Lunes, 1 de octubre de 1917. Revista con el brigadier general Landry. Reconocimiento médico y desfile bucodental. Por la noche, en el centro de la ciudad. Hermosa luz de luna.
En esa época, yo pertenecía al Vigesimotercer Batallón de Reserva Canadiense, acantonado en el Campamento de Shoreham. Se trataba de un batallón de reserva desde el que se enviaban a Francia reclutas de reemplazo y hombres ya restablecidos después de haber sido heridos. Estaba al mando de Fisher, el «Veintiocho Días», un hijo de puta de primera. El apodo del coronel Fisher se debía a la costumbre de repartir veintiocho días de calabozo a la mínima oportunidad que se le presentaba. Era el máximo castigo que podía infligir un coronel.
Domingo, 21 de octubre. Misa en Guoy-Servins. Mujeres de negro. Paseo hasta Monte Saint-Éloi.
Como de costumbre, los desfiles siguieron celebrándose los domingos, casi alcanzaban las líneas de apoyo y yo era católico. Aunque creo que mi sentimiento religioso había desaparecido, yo participaba en toda la parafernalia del ritual. De todas formas, en aquella época ese sentimiento estaba muy comprometido. Era difícil reconciliar al Dios Todopoderoso y Misericordioso y Bueno con lo que sucedía a mi alrededor. Resultaba un tanto sospechoso y yo lo notaba. «Mujeres de negro». Me parecía que todas las mujeres de Francia iban de negro, me llamaba la atención tanto que hasta llegué a apuntarlo.
Martes, 1 de enero de 1918. La Compañía N° 4 se ha negado a participar en desfiles, de manera que los han suspendido. Hablo con Harrison y con Hemming. No formulamos ningún buen propósito para el año entrante en el ejército porque sería imposible mantenerlo. Me pregunto qué sucederá este año. Con 1917 ya hemos tenido suficiente. Escribí cartas. Espantosa discusión sobre las nacionalidades.
Ahora no recuerdo por qué se negó a participar en los desfiles la Compañía N° 4. Lo único que sé es que todos simpatizábamos absolutamente con la iniciativa. En ese periodo de descanso nos alojaron en unos barracones que estaban al nordeste del Château de La Haie, cerca de la carretera entre Guoy y Ablain-Saint-Nazaire. Recuerdo que andábamos escasos de leña y que hacía un frío de mil demonios. Cuando lográbamos conseguirlas, quemábamos galletas de pan duro, que nos daban muy buen fuego. Fue más o menos en esta época cuando Dixon (hablaré de él más adelante) birló las botas de Von Berg y las vendió para obtener coñac. Llegó con una buena cogorza y después, por la noche, cuando tuvo que salir a mear, se equivocó de puerta para salir del barracón y llenó de orín las botas de alguien. En todo caso, esos fueron los únicos síntomas de fetichismo que exhibió Dixon.
Harrison era un judío de Montreal. Lo conocí en Shoreham. Era un tipo brillante y mantuve muchas conversaciones y compartí un par de borracheras con él. Es el Charles Yale Harrison que escribió Los generales mueren en la cama: un libro magnífico sobre la vida en las unidades de combate canadienses, un poco como Sin novedad en el frente fue representativo de la vida de los soldados del ejército alemán.
29 de enero. Desfile. Disparos de artillería de 12 pulgadas y localización de blancos con aviones. Carta de B. R.
Ese cañón estaba unos cuarenta metros por detrás de nuestro barracón y yo tenía interés en verlo funcionar en conjunción con el avión de observación. Misterioso asunto: señales que se transmiten por el éter; un oficial haciendo cálculos y dando órdenes; artilleros haciendo girar manivelas, embutiendo los obuses y el explosivo. «¡Listo, señor!» Pausa. «Fuego». ¡Pum! Y allí salía disparado al cielo el obús, silbando y haciendo vibrar todo, hasta perderse en su punto de fuga. Larga pausa. Después, el tipo de la radio: «¡Corto por doscientos metros, señor!» O «¡De lleno, señor!» Un día espléndido. Pero mientras observaba disparar a ese cañón me olvidaba de que, en algún momento, seguramente atraería sobre nuestro barracón un cargamento de hierro alemán.
31 de enero. Más frío. Salgo de Bully-Grenay a las 5:30 p.m., llego al refugio a las 8:30. Un infierno de caminata por tierra. Ametralladoras muy cerca. Salen patrullas de exploración. Una granada mata a Young. Jesucristo, Nuestro Señor, ¿acaso es esto justo? Soñé que había resucitado.
Estábamos de nuevo en el frente, en las trincheras de la Colina 70, enfrente de Loos. Caminata por tierra significaba que no utilizamos trincheras de comunicación para llegar. La primera línea del frente se encontraba en la ladera delantera de la loma, mirando a los alemanes. Nos aproximamos a ella por la ladera opuesta y raras veces utilizamos trincheras de comunicación hasta que llegamos casi justamente hasta la cima de la loma, como si estuviéramos fuera de la línea de fuego directo. Pero no estábamos fuera de la línea de fuego indirecto y Fritz tenía bien calibrado el disparo hacia la ladera anterior de la colina con puestos de ametralladoras fijos, de manera que durante toda la noche barrió a conciencia esa zona y sus vías de acceso. Perdimos allí unos cuantos hombres.
Nunca nadie supo con certeza qué fue lo que le sucedió a Young. Algunos pensaban que un machaca paratas alemán había ido a parar dentro de su máscara de gas y que explotó justo cuando trataba de quitársela de encima. Pruebas: la cara reventada y la mano derecha amputada. También se discutía si había sido siquiera una granada alemana. Había salido una patrulla en dos secciones, una por la derecha y la otra por la izquierda de nuestro frente. Ambas informaron de haber tenido escaramuzas con una patrulla alemana. No se quiso hablar de ello apenas, pero estaba bastante claro que las dos secciones se habían encontrado y habían combatido entre sí en la oscuridad. De todas formas, esa fue la última vez que una patrulla nuestra salió en dos secciones.
Creo que la razón por la que quedé tan afectado por la muerte de Young era que él fue el primer amigo íntimo que tuve y eso me gustó.
1 de febrero. Una sensación espantosa tras la inesperada muerte de Young. Le quité las botas. Una misión absolutamente desagradable.
«Muerte inesperada», curiosa expresión de la que servirse en estas circunstancias. Y eso significa, supongo, que la muerte de alguien a quien conoces bien siempre produce un sentimiento de ira. No pasa nada si le toca a otro, pero a un amigo personal… es cosa distinta.
El incidente de las botas fue una pura bravuconada por mi parte. Quería demostrarles que, aun cuando fuera el más joven y el más novato de la sección, yo era un tipo muy duro con todas esas cosas. A Young lo habían matado justo a las puertas de la alambrada alemana y, cuando cesó el fuego, el resto de la patrulla regresó arrastrando su cuerpo. Sobre el suelo de hielo machacado teniendo que atravesar nuestra propia alambrada, una tarea penosa. Lo trajeron hasta la trinchera de apoyo, donde estaba el refugio y lo tendieron sobre una manta a lo largo del parapeto. En el refugio todo eran carraspeos y no saber qué decir por las botas que calzaba, un excelente par de botas altas de cazador canadiense, ¿y por qué íbamos a permitir que se las quedara el asqueroso pelotón de sepultureros? Nosotros éramos sus amigos y todo eso. Aun así, nadie se decidía a ser el que subiera a quitárselas. De manera que dije que lo haría yo. Cambié la orientación del cuerpo para que quedara perpendicular a la trinchera, con los pies caídos hacia mí. Luego, empecé a desabrochárselas. Ya se había quedado rígido, así que me costó un infierno quitárselas. Cuando, por fin, lo conseguí, como pesaba demasiado para mí, lo dejé tal como estaba, con los pies atravesados sobre la trinchera, de tal modo que se daba uno en la cara al pasar. Pero, después, aunque había tres o cuatro compañeros que usaban el mismo número, nadie quería coger las malditas botas. Y todo porque que eran «las botas de un hombre muerto». Y yo no me separaba de las botas. Al final se las entregué a un civil francés en Bully-Grenay y, dos años después, cuando volví a ese lugar después de la guerra, fueron lo primero que me vino a la mente cuando recorrí la ciudad.
Más tarde, aquella misma noche, salí a la letrina. Young había ido resbalando. Bajo el parpadeo de las bengalas me topé con su figura, envuelta en una manta, sin cabeza, de pie en la trinchera.
23 de febrero. Todavía buscando al espía alemán y la botella de whisky. Ninguno de los dos aparece. Maldita la suerte. Se retrasa hasta mañana lo de ir a clase.
Recuerdo que el espía era un individuo desdentado y con un acento extraño, seguramente porque no tenía dientes, que durante un rato anduvo merodeando por la cantina conectada con nuestro barracón. Vestía uniforme británico pero no llevaba ninguna insignia. Se comportaba de forma muy rara. Y la idea no era tan absurda como pudiera parecer, pues nos encontrábamos precisamente en el corazón de una zona minera de Francia y las galerías subterráneas se extendían a lo largo de kilómetros, algunas de ellas llegando incluso a adentrarse claramente en las líneas alemanas. Nunca averigüé qué le sucedió a mi espía, pero me sentí bastante satisfecho por participar en la búsqueda.
29 de marzo. En pie a las 3:00 a.m. Marcha de doce kilómetros a Arras. Derrumbado. Desplomado otra vez y dormido. Buena comida. Encontramos mantas, beicon y un montón de sobres de correo para el frente. Abandonados a toda prisa. En el puesto 7:309:30. Dormido.
Jamás olvidaré esa marcha a Arras, ni los días posteriores. Fue una pesadilla absoluta. Los alemanes habían intentado penetrar en Arras. Las cuevas, de tierra caliza, se encontraban en las afueras de la ciudad, en el lado alemán, y las tropas enviadas allí —imperiales— los habían atizado, lo que nos dejó los artículos de lujo mencionados arriba. Los civiles habían salido corriendo de la ciudad dejando todo abierto de par en par. Por lo que parecía, estaban muertos de miedo. Nuestros amigos llegaron allí y encontraron todo hecho un caos. Muy pronto fueron llegando otras divisiones y la artillería, que situó sus cañones, los apuntó y, sin más, empezó a disparar sin esperar a que caváramos emplazamientos. Pero estoy seguro de que durante dos o tres días Fritz habría podido arrasar el lugar con los ojos cerrados. El primer día estábamos demasiado destrozados para plantar batalla; los dos días siguientes andábamos demasiado borrachos por las bodegas civiles que quedaban. Además, en el frente había abierta una brecha de buen tamaño. Y todos los días, al amanecer, esperábamos la avalancha de hombres y acero y no teníamos ninguna fortificación defensiva tras la que recibirla. Que me dejen saltar cualquier día en lugar de tenerme aquí plantado y dejar que el enemigo me atice en la boca, cuando quiera y como condenadamente quiera.
31 de marzo. Domingo de Pascua. Silbido y estallido de obuses un metro por encima de mi cabeza. Derribado y enterrado. Endiabladamente cerca, buena sacudida.
Uno de esos obuses era una birria, así que tuve interés por averiguar lo cerca que había caído. Nunca sabré lo que sucedió realmente. Yo estaba apostado en un tramo de trinchera enano, visible desde el frente, con el fusil apoyado en tierra, a mi lado. Lo siguiente que recuerdo fue que tenía el fusil a unos dos metros y yo estaba enterrado hasta los sobacos. Mi fusil quedó como si le hubiera caído un rayo. Silencio sepulcral. Diez minutos después, el compañero que estaba conmigo llegó arrastrándose por un montículo como si estuviera acechando un venado. Buscamos un hoyo mejor y nos metimos en él.
5 de abril. Listos para las bombas. Obuses a cien metros. Muertos de miedo y pasándolas canutas. Subimos al frente esta noche. Todo el mundo está nervioso. Nos desorientamos en la oscuridad. Proyectiles terriblemente cerca. Atascados en el barro. Empapado y cubierto de lodo y hecho polvo. Alerta de gas. Carta de madre.
Aquella noche yo sí que me di por vencido de verdad. Vagamos en círculos durante varias horas atravesando alambradas, embudos y barro pegajoso y resbaladizo. Una y otra vez caía en los cráteres llenos de agua. Estaba cubierto de fango endurecido, agotado por la ira y exasperado hasta el extremo de tirar la toalla. La decimoquinta vez —y es literal— que tropecé, quedé tumbado en un embudo. «¡Sal de ahí y sigue!», berreó el sargento MacDonald bajo el rugido del bombardeo nocturno. He olvidado lo que le contesté, pero lo esencial es esto: «Al demonio. Que le den por culo a todo. No sabe adonde va y a mí me da igual. Estoy muerto. No pienso dar un paso más. Aquí estoy y aquí me quedo. Que vengan los cabezacuadradas. Me importa un pimiento. Estoy absolutamente agotado y no pienso dar un paso más. Esperaré a que amanezca y ya os buscaré después, si sigo vivo».
27 de abril. Incursión a la 1:00 a.m. 22 prisioneros. Dixon muerto y Jones. Gran éxito. La Betel del Primer Batallón del 188 Regimiento. Cartas de madre y de Arthur.
La misión previa de los exploradores en esta y otras incursiones consistía en reconocer la tierra de nadie y la alambrada alemana. Se escogieron los puntos de entrada y la artillería localizó las alambradas lo más discretamente posible. La noche de la incursión, los integrantes de los pelotones se tiznaron la cara, se quitaron toda clase de insignias de identificación y se reunieron en los lugares establecidos de la primera línea. Los exploradores condujeron luego a los pelotones hacia la zona de tierra de nadie de los tramos de alambrada a través de los cuales iban a pasar. A la Hora Cero se inició un bombardeo de caja en el sector en el que se iba a realizar la incursión, una descarga de artillería perimetral que teóricamente la aislaría de su trinchera de apoyo mientras otros cañones disparaban sobre la alambrada y abrían claros en ella. Gran parte de esta tarea no se podía hacer de antemano porque habría anunciado la incursión. Al cabo de unos minutos, el bombardeo de la alambrada cesó y se transformó en fuego de hostigamiento. El bombardeo de caja prosiguió con mucha intensidad. Fue entonces cuando los pelotones de la incursión cruzaron la alambrada y se introdujeron en la trinchera alemana. Creo que en esta incursión participaron cuatro pelotones, a cada uno de los cuales se había asignado limpiar una determinada zona. Todo eso se había entrenado en la trinchera de reserva, en un terreno delimitado y señalado con cintas para que reprodujera exactamente las posiciones alemanas. La incursión concluyó al cabo de una media hora. En la parte derecha todo transcurrió de acuerdo con lo planeado. Sin embargo, en la parte izquierda, el teniente McKean encontró algún problema imprevisto y fue allí donde mataron a Dixon. McKean tuvo que someter dos puestos de ametralladoras y lo hizo prácticamente en solitario. Por esta hazaña le impusieron después la Cruz Victoria. McKean era el oficial de los exploradores y una persona decente. Era un tipo ligero, con la cara pálida y de aspecto infantil, que había sido maestro de escuela. Era difícil imaginarse a una persona más endeble y menos belicosa, pero tenía agallas y lo demostró más de una vez. Empezó siendo soldado raso, momento en que consiguió la Medalla Militar. Después de recibir la Cruz Victoria se apuntó una Medalla al Mérito Militar con Broche y, luego, consiguió lo que seguramente le complacería más: una bonita «magulladura» patriótica en la pierna, que lo mandó a casa. Perder sólo dos hombres en una patrulla como aquella significaba, sin lugar a dudas, haber hecho un trabajo magnífico. Y Jones saltó por los aires al colocar un cilindro de amonal en un pequeño arsenal de un abrigo, en lugar de en un refugio, y esperar a asegurarse de que estallaba. No se concedió ninguna medalla a los exploradores sobre quienes descansó toda la responsabilidad de la incursión, exceptuando a McKean. Entre los demás se repartieron 2 Cruces Militares, 2 Medallas a la Distinción y 5 Medallas Militares.
7 de agosto. El día del «si…». Bombardeados al acudir al punto de reunión. Dormidos en un trigal, al descubierto. Después de mediodía, charla sobre las operaciones. Más obuses. Por la noche en la trinchera de asalto, preparados para la Hora Cero.
Ahí estábamos, en lo que Ludendorff llamó «el día negro del ejército alemán en la historia de esta guerra». Más bien, en la víspera. Yo lo llamé «el día del “si…”», porque la «charla sobre las operaciones» estaba salpicada de esa palabra: «”Si llueve…” “Si la artillería…”, “Si los tanques…” y, sobre todo, “Si Fritz hace o deja de hacer tal o cual cosa”».
Nosotros, la Sección de Inteligencia del Decimocuarto Batallón de Infantería Canadiense, pasamos el día en unos trigales de la aldea de Cachy, al este y un poco al sur de Amiens. En torno a nosotros estaban las unidades de combate canadienses; a nuestra izquierda, las australianas y, a nuestra derecha el Primer Ejército francés. Sin embargo, aquel perezoso día estival transcurría monótonamente y no se veía ni un soldado. Tampoco había el menor indicio de los cuatrocientos tanques y los dos mil cañones y el resto de esa congestión increíble que había abarrotado las carreteras y los caminos la noche anterior. No se veía nada, todo estaba oculto en los bosques, en los altos trigales o en los pliegues del terreno. De vez en cuando, caían unos cuantos obuses desperdigados. A lo lejos, una ametralladora tableteaba desganada y espasmódicamente. Aviones y abejas zumbaban por todas partes produciendo un soniquete dormidero. Holgazaneábamos por ahí en la hierba alta de aquellos campos. En aquella parte del frente occidental, ciertamente no había ninguna novedad.
Después de anochecido, toda la zona pareció resucitar. Se daba uno cuenta de que había estado sumergido en medio de una multitud inmensa, pero invisible y silenciosa. Había mucho ruido por todas partes. Unos cuantos aviones en lo alto. Estos tenían que ahogar el ruido de los tanques. Me puse en marcha con cuatro o cinco de mi zona para llegar a las secciones de la primera oleada a las que nos habían asignado. Llegamos a la trinchera de ataque bajando por la ladera de la colina desde el trigal en el que estábamos y recorrimos la trinchera del frente, que cubría sólo hasta la altura de la rodilla y estaba abarrotada de hombres. Dejé a Tatton y a McLaren en su sección. McLaren estaba extendiendo sobre el parapeto su cubierta de hule: «Es para no mancharme los pantalones cuando salte», me dijo. Nos deseamos buena suerte y yo recorrí la trinchera e informé al oficial de la sección. Yo diría que debían de ser las once o ya medianoche. Tenía sueño, apenas lograba mantener los ojos abiertos y encontré un refugio subterráneo. D. R. McClare, a quien habían destacado en la misma sección que a mí, dijo que él me avisaría cuando empezaran las cosas. Y cuando parecía que no había hecho más que cerrar los ojos, ya estaba él golpeándome: «¡Hora de levantarse! Dentro de media hora se levanta la tapa». Ocupé mi sitio a su lado en la trinchera, comprobé la munición de mi fusil, bueno, más bien la palpé, pues estaba oscuro del demonio, y me acuclillé en la trinchera dando la espalda a Fritz. Zumbaron un par de obuses en lo alto y estallaron por detrás. Una voz con el típico acento londinense salmodiaba a unos cuantos metros en voz baja: «Justo antes de la batalla, madre, estaba comiendo pan con queso». Recuerdo que pensé que no debía avanzar muy deprisa para no toparme con nuestra propia descarga de artillería. Parecía oírse un murmullo sordo a nuestras espaldas; por lo demás, silencio absoluto.
De repente, un gran fogonazo de relámpagos difusos iluminó el horizonte por el oeste, hasta donde alcanzaba la vista. Luego, en un instante, el cielo se llenó de silbidos y chillidos fantasmagóricos. Se oyó un clamor y un estallido y el suelo se sobresaltó. Después, más relámpagos, el olor de los explosivos y, casi encima de nosotros, dos o tres grandes moles: los tanques. Un cañón disparó directamente a nuestra trinchera y, antes de que hubiéramos avanzado un solo centímetro, se oyó el grito de «¡Camilleros!» (Para mantener la ofensiva en secreto ningún cañón había calibrado los disparos de la descarga de protección). Pasaron dos minutos en medio de este terremoto y huracán juntos. A continuación, sonaron los silbatos en toda la línea del frente. Cogimos los fusiles y avanzamos.
6 de noviembre. Sigue lloviendo.
8 de noviembre. Prácticas con el revólver.
A las nueve en punto de esta mañana, la delegación alemana para el armisticio se reunió con el mariscal Foch en el vagón de su tren especial, en el bosque de Compiègne.
9 de noviembre. Muchos rumores de paz.
11 de noviembre. Se firma la paz. Cese de hostilidades a las 11:00 a.m. ¡Vive Dios!
27 de diciembre. Devolución de revólveres. Imposible acceder a Colonia. Algún maldito idiota se ha dedicado a robar a la gente.
En Colonia se habían producido unos cuantos disturbios entre las propias tropas. La División de Guardias se presentó allí y sus oficiales estaban muy susceptibles con eso de que los saludaran. Además, los habitantes de Colonia habían decidido que la guerra ya había terminado y nunca habían sido muy entusiastas del saludo. Algunos piquetes del imperio arrestaron a soldados canadienses y empezaron los jaleos. Hubo unas cuantas grescas en bares, que acabaron con otra mayor en el barrio chino, en la que acabaron muertos algunos hombres. Más que nunca, los miembros de la Policía Militar actuaron como unos auténticos hijos de puta, lo que no contribuyó precisamente a aliviar el espíritu de agitación general imperante. El resultado fue que poco después nos sacaron de allí y dejaron «La vigilancia del Rin» a los soldaditos de chocolate del imperio[17].
La lentitud de la desmovilización, las insistentes noticias sobre el gran número de estadounidenses que regresaban a casa antes que nosotros, la asquerosidad de los cabrones gallinas de los desfiles que se habían arremolinado para adecentarnos y la reacción generalizada tras el armisticio empezaron a animar la cosa.
1 de enero de 1919. Cobro 30 marcos. Recibo un paquete de los Fisher. No formulo ningún buen propósito para el año entrante. Concierto de una banda en la calle. Se obliga a los civiles a que se quiten el sombrero cuando suena el himno nacional. Un ejemplo de canallada y de mezquindad que debería ser indigno de los británicos. El maldito hatajo de cabrones acosadores prusianos responde diciendo «Oficiales y caballeros británicos»[18].
Lo que me había sacado de quicio era que uno de nuestros oficiales le había quitado el sombrero a un civil de un golpe y lo arrojó al barro. La víctima era un anciano inofensivo que, seguramente, no conocía la melodía que se estaba interpretando. Al menos, eso parecía. Me siento profundamente avergonzado y abochornado con este asunto, es ese tipo de cosas que nunca consiguen hacer reaccionar al que la comete y la hacen parecer un maldito estúpido.
19 de mayo. En la lista del pasaje del Regina. Eliminado de la lista cinco minutos más tarde. Ordinarieces a la orden del día, por no hablar de blasfemias. Me prometen que me incluyen en otra lista mañana, pero estar en una lista de pasajeros merece esperar para todo lo demás. Y espectáculo musical de Emmas. Bastante bien.
20 de mayo. En la lista del pasaje del Carmania. Zarpa mañana. Reconocimiento médico, etcétera. Antes del mediodía cavamos las sepulturas de los hombres muertos en los disturbios. Debo reconocer que no me maté a trabajar. En este ejército he tenido que trabajar en un buen montón de cosas y la que me faltaba era cavar sepulturas.
21 de mayo. Salgo de Rhyl a las 7 a.m. Tren hasta Liverpool. Embarco en el SS Carmania. En tercera, Sección R. No está mal del todo. La Brigada de Caballería y unos cuantos civiles a bordo. Después de andar perdiendo el tiempo con un montón de cosas absurdas, zarpamos por fin a las 7 p.m.
31 de mayo. Llego a Montreal a las 8 a.m. Licenciado a mediodía. Baño y cambio de ropa y al tren de las 7:40 con destino a Nueva York.