CATHERINE LESCAULT
Tres meses después del encuentro de Poussin con Porbus, éste fue a visitar al maestro Frenhofer. El anciano había caído en uno de esos desánimos profundos y espontáneos cuya causa se encuentra, si es preciso creer a los matemáticos de la medicina, en una mala digestión, en el viento, el calor o en una hinchazón de los hipocondrios; o, de acuerdo con los espiritualistas, en la imperfección de nuestra naturaleza moral. El buen hombre sencilla y llanamente se había cansado del trabajo de perfeccionar su misterioso cuadro. Se hallaba lánguidamente sentado en una enorme silla de roble esculpido, guarnecida de cuero negro y, sin abandonar su actitud melancólica, le lanzó a Porbus la mirada de un hombre establecido en su tedio.
—¿Qué le pasa, querido maestro? —le preguntó Porbus—. ¿El lapislázuli que fue a buscar a Brujas resultó malo? ¿No ha sabido usted cómo desleír su nuevo blanco? ¿Su óleo es de mala clase? ¿O los pinceles se muestran reacios?
—¡Ay! —exclamó el anciano—. Durante un momento creí que mi obra estaba terminada, pero, ciertamente, me he equivocado en algunos pormenores y no volveré a estar tranquilo hasta haber aclarado mis dudas. He decidido salir de viaje e ir a Turquía, a Grecia, al Asia para buscar una modelo y comparar mi cuadro con diversas naturalezas. Quizás tengo allá arriba, prosiguió, dejando que en su rostro se dibujase una sonrisa de satisfacción, la naturaleza misma. A veces casi tengo miedo de que un soplo me despierte a esa mujer y la haga desaparecer.
Luego se puso de pie repentinamente como si fuese a salir.
—¡Oh! ¡Oh! —respondió Porbus—, llego entonces a tiempo para evitarle los gastos y el cansancio del viaje.
—¿Cómo es eso? —preguntó Frenhofer asombrado.
—El joven Poussin es amado por una mujer cuya incomparable belleza se halla sin imperfección alguna. Pero, querido maestro, si él consciente en prestársela, al menos será preciso que nos permita ver su lienzo.
El anciano permaneció de pie, inmóvil, en un estado total de estupefacción.
—¡Cómo! —exclamó finalmente con gran dolor—, ¿mostrar mi criatura, mi esposa? ¿Rasgar el velo bajo el cual he escondido castamente mi dicha? ¡Sería una horrible prostitución! Hace diez años que vivo con esa mujer, ella me pertenece, a mí solo, me ama. ¿No se ha sonreído conmigo a cada pincelada que le he dado? Ella tiene alma, el alma con que yo la he dotado. Se sonrojaría si otros ojos que los míos la miraran. ¡Que la miren! Pero ¿qué marido, qué amante podría ser tan vil como para llevar a una mujer a la deshonra? Cuando haces un cuadro para la corte no pones en él toda tu alma; a los cortesanos se les vende sólo maniquís coloreados. ¡Mi pintura no es una pintura, es un sentimiento, una pasión! Nacida en mi estudio, tiene que permanecer virgen mientras esté allí y sólo puede salir de allí vestida. ¡La poesía y las mujeres se entregan desnudas solamente a sus amantes! ¿Poseemos acaso la modelo de Rafael, la Angélica de Ariosto, la Beatriz de Dante? No. Sólo vemos sus Formas. Pues bien, la obra que yo tengo allá arriba bajo siete llaves es una excepción en nuestro arte. ¡No es un lienzo, es una mujer! Una mujer con quien lloro, río, converso, pienso. ¿Quieres que de repente abandone una dicha de diez años como quien se quita un abrigo? ¿Que de un solo golpe deje ele ser padre, amante y Dios? Esa mujer no es una criatura sino una creación. Si viniera tu joven amigo, le daría mis tesoros, le daría mis cuadros de Correggio, de Miguel Ángel, de Ticiano; estaría dispuesto a besar las huellas de sus pisadas en el polvo… ¿Pero convertirlo en mi rival? ¡Qué humillación para mí! ¡Ah! ¡Todavía más que pintor, soy amante! Sí; tendré las fuerzas necesarias para quemar mi Belle Noiseuse cuando esté a punto de exhalar mi último suspiro; pero ¿hacer que soporte la mirada de un hombre, de un hombre joven, de un pintor? Eso jamás. No. Jamás. ¡Mataría al día siguiente a quien la hubiera mancillado con una sola mirada! ¡Te mataría al punto, a ti, amigo, si no la saludaras de rodillas! ¿Pretendes ahora que yo someta a mi ídolo a las frías miradas y a las críticas estúpidas de los imbéciles? ¡Ah! El amor es un misterio, sólo vive en lo más hondo de los corazones y todo está perdido cuando un hombre le dice siquiera a un amigo: «¡Ésta es la mujer a quien amo!».
El anciano parecía haber rejuvenecido; sus ojos tenían el brillo de la vida; sus pálidas mejillas se habían matizado de un rojo vivo y sus manos temblaban. Porbus, sorprendido de la apasionada violencia con que habían sido pronunciadas esas palabras, no sabía qué responder a un sentimiento tan nuevo como profundo. ¿Estaba cuerdo Frenhofer o estaba loco? ¿Estaba subyugado por una fantasía de artista o acaso las ideas que había expresado procedían de ese fanatismo inexpresable producido en nosotros por la larga concepción de una obra? ¿Se podría alguna vez transigir con esa extraña pasión?
Presa de todos estos pensamientos, Porbus le dijo al anciano: «Pero ¿no se trata de mujer por mujer? ¿Acaso Poussin no va a entregar a su amante a sus miradas?».
—¡Qué amante! —respondió Frenhofer—. Ella habrá de traicionarlo tarde o temprano. ¡La mía me será siempre fiel!
—Pues está bien, respondió Porbus, ya no hablemos más de esto. Pero antes de que encuentre, incluso en Asia, una mujer tan bella, tan perfecta como aquélla a la que me refiero, tal vez muera usted antes de haber terminado su cuadro.
—Mi cuadro está terminado, dijo Frenhofer. Quien pudiera verlo, creería percibir una mujer reclinada sobre una cama de terciopelo, rodeada de cortinas. Cerca de ella, un incensario de oro exhala perfumes. Sentirías la tentación de asir la borla del cordón de las cortinas y te parecería ver el seno de Catherine Lescault, una bella cortesana llamada La Belle Noiseuse, que se mueve al ritmo de su respiración. Sin embargo, yo quisiera estar seguro…
—Vete pues al Asia, respondió Porbus, percibiendo una especie de duda en la mirada de Frenhofer.
Y Porbus dio unos pocos pasos hacia la puerta de la sala.
En esos momentos, Gillette y Nicolás Poussin estaban ya cerca de la morada de Frenhofer. Cuando la muchacha estaba a punto de entrar, se desprendió del brazo del pintor y echó hacia atrás, como si la hubiese invadido un repentino presentimiento.
—¿Qué vengo a hacer aquí? —le preguntó a su amante con un tono de voz profundo y mirándolo fijamente.
—Gillette, tú eres mi dueña y señora, y quiero obedecerte en todo. Eres mi conciencia y mi gloria. Vuelve a casa, me sentiré más feliz, quizás, si tú…
—¿Me pertenezco realmente cuando me hablas así? ¡Oh, no! Soy sólo una niña. Vamos, añadió Gillette haciendo al parecer un gran esfuerzo, si nuestro amor muere, y si yo lleno mi corazón de una gran tristeza, ¿no será tu celebridad el precio de mi obediencia a tus deseos? Entremos, ser siempre como un recuerdo en tu paleta será vivir aún.
Al abrir la puerta de la vivienda, los dos amantes se encontraron con Porbus, quien, sorprendido por la belleza de Gillette cuyos ojos estaban arrasados en lágrimas, la tomó del brazo estremecido y, llevándola hasta donde estaba el anciano, le dijo a éste: «Aquí está. ¿No vale esta muchacha todas las obras maestras del mundo?».
Frenhofer se sobresaltó. Allí estaba Gillette, en la pose ingenua y sencilla de una joven georgiana inocente y asustadiza, raptada y presentada por unos bandoleros a algún vendedor de esclavos. Un púdico rubor coloreaba su rostro, había inclinado la mirada, sus manos pendían a ambos lados, sus fuerzas parecían abandonarla y unas lágrimas protestaban contra la violencia hecha a su pudor. En ese instante, Poussin, desesperado por haber sacado ese tesoro de su desván, se maldijo a sí mismo. Se sintió más amante que artista y miles de escrúpulos le torturaron el corazón al ver la mirada rejuvenecida del anciano, quien, según una costumbre de pintor, desvistió, por decirlo así, a la joven, adivinando sus más secretas formas. Poussin regresó entonces a los celos feroces del verdadero amor.
—Gillette, ¡vámonos! —exclamó.
Al escuchar ese tono, ese grito, la dichosa amante de Poussin levantó los ojos hacia él, lo miró y corrió a sus brazos.
—¡Ah! Sí me quieres, respondió ella deshaciéndose en lágrimas, y corrió a echarse en sus brazos.
Después de haber tenido la energía de callar su sufrimiento, Gillette carecía de fuerzas para ocultar su felicidad.
—¡Oh! Déjemela usted siquiera un momento —dijo el viejo pintor—, y dejaré que la compare con mi Catherine. Sí, estoy de acuerdo.
Había también amor en la exclamación de Frenhofer. Parecía tener coquetería por su mujer figurada y gozar de antemano del triunfo que la belleza de su virgen iba a alcanzar sobre la de una muchacha verdadera.
—No permita que se arrepienta de su compromiso, exclamó Porbus, tocando a Poussin en el hombro. Los frutos del amor pasan rápidamente, los del arte son inmortales.
—Para él, respondió Gillette mirando con atención a Poussin y a Porbus, ¿no soy más que una mujer? Alzó la cabeza con un gesto de orgullo; pero cuando, después de haber lanzado a Frenhofer una mirada encendida, Gillette vio a su amante una vez más en plena contemplación del retrato que hacía poco había creído ser de Giorgione, exclamó: «¡Subamos! Él nunca me ha mirado así».
—Viejo, dijo Poussin, a quien la voz de Gillette había sacado de su meditación, mira esta espada. La enterraré en tu corazón a la primera palabra de queja que pronuncie esta joven; le prenderé fuego a tu casa y nadie podrá salir de aquí. ¿Comprendes?
Nicolás Poussin tenía un aspecto sombrío y sus palabras sonaron terribles. Esta actitud y sobre todo el gesto del joven pintor consolaron a Gillette, quien casi lo perdonó por sacrificarla a la pintura y a su glorioso porvenir. Porbus y Poussin permanecieron muy cerca de la puerta del estudio, mirándose uno a otro en silencio. Si, al comienzo, el pintor de la María egipcíaca se permitió algunas exclamaciones: «¡Ah, Gillette se está desvistiendo, Frenhofer le dice que se coloque en la luz, la está comparando!», muy pronto se quedó mudo ante el aspecto de Poussin, cuyo rostro se mostraba profundamente triste; y, aunque los pintores viejos ya no tienen escrúpulos tan pequeños en presencia del arte, admiró a los de Poussin por ser tan ingenuos y hermosos. El joven tenía la mano sobre la empuñadura de su daga y la oreja casi pegada a la puerta. Ambos, en la penumbra y de pie, parecían dos conspiradores en espera del momento de matar a un tirano.
—Adelante, pasad adelante, dijo el anciano radiante de dicha. Mi obra es perfecta y ahora puedo mostrarla con orgullo. Nunca ningún pintor ni sus pinceles, sus colores, su lienzo o su luz podrán crear una rival a Catherine Lescault, la bella cortesana.
Dominados por una vivísima curiosidad, Porbus y Poussin corrieron hasta el centro de un vasto estudio cubierto de polvo, en el que todo se hallaba desordenado, donde podían verse aquí y allá cuadros colgados de las paredes. Se pararon primero que todo ante una figura de mujer de tamaño natural, semidesnuda, ante la cual se pasmaron de admiración.
—¡Oh! No os ocupéis de eso, dijo Frenhofer, es un lienzo que pintarrajeé para estudiar una pose. Ese cuadro no vale nada. Éstos son mis errores, continuó, mostrándoles encantadoras composiciones colgadas en las paredes alrededor de ellos.
Al oír esas palabras, Porbus y Poussin, estupefactos del desprecio de Frenhofer hacia esas obras, buscaron el retrato anunciado sin lograr verlo.
—¡Pues, aquí está! —dijo el anciano con los cabellos desordenados, el rostro enardecido por una exaltación sobrenatural, los ojos encendidos y la voz temblorosa, todo lo cual contribuía a darle el aspecto de un joven embriagado de amor.
—¡Ah!, exclamó, no esperabais tanta perfección. Estáis ante una mujer y buscáis un cuadro. Hay tanta profundidad en este lienzo, la atmósfera es tan auténtica que no podéis distinguirla del aire que os rodea. ¿Dónde está el arte? ¡Perdido, desaparecido! Ésas son las formas de una joven. ¿No he captado yo bien el color y la vivacidad de la línea que parece terminar el cuerpo? ¿No es verdad que se trata del mismo fenómeno que nos presentan los objetos, inmersos en la atmósfera como los peces lo están en el agua? Admirad cómo los contornos se distancian del fondo. ¿No causa la impresión de que se pudiera pasar la mano por esa espalda? Durante siete años he estudiado la unión de la luz con los objetos. Y esos cabellos… ¿veis cómo la luz los inunda? Creo que está respirando… ¿Veis ese seno? ¡Ah! ¿Quién no quisiera adorarla de rodillas? Sus carnes palpitan. Va a levantarse de un momento a otro, esperad.
—¿Percibe algo? —le preguntó Poussin a Porbus.
—No. ¿Y usted?
—Nada.
Los dos pintores dejaron al anciano entregado a su éxtasis, trataron de observar si la luz que caía verticalmente sobre el lienzo neutralizaba todos sus efectos. Examinaron la pintura colocándose a la derecha, a la izquierda, bajando la cabeza, subiéndola.
—Sí, sí. Se trata en verdad de un lienzo, señores, les dijo Frenhofer, engañándose en lo tocante a ese examen escrupuloso. Mirad: éste es el bastidor, éste es el caballete; aquí están mis pinceles y mis pinturas.
Y cogió una brocha que les presentó con un ímpetu ingenuo.
—El viejo lansquenete se está burlando de nosotros, dijo Poussin volviendo ante el supuesto cuadro. Sólo veo en él colores confusamente amontonados y contenidos por una multitud de líneas extrañas que forman un muro de pintura.
—Estamos engañados ¿ve?… elijo a su vez Porbus.
Acercándose, vieron en una esquina del lienzo la punta de un pie desnudo que salía de ese caos de colores, de tonos, de matices indecisos, de esa especie de bruma sin forma; ¡pero un pie delicioso, un pie vivo! Permanecieron petrificados de admiración ante ese fragmento que se había salvado de una increíble, lenta y progresiva destrucción. El pie aparecía allí como el torso de una Venus de mármol de Paros que surge de entre los escombros de una ciudad incendiada.
—Hay una mujer debajo, exclamó Porbus, haciendo notar a Poussin las capas de pintura que el anciano pintor había superpuesto sucesivamente creyendo perfeccionar su cuadro.
Los dos pintores se volvieron espontáneamente hacia Frenhofer, empezando a comprender, pero vagamente, el éxtasis en que vivía.
—Actúa de buena fe, dijo Porbus.
—Sí, querido amigo, exclamó el anciano despertándose, es preciso tener fe, fe en el arte, y vivir durante mucho tiempo con su obra para producir una creación semejante. Algunas de esas sombras me han costado enormes trabajos. Por ejemplo, hay en la mejilla, debajo de los ojos, una ligerísima penumbra que, si usted la observa en la naturaleza, le parecerá casi intraducible. Pues bien, ¿creerá usted que producir ese efecto me ha costado esfuerzos inauditos? Pero también, querido Porbus, mira con atención mi obra y así comprenderás mejor lo que te decía con respecto a la manera de tratar el modelado y los contornos. Mira la luz del seno y comprueba cómo, gracias a una serie de pinceladas y resaltos muy pastosos, he logrado atrapar la luz verdadera y combinarla con la brillante blancura de los tonos claros; y cómo por medio de un trabajo contrario, borrando los salientes y el grano de la pasta, he podido, a fuerza de acariciar el contorno de mi figura, sumergido en las medias tintas, apartar hasta la idea de dibujo y de medios artificiales, y darle el aspecto y la redondez de la naturaleza. Acercaos, así miraréis mejor ese trabajo. De lejos, desaparece. ¿Os dais cuenta? Aquí, creo, resulta sumamente notable.
Y con la punta de su brocha mostraba a los dos pintores un amasijo de pintura clara.
Porbus dio una palmada al hombro del anciano y, volviéndose hacia Poussin, dijo: «¿Sabe usted que vemos en él a un gran pintor?».
—Es aún más poeta que pintor, respondió Poussin gravemente.
—Aquí, exclamó Porbus tocando el lienzo, termina nuestro arre sobre la tierra.
—Y de aquí sube a perderse en el cielo, dijo Poussin.
—¡Cuántos goces sobre este trozo de lienzo! —exclamó Porbus.
El anciano absorto no los oía y seguía sonriéndose con la mujer imaginaria.
—Pero tarde o temprano se dará cuenta de que no hay nada sobre su lienzo, exclamó Poussin.
—¡Nada sobre mi lienzo! —dijo Frenhofer mirando por turno a los dos pintores y a su supuesto cuadro.
—¡Qué ha hecho usted! —le dijo Porbus a Poussin.
El anciano agarró con fuerza el brazo del joven y le dijo: «Tú no ves nada, ¡palurdo, bellaco, bribón, granuja! ¿Por qué entonces subiste hasta acá? Mi querido Porbus, continuó, volviéndose hacia el pintor, ¿se mofará usted también de mí? ¡Responda! Soy su amigo, ¿habré echado a perder mi cuadro?».
Porbus, indeciso, no se atrevió a decir nada; pero la angustia dibujada sobre la pálida fisonomía del anciano era tan cruel, que le mostró el lienzo diciéndole: «¡Mire usted!».
Frenhofer contempló su cuadro un momento y se tambaleó.
—¡Nada, nada! ¡Y trabajé diez años!
Se sentó y se puso a llorar.
—¡Soy entonces un imbécil, un loco! ¡Sin talento, ni capacidad! ¡Ya no soy entonces sino un hombre rico que, cuando camina, no hace sino caminar! ¡No habré entonces producido nada!
Contempló su lienzo con los ojos llenos de lágrimas, se levantó de repente con gran orgullo y lanzó a los dos pintores una mirada enardecida.
—¡Por la sangre, el cuerpo y la cabeza de Cristo! ¡Sois unos celosos, que me quieren hacer creer que está echada a perder para robármela! ¡Yo la veo! —gritó—. ¡Es maravillosamente bella!
En ese momento, Poussin oyó el llanto de Gillette, olvidada en un rincón.
—¿Qué te pasa, ángel mío? —le preguntó el pintor súbitamente amoroso de nuevo.
—¡Mátame! —dijo ella—. Sería una infamia quererte todavía, porque te desprecio. Te admiro y me das horror. Te quiero y creo que ya te odio.
Mientras Poussin escuchaba a Gillette, Frenhofer cubría a su Catherine con una sarga verde, con la grave tranquilidad de un joyero que cierra sus cajones creyéndose en compañía de hábiles ladrones. Les lanzó a los dos pintores una mirada profundamente solapada, llena de desprecio y de recelo, y los echó silenciosamente de su estudio con una prontitud convulsiva. Luego, en el umbral de la casa, les dijo: «Adiós, amiguitos».
Este adiós dejó helados a los dos pintores. Al día siguiente, Porbus, preocupado, regresó a ver a Frenhofer, y supo que había muerto durante la noche, después de haber quemado sus cuadros.
París, febrero de 1832.