Brisbane estuvo a punto de decir algo, pero desistió. Parecía que se le hubiera ocurrido otra idea.

—¿No le parece mucha coincidencia, señor Brisbane?

El asesor sonrió con frialdad.

—Mire, capitán, me parecía un cargo superfluo. El museo tiene dificultades económicas, y el señor Puck no... digamos que no colaboraba mucho. Nada que ver con el asesinato, desde luego.

—Pero ¿a que no le dejaron despedirle?

—Llevaba más de veinticinco años trabajando en el museo, y consideraron que podía ser negativo para la moral.

—Me imagino que a usted le sentaría fatal la negativa.

A Brisbane se le congeló la sonrisa.

—Capitán, espero que no esté insinuando que tuve algo que ver con que le asesinaran.

Custer arqueó las cejas para fingir sorpresa.

—¿Yo, insinuar?

—Como doy por supuesto que la pregunta es retórica, no me molesto en contestarla.

 Custer sonrió. No sabía qué era una pregunta retórica, pero notaba que las suyas estaban acercándose al objetivo. Volvió a acariciar la vitrina de las piedras preciosas y miró alrededor. Por el despacho ya había buscado. Sólo faltaba el armario. Se acercó, cogió el tirador y se quedó con él en la mano.

—Pero ¿le sentó mal o no? Me refiero a que le contradijesen.

—A nadie le gustan las contraórdenes —repuso Brisbane, gélido—. Puck era un anacronismo, y sus hábitos laborales, de una ineficacia más que evidente. Sólo había que fijarse en la máquina de escribir que se empecinaba en usar para la correspondencia.

—Ah, sí, la máquina. La que usó el asesino para escribir un mensaje; no, dos. Supongo que usted conocía la existencia de esa máquina.

—Yo y todos. Puck era famoso por negarse a tener un ordenador en su mesa, y a usar el correo electrónico.

—Ya.

 Custer asintió. Nada más abrir el armario, como si estuviera todo sincronizado, cayó un bombín viejo, rebotó por el suelo y rodó en círculos hasta detenerse a sus pies. Lo miró con sorpresa. Un encadenamiento tan perfecto no se veía ni en una novela policíaca de Agatha Christie. Era el tipo de cosas que a un policía de verdad nunca le pasaba. Estaba alucinado.

 Miró a Brisbane arqueando las cejas con gesto interrogante. Brisbane se mostró estupefacto, nervioso y enfadado, por este orden.

—Era para una fiesta de disfraces del museo —dijo—. Compruébelo, si quiere. Me lo vio puesto todo el mundo. Hace años que lo tengo.

Custer metió la cabeza en el armario, hurgó en el interior y sacó un paraguas negro perfectamente enrollado. Lo apoyó con la punta en el suelo y lo soltó, dejando que cayera al lado del bombín. Entonces volvió a mirar a Brisbane, mientras pasaban los segundos.

—¡Esto es absurdo! —dijo el asesor, perdiendo los estribos.

—Yo no he dicho nada —señaló Custer. Miró a Noyes—. ¿Usted ha dicho algo?

—No, yo nada, capitán.

—Entonces, ¿qué es absurdo, señor Brisbane?

—Lo que está pensando... —Casi no le salían las palabras—. Que yo... que... Ya me entiende. ¡Esto es una enorme ridiculez!

 Custer se puso las manos a la espalda y paso a paso, lentamente, se acercó hasta tocar la mesa. A continuación, con la misma parsimonia, se apoyó en ella.

—¿Qué estoy pensando, señor Brisbane? —preguntó con calma.

El Rolls subía por Riverside como un cohete, gracias a la pericia con que el chofer cambiaba de carril e introducía el cochazo por espacios de una estrechez inverosímil, no sin, en ocasiones, obligar a los vehículos que venían en sentido contrario a subirse al bordillo. Eran más de las once de la noche y empezaba a haber menos tráfico, pero en las aceras de Riverside Drive y de sus travesías no había un solo hueco para aparcar.

 El coche se metió por la calle Ciento treinta y uno y, justo después de que frenara de golpe, Nora reconoció lo que buscaban: un Ford Taurus plateado con matrícula de Nueva York ELI-7734, el sexto o séptimo coche en orden de aparcamiento desde el cruce con Riverside.

 Pendergast se apeó, se acercó al Ford y se agachó para verificar el número de identificación que había en el salpicadero. Acto seguido rodeó el vehículo y, mediante un golpe casi imperceptible, rompió la ventanilla del acompañante. Mientras sonaba la protesta estridente de la alarma, registró la guantera y el resto del interior. Enseguida aparecieron dos policías pistola en mano, saliendo de donde estaban apostados. Pendergast enseñó la placa y les dirigió unas palabras escuetas, con el resultado de que volvieron a enfundar las armas y se retiraron. El agente tardó poco en volver.

—El coche está vacío —le dijo a Nora—. Y la dirección... debe de habérsela llevado. Habrá que confiar en que la casa de Leng quede cerca.

 Tras ordenarle a Proctor que se quedase aparcado hasta nuevo aviso al lado de la tumba de Grant, Pendergast fue el primero en alejarse por la calle Ciento treinta y uno, dando largas zancadas. Tardaron poco en llegar a Riverside Drive. Al otro lado de la calle, los árboles de Riverside Park parecían enjutos centinelas al borde de una ignota y vasta oscuridad. El Hudson, tras el parque, reflejaba una luna de impreciso resplandor.

 Mirando a izquierda y derecha, Nora vio sucederse en ambas direcciones un sinfín de casas de pisos, mansiones abandonadas y sórdidos albergues para pobres.

—¿Cómo vamos a encontrarlo? —preguntó.

—Tendrá una serie de características —repuso Pendergast—. Será una casa particular con una antigüedad mínima de un siglo, y que no estará dividida en apartamentos. Lo más probable es que parezca abandonada, pero estará muy bien cerrada. Empezaremos por el sur.

Antes de emprender la marcha, se detuvo y le puso una mano en el hombro a Nora.

—No suelo dejar que participen civiles en una acción policial.

—Ya, pero es que el prisionero es mi novio, y...

Pendergast levantó la mano.

—No tenemos tiempo de discutir. Ya he pensado a fondo en lo que nos espera, y se lo voy a plantear con los mínimos rodeos: cuando encontremos la casa de Leng, si la encontramos, mis posibilidades de tener éxito sin ayuda de nadie son exiguas.

—Me alegro de ello. De todas formas, no pensaba quedarme al margen.

—Ya lo sé. También sé que, dada la inteligencia de Leng, tienen más posibilidades dos personas que todo un despliegue policial, con el ruido que comporta. Y aunque se pudiera conseguir a tiempo. Ahora bien, doctora Kelly: tengo la obligación de decirle que la situación en la que voy a meterla se compone de un número casi infinito de variables desconocidas. En suma, se trata de una situación en la que es muy posible que muera alguno de los dos.

—Estoy dispuesta a arriesgarme.

—En ese caso, sólo me resta un comentario. Opino que Smithback ya está muerto, o lo estará en lo que tardemos en encontrar la casa, entrar y coger a Leng. Por lo tanto, la operación de rescate ya parte con muchas probabilidades de ser un fracaso.

 Nora se había quedado sin palabras. Asintió. Entonces Pendergast se giró y, sin decir nada más, dirigió sus pasos hacia el sur. Pasaron al lado de varias casas cuya división en viviendas saltaba a la vista, y de un albergue para pobres cuyos residentes alcohólicos les miraban con apatía desde la escalera. Al otro lado había una larga hilera de miserables bloques de pisos.

 Al llegar a Tiemann Place, Pendergast se detuvo ante una casa abandonada, una edificación pequeña con tablones en las ventanas y sin timbre. Tras contemplarla unos segundos, la rodeó deprisa, se asomó a un trozo roto de verja y volvió.

—¿Qué, qué dice? —susurró Nora.

—Que entremos.

 El espacio que había dejado vacante la puerta estaba tapado por dos paneles gruesos de contrachapado unidos con cadenas. Pendergast cogió el candado, metió una mano pálida en el bolsillo de la chaqueta y sacó una herramienta pequeña de cuyo extremo sobresalían una especie de mondadientes de metal. El instrumento brilló a la luz de la farola.

—¿Qué es? —preguntó Nora.

—Una ganzúa electrónica —contestó Pendergast, metiéndola en la cerradura.

 El candado se abrió en sus manos, pálidas y alargadas. Entonces retiró la cadena de los paneles y entraron, primero él y luego Nora.

 La oscuridad les acogió con una ráfaga de mal olor insoportable. Pendergast sacó la linterna e iluminó un espectáculo descomunal de abandono: basura podrida, ratas muertas, jeringuillas, frascos de crack y charcos de agua fétida. Entonces se giró sin decir nada y salió; Nora le siguió.

Llegaron caminando hasta la calle Ciento veinte, desde donde el barrio mejoraba y casi todas las casas estaban habitadas.

—No tiene sentido seguir —dijo Pendergast, lacónico—. Ahora hacia el norte.

 Volvieron lo más deprisa posible a la calle Ciento treinta y uno, origen de su búsqueda, y siguieron hacia el norte, pero a velocidad mucho menor que en el primer tramo. En aquella dirección el barrio se degradaba tanto que parecía que la mayoría de las casas estuvieran abandonadas. Muchas de ellas, Pendergast las descartaba con un simple gesto de la mano. Hubo tres excepciones, tres casas en las que entró mientras Nora se quedaba vigilando la calle.

 Al llegar a la calle Ciento treinta y seis, se detuvieron ante la enésima casa en ruinas. Pendergast examinó la fachada y miró más al norte. Estaba muy poco comunicativo y pálido; se notaba que su cuerpo, todavía convaleciente, se resentía de la actividad.

 La impresión general era que todo Riverside Drive, con su sucesión de antiguas y elegantes mansiones, había quedado convertida en una única, extensa y desolada ruina. Nora consideraba que Leng podía estar en cualquier casa de las que veían.

Pendergast bajó la vista al suelo.

—Por lo visto, al señor Smithback le ha costado mucho aparcar —dijo en voz baja.

 Nora asintió. Estaba perdiendo la esperanza por momentos. Ya hacía como mínimo seis horas que el Cirujano tenía a Smithback en su poder. No quiso llevar el razonamiento hasta su conclusión.

Custer dejó sufrir a Brisbane por espacio de un minuto, que se prolongó hasta dos. Luego obsequió al abogado con una sonrisa casi de complicidad y, señalando la silla que había frente al escritorio —muy rara, de cromo y cristal—, preguntó:

—¿Puedo?

Brisbane asintió.

—Por supuesto.

 El capitán se hundió en la silla e hizo todas las maniobras concebibles para que su corpachón gozara de la poca comodidad que permitía el diseño de esta.

—¿Iba a decir algo?

 Se arremangó una pernera e intentó cruzar la pierna correspondiente encima de la otra, pero el ángulo raro de la silla hizo que se le cayera al suelo. No por ello perdió la compostura, sino que, ladeando la cabeza, miró al otro lado de la mesa con una ceja en inquisitiva elevación. Brisbane volvía a estar sereno.

—Nada. Es que al ver el sombrero he pensado que...

—¿Qué?

—Nada.

—Bueno, pues entonces cuénteme lo de la fiesta de disfraces.

—El museo suele organizar actos de recaudación de fondos: inauguraciones de salas, fiestas en honor de los grandes mecenas... Cosas por el estilo. De vez en cuando toca fiesta de disfraces. Yo siempre voy vestido igual: como un banquero inglés que va a la City. Bombín, pantalones de raya diplomática, chaqué...

—Ya. —Custer miró el paraguas de reojo—. ¿Y el paraguas?

—Un paraguas negro lo tiene todo el mundo.

Las emociones de Brisbane ya no eran visibles. La formación de abogado, sin duda.

—¿Cuánto tiempo hace que tiene el bombín?

—Ya se lo he dicho.

—¿Y dónde lo compró?

—A ver... En una tienda de antigüedades del Village. O puede que en TriBeCa. Me parece que en la calle Lispinard.

—¿Cuánto le costó?

—No me acuerdo. Treinta o cuarenta dólares. —Brisbane sufrió una breve pérdida de compostura—. Oiga, ¿por qué le interesa tanto mi bombín? Mucha gente tiene uno.

 Fíjate en los ojos, se dijo Custer. Tenían una mirada de pánico. De culpabilidad.

—¿Ah, sí? —repuso con calma—. Pues yo, en Nueva York, sólo conozco a una persona con bombín: el asesino.

 Era la primera vez que se pronunciaba la palabra «asesino», y Custer la subrayó un poco, lo justo para que se notara. Había que reconocer que lo estaba llevando más que bien, con la destreza de un pescador consumado sacando del agua una trucha enorme. Le dio pena que no estuvieran grabándolo en vídeo, porque al jefe le habría interesado verlo, y quizá hasta usarlo como instrumento pedagógico para aspirantes a detectives.

—Volvamos al paraguas.

—Lo compré... No me acuerdo. Siempre compro paraguas, y luego los pierdo.

 Brisbane se encogió de hombros para quitar importancia al asunto, pero los tenía tensos.

—¿Y el resto del disfraz?

—En el armario. Vaya y mire.

 Custer no hizo caso del intento de distraerle, porque estaba convencido de que el resto del disfraz se ajustaría a la descripción de una chaqueta negra y pasada de moda.

—¿Dónde lo compró?

—Los pantalones y la chaqueta me parece que los encontré en la tienda de ropa de etiqueta de segunda mano que hay cerca de Bloomingdale's. Ahora mismo no me acuerdo del nombre.

—Claro, claro. —La mirada de Custer era escrutadora—. ¿Y no le parece un disfraz un poco raro? ¿De banquero inglés?

—Es que no me gusta hacer el ridículo. Me lo habré puesto en media docena de fiestas del museo. Usted pregunte. Ya verá. Lo tengo más que amortizado.

—Eso no lo dudo. Amortizadísimo.

 Custer miró a Noyes de reojo y vio que estaba nervioso, con una expresión de avidez, casi de caérsele la baba. Al menos había alguien al corriente de lo que se avecinaba.

—Señor Brisbane, ¿dónde estaba el doce de octubre entre las once de la noche y las cuatro de la madrugada?

Era la franja horaria que había establecido el forense para el asesinato de Puck. Brisbane puso cara de pensárselo.

—Pues... Cualquiera se acuerda.

Volvió a reírse. Custer también.

—No recuerdo qué hice esa noche, al menos no con exactitud. Lo lógico es que a partir de las doce o la una estuviera en la cama, pero antes... Sí, sí, ya me acuerdo. Me quedé en casa porque tenía lecturas pendientes.

—¿Y vive solo, señor Brisbane?

—Sí.

—¿O sea, que no hay testigos de que estuviera en casa? ¿La casera, por ejemplo? ¿Alguna novia? ¿Algún novio?

Brisbane frunció el entrecejo.

—No, nadie. Bueno, ahora, si no le importa...

—Un momento, señor Brisbane. ¿Dónde ha dicho que vive?

—No lo he dicho. En la calle Novena, cerca de University Place.

—Mmm. A menos de una docena de manzanas de Tompkins Square Park, que es donde mataron a la segunda víctima.

—Sí, reconozco que es una coincidencia interesante.

—Mucho. —Custer miró por la ventana. Central Park estaba sumido en un manto de oscuridad—. Lo que también debe de ser coincidencia es que el primer asesinato ocurriera justo aquí abajo, en el Ramble.

La expresión ceñuda de Brisbane se acentuó.

—Considero, capitán, que hemos pasado de la fase de las preguntas a la de las hipótesis. —Apartó la silla para levantarse—. Ahora, con su permiso, me gustaría seguir con la labor de hacer que sus hombres despejen el museo.

 Custer le retuvo con un ademán, y volvió a mirar a Noyes de reojo pensando: Prepárate.

—Sólo queda un detalle: el tercer asesinato. —Sacó con desparpajo un papel de la libreta—. ¿Conoce a un tal Osear Gibbs?

—Pues sí, creo que sí. Es el ayudante del señor Puck.

—Exacto. Según el testimonio del señor Gibbs, el doce de octubre por la tarde usted y el señor Puck tuvieron una... esto... pequeña discusión en el archivo. Fue después de que usted se enterara de que en recursos humanos no apoyaban su propuesta de despedir a Puck.

Brisbane se ruborizó ligeramente.

—Yo no me creería todo lo que dicen por ahí.

Custer sonrió.

—Ni yo, señor Brisbane, ni yo, se lo aseguro. —Se permitió el placer de una larga pausa—. Bueno, pues el señor Osear Gibbs ha declarado que usted y Puck se gritaron. Mejor dicho, usted le gritó a Puck. ¿Le importaría explicarme el motivo, con sus propias palabras?

—Le regañé.

—¿Porqué?

—Por no atender mis instrucciones.

—¿Cuáles?

—Que se ciñera a su trabajo.

—Que se ciñera a su trabajo. ¿En qué sentido no se había ceñido?

—Se dedicaba a otras cosas. Ayudaba a Nora Kelly en sus proyectos externos, y eso que yo había dado órdenes explícitas de...

Era el momento. Custer atacó.

—Según el señor Osear Gibbs, usted... Se lo leo: «Le pegaba unos gritos... Dijo que mataría al señor Puck, que le despediría. Dijo que el asunto traería mucha cola». —Custer bajó el papel y miró a Brisbane—. Es la palabra que usó usted: «matar».

—Una manera de hablar como cualquier otra.

—Luego, en menos de veinticuatro horas, aparece el cadáver del señor Puck en el archivo, clavado en un dinosaurio. Antes le habían descuartizado, y todo apunta a que fue en el propio archivo. Una operación así, señor Brisbane, requiere su tiempo. Está claro que fue obra de un buen conocedor del museo. Alguien con autorización para entrar en todas partes. Y que pudiera pasearse por el edificio sin llamar mucho la atención. Podría decirse que era alguien de la casa. Luego Nora Kelly recibe un mensaje escrito con la máquina del señor Puck, pidiéndole que baje, y la atacan a ella. La persiguen con intención homicida. Nora Kelly: otra espina que tenía usted clavada. Mientras tanto, la tercera, el agente del FBI, estaba en el hospital porque le había atacado alguien con bombín.

Brisbane le miraba con incredulidad.

—¿Por qué no quería que Puck ayudase a Nora Kelly en sus... cómo lo ha llamado... proyectos externos?

La respuesta fue un silencio.

—¿Qué temía que encontrase? ¿Que encontrasen, mejor dicho?

—El... La... —balbuceó Brisbane.

Era el momento de la estocada.

—Lo de imitar el método de otro asesino, ¿a qué venía, señor Brisbane? ¿Lo encontró en el archivo? ¿Era el móvil? ¿Puck estaba demasiado cerca de descubrir algo?

Brisbane recuperó la voz y se levantó de un salto.

—Eh, oiga, un momento...

Custer se giró.

—Sargento Noyes.

—¿Qué? —contestó enseguida Noyes.

—Póngale las esposas.

—¡No sea idiota! —dijo Brisbane con la voz entrecortada—. ¡Está cometiendo una equivocación gravísima!

 Custer consiguió levantarse de la silla con un movimiento menos ágil de lo deseado y le soltó a bocajarro los derechos de la advertencia Miranda.

—Tiene derecho a guardar silencio...

—Esto es un abuso.

—... tiene derecho a un abogado...

—¡No pienso consentirlo!

—... tiene derecho a...

 Los recitó de pe a pa con voz de trueno, acallando las protestas de Brisbane y observando la satisfacción con que Noyes le ponía las esposas. Custer no recordaba haber disfrutado tanto con un arresto. De hecho, como policía, era el mejor trabajo de su carrera. Carne de leyenda. Durante muchos años se contaría la historia de cuando el capitán Custer le había puesto las esposas al Cirujano.

Pendergast volvió a subir por Riverside Drive con la chaqueta del traje abierta y los faldones revoloteando en el aire nocturno de Manhattan. Nora, que corría tras él, pensó en Smithback y en su condición de prisionero de alguno de aquellos edificios tan lúgubres. La imagen, a pesar de sus esfuerzos por borrarla de su mente, siempre volvía. La preocupación por lo que pudiera estar pasando, o haber pasado ya, le provocaba un malestar casi físico.

 Le parecía mentira haberse enfadado tanto con él, aunque fuera innegable que en ocasiones —muchas— no le aguantaba ni su madre. Era un intrigante, y muy impulsivo; siempre tenía que meter la nariz en todo, y a sí mismo en líos. Sin embargo, algunos de esos rasgos negativos eran los mismos que le hacían entrañable. Se acordó de cuando se había disfrazado de mendigo para ayudarla a sacar el vestido viejo del solar en obras, y de cuando había ido a avisarla del navajazo a Pendergast. En los momentos decisivos se podía confiar en él. Había sido muy dura, pero ya era demasiado tarde para arrepentirse. Reprimió un sollozo amargo.

 Pasaban al lado de viejas mansiones convertidas en nidos de adictos al crack y a la heroína. Pendergast las examinaba una por una, e invariablemente sacudía un poco la cabeza y les daba la espalda.

 El pensamiento de Nora se demoró unos instantes en el propio Leng. Parecía imposible que pudiera seguir vivo, escondido en alguna de esas casas que se caían a trozos. Volvió a concentrarse en Riverside Drive. Lo prioritario era identificar la casa. Un atributo que no faltaría era la comodidad. Seguro que alguien con más de ciento cincuenta años de vida daba una importancia desmesurada a ese factor. Sin embargo, seguro que a primera vista daría impresión de abandono. Por otro lado, sería prácticamente inexpugnable, a fin de evitar visitas sorpresa. Para características así, el barrio era ideal: una vivienda abandonada, pero de antigua elegancia; externamente destartalada, pero internamente habitable; tapiada con tablones y muy aislada.

El problema era la cantidad de casas que se conformaban justamente a esos criterios.

 De repente, al llegar a la esquina de la calle Ciento treinta y ocho, Pendergast se detuvo y, lentamente, se colocó de cara al enésimo edificio abandonado. Se trataba de una mansión grande y en mal estado, una mole oscura cuya época de gloria había pasado y que quedaba separada de la calle por una vía de servicio pequeña. Se parecía a muchas de las demás en que la planta baja estaba cerrada a cal y canto con chapa metálica. A simple vista no se diferenciaba de los anteriores edificios, pero Pendergast la miraba con una intensidad que Nora jamás le había visto.

 El agente del FBI se metió en silencio por la calle Ciento treinta y ocho, seguido por Nora, que le observaba. Caminaba lentamente, despegando poco la mirada del suelo, y siempre para observar la casa. Avanzaron hasta llegar a la esquina con Broadway. Justo después de doblarla, Pendergast dijo:

—Es esta.

—¿Cómo lo sabe?

—Por el escudo de armas de encima de la puerta: tres esferas de boticario sobre un ramo de cicuta. —Hizo un gesto con la mano—. Perdone que deje las explicaciones para más tarde. Usted sígame, y tenga muchísimo cuidado.

 Siguió rodeando la manzana hasta llegar a la esquina de Riverside Drive y la calle Ciento treinta y siete. Nora contemplaba el edificio con una mezcla de curiosidad, aprensión y miedo sin paliativos. Era una casa con una altura de unos quince metros, de ladrillo y piedra, que ocupaba toda una manzana pequeña. La fachada principal quedaba detrás de una reja de hierro forjado con las púas oxidadas y cubiertas de hiedra. El jardín, conquistado por las malas hierbas, las matas y la basura, sólo era un recuerdo. Detrás de la casa había un camino de entrada circular para carruajes, que partía de la calle Ciento treinta y ocho. Las ventanas de la planta baja estaban cerradas con tablones; no así las del primer piso, una de las cuales tenía roto el cristal. Nora contempló el escudo de armas al que se había referido Pendergast. Vio las tres esferas y el ramo de cicuta, y una inscripción perimetral en griego. Una ráfaga de viento hizo temblar las ramas desnudas del patio y parpadear el reflejo de la luna y las nubes en los cristales de las ventanas de arriba. Parecía una casa encantada.

 Pendergast avanzó por la entrada de carruajes, con Nora a pocos pasos. Apartó basura con un pie y, tras un rápido vistazo en derredor, llegó hasta un roble muy grande, que se atrincheraba en la oscuridad de detrás de la puerta cochera. Nora tuvo la impresión de que el agente se limitaba a acariciar la cerradura, pero la puerta se abrió, con un mutismo de bisagras perfectamente engrasadas.

 Se dieron prisa en entrar. Pendergast ajustó la puerta, y Nora oyó el clic de la cerradura. Siguió un momento de intensa oscuridad, mientras, callados, prestaban atención a los posibles ruidos de la casa. Todo estaba en silencio en la vieja mansión. Después de un minuto apareció la línea amarilla de la linterna de Pendergast, que recorrió la habitación.

 Estaban en un vestíbulo pequeño, con el suelo de mármol y las paredes de terciopelo verde. Todo estaba cubierto por una capa de polvo. Pendergast, inmóvil, enfocó con la linterna una serie de huellas en el polvo, debidas en parte a zapatos y en parte a calcetines. Se las quedó mirando tanto rato —como un estudiante de arte ante la obra de un clásico—, que Nora empezó a impacientarse. Al final, Pendergast se decidió a abrir la marcha lentamente, cruzando el vestíbulo y metiéndose por un pasillo corto que desembocaba en una sala grande y larga. Las paredes eran de madera noble, y el techo un artesonado complejo con mezcla de motivos góticos y otros más austeros.

La sala estaba llena de objetos expuestos, una colección heterogénea que Nora no supo descifrar: mesas raras, armarios, cajas largas, jaulas de hierro, extraños aparatos...

—El almacén de un mago —murmuró Pendergast, en respuesta a la pregunta que su acompañante no había formulado.

 Atravesaron la sala y salieron por un arco a un espléndido salón. Pendergast hizo otra pausa para examinar varias hileras de huellas que cruzaban en varios sentidos el suelo de parquet.

—Aquí iba descalzo —le oyó decir Nora—. Y corriendo.

 El agente examinó el salón con movimientos rápidos de su linterna, y Nora, en el vastísimo espacio, descubrió una gama de objetos increíble: esqueletos ensamblados, fósiles, armarios con puertas de cristal que contenían útiles o adornos tan extraordinarios como terroríficos, piedras preciosas, calaveras, meteoritos, escarabajos irisados... El haz de la linterna resbalaba por todas partes. La sala olía intensamente a telarañas, cuero y bocací añejo, pero en el aire enrarecido acechaba otro olor menos marcado, y bastante más desagradable.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—En el gabinete de curiosidades de Leng.

 De repente, Pendergast tenía una pistola en la mano izquierda. El mal olor se acentuó; era un hedor dulzón y untuoso, como una niebla húmeda que a Nora se le pegaba en el pelo, las extremidades y la ropa. Pendergast avanzó con precaución, iluminando los objetos de la sala con la luz de la linterna. Algunos estaban descubiertos, pero sobre la mayoría había telas. Las paredes estaban revestidas de vitrinas. Pendergast se acercó a ellas y las iluminó. Al recibir la luz, el cristal se llenaba de brillos y de tornasoles. Las sombras proyectadas por el contenido de las vitrinas se erguían como si tuvieran vida propia.

 De repente la linterna quedó inmóvil, y Nora vio que la cara pálida de Pendergast perdía el poco color que solía tener. Al principio el agente se limitó a mirar. No sólo no se movía, sino que parecía que no respirase. Después se acercó con gran lentitud a la vitrina, haciendo temblar un poco la luz de la linterna. Nora fue tras él, curiosa por averiguar el origen de su fascinación.

 Era una vitrina distinta a las demás. No contenía ningún esqueleto, trofeo de caza disecado ni talla de madera, sino un cuerpo humano, de sexo masculino, con las piernas y los brazos sujetos por barras y grilletes de hierro rudimentarios, como para ser expuesto en un museo. Iba vestido de negro riguroso, con levita del siglo XIX y pantalones a rayas.

—¿Quién...? —logró decir Nora.

 Sin embargo, Pendergast estaba como paralizado, sin oír nada y con la cara rígida. Toda su atención se concentraba en el cadáver, sometido a la acción inclemente de la linterna, que se detuvo largo rato en un detalle: una mano pálida con la piel arrugada y reseca, y con un agujero en la carne podrida por el que despuntaba un nudillo.

 Nora contempló el hueso desnudo, cuyo color marfileño con vetas rojas contrastaba con la textura apergaminada de la piel, y experimentó un vuelco en la boca del estómago al darse cuenta de que la mano carecía de uñas. De hecho, las puntas de los dedos eran simples muñones sangrientos, atravesados por los huesos.

A continuación, lenta e inexorablemente, la luz de la linterna empezó a ascender por la parte delantera del cadáver, pasando por los botones de la levita y por la pechera almidonada hasta detenerse en el rostro.

 Estaba momificado, reducido, arrugado, pero al mismo tiempo sorprendía su buen estado de conservación, con un modelado tan fino de las facciones que parecían esculpidas en piedra. Los labios, que se habían secado y apergaminado, formaban una mueca de alegría que dejaba por completo a la vista dos hermosas hileras de dientes blancos. Sólo faltaban los ojos: órbitas vacías como pozos sin fondo imposibles de iluminar.

 Se oyó un ruido casi imperceptible, como si dentro del cráneo se arrastrase algo.

 Después del recorrido por la casa, Nora ya estaba obcecada por el miedo, pero aquel impacto superaba todo lo anterior, y le dejó la mente en blanco. Era el impacto del reconocimiento. Automáticamente, y sin decir nada, se giró hacia Pendergast. El agente tenía todo el cuerpo rígido, y los ojos muy abiertos. Evidentemente, era lo último que se esperaba.

 Nora, horrorizada, miró el cadáver por segunda vez. Ni siquiera la muerte dejaba espacio para la duda. Tenía una piel igual de marmórea, unas facciones igual de refinadas, unos labios igual de finos, una nariz igual de aguileña, una frente igual de alta y lisa, una barbilla igual de delicada, un pelo igual de fino y de claro... que Pendergast.

Custer observó al culpable —ya había empezado a llamarle así— con profunda satisfacción. Estaba en su despacho del museo, con las manos esposadas a la espalda, la corbata negra torcida, la camisa blanca arrugada, el cabello despeinado y unos círculos oscuros de sudor en las axilas. ¡Menudo espectáculo, el de la caída de los poderosos! Había resistido mucho rato, con su eterna fachada de arrogancia e irritabilidad, pero ahora tenía los ojos enrojecidos, y le temblaban los labios. No se había creído que pudiera pasarle aquello. Han sido las esposas, se dijo Custer. Ya lo había visto muchas veces, y con gente bastante más dura que Brisbane. Para mucha gente, el contacto frío de las esposas en las muñecas, y el darse cuenta de que se estaba detenido, sin poder hacer nada, era la gota que colmaba el vaso.

 En el fondo, la labor policial había terminado, al menos en su sentido estricto. Ahora sólo quedaba recopilar todos los detalles que pudieran servir de prueba, y redondear la faena por la parte baja del escalafón. Ya no era necesaria la intervención personal de Custer.

 Miró a Noyes de reojo y vio escrita la admiración en su cara de perro perdiguero. Entonces volvió a observar al culpable y dijo:

—¿Qué, Brisbane? ¿A que todo cuadra?

Brisbane le miró con cara de incomprensión.

—Los asesinos siempre se creen más listos que nadie. Sobre todo que la policía. Aunque, visto fríamente, Brisbane, no se puede decir que usted haya sido muy listo. Lo de tener el disfraz en el despacho, por ejemplo... Y ya no hablo de la cantidad de testigos, ni de que haya intentado esconder pruebas y engañarme sobre la frecuencia con que bajaba al archivo. ¡Y mira que matar a sus víctimas tan cerca de donde trabaja, y de donde vive! No sigo, porque la lista es muy larga.

 Se abrió la puerta, y entró un policía que le entregó un fax a Custer.

—Otro pequeño detalle. ¡Hay que ver lo inoportunos que pueden ser los detalles! —Volvió a leer el fax—. Ah. Ya sabemos por qué tiene tantos conocimientos de medicina, Brisbane: porque hizo los primeros cursos en Yale. —Le pasó el fax a Noyes—. Luego, el tercer año, se pasó a geología, y al final a derecho.

 Enfrentado a la insondable estupidez de los criminales, Custer volvió hacer un gesto de incredulidad con la cabeza. Brisbane recuperó el uso de la palabra y dijo:

—¡Yo no he asesinado a nadie! ¿Qué ganaba matándoles?

Custer se encogió de hombros con aire resignado.

—Eso ya se lo he preguntado; pero, en el fondo, ¿para qué matan los asesinos en serie? ¿Para qué mataba Jack el Destripador? ¿ Y Jeffrey Dahmer? Le dejo la respuesta a los psiquiatras. O a Dios.

Dicho esto, se giró hacia Noyes.

—Organice una rueda de prensa para medianoche, en la jefatura de policía. No, mejor: que sea en la escalinata del museo. Avise al jefe de policía y a la prensa. Pero sobre todo que no se le olvide avisar al alcalde por el teléfono privado de Gracie Mansion. Por algo así, seguro que se alegra de que le saquen de la cama. Dígale que hemos cogido al Cirujano.

—¡A la orden! —dijo Noyes, dando media vuelta.

—Dios mío... La publicidad... —Brisbane hablaba en un tono muy agudo y forzado—. Capitán, haré que le degraden.

 El miedo y la rabia ahogaron cualquier otro comentario. Custer, sin embargo, no escuchaba, porque acababa de tener otra idea genial.

—¡Un momento! —le dijo a Noyes—. Que sepa el alcalde que la estrella va a ser él. Le dejaremos dar la noticia personalmente.

 Cuando se cerró la puerta, Custer pensó en el alcalde. Sólo faltaba una semana para las elecciones, y le convenía un espaldarazo así. Dejarle dar la noticia era una maniobra muy, pero que muy inteligente. Corría el rumor de que después de la reelección quedaría vacante el cargo de jefe de policía. Al fin y al cabo, de ilusión también se vive.

 Nora volvió a mirar a Pendergast, y una vez más le puso nerviosa verle impresionado hasta tales extremos. Parecía que tuviera los ojos pegados al semblante del cadáver, con su piel apergaminada, sus facciones finas y aristocráticas y su pelo, tan rubio que parecía blanco.

—La cara... Es idéntica a...

Hacía esfuerzos denodados por entender algo, por pensar de manera coherente. Pendergast no contestó.

—Es idéntico a usted —logró concluir ella.

La respuesta adoptó la forma de un susurro.

—Sí, se parece mucho.

—Pero ¿quién...?

—Enoch Leng.

La manera de decirlo le dio escalofríos.

—¿Leng? ¿Cómo es posible? ¿No decía que estaba vivo?

 Pendergast hizo un esfuerzo manifiesto por arrancar la mirada de la vitrina y desplazarla hacia Nora, que en sus ojos leyó muchas cosas: terror, dolor, miedo... En la penumbra, la cara de Pendergast seguía igual de descolorida.

—Sí, y lo estaba hasta hace poco. Al parecer, alguien le ha matado. Le ha torturado y le ha metido en la vitrina. Ahora tenemos que enfrentarnos con esa otra persona.

—Sigo sin...

Pendergast levantó una mano.

—De momento no se lo puedo explicar —se limitó a decir, y, dando la espalda al cadáver con un movimiento lento y casi dolorido, siguió clavando la luz de la linterna en la oscuridad.

Nora respiró el aire viejo y polvoriento del salón. ¡Era todo tan raro, tan terrible e inesperado! Como sólo podían serlo las pesadillas. Procuró que el corazón no le latiera tan deprisa.

—Ahora está inconsciente y le arrastran —susurró Pendergast.

 Volvía a fijar la mirada en el suelo, pero seguía mostrando un cambio inquietante en el tono de voz y los gestos. Con la linterna como guía, siguieron las huellas por todo el salón y llegaron a una doble puerta cerrada. Pendergast la abrió, y apareció una estancia con alfombras y abundante mobiliario: una biblioteca de dos plantas de altura, llena de libros encuadernados en piel. El haz de la linterna prosiguió su inquisición por varias nubes de polvo en movimiento, y Nora vio que, aparte de libros, en la estantería también había especímenes con su correspondiente etiqueta. Otros estaban repartidos por la sala, exentos y con las lonas deshilachadas. Alrededor de la biblioteca se observaban varios modelos de sillones de orejas y sofás, con el cuero reseco y agrietado y el relleno asomando.

 La luz de la linterna recorrió las paredes. Cerca, en una mesa, había una bandeja de plata con una licorera de cristal que había contenido oporto o jerez, como atestiguaba la costra marrón del fondo. Al lado de la bandeja había una copita vacía, y un puro sin empezar cubierto por una capa de moho. Una de las paredes estaba dotada de chimenea, con leña preparada en su hogar de mármol gris. La piel de cebra de delante estaba muy roída por los ratones. Cerca había un aparador con más licoreras, todas con la correspondiente sustancia marrón o negra en el fondo. Una mesa de centro tenía como adorno una calavera de homínido —que Nora reconoció como de australopiteco—, con una vela encima y un libro abierto al lado.

Pendergast iluminó el libro con la linterna, y Nora vio que era un antiguo manual de medicina en latín. La página por la que estaba abierto mostraba grabados de un cadáver en diferentes fases de disección. Se trataba del único objeto de la biblioteca con aspecto de haber sido manipulado hacía poco tiempo. Lo demás tenía una capa de polvo.

 Pendergast volvió a fijarse en el suelo, y Nora observó con claridad que en la alfombra, aparte de la acción destructora del tiempo y las polillas, había marcas. Siguiéndolas, se llegaba a una pared cubierta enteramente de libros. Pendergast se acercó y recorrió los lomos con los dedos, mientras se fijaba atentamente en los títulos. De vez en cuando detenía su examen, sacaba un volumen, le echaba un vistazo y lo volvía a guardar. De repente, al extraer uno de los más gruesos, Nora oyó un chasquido metálico, y vio sobresalir dos hileras contiguas de estantes. Pendergast tiró de ellas con cuidado, y apareció una reja de latón con una puerta de arce macizo detrás. Nora tardó un poco en ver qué era.

—Un ascensor antiguo —susurró.

Pendergast asintió con la cabeza.

—Sí, el que usaba el servicio para bajar al sótano. Recuerdo que había uno igual en...

 De repente se quedó callado. Cuando se apagaron los ecos de su voz, Nora oyó un ruido que le pareció que procedía del ascensor cerrado. Parecían jadeos, gemidos. Bruscamente, se vio asaltada por una idea aterradora, al mismo tiempo que veía tensarse el cuerpo de Pendergast. Entonces se le escapó un grito involuntario.

—No será...

Pronunciar el nombre de Smithback era superior a sus fuerzas.

—Hay que darse prisa.

 Gracias a la linterna, Pendergast pudo examinar a fondo la reja metálica. Primero puso una mano en el pomo para probar si giraba, pero no. Entonces se arrodilló ante la reja y la examinó con la cabeza cerca del mecanismo de cierre. Nora vio que sacaba de la chaqueta una herramienta de metal plana y flexible, y que la introducía en el mecanismo. Se oyó un clic. Pendergast movió la lámina en ambos sentidos y forzó la cerradura hasta que se oyó otro clic. Entonces se levantó y, con cautela infinita, empujó la reja, que se plegó con facilidad, casi sin ruido. Volvió a acercarse, se puso de cuclillas delante del pomo de la puerta de madera de arce y lo observó fijamente.

Por segunda vez, se oyó un sonido como de alguien haciendo el esfuerzo de respirar, y Nora quedó paralizada de miedo.

 De repente resonó por el estudio una especie de resuello, y Pendergast retrocedió bruscamente, porque la puerta se estaba abriendo sola.

 Nora estaba hipnotizada por el pánico. Al fondo de la caja había aparecido una figura humana, que al principio no se movía, pero que después, con un ruido de tela podrida desgarrándose, se dirigió tambaleándose hacia ellos. Durante unos momentos de angustia, Nora temió que se le cayera encima a Pendergast, pero entonces la figura humana se detuvo con una sacudida. Llevaba una cuerda al cuello, y se cernía sobre Pendergast y Nora con una inclinación grotesca y los brazos colgando.

—Es O'Shaughnessy —dijo Pendergast.

—¡O'Shaughnessy!

—Sí. Y aún está vivo.

 Pendergast avanzó un paso, asió el cuerpo e hizo el esfuerzo de desatar la cuerda del cuello y ponerle de pie. Nora acudió en su ayuda, y entre los dos depositaron al sargento en el suelo. Entonces Nora vio que tenía un boquete en la espalda. O'Shaughnessy tosió una sola vez, con un bamboleo de la cabeza.

 De pronto, tras una imprevista sacudida y un chirrido de engranajes y de maquinaria, se les hundió el suelo bajo los pies.

 Custer, que iba a la cabeza del improvisado desfile, cruzó una serie de salas largas y de techo alto hasta llegar a la Gran Rotonda y salir a la escalinata del museo, que quedaba al otro lado. Durante la media hora concedida a Noyes para avisar a la prensa, él había aprovechado para elaborar en detalle el orden ceremonial. El primero, cómo no, era él, seguido por dos polis de uniforme con el culpable en medio, y a continuación una falange de unos veinte tenientes y oficiales. Estos, a su vez, precedían a un puñado de trabajadores del museo, grupo en cuyo seno reinaban el desorden y la contrariedad. Eran el jefe de relaciones públicas, el de seguridad (Manetti) y una pandilla de ayudantes. Se les veía desorientados, histéricos. Si hubieran sido un poco más listos, si hubieran prestado su colaboración en vez de poner trabas a una buena labor policial, quizá no hubiera sido necesario tanto circo. En fin. Ya puestos, Custer pensaba darles una buena lección. Pensaba celebrar la rueda de prensa justo delante del museo, en aquella escalinata tan espectacular y usando como fondo la propia fachada, ancha y siniestra. Qué mejor imagen para el noticiario de la mañana. Pasto perfecto para las cámaras. Al cruzar la rotonda al frente de la comitiva, con un eco de pisadas mezclado con un murmullo de voces, el capitán irguió la cabeza y metió la barriga. Quería estar seguro de que el momento quedara grabado favorablemente para la posteridad.

 Cuando se abrieron, majestuosos, los portones de bronce del museo, apareció Museum Drive convertido en un hormiguero de periodistas. A pesar de los preparativos, Custer no dejó de sorprenderse de que hubieran venido tantos, como moscas a la mierda. El bombardeo de flashes fue inmediato, y le siguió la luz cruda y continuada de los focos de las cámaras de televisión. Custer se vio acribillado por un sinfín de preguntas roncas, un fragor en el que las voces concretas se perdían. La escalinata estaba acordonada, pero, al ver salir a Custer con el culpable detrás, la marea humana se acercó impetuosa. Fue un momento de gran agitación, de gritos y empujones frenéticos, que sólo terminó cuando los policías recuperaron el control y obligaron a los periodistas a no franquear el cordón.

 Ya hacía veinte minutos que el culpable no abría la boca. Estaba tan estupefacto, tan fuera de juego, que al abrirse las puertas de la rotonda ni siquiera se había molestado en taparse la cara. En cambio, al recibir la descarga de luz, y ver el mar de caras, de cámaras, de grabadoras en alto, se apartó de la multitud, encogido ante el estallido de flashes, y hubo que llevarle medio a rastras y empujones, medio en volandas, hasta el coche patrulla que esperaba. Al llegar al coche, los dos policías entregaron al culpable a Custer, siguiendo instrucciones de este último. De meterle en el asiento trasero se encargaba él personalmente, a sabiendas de que a la mañana siguiente no habría un sólo periódico en toda Nueva York cuya primera plana no recogiera el momento.

 Sin embargo, recibir al culpable era como recibir un saco de mierda de ochenta kilos, y en sus esfuerzos por embutir a Brisbane en la parte trasera del coche estuvo a punto de caérsele. Por fin, justo en el momento en que lo lograba, se produjo una andanada de flashes. El coche patrulla encendió los faros y la sirena y arrancó.

 Custer lo vio pasar entre la muchedumbre. Luego se giró hacia la prensa y pidió silencio levantando las dos manos, como Moisés. No tenía ninguna intención de robarle la primicia al alcalde (puesto que todos sabrían quién era el responsable de la detención, gracias a la foto en la que aparecía metiendo al culpable esposado en el vehículo), pero algo tenía que decir para que no se le alborotara el público.

—El alcalde ya está en camino —entonó con buena dicción y tono de autoridad—. Llegará en pocos minutos, y con algo importante que anunciar. De momento no hay más comentarios.

—¿Cómo le ha cogido? —exclamó alguien.

 De repente todo eran preguntas, gritos desaforados, manos levantadas y micrófonos a su encuentro, pero Custer les dio la espalda, como maestro consumado que era en esos menesteres. Faltaba menos de una semana para las elecciones. Que diera la noticia el alcalde. Que se llevara el mérito. La recompensa de Custer era cuestión de tiempo.

 Lo primero en volver fue el dolor. A Nora le costó tiempo y sufrimiento salir del marasmo de la inconsciencia. Gemía, tragaba saliva e intentaba moverse, pero notaba una herida en las costillas. Parpadeó dos veces seguidas, y se dio cuenta de que estaba completamente a oscuras. Notaba sangre en la cara, pero al intentar tocársela no le obedeció el brazo. Al segundo intento, comprendió que los tenía encadenados, así como las piernas.

Estaba desorientada, como incapaz de despertar de un sueño. ¿Qué pasaba? ¿Dónde estaba?

De repente, una voz grave brotó de la oscuridad.

—¿Doctora Kelly?

El sonido de su nombre alivió el ofuscamiento y la sensación de estar soñando.

—Soy Pendergast —murmuró la voz—. ¿Está bien?

—No lo sé. Puede que tenga contusiones en algunas costillas. ¿Y usted?

—Más o menos.

—¿Qué ha pasado?

Pendergast dejó transcurrir un silencio antes de hablar.

—Lo siento muchísimo. Debería haberme esperado la trampa. ¡Qué brutalidad, usar de cebo al sargento O'Shaughnessy! Una brutalidad inconcebible.

—¿O'Shaughnessy está...?

—Cuando le encontramos estaba moribundo. Es imposible que haya sobrevivido.

—Qué horror, Dios mío —sollozó Nora—. Qué atrocidad.

—Era buena persona, y muy leal. No tengo palabras.

Se produjo un largo silencio. El miedo de Nora era tan grande que hasta parecía que anulara la pena y el horror por el destino de O'Shaughnessy. Había empezado a entender que a ellos les estaba reservado el mismo, y que el de Smithback quizá ya se hubiera cumplido.

 La voz de Pendergast rompió el silencio.

—En este caso no he sabido mantener la distancia intelectual debida —dijo—. Me ha afectado demasiado desde el principio. Todos mis movimientos partían del error de...

 Dejó la frase a medias. Muy poco después, Nora oyó un ruido, y vio aparecer un rectángulo de luz en la parte superior de la pared de delante. Iluminaba lo justo para discernir el contorno de la celda: un sótano pequeño, de piedra húmeda.

El rectángulo enmarcaba unos labios húmedos.

—Por favor, no se altere —dijo una voz arrulladora, con un acento que sorprendía por su parecido con el de Pendergast—, que pronto habrá acabado todo. No tiene sentido resistirse. Perdónenme que no ejerza de anfitrión, pero es que tengo trabajo urgente. Les aseguro que cuando haya terminado gozarán de mi atención en exclusiva.

 El rectángulo se cerró chirriando y, durante uno o dos minutos de oscuridad, Nora estuvo tan asustada que casi no podía respirar. Hizo un esfuerzo por recuperar el control de su mente.

—¿Agente Pendergast? —susurró.

 No hubo respuesta. En ese momento, desgarró las tinieblas un chillido lejano y en sordina, el chillido informe de alguien ahogándose, y a Nora no le cupo la menor duda de que era la voz de Smithback.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Lo ha oído, agente Pendergast?

Esta vez Pendergast tampoco contestó.

—¡Pendergast!

La oscuridad seguía sin depararle nada que no fuera silencio.

Pendergast cerró los ojos a la oscuridad y, poco a poco, entre la bruma, el tablero de ajedrez fue tomando forma. Las piezas de marfil y ébano, pulidas por su manipulación durante muchísimos años, aguardaban inmóviles el inicio de la partida. El frío de la piedra húmeda, la presión de los grilletes, el dolor de costillas, la voz asustada de Nora, los gritos espaciados de terror... Todo se fue difuminando hasta que sólo quedó el manto de la oscuridad y el tablero inmóvil en un círculo de luz amarillenta. Sin embargo, Pendergast prolongaba la espera, respirando hondo y con el pulso cada vez más lento. Al final movió un brazo, tocó una fría pieza de ajedrez e hizo avanzar dos casillas el peón del rey. Las piezas negras contraatacaron. Al principio la partida era lenta, pero fue ganando rapidez hasta que las piezas volaban por el tablero. Tablas. Otra partida, y otra, con igual resultado. De repente cayó la oscuridad, una oscuridad cerrada.

 Pendergast, que ya estaba preparado, volvió a abrir los ojos. Se hallaba en el espacioso distribuidor del primer piso de la Maison de la Rochenoire, la vieja y enorme mansión de su infancia en la calle Dauphine de Nueva Orleans. Originalmente había sido un monasterio construido por una ignota orden carmelita, pero en el siglo xviii un tío abuelo muy lejano de Pendergast la había comprado y convertido en un estrafalario laberinto de salas abovedadas y pasillos con poca luz.

 A pesar de que la Maison de la Rochenoire hubiera sucumbido a un incendio provocado por el populacho poco después de que Pendergast ingresara en un internado inglés, el agente seguía volviendo con frecuencia. El edificio, en su cabeza, se había convertido en algo más que una casa: en palacio de la memoria, depósito de saber y tradición, y escenario de sus meditaciones más intensas y difíciles. Dentro estaban todas sus experiencias y observaciones personales, todos los secretos de la familia Pendergast (y no eran pocos). El seno gótico de la mansión era el único refugio donde podía meditar sin miedo a ser interrumpido.

 Y desde luego que había mucho que meditar. Acababa de vivir una de las pocas experiencias de fracaso de su trayectoria existencial. La solución al problema, si la había, tenía que estar entre aquellos muros, los de la casa y los de su cerebro. Su búsqueda equivaldría a recorrer físicamente su palacio de la memoria.

 Deambuló pensativo por un pasillo ancho y alfombrado, cuyas paredes, de color rosado, presentaban nichos a intervalos regulares. Cada uno de ellos contenía un libro exquisitamente grabado y con encuadernación de piel. Algunos ya existían en la vieja mansión, mientras que otros eran puras construcciones mentales —crónicas de hechos, datos, fórmulas químicas y demostraciones matemáticas o metafísicas de gran complejidad—, almacenadas en la casa por Pendergast como objetos físicos del recuerdo, a la espera de ser utilizados en algún momento del porvenir.

 Había llegado a una puerta de roble macizo: la de su habitación. En circunstancias normales la habría abierto con llave y se habría quedado dentro rodeado por objetos familiares de su infancia, por la iconografía tranquilizadora de cuando era niño, pero en aquella ocasión siguió caminando, tras un simple roce en el pomo de latón. Tenía trabajo en otro lugar, abajo, entre objetos más antiguos e infinitamente más ajenos.

 Le había hablado a Nora de su incapacidad de mantener la distancia intelectual que requería el caso. Nada más cierto. Por eso los dos, ella y él —sin olvidar, y con qué dolor de su alma, a Patrick O'Shaughnessy—, se veían en un trance tan peliagudo. Lo que no le había comentado a Nora era su profunda impresión al ver la cara del hombre muerto. Ahora ya sabía que se trataba de Enoch Leng, o, con mayor exactitud, de su tío tatarabuelo, Antoine Leng Pendergast.

 En efecto: el tío tatarabuelo Antoine había visto realizado su sueño juvenil de alargarse la vida.

 Los últimos representantes de la antigua familia Pendergast —al menos los que estaban en su sano juicio— daban por supuesto que Antoine llevaba muerto muchos años, y que debía de haber fallecido en Nueva York, la ciudad donde, a mediados del siglo XIX, se perdía su rastro. Con él había desaparecido una parte significativa de la fortuna familiar, para dolor de sus descendientes colaterales.

 Años atrás, sin embargo, al investigar el caso de la matanza del metro, Pendergast —gracias a Wren, su contacto en la biblioteca— había realizado el hallazgo casual de un conjunto de viejos artículos de periódico donde se describía una serie anómala de desapariciones. La fecha de tales desapariciones no era muy posterior a cuando se calculaba que había llegado Antoine a Nueva York. También había aparecido un cadáver flotando en el East River, con señales de una intervención quirúrgica diabólica. La víctima era una vagabunda, y no había llegado a descubrirse al culpable, pero existía una serie de detalles que eran en lo que se basaba Pendergast para ver en ello la mano de Antoine, e intuir que su antepasado trataba de cumplir su sueño juvenil de inmortalidad. La consulta de la prensa posterior había conducido a la revelación de media docena de crímenes similares, que se prolongaban hasta 1935. Pendergast había llegado con ello al fondo de la cuestión, a la gran pregunta: ¿Leng había tenido éxito? ¿O bien había muerto en 1935?

 Lo más verosímil, y con mucho, era su fallecimiento, pero Pendergast no se había dejado convencer. Antoine Leng Pendergast, como personaje, era una combinación de genio trascendental y locura trascendental. Por eso Pendergast no había bajado la guardia. En calidad de último representante de su linaje, había considerado responsabilidad suya permanecer alerta por si surgían (caso improbable) pruebas de que su antepasado seguía vivo. Al enterarse del descubrimiento de la calle Catherine, había sospechado enseguida lo ocurrido y la identidad del responsable. Y al descubrirse el asesinato de Doreen Hollander, tuvo la certeza de que había sucedido lo peor que cabía imaginar: Antoine Pendergast había tenido éxito en sus investigaciones.

Sin embargo, ahora estaba muerto.

 No cabía duda de que el cadáver momificado de la vitrina era el de Antoine Pendergast, el mismo que en su viaje al norte había adoptado el nombre de Enoch Leng. Pendergast había entrado en la mansión previendo un cara a cara con su antepasado, pero se había encontrado con que su tío tatarabuelo había sido torturado y asesinado. Alguien había ocupado su lugar. ¿Quién? ¿Cómo?

¿Quién había asesinado al portador del nombre de Enoch Leng? ¿Quién les tenía prisioneros, a él y Nora? El cadáver de su antepasado llevaba muerto poco tiempo; a juzgar por su estado, la muerte había ocurrido en los últimos dos meses. Este último dato situaba el asesinato de Enoch Leng antes del descubrimiento del osario de la calle Catherine.

Una secuencia cronológica muy interesante.

 También había otro problema; era una sensación, discreta pero persistente, de que faltaba por establecer un vínculo, y Pendergast había empezado a tenerla desde que había entrado en la casa de Leng.

 Siguió pasillo abajo su viaje por la memoria. La puerta siguiente —que había sido la de su hermano— estaba cerrada a cal y canto, y definitivamente, por el propio Pendergast. Pasó de largo, caminando deprisa. El pasillo terminaba en una escalinata por la que se bajaba a un vestíbulo de grandes dimensiones, con suelo de mármol y una lámpara de araña muy pesada, conectada al techo —abovedado y con frescos de trampantojo— por una cadena de oro. Pendergast bajó enfrascado en sus pensamientos. A un lado había varias puertas altas que daban a una biblioteca de dos plantas; al otro, un salón largo que se perdía en la oscuridad. Pendergast empezó por este último. Había sido el refectorio del monasterio, y él, mentalmente, lo había amueblado con diversas reliquias de la familia: cómodas de madera maciza de rosal, paisajes descomunales de Bierstadt y Colé... También había otras reliquias más originales: barajas de tarot, bolas de cristal, un aparato de espiritismo, cadenas y grilletes, atrezo de ilusionismo... A todo ello se añadían, en los rincones, objetos cubiertos con telas y demasiado poco iluminados para que pudieran apreciarse sus contornos.

 Al contemplar la sala, volvió a experimentar mentalmente la onda expansiva de un desasosiego, de un vínculo por establecer. Lo tenía muy cerca, rodeándole a la espera de ser reconocido; y al mismo tiempo se le escapaba de las manos, atormentándole.

 Aquel salón ya no podía contarle nada más. Salió, cruzó por segunda vez el vestíbulo y entró en la biblioteca. Tras unos instantes de contemplación, disfrutando del reconfortante espectáculo de tantos libros (reales e imaginarios) elevándose fila a fila hacia las molduras de un techo lejanísimo, se acercó a la pared más próxima. Fue suficiente un repaso de los lomos para encontrar el libro que quería. Justo en el momento de sacarlo, la estantería se apartó de la pared con un clic casi inaudible.

... Y de pronto volvía a estar en la casa de Leng, la de Riverside Drive. Estaba de pie en el majestuoso vestíbulo, rodeado por las fabulosas colecciones de Leng.

 Al principio la sorpresa le hizo vacilar. Sus travesías por la memoria nunca le habían deparado un cambio de emplazamiento tan brusco. Sin embargo, mientras entretenía la espera en contemplar los esqueletos tapados y las estanterías repletas de tesoros, comprendió la razón. Inicialmente, al recorrer con Nora las habitaciones de la mansión de Leng —el espléndido salón; la sala de exposición, larga y de techo bajo; la biblioteca de dos plantas—, Pendergast había experimentado una inesperada e incómoda sensación de familiaridad. Ahora ya sabía por qué: porque Leng, en su casa de Riverside Drive, y a su manera oscura y retorcida, había recreado la vieja mansión de los Pendergast, la de la calle Dauphine.

Por fin había establecido el vínculo crucial. ¿O no?

 «¿El tío abuelo Antoine? —había dicho su tía Cornelia—. Se fue al norte, a Nueva York, y se hizo yanqui.» En efecto. Sin embargo, y como todos los miembros de la familia Pendergast, no había conseguido huir de su legado. Al recrear su residencia, la Maison de la Rochenoire, en Nueva York, había erigido una mansión idealizada donde acumular sus colecciones y poner en práctica sus experimentos sin que le molestara ningún familiar. Pendergast se dio cuenta de que su caso era parecido: él también había recreado la Maison de la Rochenoire, sólo que mentalmente, en forma de palacio de la memoria.

 Misterio esclarecido. Sin embargo, la inquietud persistía. Se le escapaba algo más: la comprensión de algo que merodeaba por los límites de su entendimiento. Leng había dispuesto de toda una vida —o de más de una— para completar un gabinete de curiosidades propio. Pendergast lo tenía alrededor, y probablemente se tratara de la mejor colección de historia natural jamás vista. A pesar de ello, al mirarla se dio cuenta de que estaba incompleta. Faltaba una sección, y no una cualquiera, sino la principal: lo que, en su juventud, más intensamente había fascinado a Antoine Leng Pendergast. Sintió aumentar su asombro. Antoine —como Leng— había tenido un siglo y medio para completar su gabinete de curiosidades, imbatible en su género. ¿A qué se debía aquella ausencia?

 Pendergast estaba seguro de la existencia de dicha sección. Y sólo podía estar en la casa. Faltaba localizarla.

De repente, el viaje por el recuerdo se vio contaminado por un sonido del mundo exterior: un grito extraño, sofocado. Pendergast se apresuró a retraerse y ahondar lo más posible en la oscuridad y la bruma protectoras de su construcción mental con la intención de recuperar la pureza de concentración necesaria.

 Pasó el tiempo. De repente, en su cerebro, volvió a hallarse en la vieja mansión de la calle Dauphine, de pie en la biblioteca. Esperó un poco para volver a aclimatarse al entorno y para que maduraran las nuevas sospechas y preguntas, que anotó mentalmente sobre pergamino y encuadernó con tapas doradas. El volumen resultante lo guardó en una estantería, al lado de varias obras similares: libros de preguntas. Acto seguido concentró su atención en la estantería que se había abierto. Detrás había un ascensor. Entró con la misma lentitud y actitud pensativa que hasta entonces, y bajó.

 El sótano del antiguo monasterio de la calle Dauphine era húmedo, con una capa gruesa de eflorescencia en las paredes. Los sótanos de la casa constaban de grandes pasillos de piedra invadidos por la cal, el verdín y el hollín de las velas de sebo. Pendergast recorrió una parte del laberinto hasta encontrarse con que aquel tramo terminaba en una salita abovedada y desnuda, cuyo único adorno era un relieve sobre un arco tapiado. Representaba un escudo con un ojo sin párpado y, debajo, dos lunas, una de ellas creciente y la otra llena. Debajo había un león acostado. Era el escudo de armas de la familia Pendergast, el que había esculpido Leng —sólo que distorsionado— en la fachada de su mansión de Riverside Drive.

 Se acercó a la pared donde estaba el relieve, lo observó desde abajo y, finalmente, aplicó las dos manos en la piedra fría, empujando con fuerza. El efecto inmediato fue que la pared cedió y apareció una escalera de caracol muy empinada que bajaba al subsótano.

 Se quedó en el primer escalón, notando la corriente constante de aire frío que subía como una exhalación fantasmal de las profundidades. Entonces se acordó de cuando, hacía muchos años, le habían instruido por primera vez en los secretos de la familia: la puerta secreta de la biblioteca, las cámaras de piedra de debajo y la salita del escudo de armas. El último secreto, el mayor, había sido aquel.

 En la casa de la calle Dauphine, la de verdad, la escalera era oscura y sólo se podía bajar con linterna. No así en su equivalente mental, lleno de un vago resplandor verdoso. Empezó a bajar. Al llegar al pie de la espiral, vio un túnel corto que desembocaba en una sala con suelo de tierra, paredes de ladrillo muy bien ensambladas y bóveda de arista. En los muros había varias antorchas encendidas, y braseros de cobre donde el humo del incienso no encubría del todo un fuerte olor a tierra vieja, piedra mojada y muertos.

 En el centro de la sala había un camino de ladrillos con tumbas y criptas de piedra a los dos lados, tanto de mármol como de granito. Algunos —pocos— estaban decorados con minaretes y arabescos de fantasía. Los demás eran cuadrados, negros, monolíticos. Al meterse entre ellos, Pendergast se fijó en las puertas de bronce de las fachadas, con nombres conocidos en placas de latón sin lustre. Nunca había sabido para qué usaban los monjes aquella cripta subterránea. El caso era que hacía doscientos años se había convertido en panteón familiar de los Pendergast, lugar de primera —o, con mayor frecuencia, segunda— sepultura para una docena de generaciones sin distinción entre las dos ramas de la familia, la de aristócratas franceses venidos a menos, y la otra, más misteriosa, de moradores de los pantanos del profundo sur. Caminaba con las manos a la espalda, contemplando los nombres en relieve. Vio la tumba de Henri Pendergast de Mousqueton, un charlatán del siglo XVII que alternaba las profesiones de sacamuelas, prestidigitador, actor y falso médico. También reconoció el mausoleo con minaretes de cuarzo de Eduard Pendergast, célebre médico del siglo xviii, con consulta en la londinense calle Harley. No po día faltar Comstock Pendergast, famoso mesmerista, mago y mentor de Harry Houdini.

 Caminando entre artistas y asesinos, actores de vodevil y violinistas prodigio, llegó a un mausoleo que superaba en lujo a todos los demás. Era una gran mole de mármol blanco con la forma exacta de la propia mansión de los Pendergast. Allí estaba enterrado Hezekiah Pendergast, su tatarabuelo.

 Se entretuvo en mirar las archiconocidas torrecillas, los pináculos, el tejado a dos aguas y las ventanas con maineles. El nacimiento de Hezekiah Pendergast se había producido en unas fechas en que el patrimonio familiar se encontraba en las últimas. Hezekiah había salido a correr mundo con los bolsillos vacíos, pero sobrado de ambiciones. Pronto, de vendedor de ungüento de serpiente en una compañía ambulante, había pasado a hacerse un nombre como gran entendido en las artes de Hipócrates, y dueño de una fórmula que lo curaba casi todo. Su número estaba intercalado entre el del contorsionista Al-Ghazi y el del instructor canino Harry N. Parr, y consistía en pregonar un medicamento que se vendía muy deprisa, aunque el frasco costara cinco dólares. Poco después Hezekiah había fundado su propio espectáculo ambulante y, gracias a sus dotes para el marketing, el «Elixir y reforzante glandular de Hezekiah» había ascendido meteóricamente al primer puesto entre los fármacos nacionales de su género. Tan rico se había hecho Hezekiah Pendergast que su fortuna había llegado a superar los sueños de codicia más desorbitados.

 Pendergast se fijó en la base oscura de la tumba. A un año vista de su creación, el elixir había suscitado rumores muy negativos: casos de locura, de partos de bebés deformes, de muertes repentinas... A pesar de todo, las ventas seguían en alza. Los médicos hacían una campaña adversa, calificando al elixir de altamente adictivo y dañino para el cerebro. Inútil. Las ventas seguían subiendo. Entonces Hezekiah Pendergast había lanzado una fórmula muy eficaz para bebés, «con la garantía de que su pequeño se apaciguará». Al final, gracias a la colaboración de un reportero de la revista Collier's y un farmacéutico del gobierno, se había revelado que el elixir era una mezcla letal, por adictiva, de cloroformo, hidrocloruro de cocaína, acetanilida y hierbas. Lógicamente, se había dado la orden de frenar su producción, pero no antes de que la adicción se hubiera cobrado otra víctima mortal: la propia mujer de Hezekiah, Constance Leng Pendergast.

La madre de Antoine.

Pendergast se apartó de la tumba, pero giró enseguida la cabeza. Al lado del mausoleo había otro más pequeño y más sencillo, de granito gris, en cuya placa figuraba un sucinto «Constance». Se acordó de lo que había dicho su tía abuela: «Luego empezó a pasar mucho tiempo en... Abajo, vaya. ¿Me entiendes?». Había oído contar que, después de quedarse huérfano de madre, Antoine le había tomado especial afición al panteón, y que durante varios años sus jornadas habían transcurrido allí abajo, a la sombra del sepulcro de la señora Pendergast, poniendo en práctica los trucos de magia que le habían enseñado su padre y su abuelo, y una serie de experimentos con animales pequeños; pero, sobre todo, ejerciendo la química, y elaborando panaceas y venenos. ¿Qué otra cosa había dicho la tía Cornelia? «Dicen que desde siempre estaba más cómodo con los muertos que con los vivos.»

Pendergast había oído rumores que ni siquiera la tía Cornelia estaba dispuesta a airear: rumores todavía más graves que el feo asunto de Marie LeClaire, y que estaban relacionados con el hallazgo de auténticas atrocidades en lo más profundo y oscuro de las sepulturas. La gente insinuaba ciertas cosas sobre el auténtico motivo de que a Antoine le hubieran expulsado para siempre de la casa de la calle Dauphine. Sin embargo, la prolongación de la vida nunca había sido el único interés de Antoine. Detrás de eso siempre había habido algo más, un proyecto cuyo absoluto secreto se había esforzado constantemente por garantizar el propio Antoine...

 Pendergast contemplaba fijamente la placa de la tumba, mientras en su interior nacía una revelación. Aquel sótano, aquellas bóvedas, habían sido el taller de Antoine en su niñez; el lugar donde jugaba, estudiaba y acumulaba sus horribles trofeos infantiles. Era ahí, ahí mismo, donde había realizado sus experimentos químicos; y también era ahí, en aquel frío y oscuro lugar bajo tierra, donde había almacenado su extensa colección de compuestos, hierbas, productos químicos y venenos. Se trataba de un lugar donde la temperatura y la humedad se mantenían constantes durante todo el año. Las condiciones perfectas.

 Se alejó, recorrió en sentido inverso el camino de ladrillos, cruzó deprisa el túnel e inició el largo ascenso hacia la conciencia. Por fin sabía en qué punto de la casa de Riverside Drive encontrar el resto de la colección de Antoine Pendergast; la de Enoch Leng.

Primero Nora oyó un roce de cadenas; luego, una ligera exhalación, como un susurro en la oscuridad. Se humedeció los labios resecos y obligó a su boca a articular algunos sonidos.

—¿Pendergast?

—Aquí—dijo un hilo de voz.

—¡Creía que se había muerto! —Un sollozo involuntario la hizo encogerse—. ¿Se encuentra bien?

—Perdone que haya tenido que dejarla sola. ¿Cuánto tiempo ha pasado?

—Pero bueno, ¿está sordo o qué? ¡El loco ese le está haciendo alguna barbaridad a Bill!

—Doctora Kelly...

 Nora dio un tirón con todo el cuerpo a las cadenas. Se sentía desquiciada de miedo y de pena, con un frenesí que parecía dominarla físicamente, apoderándose de todo su cuerpo.

—¡Sáqueme de aquí!

—Doctora Kelly... —El tono de Pendergast era neutro—. Tranquilícese, que aún podemos hacer algo. Pero sólo si se tranquiliza.

Nora renunció a los forcejeos e hizo el esfuerzo de controlarse.

—Apóyese en la pared. Cierre los ojos. Respire hondo y con regularidad.

 La voz era lenta e hipnótica. Nora cerró los ojos y procuró frenar la avalancha de pánico, dar regularidad a su respiración.

Pendergast tardó bastante en volver a hablar.

—¿Qué tal? ¿Mejor?

—No sé.

—Siga respirando. Poco a poco. ¿Mejor?

—Sí, un poco. ¿Qué le había pasado? ¡Me ha dado un susto de muerte! Creía que...

—No tengo tiempo de explicárselo. Tendrá que fiarse de mí. Voy a desatarnos.

 Nora, incrédula, oyó ruido de movimiento de cadenas, pero enseguida volvió a reinar el silencio. Tiró de las suyas y prestó atención. ¿Qué hacía Pendergast? ¿Se había vuelto loco?

De repente notó que le cogían un codo, al mismo tiempo que le tapaban la boca con una mano.

—Ya estoy libre —le susurró al oído la voz de Pendergast—. Y usted, dentro de nada, también lo estará.

Nora, estupefacta y sin poder creérselo, empezó a temblar.

—Relaje los brazos y las piernas. Relájelos del todo.

 Parecía que Pendergast sólo le hubiera rozado las piernas y los brazos, pero de repente notó que se le caían las cadenas, como por arte de magia.

—¿Cómo lo ha...?

—Luego. ¿Qué zapatos lleva?

—¿Por qué?

—Conteste.

—A ver, déjeme que lo piense... Ah, sí, unos Bally. Negros y sin tacón.

—Pues tendrá que dejarme uno.

 Notó que las finas manos de Pendergast le quitaban un zapato. Después oyó un ruido muy suave, como un roce de metal, y notó que se lo volvían a calzar. A continuación, oyó unos golpecitos como de hacer chocar dos grilletes.

—¿Qué hace?

—No haga ruido.

 A pesar de sus esfuerzos, Nora notó que el miedo volvía a dominarla. Ya hacía varios minutos que no se oía absolutamente nada en el exterior. Reprimió otro sollozo.

—Bill...

La mano fría y seca de Pendergast cubrió una de las suyas.

—Lo hecho, sea lo que sea, hecho está. Ahora escúcheme con toda su atención, y conteste que sí apretándome la mano. Por lo demás, no hable.

Nora le apretó la mano.

—Necesito que tenga mucha fuerza. Aunque me duela decírselo, creo que a estas alturas Smithback ya está muerto. Pero quedan otras vidas por salvar: la suya y la mía. Además, hay que pararle los pies al culpable, sea quien sea, porque podría matar a mucha más gente. ¿Me entiende?

 Nora dio otro apretón. Oír expuestos sus peores temores en voz alta casi era un alivio; minúsculo, pero un alivio.

—He aprovechado una parte metálica de la suela de su zapato para fabricarme una herramienta pequeña. Dentro de muy poco saldremos de la celda, porque seguro que la cerradura es bastante primitiva, pero es necesario que obedezca mis indicaciones al pie de la letra.

Nora le apretó la mano.

—Antes tengo que contarle algo. Ya entiendo a qué se dedicaba Enoch Leng; no sé si del todo, pero... El objetivo no era alargarse la vida. Eso sólo era un medio. Trabajaba en un proyecto que, aunque parezca mentira, iba más allá de la simple prolongación de la vida. Y como se había dado cuenta de que para llegar al final harían falta muchas vidas, se dedicó a alargarse la suya. Pero sólo para conseguir el otro objetivo.

—¿ Cómo puede haber algo más importante que alargarse la vida? —consiguió decir Nora.

—No hable. Lo ignoro, pero me está dando mucho, mucho miedo.

 Pendergast se quedó callado, y Nora le oyó respirar calmadamente.

—El proyecto, en cualquier caso, está escondido en esta casa.

Esta vez el silencio fue más corto.

—Ponga mucha atención. Ahora abriré la puerta de la celda, y lo siguiente que haga será ir a la sala de operaciones de Leng y enfrentarme con la persona que le ha sustituido. Usted quédese aquí escondida diez minutos exactos, y luego vaya al mismo sitio, a la sala de operaciones. Ya le he dicho que a Smithback le doy por muerto, pero hay que cerciorarse. Cuando usted llegue, ya no estaremos allí ni el impostor ni yo. Sobre todo no nos siga. Oiga lo que oiga, no intente ayudar. Ni se le ocurra acercarse a nosotros. Mi duelo con la persona en cuestión será decisivo. Sólo sobrevivirá uno de los dos. El otro volverá, y esperemos que sea yo. ¿De momento lo ha entendido?

Otro apretón.

—Si resulta que Smithback aún está vivo, haga lo que pueda. Si no hay nada que hacer, salga enseguida del sótano, y de la casa. Encuentre una manera de subir al primer piso y escápese por alguna ventana. Preveo que las salidas de la planta baja las encontraría todas infranqueables.

Nora permaneció a la espera, y a la escucha.

—Dadas las posibilidades de que el plan me salga mal, porque es posible que así sea, hay que contar con que me encuentre muerto en el suelo de la sala de operaciones. En ese caso, el único consejo que se me ocurre es que corra lo más deprisa que pueda y defienda su vida con uñas y dientes. Si no hay más remedio, quítesela. La alternativa es demasiado horrible. ¿Será capaz?

Nora se tragó un sollozo y volvió a apretarle la mano.

Examinó la incisión que recorría la parte baja de la columna vertebral de la fuente de suministro, desde el L2 hasta el hueso sacro. Era una verdadera obra de arte, de las que le habían granjeado tan buena fama en la facultad de medicina. Eso antes de que empezasen los contratiempos.

 La prensa le había puesto el sobrenombre de Cirujano, y le gustaba. Al mirar hacia abajo, además, lo encontró muy pertinente. Había definido la anatomía a la perfección. Primero una incisión vertical larga desde el punto de referencia por la apófisis espinal, un corte seguido en la piel. Segundo paso, extender la incisión por el tejido subcutáneo, llegando hasta la fascia, dividiendo y ligando las venas mayores con Vicryl 3-0. Tras abrir la fascia, había usado un elevador periostal a fin de separar el músculo de las apófisis y láminas espinales. Había disfrutado tanto que había tardado más de lo previsto, con el resultado de que los efectos paralizantes de la succinilcolina habían empezado a debilitarse, y que desde ese momento había tenido que soportar mucha resistencia y mucho ruido, aunque sin renunciar a la meticulosidad absoluta, como de costurera, de su trabajo. Al retirar los tejidos blancos con una legra, fue apareciendo la columna vertebral, cuyo color gris claro contrastaba con el rojo intenso de la carne que la rodeaba.

 El Cirujano sacó otro retractor autoestático de la cubeta de instrumentos y dio un paso atrás para examinar la incisión. Quedó satisfecho: era de manual, con los extremos muy juntos y la parte central en dilatación progresiva. Se veía todo: los nervios, las venas... Toda la arquitectura interior, espléndida. Detrás de las láminas y el ligamento amarillo reconoció la dura transparente de la médula espinal, en cuyo interior latía azulado el fluido espinal, al ritmo de la respiración de la fuente de suministro. Viendo bañada la cola de caballo por el fluido, se le aceleró el pulso. Era, indiscutiblemente, su mejor incisión hasta la fecha.

 Pensó que la cirugía era más arte que ciencia, porque requería paciencia, creatividad, intuición y buen pulso. El raciocinio casi no intervenía. Las dosis de intelecto empleadas eran bajas. Se trataba de una actividad que simultaneaba lo físico y lo creativo, como la pintura y la escultura. Él, en caso de haber elegido ese camino, habría sido un buen artista plástico. Claro que tendría tiempo para todo. Tiempo, sí...

 Volvió a acordarse de la facultad de medicina. Una vez definida la anatomía, lo siguiente a definir, en circunstancias normales, habría sido la patología. Y lo último, corregirla. Claro que ese, justamente, era el estadio en que su obra empezaba a divergir de una operación normal y a parecerse más a una autopsia.

 Se aseguró de tenerlo todo a punto para la extirpación: escoplos, perforador con broca de diamante, cera para huesos... Después miró los monitores que le rodeaban. Aunque se diera la mala suerte de que la fuente de suministro se hubiera desmayado, las constantes vitales se mantenían vigorosas. Ya no se podían hacer más experimentos de mejora, pero en principio no había ningún obstáculo que se opusiera al éxito de la extracción y la preparación.

 De momento todo se había ceñido a sus previsiones. Al final resultaba que Pendergast, el gran detective a quien tanto temía, no era tan fiero como lo pintaban. Su captura, gracias a una de las muchas trampas que ofrecía aquella casa tan rara, había sido de una sencillez casi ridícula. En cuanto a los demás, no pasaban de ser un simple incordio. Casi era risible la facilidad con que los había ido eliminando a todos, como de un manotazo. ¿Casi? No, de hecho eran tan patéticos que daban auténtica risa. ¿Y qué decir de la monumental estupidez de la policía? ¿De la gilipollez de los funcionarios del museo? ¡Cuántos buenos momentos! ¡Cuánta diversión! La situación no carecía de justicia, aunque el único en poder apreciarla fuera él.

 En fin, ya tenía la meta al alcance de la mano. Estaba seguro de que sólo era cuestión de procesar a los tres que quedaban. ¡Qué irónico que los que le ayudaran a conseguirlo fueran justamente ellos!

Se agachó, sonriendo suavemente, para insertar otro retractor, y fue en ese momento cuando vio moverse algo en el límite de su campo de visión. Se giró. Era el agente del FBI, Pendergast, tranquilamente apoyado en una pared del arco de entrada de la sala de operaciones.

 Se irguió, dominando la sorpresa que crecía enojosamente en su interior. Sin embargo, Pendergast tenía las manos vacías. Claro, cómo no iba a estar desarmado. Mediante un movimiento rápido y de máxima eficacia, el Cirujano se apoderó de la pistola del propio Pendergast —una Colt 1911 que estaba sobre la mesa de instrumentos—, quitó el seguro con el pulgar y apuntó al agente. Este seguía apoyado en la pared. Al producirse el cruce de miradas, los ojos claros de gato registraron brevísimamente algo parecido a la sorpresa. Luego Pendergast habló.

—Conque el que torturó y mató a Enoch Leng fue usted. Tenía curiosidad por identificar al impostor. No me gustan las sorpresas, pero reconozco que acabo de llevarme una.

El Cirujano apuntó el arma con cuidado.

—Ya tiene mi pistola en la mano —dijo Pendergast, enseñando las suyas—. Estoy desarmado.

 Permanecía apoyado en el arco, como si nada. El Cirujano presionó el gatillo con el índice, y en ese momento, por segunda vez, experimentó algo desagradable: un conflicto interior. Pendergast era muy peligroso. Sin duda, lo mejor era apretar el gatillo y acabar con él de una vez por todas. Sin embargo, pegarle un tiro significaba estropear un espécimen. Por otro lado, tenía que enterarse de cómo había conseguido salir. Y, en tercer lugar, había que tener en cuenta a la chica...

—Aunque empiezo a ver la lógica de todo esto —siguió diciendo Pendergast—. Sí, ahora lo entiendo. El rascacielos de la calle Catherine lo construye usted. Lo de descubrir los cadáveres no fue casualidad. Qué va. Los estaba buscando. ¿A que sí? Ya sabía que era donde los había enterrado Leng hacía ciento treinta años. ¿Cómo se enteró? Ah, sí, ya veo que todo coincide: su interés por el museo, sus visitas al archivo... El que había consultado los fondos de Shottum antes de la doctora Kelly era usted. No me extraña que estuvieran tan desordenados. Ya había sacado lo que le parecía útil. En cambio, no sabía lo de Tinbury McFadden y la pata de elefante. La primera vez que se enteró de lo de Leng y su proyecto, lo de su laboratorio y sus diarios, fue leyendo los papeles personales de Shottum. Claro que luego, al seguirle la pista y encontrarle vivo, no resultó tan hablador como usted quería. No le dio la fórmula. ¿A que ni torturándole? A partir de entonces, a usted no le quedaba más remedio que recurrir a lo que había dejado Leng: sus víctimas, su laboratorio y no sé si su diario, que estarían enterrados debajo del gabinete de Shottum. Y la única manera de conseguirlo era comprar el solar, derribar las casas antiguas y excavar los cimientos de otro edificio. —Pendergast asintió para sí—. La doctora Kelly comentó que en el libro de registro del archivo faltaban páginas, que habían sido cortadas con una hoja de afeitar. Eran las páginas donde salía usted, ¿verdad? Y el único que podía identificarle como asiduo del archivo era Puck. O sea, que tenía que matarle. A él y a los que para entonces ya le estaban siguiendo la pista, que éramos la doctora Kelly, O'Shaughnessy y yo. Porque cuanto menos nos faltara para encontrar a Leng, más cerca estaríamos de usted. —El agente hizo una mueca de dolor—. ¿Cómo es posible que yo no lo entendiera? Menudo botarate. Lo lógico habría sido darse cuenta nada más ver el cadáver de Leng. Y entender que le habían torturado y matado no antes, sino después de que aparecieran los cadáveres de la calle Catherine.

 Fairhaven no sonrió. La cadena deductiva era de una precisión pasmosa. Mátale, decía una voz en su cabeza.

—¿Cómo llaman a la muerte los sabios árabes? —siguió diciendo Pendergast—. «La destructora de todos los placeres terrenales.» ¡Y con qué razón! Al final, de la vejez, la enfermedad y la muerte no se salva nadie. Algunos se consuelan con la religión, otros negándolo y otros con la filosofía o con el simple estoicismo; pero a usted, que siempre había podido comprarlo todo, la muerte debía de parecerle una injusticia tremenda.

 Sin querer, al Cirujano se le apareció la imagen de su hermano mayor, Arthur; vio su joven rostro aquejado de queratosis senil, sus brazos y piernas retorcidos, su piel agrietada por un envejecimiento prematuro atroz. El hecho de que fuera una enfermedad tan poco frecuente, y de que se desconocieran sus causas, no le había procurado ningún consuelo. Pendergast no lo sabía todo. Ni llegaría a saberlo.