Igual, pero no del todo

—Como en los viejos tiempos, ¿eh, Tom?

Tom sonrió y sopló en su taza de té hirviendo.

—Casi.

El sol de estío entraba a raudales por las pequeñas ventanas de la sofocante cocinita y Tom estaba dando cuenta de un plato especialmente grande de huevos con beicon. Tío Jos, un hombre bajo, rechoncho y calvo con unas cejas tan espesas como setos que se le juntaban en el entrecejo, le sonrió radiante desde el otro lado de la mesa.

—Buen chico. Con un hambre canina, pero hecho un fideo, como siempre. Cada día se parece más a su padre. ¿Qué opinas tú, Melba?

La señora alta y de aspecto bastante severo con el pelo negro cortado como un rey medieval se volvió y observó al muchacho rubio mientras comía con avidez.

—A mí me parece que no ha cambiado nada. Ha dado un estirón, eso es evidente, y con su pelo se podría techar un granero. Aparte de eso, continúa siendo nuestro Tom. Inconfundible. ¿Y dices que esta vez te quedas todo un mes? ¡Qué lujo tan maravilloso!

—Así es —dijo Tom con una sonrisa, apurando el plato.

Aquello era un lujo, desde luego. Habitualmente, Tom se pasaba las vacaciones de verano apretujado en la parte trasera de una caravana, transitando por las calurosas carreteras de Europa mientras ayudaba a sus padres a cazar insectos poco comunes. Se le daba bastante bien descubrir escorpiones debajo de las piedras y cazar efímeras en los ríos, pero el problema radicaba en que eso era lo único que hacían. No obstante, aquel verano era distinto. Sus padres se habían ido a los Andes en busca de mariposas poco comunes y habían dejado a Tom con sus parientes lejanos, Jos y Melba.

—Ah, han llegado bien, por cierto. Mamá me mandó un SMS anoche.

—¿Tu madre te ha mandado un «SMS»? ¿En serio? —Tío Jos miró con recelo el nuevo teléfono móvil de Tom, que descansaba en el aparador—. Bueno, supongo que tiene su utilidad. Tu padre no para últimamente, ¿no? Yendo de una punta a otra del mundo, arrastrando a la pobre Poppy por pantanos y montañas. Dime, Tom, ¿disfruta de verdad tu madre persiguiendo todos esos bichejos tan repugnantes?

—Eso creo —respondió Tom con aire pensativo, sabiendo perfectamente que vivir la obsesión de su padre no era fácil—. De cualquier modo, nunca se queja.

—No debe de querer perderlo de vista, con más probabilidad —intervino Melba—. No después de la aventurita del año pasado. —Sonrió a Tom con complicidad—. Todo eso ya está resuelto, ¿no, Tom?

—Sí.

—Magnífico —dijo Jos, cruzándose de brazos—. Bueno, cuanto más tiempo estés aquí, mejor, en lo que a mí respecta. Ahora que me he jubilado, estoy descubriendo que me hace falta cambiar de disco de vez en cuando —susurró, señalando a Melba con la cabeza y guiñando el ojo a Tom—. Ya sabes a qué me refiero.

—¿Cómo? —dijo Melba.

—Tú eres fantástica, cariño —rugió Jos—. Pero este jovencito me ha ahorrado comprarme un perro. Para poder conversar como Dios manda.

—¿Un perro? ¿Para conversar? —repitió Melba con aire distraído—. Así que ahora quieres un perro de circo, ¿no?

Jos entrecerró sus ojos redondos y los hombros empezaron a agitársele.

—¿Ves a qué me refiero?

Tom sonrió con educación y miró primero a Melba, después a Jos y, por último, de nuevo a Melba. La una estaba tan delgada como una rama, el otro, tan redondo como una naranja, y Tom había olvidado lo excéntricos que eran.

—Te darás cuenta, Tom, que, aunque oficialmente nos hemos jubilado, por aquí no ha cambiado nada —observó Melba con aspereza.

—Oh, Melba, melocotoncito, ¿cómo puedes decir eso? —protestó Jos, levantándose y pasando el periódico a Tom—. Echa un vistazo a esto, chaval.

Tom cogió el Dragonport Mercury y examinó la página. En el centro había una fotografía de una gran casa abandonada rodeada de vetustos cedros. La reconoció de inmediato.

—¿Los planes para convertir Catcher Hall en un hogar de ancianos por fin aprobados? —leyó.

—No, no, chaval —resopló Jos—, pero, oye, no está mal, ¿no? —añadió, con malicia—. Al final hemos vencido a nuestro viejo enemigo, ¿no? La larga batalla de tres siglos entre los Catcher y los Scatterhorn por fin ha terminado y los Scatterhorn hemos ganado por goleada. No, lee más abajo, en «Qué ver».

Tom siguió leyendo. Debajo de noticias sobre carreras de motos y anuncios clasificados, encontró un pequeño titular que decía:

HOY SE INAUGURAN NUEVAS COLECCIONES

Museo Scatterhorn, 10.00h a 17.00h. la colección Hellkiss se suma ahora a la exposición permanente restaurada. Apasionantes nuevos paisajes que incluyen rinocerontes, cocodrilos y guepardos, creados por August Catcher para Nicholas Zumsteen de Hellkiss Hall, nunca vistos en público. Asimismo, nueva exposicion de especímenes locales y otras curiosidades, donados por los habitantes de Dragonport.

—¿Qué te parece? —dijo tío Jos, sonriendo con satisfacción—. Nuevas piezas de museo, nunca vistas: supongo que ya va siendo hora de que vayamos a echarle un vistazo a todo, ¿tú no? ¿Estás listo, chaval?

—Desde luego —respondió Tom, ilusionado. Era justo lo que tenía ganas de hacer.

—Muy bien, chaval. Muy bien. Ahora, permíteme que te acompañe al carro.

Minutos después, Tom estaba sentado en el sidecar de la antiquísima motocicleta de Jos, transitando con estrépito por las soleadas calles. Mientras miraba las ordenadas hileras de casas adosadas que iban dejando atrás, se descubrió sonriendo. Se moría de ganas de ver el museo, que había visitado por última vez el año anterior. Qué distinta le parecía ahora su vida y, no obstante, en realidad, sabía que no lo era tanto. Seguía viviendo en la casa más destartalada de Middlesuch Cióse, una calle gris normal y corriente de una ciudad gris normal y corriente del otro extremo del país. Continuaba yendo a la escuela, donde nada se le daba especialmente bien, ni mal, salvo que resultaba que sabía mucho de insectos, y advirtió que se metía en muchos más líos que antes. Por alguna razón, no podía refrenarse de hacer cosas peligrosas; era como una atracción magnética. «Típico de los Scatterhorn —suspiraba su madre, frenética—. Sois todos unos cabezas locas».

Ella continuaba siendo profesora, y su padre… bueno, él continuaba siendo el mismo hombre rubio, alto, enjuto y greñudo de siempre, de ojos risueños y pocas palabras. Ahora trabajaba a jornada completa como entomólogo, pero, en el fondo, también él era un cabeza loca…

En el mundo normal, Tom Scatterhorn era un muchacho como cualquier otro, pero cuando venía a Dragonport, por alguna razón, todo era distinto. El sol brillaba más, el viento soplaba con más fuerza, la lluvia caía en mayor cantidad y, más importante aún, Tom se sentía distinto. Y lo era: porque, en Dragonport, Tom Scatterhorn no era un muchacho como cualquier otro. Allí, era especial, muy especial.

—Ya estamos —rugió Jos mientras aparcaba la ruidosa motocicleta fuera del gran edificio de ladrillo rojo situado al final de Museum Street—. ¿Qué te parece?

Tom se bajó del sidecar y contempló la conocida fachada con los ojos entrecerrados, sus relucientes torres y pináculos contrastando con el vivido cielo azul. Todo parecía mucho más limpio y perfilado.

—Está como los chorros del oro, ¿verdad? —dijo Jos, parándose en las escaleras y echándose hacia atrás para admirar el enladrillado—. Te alegrará saber que hasta han arreglado el tejado.

—Parece casi nuevo —dijo Tom con admiración.

—Bueno, lo és, en parte. ¿Has leído eso?

Jos señaló la deteriorada placa que dos feroces dragones sostenían entre ellos sobre la entrada. Decía:

MUSEO SCATTERHORN FUNDADO EN 1906 POR SIR HENRY SCATTERHORN LEGADO A LOS HABITANTES DE DRAGONPORT DIOS SALVE AL REY

Debajo de aquellas viejas palabras había otra inscripción: «Renovado en 2009 con fondos proporcionados por el señor Tom Scatterhorn».

—Ahí lo tienes, Tom, inmortalizado para siempre —dijo Jos, moviendo la mano.

Tom miró la placa, azorado.

—Nunca me dijiste que ibas a hacer eso.

—Por supuesto que no —dijo Jos, riéndose—. Porque sabía lo que dirías. Pero no podíamos permitir que tu generosidad pasara inadvertida, chaval. A fin de cuentas, si el zafiro de Champawander, uno de los zafiros en bruto más grandes del mundo, hubiera caído misteriosamente en mis manos, no estoy seguro de que lo hubiera vendido para comprar este viejo sitio y, además, costear su restauración. Pero ahí es donde tú y yo somos distintos. Venga —añadió, sacándose una gran llave del bolsillo con mucha ceremonia—. ¿Sería el nuevo propietario tan amable de abrir la puerta?

Tom sonrió y, cogiendo la llave, la insertó en la vieja cerradura. Se notaba nervioso, excitado, y, por algún motivo, seguía sin terminar de creerse que aquello fuera cierto. A fin de cuentas, ¿cuántas personas de doce años eran propietarias de un museo?

La puerta crujió antes de abrirse y Tom tardó un momento en habituarse a la oscuridad. Las imponentes formas de las vitrinas, llenas de animales que él conocía bien, estaban por doquier. Al entrar en la sala central, vio al mamut junto a las escaleras, el largo pelaje greñudo brillándole en la penumbra, al pájaro dodo en su estrado, al gorila relajándose en la horcadura de su árbol. Allí estaba el mono narigudo, apoyado tranquilamente en el lado de su vitrina, el grupo de pangolines, las hileras de esturiones blancos, los osos hormigueros, los puercoespines y el árbol de colibríes dentro de su bóveda de cristal. A lo largo de las paredes, había paisajes repletos de animales de todos los continentes… allí estaban el zorro, la liebre y el lobo árticos, perdidos en la nieve centelleante, la selva lluviosa brasileña, tras cuyas grandes hojas verdes se ocultaban serpientes, monos y tapires, y, ocupando la pared del fondo, las grandes llanuras africanas, rebosantes de gacelas, leones y suricatas. Todo estaba justo como Tom lo recordaba. Todos los animales, coleccionados por su pariente lejano, el legendario cazador sir Henry Scatterhorn y luego disecados por August Catcher, el taxidermista igual de legendario, que, casualmente, era el mejor amigo de sir Henry.

—Ha quedado bien, ¿no crees? —dijo Jos, acercándose al lugar donde Tom estaba parado en un charco de luz—. Dos expertos han tardado casi un año en restaurarlo.

—Es fantástico —asintió Tom, mirando a su alrededor. Los animales podían tener más de un siglo, pero parecían más vivaces que nunca.

—Voy a interpretar eso como la aprobación del propietario —resolló Jos, yendo al rincón donde estaba la gran maqueta de Dragonport nevado. Tom lo siguió y escudriñó la ciudad extendida ante él, tal como era hacía un siglo. Como todo lo demás, estaba igual, pero no del todo—. Ha quedado genial, ¿verdad? —dijo Jos, toqueteando el interruptor que convertía la escena nocturna en una diurna—. Eliminamos esos dichosos escarabajos, la limpiamos bien, la repintamos y, ¡abracadabra!, como nueva. Bueno, casi —añadió, apretando el interruptor en vano. Tom miró las concurridas calles nevadas y la feria del hielo instalada en el río helado y lo inundaron recuerdos de su última visita al museo… pensar que había estado allí… todo parecía más diáfano que antes…

—De cualquier modo —prosiguió Jos—, esto ya está muy visto, ¿no, chaval? Imagino que lo que a ti te apetece ver son las novedades, como a todos.

Tom miró ajos y él le guiñó el ojo.

—Es por aquí —dijo, riéndose, y se dirigió a las escaleras—. Sé que las clases te absorben mucho y no has estado totalmente al corriente de la restauración —añadió, internándose en la oscuridad—, pero ten por seguro, Tom, que hemos mantenido el espíritu. Este sitio es, a su manera, una cápsula del tiempo, y espero que lo siga siendo durante mucho tiempo. Aquí no hay ninguno de esos carísimos ordenadores vuestros ni ninguna de esas chorradas interactivas. Solo taxidermia de toda la vida y de primera calidad.

Tío Jos se detuvo en el rellano para recobrar el aliento y contempló la confusión de sombras de la planta baja.

—Y, si te soy sincero, Tom, aunque he pasado aquí la mejor parte de mi vida, nuestra última adquisición los eclipsa a todos.

—¿La colección Hellkiss? —dijo Tom con expectación.

—Afirmativo.

Jos se aclaró ruidosamente la garganta y se dio la vuelta para estar ante la tigresa asesina, que seguía agazapada al final de las escaleras, lista para saltar.

—Vamos, que no estoy seguro de que ni nuestra tigresa esté a la altura.

Tom sonrió con anticipación; había oído algún que otro comentario sobre el tema a sus padres durante el curso.

—¿Dónde está?

—Paciencia paciencia —dijo Jos, disfrutando del suspense, y, al llegar a la primera planta, se dirigió a una gran puerta de madera situada al final de las vitrinas de las aves—. De esto no te acordarás, porque la última vez que estuviste aquí no existía. Bueno, existía, pero estaba tapiado. Verás, cuando sir Henry Scatterhorn construyó este sitio hace un montón de años, hizo un ala este simétrica al ala oeste. Lo cual era lógico, porque, si el museo llegaba a ampliarse, lo haría por ahí. Pero, como tú y yo sabemos bien, chaval, no hubo nunca ningún motivo para hacer eso, ni tampoco fondos. De hecho, creo que casi nos habíamos olvidado de que existía. Hasta ahora.

Jos abrió la puerta con un ostentoso ademán. Detrás, había una sala alargada y de techo alto con minúsculas ventanas cerca de las vigas. A primera vista, era como cualquier otra sala del museo, con vitrinas llenas de animales dispuestas a lo largo de las paredes. Pero en el centro era distinta, porque estaba presidida por tres grandes escenas, una confusión de formas y cuerpos que no se parecía a nada de lo que Tom había visto hasta entonces. Jos lo miró con expectación.

—¿Qué opinas de eso?

Para empezar, Tom no estaba seguro de lo que eran. Se acercó a los animales disecados más próximos, que reconoció como dos guepardos, en pos de una gran gacela. Aquello no tenía nada de extraordinario, salvo que los tres animales estaban corriendo a toda velocidad y apenas tocaban el suelo, zigzagueando entre la hierba. Parecía que fueran a saltar en cualquier momento y Tom se maravilló de que August Catcher hubiera conseguido plasmar una escena así y, más aún, de que hubiera logrado disecarlos en aquella postura. Adentrándose más en la penumbra, vio otra escena extraordinaria, más grande que la primera. Era de una charca enfangada, repleta de animales salvajes bebiendo. En el centro de la charca, un enorme cocodrilo había saltado fuera del agua como si fuera un tronco volador. Estaba dando un coletazo al agua fangosa y había atrapado entre sus enormes fauces el hocico de un ñu muy sorprendido. Una vez más, August Catcher había escogido el momento con precisión; todos los animales estaban a punto de emprender la huida, el cocodrilo acababa de empezar a girar la cabeza y su temblorosa presa tenía expresión de susto mezclado con puro horror.

—Es casi como un fotograma de una película, ¿verdad? —dijo Jos con admiración—. Congelación de la imagen en tres dimensiones.

Tom alargó la mano y pasó los dedos por las cascadas de agua verticales que August había hecho con vidrio fundido.

—¿Cómo lo hizo?

—Sí, ¿cómo? —repitió Jos, guiñándole el ojo—. Pero si te gusta esa, Tom, guárdate un poco de admiración para esta belleza.

Dirigiéndose a la pared del fondo, Jos encendió un foco.

—Caray.

A Tom le brillaron los ojos del entusiasmo. Lo que le había parecido un montón de piedras cayendo al suelo con la pared como telón de fondo cobró súbitamente forma. En la base había un gran rinoceronte negro, saltando por un acantilado. Lo seguía una serie de animales que se precipitaban al vacío con la mirada desorbitada, suspendidos en el aire en posturas de verdadero horror. Había leones, facóqueros, una jirafa, dos osos pequeños, un viejo tigre blanco, lémures y buitres, monos y serpientes pitón. Era como si todos los animales de un zoológico hubieran saltado por un barranco. Y por encima de ellos se erigía una abrupta pared negra de agua coronada por una franja de espuma blanca.

—Se llama El Diluvio —dijo Jos con orgullo—. Bíblico, ¿verdad? El Diluvio universal.

Tom movió la cabeza con asombro. Era espectacular, pero lo que todavía lo hacía más increíble era que todas aquellas criaturas parecían estar suspendidas en el aire, congeladas en el momento de saltar por un acantilado. Pero ¿cómo podían mantenerse en su sitio? ¿Qué las sustentaba? Tom se fijó mejor; no había cables ni barras de acero, y entonces advirtió que todos los animales estaban tocando a otro de alguna forma; una cola rozaba livianamente un ala, una uña arañaba un lomo, todos los animales de aquella colosal escena estaban unidos por una intrincada serie de conexiones que se sustentaba en el gran rinoceronte de la base. Pero ni tan solo el rinoceronte tocaba el suelo… ¿o sí?

Se acercó a un lado de la vitrina y vio que solo el dedo trasero de su pie izquierdo estaba en contacto con la pared rocosa. Todo lo demás estaba suspendido en el aire.

—Pero ¿cómo…? —comenzó a decir, no queriendo parecer estúpido—. O sea…

—¿Cómo narices se sostiene? —dijo Jos, riéndose—. Yo también he estado preguntándomelo, Tom —dijo—, estrujándome el cerebro. Creo que con soportes pescantes.

—¿Soportes pescantes?

—Ya sabes, pesos, equilibrios y todo eso. Como un sube y baja. Creo que casi todos los animales suspendidos en el aire están rellenos únicamente de papel maché o plástico, por lo que no pesan casi nada. En cambio, el pie del rinoceronte es de acero macizo, lo bastante resistente como para soportar el peso de todos los demás, y el acantilado pesa suficiente para equilibrarlo todo. Muy habilidoso, ¿no?

Tom se estaba devanando los sesos; nunca se concentraba mucho en clase de física, pero aquello era increíble. Casi era magia, pero, por supuesto, no lo era. No le extrañaba nada que Jos estuviera tan complacido.

—En mi opinión poco objetiva, lo considero el mejor logro de August Catcher —dijo en tono pomposo— y, muy probablemente, la pieza de taxidermia más llamativa del mundo. Es pura invención, por supuesto, fruto de una imaginación desbordante, pero este servidor no había visto nunca nada igual, y dudo que nadie más lo haya hecho.

Miró a Tom entusiasmado, con los ojillos negros brillándole.

—¡Y pensar que está aquí, chaval, en el Museo Scatterhorn!

Y aquel era otro misterio que Tom no terminaba de entender.

—Entonces… ¿Nicholas Zumsteen nos ha donado todo esto?

—Sí, por así decirlo. Él ya hace mucho que se fue, «sabes», pero su viuda sigue viva. Todo ha sido cosa suya, de hecho.

—¿Por qué?

—Creo que le caíste bien.

—¿Yo?

—Tú, Tom. Déjame que te haga un resumen. Los Zumsteen son una gente bastante rara. Hubo un tiempo en que estuvieron forrados; comerciaban con diamantes, creo, y eran muy reservados. Tenían casas en todo el mundo. Monaco, Sudáfrica, México, e incluso Hellkiss Hall, a poca distancia de aquí río arriba. Es una casa extraña, rodeada de kilómetros de bosque. Yo no viviría ahí ni que me pagaran. Y, según dicen, tampoco Nicholas Zumsteen, el hijo menor. Era un tarambana, los aviones y los animales le volvían loco, y no tenía ningún interés en los diamantes. No sé cómo, se topó con August Catcher en sus viajes y le encargó hacer esta escena sin reparar en gastos. Eso sacó de quicio a su padre, creo.

—¿Por qué, no le gustaban?

—No los soportaba —respondió Jos—. Que es por lo que llevaban casi cincuenta años aparcados en el vestíbulo de Hellkiss Hall. El viejo casi fingía que no estaban allí. Probablemente, porque le recordaban a Nicholas.

—¿Qué le ocurrió? —preguntó Tom—. ¿Has dicho que murió?

—Bueno, desapareció, más bien —respondió Jos, con aire de complicidad—. En algún punto del Pacífico. Las cosas no están claras. Es un «misterio», ¿sabes?

—¿Y su viuda? Has dicho…

—¿Oscarine? —Jos se rió entre dientes—. Oscarine Zumsteen. La novia de Dragonport.

—¿La novia de Dragonport?

—En sus buenos tiempos, Oscarine era intocable. Era bella. Legendaria. Pero, después de que Nick desapareciera, se volvió un poco solitaria. Por supuesto, los Zumsteen no la querían viviendo con ellos y le cedieron una de sus casas de campo, la del borde del humedal. Y allí está desde entonces, volviéndose loca poco a poco, según dicen. —Jos se quedó callado, los ojos brillándole bajo los enormes setos de sus cejas.

»Es decir, hasta que leyó un curioso artículo en el periódico sobre un jovencito que había vendido un zafiro para restaurar el Museo Scatterhorn. Debió de tocarle la fibra. Así que vino a echar un vistazo.

—¿La conociste?

—Pues claro. Le hice una visita guiada. Quería saberlo todo sobre el museo, y sobre ti, claro. Luego, antes de que me diera cuenta, estaba convenciendo a los Zumsteen de que todas estas bellezas ignoradas debían trasladarse aquí, para estar con el resto de la obra de August. E, increíblemente, ellos aceptaron. Creo que se morían de ganas de deshacerse de ellas, para serte sincero. Pero lo que a uno cura a otro mata, ¿no?

Tom y Jos se quedaron mirando las sorprendentes escenas en silencio.

—Ojalá las hubiera visto mi querido padre —masculló Jos—. Con ellas aquí, deberíamos tener cola en la calle. Lo cual me recuerda que ya debe de ser hora de abrir, ¿no?

A las diez en punto, Tom abrió la pesada puerta del museo y se quedó un momento parado, parpadeando para habituarse al sol.

—¿Abres o qué?

La señora de nariz aguileña lo miró por encima de sus lentes.

—¿Disculpe? —dijo Tom—. ¿Está usted…?

—¿Esperando el autobús? ¿Y a ti qué te parece? —interrumpió su compañera—. Que seamos abuelas no significa que tengamos todo el día.

Tom se hizo a un lado mientras entraba el reducido grupo de señoras mayores, charlando alborotadamente. Aquello era increíble: había gente esperando para entrar en el Museo Scatterhorn. Nadie hacía eso antes. Rascándose la cabeza, volvió a entrar. Las cosas habían cambiado, desde luego que sí…

Y, conforme fue transcurriendo la mañana, la afluencia de visitantes continuó. Grupos de turistas, en su mayor parte, intrigados por cómo era un auténtico viejo museo inglés de taxidermia, y también un flujo constante de lugareños, muchos de los cuales parecían estar tan interesados en el nuevo propietario como en la colección Hellkiss.

—¿Eres tú el auténtico Tom Scatterhorn?

Un niño con los ojos enormes lo estaba mirando, maravillado.

—Esto… sí —farfulló Tom, un poco azorado.

El niño negó con la cabeza: aquello era increíble.

—¿Y tienes el zafiro más grande del mundo?

—Ya no. Lo he vendido. Y no era el más grande.

—¿Era así de grande? —preguntó el niño, extendiendo los brazos para representar el tamaño de un balón de fútbol.

—No —dijo Tom, sonriendo—, más bien así —añadió, representando el tamaño de una ciruela con la mano—. Pero valía mucho dinero.

El niño pensó un momento en aquello, no del todo seguro de que fuera cierto.

—¿Como cuánto?

—Hum…

—¿Cien millones?

—No.

—¿Diez millones, billones, trillones?

—Pues…

—¿Tropecientos millones?

—Casi —dijo Tom, riéndose, y advirtió que un par de muchachas estaban señalándolo y sonriendo desde el otro lado del vestíbulo. Notó que se ruborizaba. El niño movió la cabeza con incredulidad.

—Caray.

—Más dinero del que tú verás en tu vida, Bradley —lo interrumpió su madre—. Lo siento, majo. —Sonrió a Tom—. Hace muchísimo que quiere conocerte. Cuando sea mayor, quiere tener un museo. Nosotros hemos estado recogiendo unos cuantos especímenes, ¿eh, Bradders? Anda, enséñale lo que tenemos.

Bradley asintió con la cabeza y, poniéndose serio, metió la mano en su mochila y sacó una caja de pequeños escarabajos verdes, rojos y azules montados en plástico.

—Son del señor Chan, el hombre de los cumpleaños. Los reparte en las fiestas. —Bradley empezó a colocar los escarabajos en la mesa que tenía delante, formando un elaborado dibujo con ellos. Las muchachas se acercaron para echar un vistazo.

—Muy bonitos —dijo una—. Me gustan.

—Los rojos me encantan —dijo la otra, riéndose tontamente.

—¿Entonces los quieres, para el museo?

Tom no supo muy bien qué decir.

—Se ha pasado muchísimo tiempo coleccionándolos —canturreó su madre, ilusionada—. Se pondría contentísimo.

—Tendría que volver a empezar, pero no me importa —dijo Bradley, clavando sus ojazos en Tom—. Mucho.

—Esto…

—Bueno, bueno, ¿qué tenemos aquí? —resolló Jos, acudiendo en su rescate—. ¿Más piezas para la mejor exposición de Dragonport?

Escudriñó la variopinta serie de escarabajos que Bradley había dispuesto en la mesa con mucho cuidado.

—Qué colección tan magnífica, jovencito. Verdaderamente magnífica.

Bradley se hinchó de orgullo; luego se inclinó hacia delante para contar un secreto a Tom.

—Los colecciono por colores. Mira: rojos, verdes, azules —dijo, con mucha seriedad—. ¿Entiendes?

—Creo que sí —respondió Tom, todavía un poco desconcertado.

—Bueno, señor director —dijo Jos, guiñándole el ojo. Al fin y al cabo, es tu museo. ¿Podemos quedarnos con la colección de escarabajos de Bradley?

Tom captó su mirada traviesa.

—Hum… sí. ¿Por qué no? —dijo, esperando haber dicho lo correcto.

—Bravo —resolló Jos—. Conozco el sitio ideal para ellos. Venga conmigo, señor director.

—Perdona por haberte metido en esto, chaval —dijo Jos, riéndose—. Se me ocurrió una idea para las fiestas de Dragonport. Me tomé la libertad de poner un anuncio en el periódico, pidiendo a los coleccionistas de por aquí que donaran material para una pequeña exposición. Nos han traído toda clase de cosas. La mayoría no valen para nada, por supuesto, pero una buena parte de la obra del señor Catcher también ha salido de lugares insospechados.

Jos pasó por las salas dedicadas a las aves y entró en una pequeña sala de la nueva ala este, donde depositó los escarabajos de Bradley en una vitrina rotulada «últimas colecciones». Tom miró a su alrededor y vio que el resto de la exposición constaba principalmente de animales de compañía disecados bastante estropeados con aspecto de haber salido de un desván. Estaba el «Pobre Polly», un loro que había presenciado la batalla de Waterloo y vivido noventa y tres años; «Badger», un Jack Russell muy bizco al que le faltaba una oreja; y una jaula de sucios periquitos azules y amarillos que había pertenecido a una tal señorita Snowdrop Scott. Entre aquellos objetos había colecciones de piedras, huevos, monedas extranjeras y viejas botellas de leche, donadas todas por los habitantes de Dragonport.

—¿Qué es eso? —preguntó Tom, acercándose a la maqueta de la gran vitrina que ocupaba el centro de la sala.

—Es el hallazgo sorpresa de la exposición —resolló Jos, acercándose a él—. La trajeron ayer. Son las «islas Tithona», por lo visto. Del Pacífico. Yo no las conozco. Hecha por el mismísimo August Catcher.

—¿Hecha por August Catcher? —repitió Tom, mirando los centenares de islas, todas con extrañas formas. Vio poblados flotantes que se extendían hacia los arrecifes, barcos de pesca que flotaban en las cristalinas aguas azules, selvas que tapizaban las escarpadas laderas montañosas y cabañas ocultas entre los árboles. Era otro mundo, tan detallado y completo como la maqueta de Dragonport expuesta abajo.

—¿Para quién la hizo?

—Dios sabe. Viene de Hellkiss Hall. Oscarine Zumsteen la encontró en no sé qué establo. Pensó que debíamos tenerla nosotros.

—¿En serio?

—Eso dice. August debió de estar en las islas en algún momento, imagino. ¿Cómo es posible hacer nada igual sin haber estado? Pero, por qué la hizo, y para quién… —Jos se encogió de hombros.

A través del cristal, Tom escudriñó las extrañas formas volcánicas de las islas surgiendo del cristalino mar azul. ¿Qué secretos podía encerrar la maqueta?

—Así que este es el muchacho del que tanto hemos oído hablar.

Al volverse, Tom vio a un hombre bajo y enjuto estrujando la mano ajos. Llevaba un gorro azul celeste que estaba tan grasiento que parecía que se lo hubieran encerado en la cabeza y una bata marrón de conserje.

—¡Ern! —rugió Jos—. ¿Se puede saber dónde te habías metido?

—Aquí estoy, a sus órdenes, mi capitán.

—Tom —resolló Jos—. Deja que te presente a mi nuevo primer oficial, el que ahora lleva todo el cotarro. Ern Rainbird, Tom Scatterhorn.

—Me alegro de conocerte, jefe —dijo Ern, adelantándose y cogiendo la mano de Tom entre sus fuertes dedos nudosos.

—Hola —dijo Tom, haciendo una mueca cuando Ern le estrujó despiadadamente la mano. Luego lo miró a la arrugada cara pecosa; sin duda, Ern Rainbird tenía algo extraño pero, por el momento, no sabía qué era.

—Ern se ocupa del mantenimiento diario de este barco ahora que Melba y yo hemos entrado oficialmente en la edad madura —explicó Jos—. Es un viejo colega de la marina mercante.

—Así es —gruñó Ern, escrutando a Tom con sus ojos azafranados—. Si hay algo que limpiar, bruñir o remendar, chaval, yo lo resuelvo, en un periquete.

—Así es Ern. Has impuesto un nuevo régimen, ¿verdad?

—Desde luego que sí, hijo —gruñó Ern—. He puesto un poco de orden en este sitio. Cerraduras como Dios manda en las puertas, rótulos en los armarios, ya sabes. No se puede gobernar un barco como este sin orden. Como yo siempre digo al señor Scatterhorn: si el sistema se casca…

—Nosotros también —lo interrumpió tío Jos, que obviamente ya había oído aquel refrán muchas veces—. Bien hecho, Ern. Pues sigue, número uno —bramó, y le hizo un jocoso saludo militar.

—Sí, sí, patrón —gruñó Ern, tocándose el gorro, y volvió a clavar en Tom sus ojos azafranados—. Me alegro de conocerte, chaval.

Tom se quedó mirando al patizambo Ern Rainbird cuando se dio la vuelta y mientras se perdía en la oscuridad, preguntándose cómo había podido contratar tío Jos a alguien tan distinto a él.

—Sé qué estás pensando, Tom —dijo Jos en voz baja—. Es un poco… militar, pero es lo que necesitamos. Melba y yo no queremos estar detrás de ningún holgazán. Ern tiene sus normas, listas de tareas, tablas, hasta una cocinilla en la sala de la caldera con una tetera y un bote de galletas. Todo lo que necesita es una hamaca y ya vuelve a estar en la marina. No te preocupes por Ern.

Tom no estaba tan seguro, pero decidió reservarse sus dudas. Y, además, tuvo poco tiempo para preocuparse de eso, porque se pasó el resto del día sonriendo y estrechando la mano a desconocidos. Dondequiera que fuera la gente lo miraba y lo señalaba, y perdió la cuenta de las veces que llegaron a preguntarle: «¿De verdad eres Tom Scatterhorn?». Empezó a extrañarse por primera vez de que la gente quisiera ser famosa. Resultaba agotador.

—Buen trabajo, buen trabajo, buen trabajo —murmuró un numeroso grupo de ancianos estadounidenses al salir por la puerta, seguidos de Goteras Logan, el nuevo alcalde, quien, como de costumbre, estuvo encantado de ser el último en marcharse.

—Bien hecho, Tom Scatterhorn —dijo Goteras, dando a Tom una palmada tan fuerte en la espalda que casi lo derribó—. Dragonport necesita jóvenes como tú con iniciativa para volver a ponerlo en el mapa.

—Si no estuviéramos en el mapa, aquí no habría nadie —dijo Melba, que había venido para ayudar a cerrar el museo.

—De acuerdo, señora Scatterhorn, pero quiero que Dragonport acoja en su seno a los líderes empresariales del mañana. Celebrar hoy las excelencias del mundo del mañana. Lo considero una misión crucial.

—Es suficiente, Goteras —dijo Melba, empujándolo para que saliera y cerrando la puerta.

—Qué horror —resolló Jos, frotándose la cabeza—. ¿Misión crucial? Dios santo, y pensar que antes era un mero fontanero.

Por un momento, los tres se quedaron sin decir nada en la fresca penumbra, oyendo cómo se alejaban por la calle las últimas voces.

—El silencio es oro —susurró Melba, la voz resonándole en la sala—. No creía que fuera a volver a decir eso.

—Pero es una buena cosa —dijo Jos, sonriendo con cara de cansancio.

—Sí —dijo Melba, sacando las ganancias de la caja registradora y metiéndolas en la caja de caudales—. Si no nos andamos con cuidado, el Museo Scatterhorn se autofinanciará.

—Eso sería una catástrofe —dijo Jos, guiñándole el ojo y acercándose a Tom, que estaba sentado en las escaleras, agotado—. Chaval —añadió, sacándose un juego de llaves del bolsillo con mucha ceremonia—. Considerando que eres el propietario y un claro líder empresarial del mañana, creo que te mereces un juego —dijo, dejándole las llaves en el regazo—. Es tuyo, ¿no? ¿Por qué no ibas a poder ir y venir como te convenga?

Tom no supo qué decir. Habían sido demasiadas emociones para un día.

—Gracias. De veras. Muchas gracias.

—No es nada, chaval —dijo Jos, sonriendo—. Hasta luego.

Tom les dijo adiós con la mano cuando ellos salieron. Unicamente ahora, por fin, estaba solo. Respiró hondo y miró a su alrededor. Jos tenía razón. Era evidente que las cosas habían cambiado en el museo, pero ¿hasta qué punto? Allí estaban el mamut, el gorila, el pájaro dodo, la tigresa, agazapada en la oscuridad, esperando. Tom fue hasta el centro de la sala y miró arriba. Por la claraboya, vio que el cielo azul se había vuelto morado: la noche estaba al caer. Bien. La oscuridad iba mejor. Se aclaró la garganta con nerviosismo: ¿Debía? «Venga. Prueba. No lo sabrás hasta que pruebes. Está bien —pensó—. Allá voy».

—¿Hola? —dijo.

Oyó el eco de su voz en la oscuridad.

—¿Hola?