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CAPÍTULO VI
NOTICIAS
El pequeño kraal se extendía al pie de una
colina boscosa, y no era otra cosa que un grupo de chozas apiñadas
sin orden ni concierto en las cercanías de un riachuelo. El sol
caía a plomo sobre la diminuta aldea que se achicharraba en el
fondo del valle.
El safari se aproximó al kraal descendiendo
por la suave colina. A su paso alzaban el vuelo docenas de
mariposas de diversos colores y alguna serpiente, que permanecía
inmóvil tostándose al sol, huía hacia las altas hierbas con un
movimiento sinuoso.
Los habitantes de la aldea recibieron a los
expedicionarios con cierta curiosidad. Los hombres, sentados a las
puertas de sus chozas, dejaban de machacar las puntas de sus
flechas para verles llegar. Los perros mestizos corrían junto a
ellos ladrando furiosamente y algún buey blanco y giboso tenía que
ser apartado para que no les obstruyera el paso. Las mujeres
machacaban el maíz en unos recipientes de madera, sin hacer caso de
la nube de moscas que volaba a su alrededor.
Hacia los recién llegados avanzó un negro
alto y flaco envuelto en una túnica blanca y seguido de dos
personajes más. Alex comprendió que se trataba del jefe del kraal y
dio la orden de alto.
El, Nathan y Rudolf salieron al encuentro de
aquellos individuos y saludaron levantando el brazo derecho.
—Yambo, Gran Jefe.
El individuo alto y flaco contestó al
saludo.
—Yambo, bwana.
Alex entregó al jefe unos espejos y unos
collares de cuentas de cristal: Era la «honga», el tributo que
debían pagar para pasar por su territorio.
—Alex es tu amigo —dijo — y no se olvida de
traerte regalos.
El jefe asintió y con un ademán indicó que
le siguieran. Rudolf se unió a los cazadores y los tres marcharon
tras el jefe, que les guió hasta su choza. Con mucha solemnidad se
sentó en una especie de banqueta formada por tres ramas unidas por
la mitad. Hizo ocupar a sus huéspedes asientos «Añilares.
A cierta distancia, se agrupaban un buen
número de habitantes del kraal que contemplaban a los recién
llegados con curiosidad. A lo lejos se oía el batir persistente de
un balele, el tambor africano, que anunciaba el regreso a la aldea
de un grupo de cazadores.
—Nosotros vamos hacia el norte —dijo Alex en
lengua nativa—. Yo he querido pasar por tu kraal porque sé que eres
buen amigo y nos ayudarás.
El jefe asintió.
—Tus regalos prueban que eres mi
amigo.
Alex cambió una mirada de inteligencia con
Nathan y exclamó con fingida naturalidad:
—Queremos que nos digas dónde están los
Tick-Tick.
El rostro del jefe cambió bruscamente de
expresión. Un brillo de alarma apareció en sus redondas pupilas.
Rudolf, que a pesar de hablar su lengua con deficiencia la
comprendía perfectamente, se inclinó hacia adelante esperando con
ansiedad la respuesta.
—Sabemos que han pasado por aquí — intervino
Nathan—. Incendiaron una factoría que está al sur de tu
kraal,
El jefe se revolvió nervioso en su rústica
banqueta y al fin miró a Alex. En los ojos del cazador vio una
expresión dura, acerada, y comprendió que era mejor hablar con toda
franqueza. Conocía muy bien a Saunders y sabía que era imposible
engañarle. Sus agudas pupilas parecían verlo todo, incluso los
pensamientos, y sólo un loco se arriesgaría a decirle una
mentira.
—Pasaron cerca de mi kraal — dijo con voz
cavernosa—, No nos atacaron. Llevaban prisa. Eran muchos y todos
iban armados con arcos y cerbatanas.
—¿Iba con ellos algún hombre blanco? —
preguntó Rudolf con dificultad.
El jefe parpadeó varias veces y guardó
silencio durante unos instantes. Al fin repuso:
—Dos hombres blancos iban con ellos. Uno
tenía los cabellos negros como la noche y el otro era un gigante y
tenía el pelo del color de la hierba cuando se seca. Parecía más
fuerte que un búfalo.
—¿Dónde han levantado su kraal? —preguntó
Alex.
El jefe sacudió la cabeza.
—No lo sé. Los que vienen del norte hablan
de que los han visto por las selvas de Arusha. Pero nadie se atreve
a acercarse, Tienen miedo.
—¿Por qué? —preguntó Alex.
El jefe miró asustado a su alrededor y bajó
la voz.
—Los bajeles han hecho correr la noticia de
que los Tick-Tick llevan un diablo blanco con cabellos de fuego,
que no necesita andar para ir de un sitio a otro.
—¿Qué más dicen los que lo han visto?
—preguntó Nathan.
El jefe sacudió la cabeza,
—Nada. Dicen que es un diablo terrible y que
los Tick-Tick le obedecen. Pero nadie se acerca. Todos tienen
miedo.
Alex comprendió que el jefe había dicho todo
cuanto sabía. Nada más conseguirían averiguar de él. Por el momento
habían descubierto que debían dirigirse hacia las selvas de Arusha.
El dato era suficiente para encontrar a los pigmeos.
Se despidieron del jefe y poco después
salían del kraal seguidos por la hilera de portadores. Se
encaminaron hacia el norte a través de una zona esteparia poblada
por la alta hierba de los elefantes, Unos pájaros de vivos colores
alzaron el vuelo y ofrecieron una estampa policroma al recibir en
su plumaje los luminosos rayos del sol.
Un grupo de cebras, que pacían bajo unos
manzanillos, contemplaron durante unos instantes a los
expedicionarios, moviendo las orejas en gestos nerviosos y
resoplando con fuerza. De repente, les acometió el miedo y
emprendieron una carrera loca, desenfrenada, devorando las millas
con pasmosa rapidez. Era un espectáculo magnífico el de aquellos
veloces animales galopando por la estepa en una huida vertiginosa.
Sus ágiles cuerpos rayados se perdían en la distancia mientras el
acelerado golpear de sus pezuñas se hacía cada vez más débil,
Rudolf, que caminaba pensativo junto a Alex,
preguntó de repente:
—¿Qué opina usted de ese diablo blanco
cabellos de fuego, que se traslada de un sitio a otro sin
caminar?
—Es difícil saber lo que hay de verdad y de.
fantasía en lo que dice un negro —repuso el cazador—. Ya se irá
usted acostumbrando a creer tan solo que vean sus ojos.
—Pero, ¿qué quiso decir el jefe con sus
palabras? — insistió el joven.
—Esto lo sabremos el día que encontremos a
los Tick-Tick — repuso Nathan, que había escuchado la
conversación.
—No dijo si los pigmeos llevaban consigo a
una mujer blanca — murmuró Rudolf con acento preocupado..
—No podía saberlo. Ellos les vieron a
distancia. Pocos negros se atreven a acercarse a los Tick-Tick. Son
muy belicosos y les tienen miedo. Sin embargo, cada vez estoy más
seguro de que Inge Arnim es prisionera de los pigmeos — observó
Alex con absoluta confianza.
Las palabras del cazador tranquilizaron un
tanto el Joven oficial, que dirigió la mirada hacia el lejano
horizonte, evocando las facciones de la muchacha a quien amaba con
todas sus fuerzas.
A lo lejos, en algún lugar de la estepa,
resonaba el cavernoso rugido de un león.