En busca de una salida

Un minuto después, Tom y Pearl estaban en la primera planta, mirando la gran vitrina de madera que contenía la maqueta de las islas Tithona.

—¿Y no dijo nada más? —preguntó Pearl, escudriñando las islas que surgían del mar.

—No —respondió Tom, palpando bajo la rebaba de la base en busca de algo semejante al ojo de una cerradura—. Supongo que debe de haber algún panel corredizo en algún sitio, tapándolo.

—¿Qué es un jerbo? —preguntó Pearl.

—Es como un ratón grande. Tiene las patas traseras muy largas y vive en el desierto —respondió Tom, echándose en el suelo y mirando debajo de la vitrina—. Es nocturno, creo. —Encendió la linterna y alumbró las telarañas y tuercas que había debajo. Que él pudiera ver, allí no había nada.

—¿Estás seguro de que se llama Oscarine? —dijo Pearl, examinando el borde de la maqueta, a lo largo del cual había una cenefa de círculos oscuros encajados en cuadrados más claros.

—Que yo sepa sí. ¿Por qué? ¿Está escrito en algún sitio?

—Oscarine —masculló Pearl, contando los círculos oscuros con los dedos—. Sí, tiene sentido.

—¿El qué? —preguntó Tom, levantándose—. Ahí debajo no hay nada en absoluto.

—Estos —respondió Pearl, agachándose y examinando los círculos oscuros—. Me he fijado en ellos antes. Parecen botones, ¿verdad? Te dan ganas de pulsarlos.

Tom tenía que reconocer que, en efecto, los oscuros círculos de madera parecían botones, y el dibujo se repetía en los cuatro lados de la vitrina.

—Y adivina cuántos hay en cada lado.

Tom sacudió la cabeza.

—¿Unos treinta?

—Veintinueve. Los he contado. El mismo número de letras que tiene el abecedario.

—¿No puede ser únicamente una coincidencia?

Pearl lo miró y sonrió.

—No si te gustan los rompecabezas. Esto es una pista. Es un código. La maqueta se hizo para Oscarine Zumsteen, ¿no? Así que deberíamos empezar por la O, que es la… —Pearl hizo un cálculo rápido— letra dieciocho del abecedario. —Contó hasta el botón dieciocho y lo apretó con toda la fuerza de que fue capaz—. No sucedió nada.

—A lo mejor no es ese lado —sugirió Tom, viendo los esfuerzos de Pearl—. Ese es el sur. Supongo que deberíamos empezar por el norte.

—¿Por qué por el norte?

—Ya sabes, norte, este, sur, oeste, la brújula. Siempre va en ese orden, ¿no?

A Pearl se le iluminó la cara.

—Eres un genio —dijo con una sonrisa, colocándose en el lado opuesto—. Sabía que había algo. Vale, allá voy.

Contando hasta el botón dieciocho, lo apretó con fuerza. Se oyó el débil roce de madera contra madera. Luego, el botón se hundió con brusquedad.

—¡Caramba! —susurró Tom.

—«S» —dijo Pearl, entusiasmada—, que es la letra…

—Veintidós —respondió Tom, contando rápidamente con los dedos.

Pearl contó cuatro botones más y apretó. No sucedió nada. Volvió a intentarlo, apretando con todas sus fuerzas, pero el botón siguió sin moverse.

—Espera —se dijo—. Espera, espera. Eso es. Hay que ir cambiando de lado. Con cada letra… —Fue al lado este, contó hasta el círculo veintidós y lo apretó con el dedo pulgar. En efecto, oyeron un chirrido hueco y el botón se hundió.

—Creo que va a dar resultado —dijo, sonriendo. Y así continuaron, rodeando la maqueta y pulsando todos los botones correctos hasta llegar a la letra «Z».

—Si es la última, tendría lógica, ¿no? —dijo Pearl cuando el botón se hundió, pero esta vez oyeron otro sonido justo después, como si un engranaje de madera estuviera girando sobre su eje. Entonces, de forma totalmente inesperada, todo el lado oeste de la base cayó hacia delante, revelando un cajón muy hondo.

—¿Ya está? —se asombró Pearl.

Abrieron el cajón con cuidado y les maravilló ver una detallada procesión de figuras de alambre incrustadas en un mosaico de maderas de distintos colores. Había hileras de elefantes, grupos de hombres con turbantes tocando instrumentos, jirafas con correa, guepardos, mangostas y avestruces.

—Debe de ser alguna clase de ceremonia —sugirió Pearl—. Pero ¿dónde está el jerbo?

Tom escudriñó las figuras con avidez, pero no encontró nada parecido a un ratoncillo desertícola.

—A lo mejor no está aquí. A lo mejor hay otro nivel debajo.

—Espera un momento —dijo Pearl de pronto—. ¿No has dicho que era nocturno?

—Eso creo.

—Pues entonces no estará aquí. Mira, el sol —dijo, señalando la gran esfera dorada de la esquina superior derecha—. Solo me pregunto…

Puso las palmas de las manos en la superficie plana y pasó los dedos por ella hasta dar con una pequeña tuerca de acero, apenas discernible de la oscura madera.

—Aquí está.

—¿Qué es? —preguntó Tom.

—Parece una palanca —respondió ella—. A lo mejor tendría que empujar, o incluso tirar. ¿Qué opinas?

Tom se encogió de hombros.

—¿Por qué no?

Con cautela, Pearl tiró de la palanquita hacia ella, luego hacia atrás, y ocurrió algo extraño: el disco del sol bajó y se ocultó, y debajo apareció una luna creciente. En ese momento, Tom percibió un movimiento por el rabillo del ojo. Provenía de un árbol a la izquierda. Algo había cambiado en él.

—La luna ha movido alguna cosa —susurró, mirando entre las ramas del árbol—. Mira —dijo, de pronto—. ¡Ahí está! ¡El jerbo!

Pearl acercó más la cara y vio que al centro del árbol se le había caído un circulito de madera; debajo, había un animal que parecía hecho de alambre de espino.

—Pero ¿cómo ha pasado?

—Debía de estar conectado con la luna —razonó Tom—. Como esos libros que teníamos donde tirabas de una lengüeta y aparecía algo en un agujero de la página.

—Qué complejo es —dijo Pearl, que seguía maravillada con el mecanismo—. ¿Por qué crees que se tomó tantas molestias August Catcher?

—Le gustan los trucos —respondió Tom—. Cuanto más inesperados, mejor. Y es un genio, por supuesto.

—¿Lo conoces? —preguntó Pearl, con curiosidad.

—Sí. Desde hace bastante.

Pearl pareció confundida.

—Pero, si disecó todos los animales de este museo hace más de un siglo, ¿no es viejísimo?

—Más o menos —dijo Tom, sonriendo con ironía—. Podría decirse eso. Pero estrechemos la mano al jerbo.

Tom ignoró la confusión de Pearl y, metiendo los dedos en el agujerito, rozó una fina palanca de acero acoplada a la flaca mano izquierda del jerbo. Con cuidado, comenzó a subirla y bajarla en su surco de madera y oyó un chasquido debajo, como un muelle tensándose…

—Estrechar la mano al jerbo —dijo Pearl, sonriendo.

B

Se oyó un débil chasquido y el oscuro panel de madera donde estaban el árbol, la luna y un par de elefantes se levantó ligeramente. Tom palpó el borde con los dedos y, al tirar de él, vio que tenía bisagras en un lado. Lo alzó y debajo vio un compartimiento poco profundo, en cuyo centro había una sencilla caja de madera repleta de pegatinas de líneas aéreas. Se parecía un poco a un maletín médico.

—¿Es… esto? —preguntó Pearl, sorprendida de ver un objeto con un aspecto tan corriente, estropeado y arañado por innumerables años de viajes.

—Eso creo —respondió Tom, emocionado—. Este es el maletín de expedición de Nicholas Zumsteen, que él envió a su mujer Oscarine antes de desaparecer en las islas Tithona hace ya muchos años.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Oscarine Zumsteen me lo enseñó en una fotografía.

Pearl estaba confundida.

—¿Y te dijo qué había dentro?

Tom negó con la cabeza.

—No me dijo nada. Salvo que no debía decírselo a nadie. Pero sí me dio esto —explicó, sacando la llavecita e insertándola en la cerradura—. Así que debía de confiar un poco en mí.

Giró la llave dos veces y abrió el maletín. Dentro, había una serie de compartimientos y cajones que contenían diversos frascos, botes de vidrio y otros curiosos instrumentos que podrían haber pertenecido a un médico. Tom los reconoció de inmediato.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Pearl.

—Nicholas Zumsteen era científico —explicó Tom— y estaba muy interesado en los insectos. Eso —dijo, señalando un pequeño objeto con forma de embudo— es un frasco para matar los insectos que cazas. Y ahí están el cloroformo, los alfileres, las torundas de algodón y el instrumental para diseccionarlos. Mi padre se lleva todas estas cosas siempre que sale a cazar insectos.

Pearl estaba impresionada. Después de mirar los utensilios, se fijó en una serie de cajoncitos que había en la parte inferior.

—¿«ER»? —dijo, leyendo el rótulo escrito casi borrado—. «Muy frágil». ¿Sabes qué es?

Tom tiró del cajón con suavidad y vio que estaba cerrado con llave. Pero dentro oyó el inconfundible tintineo del cristal.

—Por el ruido, parecen tubos de ensayo.

—¿Podría ser eso lo que quieren?

—Puede —masculló Tom, probando los otros cajoncitos. Curiosamente, también estaban cerrados con llave.

—¿Intentamos forzarlos?

Tom reflexionó un momento.

—No sé si sería buena idea —dijo, inspeccionando algunos de los amuletos rosa de conchas de cauri y pulseras de plumas que contenía el estante de arriba. En la esquina, vio lo que parecía una pelota de plástico oscuro del tamaño de un huevo. La cogió.

—Zumsteen debió de echar la llave a estos cajones por alguna razón —continuó—. A lo mejor contienen algo que no debe salir. Algo muy peligroso, quizá.

—¿Eso crees? —Pearl abrió mucho los ojos y pasó las manos por los cajoncitos con mucha cautela. Tom miró la pelota que tenía en la mano: estaba decorada con dibujos negros y curiosamente tibia. Tenía una textura que lo inducía a querer seguir estrujándola.

—Sabes lo que deberíamos hacer, ¿no? —dijo Pearl, mirando el maletín de expedición—. Deberíamos llevárnoslo.

Tom salió de su ensimismamiento y la miró.

—¿Llevárnoslo? ¿Por qué?

—Para utilizarlo como rescate. Como moneda de cambio.

Tom no la entendía.

—Oye —prosiguió Pearl—, don Gervase quiere este maletín, ¿no? Más que nada en el mundo. Quién sabe por qué y, francamente, a quién le importa. Pero tiene a mi padre y a Ruddy y, casi con toda seguridad, también a tus padres. Así que a lo mejor podríamos hacer un intercambio.

Tom sonrió y negó con la cabeza.

—Creo que no terminas de darte cuenta de quiénes son esas personas. Ellas no hacen intercambios.

—¿Por qué no? Todo el mundo tiene un precio, ¿no?

—Don Gervase Askary no. En serio, Pearl, él es distinto.

Pearl lo miró con una expresión extrañamente decidida.

—No te creo —dijo—. Si tanto quiere este maletín, seguro que pacta. Me lo voy a llevar. Ahora.

Pearl empezó a guardar todos los objetos en el maletín. Tom vio que hablaba en serio.

—No estoy nada seguro de que sea buena idea —dijo, incómodo. Pearl lo ignoró y cerró el maletín—. Piensa en lo poco que ha faltado para que te maten esta misma tarde. Estaría mucho más seguro aquí.

—Tal vez —accedió Pearl—. Pero esa no es la cuestión, ¿no? ¿No ves que podría ser nuestra única oportunidad?

Tom negó con la cabeza, exasperado. En cierto sentido, sabía que Pearl tenía razón, pero ¿cuáles serían las consecuencias? ¿Debían dar a don Gervase lo que quería?

—Esto es un error grandísimo.

—Tal vez —reconoció Pearl, metiendo las manos en el cajón y agarrando el maletín por los lados. Tiró con fuerza y debajo se oyó un extraño chasquido.

—Está atascado —dijo, enfadada, palpando debajo del maletín—. Parece que está enganchado a algo.

Después de guardarse distraídamente la pelota en el bolsillo trasero, Tom introdujo la mano y rozó algo duro, frío y circular debajo del maletín. Se parecía un poco a una lata. ¿Qué podía ser?

—No estoy seguro de que debamos forzarlo —dijo, comenzando a recordar algo que había dicho Oscarine—. Es probable que tenga un mecanismo para impedir que se lo lleven. Es lógico si… —Por el rabillo del ojo, vio algo plateado asomando justo por debajo de la superficie de la madera. Una fina línea de acero. Centelleó. ¿Era un…?

—¡Cuchillo! —gritó Tom y, en ese mismo instante, apartó a Pearl de un empujón mientras un disco de acero se deslizaba rápidamente por la superficie del maletín y se detenía en el otro lado.

—¡Caray! —gritó Pearl—. Ha faltado… ha faltado…

—Poquísimo —susurró Tom, viendo que una correa de cuero recogía despacio la hoja de guillotina, arrastrándola por la superficie del maletín, y volvía a ocultarla en el mismo sitio—. Debía de estar acoplado a un muelle y ha salido disparado cuando has intentado levantarlo.

—Pero… pero ¿por qué iba August Catcher a hacer una cosa así? —preguntó Pearl, temblándole la voz.

—No lo sé —respondió Tom, concentrándose. Desde luego, aquello no casaba con todo lo que él sabía de August Catcher, a quien recordaba como un hombre amable, si bien algo excéntrico—. A lo mejor no lo hizo él. A lo mejor lo pusieron después, otra persona.

—¿Quién?

—Tal vez Oscarine, tal vez incluso el propio Nicholas Zumsteen. Alguien que conocía su valor y quería protegerlo.

Pearl no dijo nada. Se quedó mirando el maletín de expedición, el único objeto que ella creía que podía ayudarlos. Estaba tan cerca que podía tocarlo, pero era como si estuviera a millones de kilómetros de distancia.

—¿Y qué hacemos ahora? —dijo, con tristeza.

Tom respiró hondo. En su fuero interno, estaba aliviadísimo de que aquel plan se hubiera frustrado.

—Pensar en otra cosa —respondió—. No sé tú, pero a mí no me apetece volver a meter la mano ahí.

Pearl se vio obligada a coincidir con él, pero Tom advirtió que estaba muy decepcionada.

—A lo mejor hay otro modo de hacer esto. A lo mejor, en vez de pactar o esperar a que otros nos ayuden, podríamos encontrar una forma de ir a Scarazand.

—Eso sería estupendo —dijo Pearl con sarcasmo—. Claro, ¿por qué no se lo preguntamos a algún policía? O a lo mejor podríamos coger un tren.

—No me refería a eso.

—Lo sé —dijo Pearl, de malhumor—. Perdona. Es que esto es dificilísimo, eso es todo.

Tom no dijo nada. Se quedaron mirando el maletín.

—De hecho, ¿a qué te referías?

—Cerremos esto primero —dijo Tom.

Tapó el maletín con el panel de madera, volvió a colocar el sol donde estaba y, por último, cerró el pesado cajón hasta que se encajó en la base.

—Debe de estar reajustándose —dijo, escuchando golpeteos amortiguados de madera y acero. Se oyeron una serie de chasquidos conforme los botones del borde volvían a salir y, en pocos segundos, la vitrina estaba justo igual que antes.

—Nadie va a encontrarlo fácilmente —añadió.

—¿Y bien?

Pearl lo estaba mirando con expectación.

—¿Qué se te ha ocurrido?

—¿Sabes que llegaste aquí en un huracán?

—Sí.

—Y sabes que yo también he viajado. Al pasado, al Dragonport de hace un siglo.

—Sí. Lo he leído aquí —dijo Pearl, sacando el estropeado cuaderno rojo de su padre—. Mi padre escuchó a August y a sir Henry mientras hablaban de eso años después de que te conocieran. Ellos pensaban que lo que había ocurrido era eso.

—Exacto —dijo Tom, incómodo por lo mucho que Pearl parecía saber sobre él—. ¿Y también adivinaron cómo fui?

—No. Eso no lo sabían. ¿Cómo lo hiciste?

Súbitamente, pese a todo, Tom se sintió violento porque nunca se lo había contado a nadie. Lo había mantenido en secreto durante casi dos años.

—Había una cesta de mimbre en el armario de las escaleras —empezó a decir—. Llena de trapos y periódicos viejos. Yo estaba escondido dentro cuando, de pronto, me caí por un agujero del fondo, al vacío, y luego me encontré dentro de un baúl en el pasado. Era una especie de puerta, supongo, una abertura entre una época y otra. Y me han dicho que también hay más sitios por ahí. Rincones, donde puedes pasar de un tiempo a otro…

—Estoy segura de que los hay —dijo Pearl, nada sorprendida—. ¿Qué propones?

—Ahora el armario está cerrado. Ern Rainbird le ha puesto un candado. Pero siempre me he preguntado si puede haber más sitios así en el museo, por donde puedes viajar al pasado. —La miró con timidez—. O quizá incluso al futuro. ¿Parece eso… posible?

Pearl miró a su alrededor.

—Entonces, ¿crees que este museo podría ser una especie de intersección? ¿Un sitio donde confluyen tiempos distintos?

—Algo así.

Pearl se concentró.

—Pero, si lo es, ¿cómo sabes adonde vas?

—No lo sabes, forzosamente. Pero, en mi caso, volví a un sitio que había visto. Era la maqueta nevada de Dragonport que hay abajo. Esa fue la puerta. No estuve dentro de verdad, solo fue la vía. Así que a lo mejor hay más puertas, escondidas en cuadros, fotografías, lo que sea —dijo Tom, mirando las paredes—. Solo hay que encontrar la entrada correcta.

Pearl se quedó mirando las islas Tithona a través de cristal.

—Supongo que no tendrás una fotografía de Scarazand.

Tom sonrió y negó con la cabeza.

—Ojalá la tuviera. Pero sí de muchos otros sitios.

Justo cuando acabó de hablar, un camión grande se detuvo en la calle. Miró la hora: eran casi las once y media. Oyó cómo cerraban la puerta del camión y pasos subiendo las escaleras del museo.

—¿Quién es? —dijo Pearl, que también había oído los pasos.

Oyeron un débil tintineo de llaves y, luego, el chirrido de la cerradura.

—Me lo puedo imaginar —murmuró Tom, recordando la conducta furtiva de Ern Rainbird—. Vamos.

Pero, nada más salir de la sala, oyeron voces abajo.

—¿Estás seguro?

—Del todo, señorita. La he visto meterse en el armario del despacho con mis propios ojos.

—Pues hazlos entrar —espetó la voz aguda—. Y date prisa.

Tom se asomó a la barandilla con mucha cautela e intentó identificar a las tres personas. Una era Ern Rainbird, de aquello no le cabía ninguna duda. La otra era un hombrecillo cheposo, más gordo que Rainbird, que llevaba un sombrero de ala ancha. La tercera era alta y se movía con elegancia… como un gato.

—Es… es… ella —farfulló Pearl—. ¡No es la primera vez que la veo!

Lotus se quitó el sombrero y escrutó la oscuridad. Parecía tan aburrida como irritada.

—Estaba con los hombres que se llevaron a mi padre…, estaba…

—¡Chist! —susurró Tom cuando entraron cuatro hombres cargados con dos cajas de madera alargadas que depositaron en el centro de la sala.

—Ya estamos listos, señorita —dijo el hombre gordo, gesticulando con la cabeza. Lotus miró las cajas con repugnancia.

—¿Puede garantizarme que la encontrarán?

—Por supuesto, señorita. El mordiente puede ser completamente ciego, pero su sentido del olfato es muy superior al de un sabueso.

—Muy bien —espetó Lotus—. Adelante.

El hombre bajo y gordo hizo una seña a los hombres que estaban junto a las cajas y ellos quitaron todos los pasadores a la vez. Al instante, salieron de ellas seis formas viscosas que se movieron con tanta rapidez que Tom apenas vio qué eran.

—Oh, no —murmuró Pearl, viendo que las criaturas meneaban el rabo como perros, intentando encontrar un rastro. Parecían largos gusanos grises, con miles de pies pequeños y puntiagudos, y tenían dos grandes agujeros negros debajo de la frente.

—¿Qué son? —exclamó Tom, estirando el cuello para ver cómo aquellas horrendas criaturas irrumpían en el despacho, arañando el suelo de piedra con sus pies minúsculos—. ¿Ciempiés de alguna clase?

—Algo así —susurró Pearl en tono de preocupación—. Los he visto más grandes. Tenemos que salir de aquí.

Antes de que Tom tuviera tiempo de responder, los cuatro hombres subieron las escaleras corriendo y empezaron a silbar.

—Deprisa —susurró Tom, y corrieron a esconderse detrás de un extintor de incendios.

—¿Seguro que estaba aquí? —gritó Lotus, malhumorada.

—Sí, señorita —farfulló Ern Rainbird, retorciéndose las manos con nerviosismo—. Hemos estado vigilando como nos ordenó. No ha salido todavía. Ni tampoco el chico.

Los mordientes salieron repentinamente del despacho, bufando muy excitados, y subieron las escaleras en tropel, entrando en el pequeño anexo y encaramándose por toda la maqueta de las islas Tithona.

—Ya han encontrado su rastro, señorita —gorjeó el hombrecillo gordo, enjugándose el sudor de la frente con alivio—. Ya queda poco. —Lotus frunció el entrecejo: aquello mismo le habían dicho en el puerto.

—¿Qué hacemos? —susurró Pearl, con voz trémula.

Tom intentó ignorar el martilleo de las sienes y se estrujó el cerebro. La puerta principal estaba descartada. La trasera, también. Todos los armarios eran una posibilidad, pero aquellas criaturas los olfatearían… Lo que necesitaban era un lugar donde no pudieran olerlos, algún sitio con aire propio… De pronto, notó algo peludo tirándole de la pierna con insistencia. Miró al suelo y, estaba a punto de darle una patada, cuando vio que era la trompa del mamut.

—Pero ¿qué es eso? —susurró Pearl, encogiéndose de horror.

La trompa tiró del tobillo de Tom con insistencia. El mamut estaba intentando ayudarles. Fiándose de su instinto, Tom salió de su escondrijo y fue hasta la baranda de puntillas. Abajo estaba Lotus, paseándose con impaciencia de acá para allá, y el hombrecillo gordo, y también Ern Rainbird.

—De uno en uno —susurró una voz grave y cavernosa que provenía de abajo—. Espera.

—Pero…

Justo después, la trompa se enroscó alrededor de la cintura de Pearl y la levantó, bajándola por detrás de Lotus y pasándosela a la anaconda, que la dejó rápidamente en los brazos extendidos del oso, el cual la depositó en el suelo al abrigo de las sombras. Todo ocurrió tan aprisa que, apenas unos segundos después, Tom había seguido el mismo ejemplo y se encontraba en los enormes brazos negros del oso.

—Selva lluviosa —gruñó el oso, un poco más alto de lo que debía—. El mon…

Lotus giró sobre sus talones y enfocó con la linterna los ojos negros del oso, que estaba erguido y con los brazos levantados, como había hecho en los últimos cien años. ¿Qué había sido aquel ruido? Estaba segura de haber oído algo. Tom se quedó agarrado a la espalda del oso tanto como pudo. Luego, en cuanto Lotus apartó la linterna, se escurrió hasta el lugar donde Pearl esperaba agazapada.

—Creo que lo han conseguido, señorita —gorjeó el hombrecillo gordo, viendo que los mordientes corrían hacia los extintores del final de la baranda, bufando muy excitados.

—¿La matarán? —preguntó Lotus, enfocando distraídamente con la linterna diversos puntos de la sala.

—Es muy probable —respondió el hombre en tono zalamero—, si resulta apropiado.

Pearl miró a Tom muerta de miedo. Estaba claro que no sabía qué temer más, si a aquellos extraños animales disecados parlantes que parecían estar ayudándolos o a las viscosas criaturas que los perseguían. Pero no había tiempo para dar explicaciones. Tom notó que una mano fría cogía la suya y, al bajar la vista, vio la sombra amarilla del mono narigudo llevándose los dedos a los labios. El animal los condujo por la maraña de vitrinas hasta el paisaje de la selva lluviosa, cuyo panel lateral tenía una rendija.

—Chitón —susurró, frotándose el largo hocico rosa—. No vamos a quedarnos de brazos cruzados viendo cómo acaban con vosotros esas criaturas repugnantes.

El mono narigudo los hizo entrar a toda prisa y cerró el panel, y ellos apenas tuvieron tiempo de volverse para verlo saltar a las astas de un arce y perderse en la espesa oscuridad.

—Dígame, Rainbird, ¿tiene usted la impresión de que hay algo moviéndose? —preguntó Lotus, enfocando el arce con la linterna y alumbrando las vitrinas contiguas.

—Estaba pensando justo lo mismo, señorita —respondió el conserje con aire sumiso—. Aunque, ahora que lo dice, aquí siempre es un poco así, ¿no?

Lotus frunció el entrecejo y se dirigió al paisaje de la selva lluviosa, alumbrando todas las vitrinas a su paso.

—Y ahora, ¿adonde? —susurró Pearl, agazapándose detrás de un tapir próximo a la parte de atrás.

Tom intentó ignorar la linterna de Lotus y escudriñó la negra maraña de hojas. Detrás de la boa constrictora y las ardillas voladoras, vio la ancha base de un árbol que estaba apoyado en la pared negra del fondo. Sus raíces se extendían como tentáculos por el suelo de la selva.

—Está hueco, por si te lo estás preguntando —croó la rana arbórea posada en una hoja junto a la oreja de Tom. El anfibio tenía una voz sorprendentemente grave para ser tan pequeño.

—¿Qué? —susurró Tom asombrado, mirando la diminuta criatura.

—Oh, sí, todo esto no es más que una fachada —dijo la rana, con aire de entendido—. En realidad esto no es una selva lluviosa. Solo lo parece. Esta hoja, por ejemplo, no tiene nada de hoja. A decir verdad, está hecha de papel. Es bien raro, ¿no crees?

—Gracias —dijo Tom. Hizo a Pearl un gesto con la cabeza, gateó hasta la ancha base del árbol y se escondió detrás de la raíz—. Podemos meternos dentro del árbol —susurró—. Está hueco.

—¿Cómo?

Tom señaló la horcadura. Si pudieran encaramarse hasta allí y meterse dentro del árbol…

—¡Rainbird, esta vitrina está abierta!

Lotus se encontraba al lado de la vitrina, enfocando frenéticamente el pestillo con la linterna.

—¿A-a-abierta, señorita? —repitió Ern Rainbird, acercándose a ella con paso inseguro—. Esto…

—Sígueme —susurró Tom, y se encaramó al árbol por el lado no iluminado, apoyándose en las ramas. Cuando llegó a la horcadura, oyó un irritado graznido y dos grandes loros echaron a volar por la vitrina.

—¿Qué está pasando ahí dentro? —inquirió Lotus furiosa, enfocando los loros con la linterna. Desconcertado, Ern Rainbird se rascó la cabeza mientras los pájaros revoloteaban por la vitrina, cegados por la linterna.

—Es… es un fenómeno, sin duda, oh sí, señorita, no le quepa duda.

Lotus lo miró como si estuviera loco.

—¿Oye la música de los mordientes, señorita? —dijo el hombrecillo gordo, sonriendo con afectación y alzando el dedo para señalar los excitados chillidos de arriba—. Qué sonido tan melodioso.

—¡Haga bajar a sus mordientes musicales ahora mismo! —espetó Lotus—. ¡Ya!

Tom ignoró la conmoción y, al mirar abajo, vio que la rana tenía razón; el árbol estaba completamente hueco por dentro. Hizo a Pearl un rápido gesto con la cabeza, saltó y cayó sobre un montón de trapos.

Un momento después, oyó un crujido por encima de él y Pearl saltó junto a él. Se quedaron agazapados en la oscuridad, jadeando y aterrorizados.

—¿Qué vamos a hacer? —susurró Pearl.

—No lo sé —respondió Tom, palpando la telaraña de acero, yeso y lona que los rodeaba en busca de una salida. El panel lateral crujió al abrirse.

—¿Los… hago entrar ya, señorita? —preguntó el hombrecillo gordo.

—Si das algún valor a tu vida —gruñó Lotus.

Un estridente silbido atravesó la oscuridad, los mordientes aullaron muy excitados y sus afiladas patas arañaron el suelo. Tom pensó frenéticamente: era imposible salir y allí no había nada salvo un montón de trapos y periódicos cubriendo el suelo. Era casi como una gran papelera.

—Entiérrate —susurró de pronto, tan bajo como pudo—. Entiérrate lo más posible.

Pearl no preguntó por qué. Solo obedeció.

—No destruirán nada, ¿verdad, señorita? —preguntó Ern con timidez—. Es que si dejamos que los mordientes entren en el paisaje…

—¿Qué? —vociferó Lotus—. Tú tendrás que dar algunas explicaciones. ¿No?

Ern Rainbird se alejó de la enfurecida Lotus. Tom oyó que los mordientes entraban en el paisaje y se enterró aún más hondo, hasta rozar con los dedos una áspera lona. Era vieja y estaba podrida, y, en cuanto la tocó, comenzó a rasgarse.

—¿Es este el fondo? —susurró Pearl, que se había enterrado a su lado y también había palpado la lona.

—Eso creo —respondió Tom en voz baja. Retorciéndose entre los trapos, metió la mano en el rasgón y no palpó nada debajo—. Parece… que estamos suspendidos sobre algo.

—¿El sótano? —susurró Pearl cuando la lona comenzó a crujir de una forma alarmante.

—No… no lo creo —respondió Tom, notando que la lona comenzaba a ceder. No sabía si agarrarse o abandonarse, pero tenía una sospecha de lo que iba a suceder…

Oyeron los menudos pies de los mordientes arañando el tronco del árbol, intentando encaramarse a él.

—Objetivo detectado —anunció el hombrecillo gordo—. ¿Atacamos?

—Sí.

—No soporta nuestro peso —susurró Pearl cuando la lona comenzó a darse de sí y a rasgarse—. Deberíamos…

De pronto, se oyó un fuerte desgarrón y la viejísima lona que los sustentaba cedió. Antes de poder siquiera pensar, Tom y Pearl se precipitaron al espacio oscuro que había debajo… cayendo en picado por el aire aullante, Tom sintió que daba vueltas y atravesaba vetas de colores, hasta que, de pronto, fue catapultado hacia arriba, hacia una reluciente red de tonalidades doradas y verdes…