II

LA TRANSACCIÓN

Unos tres meses después de esta consulta, efectuada de noche por el coronel Chabert en casa de Derville, el notario encargado de pagar el semi-sueldo que el procurador pasaba a su singular cliente, fue a verle para conversar acerca de un asunto grave, y empezó por reclamarle seiscientos francos entregados al viejo militar.

—¿Te diviertes, pues, manteniendo al antiguo ejército? —díjole el notario, llamado Crottat, joven que acababa de adquirir el bufete en el que era pasante principal, y cuyo patrón había huido después de una espantosa quiebra.

—Te doy las gracias, querido colega —respondió Derville—, por recordarme este asunto. Mi filantropía no pasará de veinticinco luises, y temo ya haber sido víctima de mi patriotismo.

En el momento en que Derville terminaba su frase, vio encima de su escritorio los paquetes que su pasante principal había dejado en él. Sus ojos se fijaron en unos sellos oblongos, cuadrados, triangulares, rojos, azules, pegados a una carta por los correos prusiano, austríaco, bávaro y francés.

—¡Ah! —dijo riendo— he aquí el desenlace de la comedia, vamos a ver si he sido engañado.

Cogió la carta y la abrió, pero no pudo leer nada en ella, porque estaba escrita en alemán.

—Boucard, id vos mismo a mandar traducir esta carta, y volved en seguida —dijo Derville entreabriendo la puerta de su gabinete y alargando la carta a su pasante principal.

El notario de Berlín al que se había dirigido el procurador le comunicaba que las actas cuya expedición le pedía estarían en su poder unos días después de esta carta de notificación. Los documentos, según decía, estaban completamente en regla, y revestidas de las legalizaciones necesarias para hacer fe en juicio. Además, le comunicaba que casi todos los testigos de los hechos consagrados por los procesos verbales existían en Prussisch-Eylau, y que la mujer a la cual el conde Chabert debía la vida vivía aún en uno de los barrios de Heilsberg.

—Esto se pone serio —exclamó Derville, cuando Boucard hubo terminado de darle la sustancia de la carta—. Pero, dime, pequeño —repuso dirigiéndose al notario—, voy a tener necesidad de informes que deben estar en tu despacho. No es en casa de ese viejo bribón de Roguin…

—Nosotros decimos el infortunado, el desgraciado Roguin —repuso el señor Alejandro Crottat, riendo e interrumpiendo a Derville.

—¿No es en casa de ese infortunado, que acaba de llevarse ochocientos mil francos de sus clientes y de reducir a varias familias a la desesperación, donde se ha hecho la partición de la herencia de Chabert? Me parece que he visto esto en nuestros autos del caso Farraut.

—Sí —respondió Crottat—, yo era entonces tercer pasante; yo copié y estudié muy bien esa partición. Rosa Chapotel, esposa y viuda de Jacinto, llamado Chabert, conde del Imperio, gran oficial de la Legión de honor; se habían casado sin capitulaciones, tenían, pues, sus bienes comunes. Si mal no recuerdo, su activo se elevaba a seiscientos mil francos. Antes de la boda, el conde Chabert había hecho testamento en favor de los hospicios de París, por medio del cual les dejaba la cuarta parte de la fortuna que poseyera en el momento de su fallecimiento; el patrimonio real heredaba la otra cuarta parte. Hubo licitación, venta y adjudicación, con lo que los curiales hicieron su agosto. Cuando la adjudicación, el monstruo que entonces gobernaba en Francia, devolvió por medio de un decreto la porción del fisco a la viuda del coronel.

—¿De modo que la fortuna personal del conde Chabert no ascendía más que a trescientos mil francos?

—¡Por supuesto, querido! —respondió Crottat—. A veces los procuradores tenéis espíritu justo, aunque se os acuse de embusteros, al abogar tanto por el pro como por el contra.

El conde Chabert, cuyas señas se leían en la parte baja del recibo que había entregado al notario, vivía en el barrio de Saint-Marceau, calle del Petit-Banquier, en casa de un viejo aposentador de la guardia imperial, convertido en criador de vacas y llamado Vergniaud. Una vez hubo llegado allá, Derville viose obligado a ir a pie en busca de su cliente; porque su cochero negose a aventurarse por una calle sin pavimentar y cuyas roderas eran demasiado profundas para las ruedas de un cabriolé. Mirando a todos lados, el procurador acabó por encontrar, en la parte de esa calle vecina a la avenida, entre dos muros edificados con osamentas y tierra, dos malas pilastras de morrillos, que el paso de los carruajes había roto en parte, a pesar de dos trozos de madera hincados a modo de guardacantones. Estas pilastras sostenían una viga cubierta por una albardilla de tejas en la que se leían estas palabras escritas en caracteres rojos: VERGNIAUD, GANADERO. A la derecha de este nombre veíanse unos huevos y a la izquierda una vaca, todo pintado de blanco. La puerta estaba abierta, y sin duda permanecía así todo el día. En el fondo de un patio bastante espacioso se levantaba, frente a la puerta, una casa, si es que este nombre puede aplicarse a uno de esos locales construidos en los arrabales de París y que no pueden compararse con nada, ni siquiera a las más mezquinas viviendas del campo, de las que tienen la miseria sin tener su poesía. En efecto, en medio de los campos, las cabañas tienen todavía una gracia que les confiere la pureza del aire, el verdor, el aspecto de los campos, una colina, un camino sinuoso, unas viñas, un seto vivo, los aperos de labranza; pero, en París, la miseria no se eleva más que con su horror. Aunque construida recientemente, esta casa parecía estar a punto de caerse en ruinas. Ninguno de los materiales había tenido su verdadero destino, procedían todos de las demoliciones que se efectúan a diario en París. Derville leyó encima de un postigo hecho con las planchas de una muestra: ALMACÉN DE NOVEDADES. Las ventanas no se parecían entre sí y se encontraban singularmente colocadas. La planta baja, que parecía ser la parte habitable, estaba levantada por un lado, mientras que por el otro, las habitaciones estaban enterradas por una eminencia. Entre la puerta y la casa se extendía un charco lleno de estiércol adonde iban a parar las aguas de la lluvia y de la casa misma. La pared en la que se apoyaba esta mísera vivienda y que parecía más sólida que las otras, estaba provista de cabañas enrejadas en las que verdaderos conejos procreaban sus numerosas familias. A la derecha de la puerta cochera se encontraba la vaquería encima de la cual había un granero para el forraje, y que comunicaba con la casa por medio de una lechería. A la izquierda había un corral, un establo y un cobertizo para cerdos, que había sido terminado, como el de la casa, con malas tablas de madera blanca clavadas unas sobre las otras y mal recubiertas con juncos. Como casi todos los lugares en los que se cocinan los elementos de la gran comida que París devora todos los días, el patio en el que Derville puso el pie ofrecía las trazas de la precipitación impuesta por la necesidad de llegar a una hora fija. Aquellos grandes recipientes de hojalata abollados, en los que se transportaba la leche, y los potes que contenían la nata, estaban arrojados confusamente delante de la lechería con sus tapones de trapo. Los pingajos agujereados que servían para secarlos, colgaban al sol, pendido en cordeles atados a postes. Aquel caballo pacífico, cuya raza sólo se encuentra en las lecherías, había dado unos pasos separándose de la carreta y permanecía delante de la cuadra, cuya puerta se hallaba cerrada. Una cabra mordisqueaba los pámpanos de la parra desmedrada y polvorienta que trepaba por la pared amarilla y agrietada de la casa. Un gato se hallaba acurrucado sobre los potes de la nata y los lamía. Las gallinas, asustadas al ver que se acercaba Derville, se alejaron cacareando y el perro guardián ladró.

—¡Es posible que viva ahí el hombre que decidió la suerte de la batalla de Eylau! —díjose Derville, abarcando con una sola mirada el conjunto de aquel espectáculo innoble.

La casa había quedado bajo la protección de tres golfetes. Uno de ellos, encaramado en la lanza de una carreta cargada de verde forraje, arrojaba piedras dentro de un tubo de chimenea de la casa vecina, con la esperanza de que fueran a caer al interior de la marmita. El otro trataba de hacer que un cerdo subiese a la tabla de una carreta que tocaba el suelo, mientras que el tercero, suspendido del otro extremo, esperaba que el cerdo hubiera subido para levantarla haciendo bascular la carreta. Cuando Derville les preguntó si era efectivamente allí donde vivía el señor Chabert, ninguno de ellos contestó, y los tres le miraron con una estupidez inteligente, si es que es posible aliar estas dos palabras. Derville remitió sus preguntas, sin éxito. Impacientado por el aire socarrón de aquellos tres granujas, les dijo esas injurias jocosas que los jóvenes se creen con derecho a dirigir a los niños, y los picaros rompieron el silencio con una risa brutal. Derville se enojó. El coronel, que le oyó, salió de una pequeña habitación baja situada cerca de la lechería y apareció en el umbral de la puerta con una flema militar inexplicable. Tenía en la boca una de esas pipas notablemente ennegrecida, una de esas humildes pipas de tierra blanca llamadas quemahocicos. Levantó la visera de una gorra horriblemente mugrienta, vio a Derville y atravesó el estiércol, para llegar cuanto antes junto a su bienhechor, gritándoles con voz amistosa a los galopines:

—Silencio en las filas.

Los niños guardaron en seguida un respetuoso silencio que anunciaba el imperio ejercido sobre ellos por el viejo soldado.

—¿Por qué no me habéis escrito? —dijo a Derville—. Caminad a lo largo de la vaquería. Mirad, allí, el camino está empedrado —exclamó al ver la indecisión del procurador, que no quería mojarse los pies en el estiércol.

Dando saltitos, Derville llegó al umbral de la puerta por la cual había salido el coronel. Chabert pareció hallarse contrariado de tener que recibir a su visitante en la habitación que ocupaba. En efecto, Derville no vio allí más que una sola silla. El lecho del coronel consistía en unos cuantos haces de paja sobre los cuales su huésped había extendido dos o tres jirones de esas viejas tapicerías recogidas no sé dónde y que sirven a las lecheras para recubrir los bancos de sus carretas. El suelo consistía sencillamente en tierra apisonada. Las paredes, salitrosas, verduzcas y agrietadas, esparcían tan fuerte humedad, que aquella contra la cual estaba apoyada la cama del coronel estaba tapizada con una estera de junco. El famoso carric se hallaba colgado de un clavo. Dos malos pares de botas yacían en un rincón. Ningún vestigio de ropa blanca. Encima de la mesa, carcomida, los Boletines del Gran Ejército, reimpresos por Plancher, estaban abiertos y parecían constituir la lectura del coronel, cuya fisonomía aparecía tranquila y serena en medio de aquella miseria. Su visita a Derville parecía haber cambiado el carácter de sus rasgos, en los cuales el procurador encontró las huellas de un pensamiento feliz, un brillo particular que había proyectado en ellos la esperanza.

—¿Acaso os molesta el humo de la pipa? —dijo tendiendo a su procurador la silla medio desvencijada.

—¡Pero, coronel, vivís aquí de un modo horrible!

Esta frase le fue arrancada a Derville por la desconfianza natural en los procuradores y por la deplorable experiencia que pronto les dan los espantosos dramas desconocidos a los que asisten.

—¡He aquí —se dijo— un hombre que ciertamente habrá empleado mi dinero en satisfacer las tres virtudes teologales del soldado: el juego, el vino y las mujeres!

—Es verdad, señor, aquí no brillamos por el lujo. Es un vivac atemperado por la amistad, pero… (Aquí, el soldado lanzó una mirada profunda al hombre de leyes), pero yo no he hecho mal a nadie, a nadie he rechazado, y duermo tranquilo.

El procurador pensó que habría poca delicadeza en pedirle cuentas a su cliente de las sumas que le había adelantado, y contentose con decirle:

—¿Por qué no habéis querido venir a París, donde habrías podido vivir tan económicamente como aquí, pero donde habríais estado mejor?

—Es que —respondió el coronel—, las buenas personas con quienes vivo me habían recogido y alimentado gratuitamente desde hace un año; ¿cómo abandonarlas en el momento en que tenía un poco de dinero? Además, el padre de esos tres arrapiezos es un viejo egipcio…

—¿Cómo, un egipcio?

—Llamamos así a los soldados que han regresado de la expedición de Egipto, de la cual yo también formé parte. No solamente todos aquellos que regresaron de allá son un poco hermanos, sino que Vergniaud se encontraba entonces en mi regimiento, habíamos compartido el agua en el desierto; en fin, aún no he terminado de enseñar a leer a esas marmotas.

—Con vuestro dinero, bien podría haberos alojado mejor ese hombre.

—¡Bah! —dijo el coronel— también sus hijos se acuestan como yo sobre paja. Su mujer y él no tienen un lecho mejor; son muy pobres, ¡ya veis! han tomado un establecimiento que es superior a sus fuerzas. Pero si yo recobro mi fortuna… En fin, ¡ya es suficiente!

—Coronel, mañana o pasado mañana debo recibir vuestras actas de Heilsberg. Vuestra libertadora vive todavía.

—¡Maldito dinero! ¡decir que no tengo! —exclamó arrojando su pipa al suelo.

Una pipa ennegrecida es una pipa preciosa para un fumador; pero fue con un gesto tan natural, con un movimiento tan generoso, que todos los fumadores le habrían perdonado aquel crimen de leso tabaco. Quizá los ángeles habrían recogido los fragmentos.

—Coronel, vuestro asunto es excesivamente complicado —díjole Derville saliendo de la habitación para ir a pasearse al sol, a lo largo de la casa.

—Me parece a mí —dijo el soldado— muy sencillo. ¡Me han creído muerto y heme aquí! Devolvedme mi mujer y mi fortuna; dadme el grado de general al que tengo derecho, porque pasé a Coronel en la guardia imperial la víspera de la batalla de Eylau.

—Las cosas no van de ese modo en el mundo judicial —repuso Derville—. Escuchadme. Vos sois el conde Chabert, muy bien; pero se trata de demostrarlo judicialmente a ciertas personas que pueden tener interés en negar vuestra existencia. Así, vuestras actas serán discutidas. Esta discusión acarreará diez o doce cuestiones preliminares. Todas irán contradictoriamente hasta el tribunal supremo, y constituirán otros tantos procesos costosos, que se prolongarán, por muy grande que sea la actividad que yo ponga en ello. Vuestros adversarios pedirán una investigación a la que no podremos negamos, y que requerirá quizás una comisión rogatoria a Prusia. Pero supongamos lo mejor: admitamos que en seguida reconozca la justicia que vos sois el coronel Chabert. ¿Sabemos cómo será juzgada la cuestión suscitada por la inocente bigamia de la condesa Ferraud? En vuestra causa, la cuestión de derecho se halla fuera del Código, y no puede ser juzgado por los jueces más que ateniéndose a las leyes de la conciencia, como hace el jurado en las cuestiones delicadas que presentan las rarezas sociales de algunos procesos criminales. Ahora bien, vos no habéis tenido hijos de vuestro matrimonio, y el señor conde Ferraud tiene dos del suyo; los jueces pueden declarar nulo el matrimonio en el que se encuentran los vínculos más débiles, en provecho del matrimonio que comporta los vínculos más sólidos, desde el momento que hubo buena fe de parte de los contrayentes. ¿Os encontraréis en una posición moral lucida al querer poseer, a la fuerza, a vuestra edad y en las circunstancias en que os encontráis, a una mujer que ya no os ama? Tendréis en contra vuestra a vuestra mujer y a su marido, dos personas poderosas que podrán influir en los tribunales. El proceso, pues, posee elementos de duración. Tendréis tiempo de envejecer en medio de las penas más acuciantes.

—¿Y mi fortuna?

—¿Creéis, pues, que tenéis una gran fortuna?

—¿No tenía, acaso, treinta mil libras de renta?

—Querido coronel, en 1799, antes de vuestra boda, habíais hecho un testamento que legaba la cuarta parte de vuestros bienes a los hospicios.

—Es cierto.

—Pues, bien, al creeros muerto, ¿no ha sido preciso proceder a un inventario, a una liquidación con objeto de dar esa cuarta parte a los hospicios? Vuestra mujer no ha tenido escrúpulos en engañar a los pobres. El inventario, en el que sin duda ella se guardó muy bien de mencionar el dinero contante y sonante, las piedras preciosas, en el que habrá declarado poca vajilla de plata, y en que el mobiliario ha sido estimado en dos tercios por bajo de su valor real, sea para favorecerla, sea para pagar menos derechos al fisco, y también porque los contadores partidores son responsables de su valoración, el inventario, hecho así, ha establecido seiscientos mil francos en valores. Por su parte, vuestra viuda tenía derecho a la mitad. Todo ha sido vendido, vuelto a comprar por ella, ella se ha beneficiado de todo, y los hospicios han tenido sus setenta y cinco mil francos. Luego, como el fisco heredaba de vos, dado que vos no habíais hecho mención de vuestra mujer en vuestro testamento, el emperador devolvió por un decreto a vuestra viuda la porción que correspondía al dominio público. Ahora, ¿a qué tenéis derecho? A trescientos mil francos solamente, menos las costas.

—¿Y a eso llamáis justicia? —dijo el coronel atónito.

—Pues, claro…

—¡Muy bonita!

—Es así, mi pobre coronel. Ya veis que lo que habíais creído fácil, no lo es. Incluso la señora Ferraud puede que quiera conservar la porción que le ha sido dada por el emperador.

—Pero ella no era viuda, el decreto es nulo…

—De acuerdo, pero todo se pleitea. Escuchadme. En estas circunstancias, creo que una transacción sería, tanto para vos como para ella, el mejor desenlace del proceso. Obtendríais con ella una fortuna más considerable que aquélla a la que tenéis derecho.

—¿No sería esto vender a mi mujer?

—Con veinticuatro mil francos de renta, tendréis, en la situación en que os encontráis, mujeres que os convendrán más que la vuestra y que os harán más feliz. Pienso hoy mismo ir a ver a la señora condesa de Ferraud con objeto de sondear el terreno; pero no he querido dar este paso sin preveniros.

—Vamos juntos a su casa…

—¿Tal como vais vestido? —dijo el procurador—. No, coronel, no. Podríais perder en el acto vuestro proceso…

—¿Entonces, creéis que mi proceso puede ganarse?

—Por supuesto —respondió Derville—. Pero, mi querido coronel Chabert, vos no prestáis atención a una cosa. Yo no soy rico, mi cargo aún no ha sido pagado del todo. Si los tribunales os conceden una provisión, es decir, una suma anticipada sobre vuestra fortuna, no os la concederán más que después de haber reconocido vuestras cualidades de conde Chabert, gran oficial de la Legión de Honor.

—¡Toma! Soy gran oficial de la Legión, ya no me acordaba —dijo ingenuamente.

—Bien, ¿hasta para esto —repuso Derville—, no es preciso pleitear, pagar abogados, promover y saldar juicios, dar cuerda a los curiales y vivir? Las costas de las instancias preparatorias ascenderán en seguida a más de doce o quince mil francos. Yo no los tengo, yo, que he sido aplastado por los intereses enormes que pago a quien me ha prestado el dinero de mi cargo. ¡Y vos! ¿Dónde lo encontraríais, vos?

Gruesos lagrimones cayeron de los ojos marchitos del pobre soldado y rodaron por sus arrugadas mejillas. A la vista de estas dificultades, sintiose descorazonado. El mundo social y mundo judicial pesaban sobre su pecho como una pesadilla.

—Iré —exclamó— al pie de la columna de la plaza de Vendôme y allí me pondré a gritar: «¡Soy el coronel Chabert, que desbarató el gran cuadro de los rusos en Eylau!». Y el bronce mismo me reconocerá.

—Y sin duda os llevarán a Charenton.

Al oír este nombre temido, la exaltación del militar desapareció.

—Entonces, ¿no habría para mí algunas posibilidades en el Ministerio de la Guerra?

—¡Las oficinas! —dijo Derville—. Id allá, pero con un juicio bien en regla que declare nula vuestra acta de defunción. La burocracia quisiera aniquilar a las gentes del Imperio.

El coronel permaneció unos instantes perplejo, inmóvil, mirando sin ver, sumido en una desesperación sin límites. La justicia militar es franca, rápida, decide a la turca, y casi siempre juzga bien; esta justicia era la única que conoció Chabert. Al darse cuenta del dédalo de dificultades en que era preciso meterse al ver cuánto dinero necesitaba para navegar por él, el pobre soldado recibió un golpe mortal en esa potencia particular del hombre que recibe el nombre de voluntad. Pareciole imposible vivir pleiteando, era para él mil veces más sencillo permanecer pobre, pidiendo limosna y alistarse como soldado de caballería si algún regimiento quería admitirle. Sus padecimientos físicos y morales habían menoscabado ya su cuerpo en algunos de los órganos más importantes. Tenía una de esas enfermedades para las cuales la medicina carece de nombre, cuya sede es en cierto modo móvil como el aparato nervioso que parece más atacado entre todos los de nuestra máquina, afección que habría que llamar el spleen de la desgracia. Por muy grave que fuese ya este mal invisible, pero real, era aún curable por un feliz desenlace. Para quebrantar del todo aquel vigoroso organismo, bastaría un obstáculo nuevo, algún hecho imprevisto que rompiese los resortes debilitados y produjese esas vacilaciones, esos actos incomprendidos, incompletos, que los fisiólogos observan en los seres arruinados por los pesares.

Al reconocer entonces los síntomas de un profundo abatimiento en su cliente, Derville le dijo:

—Tened buen ánimo, la solución de este asunto sólo puede seros favorable. Únicamente, examinad si podéis darme toda vuestra confianza y aceptar ciegamente el resultado que yo crea mejor para vos.

—Haced como queráis —dijo Chabert.

—Sí, pero ¿os abandonáis a mí como un hombre que va hacia la muerte?

—¿Voy acaso a quedarme sin estado, sin nombre? ¿Es esto tolerable?

—No lo creo así —dijo el procurador—. Perseguimos por las buenas un juicio para anular vuestra acta de defunción y vuestro matrimonio, para que podáis tener de nuevo vuestros derechos. Incluso, por la influencia del conde Ferraud, seréis llevado a los cuadros del ejército como general, y sin duda obtendréis una pensión.

—¡Id, pues! —respondió Chabert— confío enteramente.

—Os mandaré un apoderamiento para que lo firméis —dijo Derville—. Adiós, ¡tened valor! Si necesitáis dinero, contad conmigo.

Chabert estrechó calurosamente la mano de Derville y permaneció con la espalda apoyada contra la pared, sin tener fuerzas para seguirle de otro modo que con los ojos. Como todas las personas que comprenden poco los asuntos judiciales, se asustaban de aquella lucha imprevista. Durante esta conversación, varias veces se había adelantado, fuera de una pilastra de la puerta cochera, la figura de un hombre que se hallaba apostado en la calle para espiar la salida de Derville, y que se acercó a éste cuando salió. Era un hombre que vestía una chaqueta azul, un delantal blanco a pliegues como los de los taberneros y llevaba cubierta la cabeza con una gorra de nutria. Su rostro era moreno, demacrado, arrugado, pero enrojecido en los pómulos por el exceso de trabajo y curtido por el aire libre.

—Dispensad, caballero —dijo a Derville, deteniéndole por el brazo—, si me tomo la libertad de hablaros, pero, al veros, me he preguntado si erais el amigo de nuestro general.

—Bien —dijo Derville—, ¿en qué os interesáis por él? Pero ¿quién sois vos? —repuso desconfiado el procurador.

—Soy Luis Vergniaud —respondió—, y quisiera deciros unas palabras.

—¿Y sois vos quien ha alojado de tal forma al conde Chabert?

—Disculpadme, caballero, pero tiene la mejor habitación. Le habría dado la mía si no hubiese tenido más que uno, y yo me habría ido a acostar en el establo. Un hombre que ha padecido como él, que enseña a leer a mis rapaces, un general, un egipcio, el primer teniente bajo cuyas órdenes he servido… ¡habría que ver! De todos nosotros, él es quien está mejor alojado. He compartido con él todo cuanto tenía. Desgraciadamente, no era mucho, el pan, la leche, los huevos; en fin, ¡en la paz como en la guerra! Lo hemos hecho de buen grado. Pero él nos ha humillado.

—¿Él?

—Sí, señor, nos ha humillado, lo que se dice por completo… Yo tomé un establecimiento que estaba por encima de nuestras fuerzas, y él lo veía muy bien. Esto le contrariaba y se empeñaba en cuidar del caballo. Yo le dije: «¡Pero, mi general!». «¡Bah! —dijo—; no pienso ser un holgazán; hace ya mucho que sé manejar el cepillo». Yo había hecho bonos por el precio de mi lechería a un tal Grados… ¿Le conocéis, caballero?

—Amigo mío, no tengo tiempo para escucharos. Decidme, únicamente, de qué modo el coronel os ha humillado.

—Nos ha humillado, señor, tan cierto como que me llamo Luis Vergniaud y mi mujer ha llorado por ello. Ha sabido por los vecinos que no teníamos un céntimo para el primero de nuestros bonos. El viejo rezongón, sin decir nada, reunió todo lo que vos le dabais, y ha pagado el bono. ¡Qué malicia! Mi mujer y yo sabíamos que ese pobre viejo no tenía tabaco ¡y pasaba sin él! ¡Oh! ahora, todas las mañanas, tiene sus cigarros. Yo me vendería antes que… ¡No! hemos sido humillados. Ahora bien, yo quisiera proponeros que nos prestaseis, puesto que nos han dicho que erais tan buena persona, un centenar de escudos sobre nuestro establecimiento, con objeto de que pudiésemos mandarle hacer vestidos, y amueblarle la habitación. Él ha creído que nos pagaba, ¿no es cierto? Pues, al contrario, ¿sabéis? el viejo nos ha obligado ¡y humillado! No tenía que jugamos esta mala ¡tasada! ¡Nos ha vejado! ¡Y a unos amigos, por si fuera poco! A fe de hombre honrado, tan cierto como que me llamo Luis Vergniaud, que me vendería a mí mismo antes que no devolveros ese dinero.

Derville miró al lechero y dio unos pasos hacia atrás para volver a ver la casa, el patio, los estercoleros, el establo, los conejos, los niños.

—A fe mía, creo que uno de los caracteres de la virtud es no ser propietario —se dijo—. ¡Vamos, tendrás los cien escudos! y todavía más. Pero no seré yo quien te los daré, el coronel será lo suficientemente rico como para ayudarte, y no quiero quitarle ese placer.

—¿Será pronto?

—Pues, sí.

—¡Oh! Dios mío, ¡qué contenta se pondrá mi esposa!

Y el rostro del lechero pareció iluminarse.

—Ahora —díjole Derville volviendo a subir a su cabriolé— vamos a ver a nuestro adversario. No dejemos ver nuestro juego, tratemos de conocer el suyo y ganaremos de un solo golpe la partida. Habrá que asustarle. Es mujer. ¿Qué es lo que más asusta a las mujeres? Las mujeres no se asustan más que de…

Púsose a estudiar la situación de la condesa y cayó en una de esas meditaciones a las que se entregan los grandes políticos al concebir sus planes, tratando de adivinar el secreto de los gabinetes enemigos. ¿Los procuradores no son en cierto modo unos hombres de Estado, encargados de asuntos privados? Una ojeada lanzada a la situación del señor conde Ferraud y su mujer se hace aquí necesaria para comprender el talento del procurador.

El señor conde Ferraud era hijo de un consejero del parlamento de París, que había emigrado durante la época del Terror, y que, si bien salvó la cabeza, perdió la fortuna. Regresó durante el Consulado y permaneció constantemente fiel a los intereses de Luis XVIII, entre cuyos amigos figuraba su padre antes de la Revolución. Pertenecía, pues, a aquella parte del barrio de San Germán que resistió noblemente la seducción de Napoleón. La fama de capacidad que se granjeó el joven conde, que a la sazón era llamado sencillamente señor Ferraud, hízole objeto de las coqueterías del emperador, que a menudo se sentía tan feliz por sus conquistas sobre la aristocracia como por haber ganado una batalla. Prometiéronle al conde la restitución de su título, la de sus bienes no vendidos, mostráronle en perspectiva un ministerio, un cargo de senador. El emperador fracasó. El señor Ferraud era, cuando la muerte del conde Chabert, un joven de veintiséis años, sin fortuna, dotado de formas agradables, que tenía éxitos y que el barrio de San Germán había adoptado como una de sus glorias; pero la señora condesa de Chabert había sabido sacar tan buen partido de la sucesión de su marido, que, al cabo de dieciocho meses de viudez, poseía unas cuarenta mil libras de renta. Su boda con el joven no causó sorpresa entre los chismosos del barrio de San Germán. Complacido por este matrimonio que respondía a sus ideas de fusión. Napoleón devolvió a la señora Chabert la parte que heredaba el fisco en la sucesión del coronel; pero la esperanza de Napoleón fue una vez más frustrada. A la señora Ferraud no le agradaba solamente el amante en aquel joven, sino que había sido seducida por la idea de entrar en aquella sociedad desdeñosa que, a pesar de su rebajamiento, dominaba la corte imperial. Todas sus vanidades se veían halagadas tanto como sus pasiones en aquella boda. Iba a convertirse en una mujer como es debido. Cuando el barrio de San Germán se enteró de que la boda del joven conde no significaba una defección, los salones se le abrieron a su mujer. Llegó la Restauración, La fortuna política del conde Ferraud no fue rápida. Comprendía las exigencias de la situación en la que se encontraba Luis XVIII, era del número de los iniciados que aguardaban que el abismo de las revoluciones se hubiese cerrado, porque esta frase real, de la que tanto se burlaron los liberales, ocultaba un sentido político. Sin embargo, la real orden citada en la larga frase curial con que se inicia esta historia le había devuelto dos bosques y unas tierras cuyo valor había aumentado considerablemente durante el secuestro. En aquel momento, aunque el conde Ferraud fuese consejero de Estado, director general, no consideraba su situación más que como el comienzo de su fortuna política. Preocupado por las inquietudes de una ambición devoradora, tomó como secretario a un antiguo procurador arruinado llamado Delbecq, hombre más que hábil, que conocía admirablemente los recursos de la gente de leyes y a quien confiaba la gestión de sus asuntos privados. El taimado secretario había comprendido muy bien su situación cerca del conde para decidir portarse honradamente por cálculo. Esperaba llegar a un puesto elevado merced al crédito de su patrón, cuya fortuna era objeto de todos sus cuidados. Su conducta desmentía de tal modo su vida anterior, que pasaba por ser un hombre calumniado. Con el tacto y la astucia de que más o menos están dotadas todas las mujeres, la condesa, que había adivinado el modo de ser de su administrador, le vigilaba hábilmente, y sabía de tal modo manejarle, que sacó ya de él un partido muy bueno para incrementar su fortuna particular. Había sabido persuadir a Delbecq de que era ella quien gobernaba al señor Ferraud, y habíale prometido que le haría nombrar presidente de un tribunal de primera instancia en una de las ciudades más importantes de Francia si se consagraba enteramente a sus intereses. La promesa de un puesto inamovible que le permitiese casarse ventajosamente y conquistar más tarde una elevada posición en la carrera política al llegar a ser diputado, hizo de Delbecq un alma consagrada a la condesa. No le había dejado fallar ninguna de las oportunidades favorables que los movimientos de Bolsa y el alza de las propiedades apreciaron en París a las personas hábiles durante los tres primeros años de la Restauración. Había triplicado el capital de su protectora con tanta mayor facilidad, que todos los medios habríanle parecido buenos a la condesa con objeto de que su fortuna llegara pronto a ser enorme. Empleaba los emolumentos de las plazas ocupadas por el conde a expensas de la casa, con el fin de poder capitalizar sus rentas, y Delbecq se prestaba a los cálculos de esta avaricia sin tratar de explicarse los motivos. Esta clase de personas sólo se preocupan de los secretos cuyo descubrimiento es necesario a sus intereses. Por otra parte, hallaba de un modo tan natural la razón en esta sed de oro de que están afectadas la mayor parte de las parisienses y era precisa una fortuna tan grande para apoyar las pretensiones del conde Ferraud, que el intendente creía a veces vislumbrar en la avidez de la condesa un efecto de su abnegación para el hombre del que seguía enamorada. La condesa había sepultado los secretos de su conducta en el fondo de su corazón. Allí se encontraban unos secretos de vida y muerte para ella, allí se encontraba precisamente el nudo de esta historia.

En los comienzos del año 1818, la Restauración fue asentada sobre unas bases en apariencia inquebrantables, sus doctrinas gubernamentales, comprendidas por los espíritus elevados pareciéronles que habían de traer a Francia una era de nueva prosperidad; entonces la sociedad parisiense cambió de rostro. La señora condesa Ferraud encontrose con que por casualidad había hecho a la vez una boda de amor, fortuna y ambición. Todavía joven y hermosa, la señora Ferraud desempeñó el papel de una mujer de moda, y vivió en el ambiente de la corte. Rica por sí misma, rica por su marido, el cual, considerado como uno de los hombres más capaces del partido realista y amigo del rey, parecía destinado a obtener algún ministerio, pertenecía a la aristocracia, compartía el esplendor de ésta. En medio de este triunfo, viose aquejada de un cáncer moral. Hay sentimientos que las mujeres adivinan a pesar del cuidado que los hombres ponen en esconderlos. Al primer regreso del rey, el conde Ferraud había concebido cierto pesar relativo a su matrimonio. La viuda del coronel Chabert no le había aliado con nadie, se hallaba solo y sin apoyo para orientarse en una carrera llena de escollos y enemigos. Luego, quizá, cuando pudo juzgar fríamente a su mujer, reconoció en ella algunas deficiencias de educación que la hacían inadecuada para secundarle en sus proyectos. Unas palabras dichas por él a propósito del matrimonio de Talleyrand iluminaron a la condesa, la cual comprendió que si su matrimonio estuviera por hacer, jamás hubiese sido la señora de Ferraud. Este sentimiento, ¿qué mujer lo perdonaría? ¿No contiene en germen todas las injurias, todos los crímenes, todos los repudios? Pero ¡qué llaga no habían de causar estas palabras en el corazón de la condesa, si pensamos que temía volver a ver a su primer marido! Había sabido que estaba vivo, y lo había rechazado. Luego, durante el tiempo en que no había vuelto a oír hablar de él, habíase complacido en creerlo muerto en Waterloo con las águilas imperiales, en compañía de Boutin. Sin embargo, decidió ligar a ella al conde por el más fuerte de los vínculos, por medio de la cadena de oro, y quiso ser tan rica, que su fortuna hiciese indisoluble su segundo matrimonio, si por casualidad volvía a aparecer el conde Chabert. Y había reaparecido; sin que ella se explicase por qué la lucha que ella temía no hubiera comenzado ya. Quizá los sufrimientos, la enfermedad, la habían librado de aquel hombre. Quizás estaba medio loco, Charenton podía aún devolverle la razón. No había querido tener como confidentes de ello a Delbecq ni a la policía, por miedo a someterse a un amo o de precipitar la catástrofe. Hay en París muchas mujeres que, semejantes a la condesa Ferraud, viven con un monstruo moral desconocido o bordean un abismo; se forman una callosidad en el lugar de su dolencia y pueden aún seguir riendo y divirtiéndose.

—Hay algo bien singular en la situación del conde Ferraud —díjose Derville al salir de su largo ensimismamiento, en el momento en que su cabriolé se detenía en la calle de Varennes, a la puerta del hotel Ferraud—. ¿Cómo, siendo tan rico y amigo del rey, no es aún par de Francia? Es verdad que, como me decía la señora de Grandlieu, entra quizás en la política del rey el dar una gran importancia a la dignidad de par al no prodigarla. Por otra parte, el hijo de un consejero en el parlamento no es ni un Crillon ni un Rohan. El conde Ferraud sólo puede entrar subrepticiamente en la Cámara alta. Pero, si su matrimonio fuese disuelto, ¿no podría acaso hacer pasar a su cabeza, con gran satisfacción del rey, la dignidad de par de uno de esos viejos senadores que no tienen más que hijas? Ahí tenemos, ciertamente, un buen espantajo que echar por delante para asustar a nuestra condesa —díjose al subir la escalinata.

Sin saberlo, Derville había puesto el dedo en la llaga secreta, hundido la mano en el cáncer que devoraba a la señora Ferraud, Fue recibido por ella en un lindo comedor de invierno en donde desayunaba jugando con un mono atado por una cadena a una especie de pequeña estaca provista de varas de hierro. La condesa se hallaba envuelta en un elegante peinador; los bucles de sus cabellos negligentemente recogidos, escapábanse de un gorro que le daba un aire lleno de picardía. Estaba fresca y risueña. La plata, el nácar brillaban encima de la mesa y había a su alrededor curiosas flores plantadas en jarrones magníficos de porcelana. Al ver a la mujer del conde Chabert, rica con los despojos de éste, en el seno del lujo, en la cima de la alta sociedad, mientras el desventurado vivía en casa de un pobre lechero en medio de las bestias, díjose el procurador:

—La moraleja de esto es que una mujer hermosa jamás querrá reconocer a su marido ni siquiera a su amante en un hombre que viste un viejo carric, lleva peluca de estopa y botas agujereadas.

Una sonrisa maliciosa y mordaz expresó las ideas mitad filosóficas, mitad burlonas que habían de ocurrírsele a un hombre tan bien situado para conocer el fondo de las cosas, a pesar de las mentiras bajo las cuales la mayor parte de las familias parisienses ocultan su existencia.

—Buenos días, señor Derville —dijo ella continuando en dar de beber café al mono.

—Señora —dijo bruscamente el procurador, porque le llamó la atención el tono ligero con que la condesa le había dicho: «Buenos días, señor Derville»— vengo a hablar con vos de un asunto bastante grave.

—Lo siento mucho, el señor conde está ausente…

—Pues a mí me encanta, señora. Lo que yo sentiría es que él asistiese a nuestro coloquio. Por otra parte, sé por Delbecq, que os gusta resolver vuestros propios problemas sin tener que molestar al señor conde.

—Entonces, voy a mandar llamar a Delbecq —dijo la condesa.

—De nada os serviría, a pesar de su habilidad —repuso Derville—. Escuchad, señora, unas palabras serán suficientes para que os pongáis seria. El conde Chabert existe.

—¿Acaso es diciendo estas bufonerías como queréis que me ponga seria? —dijo la condesa soltando una carcajada.

Pero la condesa quedó de pronto sobrecogida por la extraña lucidez de la fija mirada con que Derville la interrogaba, como si leyera en el fondo de su alma.

—Señora —respondió el procurador con gravedad fría y penetrante—, vos ignoráis la extensión de los peligros que os amenazan. No os hablaré de la indiscutible autenticidad de las piezas ni de la certeza de las pruebas que atestiguan la existencia del conde Chabert. No soy hombre que me encargue de una mala causa, ya lo sabéis. Si os oponéis a nuestra inscripción de falsedad del acta de defunción, perderéis este primer proceso, y resuelta en favor nuestra esta cuestión nos hace ganar todas las demás.

—¿De qué pretendéis, pues, hablarme?

—Ni del coronel, ni de vos. Tampoco os hablaré de las memorias que podrían hacer algunos abogados agudos, armados con los curiosos hechos de esta causa y del partido que podrían sacar de las cartas que habéis recibido de vuestro primer marido antes de la celebración de vuestra boda con el segundo.

—¡Esto es falso! —exclamó la condesa con vehemencia—. Jamás he recibido cartas del conde Chabert; y si alguien dice ser el coronel, no es más que un intrigante, algún penado libertado, como Cogniard, quizá. Me estremezco sólo con pensarlo. ¿Puede acaso resucitar el coronel, caballero? Bonaparte me dio el pésame por su muerte a través de un ayuda de campo, y yo percibo todavía hoy tres mil francos de pensión concedida a su viuda por las Cámaras. He tenido mil razones para rechazar a todos los Chabert que han venido, como rechazaré a todos los que puedan venir aún.

—Afortunadamente, estamos solos, señora. Podemos mentir cómodamente —dijo él fríamente, divirtiéndose en aguijonear la cólera que agitaba a la condesa, con objeto de arrancarle algunas indiscreciones, con una maniobra familiar a los procuradores, acostumbrados a permanecer tranquilos cuando sus adversarios o sus clientes se arrebatan—. Bien, pues, vamos a vérnoslas —díjose a sí mismo, imaginando al instante una trampa para demostrarle a la condesa su habilidad—. La prueba de la entrega de la primera carta existe, señora —dijo en voz alta—, contenía valores…

—¡Oh! Lo que es valores, no contenía.

—Habéis recibido, pues, esa primera carta —repuso Derville sonriendo—. Os halláis ya presa en la primera trampa que os tiende un procurador, y creéis poder luchar con la justicia…

La condesa se sonrojó, palideció, escondió el rostro entre las manos. Luego sacudió su vergüenza y repuso con la sangre fría que es natural en esa clase de mujeres:

—Puesto que sois el procurador del pretendido Chabert, concededme el honor de…

—Señora —dijo Derville interrumpiéndola—, yo soy en estos momentos vuestro procurador, de la misma manera que soy el del coronel. ¿Creéis que quiera perder una clientela tan preciosa como la vuestra? Pero vos no me escucháis…

—Hablad, caballero —dijo la condesa con un gesto gracioso.

—Vuestra fortuna os venía del señor conde Chabert y vos le habéis rechazado. Vuestra fortuna es colosal, y vos dejáis que él ande mendigando. Señora, los abogados son muy elocuentes cuando las causas resultan elocuentes por sí mismas: aquí se dan circunstancias capaces de levantar contra vos la opinión pública.

—Pero, caballero —dijo la condesa, impaciente por el modo como Derville la volvía de un lado a otro sobre el asador—, admitiendo que vuestro señor Chabert exista, los tribunales mantendrán mi segundo matrimonio a causa de los hijos, y yo habré cumplido entregando doscientos veinticinco mil francos al señor Chabert.

—Señora, ignoro de qué lado verán los tribunales la cuestión sentimental, Si, por una parte, tenemos a una madre y a sus hijos, tenemos por otra a un hombre abrumado por las desgracias, envejecido a causa de vos, de vuestros desdenes. ¿Dónde encontrará una mujer? Además, ¿pueden ir los jueces contra la ley? Vuestro matrimonio con el coronel, tiene, ante la ley, la prioridad. Pero, si estáis representada bajo odiosos colores, podríais tener un adversario con el que no contáis. Ahí, señora, está el peligro contra el cual quisiera preveniros.

—¿Un nuevo adversario? —dijo la condesa—. ¿Quién es?

—El señor conde Ferraud, señora.

—El señor Ferraud siente por mí un vivo afecto, y un respeto demasiado profundo por la madre de sus hijos…

—No digáis esas tonterías —interrumpiola Derville— a procuradores acostumbrados a leer en el fondo de los corazones. En este momento, el señor Ferraud no tiene el menor deseo de romper vuestro matrimonio y estoy persuadido de que os adora; pero si alguien fuera a decirle que su matrimonio puede ser anulado, que su mujer será llevada como delincuente al banquillo de la opinión pública…

—Me defendería, señor.

—No, señora.

—¿Qué motivo tendría para abandonarme, señor?

—El de casarse con la hija única de un par de Francia, cuya dignidad de par le sería transmitida por real orden…

La condesa palideció.

—¡Ya la tenemos! —díjose Derville—. Bien, ya te tengo, el asunto del pobre coronel está ganado. Por otra parte, señora —añadió en voz alta—, tendría menos remordimientos debido a que un hombre cubierto de gloria, general, conde, gran oficial de la Legión de honor, no es cosa de poca monta; y si este hombre le reclama su mujer…

—¡Basta, basta, señor! —dijo la condesa—. Nunca tendré a nadie más que vos como procurador. ¿Qué debo hacer?

—¡Transigir! —dijo Derville.

—¿Me ama todavía? —dijo la joven.

—No creo que pueda ser de otro mundo.

Al oír estas palabras, la condesa levantó la cabeza. Un fulgor de esperanza brilló en sus ojos; contaba quizá con especular sobre el cariño de su primer marido para ganar su proceso por medio de cualquier ardid femenino.

—Aguardaré vuestras órdenes, señora, para saber si es preciso que se os notifiquen nuestras actas o si queréis venir a mi casa para decidir las bases de una transacción —dijo Derville saludando a la condesa.

Ocho días después de las dos visitas que Derville había hecho, y en una hermosa mañana del mes de junio, los esposos, desunidos por un azar casi sobrenatural, partieron de los dos puntos más opuestos de París para ir a encontrarse en el despacho de su procurador común. Los anticipos que Derville había hecho generosamente al coronel Chabert habían permitido a éste vestir conforme a su rango. El difunto llegó, pues, en un cabriolé muy bien arreglado. Llevaba cubierta la cabeza con una peluca apropiada a su fisonomía, iba vestido de paño azul, con camisa blanca, llevaba encima de su chaleco el distintivo rojo de los grandes oficiales de la Legión de honor. Al recobrar de nuevo las costumbres de su antigua vida, había vuelto a encontrar su elegancia marcial. Manteníase erguido. Su rostro, grave y misterioso, en el que se reflejaba la felicidad y todas las esperanzas, parecía remozado y más rollizo, tomando de la pintura mía de sus expresiones más pintorescas. No se parecía al Chabert de viejo carric más de lo que un sueldo se parece a una pieza de cuarenta francos recién acuñada. Al verle, los transeúntes habrían Reconocido fácilmente en él a uno de esos bellos despojos de nuestro antiguo ejército, a uno de esos hombres heroicos sobre los cuales se refleja nuestra gloria nacional, y que la representan, como el brillo de un espejo iluminado por el sol parece reflejar todos sus rayos. Esos viejos soldados son cuadros y libros todo junto. Cuando el conde descendió de su coche para subir a la casa de Derville, saltó ligero como habría podido hacerlo un joven. Apenas se había apartado su cabriolé, cuando llegó un lindo cupé con un escudo de armas. La señora condesa Ferraud bajó de él vistiendo con sencillez, pero con un vestido calculado para que hiciera resaltar su esbelto talle. Llevaba una linda capota forrada de rosa, que enmarcaba perfectamente su rostro, disimulando sus contornos y lo reavivaba. Si los clientes se habían rejuvenecido, el despacho seguía siendo parecido a sí mismo y ofrecía entonces el cuadro con cuya descripción ha comenzado esta historia. Simonnin desayunaba, con el hombro apoyado en la ventana, que entonces estaba abierta, y miraba el azul del cielo a través de la abertura de aquel patio rodeado de cuatro edificios ennegrecidos.

—¡Ah! —exclamó el pequeño pasante—, ¿quién quiere apostar un espectáculo a que el coronel Chabert es general y cordón rojo?

—El patrón es un brujo —dijo Godeschal.

—Entonces, ¿no podemos hacerle ninguna jugarreta esta vez? —preguntó Desroches.

—¡Ya se encarga de ello su mujer, la condesa Ferraud! —dijo Boucard.

—Vamos —dijo Godeschal—, entonces ¿la condesa Ferraud se vería obligada a ser de dos?…

—¡Ya está aquí! —respondió Simonnin.

En aquel momento, el coronel entró y preguntó por Derville.

—Está ahí señor conde —respondió Simonnin.

—¿De modo que no eres sordo, bribonzuelo? —dijo Chabert, cogiendo de la oreja al pequeño pasante y retorciéndola con gran regocijo de los demás pasantes, que se echaron a reír y miraron al coronel con la curiosa consideración debida a aquel singular personaje.

El conde Chabert estaba con Derville en el momento en que su mujer entró por la puerta del despacho.

—¡Decid, pues, Boucard, si no va a ocurrir una escena singular en el gabinete del patrón! He ahí a una señora que puede ir los días pares con el conde Ferraud y los días impares con el conde Chabert.

—¡Callad, señores! pueden oímos —dijo severamente Boucard— yo nunca he visto un despacho en el que se bromease, como hacéis vosotros, a expensas de los clientes Derville había dejado al coronel en el dormitorio cuando llegó la condesa.

—Señora —le dijo—, ignorando si os resultaría agradable ver al señor conde de Chabert, os he separado. Sin embargo, si deseaseis…

—Caballero, es una atención que os agradezco.

—He preparado la minuta de un acta cuyas condiciones podrá n ser discutidas por vos y por el señor Chabert; yo iré alternativamente de vos a él, para presentaros, a una y a otro, las razones respectivas.

— Veamos, caballero —dijo la condesa dejando escapar un gesto de impaciencia.

Derville leyó lo siguiente:

Entre los abajo firmantes,

El señor Jacinto, llamado Chabert, conde, mariscal de campo y gran oficial de la Legión de honor, que vive en París, calle de Petit-Banquier, por una parte;

Y la señora Rosa Chapotel, esposa del señor conde Chabert, anteriormente nombrado, nacida…

—Adelante —dijo la condesa—, dejemos los preámbulos, lleguemos a las condiciones.

—Señora —dijo el procurador, el preámbulo explica de un modo sucinto la situación en que os encontráis el uno y el otro. Luego, por el artículo 1.°, reconocéis, en presencia de tres testigos, que son dos notarios y el lechero en cuya casa ha vivido vuestro marido, a los cuales he confiado bajo secreto vuestro asunto, y que guardarán el más profundo silencio; reconocéis, os digo, que el individuo designado en las actas adjuntas al contrato privado, pero cuyo estado se encuentra por otra parte establecido por un acta de notoriedad preparada en casa de Alejandro Crottat, vuestro notario, es el conde Chabert, vuestro primer marido. Por el artículo 2, el conde Chabert, en el interés de vuestra felicidad, se compromete a no hacer uso de sus derechos más que en los casos previstos por el acta misma. Y tales casos —dijo Derville haciendo una especie de paréntesis— no son otros que la falta de cumplimiento de las cláusulas de esta convención secreta. Por su lado —repuso— el señor Chabert consiente en proseguir de buen grado con vos un juicio que anulará su acta de defunción y pronunciará la disolución de su matrimonio.

—Eso no me conviene en modo alguno —dijo asombrada la condesa—; no quiero procesos. Ya sabéis por qué.

—Por el artículo 3 —dijo el procurador, continuando con flema imperturbable—, vos os comprometéis a constituir a nombre de Jacinto, conde Chabert, una renta vitalicia de veinticuatro mil francos, inscrita en el libro de la Deuda pública, pero cuyo capital os será devuelto a su muerte…

—¡Pero resulta eso muy caro! —dijo la condesa.

—¿Podéis transigir más barato?

—Quizá.

—¿Qué queréis, entonces, señora?

—Quiero… no quiero proceso; quiero…

—¿Que siga estando muerto? —dijo vivamente Derville interrumpiéndola.

—Caballero —dijo la condesa—, si hacen falta veinticuatro mil libras de renta, pleitearemos…

—¡Sí, pleitearemos! —exclamó con voz sorda el coronel, que abrió la puerta y apareció de pronto ante su mujer, con una mano en su chaleco y la otra tendida hacia el suelo, gesto al que el recuerdo de su aventura confería una horrible energía.

—¡Es él! —dijo para sus adentros la condesa.

—¡Demasiado caro! —repuso el viejo soldado—. Yo os he dado cerca de un millón, y vos traficáis con mi desgracia. Pues, bien, ahora yo os quiero, a vos y a vuestra fortuna. Tenemos comunidad de bienes, nuestra matrimonio no ha cesado…

—¡Pero si ese señor no es el coronel Chabert! —exclamó la condesa fingiendo sorpresa.

—¡Ah! —dijo el anciano en tono profundamente irónico— ¿queréis pruebas? Os tomé en el Palacio Real…

La condesa palideció. Al verla palidecer bajo su carmín, el viejo soldado, conmovido por el intenso sufrimiento que causaba a una mujer a la que antaño amara con ardor, se detuvo; pero recibió una mirada tan ponzoñosa, que continuó en seguida:

—Estabais con la…

—Por favor, caballero —dijo la condesa al procurador—, permitidme que abandone este lugar. No he venido aquí para escuchar tales horrores.

Levantose y salió. Derville lanzose al despacho. A la condesa le habían nacido alas y había salido como volando. Al volver a su gabinete, el procurador encontró al coronel en un violento acceso de cólera y paseándose a grandes pasos.

—En aquellos tiempos cada cual tomaba la mujer donde quería —decía—; pero hice mal al escogerla equivocadamente, al fiarme de las apariencias. No tiene corazón.

—Bien, coronel, ¿acaso no tenía yo razón al rogaros que no vinieseis? Ahora estoy seguro de vuestra identidad. Cuando aparecisteis, la condesa hizo un movimiento cuyo pensamiento no era equívoco. ¡Pero habéis perdido vuestro proceso, vuestra mujer sabe que sois irreconocible!

—La mataré…

—¡Locura! os cogerían y seríais guillotinado como un miserable. Por otra parte, quizá fallaseis el golpe, lo cual sería imperdonable, porque no hay que fallar nunca con su mujer cuando se la quiere matar. Dejadme que repase vuestras tonterías, amigo mío, ya que no sois más que un niño grande. Ahora marcharos. Tened cuidado con lo que hacéis, ella sería capaz de haceros caer en alguna trampa y que os encerrasen en Charenton. Voy a notificarle nuestras actas con objeto de garantizaros contra cualquier sorpresa.

El pobre coronel obedeció a su joven bienhechor y salió balbuceando excusas. Bajó lentamente los peldaños de la oscura escalera, perdido en sombríos pensamientos, abrumado quizá por el golpe que acababa de recibir, para él el más cruel, el más profundamente asestado en su corazón, cuando oyó al llegar al último descansillo el crujir de un vestido y apareció su mujer.

—Venid, señor —le dijo tomándole del brazo con un movimiento parecido a los que antaño le eran familiares.

La acción de la condesa, el acento de su voz, que volvió a ser graciosa, bastaron para calmar la cólera del coronel, que se dejó conducir hasta el coche.

—Bien, subid, pues —le dijo la condesa cuando el lacayo hubo acabado de desplegar el estribo.

Y se encontró, como por arte de magia, sentado al lado de su mujer, en el cupé.

—¿Adónde va la señora? —preguntó el lacayo.

—A Groslay —dijo la condesa.

Los caballos partieron y cruzaron todo París.

—Señor… —dijo la condesa al coronel en un tono de voz que revelaba una de esas raras emociones en la vida y por las cuales todo en nosotros se ve agitado.

En esos momentos, corazón, fibras, nervios, fisonomía, alma y cuerpo, todo, incluso cada uno de los poros se estremece. La vida parece haber huido de nosotros; sale y brota, se comunica como un contagio, se transmite por la mirada, por el acento de la voz, por el gesto, imponiendo nuestra voluntad a los demás. El viejo soldado estremeciose al oír aquella sola palabra, aquel primer, aquel terrible «señor». Pero al mismo tiempo era un reproche, una súplica, un perdón, una esperanza, una desesperación, una interrogación, una respuesta. Aquella palabra lo comprendía todo. Hacía falta ser una comediante para poner tanta elocuencia, tantos sentimientos en una palabra. Lo verdadero no es tan completo en su expresión, no expresa tanto, deja ver todo lo que hay en el interior. El coronel tuvo mil remordimientos de sus sospechas, de sus exigencias, de su cólera y bajó los ojos para no dejar traslucir su turbación.

—Señor —repuso la condesa tras una imperceptible pausa, ¡bien os he reconocido!

—Rosina —dijo el viejo soldado—, esta palabra contiene el único bálsamo que puede hacerme olvidar mis desgracias.

Dos gruesas lágrimas cayeron, cálidas, en las manos de su esposa, que estrechó, para expresar una ternura paternal.

—Señor —dijo la condesa—, ¿cómo no habéis adivinado que me resultaba horrible aparecer ante una persona extraña en una situación tan falsa como es la mía? Si tengo que sonrojarme por mi situación, por lo menos que ello sea en familia. ¿Acaso este secreto no había de quedar sepultado en nuestros corazones? Espero que me absolveréis por mi aparente indiferencia por las desgracias de un Chabert en cuya existencia no debía creer. Recibí vuestras cartas —apresurose a decir, al leer en el rostro de su marido la objeción que en él se manifestaba—, pero llegaron a mis manos trece meses después de la batalla de Eylau; estaban abiertas, sucias, la letra me era irreconocible, y tuve que creer, después de haber obtenido la firma de Napoleón sobre mi nuevo contrato de matrimonio, que un hábil intrigante quería burlarse de mí. Para no turbar el reposo del señor conde Ferraud y no alterar los lazos familiares, he debido, pues, tomar precauciones contra un falso Chabert. ¿No tenía razón para obrar así? ¡Decid!

—Sí, has tenido razón; soy yo quien he sido un tonto, un animal, un imbécil, por no haber sabido calcular mejor las consecuencias de semejante situación. Pero ¿adónde vamos? —dijo el coronel viéndose junto a la barrera de la Chapelle.

—A mis tierras, cerca de Groslay, en el valle de Montmorency. Allí, señor, reflexionaremos juntos sobre el partido que hemos de tomar. Conozco mis deberes. Si soy vuestra de derecho, ya no os pertenezco de hecho. ¿Queréis que nos convirtamos en la comidilla de todo París? No enteremos al público acerca de esta situación que para mí presenta un lado ridículo y sepamos conservar la dignidad. Vos me amáis todavía —siguió la condesa lanzando al coronel una mirada triste y dulce—, pero yo, ¿acaso no he sido autorizada a formar otros lazos? En esta singular posición, una voz secreta me dice que espere en vuestra bondad, que tan conocida me es. ¿Me habré equivocado al tomaros por el único árbitro de mi suerte? Sed juez y parte. Me confío a la nobleza de vuestro carácter. Tendréis la generosidad de perdonarme los resultados de faltas inocentes. Os lo confesaré, amo al señor Ferraud, Me he creído con derecho a amarle. No me sonrojo al hacer esta confesión ante vos; si os ofende, no os deshonra en modo alguno. No puedo ocultaros los hechos. Cuando el azar me dejó viuda, yo no era madre.

El coronel hizo un gesto con la mano a su mujer, para imponerle silencio, y permanecieron sin pronunciar una sola palabra por espacio de media legua. Chabert creía ver a los dos niños ante sí.

—¡Rosina!

—¿Señor?

—¿Entonces, los muertos hacen mal en volver?

—¡Oh! señor, ¡no, no! No me creáis ingrata. Sólo que encontráis a una amante, una madre, allí donde habíais dejado una esposa. Si ya no está en mi poder el amaros, sé cuánto os debo y, puedo ofreceros aún todo el afecto de una hija.

—Rosina —repuso el anciano con voz dulce—, no guardo ningún resentimiento contra ti. Lo olvidaremos todo —añadió con una de esas sonrisas cuya gracia es siempre el re flejo de un alma hermosa—. No soy tan poco delicado como para exigir apariencias de amor en una mujer que ya no me ama.

La condesa le lanzó una mirada tan llena de gratitud, que el pobre Chabert habría querido volver a entrar en su fosa de Eylau. Ciertos hombres poseen un alma lo suficientemente fuerte como para realizar uno de tales sacrificios, cuya recompensa se encuentra para ellos en la certidumbre de haber labrado la felicidad de una persona amada.

—Amigo mío, ya hablaremos de todo esto más tarde y con calma —dijo la condesa.

La conversación tomó otro rumbo, porque era imposible mantenerla mucho rato en este mismo tema. Aunque los dos esposos volviesen a menudo sobre su extraña situación, sea por medio de alusiones, sea formalmente, hicieron un agradable viaje, recordando los sucesos de su pasada unión y las cosas del Imperio. La condesa supo imprimir un dulce encanto a sus recuerdos y difundió en la conversación un matiz de melancolía necesario para mantener en ella la gravedad. Hacía revivir el amor sin excitar deseo alguno, dejaba entrever a su primer esposo toda la riqueza moral que había adquirido, tratando de acostumbrarle a la idea de restringir su felicidad a los únicos goces que saborea un padre al lado de una hija querida. El coronel había conocido a la condesa del Imperio, volvía a verla como una condesa de la Restauración. Finalmente los dos esposos llegaron por un camino transversal a un gran parque situado en el pequeño valle que separa las alturas de Margency de la linda aldea de Groslay. La condesa poseía allí una deliciosa casa en la que el coronel vio, al llegar, todo lo necesario para una estancia de él con su mujer. La desgracia es una especie de talismán cuya virtud consiste en corroborar nuestra constitución primitiva: aumenta la desconfianza y la maldad en ciertas personas, mientras que acrecienta la bondad de aquellos que poseen un corazón excelente.

El infortunio había hecho, pues, al coronel aún más caritativo y mejor de lo que era antes; podía, por consiguiente, iniciarse en el secreto de los sufrimientos femeninos que permanecen desconocidos para la mayor parte de los hombres. Sin embargo, a pesar de su escasa desconfianza, no pudo por menos de preguntarle a su mujer:

—¿De modo que estabais tan segura de que habríais de traerme aquí?

—Sí —respondió—, si encontraba al coronel Chabert en el pleiteante.

El aire de verdad que supo poner en esta respuesta, disipó las ligeras sospechas que el coronel tuvo vergüenza de haber concebido. Durante tres días, la condesa portose de un modo admirable para con su primer marido. Con tiernos cuidados y con su constante dulzura, parecía querer borrar el recuerdo de los padecimientos que había experimentado, hacerse perdonar las desgracias que, según sus confesiones, había causado inocentemente; complacían en desplegar para él, mientras dejaba advertir una especie de melancolía, los encantos por los cuales sabía que él tenía cierta debilidad; porque somos más particularmente accesibles a ciertas maneras, a ciertas gracias del corazón o de la inteligencia a las que no resistimos; ella quería interesarle por su situación y enternecerlo lo suficientemente para adueñarse de su espíritu y disponer soberanamente de él.

Decidida a todo para llegar a sus fines, no sabía aún lo que habría de hacer de aquel hombre, pero es seguro que quería aniquilarlo socialmente. Al tercer día, por la tarde, sintió que, a pesar de sus esfuerzos, no podía ocultar las inquietudes que le ocasionaba el resultado de sus manejos. Para encontrarse un momento a sus anchas, subió a su habitación, sentose ante su escritorio, dejó la máscara de serenidad que conservaba delante del conde Chabert, como una actriz que, al volver, fatigada, a su camerino, después de un penoso quinto acto, cae medio muerta y deja en la sala una imagen de sí misma a la que ya no se parece. Púsose a terminar una carta empezada que estaba escribiendo a Delbecq, a quien decía que fuese, en su nombre, a pedir al despacho de Derville comunicación de las actas concernientes al coronel Chabert, copiarlas y fuera en seguida a reunirse con ella en Groslay. Apenas la había terminado, cuando oyó en el pasillo los pasos del coronel, que, inquieto, la buscaba.

—¡Ay! —dijo ella en voz alta—, ¡quisiera morirme! mi situación es intolerable…

—Pues, ¿qué ocurre? —preguntó el coronel.

—Nada, nada —dijo ella.

La condesa se levantó, dejó al coronel y bajó para hablar sin testigos con su doncella, a la que hizo partir para París, recomendándole que entregase ella misma a Delbecq la carta que acababa de escribir y de devolvérsela tan pronto como él la hubiese leído. Luego la condesa fue a sentarse en un banco en el que fuese vista con facilidad para que el coronel pudiese ir a reunirse con ella tan pronto como quisiera. El coronel, que ya estaba buscando a su mujer, fue a sentarse al lado de ella.

—Rosina —le dijo—, ¿qué os ocurre?

La condesa no respondió. La tarde era una de esas tardes magníficas y serenas cuyas secretas armonías difunden en el mes de junio tanta suavidad en las puestas de sol. El aire era puro y el silencio profundo, de suerte que podía oírse a lo lejos, en el parque, las voces de algunos niños que añadían una especie de melodía a las sublimidades del paisaje.

—¿No me respondéis? —preguntó el coronel a su esposa.

—Mi marido… —dijo la condesa, la cual se detuvo, hizo un movimiento e interrumpiose para preguntarle sonrojándose—. ¿Cómo diría yo al hablar del señor conde Ferraud?

—Llámale marido, pobre criatura —respondió el coronel en tono de bondad—; ¿acaso no es el padre de sus hijos?

—Bien —repuso la condesa—, si ese señor me pregunta qué he venido a hacer aquí, si se entera de que me he encerrado aquí con un desconocido, ¿qué le diré? Escuchad, señor —añadió asumiendo una actitud llena de dignidad—, decidid sobre mi suerte, estoy resignada a todo…

—Querida —dijo el coronel apoderándose de las manos de su mujer—, he decidido sacrificarme enteramente a vuestra felicidad…

—¡Eso es imposible! —exclamó la joven con un movimiento convulsivo—. Pensad que para ello deberíais renunciar a vos mismo, y de una manera auténtica…

—¡Cómo! —dijo el coronel—. ¿Es que mi palabra no os basta?

La palabra auténtica cayó sobre el corazón del anciano y despertó en él desconfianzas involuntarias. Lanzó a su mujer una mirada que la hizo sonrojarse, ella bajó los ojos y él tuvo miedo de verse obligado a despreciarla. La condesa temía haber perturbado el salvaje pudor, la probidad severa de un hombre cuyo carácter generoso y virtudes primitivas le eran conocidos. Aunque estas ideas hubiesen esparcido algunas nubes sobre su frente, la buena armonía se restableció en seguida entre ambos. Un grito infantil resonó a lo lejos.

—¡Julio, deja tranquila a vuestra hermana! —exclamó la condesa.

—¡Cómo! ¿Vuestros hijos están aquí? —dijo el coronel.

—Sí, pero les he prohibido que os molesten.

El viejo soldado comprendió la delicadeza, el tacto de mujer que había en aquel proceder tan gracioso, y tomó la mano de la condesa para besársela.

—Que vengan —dijo.

La niña venía corriendo para quejarse de su hermano.

—¡Mamá!

—¡Mamá!

—Es él que…

—Es ella…

Las manos se tendían hacia la madre, y las dos voces infantiles se mezclaban. Fue una escena repentina y deliciosa.

—¡Pobres hijos! —exclamó la condesa no pudiendo contener las lágrimas—. Será preciso abandonarles: ¿a quién los concederán los jueces? No es posible dividir el corazón de una madre, ¡yo los quiero!

—¿Sois vos quien hace llorar a mamá? —dijo Julio lanzando una mirada llena de cólera al coronel.

—¡Callaos, Julio! —exclamó la madre con tono imperioso.

Los dos niños permanecieron en pie y en silencio, examinando a su madre y al desconocido con una curiosidad que es imposible expresar con palabras.

—¡Oh! sí —repuso—, si me separan del conde, que me dejen los niños, y me someteré a todo…

Fueron unas palabras decisivas que obtuvieron todo el éxito que ella esperaba.

—Sí —exclamó el coronel como si acabase una frase empezada mentalmente—, debo volver bajo tierra. Ya me lo había dicho a mí mismo.

—¿Puedo aceptar tal sacrificio? —respondió la condesa—. Si algunos hombres murieron para salvar el honor de su amante, sólo dieron su vida una vez. ¡Pero así daríais la vida todos los días! No, no, eso es imposible. Si no se tratase más que de vuestra existencia, ello no sería nada; pero firmar que vos no sois el coronel Chabert, reconocer que sois un impostor, dar vuestro honor, cometer una falsedad todas las horas del día, no, el sacrificio humano no podría llegar a ese extremo. ¡Pensadlo, pues! No. De no ser por mis hijos, ya habría huido con vos a los confines del mundo…

—Pero —repuso Chabert—, ¿es que no puedo vivir aquí, en vuestro pequeño pabellón, como uno de vuestros parientes? Estoy gastado como un cañón viejo, y no necesito más que un poco de tabaco y el Constitucional.

La condesa rompió a llorar. Hubo entre la condesa Ferraud y el coronel Chabert un combate de generosidad del que el soldado salió vencedor. Una tarde, al ver a aquella madre en medio de sus hijos, el soldado fue seducido por las gracias conmovedoras de un cuadro de familia, en el campo, a la sombra y en el silencio; tomó la decisión de permanecer muerto, y no asustándose ya de la autenticidad de un acta, preguntó cómo había que hacer para asegurar irrevocablemente la felicidad de aquella familia.

—¡Haced cómo queráis! —respondiole la condesa—, os declaro que no me mezclaré en nada de este asunto. No debo hacerlo.

Delbecq había llegado unos días antes y siguiendo las instrucciones verbales de la condesa, el intendente había sabido ganarse la confianza del anciano militar. Al día siguiente por la mañana, pues, el coronel Chabert partió con el antiguo procurador para Saint-Léu-Taverny, donde Delbecq había hecho preparar en casa del notario un acta concebida en términos tan crudos, que el coronel salió bruscamente del despacho después de haber oído su lectura.

—¡Rayos y truenos! —exclamó— ¡Hacía bonito papel! ¡Pasaría por un falsario!

—Caballero —le dijo Delbecq—, os aconsejo que no firméis demasiado de prisa. En vuestro lugar, sacaría por lo menos treinta mil libras de renta de este proceso, porque la señoría los daría.

Luego de haber fulminado a aquel distinguido bribón con su clara mirada de hombre de bien indignado, el coronel huyó, llevando de mil sentimientos encontrados. Volviose desconfiado, se indignó, se calmó, todo sucesivamente.

Finalmente entró en el parque de Groslay por la brecha de un muro y llegó con paso lento a descansar y a reflexionar cómodamente en un gabinete practicado bajo un quiosco desde donde se divisaba el camino de Saint-Leu. El sendero estaba enarenado con esa especie de tierra amarillenta con la cual se sustituye la grava de río y la condesa, que se hallaba sentada en el saloncito de aquella especie de pabellón, no oyó al coronel, porque estaba demasiado preocupada por el éxito de su asunto para prestar la menor atención al ligero ruido que hizo su marido. El viejo soldado tampoco vio a su mujer encima de él en el pequeño pabellón.

—Bien, señor Delbecq, ¿ha firmado? —preguntó la condesa a su administrador, al que vio solo por el camino de encima de la cerca de una zanja.

—No, señora. Ni siquiera sé lo que ha sido de nuestro hombre. El viejo caballo se ha encabritado.

—Tendremos, pues, que acabar por meterlo en Charenton —dijo la condesa—, puesto que le tenemos en nuestras manos.

El coronel, que recobró la agilidad de la juventud para saltar por encima de la zanja estuvo en un santiamén delante del administrador, al que propinó el más bello par de bofetadas que jamás hayan recibido las dos mejillas de un procurador.

—Añade también que los viejos caballos saben dar coces —le dijo.

Disipada su cólera, el coronel ya no se sintió con fuerzas para saltar el foso. La verdad se había mostrado en toda su desnudez. Las palabras de la condesa y la respuesta de Delbecq habían puesto al descubierto el complot del cual él iba a ser la víctima. Los cuidados que se le habían prodigado era el cebo para cogerle en una trampa. Aquellas palabras fueron como una gota de veneno sutil que determinó en el viejo soldado el retorno de sus dolores tanto físicos como morales. Volvió hacia el quiosco por la puerta del parque, caminando lentamente, como un hombre deshecho. ¡De modo que no podía haber paz ni tregua para él! A partir de aquel momento, había que comenzar con aquella mujer la guerra odiosa de que le había hablado Derville, entrar en una vida de procesos, alimentarse de hiel, beber cada mañana un cáliz de amargura. Luego, pensamiento atroz, ¿dónde encontrar el dinero necesario para pagar los gastos de las primeras instancias? Le sobrevino un hastío tan grande de la vida, que, si hubiese habido agua por allí cerca, habríase arrojado a ella, y si hubiera tenido una pistola, habríase levantado la tapa de los sesos. Volvió a caer en la confusión de ideas que, desde la conversación con Derville en casa del lechero, había cambiado su moral. Llegado al fin delante del quiosco, subió a su gabinete aéreo cuyas rosetas de vidrio ofrecían la vista de las distintas y encantadoras perspectivas del valle, y donde encontró a su mujer sentada en una silla. La condesa contemplaba el paisaje y guardaba una actitud llena de serenidad mostrando la impenetrable fisonomía que saben tomar las mujeres decididas a todo. Secose los ojos como si hubiera derramado lágrimas y con un gesto distraído jugó con la larga cinta rosa de su cinturón. No obstante, a pesar de su calma aparente, no pudo por menos de estremecerse al ver ante sí a su venerable bienhechor, de pie, con los brazos cruzados, pálido el semblante, la frente severa.

—Señora —dijo después de haberla mirado fijamente unos momentos obligándola a sonrojarse—. Señora, no os maldigo: os desprecio. Doy las gracias ahora al azar que nos has desunido. Ni siquiera experimento un deseo de venganza, ya no os amo. No quiero nada de vos. Vivid tranquila confiando en la fe de mi palabra; vale más que todos los garabatos de los notarios de París. Jamás reclamaré el nombre al que quizás hice un poco ilustre. No soy más que un pobre diablo llamado Jacinto, que no pide más que su puesto al sol. Adiós…

La condesa se echó a los pies del coronel, y quiso retenerle cogiéndole las manos, pero él la rechazó con asco diciéndole:

—No me toquéis.

La condesa hizo un gesto intraducible cuando oyó el rumor de los pasos de su marido. Luego, con la profunda perspicacia que confiere una elevada maldad o el feroz egoísmo del mundo, creyó poder vivir en paz sobre la promesa y el desprecio de aquel leal soldado.

Chabert desapareció, en efecto. El lechero quebró y se hizo cochero de cabriolé. Quizás el coronel se entregó de momento a una ocupación del mismo género. Quizá, parecido a una piedra lanzada a un barranco, fue, de cascada en cascada, a perderse en el barro de guijarros que pulula por las calles de París.