XXII. UN SENTIMIENTO NUEVO AUNQUE MUY ANTIGUO
Este primer día había de ser mucho más animado que los siguientes. Godefroid, que se vio puesto al margen de todas las conferencias serias, no tuvo más remedio que abrir la Imitación de Jesucristo durante las horas de la mañana y de la noche en que permanecía solo en la casa, y acabó por estudiar aquel libro, de la forma en que se estudia un libro cuando no se tiene más que uno y no se puede hacer otra cosa. El libro se convierte entonces en algo parecido a la mujer que nos acompaña en la soledad; igual que es preciso odiar o adorar a la mujer, así nos empapamos del espíritu del autor, o bien no leemos ni diez líneas.
Pero téngase en cuenta que es imposible no dejarse cautivar por el Kempis, que es al dogma lo que la acción al pensamiento. El catolicismo vibra en él, se mueve, se agita, lucha cuerpo a cuerpo con la vida humana. Este libro es un amigo seguro. Habla a todas las pasiones, a todas las dificultades, incluso mundanas, resuelve todas las objeciones, es más elocuente que todos los predicadores, pues su voz es la nuestra, se alza en vuestro corazón y la oís por el alma. Es el Evangelio traducido, en fin, apropiado a todas las épocas, superpuesto a todas las situaciones. Es extraordinario que la Iglesia no haya canonizado a Gerson, porque no hay duda de que el Espíritu Santo animaba su pluma.
Para Godefroid, el hotel de La Chanterie encerraba a una mujer además del libro, y cada día que pasaba se sentía más prendado de esta mujer; descubría en ella flores enterradas bajo la nieve de los inviernos, entreveía las delicias de aquella amistad santa permitida por la religión, a la que sonríen los ángeles y que por lo demás era la que unía a aquellas cinco personas, y contra la cual nada malo podía prevalecer. Es un sentimiento superior a todos los demás, un amor de alma a alma, parecido a esas flores tan raras nacidas en las cumbres más elevadas de la tierra, y del que se ofrecen a la humanidad uno o dos ejemplos de siglo en siglo, por el que a menudo se unen los amantes y que justifica los afectos fieles, inexplicables por las leyes ordinarias del mundo. Se trata de un afecto sin ningún desengaño, sin peleas, sin vanidad, sin disgustos, incluso sin contrastes, hasta tal punto se confunden las naturalezas morales. Godefroid vislumbraba las delicias de aquel sentimiento inmenso, infinito, hijo de la caridad católica. A veces no podía creer en el espectáculo que tenía ante sus ojos, y buscaba los motivos ocultos tras la sublime amistad de aquellas cinco personas, sorprendido de encontrar unos auténticos católicos, unos cristianos de los primeros tiempos de la Iglesia en el París de 1835.