legión de Honor.

Ninguno de los personajes que participaron en la muerte de Pierrette tiene el menor remordimiento. Monsieur Desfondrilles continúa siendo arqueólogo, pero, con vistas a su elección, el fiscal general Vinet tuvo buen cuidado en hacerlo nombrar presidente del Tribunal. Sylvie tiene una pequeña corte y administra los bienes de su hermano; hace préstamos a un interés muy elevado y no gasta más allá de mil doscientos francos anuales.

De vez en cuando, en aquella pequeña plaza, cuando un hijo de Provins vuelve de París para establecerse en su ciudad natal, al salir de casa de mademoiselle Rogron, un antiguo partidario de los Tiphaine le dice:

—Los Rogron se vieron hace tiempo metidos en un desagradable proceso a causa de una pupila…

—Fue una cuestión de banderías —suele responder el presidente Desfondrilles—. Quisieron hacer creer que se habían cometido monstruosas tropelías. Llevados por su bondad, tomaron en su casa a una tal Pierrette, una niña bastante linda y sin fortuna. En plena adolescencia, cuando aún estaba formándose, tuvo una intriga con un mozo oficial carpintero. Ella se acercaba descalza a su ventana para hablar con dicho mozo, que se situaba allí, ¿veis? Los dos amantes se enviaban billetes tiernos por medio y en el extremo de un cordel. Comprenderéis que en su estado, y corriendo los meses de octubre y noviembre, no hacía falta más para hacer empeorar a una niña que ya tenía muy mal color. Los Rogron se portaron admirablemente bien: no reclamaron su parte de la herencia de la pequeña, cediéndolo todo a su abuela. De esto se desprende la moraleja, amigos míos, de que el diablo castiga siempre las buenas acciones.

—¡Ah, pero esto es muy distinto! Maese Frappier me lo ha contado de manera muy diferente.

—Maese Frappier consulta más su bodega que su memoria —dijo entonces un concurrente habitual al salón de mademoiselle Rogron.

—Pero el viejo monsieur Habert…

—¡Oh! ¿Pero no sabéis lo que se traía entre manos?

—No.

—Pues bien, voy a decíroslo: quería casar a su hermana con monsieur Rogron, el recaudador general.

Sólo hay dos hombres que recuerdan todos los días a Pierrette: Martener, el médico, y el mayor Brigaut, que son los únicos que conocen la espantosa verdad.

Para dar a ésta unas proporciones inmensas, bastaría con recordar que, efectuando una trasposición de la escena a la Edad Media y a Roma, una joven sublime llamada Beatriz Cenci fue conducida al suplicio en aquel vasto escenario por unos motivos y unas intrigas casi idénticos a los que llevaron a Pierrette a la tumba. Beatriz Cenci tuvo por único defensor a un artista, un pintor. Hoy día la historia y los vivos, si hemos de dar fe al retrato de Guido Reni, condenan al Papa y hacen de Beatriz una de las víctimas más conmovedoras de las pasiones infames y de las banderías.

Hay que convenir en que la Legalidad sería algo muy bello, para las bribonadas sociales, si Dios no existiese.

Noviembre, 1839.