1942

Martes, 7 de abril

4 horas

Primera página Diario

Primera página del Diario, martes 7 de abril de 1942, p. 17.

© Memorial del Holocausto - Col. Job.

Vuelvo… de casa de la portera de Paul Valéry. Por fin me he decidido a ir a buscar mi libro. Después de comer, el sol brillaba; no había amenaza de chubasco. Tomo el 92 hasta l’Etoile. Al bajar la avenida Victor Hugo han empezado mis aprensiones. En la esquina de la rue de Villejust, he tenido un momento de pánico. Y de inmediato la reacción: «Tengo que asumir la responsabilidad de mis actos. There’s no one to blame but you [Sólo puedes culparte a ti misma]». Y he recobrado toda mi confianza. Me he preguntado cómo había podido tener miedo. La semana pasada, incluso hasta este momento, esto me parecía totalmente natural. Es mamá la que me ha intimidado al mostrarme que estaba muy asombrada de mi audacia. De lo contrario me parecía muy normal. Siempre mi estado de semiensueño. He tocado el timbre del 40. Un fox terrier se abalanza sobre mí ladrando, la portera le llama. Me pregunta con aire desconfiado: «¿Qué desea?» Le respondo con mi tono más natural: «¿El señor Valéry no ha dejado un paquetito para mí?» (No obstante, a distancia, yo me asombraba de mi aplomo, pero desde muy lejos.) La portera ha entrado en su garita: «¿A qué nombre?» «Señorita Berr». Se ha dirigido hacia la mesa. Yo sabía de antemano que estaba allí. Ella rebusca y me entrega el paquete, envuelto con el mismo papel blanco. Le digo: «¡Muchas gracias!». Muy amable, me responde: «A su disposición». Y me he ido, con el tiempo justo de ver que mi nombre estaba escrito con una letra muy clara, en tinta negra, sobre el paquete. Lo he deshecho en cuanto he llegado al otro lado de la puerta. En la guarda, había escrito con la misma letra: «Ejemplar de la señorita Hélène Berr», y debajo: «Al despertar, tan suave la luz y tan hermoso este azul vivo», Paul Valéry.

Y el júbilo me ha inundado, una alegría que confirmaba mi confianza, que armonizaba con el sol alegre y el cielo azul completamente límpido por encima de las nubes algodonosas. He vuelto a pie, con un pequeño sentimiento de triunfo al pensar lo que dirían los padres, y la impresión de que en el fondo lo extraordinario era lo real.


Ahora espero a Miss Day, que viene a merendar. El cielo se ha oscurecido de repente, la lluvia fustiga los cristales; se diría que es grave, ahora mismo ha habido un relámpago y truenos. Mañana tenemos que ir de picnic a Aubergenville con François y Nicole Job, Françoise y Jean Pineau, Jacques Clére. Al bajar la escalera de Trocadero, pensaba en mañana con alegría; al fin y al cabo habría muchos claros. Ahora mi alegría se ha ensombrecido. Pero el sol volverá a salir. ¿Por qué este tiempo es tan inestable? Es como un niño que ríe y llora a la vez.


Anoche me dormí después de haber leído la segunda parte de El monzón. Es magnífico. A medida que avanzo descubro la belleza de este libro. Anteayer era la escena entre Fern y su madre, las dos viejas. Anoche era la inundación, la casa de los Bannerjee y los Smiley. Tengo la sensación de vivir entre estos personajes. Ransome es ahora un viejo conocido, es muy atractivo.


La excitación de mañana ha ocupado la noche. No era un desbordamiento, sino una especie de alegría subyacente que a veces olvidabas y que volvía suavemente a ratos. Los preparativos eran como para un viaje. El tren sale a las ocho y treinta y tres. Hay que levantarse a las seis cuarenta y cinco.


Miércoles, 8 de abril

Vuelvo de Aubergenville. Hasta tal punto saciada de aire libre, de sol brillante, de viento, de aguaceros, de cansancio y de placer que ya no sé dónde estoy. Sólo sé que he tenido una crisis depresiva antes de cenar, en la habitación de mamá, sin causa normal o visible, pero cuyo origen era la tristeza de ver que se acababa este día maravilloso, de separarme completamente de su atmósfera. Nunca he podido acostumbrarme a que las cosas agradables tengan fin. No me esperaba esta crisis de desesperación. Creía haber olvidado estas chiquilladas, pero me ha ocurrido sin que me diera cuenta, sin que tampoco intentara combatirlo. Y además al volver he encontrado una carta de Odile y otra de Gérard[1], ésta malvada, hiriente. Se burla de mí, de mi carta. Ya no me acuerdo de qué se trataba, pero pensaba que él me entendería. Voy a responderle en el mismo tono.


Los ojos se me cierran aunque no quiera. El día desfila a jirones por mi mente embrutecida, vuelvo a ver la partida en la estación bajo un chaparrón y un cielo gris; el viaje en tren con las bromas alegres, la impresión de que todo iba a salir bien este día, el primer paseo por el jardín con la hierba mojada, bajo la lluvia, y la brusca aparición del pequeño campo, la partida de deck tennis antes de comer, la mesa de la cocina y el almuerzo muy animado y divertido, y luego todos han ayudado a fregar los platos, Françoise Pineau los secaba metódicamente, Job los ponía en su sitio, con la pipa en la boca. Jean Pineau ordenaba un tenedor o un plato al mismo tiempo y se reía cada vez que le atrapábamos, abriendo los brazos con aire evasivo; el paseo por la carretera de la meseta, a pleno sol, el chubasco recio y breve, mi conversación con Jean Pineau, el regreso al pueblo, donde nos hemos encontrado con Jacques Clére, el paseo hasta Nézel, bajo un cielo límpido, y un horizonte cada vez más amplio y luminoso, la merienda simpática con el chocolate sin azúcar e insípido, el pan, la mermelada; la sensación de que todos éramos felices, el regreso con Denise y las dos Nicole[2] apretujadas sobre una banqueta para que Job se pudiera sentar con nosotros, mis mejillas ardiendo; la hermosa cara de Jean Pineau enfrente de mí, con sus ojos claros y sus rasgos enérgicos, las despedidas en el metro y las sonrisas que expresaban el placer sincero y franco del día. Todo esto me parece a la vez extrañamente cercano y extrañamente lejano. Sé que se ha acabado, que estoy aquí, en mi habitación, y al mismo tiempo oigo las voces, veo los rostros y las siluetas como si estuviese rodeada de fantasmas vivos. Es porque el día no es ya del todo presente y no es aún pasado. La quietud a mi alrededor bulle de recuerdos y de imágenes.

Con amigos

«Regreso al pueblo, donde nos hemos encontrado con Jacques Clére, el paseo hasta Nézel, bajo un cielo límpido, y un horizonte cada vez más amplio y luminoso, la merienda simpática con el chocolate sin azúcar e insípido, el pan, la mermelada; la sensación de que todos éramos felices».

Diario, miércoles 8 de abril de 1942, p. 20.

© Memorial del Holocausto - Col. Job.


Jueves por la mañana, 9 de abril

Me despierto a las siete. Todo se embrollaba en mi cabeza. La alegría de ayer, la decepción de anoche, el estado de unpreparedness [incapacidad de reaccionar] en que me encuentro para el día de hoy, no habiendo previsto nada anteayer para más allá de este día, mi irritación contra Gérard que, si la razono, desaparece porque en el fondo tiene razón en burlarse de mí; la cara seria y apasionada a la vez de Jean Pineau en el tren; el pensamiento de que Odile se ha ido definitivamente, en el momento justo en que había una plenitud y nuestra amistad empezaba a ser más profunda. ¿Qué voy a hacer sin ella ahora?


Sábado, 11 de abril

Esta noche he tenido unas ganas tremendas de mandarlo todo a paseo. Ya estoy harta de no ser normal; harta de no sentirme ya libre como el aire, como el año pasado; harta de sentir que no tengo derecho a ser como antes. Me parece que estoy atada a algo invisible y que no puedo apartarme de ello a mi antojo, llego a odiar esa cosa y a deformarla.

Lo peor es que ante mí misma me siento totalmente libre e igual, pero ante los demás, mis padres, Nicole, el propio Gérard, estoy obligada a interpretar un papel. Porque a pesar de todo lo que pudiera decirles seguirán convencidos de que mi vida ha cambiado. Cuanto más tiempo pasa, más se agranda el abismo entre estos dos mundos. Está el yo que ahora aspira con todas sus fuerzas a volver a ser lo que antes era, lo que sería si nada hubiera ocurrido; y el yo que los demás piensan necesariamente que me ha reemplazado. Quizá este último yo sea un producto de mi imaginación. No, no lo creo.

Cuanto más tiempo pasa, más se deforma la situación para mí. ¿Por qué la considero ahora un malestar del que huyo casi con la cabeza gacha?

Por eso esta noche, cuando al volver encuentro la carta en que Gérard me anunciaba que ya no nos veríamos hasta el otoño, he llorado, por primera vez desde hace meses. No porque estuviera apenada, sino porque estoy realmente harta de este malestar sordo. Estoy tan harta de esta situación falsa, falsa con respecto a él, con respecto a mis padres, con respecto a Denise, Nicole, Yvonne. Esperaba que al menos su visita lo aclararía todo. Pero que todavía tenga que vivir así toda la primavera y todo el verano… Y no se lo puedo explicar a nadie. Al levantar la cabeza he sentido ganas de lanzar un desafío a no sé qué, me he dicho que me vengaría; que lo pasaría en grande, sin remordimientos, puesto que es así; y luego he ocultado la noticia bajo el revoltijo de la vida actual, para «pensarlo mañana», porque sabía muy bien que era una mala noticia.

Tengo perfecta conciencia de que lo deformo todo, incluso a mí misma, ¿de dónde viene esto?

Al principio: el análisis me lleva siempre a esta misma conclusión, que no puedo decidir nada antes de volver a verle y conocerle mejor.

Todo el mundo está de acuerdo en admitir esto; sólo que lo que no creo que los padres comprendan es que esta conclusión se haya convertido para mí en absoluta y sin reservas; que no sepa en absoluto nada de lo que ocurrirá; que no quiero absolutamente ninguna solución, que espero, como si fuera el resultado de un partido que yo no jugase.

Esto procede sin duda de mi incapacidad para aceptar una situación no definida. Me gusta analizarla, quizá para liberarme y ser otra vez normal. Esto se parece mucho al fastidio que me causa todo trastorno de la vida habitual. Denise diría que soy «casera».

Por tanto, desde que he llegado a esta conclusión espero este partido que se ha convertido en algo totalmente indiferente y exterior; es lo único que aguardo.

Lo malo es que a pesar de todo es una tensión que a la larga se vuelve insoportable. Por eso no he podido soportar la idea de que tuviera que prolongarse.

Por eso ha llegado a horrorizarme toda esta historia y la caricaturizo casi voluntariamente. En el fondo no quiero cambiar; es inevitable que se produzca un cambio en cosas de este estilo. Pero el cambio tiene que ser brusco, y sobre todo inundado de alegría, como debe estar cuando todo está bien.

Esta noche, si quisiera, podría arrojarme sobre mi cama y llorar, y decir a mamá que quiero aferrarme con todas mis fuerzas a lo que yo era antes. Y mamá seguramente me consolaría y yo me dormiría con el sabor de las lágrimas y también con la calma de la paz. Pero mamá entonces se preocuparía un poco más en la habitación de al lado.

Y ni siquiera sé si yo podría hacer esto. Sería self-pity [autocompasión], y me he vuelto dura conmigo misma, porque creo que nada es más necesario en este momento. Es solamente por esto: porque no sería la dignidad la que me impidiese hacerlo. La dignidad con mamá sería un crimen. Tampoco es porque yo fuera a exhibir y explotar una emoción o un sentimiento que en el fondo no experimentase, para llegar a este resultado inevitable: volverlo cheap [lastimoso]. Porque todo lo que yo dijese sería totalmente sincero y cierto. Pero no quiero apenar a mamá. Esta misma tarde papá ha recibido un aviso de expoliación[3] y mamá carga con todo esto y lo oculta todo.

It sufficeth that I have told thee [Me basta con haberte hablado de ello], mi hoja de papel; ahora todo va mejor.


Pensemos en otra cosa. En la belleza irreal de este día de verano en Aubergenville. El día ha transcurrido de manera perfecta, desde la salida del sol, lleno de frescor y de promesa, luminoso, hasta la tarde tan suave y serena, tan tierna, que me ha bañado hace un rato, cuando he cerrado los postigos.

Verano en Aubergenville

«Belleza irreal de este día de verano en Aubergenville. El día ha transcurrido de manera perfecta, desde la salida del sol, lleno de frescor y de promesa, luminoso, hasta la tarde tan suave y serena, tan tierna, que me ha bañado hace un rato cuando he cerrado los postigos».

Diario, sábado 11 de abril de 1942, p. 24.

© Memorial del Holocausto - Col. Job.

Esta mañana, al llegar, después de haber pelado las patatas, me he escapado al jardín, segura del placer que me esperaba. He reencontrado las sensaciones del verano pasado, frescas y nuevas, que me aguardaban como unas amigas. La luz fulminante que emana del huerto, el alborozo que acompaña a la subida triunfal en el sol matutino, el júbilo, renovado a cada instante, de un descubrimiento, el perfume sutil de los arbustos en flor, el zumbido de las abejas, la aparición repentina de una mariposa de vuelo vacilante y un poco ebrio. Yo reconocía todo esto con una alegría singular. Me quedé soñando en el banco allá arriba, dejándome acariciar por aquella atmósfera tan suave que me derretía el corazón como si fuese de cera; y a cada momento percibía un esplendor nuevo, el canto de un pájaro que se ejercitaba en los árboles todavía pelados y al que aún no había prestado atención, y que de pronto poblaba el silencio de voces, el arrullo lejano de las palomas, el piar de otros pájaros. Me divertí observando el milagro de las gotas de rocío sobre la hierba; girando un poco la cabeza las veía cambiar su color del diamante al esmeralda y después al oro rojo. Una de ellas incluso se convirtió en rubí, parecían faros pequeños. De golpe, al echar hacia atrás la cabeza para ver el mundo al revés, vi la armonía maravillosa de los colores del paisaje que se extendía ante mí, el azul del cielo, el azul tenue de las colinas, el rosa, el negro y los verdes neblinosos de los campos, los pardos y los ocres tranquilos de los tejados, el gris apacible del campanario, todos ellos bañados en una suavidad luminosa. Sólo la hierba fresca y verde a mis pies ponía una nota más cruda, como si fuera el único ser vivo en aquel paisaje de ensueño. Me dije: «En un cuadro, este verde resultaría irreal, con todos esos coloridos de pastel». Pero era auténtico.


Miércoles, 15 de abril

Escribo aquí porque no sé con quién hablar. Acabo de recibir una carta casi desesperada, llena de amargura y de desaliento. Mi primer sentimiento al leerla ha sido casi de triunfo, al ver que él también estaba como yo. El segundo ha sido de terror, al ver que no puedo accionar a mi antojo el gatillo de mis propios sentimientos sin que otro ser humano sufra.

Hay frases que me han estremecido —su camino diverge del mío…, vamos derechos a un callejón sin salida…— porque he tenido la brusca sensación de que confirman intuiciones vagas y oscuras que yo siempre había tenido.

Y ahora tengo miedo.

¿Qué hay que hacer? Los dos estamos afligidos. Pero no podemos compartir la pesadumbre como podrían hacerlo otras dos personas, porque si trato de consolarle le diré únicamente que soy como él, ¿y eso no le producirá más congoja? Si pongo ternura en mi respuesta, mentiré o será sentimentalismo.

Al mismo tiempo tengo la impresión de tener delante a un desconocido, un carácter de hombre, y que no poseo ninguna experiencia, y que no sé cómo actuar con él.

Mamá es la única que podría ayudarme. Pero sé que pensaría en papá, que me citaría analogías en el caso de papá, y no comprenderá por qué me retraigo cuando pone a Gérard en el lugar de papá. Yo no puedo verlo como algo similar.

Él me habla con entusiasmo de mis cartas. Por eso su camino diverge del mío. Pero ¿no comprende que si le envío «descripciones de paisajes» es porque no puedo hablar de otra cosa, de mis sentimientos, que no son seguros como los suyos? Pero esto tampoco puedo explicárselo.

A ratos se apodera de mí una desesperación sosegada. Pienso: siempre he sabido que no estábamos hechos el uno para el otro. Yo lo sentía y me asustaba cuando veía que los demás preveían otra cosa; tengo algo de hindú en mi temperamento.

¡Dios mío! ¿Qué hay que hacer? ¿Qué voy a responder?

El final de su carta es cínica. Pero ni siquiera me afecta. ¡Si él lo supiera!

¿Por qué la vida se ha vuelto tan complicada?

Miércoles, 15 de abril

He trabajado todo el día, para huir. He conseguido olvidar. Tres horas después, emergía de un mundo lejano y me ha parecido que todo esto volvía a carecer de consistencia.

He trabajado también toda la tarde, pasando a máquina mi capítulo sobre Bruto. El sol era tan fuerte que he cerrado las contraventanas. Fuera, era la coronación del verano.

Salgo a las cuatro, de lleno en el calor veraniego —extraña sensación—, voy a la Sorbona, a la sesión Escarpit. Esto me recordaba el período de exámenes del año pasado, y sin embargo me siento más libre, más errante, menos agobiada.

Terminé El monzón antes de dormirme. Pero he dormido muy mal.

Jueves, 16 de abril

Esta mañana he ido a la Sorbona para despejarme un poco. He sufrido una decepción porque esperaba ver a Sparkenbroke[4]. Pero le he visto esta tarde; he llegado demasiado pronto, naturalmente. He subido un instante a la biblioteca y al bajar oigo a alguien cantando a voz en grito en la escalera. Era Escarpit, que estaba abajo con su novia. Cantaba, probablemente porque estaba contento; contento de su felicidad, de su trabajo. Es un chico maravillosamente equilibrado. A pesar de no ser muy culto, refleja salud moral, intelectual. Me paro en seco al pie de la escalera al reconocerle. Él se ríe sin azorarse lo más mínimo, yo me río, su novia se ríe. Una ola de simpatía me ha invadido.

Espero en el patio, charlando con Charlotte Brontë, la chica que se ha especializado en Charlotte Brontë. Es muy agradable. Posee también esa cualidad indefinible de los estudiantes que veo, la de hacerte sentir que te aprecian.

La clase de Cazamian incluía una disertación de un chico que tiene un aire astuto y chistoso sobre el lirismo de Shelley. No la he seguido muy bien, pero sentía que lo que él decía estaba lleno de ardor y de poesía. El elogio de Cazamian ha confirmado mi intuición. Pero yo no tenía paciencia para escuchar. Me he ido a las once y cuarto. He ido a secretaría a que me renueven el carné y he vuelto.

Después de comer voy con mamá en coche a la consulta del doctor Redon, que me ha cortado algunas láminas de piel del dedo para expulsar la invisible gota de pus, y luego bajo el bulevar Saint-Michel inundado de sol, lleno de gente, recobrando mi alegría familiar, maravillosa, al acercarme a la rue Soufflot. A partir de aquí, hasta el bulevar Saint-Germain, estoy en territorio encantado.

Por eso apenas me asombra que, al dejar a mamá en la parada del S, me tope de narices con Jean Pineau. Me estrecha la mano; yo retiro mi dedo enfermo sin que él se dé cuenta. Tenía la cara toda rosa, ¿quizá por el placer del encuentro? No tengo ni idea. Yo estaba encantada. Pero sólo después me he percatado de lo maravilloso de este encuentro. Él me coge el libro —el Hugo von Hofmannsthal— que en realidad yo quería enseñar a Sparkenbroke. Él ha estado brusco, pero alegre, imposible de definir. Nos separamos casi de inmediato, él subía el bulevar y yo iba al Instituto. Eran las tres y diez, yo tenía pensado asistir a la clase de Delattre.

Entro en el anfiteatro y veo a Sparkenbroke en su palco. Me siento en mi sitio habitual, al lado de una chica gruñona. Delattre hablaba de todos, yo no le escuchaba, miraba mi sombra en el sol. A y media, hay el barullo que precede a la explicación del texto, mi vecina pasa por delante de mí para salir. Me levanto para dejarla pasar y veo que Sparkenbroke me hace señales que querían decir: «¿Te quedas?». Le respondo que no, y hemos salido al sol. Me ha invadido un extraño alivio. No haberle visto me habría frustrado mucho, es el único resplandor de luz en este infierno en que vivo, el único modo de aferrarme a mi vida normal, de evadirme.

El dice: «¿Vamos al Luxemburgo?» Miro el reloj, Françoise Masse venía a merendar. Pero no lo he dudado. El vuelve al anfiteatro a recoger su cartera y nos marchamos. El extraño paseo por las calles conocidas que ya no reconocía, como si de golpe fueran distintas, la rue de l’École-de-Médecine, la rue Antoine-Dubois, la rue de Médicis. Él hablaba de su proyecto de escribir un Chantecler y Pertelope, su voz me parecía negligente, sus entonaciones, mi timidez habitual, y poco a poco se ha restablecido la normalidad. En el Luxemburgo nos paramos al borde del estanque, donde navegaban decenas de veleros; sé que hemos hablado, pero sólo conservo un recuerdo de la fascinación que ejercía sobre mí el centelleo del agua bajo el sol, el ligero chapoteo y las ondas que rebosaban de alegría, la curva graciosa de los pequeños veleros bajo el viento y, por encima de todo, el gran cielo azul tembloroso. A mi alrededor había una multitud de niños y de adultos. Pero lo que me atraía era el agua centelleante. Incluso cuando yo hablaba, veo ahora que era ella la que ocupaba mi mente. Sin embargo, tenía ganas de discutir, porque Sparkenbroke me decía: «Los alemanes van a ganar la guerra». Le he dicho: «¡No!» Pero no sabía qué otra cosa decir. Sentía mi cobardía, la de no defender ya ante él mis creencias; entonces he reaccionado y exclamo: «Pero ¿qué será de nosotros si ganan los alemanes?» El hace un gesto evasivo: «¡Bah! No cambiará nada» —yo sabía de antemano que él me respondería esto—. «Siempre existirán el sol y el agua…» Yo estaba tanto más irritada porque en el fondo de mí misma, en aquel instante, sentía también, delante de la belleza, la vacuidad suprema de todas estas discusiones. Y sin embargo sabía que cedía a un hechizo maligno, renegaba de mí misma, sabía que me reprocharía esta cobardía. Me sentí obligada a decir: «¡Pero no a todo el mundo le dejan disfrutar del sol y del agua!». Por suerte, esta frase me ha salvado, no quería ser cobarde.

Porque ahora sé que es una cobardía, no tenemos derecho a pensar sólo en la poesía en la tierra; es una magia, pero sumamente egoísta.

Después él empieza a hablar de los veleros, de los árboles de Aubergenville, de sus juegos de infancia, mi malestar ya había pasado. En la verja encuentra a un compañero, yo me alejo y poco después veo a Jacques Weill-Raynal, con el que hablo un momento. Spark se ha reunido conmigo y salimos. Dice: «Es curioso, cuando yo me encuentro a un amigo, usted encuentra a otro». Luego, más tarde, me dice que no le gustaría encontrarse a su mujer; como él siempre me había hablado con desenvoltura, he intentado decirle, con el mismo tono: «¿Por qué? ¿Se enfadaría?» Pero él me ha dicho entonces que ella esperaba un hijo y que estaba bastante nerviosa.

Entonces algo se ha oscurecido, es ese algo que seguía amenazando con alterar la atmósfera límpida, tan extraña y tan maravillosa, ese algo que, de golpe, me haría ver todo desde el punto de vista de «las demás personas», porque ahora sé que no debo continuar, aunque su mujer no tenga en absoluto motivos para estar celosa, podría dolerle. Y si yo supiese que le dolía, quizá eso cambiaría todas mis ideas y toda la belleza ideal de nuestro trato. Ahora algo ha terminado.

Al bajar el bulevar Saint-Michel, él hablaba de sus amigos, todos ellos casados y padres de familia. Le digo: «Sí, todos los chicos se casan jóvenes». Y la conversación ha seguido por ese terreno. En un momento dado digo: «En el fondo no es difícil casarse, lo difícil es encontrar la verdadera felicidad…». Ahí he buscado las palabras, titubeando. Él ha respondido: «Yo nunca he creído en eso». Le respondo, con fuerza: «Yo todavía creo, y no quiero que me quite mis ilusiones». He tenido de pronto una sensación de aislamiento. En el fondo él también era muy diferente de mí. Al final del bulevar Saint-Michel hablamos de nuestra filosofía de la vida, me dice que para él todo es interesante, cualquier cosa… «Para mí no, no soy una diletante, busco lo bello, lo perfecto, separo las cosas bellas de las otras. Tengo aún una escala de valores, no he llegado todavía a la fase en que todo se vuelve digno de interés». Luego hablamos de que el pensamiento es incomunicable, de la transmisión del pensamiento. Me deja en la boca del metro, yo estaba deslumbrada por el sol. Me dice: «Vendré mañana». Yo dudo; de repente sentía la inutilidad de verle, más bien ya no encontraba en mí el deseo de volver a verle; le digo. «Creo… que también vendré». Se ha marchado. De pronto me doy cuenta de que yo no tenía ni dinero ni billetes de metro. Sólo podía hacer una cosa: correr tras él. Caminaba despacio, como reflexionando. Le alcanzo y le explico riendo lo que me pasa. Él ha esbozado su sonrisa maliciosa y ha sacado un taco de billetes. De repente todo ha vuelto a ser como antes.

Pero esta noche siento que esto también me abandona, que hay una discordancia aquí. Y lo único que me parece puro, sano y fresco en esta jornada es el encuentro con Jean Pineau.

Y, sin embargo, todavía soy joven, es una injusticia que se trastorne todo lo que es límpido en mi vida, no quiero «tener experiencia», no quiero llegar a hastiarme, a desengañarme, a envejecer. ¿Qué me salvará?

He hablado mucho, mucho tiempo con Françoise Masse. Le he enseñado mis libros, mi título académico. En algunos momentos yo tenía conciencia de la desesperación que me acechaba. Cuando ella me ha dicho que Georges le había escrito que Gérard era cada vez más misántropo, me ha herido en lo vivo, porque estoy en carne viva. ¿Por qué Françoise venía a confirmarme que yo ahora había arrastrado a otro, que mis actos no sólo me afectaban a mí, que ya no era libre? Porque la libertad, incluso en el sufrimiento, es un consuelo.


Domingo, 19 de abril

12 horas

Acabo de escribir esta carta. Me siento lavada por un acceso de lágrimas.

Y mi dedo me causa un sufrimiento físico que no le agradezco.

He ido hace poco a la rue de la Chaise. Redon me hace una incisión muy pequeña, porque me dolía muchísimo. Dice que no es nada.


Esta tarde he trabajado vagamente en mi capítulo de Antonio y Cleopatra. Pero toda mi desesperación de anoche había desaparecido. Lisette Léauté, que por supuesto se había equivocado de domingo para la orquesta, viene a charlar conmigo en mi habitación; yo estaba despeinada, sin medias, pero a los Léauté todo esto les importa poco. Ha sido muy agradable.

Después he ido a reunirme con Denise en casa de los Job. Breynaert, ella y François tocaban el trío de Schumann. Poco después llega Sennizergues, el compañero de Job y Daniel. La merienda ha sido suntuosa, había un helado maravilloso. Me marcho a las cinco y media para ir a casa de Francine Bacri; el metro sofocante, pegajoso. En casa de los Bacri estaba su padre en bata, Jeanne Audran y sus padres y una amiga de Francine que conozco de vista, con su madre. Hablamos de política, cómo no.


Lunes

Al acostarme anoche, tuve de nuevo la sensación de que tenía el dedo atrapado en la pinza de una langosta. Sólo he dormido a base de aspirinas.

Pero qué extraño: este dolor físico me da la impresión de concentrar en sí toda mi maldad y mi malestar moral. Me libera, es saludable. Corresponde a un gran cambio. No sé si quiero a Gérard o no; pero todos los pensamientos malvados sobre él han desaparecido de mi cabeza. Cuando pienso en él es casi como en una cosa sagrada que ya no quiero tocar.


Paso toda la mañana terminando la redacción del capítulo sobre Antonio y Cleopatra. Después de comer vuelvo con mamá a ver a Redon, tenía el dedo muy feo. Me ha puesto cuatro inyecciones para anestesiarme. No me ha producido una sensación muy agradable. Cuando me he levantado para ir a sentarme en la consulta, esperando a que transcurrieran los diez minutos de inmovilización necesarios, estaba toda aturdida. Cuando ha empezado a hacerme la incisión era como si estuviera a diez kilómetros de mí; no he mirado, pero mamá miraba y a juzgar por sus muecas he comprendido que no era muy bonito. En un momento dado he visto que levantaba cosas con una tenacilla. Pero mi dedo no me pertenecía.

Voy luego a la biblioteca a cumplir mi guardia[5]. Por supuesto, he despertado mucha curiosidad. Pero Vivi Lafon ha sido tan encantadora que le estoy muy agradecida. Me han cuidado como a un bebé. Han venido Nicole y Denise. Me ha dolido mucho cuando ha pasado el efecto de la anestesia, pero después se ha calmado.

Después de cenar, desde la cama dicto a Denise el comienzo de mi capítulo. Pasamos una velada muy agradable, incluso casi excelente.

Martes, 21 de abril

Esta mañana seguimos tecleando y dictando. Denise me dice que está muy bien. Estoy muy contenta y tengo miedo a la vez. Después e ido a la Sorbona. Jas viene a comer. He pensado que estallaría en la comida, de tanto como mamá ha discutido con él.

Por la tarde lucho contra el sueño y el entumecimiento. ¿Es porque amenaza tormenta? ¿Es por lo del dedo? Odile se reiría si estuviera aquí: porque hoy es martes. Todo el año el martes ha sido un día desperdiciado. Pero Odile no está. Me duermo trabajando encima de la mesa, tengo muchas ganas de volver a empezar. No tengo valor de releer Coriolano; he ido a la rue Saint-Dominique para que me arreglen el estuche del violín. Tomo té con la esperanza de despejarme. Pero no hay nada que hacer, estoy completamente embotada.

Miércoles, 22 de abril

He recibido dos cartas.

Paso toda esta semana: por la mañana redactando mi trabajo, por la tarde perdiendo el tiempo, por la noche deplorando mi trabajo, después de cenar tecleando horrorizada por mi incapacidad para expresarme. Por la mañana me despierto a las siete y toda mi frescura intelectual, que reservaba para poder trabajar, desaparece cuando me levanto.

Vivo como en un mal sueño, ya no sé en qué día estoy, no sé cómo ha pasado el tiempo.

Viernes, 24 de abril

Voy a comer a casa de Jean y Claudine, es el único punto luminoso de esta semana. Me quedo con ellos hasta las cuatro, tocando el violín. Jean leía dos capítulos de mi trabajo, está más simpático que nunca. Sin embargo, me intimida un poco, y siento que yo lo intimido a él. Pero es maravilloso.

He vuelto aquí, y como de costumbre, en medio de la tarde, estoy completamente desconcertada. Vuelvo a salir a las seis para ir a ver al doctor Redon. En el bulevar de Montparnasse, en medio de esa multitud sentada en las terrazas de los cafés, o que circula ruidosamente, tengo una sensación de soledad y de melancolía horrible. Sólo me recupero al ver los árboles espléndidos del Petit-Luxembourg.

Sábado, 25 de abril

He recibido una carta de Gérard, parece trastornado. De repente hay algo grave entre nosotros. ¿Cómo acabará esto? Sólo pienso en él con una especie de ternura extraña.

Comida en La Reine Pédauque. Hemos ido a Aubergenville. Denise se queda porque había invitado a Jean Vigué y su mujer.

Las lilas estaban en flor, la hierba está ya alta, pero me he prohibido disfrutarlo porque ahora me encuentro idiota, desde que he comprendido hasta qué punto había podido fastidiar a Gérard con mis descripciones.

Domingo, 26 de abril

Orquesta: Job, Breynaert y su hermana, Françoise Masse, Annick Bouteville. Denise ha tocado su concierto de Mozart y nosotros la acompañamos; dirigía François.


Lunes, 27 de abril

En la biblioteca vuelvo a ver al chico de ojos grises; para mi gran sorpresa, me propone que vaya a escuchar discos el jueves; hablamos de música durante un cuarto de hora. Seguíamos hablando cuando llega Francine Bacri para darme el resultado de la lectura de mi trabajo. Sé su nombre. Se llama Jean Morawiecki. Antes de saberlo, yo le encontraba un aire eslavo, el de un príncipe eslavo. Es una lástima que tenga la voz que tiene.

Como mamá toma esta invitación con la mayor naturalidad del mundo, de pronto me ha parecido totalmente natural y le he escrito para aceptarla.

Martes, 28 de abril

He ido a tocar un dúo con el señor Lyon-Caen. Después he ido a merendar a casa de Miss Day. He aceptado estas dos invitaciones en mitad de la semana para escapar al martes. Y lo consigo. En principio, porque la visita a los Lyon-Caen me daba a la vez miedo y placer, en todo caso era una novedad. Además, sólo he comprendido lo que había hecho al aceptar la invitación cuando he recorrido a pie el camino que hice sola el jueves y después con Gérard el domingo. Entonces he comprendido que iba a casa de sus padres, a casa de él, y de repente he tenido miedo. Y además siempre me entra un poco de melancolía al subir su escalera y esperar a que me abran.

Pero todo ha salido muy bien. El señor Lyon-Caen es absolutamente estupendo. Cuando ha entrado en la habitación apenas me atrevía a mirarle porque de repente la forma general de su cara me ha recordado la de Gérard. Pero después me he dado cuenta de que no se le parecía y que podía mirarle sin emoción. Tiene un aspecto e incluso unos gestos sumamente juveniles. Al principio me parecía temerario tocar con un señor de esa edad al que no conocía. Por suerte estaba Françoise. Después la música me absorbe y no he vuelto a pensar en ello. Cuando merendamos con la señora Lyon-Caen y Claude, mi malestar había desaparecido; estaba visitando a gente que era como los demás.

Miércoles, 29 de abril

Me despierto temprano, después de haber soñado con Gérard. Hasta que me levanto sigo pensando en él y me siento muy feliz. No he intentado analizar el sentimiento, era desconocido y nuevo. Sabía que esta mañana recibiría una carta.

La he recibido, no decía gran cosa, sobre todo no entiendo la alusión del final.

El día entero, por primera vez desde hace mucho, he sido, en un sentido, suya. ¿Es definitivo? ¿Es una ilusión?

Paso por delante de la facultad de Derecho al volver de llevar un paquete para el señor Boisserie al Henri-IV. Y pienso, con una especie de nostalgia, que si él estuviese ahora ahí, yo me sentiría con derecho de ir a esperarle a la salida de la universidad. En otra época, por el contrario, habría preferido que me tragase la tierra a pensar siquiera en dirigirme hacia allí. Para mí habría sido el colmo de la «Era-Ingratitud»; y, por otra parte, nunca hubiera reunido el valor de hacerlo. Si supiera que pienso en él desde hace tanto tiempo: ¡era el año de la guerra! ¡Cómo ha cambiado todo!

Jueves, 30 de abril

He pasado una tarde maravillosa.

Me incomodaba mucho ir a escuchar discos con ese chico absolutamente desconocido. Pero en cuanto le veo llegar al patio del Instituto [de inglés], donde yo lo había citado, mi incomodidad desaparece. Todo era muy sencillo. Nos lleva, a mí y a un compañero suyo que conozco de vista, muy feo pero muy simpático, a la Maison des lettres, en la rue Soufflot.

Hemos escuchado discos hasta las seis y media. Al principio teníamos al lado a un estudiante que tocaba Chopin sin parar, lo que nos incordiaba. Pero después hemos tenido paz. He oído un quinteto de Jean-Chrétien Bach, el comienzo de la Octava sinfonía, que yo había pedido y que ha sido glorioso, una cantata de Bach, dos preludios de Bach y la Oda fúnebre de Mozart, un fragmento magnífico.

Ha sido muy divertido: me sirven té y tostadas; el té era imbebible, pero el detalle me ha conmovido.

Vuelvo con Jean Morawiecki: vendrá el domingo y traerá un cuarteto de Beethoven.

En casa reina la efervescencia. Los amigos de mamá acababan de marcharse, papá de llegar, Nicole y Denise estaban muy excitadas, Auntie Ger [la tía Germaine].

El señor Périlhou viene a cenar; después, prueba mi violín. Tocamos a dúo el concierto de Bach y una sonata. No hace más que repetir que somos un encanto de niños. No sé si sabe lo que pensamos de él.

Domingo

Día extraordinario. Pero no he hecho nada.

Por la mañana voy a llevar lilas a la abuela y a Françoise Masse. La mañana era tan bonita, tan soleada, con los castaños en fiesta y el cielo azul, que olvido todo remordimiento y me abandono a la belleza de alrededor. He tenido que quedarme en casa de los Lyon-Caen a charlar con la señora. Esto siempre me incomoda mucho.

Viene a comer la señora Lévy. Después se hacen los preparativos de la merienda.

François no viene a tocar. Annie había traído un viola; un chiquillo muy silencioso, pero agradable. Ensayamos la Sinfonía concertante de Mozart, era demasiado difícil. Breynaert llega a la mitad; tocamos el concierto de Bach con dos violines, pero me exaspera porque tocaba fuerte todo el tiempo.

A las cuatro paro. A las cuatro y media llaman a la puerta y abro. Eran François y Jean Morawiecki. Creo que Jean ha conquistado a todo el mundo.

Es tan extraordinario pensar que estaba allí, este chico al que apenas conozco, que conocí en la Sorbona y del que el lunes no sabía ni el nombre. Hay algo de maravilloso en esta historia.

Me fastidia que ahora todos le encuentren un aire eslavo. No quiero que sea por eso por lo que me parece simpático. Me parece simpático, sin más, por sí mismo. No había ninguna sofisticación, ninguna afectación por mi parte. Él había traído el Corelli y el Cuarteto decimoquinto, durante el cual Spandrell se mata en Contrapunto. El Heilige Dankgesang. Todas las ventanas estaban abiertas, el sol entraba a raudales, el milagro de la claridad se ha producido, yo tenía la sensación de que todos estaban hechizados.

Lunes, 4 de mayo

¡Qué noche! He soñado toda la noche. Esta mañana, al despertar, cuando pienso en el sueño, en todo lo que podía implicar bruscamente, gimo.

Y ahora me acuerdo de que esta tarde, con Jean Morawiecki, al que no conocía la semana pasada, he leído el poema de Heine «Lloré en sueños». Y todo me ha parecido extrañamente hermoso, pero de una belleza trágica, en la que había lágrimas.

Porque otra vez paso la tarde con él: yo sabía que volvería a verle, él me lo había dicho ayer, pero yo estaba segura. Llega hacia las tres y medía. Y se instala al fondo de la biblioteca. Durante una hora he trabajado sin parar. Me moría de ganas de hablar con él. Pero a eso de las cuatro y media se levanta y viene a dejarme su cartera mientras se va a hacer compras. En realidad, no se ha ido y se ha quedado allí hasta las seis menos cuarto.

Y esta noche me embarga una extraña tristeza. ¿Me estoy dejando arrastrar por un mal camino? ¿Me estoy volviendo loca y apasionada?

¡Creo que con Gérard me habría perdido todo lo que debe de ser tan hermoso, el despertar, la floración espléndida, poco a poco, profunda, silenciosamente! Hay algo demasiado normal y sin embargo soy yo la que rebaja así la cosa. ¿Un día destruiré estas páginas porque habré elegido a Gérard?

¿Qué va a ser de mí? No sé adónde voy ni lo que ocurrirá mañana.

Jueves, 7 de mayo

He visto hoy a Jean Morawiecki, en la clase de Delattre. Después de clase vamos a la rue Odéon y luego al Luxemburgo; hasta las cinco me quedo sentada en un banco debajo de los castaños de la gran alameda. Allí había sombra y silencio. A pleno sol el calor era insoportable.

Él estaba más pálido que de costumbre. No soportaba el sol. ¿Estará enfermo?

Creo que he descubierto lo que es. Su padre debía de tener un cargo en una embajada. Hoy me ha dicho que en Barcelona su padre recibía a todas las personalidades de paso. (A propósito de Paul Valéry. El domingo había dicho que no se había quedado nunca más de tres meses en la misma ciudad. Su distinción, su refinamiento, son esencialmente aristocráticos.)

En este momento oigo su voz, su voz un poco alta, con inflexiones ligeramente afectadas. Cada vez que le miraba él volvía la cabeza.

Nos invita el jueves próximo, a Denise y a mí, a escuchar discos de música rusa.

Noche del sábado, 9 de mayo

Creo que hoy he enloquecido.

Estaba completamente exaltada. Le he dicho a Nicole cosas que nunca debería haberle dicho.

Y sin embargo, incluso antes de cenar, me parecían reales. Este encanto me parecía real, sabía que en adelante estaría ahí, esperándome en cada esquina.

Pero esta noche estoy tan cansada que lo veo todo a través de un velo espeso; ya no siento nada, no comprendo siquiera cómo he podido trastornarme tanto, estoy fría, me encuentro estúpida.

Ha habido la carta de Gérard, el almuerzo con Simone, el cuarteto de Beethoven y la conversación con Nicole en el alféizar de la ventana, con una vista aérea de los castaños en flor. ¿Qué he dicho? ¿Qué he pensado hoy? ¿Mañana se repetirá el mismo drama?

Creo que voy a dormir.

Domingo

Todo lo trágico de ayer ha desaparecido. No comprendo lo que me ha pasado. Nunca voy a abandonarme así. Día en Aubergenville. Tormentoso, sofocante. Después de comer estaba tan exhausta que me he dormido sobre el banco de piedra de allá arriba. Me tentaba demasiado.

Jueves, 14 de mayo

Tras la historia de ayer, estaba a la vez abatida y sobreexcitada como al día siguiente de un baile.

Termino mi trabajo a trancas y barrancas. Este día de Ascensión tenía un aspecto indefinible de domingo. Papá en casa, el recuerdo de ayer, todo ello creaba una atmósfera rara.

No he tenido apenas tiempo de prepararme para esta tarde, y así era mucho mejor. Teníamos una cita; Denise y yo delante del Instituto. El Barrio Latino estaba vacío como un domingo. J. M. [Jean Morawiecki] nos esperaba con un compañero; recibo un vaso de agua en la cabeza, lanzado desde el hotel de enfrente. Nos dirigimos a la Maison des lettres. El bulevar Saint-Michel estaba atestado. Le cuento a Morawiecki todo lo que ocurrió ayer, parecía un sueño. Encuentro menos incredulidad que la de Sparkenbroke ayer. Está sin duda más cerca de mí que Spark. La Maison estaba en principio cerrada, pero el amigo de Morawiecki, Molinié, el de la otra vez, tenía la llave y nos ha abierto, con otra chica que ya estaba la última vez. El sitio entero para nosotros. Primero escuchamos el Cuarteto decimocuarto de Beethoven, que yo prefiero, creo, al Decimoquinto. Después le toca el turno a la música rusa, Príncipe Igor, zíngaros, música popular, Chaliapine; yo estaba entusiasmada, nos sirven una merienda deliciosa, chocolate con leche espumoso, y J. M. ofrece cigarrillos egipcios y rusos. Era excesivamente agradable.

Nos acompaña en metro hasta Sèvres-Babylone. Esta noche, como siempre, yo añoraba la tarde. Y además ya no comprendo nada de esta semana. Con el suceso de ayer y la sobreexcitación de las últimas horas de redacción para el examen. Mañana será parecido. Quizá todo vuelva a la normalidad el lunes.

Miércoles, 20 de mayo

Acabo de recibir la visita de Francine de Jessay. Hacía tres años que no la veía.

Me ha alegrado mucho; y no ha habido el menor roce, ni siquiera a pesar de nuestro desacuerdo sobre el desenlace final de la guerra.

Se ha vuelto arrebatadora; es en verdad la única compañera de clase a la que me agrada volver a ver. Regresa a Limoges el lunes, por desgracia.

Su visita ha revivido un montón de recuerdos de la academia[6].

Jueves, 2 horas

Estoy haciendo una cosa muy dura.

No sé muy bien qué fuerza absurda me empuja a actuar así de repente. Sí, ya sé, la brusca constatación de que no debo continuar porque haría sufrir a J. M. Hasta ahora todo esto me parecía maravilloso, no hay otra palabra para expresar lo que sentía. Y luego vino la crisis de la semana pasada, que pasó enseguida y que me ha obligado a interrogarme de vez en cuando, a ver más allá. Y más allá he visto, entre lo desconocido, breves «exhortaciones», negaciones. No sé si estas cosas son verdaderas o siguen siendo productos de mi imaginación. No sé si es verdad que él no está hecho para mí, que sólo ha sido una crisis pasajera, porque me falta perspectiva. Pero lo siento vagamente y obedezco sin rechistar.

Pero me doy cuenta de que es duro. Duro no porque me niegue, sino porque no quiero por nada del mundo causarle la menor pena. Debe de ser muy sensible, como Jacques, como una chica casi; y sé la importancia que una chica puede conceder a la mayor nimiedad. Y luego también veo que lo que hago es un pequeño sacrificio. Debo tener el valor de ir hasta el final y renunciar, en consecuencia, al encanto de todo esto, renunciar a lo que hacía los lunes agradables, y los jueves también.

Y por momentos me sobresalto, indignada. Y me digo: ¿por qué el esfuerzo de dramatizarlo todo?

Pero una voz responde: hay que hacerlo, yo no dramatizo, ese chico sufrirá: creo que no hay nada ordinario y sencillo.

Soy imparcial: lo que hago no es un sacrificio por Gérard, quiero situarlo en el plano de la justicia.

Pero soy como Bruto. Y fall back on instinct [me remito a mi instinto], en el fondo me mueve el pensamiento de que pertenezco a Gérard y que por tanto haría sufrir a este chico. Y no quiero.

Tenía que verle esta tarde a las tres y media. No había forma de eludirlo, porque me traía el Bottin. Pero esta mañana, al volver de secretaría, me lo encuentro en la rue des Écoles. Estaba segura de que me lo encontraría, he sentido alivio. Así no tendría que volver expresamente por él a las tres. Pero me oprimía lo que yo sabía de mi decisión. Tenía la sensación constante de herirle. Ha vuelto a las once y media al Instituto. Y se ha sentado enfrente de mí. No sé por qué se me ha ocurrido darle el programa de los cursos de interpretación. Ha dicho que iría, no creo que haya especificado que mañana. Pero es demasiado reservado y educado para decirlo. Me pregunta a qué hora suelo ir yo. Y conozco su estilo, creo que irá.

Entonces decido no ir yo. Me fastidia, con independencia de todo lo demás, porque el programa me interesaba. Pero no quiero ir, sé muy bien el efecto que le hará la música, y quizá a mí también. Y no quiero verle demasiado a menudo.

Pero como todo esto es muy complicado, huyo de casa y hago muchas compras para pasar la tarde.

Menos mal que tengo Beowulf.

7 horas

Vuelvo tan abatida como para llorar.

Ha pasado lo siguiente. Hago compras por todo París. Artisanat, biblioteca americana, rue de Passy para los zapatos, un par, etc. Llego a casa de la abuela a las cinco. Allí encuentro a Jean-Paul en el salón con Nicole, y eso me calma. Pero después, mientras merendamos, Nicole me pregunta si iba al concierto mañana, y he comprendido que ella sí iba. Entonces se reabre algo en carne viva. Creo que había una especie de celos al pensar que los demás le verían, porque él está bien. Me produce el mismo efecto cuando Nicole me dice que Jean-Paul había preguntado el nombre del «guapo muchacho rubio». Me parecía que ella hablaba ya de algo del pasado. Pero al mismo tiempo una voz que hablaba con los dientes apretados me prometía que si salía victoriosa de esta lucha yo estaría purificada: de qué, por qué, lo ignoro. A ratos me pregunto por qué tan de repente y voluntariamente he renunciado.

La crisis la ha desencadenado mi enfado ante la deshonestidad del zapatero al que yo le había encargado que pusiera suelas de goma a los zapatos de madera que acababa de comprar. Me había hecho pagar treinta francos por el exterior. Cuando vuelvo a buscarlos por la noche me reclama treinta francos por poner las suelas. No sé calar a la gente, me he marchado sin los zapatos, ya no tenía dinero pero sí ganas de llorar.

Tomo el metro en La Muette, un metro hasta los topes, caliente, pegajoso, maloliente. Y ya sólo tenía una idea en la cabeza, con tal de que hubiera una carta de Gérard en casa. En mitad de la tarde, exactamente al pasar por la rue Chernoviz, el porvenir se aclara súbitamente porque he pensado en él durante un largo rato.

Pero cuando llego a casa encuentro una carta de Vladimir y una de Jean-Pierre Aron, que en su dramatismo lírico era el colmo de lo grotesco. A pesar de todo he escrito a Gérard. Quizá no hubiera debido.

Cuando vuelve mamá, le cuento la historia de mis zapatos. Me ha calmado de golpe hablar de cosas materiales. De momento estoy mejor. Pero aún tengo que pasar el día de mañana.

Viernes, 22 de mayo

No estaba en el concierto. Lo primero que pienso es: «Habrá que empezar de nuevo». Lo segundo: un alivio tremendo.


Pasar la tarde es bastante duro; sin contar con que he vuelto de la boda de Pierrette Vincent a las dos y cuarto y que me encuentro toda endomingada este día desordenado.

Me quedo en la boda, con Francine. Era una seguridad y una garantía contra la banda Lemerle, Viénot y compañía; me sentía a salvo. Además, Pierrette me gusta mucho; su marido es estupendo. Y el ambiente era simpático.

Sábado, 23 de mayo

Mañana: estoy en el Instituto a las nueve. Encuentro a Jacques Ulmann, Roger Nordmann (a cuyo hermano acaban de fusilar)[7] y Françoise Blum, su novia, a la que reconozco vagamente. Me hacen un relato tan historiado del acontecimiento de la semana pasada que no lo reconozco. En el Instituto tropiezo con los enceradores, el sábado no abren hasta las diez. Abajo encuentro a un estudiante con el que nunca he hablado. Pero ha sido muy amable y hemos buscado juntos, yo una traducción de Coriolano, él una gramática anglosajona. A las diez subimos y me enfrasco en Beowulf.

El trío de música no ha salido nada bien. Job y yo estábamos entumecidos. Jean ha venido cinco minutos. A las cinco vuelvo a trabajar aquí en King Horn. Durante la cena estaba desesperada por no haber hecho nada.

Sigue sin llegar correo. Otra vez empiezo a exasperarme como hace varios meses.

Domingo

Comida en Auber [Aubergenville], con Job, Jean-Paul y Jacques Monod. Jean-Paul es encantador y no me cansan sus visitas, Monod es grosero y pelmazo.

El día ha sido agradable pero me he aburrido, añoraba algo terriblemente.

Lunes de Pentecostés

Estaba lanzada impetuosamente en King Horn cuando papá me llama: «Morawiecki al teléfono». Estaba tan lejos de todo esto que no me ha producido la menor impresión, ¿o he resuelto el asunto? Él quería saber si la biblioteca estaba abierta, ¡qué pretexto! Después hay un silencio que he tenido que romper lamentándome sobre el anglosajón. Le he invitado para el 7.

Pero es raro que me haga tan poco efecto.

Sábado, 30 de mayo

Esta mañana, por primera vez desde que trabajo sin parar, estoy desalentada antes de empezar. Estaba casi segura de recibir una carta esta mañana, lo había soñado por la noche, soñado que recibía dos cartas, una que contenía no sé por qué una discusión sobre Blake y otra que no conseguía leer. Esta certeza me había hecho aceptar con buen humor el alboroto de la alerta nocturna, me había levantado de excelente humor. Y sin embargo hace tantos días que mi esperanza se ve frustrada que algo en el fondo de mí misma me decía que no habría nada. Esperaba simplemente poder burlarme de esta duda.

Pero no ha llegado nada y me enfrasco en mi trabajo para no pensar en la decepción.

Domingo, 31 de mayo

Me he quedado sola en París para trabajar. Es curioso que no esté nada nerviosa este año respecto al trabajo.

Como en casa de la abuela, donde otra vez estaba Decourt. Claudine me horroriza con sus comentarios sobre ayer. Catherine Viénot le parece fascinante, etc. Jacques piensa exactamente lo contrario, cosa que me agrada. Vuelvo a las tres y trabajo en una gramática anglosajona hasta las siete y media.

Por un momento he creído que mi ignorancia me haría enloquecer. Pero sólo era una falsa alarma, no llego a inquietarme. Y utilizo mi trabajo como un refugio.

Lunes, 1 de junio

Rehecho el Ancien Rivoli por la mañana. Mamá viene a anunciarme la noticia de la estrella amarilla[8], y la rechazo diciendo: «Hablaremos de eso más tarde». Pero yo sabía que había algo desagradable at the back of my mind [me preocupaba confusamente].

He vuelto de la Sorbona completamente atontada. He intentado trabajar, aun estando de bibliotecaria. Y he cumplido mi turno no sé cómo y sin darme cuenta de lo que pasaba. A las tres aparecen J. M. y Nicole y Jean-Paul, que no tenían la clase de Pons. Yo estaba en una glorious muddle [tremenda confusión].

Al volver encuentro una carta a lápiz de Gérard, sin interés y ni siquiera muy cariñosa. Pero tampoco me enfado por esto.

Jueves, 4 de junio

Ya no sé dónde estoy.

He tenido una wild morning [una mañana loca]. Los padres y Denise se han ido a las seis a Auber. Yo les había pedido que me dejaran quedarme para ver los exámenes de mis compañeros.

En primer lugar, a las seis me despiertan la luz y el calor.

Desayuno sola y salgo a las nueve, libre como el aire, en la mañana clara y todavía fresca. Primero voy a correos para enviar el libro de Sparkenbroke, lo que me recuerda el año pasado, y de repente todo me parece pasado. No lamento nada, pero cuando lo pienso siento una vaga nostalgia.

Después tomo el metro hasta Odéon. En el Instituto los exámenes ya habían empezado. Me sentía vieja con toda mi experiencia de ayer. En la entrada del Instituto me encuentro con Vivi Lafon. Me dice cosas tan fabulosas sobre la estrella que me tranquiliza.

Es tan encantadora y cariñosa que para mí ella encarna el alma del Instituto. Subo con ella desde la sala de estudio y vuelvo a bajar para ver examinarse a los demás; charlaba con una compañera cuando llega J. M. Se para, por supuesto, y hablamos en la escalera durante una hora o casi. Luego he ido con él a Didier y al librero de la rue Soufflot; ha exasperado a los comerciantes, y casi a mí también.

Después vuelvo al Instituto, subo a ver a Vivi Lafon y me marcho tras una conversación con Jean.

J. M. me acompaña hasta el metro. Quería que fuésemos al concierto de esta tarde. Por eso buscaba un periódico. Cuando he visto su intención le he dicho que no podía.

Vuelvo aquí para bajar a comer con la señora Lévy. Ahora voy a casa de la señora Jourdan[9].

Es muy curioso; sólo el epíteto wild [loco] puede aplicarse a este día. Puesto que estoy ocupada no tengo tiempo de sentir tedio. Y esta noche vuelvo al Instituto para ver mis notas.


Hacía un calor abrasador cuando he salido, y tomo el 92. En casa de la señora Jourdan encuentro a […], con el que hablamos de la cuestión de la insignia[10]. En aquel momento yo estaba decidida a no llevarla. Lo consideraba una infamia y una prueba de obediencia a las leyes alemanas.

Esta noche todo ha vuelto a cambiar: no llevarla me parece una cobardía con respecto a quienes la lleven.

Pero si la llevo quiero estar muy elegante y muy digna, para que la gente vea lo que es. Quiero hacer lo que sea más valiente. Esta noche creo que es llevarla.

Sólo que ¿adónde nos llevará eso?

Voy a casa de la abuela y allí encuentro a la señorita Detraux. La abuela me da un broche precioso y un sobre. Cuando llega Jean, Nicole de pronto me lo ha contado todo. He comprendido por qué ayer ella estaba tan «estúpida». Me quedo horrorizada.

Y luego la agitación, que recordaba tanto la del 14 y el 15 de mayo, suplanta al dolor.

Menos mal que la abuela es sorda.

Tomo el metro a las cinco y media con Jean hasta La Motte-Picquet. En el Instituto espero una hora charlando con Maurice Saur y Paulette Bréant. Las notas no han salido hasta las siete. He visto llegar a Cécile Lehmann, a la que ayer creí ver de negro. Me saluda y con su hermosa mirada azul y franca, sin temblar, me dice que su padre ha muerto en el campo de concentración de Pithiviers[11]. No sé si los demás que había allí se han emocionado igual que yo. He sentido que estaba de pronto delante de un dolor inmenso, inevitable, inconsolable. Todos los martes, por la mañana, cuando la veía, le pedía noticias de su padre. Este hecho mismo hacía que yo lo viera ante todo vivo. Esta desgarradura brutal, la injusticia inmensa de este fin, es atroz: sobre todo porque a esta chica la quiero mucho.

No tenía ningunas ganas de alegrarme cuando todos mis compañeros vienen a felicitarme. Pensar en esta muerte me obsesionaba y transformaba todo lo demás en absolutamente inexistente.

Lunes, 8 de junio

8 de junio 1942

Diario, lunes 8 de junio de 1942, p. 55.

© Memorial del Holocausto - Col. Job.

Es el primer día en que me siento realmente de vacaciones. Hace un día radiante, muy fresco después de la tormenta de ayer. Los pájaros pían, una mañana como la de Paul Valéry. También es el primer día en que voy a llevar la estrella amarilla. Son los dos aspectos de la vida actual: el frescor, la belleza, la juventud de la vida, encarnada por esta mañana límpida; la barbarie y el mal, representados por esta estrella amarilla.


Ayer hicimos un picnic en Auber. Cuando mamá entró en mi habitación a las seis y cuarto (se marchaba temprano con papá y Denise), me abrió las contraventanas. El cielo estaba luminoso, pero con nubes doradas de mal agüero. A las siete menos cuarto, sola en la casa matinal, me precipité descalza al saloncito para ver el barómetro. El cielo se ensombrecía rápidamente. El trueno retumbaba. Pero los pájaros nunca habían cantado tan fuerte. Me levanté a las siete y media y me lavé de los pies a la cabeza. Me puse la bata rosa, me sentía libre como el aire, con las piernas desnudas. Mientras desayunaba caía la lluvia, la atmósfera seguía estando muy cargada. Bajé a la bodega a buscar vino, poco faltó para que me perdiera.

Me fui a las ocho y media. Sólo tenía una idea fija: llegar a la estación sin percance. Porque ayer entraba en vigor la ordenanza. Aún no había nadie en la calle. Respiré en cuanto estuve en el vestíbulo de la estación Saint-Lazare. Aguardé un cuarto de hora. El primero que llegó fue J. M., llevaba una chaqueta de tusor blanco que le daba un aire de actor americano. Estaba muy guapo. Después llegó Françoise, llena de entusiasmo. Cuando le pregunté: «¿Qué tal?», me respondió: «Mal», y me paré en seco, porque no tiene costumbre de responder así. Entonces me explicó, a su manera rápida, desviando los ojos como siempre hace cuando habla de su padre, que seguramente le habían enviado a Compiègne[12] a desescombrar una estación bombardeada por los ingleses, Cologne. No sabía qué decir.

Durante este tiempo, Molinié había llegado y salió dos veces a hacer recados para su madre (rue de la Pépiniére). Los Pineau llegaron después y Claude Leroy, y por último Nicole. Esperamos a Bernard hasta las nueve y media. Después fuimos a reunirnos con los demás (Nicole, Françoise y los Pineau, que habían subido al tren). Hubo los titubeos habituales respecto a los asientos. Acabé sentada en un extremo con Molinié y en el otro estaban los Pineau y Claude Leroy, y en medio Nicole, Françoise y Morawiecki. Llovía torrencialmente y el cielo estaba gris y bajo. Pero algo me decía que iba a despejarse.

En Maisons-Laffite se apeó mucha gente y yo y Molinié fuimos a reunirnos con el grupo central. En la estación siguiente, Jean Pineau se había sentado a mi lado. Tuve la sensación de que aún no le había visto. Bruscamente volví a descubrirle.

Después de este día le he comparado con J. M. y finalmente, aunque le haya visto poco, el vencedor es él. Todo el mundo está prendado de él, incluso los padres, de su energía y su valor moral; es curioso, es el único chico del que se puede decir que moralmente posee una esencia rara. Lo que se transparenta de él es la energía y la rectitud.

Noche del lunes

Dios mío, no creí que sería tan duro.

He tenido mucho valor durante todo el día. Llevo la cabeza alta y miro a la gente tan de frente que desvían la mirada. Pero es duro.

Además, la mayoría de las personas no miran. Lo más penoso es encontrar a otras personas que la llevan. Esta mañana salgo con mamá. Dos críos en la calle nos señalan con el dedo diciendo: «¿Eli? ¿Has visto? Judío». Pero todo lo demás ha sido normal. En la Place de la Madeleine nos encontramos con el señor Simón, que se para y se apea de la bicicleta. Vuelvo sola en metro hasta l’Etoile. En l’Etoile voy al Artisanat a buscar mi blusa y luego tomo el 92. Lo esperaban un chico y una chica, y he visto que ella me señalaba a su acompañante. Después han hablado.

Instintivamente levanto la cabeza —a pleno sol— y oigo: «Es repugnante». En el autobús había una mujer, probablemente una maid [sirvienta], que me había sonreído antes de subir y que se vuelve varias veces para sonreírme; un señor elegante me miraba fijamente; yo no podía adivinar el sentido de su mirada, pero se la he devuelto con orgullo.

Vuelvo a salir para la Sorbona; en el metro, otra mujer del pueblo me sonríe. Se me saltan las lágrimas, no sé por qué. En el Barrio Latino no había mucha gente. No he tenido nada que hacer en la biblioteca. Hasta las cuatro, holgazaneo, sueño en el frescor de la sala, donde los estores bajados filtraban una luz ocre. A las cuatro entra J. M. Ha sido un alivio hablarle. Se sienta delante del pupitre y se queda hasta el final, charlando, y hasta sin decir nada. Sale media hora a buscar entradas para el concierto del miércoles; entretanto llega Nicole.

Cuando todo el mundo ha salido de la biblioteca, saco mi chaqueta y le enseño la estrella. Pero no he podido mirarle a la cara, me la quito y me pongo el ramillete tricolor que la sujeta a mi ojal. Cuando levanto los ojos veo que a él le ha llegado al alma. Estoy segura de que no lo sospechaba. Temí que toda nuestra amistad se hubiese desplomado de repente, debilitada por esto. Pero después vamos andando hasta Sèvres-Babylone y ha estado muy agradable. Me pregunto qué pensaría.

Martes, 9 de junio

Hoy ha sido aún peor que ayer.

Estoy derrengada como si hubiese dado un paseo de cinco kilómetros. Tengo la cara tirante por el esfuerzo que hago todo el tiempo para retener las lágrimas que brotan sin saber por qué.

Esta mañana me he quedado en casa para practicar el violín. Con Mozart lo he olvidado todo.

Pero esta tarde todo ha vuelto a empezar, a las dos tenía que ir a buscar a Vivi Lafon a la salida de las opos [oposiciones para catedrática de inglés]. Yo no quería llevar la estrella pero acabo llevándola y mi resistencia me parece una cobardía. Primero ha habido dos niñas en la avenida de La Bourdonnais que me han señalado con el dedo. Después, en el metro de l’Ecole militaire (cuando me apeo, una mujer me dice: «Buenos días, señorita»), el revisor me dice: «Ultimo vagón.»[13]. Así que era verdad el rumor que circulaba ayer. Ha sido como el brusco cumplimiento de un mal sueño. El metro llegaba, subo al primer vagón. En el cambio he subido al último. No había insignias. Pero retrospectivamente han aflorado a mis ojos lágrimas de dolor y de rebeldía, me he visto obligado a fijarlos en algo para retenerlas.

Llego al patio grande de la Sorbona a las dos en punto, creo divisar a Molinié en el medio, pero como no estoy segura me dirijo al vestíbulo al pie de la biblioteca. Era él, que venía a buscarme. Me habla muy amablemente, pero su mirada se desvía de mi estrella. Cuando me miraba lo hacía por encima de este nivel y parecía que nuestros ojos dijesen: «No le prestes atención». Acababa de pasar su segundo examen de filosofía.

Después nos separamos y voy al pie de la escalera. Los estudiantes dan vueltas, aguardan, algunos me miran. Pronto, Vivi Lafon baja y una de sus amigas llega y salimos al sol. Hablábamos del examen, pero yo notaba que todos los pensamientos giraban en torno a esta insignia. Cuando ha podido hablarme a solas, me ha preguntado si no temía que me arrancasen el ramillete tricolor, y a continuación me ha dicho: «No puedo ver a la gente con eso». Lo sé bien; hiere a los demás. Pero si ellos supieran qué crucifixión representa para mí. He sufrido allí, en aquel patio soleado de la Sorbona, en medio de todos mis compañeros. De repente me parecía que yo no era ya la misma, que todo había cambiado, que me había vuelto extraña, como si me encontrara en medio de una pesadilla. Veía a mi alrededor a figuras conocidas, pero notaba la congoja y el estupor de todas. Era como si llevara en la frente una marca al rojo vivo. En los escalones estaba Mondoloni y el marido de la señora Bouillat. Todos tenían un aire estupefacto cuando me han visto. Y además estaba Jacqueline Niaisan, que me habla como si no pasara nada, y Bosc, que tenía un aspecto molesto, pero al que le tiendo la mano para que se encuentre a gusto. Yo estaba natural, superficialmente. Pero vivía una pesadilla. En un momento dado, Dumurgier, al que yo le había prestado un libro, ha venido a preguntarme cuándo podría devolverme mis notas. Tenía un aire natural, pero me ha dado la sensación de que lo adoptaba adrede. Cuando por fin veo salir a J. M., no sé qué me ha ocurrido, un alivio brusco al ver su cara, porque él sabía y me conocía. Le llamo; él se vuelve y sonríe. Estaba muy pálido. Después me dice: «Perdone, no sé muy bien dónde estoy». He comprendido que estaba totalmente perdido y agotado. Pero sonreía, de todos modos, y al menos él no parecía haber cambiado.

Al cabo de un momento me ha preguntado si no tenía nada especial que hacer. Me ha dicho que vendría a recogerme al patio, que iba a buscar a Molinié. Vuelvo hacia el grupo de Vivi Lafon, Marguerite Cazamian y otra pequeña que es encantadora. Poco después me llevan con ellas al Luxemburgo. No sé si J. M. ha vuelto. Pero era mejor que no le esperase. Para los dos: yo estaba nerviosísima y él habría creído que yo iba a buscarle. En el Luxemburgo nos sentamos a una mesa a tomar unos vasos de limonada y naranjada. Estaban encantadoras: Vivi Lafon, la señorita Cochet, que se ha casado hace dos meses, la pequeña cuyo nombre no conozco, y Marguerite Cazamian. Pero creo que ninguna comprendía mi sufrimiento. Si lo hubiesen comprendido habrían dicho: «Pero, entonces, ¿por qué la lleva?[14]» Quizá les sorprende un poco ver que la llevo. Pero también hay momentos en que me pregunto por qué lo hago, y sé, por supuesto, que lo hago para poner a prueba mi valor.

Me he quedado sentada un cuarto de hora al sol con Vivi y la señorita Cochet y luego he vuelto al Instituto con la esperanza de ver a Nicole y a Jean-Paul; me sentía un poco abandonada. Pero aunque no haya visto a Nicole en el Instituto, de pronto he sentido confianza; es evidente que mi entrada produce cierto efecto, pero como todos lo conocen no le ha molestado a nadie. Estaba allí Monique Ducré, tan agradable, que me habla un largo rato, adrede: conozco sus ideas; el chico que se llama Ibalin se vuelve entonces (estaba buscando una nota) y se sobresalta al verme, pero se acerca claramente y se mezcla en la conversación: hablábamos de música. El tema importaba poco, lo esencial era dejar constancia de la amistad silenciosa que nos unía.

También Annie Digeon ha estado encantadora. Al volver paso por la estafeta para comprar un sello y otra vez tenía un nudo en la garganta, y cuando el empleado me sonríe y me dice: «Vamos, es usted aún más agradable así que antes», siento que me voy a deshacer en lágrimas.

Tomo el metro, el revisor no me ha dicho nada. Y he ido a casa de Jean. También estaba Claudine. Si ella no hubiese estado habría podido hablar un largo rato con Jean. Pero estaba ella, introducía un blight [intervenía] en todos los temas y yo no me aventuraba más lejos, sabiendo que ella nos contradiría. La visita que habría podido ser deliciosa acaba pesándome y vuelvo aquí, sin la insignia.

Ahora, al contar mi jornada a mamá, me he visto obligada a precipitarme dentro de mi cuarto para no llorar, no sé lo que tengo.

J. M. ha telefoneado aquí hacia las tres y media para decir que me esperaba a las diez menos cuarto mañana; ha tenido que volver a buscarme. Tiene una actitud muy elegante y le estoy muy agradecida, o mejor dicho es lo que yo esperaba de él.

Miércoles, 10 de junio

Voy al concierto de Trocadero esta mañana. No la llevaba[15].

Cuando he llegado llovía y hacía frío. Veo a Nicole y a J. M. hablando en lo alto de la escalera. Simone llega poco después. Pero en definitiva hemos estado separados. Es la primera vez en mi vida que voy a un concierto sola con un chico.

Es maravilloso que te cuide otra persona, por ejemplo cuando me ha sostenido la chaqueta para que yo me la ponga, no estoy acostumbrada. Me da una sensación de refinamiento, casi de lujo.

Francine Bacri viene a merendar.

Jueves, 11 de junio

Hemos ido a Auber.

Salimos a las siete en el tren de Mantés. Pasamos la mañana recogiendo fresas y cerezas.

Estábamos los cuatro, muy contentos, quizá con el sentimiento de estar todos juntos por una vez, todo lo que queda aquí de la familia. Y también como un descanso.

Volvemos en el tren de las dos.

Voy con mamá a casa de la abuela a buscar las fotos. En París había salido el sol, hacía mucho calor. Las fotos eran excelentes. Vuelvo tan contenta como si tuviera alas.

Viene a merendar la señorita Fauque. Le doy mi primera clase de inglés. La autoridad me venía poco a poco.

Recibo en el correo de las cinco dos cartas de Jacques, una de Vladimir y una de Gérard.

Viene a cenar Annie Léauté. Después de cenar, hacemos compotas charlando de tonterías.

Viernes, 12

Me levanto de mal humor, me he portado mal con mamá. Me ha pedido las cartas de Jacques. He debido de responderle snappily [con un tono cortante], sin querer. Y todo se ha agravado.

Después, en el momento de salir, voy a despedirla con mi insignia encima del bolsillo. Lo cual le ha herido, por supuesto. Me ha dicho que me la ponga en otra parte. Me exasperaba tener que ponérmela. Me la arranco y me la pongo sobre el impermeable. Ella me dice entonces que me la vuelva a poner. Nos crispamos mutuamente y salgo dando un portazo.

Atravieso todo el Champ-de-Mars para tomar el metro en La Motte-Picquet (para comprar un pastel en La Petite Marquise). Los boches hacían allí ejercicios, las órdenes parecían gritos de animales.

Tomo el metro hasta Odéon. Después paseo por el Barrio Latino. Voy a la biblioteca, donde Maurice Saur, mientras me hablaba, buscaba visiblemente mi estrella. Estaba molesto. Compro un Mallarmé en la rue Gay-Lussac y a las once voy a esperar a la salida de las oposiciones. Cuando no salía nadie he visto a J. M. cruzando el patio. Se ha vuelto y me ha visto. Al final me acompaña hasta aquí. He hablado durante todo el trayecto, nunca he hablado tanto. Ya no recuerdo lo que he dicho.

He visto también a Sparkenbroke, que me parece ligeramente desaliñado con el pelo tan largo. No le reconocía. Al lado del otro tenía un aire afeminado. Había algo que chocaba.

Esta tarde ha venido Françoise Masse; hablamos durante una hora y luego vamos a la sala Gaveau, al curso de interpretación de Marguerite Long-Jacques Thibaud. Teníamos una cita a las cuatro con Françoise y Jean Pineau. Allí estaban Nicole y Denise. Teníamos un palco. El concierto ha sido fantástico.

Volvemos a pie. Antes de separarnos de los Pineau, en la avenida Bosquet, mantenemos una gran conversación. Sensación maravillosa, reconfortante, de tener amigos de verdad, que te quieren y te comprenden. Nunca hasta ahora había tenido esta sensación. Al estrecharnos la mano, Jean Pineau dice: «En todo caso ustedes son chicas estupendas, sí, sí, maravillosas». Era algo que le salía del alma, una idea subyacente en todas nuestras conversaciones y que crea esta atmósfera única. Yo estaba tan agradecida que he cruzado sin saber lo que hacía.

Cuando repaso esta semana advierto que planea por encima un cielo sombrío, ha sido una semana de tragedia, una semana trastornada, caótica. Pero al mismo tiempo hay algo exaltante en pensar en la comprensión maravillosa que he encontrado en los Pineau, en J. M. Hay belleza mezclada con la tragedia. Una especie de belleza fortalecida en el corazón de la fealdad. Es muy extraño.


Sábado, 13 de junio

En música, hemos interpretado el Cuarteto n.º 4 de Beethoven, un trío de cuerdas de Beethoven. He tocado toda la tarde y por la noche estaba rendida.

Domingo, 14 de junio

Aubergenville con Simone y Françoise.

Estábamos todas muy nerviosas. En particular, Nicole y yo habíamos recuperado el humor tonto y maravilloso de los viejos tiempos; no sé por qué, nos viene sobre todo al fregar los platos. Lo llamamos nuestra euforia.

Comemos cerezas «galón». Digo bobadas. Pincho a las demás a propósito de Jean Pineau y de Jean-Paul. Estábamos totalmente cracked [chifladas]. Pero era fabuloso.

Lunes por la noche, 15 de junio

La vida sigue siendo extrañamente sórdida y extrañamente hermosa. Ahora me ocurren a mí las cosas que siempre creí reservadas para el mundo de las novelas.

Por ejemplo, esta noche, al volver de la Sorbona, topo con Jean Pineau en la avenida de La Bourdonnais. Se para, intercambiamos algunas palabras, él conservaba su hermosa mirada franca y su sonrisa siempre dispuesta a transformarse en risa. Tenía en la mano un ramo de flores. De repente me dice: «¿No quiere mis flores?», y las acepto. Las tomo. Una vez las tengo, me quedo estupefacta y horrorizada de lo que acabo de hacer. Pero él insiste: nos reímos los dos y nos separamos con un buen apretón de manos.

En la biblioteca leo hasta las tres Crimen y castigo, que ahora me conmueve. En un momento dado se abre la puerta y he sabido, con una calma extraordinaria, que era J. M. el que entraba. Se queda un instante y luego sale a telefonear. Lo raro es que no encontramos nada que decirnos. Me traía libros. Empieza diciéndome: «Veamos, ¿qué día era?…», y busca durante cinco minutos; acaba por decirme que la noche del viernes había telefoneado a mi casa para pedirme que fuera a festejar el final de los exámenes con él y con Molinié. Bernadette no me había dicho nada.

Hacia las cinco, de pronto tiene muchas cosas que hacer. Hablaba con Mondoloni. Y se marcha sin que yo haya podido hablarle, murmuro algo inconexo cuando se despide y me lo hace repetir tres veces para al final no escucharlo. Ha dicho en inglés. «Vis crowded now» [hay mucha gente ahora], y se va.

El llamado Stalin (que sabe) se queda hasta el final, quizá para celebrarlo: yo tenía la estrella guardada en el bolsillo. Tomamos el metro Nicole, Jean-Paul, Suzanne Bénezech y yo. En la rue de l’École-de-Médecine me encuentro con Gérard Caillé, que vuelve con nosotros. Es un chico muy guapo, pero lo sabe. Coquetea.

En casa encuentro dos cartas de Odile.

Martes, 16 de junio

Un día raro. Voy a Aubergenville con Nicole a buscar al cerdo. Hemos pasado una mañana con nuestra «euforia». Ha sido fantástico.

Y heme aquí de nuevo en casa a las cuatro, con un cesto pesadísimo, tomando una taza de té, de muy buen humor. Por ninguna razón concreta.

De pronto recuerdo que no he pensado en Gérard desde hace mucho tiempo y que puedo olvidarle fácilmente.

Y se me ha encogido el corazón pensando que esto ocurre justamente cuando se ha ido a las mesetas. Y adonde me había pedido que le escribiera a menudo. La distancia me parece triple; empiezo a vivir de otra manera. ¿Cómo he llegado a olvidarlo todo de este modo? Hay momentos en que entreveo posibilidades trágicas. Pero el resto del tiempo soy inconsciente.

Es evidente que no le quiero como debe quererse.

Cómo puedo escribir esto tan fríamente.

Por suerte me he esforzado en ser sincera. ¿Qué saldrá de todo esto? No puedo pensar más allá del día siguiente.


Miércoles, 17 de junio

Nunca he oído nada como lo de esta mañana.

El concierto ha sido espléndido.

Tampoco nunca podré oír el adagio del Concierto en mi sin sentir un poco ganas de llorar. Me cuesta recuperar el equilibrio. Sólo lo consigo durante mi paseo por el Barrio Latino, buscando Tucídides para Jacques. Voy a Gibert, a Didier, a la rue Soufflot, al bulevar Saint-Michel.

Y curiosear libros restablece la normalidad.

Termino el día en casa de la abuela.


Claude Mannheim murió ayer, después de dos meses de sufrimiento. No debe de haber desesperación más profunda, más inconsolable que la de perder a tu marido cuando eres joven. Denise se queda sola con dos hijas pequeñas. ¿Qué significará la vida para ella ahora?


Jueves, 18 de junio

Artisanat, Methey.

Duermo un cuarto de hora después de comer. Eso me ha recordado Bergerac.

Pierre Detoeuf viene a las dos y media.

La tarde en casa de Jean. Pero no le veo, o apenas. Primero viene Denise Sicard. Después Claudine quiere que toque. Luego llega la señora Simón y toco con ella.

He tenido que irme a las seis y media para la clase de la señorita Fauque.

Vienen a cenar los Brocard y la señora Lévy.

Jueves

¿Estaba loca hasta ahora y ahora veo claro?

¿Estoy loca en este momento?

Esta noche he recibido cuatro cartas de Gérard. No puede saber lo que me ocurre. Tiene confianza, confía a pesar de mi frialdad. No sabe lo demás. Aguarda nuestro encuentro. Hace tres semanas yo habría entrevisto en ello posibilidades de felicidad. Esta noche me produce simplemente una sensación muy dolorosa.

No sé si tengo razón.

Hace un mes estaba desorientada. Ahora, algo en mi interior se orienta en otra dirección, porque he intentado vivir normalmente, como si nada existiera. Y mira lo que ha ocurrido.

Yo creo que estaba escrito. Tenía que ocurrir. Desde el principio me pregunté si no me habría comprometido porque no conocía a nadie más. Nadie, ni siquiera mamá, ha comprendido mi inquietud. Sí, quizá Yvonne, pero está tan lejos.

Durante una semana he intentado luchar. Pero ¿de qué sirve? Si esto debía suceder, no puedo, no debo impedirlo.

No sé si lo otro es seguro, sólo sé que me ha hecho comprender de golpe que la primera vez no había afectado a nada mío.

O, mejor dicho, sólo a mi cabeza. No se puede amar con la cabeza y la razón.

¿No le amo de otra forma porque no le veo? He aquí toda la cuestión.

Siempre he pensado que en Gérard había algo que me faltaba.

¿Me equivoco o estoy en lo cierto?

Si él estuviese aquí y si no hubiera nada entre nosotros, yo podría elegir libremente. Pero el simple hecho de estar comprometida me atormenta y quizá me impide ver con claridad.

No puedo negar que estoy comprometida. Pero no sé cómo lo he hecho. Todo procede de que me gusta demasiado escribir cartas.

Habría que empezar todo de nuevo. Ahora no veo en absoluto el porvenir.

Esta noche me duermo llorando. Había hablado con mamá. Había venido a darme las buenas noches. Se había entretenido en el cuarto. Sabía que ella esperaba. Se lo he dicho y después lo he lamentado, porque he deformado mi pensamiento, porque no sé si pienso lo que digo, porque es desleal decir falsedades, porque no quiero que se ocupen de mí, porque esto naturalmente me ha hecho llorar.

Y esta mañana, al despertarme, descubro la disputa ya preparada en mi cabeza. Además, estoy vacía, como después de un acceso de llanto.

Releo las cartas de anoche. A mi pesar, me conmueven. Pero produciéndome una sensación dolorosa, como si algo estuviese ya perdido; acabado.

¿Cómo he llegado a dejarle que me escriba así sin yo amarle? Cuando leo, me digo que pierdo algo maravilloso.

Y cuando reflexiono resurge el viejo dualismo.

He respondido.

Una carta deshilvanada, decepcionante, desalentadora.

Cuando comienzo recuerdo de pronto el placer con que escribía antes. Me ha parecido que algo se había roto, estaba paralizada.

Antes yo debía de estar ciega. No habría debido escribir así, sin estar segura de mis sentimientos.

Pero ¿es verdad que todo se ha aclarado? ¿O es ahora cuando estoy ciega? Y si de verdad todo se ha aclarado, ¿no voy a encontrarme delante del desierto?

Singleness of mind [sentimiento de soledad].


El señor Boisserie viene a comer.

Música en casa de los Lyon-Caen. Yo estaba nerviosísima y completamente atontada. Françoise se ha dado cuenta.

Cuando Lyon-Caen se ha ido, me quedo a charlar con Françoise, me sentía mejor. Vuelvo a buscar a mamá en casa de la abuela.

Me olvido el bolso en rue de Longchamp.

Sábado 20

Vuelvo a buscar el bolso. Françoise se había olvidado de dárselo a la portera. Subo; llamo tres veces. Esta puerta se había vuelto familiar y casi hostil, no me gustaba. No había nadie. Al volver, encuentro al señor Lyon-Caen que regresaba; vuelvo a subir, él registra en vano la habitación de Françoise. Yo tenía una vaga conciencia del lado cómico de la situación; los dos solos en aquel apartamento, yo, casi una asidua. Pero no tenía ganas de reírme.

Vuelvo sin el bolso, en metro, hasta Saint-Augustin. Desde allí voy andando a casa de Galignani. Compro los poemas de W. de la Mare.

En música estaba de un humor de perros, pero ni siquiera podía hacer un esfuerzo para cambiarlo.

Y además Denise, cuyo sufrimiento me desespera. Sufre ella también; aunque no lo dice. Pero yo lo sé.

Miércoles, 24 de junio

Quería escribir esto anoche. Pero estaba demasiado aturdida y no habría podido hacer el esfuerzo.

Esta mañana me obligo a hacerlo porque quiero acordarme de todo.


La primera vez que me despierto y veo la luz de la mañana a través de las contraventanas, me viene la idea repentina de que papá no tendría esta mañana su desayuno normal, que no llegaría a la mesa del desayuno para tomar sus pedazos de pan tostado y servirse el café. Me ha causado una pena inmensa.

Sólo era la primera vez, poco a poco (me he adormilado varias veces) llegaban otros pensamientos que me ayudaban a comprender lo que había ocurrido, el ruido de las llaves en su bolsillo, los postigos que él abría en su habitación, yo le aguardo siempre para levantarme, porque va a encender el gas. En esos momentos caigo en la cuenta. En este momento mismo no lo comprendo bien.


Fue ayer, más o menos a esta hora. Yo había salido dos veces por la mañana. Una primera al barrio, para ver si encontraba requesón para la comida: venía Simone. La segunda había cogido el 92 hasta l’Etoile para ir al Artisanat, y de allí fui a la biblioteca americana. Como debía volver con papá, pensé que era demasiado pronto y me entretuve en la rue de Téhéran.

Al llegar a la rue de la Baume[16], encontré a toda la familia Carpentier de pie delante de la portería, les saludé y apenas me respondieron. Tenían un aire preocupado y no insistí; sin embargo, hice unas carantoñas al perro, pero ante el mutismo de la señora Carpentier entré en el vestíbulo sin decir nada. Haraud me siguió, y me pareció algo raro que entrase conmigo; pero cambié de opinión, pensando que tendría algo que hacer allí. Lo que también disipó mis sospechas fue que cuando dije: «Hace bueno aquí», él respondió: «Sí, hace fresco», con la mayor naturalidad del mundo. Pero cuando empecé a subir la escalera me siguió. Otra vez se me despertó la curiosidad. Le pregunté si papá estaba allí y me dijo que no. Después me acordé de que su respuesta había sido bastante confusa. Me decía que fuese a ver al señor presidente. Yo dije: «Papá va a volver». Él contestó que sí pero no sé si sabía muy bien lo que decía. En lo alto de la escalera vi a Carpentier que hace de bedel a esta hora; volví a preguntar si papá estaba allí. Me respondió: «No, pero si la señorita quiere ver al señor presidente». Entonces mi curiosidad se transformó en aprensión y vi que Carpentier y Haraud se miraban. Todo aquel misterio me ponía nerviosa. Y sin embargo, como no quería dramatizar, rechazaba todas mis sospechas con una facilidad extraordinaria. Pero cuando Carpentier me abrió la puerta del señor Duchemin me dije: «Ahora ya estoy lista», y no rechacé nada. Duchemin se levantó y le dije: «¿Qué pasa?»

Él comenzó diciendo: «Bueno, Hélène, he visto a su padre esta mañana y me ha dejado este mensaje». Yo no había comprendido una palabra de lo que él decía y de lo que seguía diciendo (después tuve que volver a preguntárselo todo), pero había comprendido que habían ido a detener a papá. De repente me di cuenta de que no escuchaba una palabra de lo que él decía. Al entrar, me había producido estupor su cara. Sabía que sufría un eccema, pero estaba verde, con barba de dos días; apestaba a Junoxol. Capté, con todo, que quería llevarme a casa en automóvil, que quería informar a mamá. También conservé el papel. Era una hoja de papel Kuhlmann. Me acuerdo de que incluso llevaba la fecha, las nueve y media del 23 de junio, y la letra clara de papá decía: «Un inspector de policía me lleva a la rue de Greffulhe y de allí al Servicio alemán», y a continuación una línea separada: «No sé por qué».

Debajo: «Puede que no sea para detención o internamiento». «He avisado a Marie», y debajo: «Mi mujer no está informada, porque no conozco el curso del asunto. Afectuosa y respetuosamente».

Todavía lo veo, aquel papel.

Después Duchemin cerró el tintero, dobló algunos papeles y partimos. En el coche conseguí reconstruirlo. Pero sobre todo lo reconstruye el relato que él le hizo a mamá: a las nueve y media, cuando llegó al despacho, encontró a un inspector de policía que se llevaba a papá. Papá no pensaba verle y por eso le había escrito aquella nota.

Yo estaba envuelta en una especie de bruma, no hablaba. Duchemin intentó dos veces romper el silencio pidiéndome noticias de Yvonne, felicitándome por mi título. Hacía un tiempo magnífico. Yo no entendía muy bien toda aquella belleza de París una mañana radiante de junio. Siempre hace bueno en las catástrofes.

Cuando hubo que subir los cuatro pisos, me preguntaba cómo se lo diría a mamá; los tres primeros los subí un escalón tras otro, pero el último de dos en dos, para llegar la primera —Duchemin resoplaba un poco—; nos abrió Louise, vi vagamente que se extrañaba mucho de ver entrar a Duchemin sin que yo hubiera dicho nada. Mamá escribía en su escritorio del saloncito. Entré y le dije: «Mamá, ha venido el señor Duchemin… Creo… que han detenido a papá…». En ese mismo momento entraba Duchemin y yo ya no tenía nada más que decir. Mamá se había levantado bruscamente. Después volvieron a sentarse y Duchemin contó toda la historia. Así me enteré. Cuando todo estuvo claro en mi mente, fui a informar a Denise, que practicaba al piano. La noticia tuvo el efecto de una bomba, Denise se incorporó, yo quería acabar lo antes posible, hablaba casi en monosílabos, me acuerdo de que ella suspiró o gimió y que yo la sujeté. Después entramos en el saloncito.

Duchemin se había levantado para irse. Mamá se quedó sentada en su butaca. Se pasaba la mano por la frente, repitiendo: «No siento nada, no siento nada». Yo conocía aquella sensación. Sólo que ella ya lo había comprendido, mientras que yo seguía sin asimilarlo. Mamá telefoneó a Auntie Ger.

Hacia las doce y media sonó el teléfono, era la voz de un desconocido. Comprendimos al instante: el inspector de policía que había detenido a papá, yo descolgué el otro auricular. Producía un efecto extraño oír la historia contada por una voz desconocida. La confirmaba, le daba un sello de autenticidad. Hasta entonces podría no haber sido más que una cosa que nos pertenecía, quizá incluso que no existía en realidad. A partir de aquel momento supimos que había sucedido realmente. Tenía algo de irremediable.

El inspector afirmó que papá podría haber sido liberado si hubiese llevado bien cosida la estrella, porque el interrogatorio en la avenida Foch había transcurrido bien. Protesté. Mamá también; explicó que la había sujetado por medio de corchetes y automáticos para poder ponerla en todas las prendas. El otro siguió afirmando que aquello había sido la causa del internamiento: «En el campo de Drancy están cosidas». Así que esto nos recordó que lo llevaban a Drancy[17].


Recordaría aquella comida durante mucho tiempo. Estaba Simone. Guardábamos silencio. Lo extraordinario era que yo tenía hambre y comía con apetito. Mamá telefoneó a la señora Lévy para que subiese. Cuando ella se sentó y mamá le comunicó la noticia, no la miré porque pensé que mi mirada le molestaría. Estaba sentada a mi lado. Pero a través de la cara de Denise vi que se había puesto muy pálida. Denise dijo: «Va a ponerse mala». Reprochamos en silencio a mamá que no le hubiese ahorrado la noticia a la señora Lévy. Pero quizá pensábamos en ahorrársela porque nosotros mismos sentíamos aún muy poca cosa.

Lo que también recordaría fue la efervescencia de la casa después de la comida. Parecía que nos íbamos de viaje. Andrée había acudido durante el almuerzo, trayendo dos panes. En la habitación de Miss Child [la institutriz inglesa], había cosas desperdigadas por todas partes. La señora Lévy se había sentado en una butaca; delante tenía la bandeja del café. En su habitación, mamá seleccionaba la ropa blanca con Andrée. Simone se había marchado disparada a buscar jamón a su casa. Yo no me quedé mucho tiempo, porque tenía una lista de cosas que recoger en la tienda de Tiffereau. Esperé diez minutos en la rue Montessuy. El sol daba de lleno en la acera y, a pesar del toldo bajado, sudaba a mares. Piafaba de impaciencia. La paz de la una reinaba en la calle. Cuando Tiffereau llegó, por la calle, al principio no le reconocí, se lo conté todo; y después de un silencio me dijo: «Veamos, no la sitúo muy bien, ¿usted es…?» «La señorita Berr». «Ah, es lo que pensaba». Entramos en la tienda y me sirvió metódica, lentamente. Yo contenía mi impaciencia. Me fui con las manos llenas, el termo cuyo tapón había cambiado, un cepillo de dientes, pasta dentífrica, alcohol de menta. Cuando llegué a casa, casi todo había terminado. Había llegado Auntie Ger y también Nicole, pero sólo me di cuenta después.

Fue Haraud el que nos llevó a las tres. Nunca París había estado tan bonito, de nuevo existían los muelles, el Louvre y el Sena. Me acordé de una vez en que toda esta belleza me había afectado, en contraste con las circunstancias trágicas. Fue el 16 de mayo de 1940, cuando fuimos a buscar a toda prisa a la señorita Lesieur, el día del avance de Laon[18]. Aquello ya había acabado, había pasado. En aquel entonces, el futuro era aún indescifrable. Ahora era conocido, había acontecido. Y afrontábamos de nuevo un porvenir desconocido. Doce días después, otro pedazo de futuro que perdió su privilegio de misterio y de ignoto, y que se reveló sórdido y triste.

El automóvil se detuvo cerca del mercado de las flores. Nos apeamos con las maletas. Y empezó una especie de peregrinación. Yo llevaba el Rucksack [la mochila] y las mantas, Denise el cesto. En la puerta de la prefectura nos paró un agente: mamá recitó su libreto, pero era la primera vez y me produjo un escalofrío… «Es para ver a un interno que parte a Drancy. Nos han dicho que traigamos esto…» Yo, por el momento, había aceptado mi papel plenamente. Recorrimos innumerables escaleras, pasillos desnudos con puertecitas a derecha y a izquierda, yo me preguntaba si serían celdas y si papá estaría dentro; nos enviaban de un piso a otro. Había en los pasillos hombres de cara patibularia, o eso imaginaba yo, y empleados sentados a mesas pequeñas, todos muy correctos. El saco pesaba. A mamá le costó subir al último piso. Para mis adentros me decía: «Sube, acabará enseguida». Era un pequeño calvario.

Tras algunas idas y venidas por un largo pasillo al que daban puertas de cristal, nos introdujeron en la habitación n.º ?, en todo caso la de los extranjeros, porque el agente había dicho por teléfono: «Quinto piso. No, es francés. El tercero». Pero papá no estaba en el tercero. Era una habitación anónima, con una especie de barra tras la cual había varios empleados. Había una puertecita de madera en aquel semitabique. A la derecha se abría otra puerta ante la cual se apostaba un agente, un joven menudo, moreno. Tenía aire de comprender. Por esa puerta entró el empleado llamando a Berr cuando indicamos el motivo de nuestra visita.

En cuanto entró papá, me pareció de pronto que la tarde se reincorporaba automáticamente a aquel pasado tan reciente en que estábamos todos juntos y todo lo demás era sólo una pesadilla. Fue en cierto modo una tregua, un claro antes de la tormenta. Cuando pienso en ello ahora, advierto que fue una bendición. Volvimos a ver a papá después de la primera fase de la tragedia, después de la detención. Nos la contó. Vimos su sonrisa.

Le vimos marcharse con la sonrisa. Lo sabemos todo y tengo la sensación de que así estamos todavía más unidos, que se ha ido a Drancy aún más estrechamente ligado a nosotros.


Ha entrado con su sonrisa radiante, tomándose la situación en broma: no llevaba corbata y al principio eso me impresiona, ya le habían desvestido en dos horas. Papá sin corbata; tenía ya aspecto de «detenido». Pero ha sido algo fugaz. Uno de los empleados, disculpándose, le dice que va a devolverle la corbata, los tirantes y los cordones de los zapatos. Todos se reían. El agente, para tranquilizarnos, nos explicaba que era una orden porque ayer un detenido había intentado ahorcarse.

Vuelvo a ver a papá vistiéndose con parsimonia en la sala. Al principio le habían dado la corbata de un tal Rosenberg, papá conocía ya el nombre de los demás detenidos. Habían hecho amistad, yo le he pedido detalles sobre ellos y algo inexpresable me ha reconfortado. Tenía la sensación de que papá les había estudiado con un desapego divertido, y que le parecía muy gracioso; de esta forma no sólo había conservado la calma, sino su sense of humour. El corazón se me ha llenado de una gratitud alegre. Pero todo esto es inexplicable.

Sólo me acuerdo de algunos episodios de esas dos horas. Al principio estaba sentada en un banco de madera enfrente de papá y mamá, que le recosía la estrella a papá. Denise desahogaba su indignación contra el agente, que la apoyaba con simpatía. Yo tenía la boca cerrada. Trataba de comprender la situación. En aquel momento, mejor dicho, la entendía perfectamente y el presente ocupaba mis pensamientos.

Parecía que esperáramos a un tren. Pero estábamos mucho más tranquilos. El ambiente era casi jubiloso. Lo había creado la actitud de papá. A ratos yo tenía vagos presentimientos del futuro inmediato, de lo que seguiría a aquellas dos horas. Pero aquello, en el fondo, apenas tenía sentido.

Charlábamos con los empleados, con el agente. Había un hombrecillo muy atildado, con bigote y un aire concerned [preocupado], que parecía sacado de un libro de Dickens, un personaje parecido a Chillip. Nos recomendaba prudencia a Denise y a mí. Estaba sinceramente consternado por lo que había sucedido y era muy respetuoso. El más joven de los empleados se columpiaba sobre el portillo y no parecía aburrirse. Había algo cómico en esta escena en que el detenido era papá y las autoridades se mostraban llenas de respeto y simpatía. Nos preguntábamos qué hacíamos todos allí.

Pero es porque no había alemanes. El pleno sentido, el sentido siniestro de todo aquello no lo veíamos porque estábamos entre franceses.

Olvido anotar todos los detalles facilitados por papá sobre su detención, es todo lo que he sabido y no sabré más hasta volver a verle. Le llevaron, en efecto, a la rue de Greffulhe y de allí a la avenida Foch, donde un oficial (yo entendí un soldado) alemán se lanzó sobre él cubriéndole de injurias (schwein [cerdo asqueroso], etc.) y le arrancó la estrella diciendo: «Drancy, Drancy». Es todo lo que oí. Papá hablaba de un modo bastante entrecortado, debido a todas las preguntas que le hacíamos.

Hubo un momento en que he percibido una mayor animación. La puerta que daba al pasillo se abría y cerraba sin cesar. Por último, un agente ha dicho bastante alto: «Tratan de comunicarse con el detenido por las grietas de la pared». Entonces un empleado dice: «Déjelas entrar, son la madre y la novia». Yo hasta hoy nunca había puesto los pies en una cárcel. Cuando capto la situación descrita en estas pocas palabras, me vuelven de golpe a la memoria todas las escenas de la comisaría de policía de Crimen y castigo, o más bien una sola, una escena generalizada. Me pareció que toda la novela transcurría en una sala de la comisaría.

La puerta se abre y entran tres mujeres: la madre, una mujer gorda, rubia y vulgar, la novia y otra que debía de ser la hermana. Traen al detenido, un joven muy moreno de una belleza un poco salvaje; era un judío italiano, acusado de tráfico ilícito[19], creo. Todos se sientan en el banco de madera de enfrente. A partir de ese momento algo trágico gravita en el ambiente. Al mismo tiempo nosotros, los cuatro juntos, estábamos tan alejados de aquella pobre gente que ya no lograba concebir que papá también estuviese detenido.

Viernes, 26 de junio

Mañana. Biblioteca.

Mis amigas han sido encantadoras. Silvia Sebaoun me da una pena tremenda. Pero es demasiado orgullosa para que le ofrezcas ayuda. Debe de estar en la miseria. Informo de la noticia a muchos compañeros. Al final, repaso una lección, Cécile Lehmann viene hacia las once, muy bonita de negro. Hablo con ella. Empleo una palabra desafortunada al decir que lo pagarán, y ella me responde: «Sí, pero los muertos no revivirán». Y he comprendido la crueldad de mi frase. Llega Stalin y se lo digo. Se sienta al oírlo. Se queda hasta el final y se marcha conmigo. Apenas le conozco, pero realmente tiene muchos detalles.

Mamá estaba bien hoy. Quizá porque había dormido. Intento hacer las pequeñas cosas que papá hacía para que, al estar pendientes, no despierten demasiados recuerdos: abrir las contraventanas de mamá por la mañana, cerrarlas por la noche, abrir el gas cada día.

Duermo de pie toda la tarde. Voy a llevar un paquete a casa de la señorita Detraux y de allí, cruzando el Luxemburgo, al Instituto. La belleza y el frescor de los grandes árboles, los juegos cambiantes de las manchas de sombra, todo rebosaba una calma relajante, que no borraba la tristeza, pero la comprendía.

Después, en el metro recocido y maloliente, voy a la rue de la Bienfaisance a llevar la carta. Poco me ha faltado para llorar de rabia porque he tenido que preguntar tres veces el número.

Después he ido a la rue Raynouard. De repente, en el metro, al ver a todos aquellos hombres, me acuerdo de papá, su distinción y elegancia. Y me percato de que todo lo que mi vida de máquina quería decir ahora, que todo lo que significaban los acontecimientos de estos últimos días, era que aquel papá ya no estaba.

Voy luego a la rue Raynouard para enterarme de que en casa había una carta de papá. Vuelvo a buscarla. Mi fatiga había desaparecido. Cuando leo la suscripción [inscripción], «Berr Raymond, matrícula 11.943, Campo de Drancy», no lo entiendo: por momentos había destellos de comprensión. Lo leo y releo al regresar para convencerme de la realidad de todo esto.

Mamá estaba allí cuando llego. Ha llorado al leerlo. Nos quedamos hasta las siete y media a causa de las visitas.

Llamada de teléfono a Amiral Vriacos. Denise había encontrado la manera de meterse un hueso de cereza en una oreja, y todas nos reímos. La señora Lévy estaba allí.

Viernes por la noche, 11.15 horas

Esta noche ha habido un momento en que he empezado a entender. A entender la tristeza espantosa de lo que ocurre. No ha sido preparando la tarta para papá. Sin embargo, allí me asaltan pequeños recuerdos, las visitas de papá a la cocina, su forma de oler los pasteles que hacíamos. Pero esto no me apenaba; al contrario, hacía su presencia más viva y alejaba cada vez más la comprensión de la situación actual.

Pero ha sido releyendo pasajes de su carta, las frases que empiezan por «mis hijitas», la descripción de lo que había hecho en veinticuatro horas. Al principio esto no me había entristecido, por la alegría que me daba saber lo que hacía en el campo. Pero captaba el vacío de esta existencia nueva, el significado de estas preocupaciones materiales. A primera vista crees que se organiza una vida nueva; luego comprendes lo que quiere decir esa vida.

Y, sin embargo, mirando esta carta, yo no lograba percibir la realidad: esta letra de papá sólo me recuerda las cartas que nos escribía cuando estaba de viaje. Hace poco le he visto en las cartas que enviaba a Jacques e Yvonne, y donde hablaba sobre todo de Aubergenville. No conseguía emparentar esta letra con su sentido, con el sentido de sus palabras.

Y ahora, de nuevo, ya no comprendo.

Sí, de golpe, en la oscuridad: advierto que entre el papá de aquí y el que allá ha escrito esta carta, empieza a abrirse un abismo infranqueable.

Mañana del sábado, 27 de junio

Esta mañana la señora Lévy ha recibido una carta de su marido[20] que le ha cedido el reverso a papá.

Papá parece mucho menos alegre que ayer (escribió esto ayer). Habla de la vida monótona. Todos lo hemos notado, pero nadie se atreve a hablar al respecto salvo mamá, y procuramos negar o decir que es natural. Mamá comenta que él pedía prendas de lana. Llora al copiar esta carta.

Hacemos el primer paquete encima de la mesa del comedor. Después, para quedarme con mamá, mando a paseo todo lo que tenía que hacer esta mañana. Telefoneo a los Pineau para decirles que papá había conocido al normalista. Denise sale a llevar el paquete. Yo copio la carta de ayer para Jacques. Pero me veo obligada a saltar continuamente pasajes que le harían daño.

Telefoneo a la señora Agache para comunicarle las noticias. Me ha respondido la enfermera diciendo que no podía molestarla porque la cosa andaba muy mal. El mundo sólo es sufrimiento. ¿Por qué ha tenido que sonar el teléfono en una casa donde agonizaba alguien? Cuelgo muy rápido, creyendo que así borro la llamada.

Él, en efecto, ha muerto esta mañana.

7.30 horas

Ya no comprendo nada de nada. El ritual de las tardes de sábado se cumple tan bien que vuelvo a zambullirme en la vida normal y creo que todo lo demás es una pesadilla. Han venido a merendar Detoeuf y su mujer, Annick y su primo Legrand, Job, Nicole y Breynaert. Llega el correo, hay dos cartas de Odile y otras dos de Gérard. Todo es normal. Ya no sé dónde estoy. Tengo la sensación de despertarme después de una mala noche y de encontrar la realidad sosegadora.

Sin embargo, hasta las ocho estaba en plena pesadilla; esta mañana la cosa iba mal. Después de comer copio la carta de papá para Yvonne (en este momento, esta frase casi carece de sentido para mí). Llega Job y se queda con Denise en el despacho. Los Legast estaban con mamá, he entrado, les acompaño, creo que la señora Legast lloraba, porque no me ha dicho adiós.

Después me reúno con los demás. Poco a poco, hablando con Job, la conversación, la atmósfera recobran el aire habitual. Terminamos formando un pequeño trío. Yo le había pedido a mamá que me dejara una línea en la carta a papá. Cuando ha entrado con ella, la realidad se me escapaba de nuevo y no reconocía ya el valor de esta carta.

No obstante, esta noche debía preocuparme por las cartas de Gérard. Pero en este asunto hay en mí algo muerto. Ya no respondo, en sentido figurado. Ya apenas me produce un placer de curiosidad recibirlas. ¿Es porque he decidido no hacerlo? ¿O es que de verdad me he alejado de él? Sinceramente no creo que sea debido a lo otro, aunque lo haya pensado a menudo esta semana. Estoy apagada.

Mamá acaba de entrar, mi embotamiento de maleficio va a cesar.

Lunes, 29 de junio

Ya no hay nada fijo por la mañana cuando te levantas. Pero siempre hay algo inesperado que hacer.

Esta mañana recibo una carta de Gérard, no la n.º 1, una con fecha anterior. Me debato un momento y después olvido.

Voy a llevar una carta a la señora Duc en casa de Thérèse. Me recibe su asistenta; ¡me ha jurado que los rusos me vengarían!

Al volver andando por la avenida de La Bourdonnais, pensaba, creo, en mis zapatos. He tenido la súbita conciencia de que un señor venía hacia mí y me ha distraído de mis pensamientos. Me tiende la mano y me dice con una voz fuerte: «Un católico francés le estrecha la mano…, ¡y después, el desquite!». Le digo gracias y me voy, empezando a asimilar el encuentro. Había otras personas en la calle, bastante lejos. Me han entrado casi ganas de reír. Y sin embargo ha sido un gesto elegante. Debía de ser alsaciano; tenía tres cintas en el ojal.

En la calle estás continuamente obligada a fingir, salir es una prueba.


Al recoger la leche en el lechero me golpeo en la frente con todas las fuerzas con la persiana de hierro, y me hago daño. Cuando salgo después de comer, la avenida estaba envuelta en una belleza tan apacible, tan resplandeciente, que me dejo acunar un momento.

En la biblioteca, J. M. llega hacia las cuatro. Le esperaba. También ha venido Jean-Paul. Al volver vamos andando hasta Sèvres-Babylone.

Françoise Masse me dijo ayer que de las ochenta mujeres deportadas de Tourelles[21] la semana pasada, había una, por ejemplo, a la que deportaban porque su hijo de 6 años y medio no llevaba la estrella. Entre ellas se encuentra la hija de una médico a la que conocen tanto J. M. (ella vive en Saint-Cloud) como Françoise. La han condenado a trabajos forzados a perpetuidad. Parece que los demás son de cerca de Cracovia.


El domingo nos vamos a Aubergenville Denise, Nicole, Françoise y yo. En el último minuto, mamá no ha venido porque quería ver al señor Aubrun. Era mejor que no viniese. Habría sido una prueba demasiado dura para ella.

Consigo no pensar. En principio hablamos mucho durante el trayecto. Y al recoger las frambuesas he pensado en otra cosa en la que no puedo evitar pensar. Teníamos, por supuesto, una sensación de vacío, y yo me juntaba continuamente con Denise aquí y allá para dirigir las operaciones de la recogida, para ayudarla. Pero no hablamos de lo que sentimos.

Nos quedamos entre los frambuesos toda la tarde. Al principio habríamos podido creer que era una simple expedición de semana, sin los padres. Pero en el fondo de nuestra conciencia estaba el recuerdo de los sucesos recientes. Cuando vuelvo a pensarlo, me percato de que estábamos completamente aisladas en los frambuesos y que el resto del jardín seguía haciendo su vida aparte, la que debe de hacer cuando no estamos aquí. Ya no consigo comunicar con él, sentir que me ama y que me acoge. Se ha vuelto casi indiferente. Es culpa mía, porque ya nunca hago mi ronda cuando llego. Y además siempre venimos deprisa y corriendo.

Los rosales estaban en flor, las rojas y las rosas. Me han recordado el garden-party.

He intentado ocupar el lugar de papá. Para que Denise no piense en él. Tiro del remolque, cargo los paquetes.

Antes de marcharnos nos despedimos de los Hup. Lo sabían todo, pero no habían dicho nada a sus hijos. Al hablar con la señora Hup, veo de pronto que la cara se le tuerce, para no llorar, en una mueca de dolor. Ha sido horrible. Pero sólo dura un instante. Su marido[22] ha venido a ayudarnos a recoger cerezas. Hemos hablado de lo que habría que hacer por papá. Los proyectos siempre tienen un lado material que te ocupa la mente.

En el tren de regreso estábamos inundadas de zumo de frambuesas. Además yo había roto un huevo, que se escurría. Cedemos los asientos a unas mujeres con sus bebés. En la estación, nos esperaban Andrée, su marido y Louise. Ha sido bastante reconfortante. Y al mismo tiempo, cuando reflexionabas sobre esta sensación, sabías que ocultaba algo triste.

Martes, 30 de junio

Anoche hubo cañonazos, una alerta durante la cual no se oyó nada. Recordé vagamente que por la tarde habíamos dicho que los ingleses ya no venían. J. M. había dicho que no vendrían. Mamá me ha hablado de su habitación y he respondido…, teníamos la misma idea, la idea de papá. Me ha sorprendido en la noche, como nunca hace de día. De día, la vida forma una costra por encima del pensamiento.

Esta mañana, papá ha enviado su lista de ropa. Mamá lee la lista llorando, porque pide muchos jerséis y prendas gruesas. Cuanto más leía más se le cascaba la voz, era desesperante. Nombra una cosa que no consigo entender; después me entero de que era polvo insecticida. Se señala la cabeza. Comprendo.

Bajo de inmediato donde la lechera. Pero no tenía nada.

Esta tarde iré a Aubergenville a buscar el traje gris que ha pedido papá. ¿Comprenderé el sentido de este viaje? De momento no lo logro. No es culpa mía, no logro darme cuenta. que papá está en Drancy. que la semana pasada había un papá vivo, sonriente, activo. No puedo conciliar las dos cosas.

Jueves por la noche, 2 de julio

23.15 horas

Cuando cierro los postigos de mi habitación, un relámpago atraviesa el cielo. El cielo amenaza otra vez esta noche. Después de todo este día de tormenta, de aguaceros, de estruendos lejanos y de tensión nerviosa. Un día hecho para su desenlace de esta noche. Quiero escribir estas líneas antes de dormir. Porque sé que a pesar de todo voy a dormirme; y que mi cuerpo vencerá a mi mente como siempre.

¿Qué ocurre? Primero, justo en el momento de sentarnos a la mesa, la llamada de Duchemin. Respondo y le paso el teléfono a mamá. Ella hablaba con tanta precisión y calma que me quedo estupefacta cuando después nos ha dicho: «Liberarán a papá a condición de que se vaya». Yo aún no había aceptado la idea; me ha sorprendido ver que mamá sí lo había hecho; porque nos ha preguntado qué haríamos en su lugar.

Irse. Es el vago presentimiento que he tenido desde esta semana. La respuesta a esta idea ha sido una brusca sensación de aniquilamiento. Y después de rebeldía. Esta noche, tras reflexionar un poco, pienso que hay egoísmo en mí, que no quiero sacrificar mi felicidad, porque todo lo feliz que he conocido está concentrado en esta vida de aquí. Pero puedo decírmelo; puedo forzarme a hacer el sacrificio. Queda otra cosa.

Queda sacrificar el sentimiento de dignidad, aceptar ir a reunirse con los que se han ido.

Queda sacrificar el sentimiento de heroísmo, de lucha que se experimenta aquí.

Queda sacrificar el sentimiento de igualdad en la resistencia, aceptar que te separen de los demás franceses que combaten.

Pero frente a esto está papá. No hay que dudar. Parece que al comienzo de la semana ha habido un gran temor de que se lo llevaran más lejos. No hay que dudar y este asunto ni siquiera se discute. Es un chantaje odioso, y hay muchas personas que se alegrarán. Personas que creen que lo hacen por buen corazón y caridad, y que en el fondo no se darán cuenta de que están contentas de no tener que preocuparse por nosotros, y de no tener que compadecernos siquiera; otras que creerán que han encontrado la solución ideal para nosotros y que no comprenderán que para nosotros es un desgarramiento tan grande como para ellos, porque no se ponen en nuestro lugar y consideran que estamos naturalmente destinados al exilio. Pero todo esto son ideas. Y puedo ahuyentarlas diciéndome que sólo son ideas. Pero no es todo. Hay también imposibilidades, pensamientos que te llegan y te sobresaltan porque son verdaderas imposibilidades: abandonar a mamá y Auntie Ger. Actitud con respecto a los otros internados. Abandonar a la señora Lévy.

Ha subido justo después de la llamada telefónica. Estaba muy nerviosa. De repente explota. Tenía que decirnos algo que le habían dicho. Estaba a punto de estallar, estallar no en sollozos sino en palabras y en nerviosismo. Se trata de una ordenanza para el 15[23] de encerrar a todos los judíos en campos de concentración. Ha debido de darle vueltas en su soledad y en la atmósfera tormentosa de este día. Durante toda la noche sigue rumiando este pensamiento mientras nosotras tres pensamos en lo otro. Dos corrientes mentales se cruzan o se codean silenciosamente. Me daba escalofríos pensar que la nuestra nos aislaba del destino común. Y me consolaba casi pensando en la miseria de la vida en la zona libre. Tenía un deseo de expiación, no sé por qué.

Después de la cena el cielo se vuelve a nublar. Y el trueno ha estallado con estrépito encima de nosotras. Pero poco a poco la señora Lévy se sosegaba. Estaba serena cuando se ha marchado. Esta noche mamá medita venganzas contra los cobardes que han aceptado ese trato y prepara lo que le dirá a la gente. Pero a mí ahora me acecha el sueño, me aprieta las sienes y ya no me acuerdo de mis pensamientos. Mañana por la mañana veré más claro. No creo en la realidad de esta noche. Ya pueden decirme lo que quieran.

Mañana del viernes, 7 horas

3 de julio

Despierto con una sola idea clara: es una cobardía abominable la que quieren que cometamos. ¿Qué otra cosa cabía esperar de los alemanes? A cambio de papá, nos quitan lo que más apreciamos: nuestro orgullo, nuestra dignidad, nuestro espíritu de resistencia. No cobardía. Los demás creen que disfrutamos con esta cobardía. ¡Disfrutar! Dios mío.

Y en el fondo se alegrarán de no tener ya que admirarnos y respetarnos.

También para los alemanes es un trato ventajoso: que papá esté en la cárcel indigna a demasiada gente. Les hace una mala propaganda. Papá excarcelado y reanudando su vida es un obstáculo y un peligro para ellos. Pero que papá desaparezca en zona libre y que el asunto se vuelva muy tranquilo, muy insulso, es lo ideal. No quieren héroes. Quieren hacerlos despreciables, no quieren despertar la admiración por sus víctimas.

Pero si es así juro que seguiré molestándoles con todas mis fuerzas.

Hay en mí dos sentimientos que vienen a ser más o menos lo mismo, aunque de distinto tipo: el primero es el sentimiento de la cobardía cometida yéndose, una cobardía que nos han impuesto, cobardía con respecto a los otros internados y a los pobres desgraciados; y el del sacrificio de la alegría de luchar, que es el sacrificio de la felicidad, porque además de la felicidad de este heroísmo existen las compensaciones de la amistad, de la comunidad en la resistencia.

En el fondo me sitúo en un doble punto de vista: para mí, partir no es una cobardía, puesto que es un sacrificio enorme y allá sería infeliz, pero no puedo pedir a los demás que piensen como yo. Para los demás es una cobardía.

Viernes

Toda la mañana ha sido rara. De entrada, el cielo seguía oscuro y pesado. En las casas hacía un calor húmedo y sofocante. Salgo de casa con retraso (me tocaba ser bibliotecaria) porque había esperado el correo. Llevaba dos cartas de Gérard que he leído en la calle. Al llegar al Instituto, donde ya había grupitos en el patio, Albus me dice que no había biblioteca durante los exámenes orales. Toda mi mañana vacía de golpe. Subo a la biblioteca abriéndome camino con dificultad entre los estudiantes amontonados en la escalera. Hacía tanto calor allá arriba que he bajado. En el primero, Ch. Delattre examinaba de filología, asomo la cabeza por la puerta, no sabía si él me había visto y me parapeto detrás del batiente. Pero oigo un paso autoritario en la sala y era él. Me saluda, comprende de inmediato que la carpeta que yo tenía debajo del brazo contenía mi trabajo. Me pregunta qué tal voy. Le digo: «Lo mejor posible». Se disponía a volver a la sala, pero vuelve y dice: «¿Es cierto que han detenido a su padre?». He contado otra vez toda la historia. Me escuchaba con aire inquieto. Después me deja y entra en la sala.

Bajo y me quedo casi una hora apoyada en la pared, esperando a Nicole. Me sentía aislada en medio de los estudiantes de licenciatura desconocidos. Sin embargo conocía a algunos, que vienen a hablar conmigo. Charlo bastante rato con Monique Duert. Hacia las diez llega Jean-Paul. Estaba encantada de ver por fin a alguien de mi grupo de amigos. Estaba nervioso como un gato a causa de este oral. Le acompaño donde Landré, sala 1, para calmarle. Se inscribe para la tarde. En una de mis numerosas subidas y bajadas veo a Sylvère Monod, muy amable, y a Annie Digeon, encantadora. Cuando se indigna por algo, separa las aletas nasales y la nariz, que es muy chiquita, se le hincha de cólera. Cuando hablo de ella a Jean Pineau, me dice: «Tiene un aspecto muy dulce». Es verdad. Arriba, encuentro por fin a Nicole, que se había reunido con Jean-Paul. Entonces me marcho. Eran las once. Vuelvo aquí. Estaban mamá y Denise. No había habido más noticias. Pero la historia de anoche no tenía nada de ultimátum. Estábamos las tres vacías por nuestra lucha de la víspera. Voy a la cocina a hacer galletas para la merienda. Louise se ha ido y Bernadette lo hace todo. Estamos más unidas que nunca.

Boisserie llega al mismo tiempo que Duchemin. Este —he escuchado un instante detrás de la puerta— se muestra muy optimista, habla con una importancia tanto mayor porque tiene el aire de pasarla por alto, de «De Brinon»[24], «al que han recurrido», etc.

A Boisserie le aterra la noticia. La comida ha sido silenciosa. Después, Denise y yo teníamos sueño. Pero he resistido heroicamente. Hacia las dos y media voy a casa de Mathey. Hacía un calor terrible. Françoise Masse viene hacia las cinco. Merendamos en mi habitación. Después toco una sonata de Mozart.

Olivier Debré[25], rapado por una novatada de taller, viene hacia las siete, al mismo tiempo que Annie.

Mamá baja después de la cena. Denise estudiaba alemán en el despacho de papá. Yo leía la vida de Dostoievski. Mamá vuelve hacia las diez. La velada no había terminado. Vuelve a plantearse la cuestión del campo de concentración. Como siempre en momentos así, mezclamos lo jocoso con lo serio, haciendo bromas que al final prevalecen e impiden comprender la seriedad del problema. Todo lo cual se termina en la cocina, primero comiendo guisantes fríos, que son mi pasión, y con una conversación en el cuarto de baño de Denise sobre los méritos respectivos de J. M., que a Denise no le gusta, y de Jean Pineau.

Escribo todos estos pequeños detalles porque ahora la vida se ha estrechado, estamos más unidos y estos pormenores adquieren un interés enorme. Vivimos hora tras hora, ya no semana tras semana.

Sábado

Dannecker[26] ha ordenado la evacuación del hospital Rothschild. Todos los enfermos, los operados de ayer, han sido trasladados a Drancy. ¿En qué estado? ¿Con qué cuidados? Es atroz.

Vienen Job y Breynaert. Job no quiere oír hablar de partir. Tocamos El quinteto de la trucha, muy bonito.

Domingo

Aubergenville con toda la familia Bardiau. Recogemos frutas todo el día, un calor espantoso. Ha habido tormenta toda la noche.

Lunes, 5 de julio

Esta mañana llega la segunda carta de papá. Describe su vida, una de sus jornadas. Son lamentablemente vacías. Por la mañana, a las siete, despierta, y pone al lado un signo de interrogación porque no debe de dormir mucho. Lista a las ocho. (El otro día, un tal Muller, que estaba enfermo, se queda en la cama por una vez, denunciado, y Dannecker, durante su visita, sube derecho donde él, le encuentra acostado con un pijama demasiado bonito, y hace que le deporten, 58 años.) De las ocho a las diez, paseo, oscilación. Papá emplea palabritas humorísticas, pero que en estas circunstancias son desgarradoras. Más adelante habla de las pota-toes [patatas]. Aún le oigo pronunciar la palabra en Aubergenville. Es a la vez consolador, porque nos hace sentirnos muy próximos, y angustioso. A las once y media sopa, y a las diecisiete treinta. Luego se ocupan del menú de la comida. La tarde es lo que más largo se hace, porque no quiere dormir la siesta para guardar el sueño para la noche. Juega a las damas, al dominó, al bridge. Papá, que nunca jugaba a nada, que mientras que Jean y los demás jugaban partidas de dominó en el saloncito de Auber, trabajaba impasible en su mesa. Pasan la velada charlando. Manda noticias de Basch, de Maurice, de Jean Bloch. Cuenta su visita al dentista, compañero de dormitorio. Hay que acostumbrarse a dormir con los ronquidos y sin postigos; hasta ahora era ciego para el claro de luna. Hay en su carta algo que me produce una congoja inmensa, un pequeño detalle. Escribe: «Podéis enviarme grosellas. Las he visto en paquetes que llegan aquí». ¿Por qué esto me da ganas de huir a todo correr? Hay algo infantil en esa frase.

Y todos los días deben de pasar así. Dice que no se da cuenta de que ya ha pasado una semana. Y yo, que soy libre, que voy a donde se me antoja, que tengo algo distinto que hacer todas las horas y todos los días, que no tengo siquiera tiempo de pensar.

Esta letra de papá, hecha para redactar discursos, cartas de negocios o noticias de sus viajes, está siempre ahí, precisa, limpia, clara, intelectual, para describir una vida reducida, recluida, una vida de preso de derecho común.

No somos conscientes de la enormidad de esta injusticia, la infamia de este trato, porque es demasiado grande, porque también nos hemos habituado a esperar cualquier cosa.

Papá dice que Basch tiene la moral bastante baja. Está encerrado allí desde hace seis meses, seis meses; ya ha debido de esfumarse toda esperanza de que esto acabe. ¿Cómo puedes conservar el deseo de vivir?

Papá vive para nosotros. Debe de pensar en nosotros día y noche. Para mí es casi un desconocido. Es extraño, y quizá esté mal decirlo. Pero papá, ese papá que mamá conoce, es muy reservado. Sólo algunas frases de sus cartas lo dejan entrever. Algo dentro de mí, cuando he leído la de esta mañana, me dice que existía entre él y yo un pacto indisoluble.

Martes por la mañana, 6 de julio

Las inquietudes vuelven a acumularse poco a poco como nubes negras. Es asombrosa la facultad que tengo de olvidar y no pensar.

Esta mañana recibo una carta de Gérard. Cuanto más avanza esto, más tengo la sensación de un desprecio doloroso; sé de antemano algo que él no sabe y que no quiero decirle; tengo la impresión de haber interpretado mi papel. Porque me gustaba escribir. Y sin embargo nunca me he comprometido.

Sólo que yo creía quedarme siempre en la superficie de las cosas; y el simple hecho de que yo siga escribiendo lo ha profundizado todo para él.

Me gustaba que me escribiera «mi pequeña Hélène». Ahora olvidarlo me molesta porque tengo la sensación de que él se apodera de mi intimidad, o, cuando me acuerdo de que me gustaba y que incluso le pedí que lo escribiera, me parece una fórmula carente de sentido, una expresión indiferente.


En La princesa de Tennyson, el príncipe padecía una extraña dolencia: de repente, el mundo se tornaba fantasmal y perdía su sustancia.

Soy como él, toda esta historia es real, viva, acabo de hablar de Shakespeare en una carta a Gérard, apenas aludía al tema de nuestra intimidad, yo pensaba que él me conocía bien, que su inteligencia estaba hecha para entender lo que yo escribía, y de pronto me doy cuenta de lo que está underlying [subyacente]. Y todo se vuelve vacío y horroroso.

Es lo que debe ocurrir cuando sólo la cabeza y no el corazón está comprometida.


Vamos Denise, Nicole y yo a la rue de Téhéran[27] a inscribirnos en el patronato. A todas nos ha entrado la risa tonta, pero creo que era una especie de exhilaration, de exaltación. Katz nos dice: «¡No se os ha perdido nada aquí! Si queréis mi consejo, marchaos». A lo que respondo, incluso antes de que él termine: «No queremos irnos». Entonces él dice: «En ese caso, es absolutamente necesario ocuparos».

Nos expiden un certificado bastante desagradable[28]. Nicole no cesa de enfurecerse diciendo que es una concesión a los alemanes. Yo lo considero el precio que hay que pagar por quedarse aquí. Es un sacrificio, porque detesto todos esos movimientos más o menos sionistas que les siguen el juego a los alemanes sin darse cuenta de ello: y, además, va a llevarnos mucho tiempo. La vida se ha vuelto muy extraña.


Después de comer —estaba la señora Lévy—, llama Françoise Pineau para invitarnos el sábado, y Claude Leroy, que viene a verme muy cortésmente hacia las tres y media.

Aguardo toda la tarde a Cécile Lehmann, que no viene. Meriendo con Nicole, que volvía muy nerviosa de casa de Jean. Después voy a casa de Hudelo. Denise ha dado la clase en mi lugar a Jeanne Fauque, concierto citas a la misma hora y pienso que la cosa se arreglará sola. Ya he perdido la facultad de razonar. Tengo un reumatismo en un ojo, es fastidioso de curar.


Después de la cena, hago pasteles para Jacques.

Las gemelas han terminado yéndose. Marianne quiere y Emmeline no quiere. Debe de ser bonito.

Jueves, 9 de julio

Duermo mal esta noche. No es de extrañar, después de una velada semejante. Había ido a pasar el día a Auber con Nicole y Françoise. Recogimos frambuesas y grosellas en el silencio del jardín. Era una actividad apacible y descansada, aunque hubiésemos llevado nuestras ideas con nosotras. Nos entendemos perfectamente; Françoise se va la semana que viene y tengo la sensación de que no volverá. Tengo la sensación de que se produce lo irrevocable, no sé si volveré a ver a alguna de las personas que me dejan.

Al volver aquí encuentro a Giséle esperándome. Había una buena confusión. La señora Périlhou estaba en el saloncito. Françoise y Nicole me habían ayudado a cargar con los paquetes. Uno tras otro llegan el señor y la señora Jacobson, la señora Léauté, Mathey, la pequeña protegida de mamá. Había que despedir a Nicole y Françoise, seleccionar las frutas, asimilar lo que Giséle me decía. También ella se va; y está desesperada. La sensación de «fin del mundo» revoloteaba a mi alrededor. Al mismo tiempo, una carta de Gérard me esperaba fuera y no conseguía leerla; bajo con Giséle para ir a casa de Tiffereau y en el camino he podido leerla. Era muy triste. Pero yo no tenía el tiempo de pensar.

Lo he hecho después, cuando Mathey se hubo ido [sic]. La balanza estaba de nuevo horizontal anoche. Antes de dormirme me pregunté bruscamente por qué no aceptaba todo lo que se me ofrecía, por qué no me abandonaba. En mi semiconsciencia casi cedí. No encontraba mis motivos del día, que esta mañana reviven. El problema se vuelve agudo y quiero convencerme de lo contrario: él me escribe que sus proyectos dependen de mí. Y no quiero; quiero ser libre, no quiero que otros dependan de mí.


Voy a buscar las fotos y se las llevo a Katz.

Tarde en casa de Budé, por Jacques. Compro Suetonio y Wordsworth (para mí). Paso por el Instituto, no había nadie, estaba muerto; había atravesado todo el Luxemburgo, ahora lleno de recuerdos.

De casa de la abuela voy a ver a la señora Fauque, donde encuentro a Denise.

Encuentro una carta de Gérard del 22 que me aproxima mucho a él. ¿Es la verdad o no?

Viernes, 10 de julio

En el biblioteca no he tenido nada que hacer. Casi he terminado La paz de las profundidades. Es notable.

Nicole viene a buscarme.

La señorita Detraux come en casa.

Nueva ordenanza hoy para el metro. Por otra parte, esta mañana, en l’Ecole militaire, me disponía a subir al primer vagón cuando de pronto me he dado cuenta de que las palabras brutales del revisor se dirigían a mí: «Usted allá, el otro vagón». Corro como una loca para no perderlo, y cuando me encuentro en el penúltimo vagón me brotan lágrimas de los ojos, lágrimas de rabia y de reacción contra esta brutalidad.

Los judíos tampoco tendrán ya el derecho de atravesar los Campos Elíseos. Teatros y restaurantes reservados[29]. El anuncio está redactado con un tono natural e hipócrita, como si fuese un hecho consumado que en Francia se persiguiese a los judíos, un hecho corriente, reconocido como una necesidad y un derecho.

Cuando lo pienso, la sangre me hierve de tal manera que vengo a esta habitación para calmarme.

Visito la galería Charpentier con Bernard y Nicole. Bernard nos lleva a merendar a su casa.

Sábado, 11 de julio

Música. Después llegan los Pineau, Françoise Masse y Legrand. Tocamos El quinteto de la trucha. No he podido recibirlos como quería. Hacia las seis y media llegan… la corsetera y la señorita Monsaingeon. Cuando vuelvo al salón era demasiado tarde. Todos se iban. Los Simón después de cenar.

Domingo, 12 de julio

Auber, con la señora Lévy.

Lunes, 13 de julio

J. M. en la biblioteca. Ha vuelto aquí a pie conmigo sin esperar los resultados de la oposición.

Martes, 14 de julio

El día es gris y bochornoso. Ya no sé dónde estoy. Acabo de escribir tres cartas malvadas, me pregunto si todos mis «escrúpulos» son reales y si no estoy estropeando mi felicidad.

Me pregunto también si no es lo otro lo que me vuelve malvada. Estoy más dividida que nunca. He recibido tres cartas más esta mañana. Ahora, cada una es un tormento, porque plantea la cuestión con mayor agudeza. Le reconozco el derecho de ser brutal y de guardarme rencor. Lo que me extraña es que no lo haya sido con más frecuencia.

¿No me despertaré una mañana sabiendo que todo esto eran quimeras y que he perdido mi posibilidad de ser feliz?

Miércoles, 15 de julio

23 horas

Algo se prepara, algo que será una tragedia, la tragedia quizá.

El señor Simón llega esta noche a las diez para avisarnos de que le habían hablado de una redada pasado mañana, veinte mil personas. He aprendido a asociar su persona con catástrofes.

Día que comienza con la lectura de la nueva ordenanza en casa del zapatero, y que termina así.

Hay una ola de terror que se apodera de todas las demás personas desde hace algunos días. Es como si los SS hubieran tomado el mando de Francia y el terror debiera continuar.

Todos nosotros desaprobamos quedarnos, silenciosamente. Pero cuando abordamos la cuestión, esta desaprobación se expresa en voz alta: ayer, la señora Lyon-Caen; hoy, Margot, Robert, Simón.

Sábado, 18 de julio

Reanudo hoy este diario. El jueves creí que la vida se detendría. Pero ha proseguido. Se ha reanudado. Anoche, después de mi jornada de biblioteca, se había vuelto tan normal que ya no creía en lo que había ocurrido la víspera. Desde ayer ha cambiado otra vez. Cuando he vuelto, hace un rato, mamá nos ha anunciado que había mucha esperanza para papá. De un lado está su regreso. Del otro, la partida para la zona libre[30]. Cada cosa encierra una prueba. La partida, no sé por qué, me produce una sensación casi de desespero. Volvía tensa para la lucha, unida con los buenos contra los malos, había ido a ver a la señora Biéder, esa desventurada madre de ocho hijos cuyo marido ha sido deportado; vive en el faubourg Saint-Denis. Denise y yo nos quedamos un cuarto de hora con ella; al salir, yo estaba casi contenta de haberme zambullido en el verdadero sufrimiento. Me sentía claramente culpable, notaba que había algo que yo no veía, era esta realidad. Se han llevado a esta mujer, su hermana que tiene cuatro hijos. La noche de la redada se había escondido, pero la desgracia quiso que bajara donde la portera en el momento en que el agente iba a buscarla. La señora Biéder es como un animal acorralado. No teme por ella. Pero tiene miedo de que le quiten a sus hijos. Se han llevado a niños que todavía gateaban. En Montmartre ha habido tantas detenciones que las calles estaban bloqueadas. El faubourg Saint-Denis casi se ha quedado vacío. Separan a las madres de los hijos[31].

Anoto los hechos, apresuradamente, para no olvidarlos, porque no hay que olvidar.

En el barrio de la señorita Monsaingeon, una familia entera, padre, madre y cinco hijos, se suicida con gas para escapar a la redada.

Una mujer se arrojó por la ventana.

Parece ser que han fusilado a varios agentes por haber avisado a la gente de que huyera. Les amenazaron con campos de concentración si no obedecían. ¿Quién va a alimentar a los internados de Drancy ahora que han detenido a sus mujeres? Los pequeños no volverán a ver nunca a sus padres. ¿Cuáles son las consecuencias lejanas de lo ocurrido la noche de anteayer, de madrugada?

La prima de Margot, que se marchó la semana pasada, y de la que sabíamos que había fracasado en su tentativa, fue capturada en la línea [de demarcación] y encarcelada; después de haber interrogado a su hijo de 11 años durante dos horas para obtener la confesión de que era judía; ella tiene diabetes, al cabo de cuatro días muere. Se acabó. Cuando estaba en coma, la monja de la cárcel la hizo trasladar al hospital, era demasiado tarde.

En el metro me encuentro con la señora Baur, siempre espléndida. Pero estaba muy abatida. No me reconoce de inmediato. Parecía asombrada de que siguiéramos aquí. Siempre tengo ganas de mostrarme orgullosa cuando respondo a esto. Me dice que tendríamos mucho que hacer en la rue de Téhéran. Tampoco me oculta que iba a llegar el turno de las francesas. Cuando me ha hablado de Odile, me ha parecido que estaba infinitamente lejos.

Pero hay que partir, partir y abandonar la lucha, el heroísmo para encontrar la banalidad, el agotamiento. No, yo haré algo.

El pueblo es admirable. Parece que había muchas pequeñas obreras que vivían con israelitas. Todas deciden casarse para evitar la deportación de sus maridos.


Y además está la simpatía de la gente en la calle, en el metro. Está la buena mirada de los hombres y las mujeres, que te llena el corazón de un sentimiento inexplicable. Está la conciencia de ser superior a las bestias que te hacen sufrir, y de estar unidos con los hombres y las mujeres auténticos. Cuanto más se amontonan las desgracias, más profundo es este lazo. Ya no se trata de distinciones superficiales de raza, religión o rango social —nunca he creído en ellas—: está la unión contra el mal y la comunión en el sufrimiento.


Quiero quedarme aún, para conocer a fondo lo que ha sucedido esta semana, lo quiero para poder predicar y sacudir a los indiferentes.

Al decir esto pienso en Brand de Ibsen, que empecé anoche. Y al pensarlo me remito a J. M, que me lo prestó.

Sé también, y no trato de ocultármelo, que no quiero irme a causa de él. Sé que no me apetece volver a ver a Gérard. Esta semana sólo he pensado en una cosa: en volver a verle. Le vi el lunes; el jueves por la mañana me escribió una carta para informarme del resultado de su recado para papá[32]. Le respondí inmediatamente. En el momento en que cerraba la carta, Denise subió de la lechería y me dijo, jadeando: «Ya está, se han llevado a todas las mujeres y los niños, no se lo digas a mamá», pero yo lo contaría con detalle; añadí una posdata a mi carta para comunicarlo. Me pregunté si sería como El último día de un condenado a muerte, de Hugo. Había algo de exaltante en aquel sentimiento; porque yo no comprendía del todo qué quería decir la hipótesis de la catástrofe.

Y además ayer, después de toda la jornada interminable del jueves y la mañana echada a perder de ayer, fui al Instituto. No sabía si él iría. A ratos me decía que tenía el presentimiento de que no iría. Y me ponía huraña. Comprendí que aquella biblioteca era él. Por suerte estaba allí Monique Ducret, reconfortante. Al principio, yo estaba todavía in a braze [en la bruma], aturdida por mi extraña noche y mal adaptada a la normalidad. Poco a poco, la atmósfera tranquila y familiar me invade. Hacia las cuatro J. M. seguía sin llegar. En un momento dado entra Mondoloni; y no sé por qué, he albergado esperanza. Alguien me obstruía el paso, pero al volverme he reconocido de espaldas su caucho [impermeable] y su pelo. De repente me siento tranquila. Hemos estado un largo rato sin hablarnos. Yo estaba ocupada y él también. Y sigo estando muy intimidada, porque le esperaba. Me ha parecido que toda la pesadilla de ayer se disipaba. No sé qué habría sido de mí si él no hubiera venido.

No me avergüenza nada escribir todo esto. Lo hago porque es la verdad; no me hago ilusiones. Probablemente he adquirido la costumbre de verle, y como los días que paso con él son las únicas cosas hermosas de la vida no quiero que me falten. El martes estuve completamente dividida y torturada, después del lunes y durante y después de la visita a la rue de Longchamp. El miércoles por la mañana sólo pensaba en ver a J. M. No me esforzaba en poner a prueba la solidez de esta idea.

8 de la noche

Nueva ordenanza, la novena: prohibición de entrar en las tiendas, excepto entre las tres y las cuatro de la tarde (horas en las que todas las tiendas están cerradas).

Mamá acaba de telefonear a la señora Katz. Hay un traslado masivo de Drancy mañana por la mañana; para tranquilizarnos: ningún antiguo combatiente francés[33], solamente extranjeros (incluidos combatientes) y mujeres. Les envían niños desdichados de todas partes, de Belfort, de Montceau-les-Mines.

Françoise, que viene esta noche, nos dice que en el Vél d’Hiv, donde han encerrado a miles de mujeres y de niños, hay algunas que dan a luz, niños que gritan y todo esto tumbados en el suelo, custodiados por los alemanes[34].

Hemos tocado música, como de costumbre. Parece increíble ver a François todavía aquí. Se ríe continuamente y se lo toma todo a chirigota. En el fondo es plenamente consciente. Pero ese valor tiene algo de loco y de trágico. Estamos sobre una cuerda floja que se tensa cada hora un poco más.

Hacia las siete, Françoise Pineau viene a traer los textos de Nórmale[35] que había pedido Jacques. Tenía un aspecto normal, pero presiento que no ha podido decir lo que quería. Me dice muy deprisa que nos harían cualquier recado, que su madre se ocuparía del avituallamiento.

Noche del domingo, 19 de julio

Otros detalles.

Una mujer que se ha vuelto loca lanza a sus cuatro hijos por la ventana. Los agentes actuaban de seis en seis, con linternas eléctricas.

Boucher da noticias del Vél d’Hiv. Hay doce mil personas allí encerradas, es el infierno. Muchos muertos ya, las instalaciones sanitarias atascadas, etc.

Noticias de papá anoche.

Desde hace dos días, encerrados en su 1,50 m2. Ha visto escenas atroces. Eugène B. postrado miserablemente con reumatismo general.


Paso la mañana con los Pineau. Voy a buscar a Françoise a las nueve y cuarto y tomamos el metro juntas. Llovía a cántaros. Muestra una calma y una serenidad que te refrescan.

Jean nos esperaba en la Nórmale. Asisto a un examen de historia, otro de francés y otro de filosofía. Al principio estaba muy intimidada. Parecía el bachillerato. Pero el hecho de que Jean Pineau me invitara a ver algo que le incumbía me intimidaba. Algunos estudiantes con gafas. Pero la escuela esta vacía, aparte de los opositores y los que se presentan. Volvemos andando. Recorremos todas las calles que me gustan, desembocamos en la plaza del Panteón nebulosa, mojada, pero aún más atrayente.

Crussard se me cruza en bicicleta. Sólo le he reconocido después, pero podría haberse parado.

Me equivocaba al exaltarme hablando de los horrores de aquí y de mi horror de la zona libre. Porque Jean me dice casi en voz bajísima: «Por eso es duro para un chico como yo, de 21 años, no hacer nada. Me subleva». Conozco su idea, tengo miedo de que muera joven de una muerte gloriosa. Su esencia es lo caballeresco. Es magnífico y al mismo tiempo me llena de tristeza. No puedo definir mi sensación.


Las amistades que se han forjado aquí, este año, tienen la impronta de una sinceridad, una profundidad y una especie de honda ternura que nadie podrá conocer nunca. Es un pacto secreto, sellado en la lucha y las penalidades.


He vuelto a las doce y media. Mamá y Denise tenían los ojos rojos. No he preguntado de qué se trataba, esperaba a que me lo dijeran. Denise lloraba por llorar: hacía bien. Pero la causa indirecta era la noticia de que realmente tendremos que irnos. Mamá ha ido a ver a René Duchemin esta mañana; él siempre ha estado tranquilísimo y optimista; pero hoy ha dicho que habría que pensar en irse.

Esto es más o menos lo que sucedió el jueves:

Los obreros franceses se niegan a partir a Alemania, Laval ha vendido entonces a los judíos polacos y rusos, pensando que nadie protestaría. Los obreros, sublevados, están aún menos dispuestos a partir. Hay todavía un tercer contingente de judíos (turcos, griegos, americanos) y después serán las francesas.


6 horas

Estoy vacía, no entiendo nada de este día.

Después de comer hemos ido a la rue Claude-Bernard[36].

Nos han duchado. Al salir, yo olía tan bien que merecía no tener nada contra lo que luchar. Durante todo el trayecto he pensado en esto. Caminábamos juntas. Yo debía de tener una expresión hosca. Mis meditaciones desembocan en la decisión de escribir una carta al señor Lefschetz. Antes paso por el Instituto, donde la señorita Moity me dice, de parte de Cazamian, que no lleve mi chaqueta a la biblioteca, y de parte de Denise Keuchelievitz, que ella se marchaba[37]. En otras circunstancias esto me hubiese trastornado un poco. Pero tenía la sensación de vivir una pesadilla, y que todo había cambiado, todo el decorado familiar del Barrio Latino y el Instituto, y me daba igual.

Martes por la noche, 21 de julio

Otros detalles obtenidos de Isabelle: quince mil hombres, mujeres y niños en Vél d’Hiv, en cuclillas de tan apretujados, se pisan unos a otros. Ni una gota de agua, los alemanes han cortado el agua y el gas. Caminan en una charca pegajosa y viscosa. Hay enfermos desalojados del hospital, tuberculosos con la pancarta «contagioso» colgada del cuello. Las mujeres dan a luz. Ningún cuidado. Ni un medicamento ni una venda. Sólo se entra allí al cabo de mil gestiones. Por otra parte, las ayudas terminan mañana. Es probable que los deporten a todos.

La señora Carpentier vio el jueves en Drancy dos trenes de mercancías[38] donde habían hacinado como animales, sin paja siquiera, a mujeres y a hombres para deportarlos.


La señorita Fauque pasa al momento. No tiene tiempo de dar la clase. Lo prefiero. Una clase habría restablecido la normalidad de hace quince días.

Ella lo sabía todo; por ella he sabido que una mujer había dado a luz en el bordillo de la acera, en el bulevar Saint-Michel, que un hombre a cuya mujer se llevaban había querido seguirla y que el alemán había sacado un revólver y otras personas habían conseguido llevárselo, entre cuatro.


Mañana del miércoles, 22 de julio

Recibida una carta de papá. Es de los días 12, 13, 14. Acabo de copiarla para Duchemin. Mamá no podría leerla sin llorar. Se trataba de una partida. Al releerla, vivo un día con él, copio aquí la última media página, escrita el 12 por la noche, con una letra un poco temblorosa. Hasta aquí había descrito su vida:

«12 de julio, 21 horas. Me entero de que un largo desplazamiento es posible, hasta probable. Sabed que vuestras imágenes y pensamientos, mi querida mujer, mis dos queridas pequeñas Denise y Hélène, mi gran querida Yvonne y su adorable Máxime, el querido Daniel y mi querido pequeño Jacques, no me abandonan ni me abandonarán nunca. Pase lo que pase, haré lo que sea necesario para resistir, y espero que el buen Dios me permitirá volver a veros. Mi querida Antoinette, sé que tendrás la fuerza y la fe de superar esta prueba, que sabrás guiar e inspirar a nuestros hijos. Y vosotros, mis queridos hijos, sé que seguiréis íntimamente unidos, apoyándoos mutuamente pase lo que pase. También estoy seguro, mi Antoinette, de que tomarás, para ti y para nuestros dos Denden y Lenlen [Denise y Hélène], las decisiones que las circunstancias exijan. No dudo de que Kuhlmann, por el que me he sacrificado, hará por vosotros, a los que tanto he protegido, todo lo que sea necesario, y tengo plena confianza en Duchemin, y llegado el caso en sus colegas.

»13 de julio, 19 horas. Si es posible y tiempo (??) todavía, intentad añadir al próximo paquete el abrigo marrón y su forro, así como dos tubos de gardenal.

»13 de julio, 20 horas. Desde las once, las noticias son diferentes. Henri me dice que hasta nueva orden se queda con Paul. Esto muestra lo urgente que es el éxito del viaje de Hup, porque a Henri no le tranquiliza la añada a falta de una[39].

»14 de julio, 11 horas. Nada nuevo. Excelente noche, a pesar de la alarma, después de la anterior muy mala. Mañana ocupada por un trabajo ligero. Os beso a las tres, y también a los ausentes, con toda mi alma y toda mi corazón. Papst».

Esta mañana voy con mamá a la rue de la Bienfaisance a llevar cosas para esos desventurados. En el puente de l’Alma me encuentro con Jean Pineau, y en la rue de Miromesnil al señor Eissen; la señora Katz y la señora Horwilleur me piden que vaya a ayudarlas esta tarde, y en todo caso por las mañanas.

Por fin encuentro algo que hacer que me impedirá ser demasiado egoísta. Estoy contenta.

Desde el miércoles pasado, me parece que ha transcurrido un año.


Jueves, 23 de julio

Trabajé de dos a cinco y media ayer, y de nueve a doce esta mañana en la rue de la Bienfaisance. Papeleo. Pero soy casi feliz de sumergirme en esta realidad atroz. Anoche, al llegar a casa de Nicole y al contar lo que yo había oído, estaba flop [sonada]; allí se habla de deportación como una cosa banal. Según lo que he creído entender, hay en Drancy mujeres y niños. Todos los días parten, deportados. Han vaciado el Vél d’Hiv y enviado a todo el mundo a Beaune-la-Rolande.

Las mujeres que trabajan allí son admirables. La señora Horwilleur, la señora Katz y las demás. Están derrengadas, pero se sobreponen. Todo el día es un desfile ininterrumpido de mujeres que han perdido a sus hijos, de hombres que han perdido a sus mujeres, de niños que han perdido a sus padres, de personas que vienen a pedir noticias de sus hijos y mujeres, y de otras que vienen a ofrecerse para acogerlos. Algunas mujeres lloran. Una se desmayó ayer. No veo estas cosas porque estoy en la sala contigua. Pero capto fragmentos.

Anoche llegó un tren entero de niños de Burdeos y Belfort; trenes como para las colonias de vacaciones, pero es horrible.

Hay en Drancy mujeres en camisón.

Una niña ha venido a decirnos que se habían llevado a su padre y su madre, ya no tenía a nadie.

A mi lado, Françoise Bernheim telefonea constantemente a los hospitales para pedir información de niños cuyos padres y hermanos y hermanas han sido detenidos.

Al salir de la rue de la Bienfaisance voy a ver a la señora Baur, es encantadora y está llena de juventud.

Viernes, 24 de julio

Mañana: rue de la Bienfaisance. Trabajo mucho, con Françoise Bernheim. Clasifico los objetos que envían esos desgraciados[40], anillos, llaves, tijeras; había incluso unas tijeras de sastre; sastres: quizá alguien que había partido pensando que le harían trabajar en su oficio. En medio de todos estos paquetes más o menos mal hechos había una cajita blanca y muy limpia; no sé por qué, he tenido la intuición de que era de papá. En efecto, eran sus gafas, que mandaba para reparar.

La señorita Detraux.

Biblioteca por la tarde. Me devuelve a la normalidad. Viene J. M., Jean-Paul, y también Nicole. J. M. me regala Los hermanos Karamazov, qué ironía.

Me voy a las cinco para ir a casa de Nicole, adonde iban los Pineau. He invitado a J. M. el domingo. Hasta Sèvres-Babylone me pregunté si lo haría. En el momento en que estaba decidida a no hacerlo, la cosa surgió a pesar de todo, yo estaba lanzada. Estaba contenta de que lo irremediable hubiera sucedido. Ha aceptado de inmediato.

Domingo noche, 26 de julio

La vida es extraordinaria. Esto no es un aforismo. Esta noche me siento exaltada. Tengo la sensación de vivir en una atmósfera de novela, no puedo explicarlo. Es un poco como si tuviera alas. Ayer fuimos Denise y yo a casa de J. M., en Saint-Cloud. Habíamos pasado una tarde maravillosa en la biblioteca, con las ventanas abiertas sobre el jardín zumbante de sol y sin embargo infinitamente tranquilo, escuchando discos. Denise tocó. Estaba Molinié y otro chico muy simpático.

Después de cenar, a las nueve, J. M. telefonea para decir que no vendría hoy, sus padres han debido de montarle una escena, no sé por qué.

Me sentí realmente frustrada, es más, me afligió más de lo que nunca lo ha hecho un asunto parecido. No he dormido esta noche. Mi pesar era espontáneo e irresistible. Pensaba que el día se había estropeado. Había decidido que estaría triste.

Pero gracias a Jean Pineau ha sido un día espléndido, sin que nada haya cambiado. Él me saca de mí misma, de tan delicado y caballeresco que es. Después de merendar, sentados en la escalinata, mantenemos una gran conversación. Me dejo ir, sin temer siquiera que estuviese mal. Con él todo es normal y fácil. Y no me he embrollado ni dividido. Estoy encantada. Hay algo embrujado en mi vida actual. Lo agradezco de todo corazón.

Lunes, 27 de julio

Trabajo en la rue de la Bienfaisance esta mañana.

Noticias de papá. Habla de espectáculos desgarradores y alucinantes. Desde el 16, prohibición de salir. Paul habla del infierno de Dante. ¡Compiègne, en comparación, les parece un paraíso! Sigo el primer curso para cuadros; yo estaba en lucha sorda desde el principio. Lefschetz[41] ha dado un curso sobre la cuestión judía que me pone en un estado de desesperación creciente, hablando de la nación judía y diciendo, lo que es cierto, que no sabíamos por qué éramos perseguidos, porque habíamos perdido nuestras tradiciones, predicando el gueto. No, yo no pertenezco a la raza judía. Si pudiéramos vivir en los tiempos de Cristo… Sólo había los judíos y los idólatras, los creyentes y los ignorantes. De ahí debe partir todo razonamiento. Esas personas tienen la mente estrecha y sectaria. Y lo que es grave en este momento es que justifican el nazismo. Cuanto más se apretujen en un gueto más se les perseguirá. ¿Por qué hacer Estados dentro de los Estados? Ha recordado este principio de la Revolución Francesa, que sólo admitía el judío como individuo y no el judaísmo como raza. Pero es el único principio que se sostiene. El judaísmo es una religión y no una raza. Además, para distinguir a los judíos no hay más remedio que hablar del principio religioso.

Todas estas discusiones me hacen perder la cabeza. No tengo la mente lo bastante clara para seguirlas. Sólo sé que no comparto esta opinión y que su razonamiento falla desde la base.

Al salir del curso vamos a la rue des Ursulines, a casa de los Léauté. Es cautivador. Tan bonito, que he sentido un auténtico malestar antes de dejarme arrastrar a una readaptación del «ambiente Léauté», que me parece algo de otro tiempo.

Recibo carta de Odile, de Françoise Masse y de Gérard. La única a la que me apetece contestar es a Françoise, es la única que comprende.

Gérard me ofende con sus burlas. Siento una especie de hostilidad en él, y en mí también. Esto acabará mal.

Martes, 28 de julio

Esta mañana circulaba el rumor de que los maridos y los padres de las mujeres que trabajan en la UGIF serán liberados. Creo que todos estaban estupefactos por mi falta de entusiasmo, incluida la señora Katz.

Rue Claude-Bernard, simpático, aprendo juegos al aire libre; al marcharme, paso por casa de la señora Jourdan, que acababa de salir. Al volver aquí, intento leer Los hermanos Karamazov. Estaba tan cansada que me quedo dormida. Luego me sentía completamente extraviada.

Después de cenar descifro la Segunda sonata de Schumann con Denise.

Miércoles, 14 horas, 29 de julio

Después de una mañana en que no hago nada concreto en la rue de la Bienfaisance, de las doce a las doce y quince corro como una loca. Cuatro de los señores de la UGIF han sido liberados, entre ellos Rey, me veo obligada a rendirme a la evidencia. Pero no puedo dejarme contagiar por el entusiasmo de estas señoras, porque pienso que es una injusticia, pienso en los otros que tienen tanto e incluso más derecho a la libertad. Pero me obligo a parecer contenta porque si no me tomarían por ingrata. Corro a la rue de Téhéran, a la rue de Lisbonne, para expedir y validar un certificado de André Baur[42]. Tenía muchísimo calor; volaba por las calles. Quizá las señoras Katz y Franck han tomado esto por entusiasmo.

De vuelta aquí encuentro a mamá, que ha tenido una mañana horrible. Acababa de recibir a una pobre mujer de la que papá se ocupaba y que había sido recibida como un perro por el señor Lemaire. Mamá sollozaba al pensar en toda la obra de papá que se encontraba desorganizada.

Cumplo el deber de visitar a la señora Lévy para darle las pocas noticias que había conseguido obtener de la señora Rey. Su reacción ha sido la que yo esperaba, más amarga aún de lo que creía; yo la justificaba y consideraba que era casi un reproche personal.

Jueves, 30 de julio

Rue Claude-Bernard esta mañana.

Mathey, abuela.

Música con Job por la tarde.

Viernes, 31 de julio

Rue de la Bienfaisance por la mañana.

Biblioteca por la tarde.

Ha venido J. M. También ha aceptado la invitación del domingo. De inmediato. Desde el principio, no me atrevía a invitarle. Luego, de pronto, me obligo a hacerlo, me ha salido a mi pesar, le digo: «Dime, ¿quieres venir el domingo?» Ha respondido al instante: «Con mucho gusto». Me acompaña hasta Sèvres-Babylone.

Sábado, 1 de agosto

Por la tarde en casa de los Job, un calor excesivo. Sólo esperaba el día siguiente.

Al volver, recibo un neumático [correo expreso] de Jean-Paul, que no viene. Me quedo consternada. Todo salía mal. El barómetro bajaba, la máquina cosía mal, mi falda no estaba terminada. Estaba segura de que todo fallaría.

Noche del lunes, 3 de agosto

No sé realmente en qué me he convertido, pero he cambiado de arriba abajo. Vivo en una mezcla extraña de recuerdos de ayer y de hoy. Desde el viernes no ha habido días ni noches, por la noche no he dormido; o más bien, al cabo de tres noches, me despierto después del primer sueño, pienso en él y ya no puedo volver a dormirme. No estoy cansada, incluso soy muy feliz en estas noches raras.

Cuando le he visto esta tarde, me pregunta si he dormido bien; le contesto: «No, muy mal, ¿y usted?» Sabía de antemano que él también. Me parecía que no nos habíamos separado y que él también lo sabía. Todo parecía natural. Me ha dicho que había soñado conmigo en Eustacia. Eustacia, Eyden Heath, la meseta ventosa ayer en Aubergenville, el cielo negro hoy por encima de la cúpula del Instituto, las calles mojadas y relucientes, y todo el tiempo mi felicidad segura, constante, magnífica; tengo casi la sensación de tener alas. Ni siquiera pienso en él como en una persona distinta. Se ha convertido en una idea vaga, la causa de mi dicha.

Ayer, en Aubergenville, fue el día más hermoso de mi vida. Pasó como un ensueño. Pero un ensueño tan feliz, tan transparente, tan puro y tan unmixed [sin mezcla] que no he conocido el pesar, ni siquiera el temor de verlo desvanecerse.


Miércoles noche, 5 de agosto

Acabo de escribir a Gérard. En respuesta a sus dos cartas del lunes. Ha sido terriblemente duro. He aplazado esta carta todos los días y todas las horas. Sobre todo porque no estaba lo bastante lúcida. Anoche me invadió la enfermedad del sueño, me acosté a las ocho y media y me dormí al instante. La otra razón es mucho más grave: huía de esta respuesta porque no sabía qué responder. Porque no lo he pensado, y sé que tengo delante algo muy, muy grave. No sé qué responder: 1.º porque no alcanzo a comprender que las cosas hayan llegado a este punto; 2.º porque tengo miedo de ser una hipócrita a causa de lo otro, y sin embargo esta noche consigo apartarlo por completo. No me veo en absoluto como una persona falsa e hipócrita porque haya logrado olvidar momentáneamente lo otro.

O bien, cuando pienso que es una ruptura, comprendo que estoy muy encariñada, a mi pesar. Este lazo se funda en esta correspondencia de todo el invierno.

O bien, en el otro extremo, le veo como a un extraño, veo todo como algo sobre lo que no tengo la menor influencia, y me percato casi con terror de que la última decisión se ha tomado fuera de mí.

Y después recaigo en mi inconsciencia habitual.

Mañana del jueves

Había dos cartas en el correo esta mañana: una del banco y un sobre un poco abultado para mí. Estaba segura de que era esto.

Una carta encantadora, la mitad en inglés, la mitad en francés, divertida, y que concluía con un poema de Meredith. Pero después de haberla leído me temblaban todos los miembros. Tengo un comienzo de explicación con mamá antes de salir hacia rue Claude-Bernard, y otro poquito después de comer. Me repite sin cesar que me forjo mi desgracia, que lo presiente, que se me sube a la cabeza. Me daba aprensión volver a casa. Pero por la noche, en mi cama, hablamos con calma; todo termina con giggles [risitas], le he enseñado la carta y mi respuesta, y de pronto la atmósfera se ha vuelto ligera, cariñosa y reconfortante; desde entonces sólo he conversado conmigo misma. No encuentro ya la felicidad perfecta del domingo; no tengo recuerdos de ese día, porque no he vuelto a rememorarlo. Pero tengo miedo de que el domingo vuelvan a aflorar.

Viernes, 7 de agosto

Ultimo curso en rue Claude-Bernard.

Merienda con los Job en casa de Nicole.

Carta de papá esta mañana, me ha parecido tristísima. Quería transcribir algunos pasajes, pero mamá la ha cogido. Piensa constantemente en Aubergenville, cuánto lo ama, sabe de qué árbol procede cada fruta que le enviamos. Al final de la carta le atormenta la pregunta de si hizo bien en quedarse. A su vez le asaltan esos problemas sin solución, en los que viene a cuestionarse la validez de los principios morales, por ejemplo el de quedarse. La gente no comprende por qué nos hemos quedado. No tenemos el derecho de no querer huir. ¿Pero es huir escapar de una suerte inevitable? Yo todavía estoy convencida. Sólo que únicamente tu conciencia lo aprueba.

Sábado, 8 de agosto

Tarde vacía, por una vez. Leo El eterno marido y después voy a casa de Gilberte.

Los cuatro han salido, y no papá, como yo pensaba. Apenas me he alegrado. Pero ha debido de ser una frustración terrible para él.

Martes, 11 de agosto

Ayer por la mañana, no me lo esperaba realmente, otra carta; esta vez toda en inglés. Había también un edelweis.

Toda la mañana pienso en la tarde, sin prever lo más mínimo lo que yo diría ni qué ocurriría.

Y ha ocurrido, casi inmediatamente, a pesar de los silencios; de la rue de l’Ecole-de-Médecine subimos hacia l’Ecole de pharmacie y después bajamos no sé por qué calles, y venimos andando aquí. Yo estaba tranquila y casi vaciada de ideas. Pero es dificilísimo hablar, yo no sabía qué contestar. Lo maravilloso es que no hay ninguna molestia, sólo la dificultad de expresarse. Aquí merendamos en la mesita escuchando la Sonata a Kreutzer. Es extraño, yo ya no tenía nada que decir. No lograba asimilar lo que había ocurrido entre nosotros. Al pensarlo sentía oleadas de gozo y de orgullo. Se ha puesto al piano, sin hacerse de rogar, y ha tocado Chopin. Después yo he tocado el violín. Todo era muy simple y muy fácil. Le he acompañado hasta el puente de l’Alma en un atardecer dorado. Al volver recibo una reprimenda de mamá por esto último. Pero por la noche, después de marcharse la señorita Monsaingeon, de Pérez, que se había quedado hasta las once, me habla con tanta dulzura y amabilidad que me he quedado completamente reconfortada.

Casi no he dormido, por supuesto. Pero da lo mismo.


Visito a la abuela. Veo a Thérèse.

Termino mi carta al volver.


Miércoles, 12 de agosto

Las Léauté a merendar (Gilberte, Annie).

El señor Périlhou.

El señor Simón.

Jueves, 13 de agosto

No voy a la rue de la Bienfaisance, me quedo aquí a escribir cartas y a leer.

Job y Breynaert; terminamos con el Primer trío de cuerdas de Beethoven. Muy bonito.

Viernes, 14 de agosto

Ha aceptado mañana.

Visito a la abuela. Veo a Marie-Louise Thyll, la amiga de Nicole.

Viernes, 14 de agosto

He recibido mi carta.


Una carta desgarradora de papá. Termina diciendo: «Sin embargo, creía que la astuta Lenlen me sacaría del agujero». Así que ha tenido confianza. Pero yo no la tenía. Él contaba conmigo.

Habla de las escenas que ve, separaciones, partidas, abandonos de equipajes. Olor pestilente.

Hay que sacarle de allí. No es de los que resistirán.

Sábado, 15 de agosto

Segundo día en Aubergenville.

Tenía miedo de que al repetir todo se echase a perder, tenía miedo también de que después de lo sucedido, sólo el lunes pasado, el milagro de la vez anterior no se reprodujese.

Partimos con la señora Lévy un día radiante. Hasta la estación he tenido miedo. Una aprensión que me formaba un nudo brusco en la garganta y me oprimía el corazón.

Viajamos de pie durante todo el trayecto. Poco a poco desaparece esta horrible timidez.

Al llegar empezamos por pelar las patatas, luego voy con J. M. a recoger frutas en el huerto de arriba. Cuando lo recuerdo tengo la sensación de un sortilegio. La hierba empapada de rocío, el cielo azul y el sol que hacía centellear las gotas de rocío, y la alegría que me inundaba. El huerto siempre me ha producido esta impresión. Pero esa mañana yo era plenamente feliz.

Recogiendo frutas

«Voy con J. M. a recoger frutas en el huerto de arriba. Cuando lo recuerdo tengo la sensación de un sortilegio. La hierba empapada de rocío, el cielo azul y el sol que hacía centellear las gotas de rocío, y la alegría que me inundaba. […] Esa mañana yo era plenamente feliz»

Diario, sábado 15 de agosto de 1942, p. 123-124.

© Memorial del Holocausto - Col. Job.

Después de comer vamos a dar un paseo por la llanura, hacia Bazemont.

Pero toda la tarde me obsesionaba la hora, la sensación de que aquello iba a terminar. Le llevo a visitar la casa justo antes de marcharnos.

El viaje de vuelta ha sido maravilloso. En la estación, me pregunta muy rápido si me vería el lunes; desprevenida, acepto. Esto me daba, por otra parte, un punto luminoso muy próximo, pasado mañana.

Domingo, 16 de agosto

Nuestra primera salida con los niños[43]. Vamos a Robinson.

El día ha sido fatigoso, los niños adorables y muy afectuosos.

Lunes, 17 de agosto

A las tres y media, Instituto. Estaba todo de blanco. Nos paseamos por el bulevar Henri IV y volvemos aquí por los muelles.

Cuando se ha ido, he tenido miedo porque era demasiado bonito e irreal.

Martes, 18 de agosto

Veo a la abuela.

Miércoles, 19 de agosto

Me quedo sola toda la tarde en casa, lo que no me sucedía desde hace dos meses.

Calor tórrido.

Hago un poco de mi blusa. Pero estaba tan obsesionada por mis pensamientos que intento leer, Los hermanos Karamazov y después Meredith. Para terminar, toco el violín.

Jueves, 20 de agosto

Carta de papá. Está totalmente desmoralizado.

¿Qué hacer?

Vienen Cécile Lehmann y los Pineau. Cuando Jean Pineau se ha ido he pensado que no le vería a su regreso. Pero el tiempo ha pasado, de todos modos.

Viernes, 21 de agosto

Rue de la Bienfaisance. Ayudo a Suzanne a recibir a la gente. Es lamentable, porque a todos les han capturado en la línea. Eso significa la deportación inmediata. Qué cantidad de sufrimientos para cada una de estas personas. Y es desgarrador cuando desembalamos los paquetes enviados y ven los anillos o los relojes de oro de su madre o su padre.

Todos los niños de Beaune han sido trasladados a Drancy para ser probablemente deportados. Juegan en el patio, repugnantes, cubiertos de llagas y piojos. Pobrecillos.

Sábado, 22 de agosto

Nos enteramos del chantaje innoble para papá[44].

Voy a casa de los Breynaert.

Domingo, 23 de agosto

Salida, La Varenne.

La salida se estropea. No ha habido manera de que los críos obedecieran.

Después de comer, les cuento Rikki-Tikki-Tavi. Había un pequeño corro. Mis preferidos. Herbert también escuchaba. Yo estaba muy nervous [tensa] al principio. Pero al final estaba muy contenta porque uno de los niños, con los ojos todavía inciertos, repetía maquinalmente: «¡Otro, madame, otro!»


Lunes, 24 de agosto

Nicole me había dicho que llevase a Jean M. a su casa. Recibía a los Pineau y a Job. Al salir de aquí yo no sabía lo que haría. Le encuentro en la biblioteca. Veo a Sparkenbroke. Verle llegar me produce una impresión extraña. Estaba muy guapo. Pero me ha parecido que hacía siglos que le había conocido. Cuando le pregunto qué es de su vida, me dice: «Voy a ser padre». Había una molestia extraña, y me alivia marcharme.

Subimos andando hasta la casa de Nicole. Ha sido muy simpático. Pero yo no estaba contenta de este día.

Martes, 25 de agosto

Voy a la rue Raynouard.

Jueves, 27 de agosto

Job, música; también viene Breynaert. Périlhou llega al final de la velada.

Viernes, 28 de agosto

Rue Raynouard, donde he estado sola con la abuela.

Después en casa de Cécile Valensi. Encuentro el ambiente de otro tiempo charlando de inglés y de música. Pero siento una sensación casi dolorosa, porque me parece que es un pasado lejano. Y sin embargo sólo fue en junio.

Sábado, 29 de agosto

Voy a llevar el paquete a casa de la señora Schwartz. Rue de la Tour-d’Auvergne, una bonita calle vieja que era amistosa y hospitalaria.

Por la tarde, con un calor pesado y húmedo, vamos a casa de los S., casi un ambiente de Aubergenville, porque Auntie Ger y el tío Jules estaban allí. Hemos tocado, Denise y yo. Era un sábado raro, pero agradable.

Por la noche, Olléon se queda hasta las ocho. Me cuenta la detención de los Rosovsky, la escena me ha perseguido, su recuerdo me ha atormentado. Veía la velada, con aquel hombre y aquella mujer, rusos blancos, resignados a que les detuvieran, tras haber confiado un niño a Olléon; la mujer, una rubia encantadora, pero enferma y exangüe, tendida sobre el diván, con los ojos abismados; el hombre, al que intentaban hacer que bebiera para que cambiase de opinión; y después… Drancy, la deportación, la mujer muriendo sin duda en el camino.

Mamá vuelve sobreexcitada porque se ha enterado de que los «indeportables» partían hacia Pithiviers.

Está aún más cambiada desde hace una semana. Delgada, nerviosa y como una niña.

Nosley viene después de la cena. La atmósfera se había calmado un poco.

Domingo, 30 de agosto

Mi hermoso domingo. Me recuerda a Un hermoso domingo inglés de Kipling.

Aspiraba a pasar el día en Aubergenville, al cabo de quince días.

Estaban Jean Pineau, Job y Lancelot of the Lake[45]. El milagro se reproduce. ¿Por qué iba a cesar? En el huerto luminoso, arriba, después de comer en la llanura al viento, y el regreso en tren.


Pero al volver ha habido una lucha entre los recuerdos embrujados que me invadían y la tristeza de la carta de papá, de nuevo totalmente desmoralizado.

Lunes, 31 de agosto

Han detenido a André May y a su mujer. Probablemente les han denunciado. Cuando estaban en la estación.

La cantidad de gente que está en Drancy por haber intentado cruzar la línea. Papá ha visto llegar a los Thévini, primos de los Schwartz, que habían venido a Auber, a la boda. Era la segunda vez que papá les veía. Es trágico. La generala Lévy.

Y los polacos y polacas innumerables cuyas familias vienen a rue de la Bienfaisance. Esta mañana había un hombre que apenas hablaba, pero que me ha preguntado si no «habían mandado las pertenencias del pequeño». Se trataba de un niño de 4 años muerto en el campo de Pithiviers.

Martes, 1 de septiembre

Yo había dicho que quería ver a J. M. hoy, para que la semana sea menos larga. La tarde ha sido maravillosa. Hacemos el gran recorrido de París por el Carrusel, los Campos Elíseos y la avenida Marceau. Me causa un placer inmenso pasearme con él por la avenida de los Campos Elíseos. Volvemos aquí a tomar sirope de frambuesas y escuchar el final de la Quinta.

Había recibido por la mañana una carta de Jean Pineau que me daba cierto miedo comprender.

Miércoles, 2 de septiembre

La excursión con el grupo de Claude-Bernard que yo temía ha salido bien. Eramos siete, dirigidos por Casoar, simpático. Yo estaba muy contenta. Le pongo a Casoar un pantalón corto de gimnasia. Yo estaba un poco alocada, pero a Nicole le ha parecido que me sentaba muy bien. Pasamos el día en Montmorency, gimnasia, socorrismo, juegos y mímica.

Jueves, 3 de septiembre

Viene Job. Trabajamos en el Triple concierto.

Viernes, 4 de septiembre

No voy a la rue de la Bienfaisance. Lo había decidido antes, para leer El libro de los lobeznos. Pero empleo la mitad de la mañana en responder a la carta de J. M.

Sábado, 5 de septiembre

Salida con los ocho sextenos[46]. Robinson.

Agradable, pero estaba reventada.

El pequeño Bernard me cuenta su historia, tartamudeando con su voz infantil. Su madre y su hermana han sido deportadas, y me suelta esta frase que parecía tan vieja en su boca de bebé: «Estoy seguro de que no volverán vivas». Tiene aspecto de ángel.

Domingo, 6 de septiembre

Aubergenville.

Job, recogida de moras.

Un hombre se ha suicidado en la habitación vecina a la de papá.

Lunes, 7 de septiembre

He recibido noticias a través de la señora Rey. Es un tal Metzger, francés. Detenido con su mujer y su hija porque no habían abandonado La Baule. La mujer y la hija han sido deportadas; él, que se queda en Drancy (63 años), torturado por los remordimientos, se ha seccionado la carótida.

Recibimos esta mañana a una mujer muy joven, cuyo padre fue deportado hace seis meses, la madre hace uno y su bebé de 7 meses acaba de morir. Se ha negado a trabajar para los alemanes, aunque este gesto habría podido reportarle la liberación de su madre. Los he admirado y, sin embargo, por momentos dudo casi del valor absoluto de los principios morales, porque todos los desfiguran o responden a ellos mediante la muerte.


Tenía cita a las tres con J. M. en la biblioteca. Estaba llena de gente. Se había sentado al fondo, enfrente de Mondoloni. He tenido la sensación de salir de otro mundo. Veo a André Boutelleau, Eileen Griffin, Jenny. Nos vamos los dos por la rue de l’Odéon, después a casa de Klincksieck, a casa de Budé; y, al volver aquí, merendamos con Denise escuchando el concierto de Schumann y la sinfonía de Mozart. Pero las horas pasan demasiado deprisa. Me asomo al balcón; desde hace dos días, hace un tiempo radiante de otoño. El cielo tiene una luz tan dulce que te llena de nostalgia. Tenía ganas de alcanzar lo inalcanzable. Todo es tan irreal y hablamos tan poco de la cosa verdadera que, a ratos, creo que no hay nada.

Le acompaño al metro. Pero hoy había algo que no marchaba, no tan bien como el martes, es inexplicable.

Ha venido Olléon.

Martes, 8 de septiembre

Me ha asaltado una crisis de dudas y miedo, pero me he sentido mejor después de pasar por la casa de Nicole. Y bien al volver de casa de Josette, donde encuentro un poco del ambiente Sorbona, con ella y con una de sus amigas que trabaja en Gallimard, Madeleine Boudot-Lamotte[47], y que conoce a Chardonne[48] y a André Boutelleau. Josette, además, siempre me levanta el ánimo.

Termino Daphne Adeane. Este libro me produce un extraño malestar, porque tengo miedo de encontrar en él mi historia, creo demasiado en los libros. Es un bello libro, además, aunque no bastante desarrollado.

Miércoles, 9 de septiembre

Cuando vuelvo de mi jornada en Clamart, Denise me abre la puerta anunciándome el nacimiento de Yves. No he asimilado la noticia. No puedo concebir que haya un hombrecillo más en la tierra, un hijo de Yvonne. Todo esto sucede tan lejos de nosotras. No puedo imaginármelo.

Jueves, 10 de septiembre

Me acuerdo del nacimiento de Máxime en Blois. Lloro al verle. Si buscase en mi diario encontraría la página. Hace ya dos años de esto, es increíble.

No tengo tiempo de pensarlo. Ya no pienso, están los días y las noches, con los sueños que son sólo una continuación de la realidad.

Ya ni siquiera llevo este diario, no tengo ya voluntad, sólo anoto los hechos más destacados para acordarme.

Mamá ha conocido los detalles de la ejecución del joven Pironneau[49]. Era el día del gran desfile, le llevaron a las siete, junto con otro, en el coche celular con los féretros. No había nadie para fusilarles; esperaron hasta las tres de la tarde a que un «voluntario» fuera a fusilarlos, obligando a uno a presenciar la muerte del otro.


Mañana del viernes

11 de septiembre

Sueño con Yvonne esta noche y al levantarme tenía la sensación de haberla visto, como si de repente hubiera pasado un día con ella. Ahora ha vuelto a marcharse, pero la impresión perdura.

No esperaba correo, la razón me decía que era imposible. Y, sin embargo, cuando han llamado al timbre, a wild flame of joy [una loca llama de alegría] se enciende en mí. Me decía: «No, no espero», y esperaba. Me decía: «Tendré que recordarme que no esperaba», y no obstante tenía en el fondo un poco de esperanza. Y todo se ha iluminado cuando he visto el sobre.

Es la carta que escribió el sábado pasado y que no quería enviar porque era demasiado larga.

Cuando acabo de leerla, siento como si me levantaran unas alas, todas mis facultades de sentir y de amar se duplican.

Después queda un recuerdo muy dulce y al mismo tiempo exaltante, que me convence otra vez de que soy distinta, que no quiero tocarme como si algo desconocido llamease en mí.

Y después recaigo, como toda esta semana, en la duda y la desconfianza de mí misma.


Después de haber vagado toda la tarde (bulevar Saint-Germain, la Sorbona, cité Condorcet), voy al templo para el Rosch-Haschana. El oficio se celebraba en el oratorio y sala de casamientos, pues el templo había sido destruido por los doriotistas[50]. Era lamentable. Ni un joven. Sólo viejos, el único representante de «antaño» era la señora Baur.

Sábado, 12 de septiembre

Nicole y yo vamos a Aubergenville con Jean-Paul y J. M. En el momento de salir, la inquietud de mamá ha estado a punto de amargarme la alegría.

Hacemos el viaje de pie. Hacía un tiempo maravilloso. Si hubiéramos ido de paseo al llegar habríamos visto la bruma levantarse de la tierra.

Paseamos después de comer (una comida con foiegras y Chartreuse y cigarrillos americanos).

Ha habido una tormenta magnífica y he vuelto empapada.

Ya no puedo escribir este diario porque no soy totalmente dueña de mí misma. Así que me limito a anotar los hechos exteriores, sólo para acordarme.

Domingo, 13 de septiembre

Con treinta y cinco niños a Saint-Cucufa, día caluroso y cansado. Laure no estaba.

Jean-Paul cumple su palabra y hacia las cuatro le vemos aparecer en nuestro claro, estupefactas.

Lunes, 14 de septiembre

Las cosas son más bellas cuando no las he previsto. Toda mi vida me acordaré de esta tarde tan llena. Voy con él a Saint-Séverin, luego vagamos por los muelles, nos sentamos en el jardincito que hay detrás de Notre-Dame. Había una paz infinita.

Pero el guarda nos expulsa, a causa de mi estrella. Como estaba con él no he notado esta herida y seguimos caminando por los muelles.

Al final, la tormenta que amenazaba estalla. Es la tormenta lo que recordaré, el ruido de las cataratas de lluvia que bañaban los peldaños de las Tullerías, el cielo nublado y los relámpagos rosas, me habría quedado siglos así.

Martes, 15 de septiembre

Auntie Ger se ha roto la pierna. Me entero cuando llego a la rue Raynouard, donde esperaban a Redon. Se ha ido a la rue de la Chaise esta noche.

Miércoles, 16 de septiembre

Día en Robinson con Casoar, sin Nicole.

Mucha gimnasia.

José, una de las chicas que vienen con nosotros, tenía miedo de que la detuvieran porque ahora toca detener a los belgas.

Tampoco estábamos muy seguras de que pudiéramos ir a Seine-et-Oise, después de las detenciones del otro día.

Papá había escrito una carta desesperada. Habla de no volver a vernos. Mamá le había hablado de J. M. No pone objeciones, pero hace como si todo esto estuviese acabado y lejos de él.

Jueves, 17 de septiembre

Rue de la Bienfaisance.

Vuelvo a hacer un poco de alemán y música con Job y Breynaert.

Recibo la etiqueta de J. M.

Viernes, 18 de septiembre

Al volver de la rue de la Bienfaisance esta mañana (Roger estaba allí), mamá había llorado. Papá ha enviado un neumático esta mañana diciendo: «Gestiones urgentes fructifican. Los Élyane Hébert [judíos franceses] empiezan a partir». He tenido vagas aprensiones toda la mañana, allí decían que se equivocaban quedándose en Drancy, que se los llevarían para completar los convoyes de deportados.

Detienen a los belgas y a los holandeses: ¿José? Creo que todo va a reanudarse como en junio.

El doctor Charles Mayer ha sido detenido porque llevaba la estrella demasiado arriba… Una de las señoras exclama: «¡¡¡Esto prueba de verdad su mala fe!!!» Creer que van a respetar las leyes que han promulgado, sabiendo que son leyes ilegales de cabo a rabo y fruto de su capricho, leyes que son simplemente un pretexto para detener, es su única finalidad, su objetivo no es legislar ni reglamentar.

Domingo, 20 de septiembre

Nunca hasta ahora había tenido presentimientos. Toda la semana planean vagamente sobre mí. Ayer supe por qué. Ayer por la mañana, en la rue de la Bienfaisance, el ambiente estaba agitado. Había mucho que hacer, yo tenía que irme a las once y media para ir a buscar la carta a la avenida de R. Cuando hablo del neumático de papá, todas han dicho: «Sí, lo sabemos (que empiezan a deportar a los franceses de Drancy)». Sólo había mensajes pidiendo con la máxima urgencia certificados o ropa de abrigo. A las doce menos cuarto yo seguía allí. Llega Katz. Yo tenía que preguntarle algo. Él hablaba con su mujer. Se vuelve y me dice: «Avisad a todos los que tienen familiares en Pithiviers de que traigan prendas de abrigo, etc., hasta las diez de mañana». Comprendo con horror que esto quiere decir «deportación masiva de Pithiviers».

Esta mañana, al salir, el portero me había anunciado que a raíz de un «atentado» toda la población sería castigada y hoy no podría salir desde las tres hasta la noche, ciento dieciséis rehenes han sido fusilados y habrá «deportaciones masivas».

Así pues, era esto.

6 de la tarde

Me sorprendo deseando que este día termine y que el tiempo pase; y de pronto me doy cuenta de que no hay nada que esperar y todo que temer del porvenir, del día siguiente.

Hay momentos en que mi conciencia de la desgracia inminente se atenúa. Hay otros en que se agudiza.

R. ha descrito a Denise cómo se realizaba una deportación. Los rapan a todos, los estacionan entre las alambradas y los amontonan en vagones de ganado, sin paja, precintados.


Todo se prepara y todo espera, como para el último acto de una obra de teatro. Han trasladado a Pierre Masse el viernes de la Santé a Drancy[51]. Parece ser que ha dicho que él sabía lo que significaba. Así que todos están agrupados, preparados, para este horror, para este acontecimiento que va a traducirse en el silencio angustioso, el exilio lejano y un sufrimiento de cada hora a partir del momento en que se produzca.


Un día extraño. Todo el mundo está encerrado en su casa. En los cuartos del servicio, arriba, la gente mira por la ventana. Un ventarrón barre las nubes a través del cielo azul.


Durante la comida viene una señora; salió de Drancy ayer, venía a traer noticias del señor Lévy, que muestra una abnegación magnífica. Se ocupaba de los niños que estaban en el campo y se paseaba con ellos. El campo tiene que quedar vacío el miércoles. ¿Con qué lo llenarán ahora?[52]

En ocho días, esta mujer que no ha comido nada y ha dormido sobre paja, ha visto cosas horribles. Traslados, dos chicas detenidas al mismo tiempo que ella, deportadas el miércoles pasado con un vestido estampado y zapatos de tela.


Esta mañana salgo a las nueve y media a buscar a Françoise Pineau para ir con ella a recoger la carta a casa de la señora Cohn. Hemos recorrido la rue de Sèvres.

Subo aquí y vuelvo a bajar para echar al correo una carta de mamá a Jacques. Abajo encuentro a Denise, veo que había llorado porque había leído la nota de papá (la carta de la señora R.). Geisman ha dicho que iban a deportar a todos.

No he podido leer bien la nota de papá, porque mamá sollozaba tan fuerte que no me dejaba concentrarme. De momento no consigo llorar. Pero si la desgracia tiene que llegar, tendré bastante congoja, una congoja permanente.

Era un adiós, es una ruptura desgarradora de todo lo que hacía feliz nuestra vida.

Ayer por la mañana, al levantarme, comprobé que nunca me había sentido tan bien, me sorprendía esta sensación.

Pero todo ha cambiado de pronto. Sólo podía ser una ilusión. J. M. debía venir por la tarde; sobre esta tarde pesaba una opresión inexpresable. Pero me lo habría reprochado si hubiese estado contenta. Los minutos pasaban y los veía huir. Olléon ha venido y se queda tres cuartos de hora. Además había una especie de barrera entre nosotros, que ni siquiera ha disipado la merienda los dos solos en la mesa con el mantel azul. No había nada que hacer. Pero no tiene importancia, no tengo derecho a estar contenta.


Mañana es Kippur. Hoy estamos vacías como si hubiéramos ayunado.

21 de septiembre

Noche del lunes, 11 horas

Papá vuelve mañana al mediodía.

A las nueve, esta noche, han venido los Duchemin[53], he entrado en el salón, me besan diciendo: «Es mañana al mediodía».

Yo estaba tan hundida en el baño de miseria, tan obsesionada por la idea de lo que iba a ocurrir en la noche del martes al miércoles, de la espantosa espera, que no he tenido ni un destello de alegría. Sólo he pensado en los otros. He tenido la sensación de una injusticia. Y nunca podría llamar alegría a esto.

Mañana del martes

22 de septiembre

Durante la noche me acostumbro sin duda a la idea. Ahora pienso en todo lo que representa el regreso de papá, en lo que debe de suponer para mamá, ¿qué dirá él cuando lo sepa? Esta noche aún no sabía nada, ha tenido que pasar todavía horas de angustia y de desesperación final.

Cuando vuelvo, a las seis de la tarde de ayer, yo también estaba desesperada. Ya no tenía sentimientos, sino simplemente el recuerdo sin contornos de estos días sombríos. No ayuné. Había decidido hacerlo, pero al lavarme no sé qué impulso me movió a renunciar a mi propósito y a ir a ayudar a la rue de la Bienfaisance, lo decidí en un segundo. Ya no me acuerdo de mi estado de ánimo entonces; pero sé que en el metro estuve a punto de llorar varias veces al pensar en toda esta miseria. Todo el día hemos trabajado como si fuera después del juicio final, sentíamos que algo irrevocable estaba hecho. Estaba la señora Schwartz, ella ayunaba, la señora Katz y la señora Horwilleur. Aparte de esto, la casa estaba vacía y desolada; vuelvo a mediodía con la señora Horwilleur en metro. Mamá estaba en casa y en ese momento he sabido el gesto final y muy hermoso de Duchemin. La señora Lévy comía con nosotras.

Noche del martes, 22 de septiembre

Papá está aquí, en casa. Va a hacer seis horas que está, va a dormir aquí. Vamos a pasar la velada con él. Está aquí, recorre el salón de un extremo al otro, con aire ausente. Pero ha cambiado tan poco físicamente que reconforta mirarle.

Cuando ha llegado he tenido la sensación de que los dos fragmentos de vida se ensamblaban de golpe, exactamente, y que todo lo demás no existía. Alabado sea Dios, esta impresión no ha durado, porque me producía un malestar extraño, porque no quiero olvidar. No ha durado porque sé que papá ha visto, porque estoy sumergida en el sufrimiento ajeno, porque nadie puede olvidar lo que ha ocurrido y lo que ocurrirá esta noche y mañana.


Hace un momento estaba aquí la señora de Jean Bloch: no hemos querido decirle que su marido y Basch, y los trescientos que no partieron de Pithiviers el domingo han llegado a Drancy esta mañana para partir en el convoy de mañana; estaban en las alambradas hoy. Va a volverse loca. Habla con una voz maquinal, monótona. Sé por experiencia (lo escribo aquí, nadie lo verá) lo que puede ser su estado nervioso, sólo que llegará a la locura. Al escucharla tienes una sensación de desgracia irreparable, sin fondo, sin nombre, sin consuelo. Noto que para ella ya no existimos, sólo somos fantasmas en su mundo, nos separa una barrera inmensa. Cuando se ha ido, sé que se iba con su fardo de dolor helado, tétrico, una desesperación donde ya no hay un destello, una huella de lucha.


Cuando repaso los sucesos de este día, estoy, sin embargo, totalmente lúcida y consciente; a menudo, en sueños, llego a decirme que estaba consciente. Pero me he despertado de ese sueño. Es lo mismo. Incluso esta mañana tenía mi verdadera conciencia normal cuando corro primero a casa de los Franck, luego para la señora Cahen a casa de K, a buscar prendas de lana para sus sobrinos que partirán quizá mañana, llevarlas a la rue de Chaumont, volver a la UGIF a trabajar. Pero desde el regreso de papá, después de todas estas visitas, Maire, Duchemin, L, Chevry, Frossard, Nicole, Job, después de mi curso en la UGIF, sólo tengo esta supraconsciencia que es anormal.


Cuando vuelvo aquí, encuentro rosas de té de Jean. En mi pensamiento se ha convertido en Jean cuando he recibido estas flores. Lo primero que he pensado ha sido: «¿Cómo lo ha sabido?» Luego he comprendido que no lo sabía. Y que las flores eran una comunión mental. Y me he conmovido hasta lo más hondo. Cada vez que pienso en ello me invade la dulzura, es la única cosa dulce de este ambiente. Y, es extraño, una dulzura de la que gozo sin reservas porque no me parece ilegal, no parece perjudicar a todo lo trágico de este día.


Noche del miércoles

23 de septiembre

A todos nos obsesiona el traslado de esta mañana. Basch y Bloch han partido, se acabó.

Esta deportación tiene algo mucho más horrible que la primera, es el fin de un mundo. ¡Cuántos vacíos a nuestro alrededor!

Por poco pierdo mi aplomo hoy, me notaba naufragar, llegar a un punto en que ya no me controlo; empiezo a conocer esta sensación. Pero no es el momento de abandonarme a esto. Me ha asaltado al volver de casa de André Baur, donde habíamos llevado a papá. Es muy pesimista. Después he ido a casa de la señora Favart y a la Casa del Preso. Al volver aquí, encuentro al enviado de Decourt, que a punto está de volverme loca; me hace hablar del futuro, ahora que me encontraba en un estado anormal. Todo lo que me decía, lo que me preguntaba parecía venir de otro mundo al que yo ya no volvería. Dentro de mí suena una especie de campana cuando oigo hablar de libros, de profesores de la Sorbona.


Todo el día también intento leer la carta de J. M. como en un sueño en que la carta que lees se te escapa siempre. Aún no lo he asimilado.


Esta noche, en la cocina, hacíamos un pastel para Yvonne. Hace tan poco tiempo era para papá. Papá que está aquí. La vida ha seguido siendo igual desde antes de su detención y no puedo creer que hayan pasado tres meses.

Estoy demasiado cansada para escribir esta noche.

Me paro.

Jueves, 24 de septiembre

Por fin alcanzo el objetivo que siempre parecía retroceder. Nos encontramos en el Instituto. Toda la pesadilla se ha desvanecido y no he podido reencontrar la atmósfera de estos últimos días.

Al volver aquí merendamos con Job y Denise en nuestra habitación. Las visitas nos echaban de todas partes.

Sábado, 26 de septiembre

Viene a buscarme aquí. Escuchamos un disco, merendamos y vamos a dar un paseo por la avenida Henri-Martin. Ya hacía frío.

Domingo, 27 de septiembre

La Varenne con los lobeznos. Ha llovido y está nublado todo el día.

Lunes, 28 de septiembre

Simón viene a merendar. Tocamos juntos.

Martes, 29 de septiembre

Madeleine Blaess y Josette.

Miércoles, 30 de septiembre

La señorita Jourdan.

Merienda con los Job en casa de Nicole. Cantan Véronique.

Jueves, 1 de octubre

Caminamos durante dos horas; todo empieza por una conversación en la rue Guynemer y se termina en el metro

Alma. A partir de los Invalides yo hablaba como en un sueño. No veía a nadie en la calle, sin embargo animada.

Viernes, 2 de octubre

En la consulta de Redon para que me abran un panadizo.

Job aquí, no toco el violín y dedico toda la tarde a preparar el paseo por París al día siguiente.

Sábado, 3 de octubre

Nicole y yo teníamos cada una cuatro niños que pasear por París de las nueve a las once. Mi trayecto era Palais-Royal — rue Claude-Bernard. Les he mostrado el Louvre desde todas sus fachadas. Me entusiasmaba yo misma. Desde el puente des Arts, miro cómo el sol perfora la bruma gris, como una promesa de júbilo.

La tarde, en el local, ha sido bastante larga. Me voy antes del final para oír a Jean Vigué, que se iba cuando yo he llegado.

Domingo, 4

Maravilloso.

Paso la mañana escribiendo mi carta.

Por la tarde, tras una reunión oscura en la rue Vauquelin[54], subo aquí con Nicole. Escuchamos el cuarteto y yo hojeo mi San Jorge. Acompaño a Nicole, apenas menos entusiasmada que yo.

Lunes, 5 de octubre

Reanudo mis funciones de bibliotecaria. Pensé que no lo haría nunca. Me ha devuelto la serenidad.

Igual que hace tres meses, me pongo a esperar la llegada de J. M. Cuando lo recordaba tenía una sensación de triunfo. A partir de las tres empiezo a tener miedo y a estar muy decepcionada. Pero a las cuatro menos cuarto él entra y la alegría y la calma me invaden. Yo miraba a todos los demás estudiantes para ver si sabían algo. Pero nadie lo sabe y eso es lo maravilloso.

Después, cruzando los grandes bulevares, le acompaño hasta la estación Saint-Lazare. Estaba oscuro, y las calles llenas de gente. Un baño de vapor nos envolvía. Al ponerse el sol había resplandores amarillos y morados. Recuerdo extraño: estos bulevares superpoblados, el cielo tan bajo y tan gris.

Me ha dado los discos de La vida y el amor de una mujer.

Martes, 6 de octubre

Estoy a las tres en casa de Delattre.

Me desaconseja todo, y después de mi visita empiezo a comprender que me ha decepcionado.

Después, en casa de los Léauté con Nicole y Job. Job había olvidado su música. En lugar de tocar, jugamos partidas de ping-pong.

Por la noche confecciono un ejército de cabezas de gato para Denise. Organizo sin que ella lo sepa un tea-party para su fiesta. Invito a los Léauté, los Pineau, Job, los Vigué.

Miércoles, 7 de octubre

Paso la mañana haciendo recados para Denise en el barrio. Pero mi corazón sang whithin [estaba alegre]. Nunca me ha puesto tan eufórica la idea de volver a verle tan pronto, he recobrado sensaciones de otra época, casi sensaciones de «antes del baile». Pero además con una alegría purificada e inexpresable.

Después de haberlo ordenado todo aquí me voy a la Sorbona. Al subir la escalera del metro, me vuelvo y le veo. Hemos ido a la rue de l’Odéon, luego al comité del libro, donde he estado muy hot and bothered [de lo más nerviosa].

Job ya estaba allí cuando hemos entrado.

Cuando vuelve Denise, todo el mundo se había escondido detrás de las cortinas y los muebles, salvo Annie, y salen todos juntos diciendo: «Feliz cumpleaños».

Jueves, 8 de octubre

Rue Raynouard, Simone viene a merendar. Yo esperaba el día siguiente.

Viernes, 9 de octubre

Nos habíamos citado en el metro Palais-Royal. Yo he llegado demasiado pronto.

Vamos a Dalloz a comprar libros, después vamos andando a la estación Montparnasse y de allí a casa. Estaba cansada de andar. En casa él quería escuchar los Lieder de Schumann. Pero la música sonaba casi inútilmente. No la escuchaba.

Sábado, 10

He estado como perdida todo el día; no he ido a la rue de la Bienfaisance esta mañana, me habría parecido una profanación. Pero callejeo toda la mañana. Por la tarde, Job viene a tocar un trío.

Domingo, 11

Reunión en Lamblardie[55]. Se va a formar una segunda banda con Berthe, Nicole y yo. Pero al mediodía nos hemos ido. Los pobres niños estaban tristísimos.

El sol brillaba cuando nos marchamos del orfelinato; de pronto se me ocurre una idea que me inunda de alegría, iba a telefonearle y decirle que tenía la tarde libre.

Pero la reflexión apaga mi júbilo. Cuando me acercaba a casa, llovía. Caigo en una especie de torpor del que incluso ignoraba la causa. Fumo dos cigarrillos, practico el concierto de Beethoven y después voy a la rue Raynouard, donde me congelo en el cuarto de Nicole, a pesar de los recuerdos que evoca.

Jueves, 15 de octubre

No logro repasar el comienzo de esta semana. No he tenido conciencia de los días. Sólo han sido una sucesión de esperas. La noche del domingo creía que aún me quedaban dos largos días de espera. Debíamos ir a Aubergenville el miércoles. Los dos solos. Mamá no había puesto reparos, aunque yo no pensaba que se hubiera dado perfecta cuenta.

Pero la tarde del lunes, cuando de pronto mi tarea de bibliotecaria me estaba pareciendo pesada, aburrida y larga, él viene. No debía venir, teniendo su examen de derecho al día siguiente. Yo estaba jubilosa. No hemos podido hablar durante un rato. Un instante, mientras yo estaba en la biblioteca, él subió sin hacer ruido. Después se sentó delante de la mesa. Luego vino por fin, a ordenar los libros conmigo. Nunca ha cerrado tan tarde la biblioteca. Yo había perdido la noción del tiempo entre sus anaqueles oscuros.

Al volver, Louise me dijo que el señor Lévy había vuelto. Por primera vez, conocí unos instantes de gozo completo y puro.

El martes fui a buscarle después de su examen; me senté a pasar el tiempo durante una hora en el patio del Instituto. Estaba solitario y triste. Por suerte, hacia las cinco me encontré con una compañera. Me devolvió el valor. Le encontré en la rue de l’Odéon. ¡También llevaba una hora haciendo tiempo! Caminamos mientras la puesta de sol doraba todo el viejo París. Era un bellísimo atardecer de primavera. Nos recostamos en el muelle, cerca del puente des Arts. Todo se estremecía, las hojas de los álamos y hasta el aire. Cuando volví sola, el paseo de la Reine estaba oscuro, la noche ya se había aposentado allí aunque el cielo estaba todo rosa.

La noche del martes al miércoles fue interminable.

El miércoles fue maravilloso. Esta noche no me reconozco, por la mañana yo era algo nuevo y esperaba seguir siéndolo. Pero me he convertido en la antigua Hélène. Para mí, la ausencia es una maldición.

Jueves

Al despertar, la realidad me parece tan hermosa como ayer. Toda la mañana ha sido extraña y maravillosa, no he podido quedarme en la UGIF. Me escapo a las once y media, como si me persiguiera el diablo, y vuelvo aquí para escribir.

Por la tarde voy a la biblioteca a ver a Cazamian, propongo tesina sobre Keats.

Viernes, 16 de octubre

Voy con Nicole a comprar zapatos y una bufanda, y luego visita a la rue Raynouard.

Sábado, 17 de octubre

J. M. viene hacia las tres y media. Merendamos con papá, mamá y Job, era ligeramente crispante. Después ha venido a esta habitación, le he acompañado al metro.

Domingo, 18 de octubre

Reunión en la rue Vauquelin con Berthe y las demás, esto a la larga me aburría profundamente.

Por la tarde tocamos con Job en casa de los S. También estaban las gemelas.

Lunes, 19 de octubre

La biblioteca estaba sombría y fría. Sensación de soledad. No ha venido, y percibo de antemano cómo será cuando él ya no esté. Recibo una breve visita de André Boutelleau, y otra de Nicole y de Jean-Paul. Vuelvo aquí vacía y derrengada, por poco me duermo antes de cenar.

Martes, 20 de octubre

Tenía una cita en la facultad de Derecho para ver sus notas. Pero se ha equivocado de día. Estaba molesto, había algo en su mind [humor] que ha echado a perder el día. Vamos a la orilla del Sena cerca del puente des Arts, al lado de dos pescadores. Después le acompaño a casa de su sastre, en la avenida de l’Opéra, y luego a la estación. En la multitud de la estación de pronto tengo miedo de perderle. En ese momento él me abraza. No pude explicarle por qué le agradecía tanto este simple gesto.

Miércoles, 21 de octubre

Ha telefoneado para decirme el resultado mientras yo estaba en la rue Raynouard, le he llamado después de cenar.

Jueves, 22 de octubre

Merienda de locos. Estaban al mismo tiempo Simón, los Lévy, la señora de Roger Lévy, la pequeña Biéder, yo ya no daba abasto.

Viernes, 23 de octubre

Wood y Day vienen a merendar, merienda inglesa, con el último tarro de Dundee marmalade. Ha sido muy agradable.

Sábado, 24 de octubre

Por la mañana corro de la Sorbona a la rue de Téhéran, donde espero a Nicole y luego a Berthe.

A las tres voy a buscar a J. M. a la estación. Algo no iba bien. ¿Era el cielo gris y bajo? ¿Era yo? ¿Era esta especie de melancolía tétrica que me invade y me repliega en mí misma? ¿Era la decepción de no poder verle a solas, a causa de la presencia de Job? Hemos tocado, yo tenía la sensación de no haberle visto y de que estábamos a mil leguas uno de otro. Tengo una buena crisis antes de la cena.

Domingo, 25 de octubre

Salida fallida con los niños. Rue Vauquelin. No pensaba que estaría ocupada por la tarde. Cuando he tenido que dejar a los niños al mediodía, estaba segura de que el día acabaría mal. Rechtmann andaba rondando por los pasillos después de la escena de la mañana.

Vuelvo muy desalentada. Los Pomey habían venido a comer. Job y Breynaert vienen a tocar. La señorita Herbault viene a jugar al bridge.

Lunes, 26 de octubre

Biblioteca. Sabía que él no vendría y sin embargo esperaba. Esta esperanza venía del cielo, pues de hecho ha venido. Ha llegado a las cuatro y media y todo se ha iluminado; como había otra bibliotecaria me marcho a las cinco. Él pasaba el examen oral al día siguiente. Caminamos bajo la lluvia por la rue de Rennes y le llevo hasta el metro Invalides; anochecía, yo pensaba en el día siguiente, tenía una cita en la facultad de Derecho.

Martes, 27 de octubre

Me equivocaba al regocijarme demasiado, porque me he apenado por él, le han suspendido. Aunque no se lo esperaba. La primera vez que voy a la facultad, a las diez y media, me dice que vuelva tres cuartos de hora más tarde. Voy a registrarme[56] y vuelvo. Aguardamos el resultado; yo no podía creerlo, no quiero pensar más en ello. Porque siento su tristeza, cuando le veo salir de la sala.

Volvemos en silencio, bajo la lluvia, cogidos de la mano, es lo único que podía hacer por él. A la una, las calles estaban vacías bajo la lluvia. París era nuestro.

Y, a pesar de nuestra tristeza, el paseo silencioso bajo la lluvia es un recuerdo maravilloso.

Doy vueltas todo el día, esperando a mañana. No quería hacer nada que me separase de él, he ido al peluquero, a casa de la abuela, y al final del día a casa de Josette con Denise.

Miércoles, 28 de octubre

Volvemos de la Sorbona aquí, a esta habitación. Hemos escuchado los discos de Schumann, exactamente como yo quería.

Jueves, 29 de octubre

Y de repente todo se desgarra. Habla de tal forma de su partida[57] que he llegado a temerla. Mientras estaba con él, puesto que él creía en eso, yo también lo creía. Me ha dicho: «Quizá sea la última vez que nos vemos». Y aunque estuviera convencida de que ya no comprendería en cuanto me quedase sola, yo lo creía. Llovía a cántaros y pasamos una hora en un pasillo de la Sorbona. Él estaba de mal humor y apenas hablaba. Nos separamos en el metro, en la estación Ségur. Vuelvo aquí y juego con Simón haciendo un rompecabezas.

Jueves, 5 de noviembre

Todo el fin de semana he esperado una llamada telefónica. A partir de la noche del sábado, dejo de temerla. Pero estaba de un humor pésimo.

Si todo iba bien, debíamos vernos el martes.

El lunes, día de los difuntos, fui de todos modos a la biblioteca. No vino nadie. Fue lamentable. Un frío glacial. Caía la oscuridad y él no vino.

Y llega el martes. Por la mañana recibo una carta, la que esperaba todos estos días, y cuya espera era en gran parte la responsable de mi malhumor. Era corta y si no le hubiese visto por la tarde, there would have been room for deception [habría cabido la duda].

El miércoles escribo una carta.

Jueves

Voy a la rue de la Banque[58].

Jueves y viernes, me atormenta la historia de la llamada telefónica que Andrée no había entendido.

Domingo, 8 de noviembre

Día raro, no comprendo nada.

Ayer fue maravilloso. Ni siquiera pensar en su partida, prevista con seguridad para el jueves, pudo oscurecer el día. Fui a la estación a recogerle y volvimos andando por los Campos Elíseos. Yo estrenaba mi abrigo de piel.

Job vino hacia las cinco, había bebido más de la cuenta y estaba muy divertido. Esta noche he soñado con J. M. todo el tiempo. La idea de su marcha termina desvelándome totalmente.

Salgo hacia la rue Vauquelin con un tiempo radiante, un sol dorado, frágil, un cielo intensamente azul y un aire de cristal. Este sol ardiente, mientras escribo, contribuye a la rareza del día.

El otro elemento son las noticias. Todo el mundo parece en efervescencia. Mamá y papá están muy nerviosos. Yo debería estarlo y no lo consigo. Mi falta de entusiasmo no procede de un escepticismo exagerado, sino más bien de una incapacidad para adaptarme a esta brusca fanfarria de noticias. Flace demasiado tiempo que ya no estoy acostumbrada a ellas. Sin embargo, es quizá el principio del fin.

Lunes, 9 de noviembre

La biblioteca cerraba cuando Jean surgió en el umbral, fue como un sueño. Yo había deseado tanto verle que ya no lo esperaba; como en un sueño caminamos al anochecer a través del Carrusel, la avenida de l’Opéra hasta la estación. El Louvre era como una gran nave de oscuridad sobre el cielo más claro. Vamos a vernos tres días seguidos.

Martes, 10 de noviembre

Los padres se han ido a Aubergenville. Denise se ha quedado. A las dos treinta y cinco le recojo en la estación. Volvemos andando por el paseo de la Reine. Hacía muy bueno, pero mucho frío. Era la última vez que debíamos vernos completamente solos. Al día siguiente iríamos a casa de Molinié.

Había traído el Concierto en re de Beethoven, la Sinfonía concertante. Merendamos en el dormitorio, encima de la cama.

Miércoles, 11 de noviembre

Al final no se ha ido. Los acontecimientos permitían preverlo. Lo anuncia, cuando nos encontramos en la estación del Nord, a Molinié, Geneviéve Loch y a mí.

Día muy cosy [agradable] en casa de Molinié en Enghien, escuchamos a Bach.

Jueves, 12 de noviembre

Primer curso de la Sorbona.

Cazamian, a las once. Sala 1, asfixiante, estaba ahogada y atónita de encontrarme allí después de tantos acontecimientos exteriores e interiores.

Delattre a las dos. Anfiteatro lleno.

Sábado, 14 de noviembre

Teníamos que ir juntos a un concierto en la Madeleine. Papá, en el último momento, no ha querido. De todos modos, he ido a buscarle a la estación a las dos y veinticinco. Volvemos aquí después de una caminata. Escuchamos el Concierto en re. Estaba Job, merienda en el saloncito, después vamos al despacho.

Domingo, 15 de noviembre

Rue Vauquelin por la mañana.

Job y Annie Boutteville.

Lunes, 16 de noviembre

Biblioteca.

Martes, 17 de noviembre

Las tres, con la señora Jourdan la clase ha durado hora y media. Desciframos la Primera sonata de Bach y una parte del Cuarteto decimotercero.

Miércoles, 18 de noviembre

Rue de la Bienfaisance por la mañana.

La tarde en Saint-Cloud. Ir allí me tenía tremendamente excited [nerviosa]. Él había telefoneado a la una y media para decir que el tren llegaba más pronto. Lévy ha subido a decírmelo y me he reído.

Estaban Nicole, Denise, Molinié, Savarit, Jacques Besse y Max Gaetti (dos compositores).

Se va el lunes. Lo ha dicho delante de todo el mundo; a mí me ha invadido la angustia.

Jueves, 20 de noviembre

Voy a la Sorbona para nada. Cazamian no daba clase. A las tres voy a buscar a J. M. a la estación. Vamos a casa de su sastre. A las cuatro ya pasadas tomamos el metro en Saint-Augustin.

Era la penúltima vez.

Había traído el Cuarteto decimoquinto.

Acepta venir a comer el sábado.

Viernes, 21 de noviembre

Corro a la rue de Buzenval. Después a Galignani a comprar un libro para J.

Paso por la rue de la Tour. Ellas ensayan el trío de Ravel.

Sábado, 22 de noviembre

Ultimo día.

La mañana pasa como el viento, había ido a la rue de Téhéran a ver a Katz a propósito de Cécile Lehmann, y a llevarle un paquete. Al volver aquí empiezo a escribir la carta que le daré a Jean esta tarde. No creía en lo que escribía, porque sabía que él estaría aquí pronto. A mediodía yo no estaba vestida.

Y todo lo demás pasa como un sueño. Los padres habían preparado una comida y un recibimiento maravillosos. Después hemos ido a escuchar discos. Se ha marchado un momento a la rue Montessuy, ha leído mal la hora. Yo creí que eran las tres menos cuarto, pero eran las cuatro, nos han robado una hora. Y cuando Jean-Paul y Nicole irrumpen en el cuarto, introducidos por Louise, la cosa acaba brutalmente, porque después yo había invitado a gente: los Pineau, Françoise, los Digeon, Jean Rogés, Job, era «después» del fin. Yo he sido reckless [imprudente (debido a la prohibición de salir)], salgo para acompañarle al metro. Los invitados seguían en casa cuando he vuelto. Lo cual me ha impedido pensar.

Domingo, 23 de noviembre

Rue Vauquelin por la mañana.

Job y Breynaert.

Lunes, 24 de noviembre

Biblioteca.

Veo a Savarit.

Françoise de Brunhoff.

Martes, 25 de noviembre

Pot black Tuesday [martes oscuro como tinta], me quedo aquí toda la tarde a forcejear en el J. M. Murry, hundido.

Miércoles, 26 de noviembre

Carta de Jean. Se ha marchado esta mañana. Podría haber venido a verme el lunes.

Cuando vuelvo de la UGIF, encuentro un magnífico ramo de claveles suyo. Venían de nuestra tienda de la rue Saint-Augustin. El sol brillaba. La alegría me inundaba y ayer me parecía una pesadilla.

Voy a la Sorbona a inscribirme.

Jueves, 27 de noviembre

Voy a ver pasar a Nicole.

Simón viene a comer. Se queda hasta las cinco y media; seguía aquí cuando vuelvo de casa de la señora Jourdan.

Viernes, 27 de noviembre

Al volver de casa de Nadine D.[59], encuentro una carta de Jean, escrita el miércoles en el tren.

Sábado, 28 de noviembre

Tarde en la biblioteca de la Sorbona, copiando un artículo para Jacques. Trabajo un poco al volver aquí sola.