III

LA DEMANDA

Popinot cruzó su bata, cuyos pliegues volvían a caer dejando al desnudo el pecho; mojó el pan en el café con leche, que ya se le había enfriado, y buscó la demanda, que leyó, permitiéndose algunos paréntesis y algunos comentarios que su sobrino, por su parte, apostilló.

Al Señor Presidente del Tribunal Civil de primera instancia del Departamento del Sena, en el Palacio de Justicia.

La señora Juana Clementina Atenais de Blamont-Chauvry, esposa del señor Carlos Mauricio María Andoche, conde de Nègrepelisse, marqués de Espard (¡buena nobleza!), propietario; la susodicha señora de Espard, domiciliada en la calle del Faubourg Saint-Honoré, n.° 104, y el susodicho señor de Espard, calle de la Montagne-Sainte-Geneviève, número 22 (¡ah, sí!, el señor Presidente me ha dicho que era en mi barrio), teniendo aquélla al señor Desroches como procurador…

—¡Desroches! ¡Un procuradorcillo mal visto del Tribunal y de sus colegas, y que perjudica a sus clientes!

—¡Pobre muchacho! —dijo Bianchon—. Carece de fortuna y harto trabajo tiene para poder ganarse la vida, eso es todo.

Tiene el honor de exponeros, señor Presidente, que, desde hace un año, las facultades morales e intelectuales del señor de Espard, su marido, han sufrido una alteración tan profunda, que constituyen hoy el estado de demencia y de imbecilidad previsto por el artículo 486 del Código civil, y exigen, en bien de su fortuna y de su persona, y en interés de sus hijos, le sean aplicadas las disposiciones requeridas por el mismo artículo;

Que, en efecto, el estado moral del señor de Espard, que, desde hace algunos años inspiraba graves temores fundados en el sistema adoptado por él para el gobierno de sus asuntos, ha recorrido, durante este último año especialmente, una deplorable escala de depresión; que la voluntad ha sido la primera en experimentar los efectos del mal, y que su anulación ha dejado al señor marqués de Espard entregado a todos los peligros de una incapacidad comprobada por los hechos siguientes:

Desde hace algún tiempo, todos los ingresos que producen los bienes del marqués de Espard pasan, sin causas plausibles y sin ventajas, ni siquiera temporales, a una mujer anciana cuya fealdad repulsiva es observada en general, llamada señora Jeanrenaud, que habita tan pronto en París, en la calle de la Vrillière, n.° 8, tan pronto en Villeparisis, cerca de Claye, departamento de Sena y Marne, y en provecho de su hijo, de treinta y seis años, oficial de la ex guardia imperial, que, por su crédito, ha sido colocado por el señor marqués de Espard en la guardia real en calidad de jefe de escuadra en el Primer Regimiento de Coraceros. Estas personas, reducidas en 1814 a la más extrema miseria, han adquirido sucesivamente inmuebles de un valor considerable, entre otros, y últimamente, un hotel en la Grande rue Verte, donde el señor Jeanrenaud hace actualmente gastos considerables con objeto de establecerse allí con la señora Jeanrenaud, su madre, en vista de la boda que proyecta contraer; los cuales gastos se elevan ya a más de cien mil francos. Esta boda ha sido facilitada por las diligencias del marqués de Espard cerca de su banquero, el señor Mongenod, a quien ha pedido la mano de la sobrina para el susodicho señor Jeanrenaud, prometiendo su crédito para alcanzar para él la dignidad de barón. Este nombramiento ha tenido lugar efectivamente por decreto de Su Majestad, con fecha del 29 de diciembre último, por solicitud del marqués de Espard, según puede ser justificado por Su Grandeza el Señor Guardasellos, en caso de que el Tribunal juzgase conveniente recurrir a su testimonio;

Que ninguna razón, incluso tomada de entre aquellas que la moral y la ley reprueban igualmente, puede justificar el imperio que la señora viuda Jeanrenaud ejerce sobre el marqués de Espard, quien, por otra parte, la ve muy raras veces; ni explicar su extraño afecto por el susodicho señor barón Jeanrenaud, con quien sus comunicaciones son poco frecuentes; sin embargo, su autoridad resulta ser tan grande, que cada vez que tiene necesidad de dinero, aunque no fuese más que para complacer simples caprichos…

—¡Eh, eh! Razón que la moral y la ley reprueban. ¿Qué quieren insinuar el pasante o el procurador? —dijo Popinot.

Bianchon se echó a reír.

… Esa dama o su hijo obtienen sin ningún género de dudas del marqués de Espard lo que piden, y a falta de dinero en metálico, el señor de Espard firma letras de cambio negociadas por el señor Mongenod, el cual ha ofrecido a la demandante que podría dar fe de ello.

Que, por otra parte, basándose en estos hechos, ha sucedido recientemente, con ocasión de renovar los arriendos de las tierras de Espard, que habiendo dado los colonos una suma bastante importante para la continuación de sus contratos, el señor Jeanrenaud se ha hecho efectuar inmediatamente la entrega;

Que la voluntad del marqués de Espard concurre en tan escaso grado al abandono de estas sumas que, cuando se le ha hablado de ello, no ha parecido acordarse; que cada vez que personas graves le han interrogado sobre su interés por esos dos individuos, sus respuestas han indicado una tan completa negación de sus ideas, de sus intereses, que hay necesariamente en este asunto una causa oculta sobre la cual la demandante apela a la mirada escrutadora de la Justicia, dado que es imposible que esta causa no sea criminal, abusiva o de una naturaleza apreciable por la medicina legal, si es que esta obsesión no es de aquellas que entren en el abuso de las fuerzas morales, y a las que no puede calificarse más que valiéndose del término extraordinario de posesión…

—¡Demonio! —repuso Popinot—. ¿Qué me dices de eso, doctor? Todos estos hechos son muy extraños.

—Podrían ser —respondió Bianchon— un efecto del poder magnético.

—¿Tú crees, entonces, en las tonterías de Mesmer, en la visión a través de los muros?

—Sí, tío —repuso gravemente el doctor—, mientras os oía leer esa demanda, estaba pensando en ello. Os declaro que he comprobado, en otra esfera de acción, varios hechos análogos, concernientes al imperio sin límite que un hombre puede adquirir sobre otro. Estoy, contrariamente a la opinión de mis colegas, totalmente convencido del poder de la voluntad, considerada como una fuerza motriz. He visto, aparte todo charlatanismo, los efectos de esa posesión. Los actos prometidos al magnetizador por el magnetizado durante el sueño han sido escrupulosamente realizados en el estado de vigilia. La voluntad del uno habíase convertido en la voluntad del otro.

—¿Toda clase de acto?

—Sí.

—Incluso criminal.

—Incluso criminal.

—Si no fueras tú quien lo afirma, no lo creería.

—Puedo daros fe de ello —dijo Bianchon.

—¡Hum! ¡Hum! —exclamó el juez—. Suponiendo que la causa de esta pretendida posesión perteneciese a este orden de hechos, sería difícil de comprobar y de lograr que se admitiese en justicia.

—No veo —dijo Bianchon—, si esa señora Jeanrenaud es horriblemente fea y vieja, qué otro medio de seducción pudiera tener.

—Pero —repuso el juez—, en 1814, época en la cual esta seducción habría estallado, esa mujer debía tener catorce años menos; si ha estado liada diez años antes con el señor de Espard, esos cálculos de fecha nos llevan a veinticuatro años atrás, época en la que la dama podía ser joven, bonita, y haber conquistado, por medios muy naturales, tanto para ella como para su hijo, un imperio sobre el señor de Espard, al cual ciertos hombres no son capaces de sustraerse. Si la causa de ese imperio parece reprensible a los ojos de la justicia, es justificable a los ojos de la naturaleza, la señora Jeanrenaud habrá podido enojarse a causa de la boda celebrada probablemente hacia esa época por el marqués de Espard con la señorita de Blamont-Chauvry; y en el fondo de todo ello pudiera no haber más que una rivalidad entre mujeres, puesto que el marqués ya hace tiempo que no vive con la señora de Espard.

—Pero ¿y esa fealdad repulsiva, tío mío?

—El poder de las seducciones —repuso el juez— se halla en razón directa de la fealdad; es ésta una cuestión muy antigua. Pero, continuemos.

… Que, desde el año 1815, para procurar las sumas exigidas por esas dos personas, el señor marqués de Espard ha ido a alojarse con sus dos hijos en la calle de la Montagne-Sainte Geneviève, en un apartamento cuya pobreza es indigna de su apellido y de su calidad (uno se aloja como quiere, ¡qué caramba!); que retiene allí a sus dos hijos, el conde Clemente de Espard y el vizconde Camilo de Espard, en una vida en desacuerdo con su porvenir, con su apellido y con su fortuna; que a menudo la falta de dinero es tan grande, que recientemente el propietario, un tal señor Mariast, mandó quitar los muebles del apartamento; que cuando esto se efectuó en su presencia, el marqués de Espard ayudó al escribano, al que trató como a un hombre de calidad, prodigándole todas las muestras de cortesía y de atención que hubiera podido tener para con una persona de dignidad superior a la suya…

Tío y sobrino se miraron, riendo.

Que, por otra parte, todos los actos de su vida, fuera de los hechos alegados con respecto a la señora viuda Jeanrenaud y del señor barón Jeanrenaud, su hijo, se hallan marcados por la locura; que, pronto hará de ello diez años, se ocupa tan exclusivamente de la China, de sus costumbres, de su historia, que todo lo refiere a los hábitos de los chinos; que, interrogado sobre este punto, confunde los asuntos de la época, los acontecimientos del día antes, con los hechos relativos a la China; que censura los actos del Gobierno y la conducta del Rey, aunque por otra parte le ama, comparándolos con la política china;

Que esta monomanía ha impulsado al marqués de Espard a acciones desprovistas de sentido; que, contra las costumbres de su rango y las ideas que él profesaba sobre el deber de la nobleza, ha emprendido un negocio comercial para el cual ha suscrito diariamente obligaciones hasta tal punto que amenazan hoy su honor y su fortuna, dado que le confieren la calidad de negociante y pueden, por falta de pago, hacerle declarar en quiebra; que estas obligaciones, contraídas con los vendedores de papel, los impresores, los litógrafos y los coloristas, que han suministrado los elementos necesarios a esta publicación titulada: Historia pintoresca de la China, y que aparece por entregas, son de tal importancia, que esos mismos proveedores han suplicado a la demandante que solicite la interdicción del marqués de Espard, con objeto de salvar sus créditos…

—¡Ese hombre está loco! —exclamó Bianchon.

—¿Crees tú eso? —dijo el juez—. Es preciso oírle. El que no escucha más que una campana, no oye más que un sonido.

—Pero me parece… —dijo Bianchon.

—Pero me parece —dijo Popinot—, que si alguno de mis parientes quisiera apoderarse de la administración de mis bienes, y que en vez de ser un simple juez de quien los colegas pueden examinar todos los días el estado moral, yo fuese duque y par, un procurador un poco avispado, como lo es Desroches, podría levantar una demanda parecida contra mí.

… Que la educación de sus hijos ha padecido quebranto a causa de la susodicha monomanía, y que les ha hecho aprender, contrariamente a todas las costumbres de la enseñanza, los hechos de la historia china que contradicen las doctrinas de la religión católica, y les ha hecho aprender los dialectos chinos…

—Aquí, Desroches me parece un pícaro —dijo Bianchon.

—La demanda ha sido redactada por su primer pasante, Godeschal, al que tú conoces —dijo el juez.

… Que deja a menudo a sus hijos privados de las cosas más necesarias; que la demandante, a pesar de sus instancias, no puede verles; que el señor marqués de Espard se los lleva una sola vez al año; que, sabiendo las privaciones a las que se hallan sometidos, ha realizado vanos esfuerzos para darles las cosas necesarias a la existencia, y de las que carecían…

—¡Oh!, señora marquesa, todo eso no son más que farsas. El que prueba demasiado, no prueba nada. Hijo mío —dijo el juez dejando el expediente sobre sus rodillas—, ¿cuál es la madre a la que ha faltado alguna vez el corazón, la inteligencia, las entrañas, hasta el punto de permanecer por debajo de las inspiraciones sugeridas por el instinto animal? Una madre es tan astuta para llegar adonde están sus hijos, como una joven puede serlo para llevar a buen término una intriga amorosa. Si tu marquesa hubiese querido alimentar o vestir a sus hijos, ni el mismo diablo habría podido impedírselo, ¿no te parece? ¡Es demasiado larga esa culebra para querer hacérsela tragar a un viejo juez! Prosigamos:

… Que la edad a la que llegan los susodichos hijos exige, desde ahora, que se tomen precauciones para sustraerlos a la funesta influencia de esta educación, que se provea a ellos según su rango, y que no tengan bajo sus ojos el ejemplo que les ofrece la conducta de su padre;

Que basándose en los hechos que se acaban de alegar, existen pruebas cuya repetición obtendrá fácilmente el Tribunal: a veces, el señor de Espard ha llamado al juez de paz del distrito doce, mandarín de tercera clase; a menudo ha llamado letrados a los profesores del colegio de Enrique IV. A propósito de las cosas más sencillas, ha dicho que esto no sucedía de este modo en la China; hace, durante una conversación ordinaria, alusión, sea a la señora Jeanrenaud, sea a sucesos acaecidos durante el reinado de Luis XIV, y permanece entonces sumido en una negra melancolía; a veces se imagina hallarse en la China. Varios de sus vecinos, especialmente los señores Edme Becker, estudiante de medicina, y Juan Bautista Frémiot, profesor, domiciliados en la misma casa, piensan, después de haber tratado al marqués de Espard, que su monomanía, en todo lo que concierne a la China, es una consecuencia de un plan forjado por el señor barón Jeanrenaud y la señora viuda su madre para completar el anulamiento de las facultades morales del marqués de Espard, dado que el único servicio que parece prestarle al señor de Espard la señora Jeanrenaud es el de procurarle todo lo que se relaciona con el imperio de la China;

Que, en fin, la demandante ofrece probar al Tribunal que las sumas absorbidas por los señores Jeanrenaud madre e hijo, de 1814 a 1828, no se elevan a menos de un millón de francos.

Para la confirmación de los hechos que preceden, la demandante ofrece al señor Presidente el testimonio de las personas que ven habitualmente al señor marqués de Espard, y cuyos nombres y calidad se hallan indicados más abajo, entre las cuales muchas le han suplicado que provoque la interdicción del señor marqués de Espard, como el único medio de poner su fortuna al abrigo de su deplorable administración y a sus hijos lejos de su funesta influencia.

Esto considerado, señor Presidente, y vistas las piezas adjuntas, la demandante ruega que os plazca, dado que los hechos que preceden prueban evidentemente el estado de demencia y de imbecilidad del señor marqués de Espard, arriba mencionado, calificado y domiciliado, ordenar que, para conseguir la interdicción del mismo, la presente demanda y las piezas de apoyo sean comunicadas al señor Procurador del Rey y encargar a uno de los señores jueces del Tribunal que efectúe la relación en el día que tengáis a bien indicar y para que podáis hacer justicia. Etc.

—Y aquí tenéis —dijo Popinot— la orden del Presidente que me encarga del asunto. Bien, ¿qué quiere de mí la marquesa de Espard? Lo sé todo. Mañana iré con mi escribano a ver al señor marqués, porque esto no me parece nada claro.

—Oídme, querido tío, nunca os he pedido el más pequeño favor que guardase relación con vuestras funciones judiciales; pues bien, os suplico que tengáis para con la señora de Espard una complacencia que merece su situación. Si viniese aquí, ¿la escucharíais?

—Sí.

—Entonces, id a oírla en su propia casa; la señora de Espard es una mujer enfermiza, nerviosa, delicada, que se encontrarla incómoda en vuestro nido de ratas. Id por la tarde, en vez de aceptar su invitación para comer con ella, puesto que la ley os prohíbe beber y comer con vuestros justiciables.

—¿Es que la ley no os prohíbe recibir herencias de vuestros muertos? —dijo Popinot creyendo advertir un matiz de ironía en los labios de su sobrino.

—Vamos, tío; aunque no fuese más que para adivinar la verdad de este asunto, acceded a lo que os pido. Vos iréis allá en calidad de juez de instrucción, puesto que las cosas no os parecen bastante claras. ¡Diantre!, el interrogatorio de la marquesa no es menos necesario que el de su marido.

—Tienes razón —dijo el magistrado—, bien pudiera ser que la loca fuese ella. Iré.

—Vendré a recogeros; escribid en vuestra agenda: Mañana por la noche, a las nueve, en casa de la señora de Espard. Bien —dijo Bianchon viendo que su tío anotaba la cita.

Al día siguiente, a las nueve de la noche, el do tor Bianchon subió la polvorienta escalera de su tío, y le encontró trabajando en la redacción de algún juicio espinoso. El traje pedido por Lavienne no había sido traído por el sastre, de suerte que Popinot cogió su traje viejo, lleno de manchas, y fue el Popinot incomptus cuyo aspecto suscitaba la risa en aquellos que desconocían su vida íntima. Bianchon consiguió, sin embargo, poner en orden la corbata de su tío y abrocharle el traje, escondió las manchas cruzando el reverso de los faldones de derecha a izquierda y ofreciendo así a la vista la parte aún nueva de la tela. Pero a los pocos instantes, el juez arremangó el vestido sobre el pecho al poner las manos en los bolsillos del chaleco, obedeciendo a su costumbre. El vestido, desmesuradamente plegado por delante y por detrás formó como una joroba en mitad de la espalda y produjo entre el chaleco y el pantalón una solución de continuidad por la cual apareció la camisa. Para desgracia suya, Bianchon no se dio cuenta de este aumento de ridículo hasta el momento en que su tío se presentó en casa de la marquesa.

Un breve bosquejo de la vida de la persona a cuya casa iban en aquel momento el médico y el juez, se hace aquí necesario para que resulte inteligible la conferencia que Popinot iba a celebrar con ella.

La señora de Espard era, desde hacía siete años, una mujer muy de moda en París, donde la moda eleva y humilla sucesivamente a personajes que, ora grandes, ora pequeños, es decir, unas veces en candelera y otras olvidados, se vuelven más tarde insoportables como lo son todos los ministros caídos en desgracia y todos los reyes destronados. Molestos por sus pretensiones frustradas, estos aduladores del pasado murmuran de todo, y como los disipadores arruinados, son los amigos de todo el mundo. Para haber sido abandonada por su marido hacia el año 1815, la señora de Espard debía haberse casado a principios del año 1812. Sus hijos tenían, pues, necesariamente, el uno quince y el otro trece años. ¿Por qué azar una madre de familia, de unos treinta y seis años de edad, era una mujer de moda? Aunque la moda sea caprichosa y nadie pueda predecir sus favoritos, aunque a menudo exalte a la mujer de un banquero o a alguna persona de elegancia y belleza dudosas, debe parecer sobrenatural que la moda hubiese adoptado aires constitucionales al admitir la presidencia de la edad.

Aquí la moda había hecho como todo el mundo, aceptaba a la señora de Espard como mujer joven. La marquesa tenía treinta y seis años en los registros del estado civil y veintidós años por la noche en un salón. Pero ¡cuántos cuidados y artificios! Bucles artificiosos le ocultaban las sienes. En su casa se condenaba a la penumbra haciéndose la enferma con objeto de permanecer en los matices protectores de una luz tamizada por la muselina. Como Diana de Poitiers, empleaba el agua fría en sus baños; como ella, la marquesa se acostaba sobre crin, dormía sobre almohadones de tafilete para conservar su cabellera, comía poco, no bebía más que agua, combinaba sus movimientos con objeto de evitar la fatiga, y ponía una exactitud monástica en los menores actos de la vida. Este rudo sistema, dicen, ha sido llevado hasta el empleo del hielo en lugar del agua por una ilustre polaca que, en nuestros días, combina una vida ya secular con las ocupaciones y con las costumbres de una petimetra. Destinada a vivir tantos años como vivió Marion Delorme, a la que algunos biógrafos atribuyen una edad de ciento treinta años, la ex-virreina de Polonia presenta, cerca de los cien años, una mente y un corazón jóvenes, un rostro gracioso, un talle esbelto; en su conversación, en la que las palabras crepitan como sarmientos en el fuego, puede comparar a los hombres y los libros de la literatura actual con los hombres y los libros del siglo XVIII. Desde Varsovia, encarga sus gorros en casa de Herbault. Gran dama, tiene el corazón juvenil de una muchacha; nada y corre como un estudiante, y sabe echarse en un diván con la misma gracia que una joven coqueta; insulta a la muerte y se ríe de la vida. Después de haber asombrado en otro tiempo al emperador Alejandro, hoy puede sorprender al emperador Nicolás con la magnificencia de sus fiestas. Todavía hace derramar lágrimas a algún joven enamorado, porque tiene la edad que quiere tener y la ternura inefable de una griseta. En fin, es un verdadero cuento de hadas, si es que no es ella misma el hada de los cuentos. ¿Es que la señora de Espard había conocido a la señora de Zayonscek? ¿Es que quería imitar la vida de ésta? Sea lo que fuere, la marquesa probaba la bondad de ese régimen, sus colores eran puros, su frente carecía de arrugas, su cuerpo conservaba, como el de la amada de Enrique II, la agilidad, la lozanía, atractivos ocultos que inspiran y fijan el amor en una mujer. Las precauciones tan sencillas de este régimen indicado por el arte, por la naturaleza, quizá también por la experiencia, encontraban por otra parte en ella un sistema general que las corroboraba. La marquesa estaba dotada de una profunda indiferencia por todo lo que no fuese ella misma; los hombres la divertían, pero ninguno de ellos le había producido estas grandes excitaciones que remueven profundamente las dos naturalezas. No tenía ni odio ni amor. Ofendida, se vengaba fría y tranquilamente, aguardando la ocasión de satisfacer el mal pensamiento que conservaba sobre quienquiera que hubiera quedado mal situado en su memoria. No se agitaba; hablaba, porque sabía que al decir dos palabras, una mujer puede hacer matar a tres hombres. Al ser abandonada por el señor de Espard había experimentado un placer singular: ¿acaso no se llevaba él a dos niños que, por el momento, la aburrían y que, más tarde, podían perjudicar a sus pretensiones? Los dos hijos de quienes tanto parecía preocuparse la marquesa en su demanda, eran, lo mismo que su padre, desconocidos del mundo como el paso norte-este es desconocido de los marinos. El señor de Espard pasaba por ser un excéntrico que habla abandonado a su mujer sin tener contra ella el más leve motivo de queja. Dueña de sí misma a los veintidós años de edad, y dueña de su fortuna, que consistía en veintiséis mil libras de renta, la marquesa vaciló mucho tiempo antes de tomar un partido, y de decidir de su existencia.

Aunque se aprovechase de los gastos que su marido había hecho en su hotel, y conservase los muebles, los coches, los caballos, en fin, toda una casa instalada, al principio llevó una vida retirada, durante los años 16, 17 y 18, época en la que las familias se reponían de los desastres ocasionados por las tormentas políticas. Perteneciente, por otra parte, a una de las casas más importantes e ilustres del Faubourg Saint-Germain, sus padres le aconsejaron que viviese en familia, después de la separación forzosa a la que la condenaba el inexplicable capricho de su marido.

En 1820, la marquesa salió de su letargo, hizo su aparición en la Corte, en las fiestas, y recibió en su casa. De 1821 a 1827, llevó un gran tren de vida, hízose notar por su exquisito gusto y por su «toilette»; tuvo su día y sus horas de recepción; luego, pronto se sentó en el trono en el que anteriormente habían brillado la señora vizcondesa de Beauséant, la duquesa de Langeais, la señora Firmiani, la cual, después de su boda con el señor De Camps, había cedido el cetro a la duquesa de Maufrigneuse, a la cual lo arrebató la señora de Espard. El mundo no sabía nada más acerca de la vida íntima de la marquesa de Espard. Parecía como si hubiera de estar mucho tiempo en el horizonte parisiense, como un sol cercano a su ocaso, pero que nunca acabaría de ponerse. La marquesa había trabado relaciones con una duquesa no menos célebre por su belleza que por su devoción a la persona de un príncipe a la sazón en desgracia, pero acostumbrado siempre a entrar como dominador en los gobiernos ulteriores. La señora de Espard era también amiga de una extranjera cerca de la cual un ilustre y taimado diplomático ruso analizaba los asuntos públicos. En fin, una vieja condesa acostumbrada a barajar las cartas del gran juego político la había adorado maternalmente. Para todas las personas perspicaces, la señora de Espard preparábase así para hacer suceder una influencia sorda pero real al reinado público y frívolo que debía a la moda. Su salón adquiría una consistencia política. Estas palabras: ¿Qué se dice de ello en casa de la señora de Espard? El salón de la señora de Espard está contra tal o cual medida, comenzaban a ser repetidas por un número bastante grande de tontos como para conferir a su rebaño de fieles la autoridad de una camarilla. Algunos heridos políticos, vendados, cosquilleados por ella, tales como el favorito de Luis XVIII, que ya no lograba que se le tomase en consideración, y antiguos ministros próximos a volver al poder, afirmaban que era tan fuerte en diplomacia como lo era en Londres la mujer del embajador ruso. La marquesa había dado varias veces, sea a diputados, sea a pares, palabras e ideas que desde la tribuna habían resonado en Europa. À menudo había juzgado bien acerca de algunos acontecimientos sobre los cuales sus contertulios no se atrevían a dar su opinión. Los principales personajes de la corte iban por la noche a jugar al whist en su casa.

Por otra parte, poseía las cualidades de sus defectos. Pasaba por ser discreta y lo era. Su amistad parecía a toda prueba. Servía a sus protegidos con una persistencia que probaba que lo que más le importaba era aumentar su crédito. Esta conducta estaba inspirada por su pasión dominante, la vanidad. Las conquistas y los placeres, que tanto anhelan muchas mujeres, eran considerados por ella como medios: ella quería vivir sobre todos los puntos del gran círculo que pueda describir la vida. Entre los hombres todavía jóvenes a los que pertenecía el futuro y que se apretujaban en sus salones, en los grandes días de fiesta, hacíanse notar los señores de Marsay, de Ronquerolles, de Montriveau, de la Roche-Hugon, de Sérizy, Ferraud, Máximo de Trailles, de Listomère, los dos Vandenesse, du Châtelet, etcétera. A menudo admitía a un hombre sin querer recibir a su mujer, y su poder era ya bastante fuerte para imponer estas duras condiciones en ciertas personas ambiciosas, tales como dos célebres banqueros realistas, los señores de Nucingen y Femando de Tillet. Había estudiado tan bien los puntos fuertes y flacos de la vida parisiense, que siempre se había comportado de modo que no dejara a ningún hombre la más mínima ventaja sobre ella. Habría podido prometerse una suma enorme por una carta en la que ella se comprometiese, y no habría podido encontrarse ni una sola.

Si la sequedad de su alma le permitía desempeñar su papel al natural, no la servía menos su aspecto exterior. Tenía un talle juvenil. Su voz era, según ella quería, suave, fresca, clara o dura. Poseía en grado eminente los secretos de esa actitud aristocrática por la cual una mujer borra su pasado. La marquesa conocía bien el arte de poner un espacio inmenso entre ella y el hombre que se cree con derecho a la familiaridad, después de una felicidad fortuita. Su mirada imponente sabía negarlo todo. En su conversación, los grandes y bellos sentimientos, las nobles determinaciones parecían brotar naturalmente de un alma y de un corazón puros; pero ella era en realidad todo cálculo, y era también muy capaz de perjudicar a un hombre torpe en sus transacciones, cuando transigiría sin pudor en provecho de sus intereses personales. Al tratar de unirse a esta mujer, Rastignac había acertado al considerarla el más hábil de los instrumentos: pero aún no se había servido de él; lejos de poder manejarlo, hacíase ya triturar por él. Aquel joven condottiere de la inteligencia, condenado, como Napoleón, a librar siempre batalla sabiendo que una sola derrota era la tumba de su fortuna, había encontrado en su protectora un peligroso adversario. Por primera vez en su vida turbulenta, jugaba una partida seria con una adversaria digna de él. En la conquista de la señora de Espard advertía un misterio; así, la servía, antes de servirse de ella: peligroso comienzo.

El hotel de Espard requería una numerosa servidumbre, ya que el tren de la marquesa era considerable. Las grandes recepciones tenían lugar en la planta baja, pero la marquesa habitaba el primer piso de la casa. La gran escalera magníficamente adornada y los aposentos decorados con el gusto noble que antaño respiraba Versalles, revelaban una inmensa fortuna. Cuando el juez vio que la puerta cochera se abría delante del cabriolé de su sobrino, examinó con una rápida ojeada el aspecto general de aquella casa, las flores que guarnecían la escalera, la exquisita limpieza de las rampas, de las paredes, de las alfombras, y contó los criados de librea que al ser llamados acudieron inmediatamente. Sus ojos, que el día antes sondeaban al fondo de su sala la grandeza de las miserias bajo los vestidos sucios de barro de la gente del pueblo, estudiaron con la misma lucidez de visión los muebles y la decoración de las piezas a través de las cuales pasó, para descubrir en ellas las miserias de la grandeza.

—El señor Popinot. El señor Bianchon.

Estos dos nombres fueron pronunciados a la entrada del gabinete en que la marquesa se hallaba, linda pieza amueblada de nuevo recientemente y que daba sobre el jardín del hotel. En aquel momento, la señora de Espard se encontraba sentada en uno de aquellos antiguos sillones que la SEÑORA había puesto de moda. Rastignac ocupaba cerca de ella, a su izquierda, una silla baja en la que se había acomodado como el favorito de una dama italiana. De pie, en el ángulo de la chimenea, había un tercer personaje. Tal como había adivinado el médico, la marquesa era una mujer de un temperamento seco y nervioso: sin su régimen, su tez habría adquirido el color rojizo que confiere un constante recalentamiento; pero aumentaba aún su blancura artificial con los matices y los tonos vigorosos de las telas de que se rodeaba o con que se vestía. El marrón rojizo, el pardo negruzco con reflejos de oro le sentaban a maravilla. Su gabinete, copiado del de una famosa lady a la sazón de moda en Londres, era de terciopelo marrón; pero había añadido numerosos adornos cuyos lindos dibujos atenuaban la excesiva austeridad de este color. Estaba peinada como una muchacha, y sus bucles hacían resaltar el óvalo un poco alargado de su rostro; pero así como la forma redonda es vulgar, la forma alargada resulta majestuosa. Los dobles espejos de facetas que alargan o acortan a voluntad los rostros, dan una prueba evidente de esta regla aplicable a la fisonomía. Al advertir a Popinot, que se detuvo en la puerta como un animal asustado, tendiendo el cuello, con la mano izquierda en el bolsillo de su chaleco y la derecha armada de un sombrero grasiento, la marquesa lanzó a Rastignac una mirada en la cual la burla se hallaba en germen. El aspecto un poco abobado del buen hombre armonizaba de tal modo con su aire azorado que Rastignac no pudo por menos de volver la cabeza para disimular la risa cuando observó la cara contristada de Bianchon, que se sentía humillado en la persona de su tío. La marquesa saludó con un gesto de su cabeza e hizo un penoso esfuerzo por levantarse de su asiento, al que volvió a dejarse caer no sin elegancia, pareciendo disculparse por su descortesía con una debilidad fingida.

En aquel momento, el personaje que se encontraba de pie entre la chimenea y la puerta saludó ligeramente y avanzó dos sillas, ofreciéndolas con un gesto al doctor y al juez; luego, cuando les vio sentados, volvió a colocarse junto a la chimenea y se cruzó de brazos. Unas palabras acerca de este hombre.

Hay en nuestros días un pintor, Decamps, que posee en el grado más elevado el arte de interesar al espectador por aquello que quiere representar, tanto si se trata de una piedra como de un hombre. En este respecto, su lápiz es más sabio que su pincel. Si dibuja una habitación desnuda y deja una escoba apoyada contra la pared; si él quiere, os estremeceréis: creeréis que esta escoba acaba de ser el instrumento de un crimen y que está mojada en sangre; será la escoba de que se sirvió la viuda Bancal para limpiar la sala en la que Fualdès fue degollado. Sí, el pintor despeluzará la escoba como un hombre encolerizado, erizará las briznas como si se tratase de vuestros cabellos horrorizados; la convertirá en el puente entre la poesía secreta de su imaginación y la poesía que se desplegará en la vuestra. Después de haberos asustado con esta escoba, al día siguiente dibujará otra junto a la cual se encuentra un gato dormido, pero misterioso en su sueño, os indicará que esta escoba le sirve a la mujer de un zapatero alemán para trasladarse al Brocken. O bien se tratará de una escoba pacífica, de la que suspenderá el vestido de un empleado del Tesoro. Decamps tiene en su pincel lo que Paganini tenía en el arco de su violín, un poder magnéticamente comunicativo. Pues bien, haría falta trasladar al estilo ese talento sobrecogedor, ese genio del lápiz para describir al hombre esbelto, flaco y alto, vestido de negro, de largos cabellos negros, que permanecía en pie sin pronunciar una palabra. Este señor tenía un rostro como la hoja de un cuchillo, fría, áspera, cuyo color semejaba el de las aguas del Sena cuando el río está turbio y arrastra los carbones de algún barco. Miraba al suelo, escuchaba y juzgaba. Su actitud daba miedo. Estaba allí, como la famosa escoba a la que Decamps ha conferido el poder acusador de revelar un crimen. A veces, la marquesa trató durante la conversación de obtener una opinión tácita deteniendo un instante su mirada en aquel personaje, pero por muy vehemente que fuese la muda interrogación, él permaneció grave e impasible, como la estatua del Comendador.