PICASSO Y LA OBRA MAESTRA DESCONOCIDA 

Le obsesionaba. Pudo nombrarlo con todas las lenguas posibles; pudo pintarlo de todas las formas posibles. Es la relación entre el pintor y la modelo, el arte y la vida: un tema desde siempre cercano y querido al pintor Picasso y con el cual pasó por mil y tres, infinitas transformaciones. Le sirvió para desenmascarar al hombre y la mujer en todos sus aspectos. Penetra el cuadro pasando al acto, como si el pincel fuera una lanza sobre la carne de la modelo.

El tema recorre hirientemente su producción y conduce la discusión a los términos del propio relato de los orígenes del arte moderno. Tema que apunta hacia el mecanismo de la creación: el infame juego entre el artista, la modelo y la tela: es decir, el sujeto, el objeto y el verbo —y las mil maneras de conjugarlo—. Tema que proporciona la mejor comprensión del método picassiano de desbaratar y reconstruir la realidad. Tema que contiene los dos elementos subyacentes claves para articular el teatro del artista (el de la mirada, voyeurismo, la puesta en escena del acto de ver, punto de partida de la creación —el ojo; y el de la ironía sobre la profesión, la puesta en escena del acto de pintar— la mano). Picasso se deja atravesar por él; lo atraviesa él. Lacerante.

Si el pecado que comete el anciano Frenhofer es el de la hybris, Picasso se la juega y apuesta por los excesos sin la menor concesión a los idiomas plásticos. Como Don Juan, se autoriza todas las licencias estéticas y libertades conceptuales. Como Don Juan, no es personaje de arrepentimientos y ante las puertas del mismo infierno se le burla a la muerte en las narices. Un pacto con el arte, la mentira: desafío signado por el exceso, la carne, la vida. Una lucha cuerpo a cuerpo con la pintura, un encarnizado combate por resolver el eterno conflicto entre la realidad y la ilusión donde parecería que, de un solo golpe, Picasso hubiese pasado al otro lado de la tela, como al otro lado de un espejo.

Con todas las lenguas posibles. De todas las formas posibles. Las más refinadas y las más cochinas. Traspasando los límites de todo saber anterior, de toda técnica, con toda la técnica. Más allá de las convenciones de uso, más allá de la pintura misma. Mil y tres, innumerables palabras: el problema de la comparación entre el arte y la realidad le había ocupado desde los primeros tiempos del cubismo (cuando se la confronta con la realidad, la obra no compite, se trata de una ficción, o «de una mentira que nos lleva a dar cuenta de la verdad»), pero su formulación literal bajo la representación de las figuras del pintor y la modelo aparece por primera vez en una tela de 1914 que prefigura y anuncia los subsiguientes retornos al estilo clásico. Son palabras armoniosas que en 1926 se vuelven maraña, en un gran lienzo donde las figuras del artista y la modelo se entrecruzan en una red alucinada y confusa que mezcla mujer y paleta, tela y pintor, colores, pinceles, ojos, rostros. El cuerpo se disloca, se violenta, ofrece todos sus ángulos de visión curvándose y retorciéndose constantemente. Picasso permanece fiel a la simultaneidad del cubismo y su deseo de aprehender la realidad bajo todos sus aspectos a la vez. Pero a pesar del embrollo lineal, de la destrucción, el mismo cuerpo permanece intacto, y de él surge un enorme y nítido pie —como en la famosa y desconocida obra de Frenhofer, caos de colores, «inciertas gradaciones, especie de niebla informe», en la cual Poussin nada distingue salvo «¡un pie delicioso, un pie vivo!»—. Tendría interés saber si esta tela fue ejecutada antes que Ambroise Vollard le mencionara a Picasso su intención de publicar una edición ilustrada de La Obra maestra desconocida de Balzac; pero desafortunadamente las memorias del editor son vagas al respecto. Cabría incluso preguntarse si Picasso conoció el texto completo, ya que a juzgar por el testimonio de Geneviéve Laporte, parece que no lo leyó íntegramente. En todo caso, el cuadro de 1926 funciona como premonición al futuro desarrollo del tema.

La edición de Vollard de La Obra maestra desconocida, fue publicada en 1931, y una serie de trece aguafuertes concebidos desde 1927 constituye la columna vertebral de las imágenes del libro. Toda ilustración es, en el fondo, una herejía, y Picasso realmente no trabajó la serie como mera ilustración sino como un acercamiento al tema que desde entonces le acompañó irreversiblemente. Con una claridad lineal digna de Ingres —también querido al artista— resolvió las figuras: una pureza de palabras que continúa su curso en los años treinta con otra serie de aguafuertes de clásico tenor que posteriormente formaría parte de la Suite Vollard. La permutación estilística entre la obra y la modelo se encuentra presente como siempre, pero la separación entre la imagen real y la imagen pintada es reemplazada aquí por el contacto directo y el consecuente reposo amoroso del escultor y su modelo. La mujer es protagonista, sus mujeres. Despedaza sus cuerpos y rostros, los recompone, los vuelve a destrozar y aún le queda cuerpo y modelo para rato.

Después viene la carne, un lenguaje brutal y desconsiderado que se yuxtapone a una escritura libre, recortada. Articula un idioma que atraviesa su obsesión carnal. En una serie de aguafuertes de 1968 el pintor y la modelo en amor son observados por un testigo. La alusión al relato de Balzac es, una vez más, evidente. El pintor abraza a su modelo aboliendo la distancia, el obstáculo de la tela, y transformando así la relación pintor-modelo en relación hombre-mujer. Los perfiles se confunden en una sola línea, las narices se entrechocan, se pliegan, las bocas se devoran y los ojos se desorbitan. Una pierna elefantesca se desplaza por el aire, los senos se retuercen y desubican; el sexo de frente, bien a la vista. Las escenas fueron retrabajadas a partir de los óleos Rafael y la Fornarina y Paolo y Francesca sorprendidos por Gianciotto, ambos de Ingres. El lenguaje sereno del maestro es retraducido por Picasso a palabras soeces y a la vez refinadas. Inventa una lengua gráfica y pictórica: inédita y argótica; y como todo argot, subversiva, equívoca, insolente, burlona y abrupta. Es una lengua que el último Picasso llevó a sus más patológicos y sucios extremos («con el arte se debe ser vulgar, pintar con malas palabras, y yo cada vez lo hago peor»). Con ella libró un duro combate contra la pintura y sus trampas: las trampas del arte, de la representación de una modelo que es a la vez la mujer y la vida. Arremete con todas sus fuerzas, y a pesar de su célebre y conmovedora rendición del 27 de marzo de 1963 («la pintura es más fuerte que yo, es capaz de hacer conmigo lo que le da la gana»), agrede. A fuerza de pintar, la pintura y el ejercicio de su ritual produjo otra pintura: primaria, salvaje. El pintor y la modelo se deslizan, la pintura se desborda, actúa por sí sola, sale de la tela. Es una pintura articulada en el lenguaje de las bestias; lo humano se confunde con la animalidad más brutal.

La referencia permanente fue la del pintor, la modelo y la pintura; una referencia renovada, reinventada a través de una escritura sin ambages: a veces ligera, a veces pesada; o alegre, rabiosa y resplandeciente; o clásica; pero también desesperada y sombría (pedazos de pellejo acartonado y manos de bruja). Un perfecto balance entre obscenidad y ornamento. Es el Picasso para quien sólo existió una única imagen vista desde distintos planos y marcada por el exceso; corpórea, sin pudores, sensual: «Todo arte es, por esencia impúdico, delator; el arte jamás ha sido casto», dijo entonces.

El relato de Balzac remite al mito fundador de la creación, al artista que se cree Dios, capaz de dar vida —o peor, ilusión de vida (mentira) a una materia inanimada—. Sugiere la castrada búsqueda de la belleza inalcanzable. Frenhofer muere, quema su cuadro. Picasso desbarata el mito, otorga vida y carne a la pintura. El contraste entre la modelo real y su contrapartida abstracta; la necesidad de escoger entre el arte y el amor, entre la criatura y la creación… los temas entretejidos en el relato de Balzac desde mucho antes habían perseguido a Picasso hasta la obsesión.

Cuando fue editado por Vollard, el libro resultó desconcertante para los coleccionistas por su variedad de estilos. Se compone, en definitiva, de los treces mencionados aguafuertes de clásico tenor alusivos al relato, y sesenta y siete grabados en madera por Aubert a partir de dibujos originales de Picasso, más bien elusivos al relato, pertenecientes a un críptico y enigmático conjunto realizado en el verano de 1924. Herméticos y oscuros; prácticamente abstractos. Se trata de constelaciones que forman redes de puntos unidos entre sí. Algunos representan instrumentos musicales o rostros y constituyen la mejor demostración de la imposibilidad de etiquetar la inconstante movilidad del pensamiento picassiano. Recordemos que los aguafuertes de la misma edición poseen una claridad lineal digna de Ingres. Sin embargo, la oposición ele lenguajes funcionó correctamente: una verdadera obra maestra de la bibliofilia.

Frenhofer muere. Quema la tela.

Picasso se deja habitar por una pintura sin trabas; desplegada en torbellinos, arabescos, raspaduras…; que no obedece a regla alguna ni se deja cercar por nada.

Frenhofer muere. Quema la vida.

Picasso aún continúa librando una descarnada lucha, sin cuartel, entre la pintura y sus términos. A las puertas del infierno pudo trasgredir las leyes, infringir el oficio, borronear, tachonear, imponer ese carácter de mala pintura que sólo los pintores que saben pintar se pueden permitir.

María Luz Cárdenas