A la hora cero menos treinta minutos, lo que quiere decir a las seis y media en punto de la mañana, todos los hombres de la división, desde el general hasta el último soldado, se encontraban en sus puestos. Todo el mundo estaba equipado, armado y listo para la orden de ataque. Los cañones estaban cargados y apuntados. Los relojes estaban sincronizados. Los mapas, demarcaciones y objetivos se sabían de memoria. Las líneas telefónicas estaban reparadas y en perfecto estado de funcionamiento. Los cohetes de señales habían sido inspeccionados y comprobados.
En todo el frente reinaba la habitual tranquilidad posterior al bombardeo del amanecer.
Assolant y el capitán de artillería Nicolás se encontraban en el puesto de observación. Ambos disponían de potentes binoculares en lugar de telescopios y ambos estudiaban un mapa que había sido dividido en infinidad de pequeñas cuadrículas numeradas. Acuclillados en el suelo y tratando de no rozar las rodillas del oficial de artillería, había un cabo telefonista. Hablaba en voz baja Por dos receptores que sostenía en ambas manos, primero por uno y, a continuación, por el otro.
—Con la división, señor —dijo—. Con el Polígono —añadió utilizando el nombre en clave de los setenta y cincos.
Nicolás no decía nada. Assolant no decía nada. El general no tenía el ánimo hablador. En realidad, estaba atenazado por una ira que lo consumía, una ira que resultaba aún más amarga porque no tenía nada sobre lo que volcarla más que el clima, un blanco indiferente.
En algún momento, por la noche, había empezado a soplar un viento del nordeste que traía consigo intensos aguaceros. Precisamente en ese instante no llovía, pero el deterioro del terreno ya se había producido. Además, las nubes seguían avanzando por el cielo, volando tan bajo que parecían pasar rozando la cima del Pimple con sus oscuros vientres, unos vientres tan oscuros que en cualquier momento verterían más agua. «¿Qué prisa tenéis?», quiso preguntarles Nicolás, a quien le parecían oficinistas acuciadas por el tiempo, apresurándose por llegar a su trabajo por la mañana.
Con razón, aquel desapacible día había dejado a Assolant en un desapacible estado de ánimo. Debido a la dirección del viento, había que renunciar al bombardeo con gas. Si volvía a llover, ese mismo viento golpearía con agua los rostros de los hombres durante su avance y los cegaría. A ello había que añadir el barro. El barro y la lluvia, como bien sabía Assolant, habían desprovisto del aguijón a más de un ataque. Pero lo que más lo irritaba quizá fuera que su sueño de dirigir el fuego contra algún objetivo pudiera echarse a perder por un chubasco repentino. La atmósfera cargada de humedad ya había reducido bastante la visibilidad. Si volvía a llover, la visibilidad quedaría aún más reducida y tal vez la línea del horizonte acabara siendo no más extensa que su propia primera línea de trincheras, a cuatrocientos o quinientos metros.
—Pida el último parte meteorológico —ordenó el general todo irascibilidad, nada más.
Era el tercer parte que le habían pedido al cabo. Assolant se acercó al puesto y fue el primer e idéntico parte lo que le repitieron de nuevo:
—Vientos del nordeste, lluvia y chubascos en las próximas seis horas.
Pero el general ya había olvidado que había pedido parte alguno. Miraba despojado de las gafas y con los oculares ligeramente apretados contra los ojos.
—Cero menos quince minutos —anunció el cabo repitiendo lo que le decía la voz del auricular de la división—. Todo en calma. Todas las unidades informan de que están preparadas.
La trinchera de ataque estaba abarrotada, más abarrotada, según parecía, que cuando había estado atestada por el doble hacinamiento del relevo, hacía dos noches, atestada de hombres cuyos uniformes eran gris pizarra de humedad y cuyos pensamientos eran gris pizarra de aprensión. Permanecían en las posiciones de salida absolutamente callados y casi inmóviles, mirando al frente. Cada hombre llevaba dos paquetes extra de munición de fusil y una bolsa pequeña de granadas. Por todas partes se veía a alguno bastante cargado de lo que parecían carteras, lo que les confería el aspecto de viajeros a la espera de un tren. Las carteras contenían cargas de explosivos para utilizarlas en las galerías y refugios del Pimple. Esos hombres parecían bastante más altos que el resto, pero era una ilusión causada por el efecto empequeñecedor de los fusiles de los demás, alargados como estaban por una bayoneta desproporcionadamente larga.
Un objeto de aspecto cruel, la bayoneta, pensó Langlois. Y la de aspecto más cruel, la francesa. Tal vez por ser la más fina, la pureza de sus líneas la más perfecta, sus proporciones intrínsecas las más agradables. O quizá por tener fama de producir las heridas más siniestras, esa herida cuadrangular tan difícil de sanar. Langlois nunca había utilizado la bayoneta y jamás la utilizaría a menos que lo sorprendieran con la recámara vacía delante de un alemán en ciernes. Preguntó la hora al teniente Bonnier, que estaba de pie, justo a su lado.
—Cero menos veinte minutos —dijo el teniente.
Estaba al mando de la compañía y sentía una leve náusea en la boca del estómago.
Langlois miró a los hombres que había a su alrededor. Algunos estaban condenados a estar muertos al cabo de media hora. Quizá él fuera uno de ellos. Se le pasó por la cabeza ese pensamiento, un pensamiento extrañamente impersonal, como si no hubiera sido siquiera un pensamiento suyo sino un relato que estuviera leyendo. Reparó en la inusual serenidad de esos hombres, pero ya la había visto antes y la asumió sin valorarla. El pensamiento regresaba: este, ese o aquel otro, inevitablemente, estarían muertos dentro de unos minutos. Sin esforzarse mucho, intentó adivinar cuáles. Después, una serie de vidas allí mismo, a su lado, al alcance de su mano, con algunas de las cuales había mantenido una relación estrecha, se apresuraban con una velocidad increíble (pero, sin embargo, también inmóvil) hacia su fin. No, el fin se apresuraba hacia las vidas. Treinta minutos más para vivir y, a continuación, la apoteosis, absolutamente desconocida. La idea tenía una fuerza tan conmovedora en ese momento y lugar que se asfixió y desapareció.
Una vez vaciada de un pensamiento cuya fuerza ya no era capaz de soportar, su mente regresó sobre el tema más ordinario y personal de su propio cuerpo. Había tres heridas a las que Langlois tenía pánico: en los ojos, en los genitales y en los pies. Cuando lo pensaba, como hacía cada dos por tres cuando se encontraba en un lugar seguro, la que más aborrecía era la herida en los genitales. La noche le hacía desear que por encima de todo se salvaran sus ojos, pero entonces, en los instantes previos a un encuentro cuerpo a cuerpo con el enemigo, eran los pies lo que lo obsesionaba, los pies sin los que sería incapaz de moverse. Así es como se sentía y eso era lo único que le importaba. Sí, los pies no le servirían de mucho si había perdido los ojos, pero aun así preferiría conservarlos. Si tenía pies, podría moverse, avanzar palpando, se las arreglaría. Sobre todo, podría moverse, moverse, moverse…
—Cero menos quince —dijo Bonnier, sin que nadie le hubiera preguntado.
«Esta vez me va a tocar», se decía Didier. En realidad, no se veía a sí mismo muerto, pues la imagen escapaba a su imaginación. «La séptima vez que salto por la trinchera y todavía sin un rasguño, eso es más de lo que se podría esperar». Si hubiera cabido en sí razonar sobre las señales en cuya interpretación era tan diestro, él habría dicho: «Esta vez debe tocarme». Sentía que su racha de suerte había adquirido una carga acumulada de probabilidades en contra. Esa carga lo oprimía y sentía vagamente que tenía algo de injusto, que ahora se encontraba en desventaja. Langlois habría sabido asegurarle que sus posibilidades, cualesquiera que fuesen, supongamos que del cincuenta por cien, eran las mismas en cada ataque, con independencia de la frecuencia con que anteriormente hubiera salido bien parado de ellas. Una vez que se lo hubieran expuesto, Didier habría comprendido el razonamiento con facilidad, pero aun así habría continuado casi convencido de que era un hombre señalado.
Miró el reloj y vio que era una determinada hora. El hombre que tenía al lado le preguntó la hora y Didier tuvo que volver a mirar el reloj.
—Quince minutos para salir —dijo.
Al capitán Charpentier se le había formado una ampolla en el talón que le dolía tanto que le hacía cojear. Además, le dolía tanto como para haberse apoderado casi por completo de su mente. Se encontraba en la trinchera y la maldecía infinita y repetitivamente. Maldijo también el clima por haberse añadido a la dificultad de caminar en el preciso momento en que necesitaba la máxima soltura corporal, cuando deseaba ser tan inconsciente de tener un cuerpo como fuera posible.
Miró el reloj de pulsera por vigésima vez, pero vio que en la esfera la carne viva de su talón, esa exasperante ampolla que se imponía a todo lo demás. Charpentier estaba enfurecido…
A las cero menos seis minutos empezó a llover de nuevo, una lluvia de costado, hostil, desesperante y penetrante.
«Esto es determinante —reflexionó Dax, con amargura—. El tiempo siempre está de parte de los boches. Mala cosa». Bostezó, un bostezo nervioso, breve e incompleto.
El general Assolant estaba inquieto. Su reloj de pulsera parecía haberse parado. Lo cotejó con el del oficial de artillería y comprobó que no era así. Por más apretados que sintiera aquellos potentes binoculares contra sus globos oculares, no podía apartarse más de unos pocos segundos seguidos, tan desmedida era la impaciencia por que diera comienzo su victoria. Así era como pensaba en ella en ese momento, pues su mente le suministraba con toda franqueza la palabra victoria, en lugar de ataque.
Nicolás no miraba el reloj. Había aprendido a dejar en paz al tiempo. Sabía que en el preciso instante en que se sentía observado empezaba a hacer alardes. Aflojaba el paso, te jugaba malas pasadas.
—Cero menos un minuto —dijo el cabo, repitiendo todavía la información procedente del hilo telefónico.
Assolant se puso las gafas, pero tuvo que quitárselas otra vez casi de inmediato porque se habían empañado por la humedad de la frente. Las secó con un pañuelo y esa vez las mantuvo retiradas del rostro. Tenía la imagen borrosa, pero eso era mejor que no ver nada y pudo asustárselas a las órbitas de los ojos con un movimiento de la muñeca tan pronto como empezó todo. Nicolás, que quería ahorrarle a sus ojos la presión de las lentes, dejó pasar tres cuartos de minuto contándolo con sus pulsaciones, antes de volver a ponerse las suyas.
La concentración de ambos hombres estaba tan intensamente enfocada en lo que iban a ver que nunca oían el estruendo de la primera descarga. De repente un muro de humo negro tomó forma en las lentes de sus binoculares y los sobresaltó. Nicolás estalló en una carcajada ante sí mismo por haberse sorprendido por algo para lo que no había hecho otra cosa que planificar y trabajar en las últimas treinta y seis horas.
—Allá va… —dijo.
—Allá va —dijo el capitán Charpentier cuando a su espalda el cielo se inundó del penetrante aullido de innumerables obuses. El fragor de la descarga, como el de una fuerza inmensa y contenida mucho tiempo que hubiera desbordado sus límites, borró todo pensamiento de su mente. Silencio a su espalda, un instante, mientras se volvían a cargar los cañones, delante de él el estruendo de la descarga de artillería cuando golpeaba en el suelo y estallaba a doscientos metros de la trinchera. La tierra tembló con la sacudida del impacto. Nubes de humo negro brotaban hacia arriba y, a continuación, se inclinaban ante el viento. Al instante, el olor acre de los explosivos invadía todo. Paladas de barro salían despedidas por los aires y después volvían a caer, esparcidas. La zona era un hervidero y un coro de metal volador. Los hombres se agachaban un poco y se aproximaban unos a otros.
Charpentier miró el reloj. Ya eran cero más cuarenta segundos.
El terremoto continuaba. La descarga de artillería parecía una rebelión de los elementos, terrible por igual para aquellos a quienes pretendía proteger y para aquellos otros a los que pretendía destruir. Estallaban a lo largo de toda la línea enemiga cohetes de S.O.S., alzándose, reventando y cayendo con su absurda lentitud, ajenos a la confusión que se vivía más abajo.
Las balas de las ametralladoras empezaron a perforar el parapeto francés y a salpicar barro por todas partes.
A cero más tres minutos se sumó al caos el bombardeo defensivo alemán arrancando sus propias alambradas, desplazándose hacia adelante y hacia atrás de la primera línea del frente. En las trincheras ya se oían gritos llamando a los camilleros, pero nadie podía oírlos. Al mismo tiempo, la artillería pesada del enemigo entraba en acción a lo largo de todo el sector y los parapetos se encontraban bajo una lluvia pulverizada y constante de balas.
A cero más cinco hubo una tregua momentánea mientras se reorientaban los cañones franceses para el bombardeo rodante.
Sonaban silbatos a lo largo de toda la línea de salto de la trinchera.
Charpentier se encaramó al parapeto humeante gritando y haciendo señas a sus hombres para que lo siguieran. Permaneció allí, gritando y haciendo señas, como una figura heroica, idónea para cualquier cartel de reclutamiento. De todas formas, no se sentía un héroe. Lo único que sentía era la ampolla en el talón y la embriaguez de la vibración de todo a su alrededor.
Los hombres empezaron a saltar por encima del parapeto, arrastrándose, abriéndose paso con las uñas, jadeando.
Charpentier se volvió para encabezar el avance. Al instante siguiente, su cuerpo decapitado cayó en su propia trinchera.
Otros cuatro cuerpos siguieron inmediatamente al suyo, golpeando a algunos hombres que intentaban salir. En tres ocasiones los hombres de la Compañía Número 2 trataron de avanzar y en todas ellas el parapeto quedaba barrido por el fuego mortal de las ametralladoras. Imposible hacerlo, no había más. Los hombres, de común acuerdo, decidieron esperar.
La Compañía Número 1 llegó hasta su alambrada, pero allí fue avasallada por la descarga de artillería alemana. Incapaces de avanzar, los hombres retrocedieron arrastrándose, uno por uno, hacia la menos precaria protección de su trinchera. El capitán Renouart fue el último en marcharse. Había dejado de ordenar a sus hombres que avanzaran. No tenía sentido.
Las dos compañías de la izquierda hicieron un papel un poco más meritorio al empezar. Unos cincuenta hombres de la Compañía Número 4 consiguieron traspasar su alambrada, pero sólo sobrevivieron una docena, entre ellos Meyer y Férol.
La Compañía Número 3, al mando del teniente Bonnier, avanzó desde la posición de salida con menos dificultades que la otra, pero no encontró algunos pasillos, quedó enredada en su propia alambrada y fue allí donde la atrapó el arrollador fuego de ametralladora alemán. Todo el mundo gritaba, nadie los oía. En su desesperado intento de desenredarse parecía estar bailando una ridícula danza…
—¡Agachaos! ¡Agachaos! —gritaba Bonnier, enredado él mismo hasta la cintura en la alambrada—. ¡Agachaos! ¡Agachaos!…
Sus gritos se tornaron borboteos. La sangre le borboteó de la boca. Las piernas cedieron. El estruendo se desvaneció en sus oídos con una rapidez asombrosa. Silencio. Oscuridad. El teniente Bonnier se sentó en la alambrada. Se sentó allí como si estuviera leyendo un libro atentamente. Una ráfaga de ametralladora lo había alcanzado de lleno en el pecho.
A cero más treinta y cinco minutos, el tercer ataque contra el Pimple había terminado por completo, se había detenido en seco, ahogado.
El papeleo realizado por el ayudante Herbillon sobre la solicitud de raciones se había calculado con bastante exactitud.
El cabo telefonista Nolot tenía una historia interesante que contar. Eso era algo tan obvio para sus compañeros de rancho de la división que le cedieron el asiento de honor en la mesa y pusieron a su alcance una botella y una jarra.
—El mejor día de mi vida —empezó diciendo retorciéndose de placer—. Al amigo Caratiburón le dijeron dónde tenía que disparar. ¡Y nada menos que un capitán! Me enteré de todo el asunto. Yo no podía clausurar la línea porque él estaba hablando por la extensión general. No se puede poner un interruptor en un puesto de observación, ya sabes. Y, de todas formas, habría oído su parte de la…
—Todo eso da igual…
—Sí, empieza por el principio…
—Y no te dejes nada…
—Pero tampoco añadas nada.
—Abrevia, que tengo que irme.
—No le hagas caso, cuéntanos todo.
—Pues bien, yo estaba acuclillado en el suelo. Tenía en una mano el auricular de los setenta y cincos y, en la otra, el otro. Ernest, este, estaba al otro extremo de esa. El general había pedido el parte meteorológico trescientas setenta y nueve veces…
—Sesenta y nueve —corrigió Ernest.
—Bueno, deshazte de tu ingenio un ratito…
—Sí, no interrumpas. Tengo que marcharme dentro de un minuto y quiero oírlo.
—Bueno, yo seguí dándole partes meteorológicos. Todos eran el mismo. La última vez que lo pidió eran cero menos quince. Una pérdida de tiempo, Ernest diciéndome la hora cada minuto y yo repitiéndola. Y, en todo caso, malgastando mi aliento, porque lo único que Caratiburón miraba era su reloj y el Pimple. Un ojo en cada cosa, para entendernos.
»Entonces, al cabo de un rato, Ernest dice “Cero”. Yo ya sabía muy bien qué suponía que fuera cero. Se acababa de desatar el infierno. Cero para los boches y para muchos de nuestros chicos, también…
—No te preocupes por la compañía…
—Caratiburón y Nicolás, ese es el oficial de artillería, estaban pegados a sus binoculares. Y a ellos siguieron pegados. Entonces Ernest dice «Cero más cinco» y oímos el fuego aflojar un instante mientras ajustan los cañones. Ernest empieza a contarme una historia asquerosa. A propósito, ¿dónde dijiste que se despertó la pulga…?
—Venga, vamos.
—Bueno, de repente oigo gritar a Caratiburón: «¡En el nombre de Dios! ¿Dónde están?».
»“Allí, a la izquierda, señor”, le responde Nicolás a voz en grito.
»“Pero esos son sólo un puñado. ¿Dónde están los demás? ¡Cero más seis y todavía no han salido de la trinchera…!”
»Luego, un par de minutos después, Caratiburón dice por la línea: “¿Hay algún informe ya?”.
»Ernest responde que todavía no hay informes. ¡Como si ya pudiera haber habido informes! Yo empiezo a gritarle eso a Nicolás pero Caratiburón ya está gritando por su cuenta:
»“¡Sucios cobardes! No están avanzando. La descarga de protección los adelanta muchos metros…” Entonces, supongo que se para a pensar y ¿qué creéis que es lo siguiente que dice? Está hecho una furia. Dice: “¡Por Dios! ¡Si no avanzan por detrás de una descarga de protección, no lo van a hacer delante de otra del enemigo! Capitán, ordene a los setenta y cincos que disparen sobre las posiciones de salida. Eso les hará salir despedidos”.
—¡Dios mío! No lo dirás en serio.
—Tan cierto como que estoy aquí sentado.
—¿Y qué hace el capitán?
—Mira como si le hubieran disparado. Y dice: «¿Señor?». Como si fuera una pregunta, ¿entendéis?
—¿Y qué dice Caratiburón?
Nolot dejaba que tuvieran que sonsacarle y disfrutaba entreteniéndolos.
—Va y dice: «Ya me ha oído», y le lanza al capitán una mirada que lo habría fulminado. Entonces Nicolás coge el mapa y el auricular de la extensión de los setenta y cincos y dice:
»“Hola, Polígono. El general ordena que ambas baterías disparen sobre 32, 58 y 73. Fin de la comunicación. Repita”. Esas eran las cuadrículas marcadas en el mapa. El tipo de allí abajo las repite correctamente y entonces lo escucho transmitir la orden. Pasan un par de minutos y la misma voz replica:
»“Aquí Polígono al habla. El comandante de la batería dice que debe de haber algún error. Esas coordenadas son de nuestras líneas. Por favor, verifique. Fin de la comunicación”.
»Así que Nicolás le dice eso a Caratiburón, que responde: “Dígales que no es ningún error y que obedezcan de inmediato. Las tropas se están amotinando, se niegan a avanzar. Disparen como se les ordena hasta nuevo aviso”. Y blasfema como jamás he oído hacer a ningún soldado.
»Hay otra espera, un poco más larga. Entonces, la voz dice, escuchad esto, dice: “El comandante de la batería informa respetuosamente que no puede ejecutar semejante orden a menos que venga por escrito y firmada por el general”.
»“Deme eso”, dice Caratiburón arrancando el auricular de la mano de Nicolás. Muge como un toro. “¡Póngame de inmediato con el comandante de la batería! Al habla el general Assolant”.
»Yo oigo desvivirse al tipo del otro lado de la línea. Enseguida, otra voz empieza a decir:
»“Al habla el comandante de la batería, señor”.
»“¿Va usted a obedecer mis órdenes?”, brama Caratiburón. “Esa no, señor, con todo respeto, a menos que venga por escrito”. Sereno, tal cual.
»“Se lo digo por última vez, en el nombre de Dios, ¡obedezca mi orden, en el nombre de Dios!”
»“Con todo respeto, señor, no. A menos que venga por escrito y firmada por usted”.
»Hay una pausa de un momento. Caratiburón estaba que bufaba y parecía como si estuviera a punto de estallar. Entonces, la voz empieza otra vez:
»“Con todo respeto, señor, no tiene ningún derecho a ordenarme que dispare contra mis hombres a menos que esté usted dispuesto a asumir toda la responsabilidad en exclusiva. Debo recibir una orden escrita para poder ejecutar semejante acción. Suponga que lo matan, señor, ¿dónde me vería yo…?”.
»“Mañana por la mañana estará ante un pelotón de fusilamiento, ahí es donde estará. Estoy dirigiendo una batalla, no un banco. ¿Cree usted que voy cargado con una oficina? ¿Cómo se llama usted?”
»“Pelletier, señor”.
»“Transfiera el mando y preséntese en mi cuartel general, está usted arrestado”.
»“Sí, señor”. Y lo dice así, tal cual. Parecía un poco abatido.
»En ese momento eran cero más treinta y Ernest empieza a zumbarme en la otra oreja: “Según los primeros informes, parece que el ataque ha fracasado en toda la línea”. Pero Caratiburón interrumpe: “Diga a mi jefe del Estado Mayor que disponga el relevo inmediato del Regimiento 181. Mándelos al Château de l’Aigle[11]. Dígale que convoque un consejo de guerra allí mismo y que lo tenga listo para que se celebre a mediodía”. Y luego sigue hablando con Nicolás: “Si esos malnacidos no se enfrentan a las balas alemanas, se enfrentarán a las francesas”.
»“¿Qué va a hacer, señor?”, dice Nicolás. Está tan pasmado que empieza a preguntar al general, pero Caratiburón parece alegrarse de la oportunidad de hablar.
»“Voy a hacer que fusilen a una sección de cada compañía por amotinamiento y cobardía ante el enemigo, eso es lo que voy a hacer”.
»“¡Dios!”, dice Nicolás. “¡Una sección de cada compañía! ¡Jesús! Vaya, tendrá que utilizar usted una ametralladora”.
»“Esa es una idea de primera, hijo mío”, responde Caratiburón. Estaba tan complacido con ella que ya se sentía mejor. Y no parecía reparar en que Nicolás no había dicho ‘señor’ y le hablaba exactamente igual que si fuera un amigo suyo.
»“Vamos”, dice el general. “No tiene sentido seguir aquí, pero les voy a dar una lección que no van a olvidar. Gastárselas así conmigo. Yo también sé gastarlas buenas”. Y entonces recogen sus cosas y salen. Nicolás sigue diciendo “¡Jesús! ¡Jesús! ¡Virgen Santa!”. Pero Caratiburón sólo sonríe, si es que se puede llamar sonrisa a esa mueca. Le cae bien el nombre, además, Caratiburón. Jamás he visto que le caiga mejor que cuando salió andando de aquel puesto de observación. ¡Menudo día!»
El cabo telefonista Nolot se retorcía de gusto.
Había tres razones por las que Assolant había enviado al Regimiento 181 al Château de l’Aigle. Más tarde se alegraría al descubrir que había una cuarta. Las razones sobrevenidas eran excrecencias habituales de las decisiones del general y siempre las aceptaba como un tributo adicional a su sagacidad, sin reconocer jamás lo espurias que eran. Más bien, las acogía de mejor gana aún por haber contribuido a construir una pieza argumentativa sólida, como él pensaba, más sólida.
Sin embargo, la principal de las tres auténticas razones que en el puesto de observación habían emitido un destello en su mente y lo habían llevado a decidirse al instante por el Château de l’Aigle, era el hecho de que parecía que ese castillo poseía el mejor campo de paradas de esa región del país. Como sabía el general, en los confines septentrionales de esa finca, había una extensión de tierra espaciosa y llana, delimitada en dos costados por bosques y, en los otros dos, por el paseo de álamos que partía desde los edificios hasta la carretera principal a la que daba acceso.
No obstante, ¿cómo era posible que, en medio de la tensión y la amargura de la situación del puesto de observación, la mente del general hubiera conservado tanto el orden que en el preciso instante en que decidió relevar al regimiento supiera exactamente dónde quería enviarlo?
Si se viera sorprendido con semejante cuestión, habría respondido a cualquiera que le preguntara que era sencillísimo: él conocía bien el lugar. En más de una ocasión había pasado allí revista a tropas.
Bajo esta explicación tan sencilla había otra razón igualmente simple pero más profunda para su inusual retentiva de los detalles de un campo de paradas. Desde el primer momento en que lo vio, ese campo de paradas se había convertido en un ingrediente permanente de sus ensoñaciones. Era el lugar donde el Presidente de la República, nada menos, impondría la estrella de Gran Oficial de la Legión de Honor en la pechera derecha del general de división Assolant. ¿Qué más adecuado, pues, que aquellos que le habían hecho perder la estrella pagaran su deuda en el mismo suelo? Los bosques abastecerían sobradamente de postes de ejecución y había muchísimo espacio para que el regimiento formara en U de manera que nadie se perdiera el espectáculo.
Las otras dos razones para la elección del Château de l’Aigle eran su conveniente distancia tanto desde la línea del frente como desde el cuartel general de la división (se encontraba a unos diez kilómetros de cada uno) y la sensación del general de que un castillo sería un lugar más digno y, por consiguiente, más apropiado para la celebración de un consejo de guerra que cualquier alojamiento en ruinas más próximo a las líneas.
En su época, aquella finca había desprendido sin duda alguna cierto encanto, el encanto decoroso que todavía se palpaba en ciertos lugares a pesar de encontrarse en territorio de ejércitos en lucha desde el comienzo de la guerra. El propio castillo estaba situado en el centro de un parque de bastante envergadura. La mayor parte del parque estaba ahora plagado de cabañas, construidas bajo los árboles con el fin de ocultarlas. Eran los alojamientos y comedores de oficiales. Más allá del parque había prados y, al otro lado de los prados, bosques. Algunas zonas de bosque del norte y del oeste habían sido desbrozadas y aliviadas de densidad para hacer posible la construcción de dos acantonamientos para las tropas, los Campamentos A y B. El más próximo al campo de paradas de Assolant era el Campamento B y ahí era donde ahora se aproximaba el Regimiento 181 bajando por la avenida de álamos.
Los hombres conversaban.
—… He oído que el coronel se suicidó.
—Pues se ha repuesto enseguida: acabo de verlo pasar en ese coche.
—Así es. Iba en el coche con el general.
—A lo mejor está arrestado.
—Debería estarlo, por mandarnos a semejante matadero.
—Dicen que amenazó con disparar a un oficial.
—¿Quién?
—El general.
—Debería disparar al coronel por mandarnos hacer ese ataque.
—Entonces debería pegarse un tiro él. El coronel no tenía nada que ver con eso. Sólo obedecía órdenes.
—Eso es verdad. El coronel dijo que si seguían adelante con el ataque, él renunciaba a su puesto.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Lo he oído.
—Y yo he oído decir a uno de los corredores del cuartel general que el telefonista había dicho que en algún lugar hubo una escena del demonio y que los dos amenazaron con dispararse.
—¿Quiénes?
—Dax y el general.
—Me pega que lo hagan.
—Sí, algo se respira. Este relevo repentino…
—Nadie pudo avanzar contra semejante fuego. Georges, tú conoces a Georges, asomó la cabeza para saltar el parapeto y las ametralladoras le volaron la parte de arriba, justo atravesándole las narices.
—Las ametralladoras no rebanan tan limpiamente.
—Esa sí. Los sesos quedaron esparcidos encima de mí.
—¡Qué gracioso! Creía que no tenía.
—Y más que tú.
—No. Yo tengo seso suficiente para que no me maten.
—Para esconderse en un refugio no hacen falta sesos, sólo miedo.
—Bueno, se le han acabado los problemas. Siempre estaba diciendo que no tenían su número. Así seguro que te toca.
—Si te quedas aquí el tiempo suficiente, te toca.
—A alguien le va a tocar por este fiasco, eso sí es seguro.
—A tocar, ¿qué?
—Bueno, si eres un general, te toca una medalla. Pase lo que pase, a ellos siempre les tocan medallas, pero si eres un soldado, te dan una patada en el hocico. Y eso también te toca pase lo que pase.
—Está pasando algo raro. Lo noto. Todo este ajetreo para sacarnos del frente. Y los oficiales no actúan con naturalidad. ¡Hola! Dragones…
El regimiento había doblado a la derecha en la avenida de álamos y se dirigía a los bosques, unos cincuenta metros más allá. Podían ver las cabañas más cercanas justo al otro lado de la línea de los árboles y, frente a la entrada al campamento, un grupo de Dragones a caballo.
La caballería se parecía muchísimo a un comité de recepción, pero no muy efusivo, eso había que reconocerlo.
La columna pasó entre las filas de los Dragones, que los miraban con una curiosidad fría, y luego desapareció en el bosque. Cuando formaron en las zonas para las compañías antes de ser destinados a sus alojamientos, enseguida descubrieron para qué estaba la guardia de honor. Los comandantes de las compañías leyeron la siguiente orden:
El regimiento está bajo arresto colectivo y permanecerá confinado en los cuarteles hasta nuevo aviso. El campamento está bajo vigilancia y se disparará contra todo aquel que trate de abandonarlo sin permiso tan pronto como sea avistado.
La presencia de los Dragones era la cuarta razón sobrevenida para sentirse satisfecho con el Château de l’Aigle.
El capitán Pelletier terminó el café en el Café du Carrefour y preguntó a la patrona cuánto le debía.
—Cinco sous —dijo.
Pelletier dejó el dinero y encendió un cigarrillo.
—¿De permiso? —preguntó mientras recogía las monedas.
Era la primera pregunta netamente familiar que había formulado a alguien en varias semanas.
—Sí —respondió Pelletier.
—¿Diez días? —insistió ella.
—No, yo creo que más —contestó Pelletier sonriendo, mitad para ella y mitad para sí.
Tenía un aspecto muy juvenil, muy cansado y muy sucio. La patrona se fijó en su palidez, en los músculos tensos en torno a la boca, en el aspecto vidrioso de sus ojos. También reparó en que sus gestos y movimientos empezaban con arrancadas y terminaban con apatía.
—¿Ha estado mucho tiempo? —preguntó.
—Demasiado —respondió él.
—Tómese otro café con una gota de coñac —propuso.
—No, gracias, debo marcharme.
—Si espera media hora, los camiones vacíos de munición pasarán de vuelta hacia la terminal de ferrocarril.
—Gracias, pero creo que empezaré a caminar. El ejercicio me sentará bien.
—Hace mal día.
—Sí que hace mal día.
—Bien, buena suerte, joven.
—Gracias, la voy a necesitar. Y lo mismo le deseo.
—Au revoir, capitán.
—Adieu, madame.
Cuando, poco antes de mediodía, el general De Guerville, jefe del Estado Mayor del Decimoquinto Ejército, entró en el despacho de Assolant en el cuartel general de la división, tuvo por un instante la sensación de que estaba interrumpiendo un consejo de guerra, tanto se parecía aquella escena a uno. Encontró al general Assolant sentado detrás de una mesa alargada que le servía de escritorio. A su izquierda, estaba sentado el jefe del Estado Mayor de la división, el coronel Couderc, y, a su derecha, una silla vacía. Delante de la mesa había un grupo de oficiales en una actitud muy semejante a la que el propio Assolant había mostrado hacía dos noches cuando manifestara al comandante del ejército sus dudas acerca del ataque. Lo que quiera que se estuviera diciendo quedó acallado cuando Assolant se levantó para saludar a De Guerville. Todo el mundo hizo sonar los tacones y saludó.
—Buenos días, general. Buenos días, caballeros —dijo De Guerville, afablemente, mientras avanzaba por la estancia hacia la silla vacía que Couderc sostenía para él—. Un día horrible. Por favor, no permitan que les interrumpa.
—Buenos días, señor —dijo Assolant—. Permítame presentarle a estos oficiales. Al coronel Couderc creo que ya lo conoce. El coronel Dax, al mando del Regimiento 181 del frente. El coronel Labouchère, miembro de mi Estado Mayor. El capitán Herbillon, ayudante del coronel Dax.
Hubo más taconazos y más saludos, incluso de Saint-Auban y de otros dos oficiales jóvenes a quienes Assolant no se molestó en presentar.
—Por favor, no permitan que les interrumpa —dijo De Guerville.
Dax le tomó la palabra y, dirigiéndose a Assolant, que le había brindado un gesto de asentimiento con la cabeza, se zambulló de nuevo en el punto en el que se había detenido.
—Se lo repito, señor. Insisto en que no fue un motín.
—Ordeno un ataque y sus soldados se niegan a atacar. ¿Qué es eso sino un motín?
—Mis tropas atacaron, señor, pero no pudieron avanzar lo más mínimo.
—Porque ni siquiera lo intentaron. Usted sabe que yo lo vi con mis propios ojos, desde el puesto de observación.
Tres cuartas partes del regimiento jamás abandonaron las posiciones de salida.
—Dos tercios del regimiento realizaban labores de apoyo, señor. Ni siquiera estaban en la trinchera de ataque.
—Me refiero al batallón, claro está. Por favor, no ponga objeciones. A propósito, ¿dónde está el comandante del batallón? Debería estar aquí.
—¿El mayor Vignon? Murió. A causa de fuego de nuestra descarga de artillería. Varios obuses quedaron cortos. En cuanto pueda, redactaré un informe. Esa era otra cosa, señor…
—¿Quiere usted ceñirse al asunto, Dax, que es que su primer batallón no avanzó como se le ordenó y que, como ya he repetido en varias ocasiones, voy a ordenar que se ejecute a una sección de cada compañía? Y porque soy indulgente. Con la ley en la mano, todo el batallón debería…
—Indulgente, no puede hablar en serio, señor. Y los hombres sí avanzaron. Por Dios, hemos tenido casi un cincuenta por cien de bajas…
—Sí, en nuestras propias trincheras, Dax. Con una cifra tan alta deberíamos haber llegado al otro lado del Pimple.
—Me parece, Assolant —intervino De Guerville— que las bajas demuestran que el fuego fue intenso, aun cuando la mayoría de ellos se encontrara en las posiciones de salida.
—Sí —dijo Assolant—, pero la cuestión es que los hombres no avanzaron. Deberían haberse dejado abatir fuera de las trincheras, no dentro de ellas.
—No escogieron el lugar donde iban a matarlos —replicó Dax—. Los alemanes escogieron por ellos.
—No avanzaron. ¿No lo entiende? —insistió Assolant.
—Sí, señor —respondió Dax—, pero usted dice que se negaron a avanzar y yo digo que no pudieron avanzar. Era materialmente imposible. A pesar de todo, muchos de ellos lograron avanzar unos cuantos metros. Algunos salieron literalmente volando hacia atrás, al interior de su propia trinchera.
Pensando que había encontrado un aliado en De Guerville, se volvió hacia él y concluyó sus comentarios dirigiéndoselos.
—¡Oh! —dijo De Guerville, renunciando a toda prisa a la alianza—. Debemos dar ejemplo con algunos.
—Sin duda —coincidió Assolant—. Una sección de cada compañía.
—Eso resulta un tanto excesivo, creo yo, general —añadió De Guerville.
—Bien, ¿qué sugiere, señor? —preguntó Assolant.
—Bueno, digamos diez hombres de cada compañía. Cuarenta.
—Tal como está ahora mismo de efectivos el batallón, eso es prácticamente una sección —intervino Dax.
—¿No exagera un poco, coronel? —preguntó De Guerville con una amable sonrisa.
—Si lo que quiere es dar ejemplo, señor —prosiguió Dax—, un hombre servirá igual que un centenar, pero yo no sabía cómo escogerlo. Tendría que ofrecerme yo mismo. Al fin y al cabo, soy el oficial responsable.
—Vamos, vamos, coronel —dijo De Guerville—, creo que está usted alterado. No es una cuestión de oficiales.
—¿Y por qué no? —preguntó Dax.
Habiendo reparado en que De Guerville se había inquietado ante la propuesta, decidió insistir en ese punto. En realidad, a De Guerville no le gustaba en absoluto el giro que estaba adoptando la discusión. Rápidamente, optó por emprender la paradójica maniobra de replegarse y, al mismo tiempo, ignorar el ataque de Dax. Se volvió hacia Assolant y dijo:
—Supongamos que lo dejamos en una docena. No diremos que fue un motín. Podríamos perfectamente, creo, dejar esa problemática palabra al margen. Simplemente, cobardía ante el enemigo.
—Empecé hablando de cuatro secciones —protestó Assolant— y ya hemos bajado a un escuadrón…
—Se lo ruego, caballeros —irrumpió Dax, que ya no deseaba contenerse ahora que le parecía que tenía a De Guerville dominado—. ¡Una docena de hombres! Una docena de hombres, como si fuera una docena de cabezas de ganado. ¡Eso es monstruoso! O es culpable el batallón entero o lo soy sólo yo. Pero piensen en nuestra hoja de servicios, en nuestros fourragères[12], en lo que acabamos de pasar en Souchez. En el estado en que se encuentran los hombres. En la lluvia. Y en el criminal fuego de los boches. El general recibió en persona una muestra ayer. Si lo que quieren es dar ejemplo, ¿no bastaría con un hombre? ¡Pero doce hombres! ¿Y quién sabe quiénes serán? ¿De dónde proceden? ¿Qué contactos pueden tener? ¡Pobres diablos! Trataron de avanzar. Era imposible. Por mi honor, caballeros, no fueron cobardes. Nada más lejos. Fueron héroes…
De Guerville volvió a interrumpir. Uno de los comentarios de Dax se le había quedado prendido y seguía allí: «¿Quién sabe qué contactos pueden tener?» A De Guerville no le agradaba las posibilidades que evocaba esa frase. Se veía obligado a reconocer que las posibilidades decían que una docena de hombres tendría más contactos que una cifra inferior. Y esos contactos estarían también más diseminados por todas partes. Además, entre los soldados había diputados. Una interpelación en la Cámara supondría…
—Creo que, en su conjunto, Assolant, sería mejor que optáramos por un hombre de cada compañía. Eso serían cuatro.
—Pero, señor… —empezó a decir Assolant.
—Nada de peros, general. Estoy decidido.
—Si insiste, señor, me veo obligado a ceder, pero sólo porque habla usted con una autoridad superior.
—Sí, debo insistir, Assolant. No más de cuatro.
—Muy bien, tendré que darme por satisfecho con cuatro. Un hombre de cada compañía, Dax, que serán fusilados mañana. ¿Está claro?
—Pero, ¿sin juicio, señor?
—Oh, no. El consejo de guerra se celebrará en el castillo a las tres de esta tarde. Le viene bien, Labouchère, ¿verdad?
Dax se volvió hacia Labouchère, que estaba de pie cerca de él y, después, de nuevo hacia Assolant.
—No lo entiendo bien, señor —dijo—. ¿He quedado relevado del mando? ¿El coronel Labouchère…?
—En absoluto —dijo Assolant—. El coronel Labouchère presidirá el consejo de guerra, eso es todo.
—Entonces, le ruego que acepte formalmente mi protesta —dijo Dax—, y con mayor énfasis aún, contra la propuesta de que el coronel Labouchère presida el consejo de guerra después de haber estado presente en esta discusión.
—Permítame recordarle, Dax, que soy yo quien da las órdenes…
—Sí, señor, pero expongo respetuosamente que es impropio de usted hacerlo de forma que un oficial que va a prestar servicio en un proceso judicial…
—¡Silencio, en el nombre de Dios! ¡Se acabaron los comentarios!
—¿Puedo preguntar, señor —dijo Dax hablando entre dientes y con los labios apretados—, a qué cuatro hombres quiere usted ejecutar?
—Eso me es irrelevante. Lo único que quiero son cuatro, uno de cada compañía, para dar a los demás una lección de obediencia y cumplimiento del deber.
—No tengo candidatos para semejante honor, señor.
—Entonces busque a alguien que los encuentre.
—Pero, ¿cómo? Son todos igualmente inocentes…
—¡Por el amor de Dios, coronel! ¿Trata usted de ponerme obstáculos? Si está intentándolo, se está colocando en una posición muy delicada. Que los comandantes de la compañía escojan a los… hummm… culpables. Es una orden y es terminante. Pueden retirarse, caballeros. General, espero que pueda quedarse a almorzar.
—Será un placer —dijo De Guerville.
Media hora más tarde, tiempo durante el cual De Guerville explicó a Assolant los motivos para reducir el número de ejecuciones, los dos hombres abandonaron el despacho. Se encontraron en el vestíbulo con dos capitanes, que se detuvieron y saludaron. Uno de ellos parecía muy joven, muy cansado y muy sucio.
—¿Qué quiere? —preguntó Assolant en un tono que parecía desprovisto de toda invitación a expresar una necesidad.
—Usted me ordenó que me presentara aquí ante usted, señor —comenzó diciendo aquel cuya tez revestía la máxima palidez, cuyos músculos de las mandíbulas todavía estaban bastante tensos y cuyos ojos estaban vidriosos—. Pelletier, comandante de la batería de…
Assolant no lo dejó continuar.
—Sí, sí, quería hablar con usted porque algunos obuses quedaron cortos. El coronel del Regimiento 181 me ha presentado un informe oral y puede ser un caso que requiera una comisión de investigación. No tengo tiempo para dedicarme a ello ahora. Preséntese a sus mandos hasta nueva orden.
El rostro de Assolant estaba bajo control absoluto y la expresión que había en él no animaba a continuar con aquella conversación. Pelletier miró a De Guerville, vio el distintivo del Estado Mayor del Ejército en la manga y se apartó a un lado para dejar paso a los generales.
Cuando ya no podía oírlos, De Guerville comenzó:
—Eso es grave, disparar sobre su propia infantería. Debes castigar ese tipo de cosas con la máxima severidad, Assolant.
—Estoy absolutamente de acuerdo con usted —dijo Assolant—. Y el peor castigo para él sería alejarlo. Digamos a Macedonia o a alguna colonia. Es un hombre ambicioso y problemático. Cursaré la orden de inmediato. ¿Puede ocuparse de que se confirme lo antes posible?
—Claro, si eso es lo que desea, pero, ¿qué pasa con la comisión de investigación?
—Bueno, en los casos en que alguien abre fuego contra sus propios soldados siempre intento evitar la investigación. Se difunde entre los hombres y causa muy mala impresión. Alejarlo será para él la mejor medida disciplinaria. Enviaré la orden de su traslado a lo largo del día y, si tiene usted a bien acelerar su confirmación…
—Como usted diga, Assolant. Seguramente sabe usted más…
—Sí, señor, por el bien del cuerpo.
Además de que el general parecía mostrarse extrañamente cercano con un simple capitán de artillería, De Guerville reparó en lo innecesario de la explicación, pero no hizo ningún comentario.
Los hombres estaban hablando. Siempre estaban hablando. Parecían estar hablando incluso cuando guardaban silencio, como en una marcha, en un desfile o esperando en las trincheras, es decir, siempre parecían estar comunicándose. Una mirada, el movimiento de una mano o de un pie, la expresión de una cara o la inclinación de una cabeza o el propio ángulo de inclinación con que se llevaba el casco a menudo tenían una significación extraordinaria en una conversación en curso. ¿De qué hablaban? En su mayoría de sí mismos, como es natural, pero también de todo, de todo lo relacionado con ellos mismos y viceversa. Inexplicablemente, la conversación era siempre la misma y siempre nueva. Parecía formar parte de una conversación más extensa que se había iniciado en un pasado lejano y se iba a proseguir monótonamente adentrándose en un futuro cuya duración nadie sabía calcular. Tenía la extraña cualidad de perpetuarse a sí misma, lo que hacía sentir que, aunque los hombres murieran o se marcharan, la conversación nunca desaparecería porque llegarían otros hombres para alimentarla, como de paso, con despreocupación.
Había dejado de llover y los hombres se habían reunido cerca de la cocina de campaña para el rancho de mediodía, de pie.
—… los Dragones.
—Un montón de amargados, está claro. Ni que fuéramos prisioneros boches.
—Ojalá fuéramos prisioneros boches, entonces estaríamos a salvo.
—De no ser por los artificieros nocturnos, estamos bastante a salvo.
—Ahora no es eso lo que me preocupa. Son los oficiales. ¿Estamos a salvo de ellos?
—Siempre hemos estado a salvo de los oficiales. ¿Qué estás insinuado?
—Se rumorea por ahí que va a haber ejecuciones.
—Sí, ¡las pelotas! Esto no es un cine.
—Muy bien, las pelotas, entonces, pero no pensarás lo mismo cuando descubras que son las pelotas del fusil.
—Tiene razón. Se masca algo en el aire.
—Quizá alguien haya vaciado una letrina.
—Claro que tiene razón. ¿Por qué, entonces, estamos bajo arresto? Todo el regimiento. Algo así no se ha visto nunca, todo un regimiento.
—Y supongo que creerás que van a fusilar a todo el regimiento.
—¿Por qué no? Pueden hacer lo que quieran.
—No digas tonterías.
—¿Qué tiene eso de tontería?
—Simplemente es una tontería, una tontería.
—Entonces, supongo que no fue una tontería mandarnos a aquel ataque.
—Eso es distinto, se trataba de un ataque.
—Bueno, da igual, no me gusta. Está todo demasiado tranquilo. Se está tramando algo sucio. Siempre ocurre algo así cuando la cosa está tranquila.
—Sí, ¿y dónde están todos los oficiales? Nada de pasar revista, nada de desfiles, nada.
—Tampoco han venido a probar la sopa.
—Se limitaron a leer la orden y se largaron.
—Será porque ellos tienen su propia sopa.
—Y nosotros nadaremos en ella, te apuesto lo que quieras.
—Uno de los Dragones ha dicho que iba a haber consejos de guerra.
—Un consejo de guerra en el campo de batalla significa ejecuciones en el campo de batalla.
—Bueno, todavía no han dado la orden con los detalles para cavar las tumbas. Algo es algo.
—¿De qué sirve engañarse? Os digo que…
Meyer, que no había aportado a esta conversación nada más que su atención, se acabó la comida y se marchó hacia su barracón. Sin limpiarlos, dejó a un lado sus cubiertos de campaña y después se quedó pensativo unos minutos. Sus ojos, igual que sus pensamientos, empezaron a vagar. Muy pronto su cuerpo estaba también en movimiento, pausado, decidido. Sacó su cartera y verificó el contenido: cinco francos y tres fotografías obscenas. Sacó de la mochila la navaja y una tableta de chocolate y se las guardó en el bolsillo. Buscó un par de calcetines, pero, al no encontrar ninguno entre sus cosas, buscó en las mochilas más próximas hasta que encontró un par seco. Se cambió de calcetines, con calma. Los ojos dieron con una guerrera colgada de un clavo a mitad del barracón y se acercó a ella y empezó a hurgar en los bolsillos. Encontró una carta, que empezó a leer, pero no había dinero. A su espalda, un hombre entró en el barracón y Meyer se volvió. Vio de reojo que el hombre llevaba la guerrera puesta, de modo que continuó con lo que estaba haciendo. Meyer era así, tranquilo. Era un ardid cuya enseñanza tenía que agradecer al ejército. Su sargento de instrucción hacía un énfasis soez al respecto: «Si estáis haciendo algo incorrecto, tranquilidad, mantened la calma. No llaméis la atención sobre ello para tratar de salvaros». Era una buena artimaña y funcionaba. El hombre salió del barracón sin prestar la menor atención a Meyer. Meyer acabó la carta y volvió a sus cosas. Se preguntaba si debería llevarse el abrigo. Vendría muy bien para dormir al raso. Luego, decidió no hacerlo. Significaría tener que cargar con más cosas y quizá llamara la atención. Salvo cuando llovía, ya nadie llevaba abrigo.
Meyer salió y deambuló por el campamento, casi siempre cerca de los límites, donde pudo ver a los Dragones. Dirigió la palabra a un par de ellos, pero no recibió una gran respuesta. «Unos cerdos maleducados», se dijo, confundiendo el bochorno que sentían con la mala educación, el bochorno de unos hombres sencillos que ejercen el desacostumbrado y antipático papel de carceleros.
Meyer se acercó más, cada vez más, al extremo superior del campamento, cuyo final se adentraba profundamente en el bosque. Sacó un cigarrillo, luego lo devolvió a su lugar para usarlo más adelante. Se desabrochó la guerrera, embutió la gorra en uno de los bolsillos inferiores y sintió que estaba fingiendo bien el andar sin rumbo. No veía a ningún Dragón por los alrededores, de manera que se adentró en el bosque, caminando despacio y reproduciendo con el rostro una expresión distraída…
—¡Alto!
Meyer fingió no haber oído.
—¡Alto ahí o disparo!
Meyer se volvió y vio a un Dragón desmontado a unos cuantos pasos. Apoyó el fusil contra un árbol y Meyer vio que él era el blanco al que apuntaba.
—Si es eso lo que mejor te parece hacer…
—Sí, eso es lo que me parece hacer. Las órdenes son las órdenes. Vuelva a su lugar.
—Espera un instante, amigo, sólo voy al pueblo a divertirme un rato. Volveré dentro de una hora. Nadie notará la diferencia.
—La notará usted si da un paso más. Tengo órdenes de disparar…
—¿Y por qué eso de disparar?
—Ustedes, compañeros, están bajo arresto. Mañana habrá muchos disparos…
—¿Por qué, por el amor de Dios? ¿Qué he hecho yo?
—Usted sabrá. Está tratando de escapar.
—Yo no trato de escapar. Sólo voy a dar un paseo…
—Amante de la naturaleza, ¿verdad?
—Sí.
—Usted verá. Bien, recoja las margaritas que quiera por aquí. Será mejor para usted que arrancarlas por allí.
El Dragón señaló en dirección al campamento sacudiendo la cabeza. Meyer apreció que lo hacía sin mover el fusil, que seguía apuntándole al pecho.
Meyer sopesó las posibilidades de emprender la fuga. Había un árbol cerca, pero era demasiado delgado para protegerse detrás de él. Al otro lado había un árbol de buen tamaño, detrás del cual podría poner cierta distancia con seguridad entre él y el Dragón, pero necesitaría dar cuatro pasos para llegar, tres para la mayoría. Meyer vio que el Dragón llevaba espuelas y se maldijo por no llevar el cigarrillo en la mano. Podría habérselo arrojado al Dragón y haberle obligado a bajar el cañón lo justo para dar un salto hacia el árbol y esconderse allí. Con espuelas nadie podía correr mucho, menos aún en un bosque, pero llevaba las manos libres y las espuelas no interferían con la acción de las balas.
—De acuerdo, comeboñigas —dijo, y emprendió camino de regreso al campamento, mirándolo por encima del hombro.
El Dragón lo siguió a través de la mira rodeando el árbol contra el que tenía apoyado el fusil y no perdió de vista a Meyer hasta que se hubo marchado.
Cuartel General del Regimiento
Regimiento 181 del frente
N° 13.934-CD-19
Confidencial. Urgente.
Para: Cap. Renouart, Oficial al mando de la Compañía N° 1 Cap. Sancy, Oficial al mando de la Compañía N° 4 Ten. Roget, Oficial habilitado al mando de la Compañía N° 2 Sarg.-mayor Jonnart, Suboficial habilitado al mando provisional de la Compañía N° 3
Por la presente se les ordena que escojan y arresten a un hombre de cada una de sus compañías y que los conduzcan al calabozo del castillo antes de las 14:30 en punto de hoy para que comparezcan en consejo de guerra por los cargos de cobardía ante el enemigo.
Por orden:
Herbillon
Ayudante del capitán
—¿Qué significa esto, señor? —preguntó Herbillon, entregando el trozo de papel al coronel Dax.
—Hummm… —respondió Dax—. Eso parece disimular la situación, pero no lo consigue. Lo que quiero decir es que… Quiero que esos hombres sepan qué se les está pidiendo que hagan. Que, muy probablemente, estarán escogiendo a un hombre para que lo fusilen, no sólo para que lo juzguen en consejo de guerra.
—¿Por qué no llamarlos y explicárselo, señor?
—No puedo, Herbillon. No podría mirarlos a la cara. No desempeñaré el papel que Assolant me impone. No podría soportar sus reproches…
—Ellos no se atreverían, señor…
—No, me refiero a los reproches tácitos. Esos serían los más difíciles de soportar. Soy literalmente incapaz de argumentar más a este respecto. ¡Una orden es una orden, por Dios! He luchado contra esto desde que nos enviaron al frente. Protestas, protestas, protestas, y todo como golpear contra un muro, el muro de la obstinación y la vanidad de Assolant. De acuerdo que está un poco loco, ya lo sé, pero me temo que tendrán que matar a muchos más hombres para que lo descubran más arriba. Bueno, ¿sabe lo que ha hecho? ¡Ordenó que los setenta y cincos dispararan sobre nuestras posiciones de salida para hacer avanzar a los hombres! Pelletier se negó a hacerlo si no le daban la orden por escrito, pero tampoco Assolant estaba tan desesperado como para escribir nada. Me lo contó el oficial de observación de artillería de Pelletier. De manera que ya ve a lo que me enfrento. Estoy cansado. Acabo de pasar dos horas con el general discutiendo sobre el asunto. Y me van a apartar por el empeño, eso era evidente.
—Oh, no creo que eso suceda, señor…
—Claro, había olvidado que estuvo usted presente en la reunión.
—Por favor, permítame explicar la situación a los comandantes de cada compañía, señor —dijo Herbillon, que realmente quería hacer algo para aliviar la angustia de su jefe.
—No, no tiene sentido. Sólo serviría para que insistieran en verme y también para desplazar la responsabilidad sobre mí. Tienen que asumir su propia responsabilidad y actuar como mejor sepan. En todo caso, esas eran las órdenes del general y voy servirme de ellas a mi favor todo lo que pueda. Por otra parte, si cabe algo de justicia en toda esta calamidad, seguramente se conseguirá mejor dejando que los comandantes de las compañías obren según les dicte su propio criterio. Ellos conocen a sus hombres o, al menos, los conocen mejor que yo. El general quería que se fusilara a una sección entera de cada compañía. Piénselo, ¡una sección! Ese hombre es un demente. Con la ayuda del oficial del Estado Mayor del Ejército logré que fueran cuatro. He hecho todo lo que he podido. Ha sido un ejercicio de regateo degradante, se lo aseguro. No, que las cosas sigan su curso. Compareceré ante el consejo de guerra para hacer un alegato final, aunque seguramente tampoco servirá de nada. Usted oyó cómo Assolant daba a Labouchère prácticamente la orden de que se condenara a los hombres. Si llega a suceder lo peor, apelaré también al comandante del ejército, la cabeza que está justo por encima de la de Assolant. Pero quiero que estos oficiales conozcan la gravedad de la decisión que tienen que tomar.
—Bien, ¿pongo algo acerca de las ejecuciones…?
—No. Eso sería dar por supuestas demasiadas cosas. En realidad, aunque sé que son capaces, no puedo creer que vayan a seguir con esto hasta el final. Y jamás serviría de nada reconocer que esperábamos algo semejante. Sería injusto para los hombres. Siempre hay alguna esperanza, ya sabe, hasta que estén realmente muertos.
—¿Qué le parece una frase como esta, señor, «Más adelante se darán órdenes relativas a los pelotones de fusilamiento…»?
—Eso es casi lo mismo. Le voy a decir lo que vamos a hacer. Ponga «consejo de guerra sumarísimo», en lugar de simplemente «consejo de guerra». Eso les hará caer en la cuenta de la gravedad del asunto. También sabrán que no hay apelación posible. Y, a propósito, cambie el encabezamiento. Si Assolant va a dar semejantes órdenes, quiero que aparezcan en el documento. Empiece de este modo: «Por la presente se les transmite la instrucción de que, por orden del comandante general de la división, seleccionen y arresten, etcétera». Eso les indicará que yo no trato de eludir mi responsabilidad transfiriéndosela a ellos. También les transmitirá la impresión de que la orden es definitiva y es inútil tratar de discutirla conmigo. Voy a intentar dormir un poco, pero si alguien quiere verme por este asunto, puede despertarme, por supuesto.
Una vez que Dax se marchó, Herbillon recogió el borrador de la orden y lo redactó de nuevo en la máquina de escribir con los cambios que había propuesto Dax y utilizando cuatro hojas de papel carbón. Firmó todas las copias, las introdujo en sobres y los cerró. A continuación, escribió el destinatario en los sobres, donde resaltó «Urgente y personal» y llamó a un corredor.
—Distribuya esto y entréguelo en mano a los oficiales a quienes va dirigido —dijo—. Y que le firmen un recibí.
El corredor saludó y salió. En cuanto se alejó de la puerta y se sintió seguro de que no lo veían, miró los sobres y trató, sin éxito, de abrirlos para husmear. Se le amustió el gesto, después volvió a iluminarse al ver una dirigida al sargento mayor Jonnart. Eso significaba una excursión hasta el Campamento B, un paseo agradable. También era una oportunidad para chismorrear con los chicos. Ser corredor tenía sus ventajas, pero también sus inconvenientes. Estar sentado en la puerta de un despacho, sin hacer nada, a veces durante toda una mañana. Tampoco se le permitía fumar. Y tener que levantarse y saludar cada vez que pasaba un oficial. Nadie con quien hablar, salvo los demás corredores, y uno mismo sabía ya tanto como todos ellos o incluso más. Claro que uno solía enterarse de lo que se cocía en los cuarteles generales, lo que le convertía a uno en una persona de cierta relevancia. Hasta los sargentos lo escuchaban o trataban de sonsacarle algo. Pero se perdía uno la posibilidad de estar con quienes eran como él y hablando de sus cosas, libremente. Había que tener cuidado con lo que se decía en los alrededores del despacho. Y, por muy decente que fuera un oficial, nunca dejaba de ser un oficial y uno no lo era. Los oficiales hablaban un lenguaje distinto. Comían incluso comida distinta…
El corredor se dirigió hacia el campamento para entregar las cartas.
«Una tontería de Herbillon eso de decir que pida recibís —iba pensando—. Siempre se piden recibís. Un idiota quisquilloso. Pero los ayudantes son siempre quisquillosos. Piensan que llevan el peso del universo sobre los hombros. Ahora, un cigarrillo de camino al Campamento B. El sargento mayor Jonnart, ¿eh? No es mal tipo, pero sí un poco duro de mollera. Los sargentos mayores siempre lo son. Quizá pueda decirme qué se cuece. La verdad es que el cuartel general guarda silencio absoluto con todo esto. Hablan encerrados en el despacho, así que uno no puede oírlos desde fuera. Quizá los Dragones sepan algo. ¡Todo un regimiento bajo arresto! Gracias a Dios por tener oportunidad de fumar. A pesar de todo, parece que va a hacer buen día. El campo está muy bien.
Estará fabuloso precisamente cuando me vaya de permiso el mes que viene. A lo mejor puedo agenciarme un trago en la cantina en el camino de vuelta…»
El corredor se tomó su tiempo. Inhaló profundamente el humo del cigarrillo dándole a los pulmones la nicotina de la que habían sido privados y por la que se mostraban agradecidos. Estaba encantado de que lo enviaran a hacer un recado.