CAPÍTULO XIII
LA GRAN CACERÍA

 

El «tippoy» donde se sentaba Blaine se bamboleaba sobre los hombros de doce pigmeos. A ambos lados andaban Alex, Nathan y Rudolf seguidos de sus mulaks y, por último, iban Larsen y Zoukios llevando a la espalda sus rifles «Expres»,
Los Tick-Tick corrían como una bandada de saltamontes, dando gritos de júbilo y moviéndose excitados ante la perspectiva de la gran cacería. Sus cuerpecillos oscuros inundaban la sabana como una marea humana.
—¿Es por aquí por donde ha de pasar la manada?—preguntó Alex.
—Sí—contestó Blaine—. Los mensajeros enviados por les que persiguen a los elefantes han señalado que se dirigen hacia aquí.
Su brazo señaló un pequeño montículo coronado por algunos árboles, que se alzaba a corta distancia.
—"Creo que nos podemos situar en aquella altura pura esperarlos. La vista siempre será mejor.
Se volvió hacia los que transportaban el «tippoy» y dijo unas palabras en su lengua monosilábica y gutural. Los pigmeos variaron el rumbo y se dirigieron hacia el montículo. El viaje desde el campamento hasta aquella zona esteparia había durado tres horas escasas.
Mientras ascendían a la cumbre, Alex y Rudolf quedaron momentáneamente aislados de los demás.
—¿Por qué se ha negado usted a comprar a Inge por las cien libras? — preguntó el joven en tono de reproche—. Estoy autorizado para pagar esta cantidad, y aunque no lo estuviera, las pondría de mi bolsillo.
Alex le miró con semblante impasible.
Blaine estaba esperando que regateásemos, porque todos los traficantes lo hacen. Si llegamos a aceptar su precio enseguida, hubiéramos despertado sus sospechas. No hay traficante que decida en un solo día pagar un precio tan elevado. Siempre retrasan la decisión para ver si rebajan algo, aunque la esclava lo valga. Y a nosotros nos interesaba portarnos como auténticos traficantes. No íbamos a echarlo todo a rodar por precipitarnos.
Rudolf frunció el entrecejo y desvió la mirada.
—Tiene usted razón. Perdóneme. Pero es que no puedo soportar la idea de que Inge esté en poder de esos canallas. Cuando he visto que ese maldito Zoukios se la llevaba a empujones, he sentido deseos de vaciarle mi revólver en la barriga.
Alex le dio una afectuosa palmada en la espalda.
—Le comprendo, muchacho. No se preocupe. Cuando acabe esta cacería, pagaremos el rescate de su novia y nos la llevaremos con nosotros. Entonces ya no despertaremos sospechas, Inge es muy valiente; le felicito.
Habían alcanzado ya la cumbre de la colina. Desde allí se distinguía una gran extensión de sabana, poblada por un mar de hierba y algunos árboles retorcidos. El sol caía a plomo sobre la enorme llanura.
Blaine apoyó las manos en sus piernas inservibles y murmuró:
—Ahora esperaremos a que llegue la manada.
Nathan, que tenía la vista clavada en el horizonte, murmuró:
—No creo que tengamos que esperar mucho. ¡Mire!
Todos siguieron la dirección de su brazo. A lo lejos, en el horizonte, se distinguían unos puntos que se movían.
—¡Diablo! ¡Qué vista tiene, amigo! —exclamó Blaine admirado.
Los pigmeos que se esparcían por la falda y las laderas de la colina, comenzaron a gritar excitados agitando sus pequeños arcos y cerbatanas. Ellos también habían distinguido a los elefantes.
Los lejanos puntos oscuros aumentaban rápidamente de tamaño. Pronto se pudieron apreciar las leí mas de los elefantes, que se movían a una velocidad desacostumbrada. No tardó en poblarse la Atmósfera con su sonoro barritar. Las grandes orejas se movían excitadas al compás de su constante cabeceo.
Los pigmeos guardaron un silencio absoluto. Permanecían inmóviles, con todos los músculos en tensión y un intenso brillo en los ojos. Eran cazadores natos oteando la presa que se disponían a cobrar.
Los elefantes estaban cada vez más próximos. Ahora ya se les podía distinguir con toda clase de detalles. Entre ellos había algunos machos con grandes colmillos. Entonces se pudo ver que uno de ellos iba seguido por un enjambre de hombrecillos.
No era difícil comprender que el animal iba herido. Su paso era inseguro y lanzaba continuos y desesperados trompeteos. En torno suyo se movían los Tick-Tick como mosquitos feroces. Alex comprendió que aquel elefante estaba a punto de morir. Sólo un resto de energía le mantenía en pie, pero no tardaría en rodar por tierra.
De pronto, las patas delanteras del paquidermo se doblaron y su cabeza chocó violentamente cónica el suelo. Luego fueron las posteriores las que se doblaron y, finalmente, el enorme corpachón cayó hacia la derecha, dejando escapar un último y desesperado trompetazo. Después quedó completamente inmóvil. Había muerto.
Los pigmeos que le habían dado caza se abalanzaron sobre él, y con sus toscos cuchillos le abrieron la barriga y el pecho en canal, mientras los que estaban en la colina corrían hacia ellos, como una nube de insectos.
—Ahora verán algo fascinante — exclamó Blaine con los ojos relucientes.

 

* * *
La masa de pigmeos comenzó a devorar el elefante por las grandes aberturas del estómago y el pecho. Se comían la carne cruda, palpitante, chorreando aún sangre, y en su insaciable devorar se iban metiendo dentro del elefante para comerse los intestinos y todas las partes interiores. Era un espectáculo repugnante. Aquellos diminutos hombres semejaban insectos carnívoros. Alex y Nathan habían presenciado escenas semejantes en varias ocasiones, pero Rudolf era la primera vez que. la veía y sintió el estómago revuelto y un asco indecible.
Aquella masa de pigmeos había realizado en pocos minutos su obra devoradora. Cuando salieron del interior del elefante, de éste sólo quedaba la piel sostenida por los huesos. Algunos aún llevaban en la mano trozos de carne que comían con avidez. Todos se hallaban cubiertos de residuos y de sangre pegajosa, de pies a cabeza. Una verdadera bandada de moscas volaba en torno a ellos, disfrutando de los restos del festín.
Blaine reía a carcajadas. El espectáculo le parecía estupendo, le divertía enormemente.
—Son la gente más bárbara y sucia que he conocido — gritaba entusiasmado—. Y no crean que han terminado, no. Aun les quedan ganas de comerse entero otro bicho de ésos.
Sus palabras no tardaron en verse confirmadas. Los pigmeos distinguieron a un elefante rezagado y se dispusieron a darle caza. Primero se untaron el cuerpo con los excrementos de los otros paquidermos para ocultar su propio olor al olfato del elefante, luego empuñaron sus armas rudimentarias y se lanzaron en pos de su presa.
Rodearon al enorme animal por todas partes y, acercándose mucho a él, sólo a unos escasos metros, comenzaron a disparar sus arcos y cerbatanas. Los dardos y las flechas envenenados empezaron a clavarse en la piel arrugada y pizarrosa del elefante, hasta cubrirle todo el cuerpo. El paquidermo barritaba colérico y repartía golpes con la trompa, que alcanzaban a algunos pigmeos enviándolos por los aires con los cuerpos destrozados. Otras veces era una de sus patas la que aplastaba a uno de aquellos hombrecillos. Pero los demás continuaban persiguiéndole, disparando sus flechas y fardos.
—Le seguirán durante días, enteros hasta que caiga muerto — murmuró Blaine con una sonrisa de satisfacción— Se exponen a morir aplastados, pero jamás renunciarán al banquete.