Hasta ahí los hechos, tal como los veía O'Shaughnessy. ¿Qué conclusión podía sacarse de ellos?
Que Pendergast sabía de antemano algo importante. Y que también lo sabía el asesino por imitación. Algo lo bastante importante para que el asesino se arriesgara a ir a por él en plena calle Setenta y dos —que no era precisamente un desierto, ni siquiera a las nueve de la noche—, y hubiera estado a punto de conseguir su objetivo de matarle, que era lo más asombroso.
O'Shaughnessy dijo una palabrota. El gran misterio era el propio Pendergast. Pensó que ojalá se le sincerara y le diera más datos. Le estaba manteniendo en la inopia. ¿Por qué? Buena pregunta, sí señor.
Soltó otra palabrota. Pendergast le pedía mucho, pero no le daba nada a cambio. ¿Qué sentido tenía malgastar una tarde preciosa de otoño en merodear por el Dakota en busca de pistas inexistentes, y todo para un tío que no quería que le ayudaran?
Tranquilo, tío, se dijo O'Shaughnessy. Nunca había conocido a nadie tan lógico y metódico como Pendergast. Sus razones tendría. Cada cosa a su tiempo. Él, de momento, perdía el suyo. A cenar se había dicho, y a leer el último número de Opera News.
Dio media vuelta para volver a su casa, y fue entonces cuando vio aparecer por la esquina una silueta alta y oscura. Siguió el impulso de esconderse en el portal que tenía más a mano, y esperó. El desconocido estaba en la esquina, justo donde minutos antes había estado O'Shaughnessy, y miraba alrededor. De repente, con paso lento y furtivo, echó a caminar en dirección al sargento. Este se puso tenso y entró un poco más en el portal. La silueta avanzó hasta la esquina del edificio, y se quedó justo donde habían atacado a Pendergast. Entonces encendió una linterna. Parecía examinar la acera en derredor. Llevaba un abrigo largo, de color oscuro, en el que era fácil llevar un arma oculta. Poli no era, eso seguro. Por otro lado, la agresión no había salido en los periódicos.
O'Shaughnessy tomó una decisión rápida. Cogió la pistola reglamentaría con la mano derecha, y con la izquierda sacó la insignia. Luego salió de la oscuridad.
— Policía —dijo, serenamente pero con firmeza—. No se mueva. Ponga las manos donde pueda verlas.
La silueta, con un grito agudo, saltó y levantó unos brazos larguiruchos.
—¡Un momento, no dispare! ¡Soy periodista!
Al reconocerle, O'Shaughnessy se relajó.
— Ah, es usted —dijo decepcionado, enfundando la pistola.
—Lo mismo digo. —Smithback bajó los brazos temblequeantes—. El poli de la inauguración.
—El sargento O'Shaughnessy.
—Eso. ¿Qué hace aquí?
— Supongo que lo mismo que usted —dijo O'Shaughnessy.
De repente se acordó de que tenía delante a un periodista, y pensó que no le convenía que se enterara Custer. Smithback se secó la frente con un pañuelo manchado.
—Me ha pegado un buen susto.
— Perdone. Es que me ha parecido sospechoso.
Smithback movió la cabeza.
— Me lo imagino. —Miró alrededor—. ¿Ha encontrado algo?
— No.
Se produjo un momento de silencio.
— ¿Quién cree usted que fue? ¿Un atracador cualquiera?
A pesar de que la pregunta de Smithback coincidiera con la que acababa de hacerse él, O'Shaughnessy se limitó a encogerse de hombros. Era preferible callar.
—Alguna teoría tendrá la policía, ¿no?
Volvió a encogerse de hombros. Smithback se acercó y bajó la voz.
— Oiga, que si es confidencial ya me hago cargo. Puedo citarle como «fuente anónima».
O'Shaughnessy no pensaba caer en la trampa. Smithback suspiró y miró hacia arriba, hacia los edificios, como si ya estuviera todo dicho.
— Bueno, pues por aquí no hay mucho más que ver. Ya que es tan silencioso, me voy a tomar algo, a ver si me recupero del susto. —Se guardó el pañuelo en el bolsillo—. Buenas noches.
Después de unos pasos, se detuvo como si de repente se le hubiera ocurrido algo.
—¿Viene?
— No, gracias.
—Anímese, hombre —dijo el periodista—, que no le veo pinta de estar de servicio.
—He dicho que no.
Smithback se acercó un paso más.
—Oiga, ahora que lo pienso, podríamos ayudarnos. Necesito estar a la última sobre la investigación del Cirujano.
—¿El Cirujano?
— Sí, ¿no lo sabe? Es como llaman al asesino en serie en el Post. Qué cutre, ¿eh? Pues lo dicho, que necesito información, y seguro que usted también. ¿O no?
O'Shaughnessy se quedó callado. Era verdad que la necesitaba, pero faltaba saber si Smithback sabía algo o simplemente se marcaba un farol.
—Le voy a ser sincero, sargento. Me han robado la exclusiva sobre la turista asesinada en Central Park, y ahora, o consigo novedades o el director me echará una buena bronca. No hace falta que sea muy concreto: alguna pequeña pista, alguna insinuación de amigo... Me conformo con eso.
—¿De qué información dispone? —preguntó O'Shaughnessy, receloso y acordándose de las palabras de Pendergast—. Por ejemplo: ¿sabe algo de Fairhaven?
Smithback puso los ojos en blanco.
—¿Lo pregunta en serio? De ese sé mucho. Dudo de que le sirva de mucho, pero si quiere se lo cuento. Vamos a tomar una copa y lo comentamos.
O'Shaughnessy miró a ambos lados de la calle, y no pudo resistirse a la tentación. Existía la posibilidad de que Smithback fuera un timador, pero parecía honrado. En otros tiempos incluso había colaborado con Pendergast, aunque no se le apreciaran demasiadas ganas de recordarlo. Por otra parte, Pendergast le había pedido recabar información acerca de Fairhaven.
—¿Dónde?
El periodista sonrió.
—¿Lo pregunta en serio? Los mejores bares de Nueva York están a una manzana de aquí, en Columbus. Conozco uno buenísimo que es donde van todos los del museo. El Huesos, se llama. Venga, que yo pago la primera ronda.
Hubo un momento en que la niebla se hizo más densa. Pendergast mantuvo la concentración, hasta que saltaron chispazos anaranjados y amarillos. Notó calor en la cara. La bruma empezaba a disiparse.
Estaba en la calle, delante del Gabinete de Producciones y Curiosidades Naturales J. C. Shottum. Era de noche. El gabinete se había incendiado. Por las ventanas de la planta baja y el primer piso salían llamas muy grandes rodeadas por un remolino de humo negro y pestilente. Varios bomberos y un grupo de policías corrían como locos alrededor del edificio, aislándolo con cuerdas y empujando a los mirones para que se apartaran del fuego. En el lado interior de la cuerda, varios pelotones de bomberos lanzaban chorros de agua a las llamas sin conseguir apagarlas, mientras otros corrían a mojar las farolas de gas de la acera.
El calor era una fuerza física, un muro. Pendergast, que estaba de pie en la esquina, miró con interés el coche de bomberos: consistía en una caldera grande y negra con ruedas de carro, que escupía vapor, y en cuyos laterales empañados se leía en letras de oro amoskeag manufacturing company. A continuación se giró hacia los mirones. ¿Estaría Leng entre ellos, admirando su obra? No, seguro que se había marchado mucho antes. No era ningún pirómano. Estaría a salvo en su casa de los barrios altos, cuya situación exacta se desconocía.
Gran pregunta, la de la situación de la casa, pero había otra que podía ser aún más urgente: ¿adonde había trasladado Leng su laboratorio?
Se oyó un ruido tremendo, de algo rompiéndose. Las vigas del techo se hundieron entre una lluvia de chispas, y la multitud, impresionada, elevó un coro de murmullos. Tras un último vistazo al edificio, que estaba condenado a durar muy poco, Pendergast se metió entre el público.
Llegó corriendo una niña pequeña, como mucho de seis años, con ropa muy gastada y un demacramiento que asustaba. Tenía en la mano una escoba de paja hecha polvo, con la que barrió a conciencia la esquina de la calle, limpiándola de estiércol y basura pestilente con la patética esperanza de recibir algo de calderilla.
— Gracias —dijo Pendergast, arrojándole varios centavos grandes de cobre.
La niña los miró con los ojos como platos, sin dar crédito a su suerte, e hizo una torpe reverencia.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó amablemente Pendergast.
A juzgar por la mirada de sorpresa de la niña, los adultos no solían dirigirse a ella con tanta afabilidad.
—Constance Greene, señor —contestó.
—¿Greene? —Pendergast frunció el entrecejo—. ¿De la calle Water?
—No, señor; ya no.
Parecía asustada por algo. Volvió a hacer una reverencia y, dando media vuelta, se mezcló con la multitud de una bocacalle. Pendergast contempló el sucio panorama de hirviente humanidad, hasta que, con expresión turbada, rehízo su camino. En la entrada del restaurante Brown's, un pregonero recitaba el menú en forma de letanía vociferante, atropellada y sin fin. Pendergast caminaba pensativo, oyendo la campana del ayuntamiento, que daba la voz de alarma del incendio. Al cruzar Bowery y meterse por Park Row pasó al lado de una farmacia cerrada a cal y canto, en cuyo escaparate se alineaban botellas de tamaños y colores diversos, milagrosos elixires para cualquier menester.
De repente, cuando llevaba recorridas dos manzanas de Park Row, se detuvo. Su atención ya era completa, y tenía abiertos los ojos al mínimo detalle. Aquella zona de la vieja Nueva York la había investigado de manera exhaustiva; tanto, que la bruma de su construcción mental se retiró a la lejanía. En aquel punto, las calles Baxter y Warth formaban ángulos cerrados con Park Row, formando un mosaico de cruces que recibía el nombre de Five Points. En el paisaje urbano de desolación y deterioro que se ofrecía a su vista, faltaban por completo el jolgorio y la despreocupación observadas en Bowery.
Treinta años antes, en la década de 1850, Five Points había sido el peor barrio, no sólo de toda Nueva York, sino de Estados Unidos; peor, incluso, que los Seven Dials de Londres. Triste, miserable y peligroso, lo seguía siendo; en él vivían cincuenta mil delincuentes, drogadictos, prostitutas, huérfanos, timadores y maleantes de todo pelaje. Las calles eran torcidas, llenas de agujeros y de surcos peligrosos que rebosaban basura. Los cerdos se paseaban a sus anchas, hozando y revolcándose en la podredumbre de las cunetas. Las casas presentaban un aspecto de envejecimiento prematuro, con las ventanas rotas, los tejados de cartón alquitranado medio suelto y las vigas combadas. El cruce sólo estaba iluminado por una farola de gas. Todo eran callejones perdiéndose en la oscuridad. En las plantas bajas, las puertas de las tabernas, abiertas de par en par, aliviaban el calor del verano y dejaban salir un olor pestilente a alcohol y humo de puro. Apenas había portal sin una mujer que, con los pechos al aire, entretuviera la espera cruzando insultos con las putas de los salones vecinos, o bien interpelando al transeúnte con tono provocativo. En la acera de enfrente, las pensiones de mala muerte, de cinco centavos por noche, plagadas de bichos y de enfermedades, alternaban con establos medio en ruinas donde se daba salida a lo robado.
Pendergast lo observó todo con gran detenimiento, fijándose en la topografía y la arquitectura por si le proporcionaban alguna pista o eslabón oculto al que no se pudiera acceder mediante el simple estudio de las fuentes históricas. Después de un rato dirigió sus pasos hacia el este y se encaminó a un edificio muy grande de cinco plantas que, maltrecho y escorado, ni a la luz de la farola perdía su oscuridad. Se trataba de la antigua Old Brewery, la que fuera la peor casa de pisos de Five Points, así llamada por albergar una fábrica de cerveza. Se sabía de niños que, por la mala suerte de haber nacido en ella, habían tardado años, y hasta meses, en respirar el aire exterior. Hacía cierto tiempo que, gracias a una iniciativa benéfica, se había convertido en el «hogar industrial de Five Points», proyecto pionero de renovación urbana al que, en 1880, el doctor Enoch Leng había ofrecido gratuitamente sus servicios médicos. La colaboración se había extendido hasta principios de los años noventa, en concreto hasta la fecha en que la pista del buen doctor se cortaba bruscamente.
Pendergast se acercó lentamente al edificio. En el último piso, un resto de letras pintadas —un viejo anuncio de la Old Brewery— dominaba en altura al rótulo del hogar industrial Five Points, más nuevo y más limpio. Se planteó entrar, pero renunció. Antes tenía pendiente otra visita.
Detrás y al este del hogar industrial, partía hacia el norte una angosta calleja sin salida. Su oscuridad filtraba un aire húmedo y fétido. Muchos años antes, en la época en que Five Points no pasaba de ser una especie de estanque pantanoso conocido como el Collect, Aaron Burr había instalado una bomba subterránea de gran tamaño para los manantiales naturales de la zona, y con ello había fundado la Compañía de Aguas de Nueva Amsterdam. Sin embargo, el estanque se había ido contaminando, hasta su conversión en tierra firme destinada a la construcción de casas.
Pendergast se detuvo, pensativo. En fechas posteriores el callejón había recibido el nombre de Cow Bay, y había sido la calle más peligrosa de Five Points, agolpamiento de casas altas de madera que alojaban a alcohólicos violentos, capaces de pegarle un navajazo a cualquiera sólo para robarle la ropa que llevaba encima. Consistían, como tantos edificios de Five Points, en un laberinto de estancias pestilentes dotadas de puertas secretas por las que, a través de una red de pasadizos subterráneos, se accedía a otras casas de otras calles, gracias a lo cual los delincuentes no tenían problemas a la hora de escaparse de las fuerzas del orden. A mediados del siglo XIX, la calle presumía de una media de un asesinato por noche. En el momento de la visita de Pendergast era la sede de una empresa de reparto de hielo, un matadero y una subestación abandonada de la red de aguas de la ciudad, clausurada en 1879, al dejarla obsoleta el embalse de la parte alta.
Pendergast recorrió otra manzana y se metió por la calle Little Water, a mano izquierda. Al fondo, haciendo esquina, se hallaba el otro orfanato que gozaba de las atenciones médicas de Enoch Leng. Se trataba de un edificio alto de estilo Beaux Arts, que en su extremo norte contaba con una torre. Sobre el tejado de esta, abuhardillado, había una plataforma pequeña y rectangular protegida por una baranda metálica. El contraste de aquel edificio con las casuchas de madera de su entorno movía a lástima.
Pendergast miró las ventanas, que tenían los dinteles en saliente. ¿A qué se debía que Leng hubiera decidido prestar sus servicios sucesivamente a aquellas dos instituciones benéficas, y en ambos casos en 1880, justo un año antes de quemarse el gabinete de Shottum? Si buscaba una fuente inagotable de víctimas pobres cuya ausencia no quitara el sueño a nadie, mejor elección era el museo que un hogar industrial. A fin de cuentas, a partir de cierto número de desapariciones era inevitable despertar sospechas. Además, ¿por qué aquellos dos asilos en concreto, cuando en la parte baja de Manhattan había tantos? ¿A qué se debía que Leng hubiera elegido actuar —y era de suponer que conseguir sus víctimas— justo en aquel emplazamiento?
Volvió a bajar al empedrado, pensativo, y miró a ambos lados de la calle. De todas las vías públicas por las que había paseado, la única que ya no existía en el siglo XX era Little Water. Habían construido encima de ella, y se había borrado su recuerdo. Desde luego que Pendergast la había visto representada en planos antiguos, pero no existía ninguno que recogiera su trazado en el Manhattan actual.
Llegó un carro de un caballo, seguido por dos cerdos mansos. Las riendas las llevaba un hombre sucio y vestido con harapos, que se anunciaba con una campanilla y cobraba propina por recoger la basura. Pendergast no le prestó atención, sino que volvió a deslizarse hacia la entrada de la callejuela y se detuvo a medio camino. Los planos modernos no lo recogían, a causa de la desaparición de la calle Little Water, pero constató que los dos asilos debían de haber sido contiguos a aquellas casas de pisos tan atroces. Las casas en sí ya no existían, pero debía de haberse conservado el laberinto de túneles que había prestado servicio a sus poco respetables residentes.
Miró a izquierda y derecha de la calle. Matadero, fábrica de hielo, subestación abandonada... De repente todo adquiría sentido.
Se alejó con mayor lentitud, en dirección a la calle Baxter y otros lugares más al norte. Naturalmente que podría haber dado término a su viaje en aquel punto (haber abierto los ojos a los libros, tubos y monitores del presente), pero prefirió mantener la disciplina de su ejercicio mental y volver al hospital Lenox Hill por el camino más largo. Tenía curiosidad por saber si habían controlado el incendio del gabinete de Shottum. Quizá fuera a la parte alta en carruaje. O no, mejor: pasaría por el circo de Madison Square Garden, por Delmonico's y los palacios de la Quinta Avenida. Había mucho que pensar, mucho más de lo que había previsto. Y no tenía nada de malo hacerlo en 1881.
Nora preguntó a las enfermeras por la nueva habitación de Pendergast, y su consulta chocó con un panorama de expresiones hostiles. Se nota, pensó, que Pendergast está siendo igual de popular en Lenox que en el Saint LukeVRoosevelt.
Le encontró en la cama, con las persianas muy cerradas para que no entrara el sol. Parecía muy cansado, con la cara grisácea. Su cabello, casi blanco, le caía muy lacio por la frente, y tenía los ojos cerrados. Se abrieron lentamente al entrar ella.
—Perdone —dijo Nora—. Vengo en mal momento.
—No, faltaría más, si se lo he pedido yo. Por favor, despeje aquella silla y siéntese.
Nora desplazó la montaña de libros y papeles desde la silla al suelo, curiosa por averiguar el porqué de la cita. Ya había dado el parte de su entrevista con la anciana, y aclarado que sería la última misión que aceptase. Pendergast tendría que entender que ya iba siendo hora de que se dedicara a su carrera. Por muy intrigante que fuera el tema, no estaba dispuesta a hacerse el haraquiri profesional.
Los párpados de Pendergast habían bajado casi hasta cerrarse, pero Nora constató que quedaba una rendija por la que se adivinaban los iris.
—¿Cómo se encuentra? —dijo.
Era una pregunta de cortesía, la única que pensaba hacer. Estaba decidida a marcharse en cuanto Pendergast hubiera dicho lo que tenía que decir.
—Leng conseguía sus víctimas en el propio gabinete —dijo Pendergast.
—¿Cómo lo sabe?
—Las capturaba al fondo de una de las salas, casi seguro que en un recodo sin salida donde se exponía una de las piezas más truculentas. Primero esperaba a que se quedara sólo un visitante, y luego le reducía y se lo llevaba por la puerta que había detrás de la vitrina, una que daba a la escalera del sótano. El montaje era perfecto. En aquel barrio las desapariciones no tenían nada de raro. Seguro que Leng elegía víctimas a quienes no se fuera a echar de menos: niños de la calle, chicos y chicas de orfanatos—Hablaba sin entonación, como si, más que explicarle a Nora sus averiguaciones, las estuviera repasando mentalmente.
— De mil ochocientos setenta y dos a mil ochocientos ochenta y uno usó el gabinete para eso. Nueve años. Que nosotros sepamos, treinta y seis víctimas, aunque es posible que hubiera más y que Leng las eliminara por alguna otra vía. Ya sabe que corrían rumores de que en el gabinete desaparecía gente. Debía de ser un buen reclamo publicitario.
Nora se estremeció.
—Luego, en mil ochocientos ochenta y uno, Leng mató a Shottum e incendió el gabinete. ¿Por qué lo hizo? Ya lo sabemos: porque Shottum descubrió sus actividades. Lo explica en su carta a McFadden. Lo que ocurre es que hasta ahora, en otro aspecto, la carta me ha estado despistando. Leng habría asesinado a Shottum aunque no le hubiera descubierto. —Pendergast se interrumpió a fin de respirar varias veces—. El enfrentamiento con Shottum sólo fue la excusa que necesitaba para quemar el gabinete. Porque ya había terminado la primera fase de su obra.
—¿Qué primera fase?
— Conseguir el objetivo inicial. Perfeccionar su fórmula.
—¡Ahora sólo falta que me diga que Leng consiguió alargarse la vida!
— Lo que está claro es que lo consideraba posible. Opinaba que ya no hacía falta seguir con la fase experimental, sino que se podía empezar con la de producción. Seguirían haciendo falta víctimas, pero muchas menos que antes. El gabinete, con el volumen de gente que pasaba por él, ya no era necesario. Es más: se había convertido en un obstáculo. Leng no tuvo más remedio que borrar su pista y empezar desde cero.
Pendergast se quedó callado unos segundos, y después siguió hablando.
—Un año antes de quemarse el gabinete, Leng ofreció sus servicios a dos asilos del barrio, conectados por un laberinto de túneles que en el siglo diecinueve cubría toda la zona de Five Points. En la época de Leng, entre las dos instituciones había un callejón de mala muerte que se llamaba Cow Bay. Aparte de casas sórdidas, que sería lo previsible, también había una estación de bombeo subterránea de la época del Collect. Cuando Leng se vinculó a los asilos, ya hacía como mínimo un mes que habían clausurado las instalaciones. Y no es mera coincidencia de fechas.
—¿Qué quiere decir?
—Que la estación de bombeo era donde Leng tenía su laboratorio de producción. Donde se refugió después de incendiar el gabinete de Shottum. Era segura, pero lo principal es que proporcionaba acceso fácil bajo tierra a los dos orfanatos. Era el sitio ideal para iniciar la producción de la sustancia con la que creía poder alargarse la vida. Aquí tengo los planos de la red de aguas.
Hizo un gesto débil con la mano. Nora echó una ojeada a los esquemas, que eran muy enrevesados, y tuvo curiosidad por conocer el motivo de la extrema fatiga del agente. El día antes le había visto mucho más recuperado. Esperó que no se debiera a ninguna recaída.
— Claro que hoy día ya no quedan ni los orfanatos ni las casas. De hecho, hasta han desaparecido algunas calles. Justo encima de donde estaba el laboratorio de producción de Leng, construyeron una casa de piedra de tres pisos: el noventa y nueve de la calle Doyers, que se edificó en los años veinte en los aledaños de la plaza Chatham. Estaba dividido en apartamentos de un dormitorio, más uno de dos en la planta baja. Si queda algo del laboratorio de Leng, tiene que estar debajo.
Nora pensó un poco. No cabía duda de que, como proyecto arqueológico, excavar el laboratorio de producción de Leng podía ser fascinante. Seguro que había pruebas, y ella, como arqueóloga, era capaz de encontrarlas. Volvió a preguntarse por el motivo de que a Pendergast le interesaran tanto aquellos crímenes del siglo XIX. No dejaría de ser una satisfacción saber que se había descubierto al asesino de Mary Greene... Cortó en seco sus disquisiciones. Tenía trabajo, y una trayectoria profesional que rescatar. Se imponía, una vez más, tener presente que todo aquello era historia.
Pendergast suspiró y cambió ligeramente de postura.
—Gracias, doctora Kelly. Ahora más vale que se marche, porque me urge dormir.
Nora, que había previsto otra petición de ayuda, le miró con cara de sorpresa.
—¿Se puede saber para qué me ha llamado?
—Me ha ayudado mucho en la investigación. En varias ocasiones me había pedido más información de la que podía darle, y he supuesto que le interesaría estar al corriente de mis averiguaciones. Es lo mínimo que se merece. Espero que lo que acabo de contarle la deje un poco más satisfecha, y que le permita seguir con su trabajo en el museo sin tener la sensación de haber dejado algo a medias. Le agradezco muy sinceramente su ayuda. Me ha sido utilísima.
Ante aquella manera tan brusca de echarla, Nora sintió una punzada de ofensa. Se recordó que era lo que ella quería. ¿O no? Tardó un poco en hablar.
— Gracias por decirlo, pero oiga, a mí me da la sensación de que este tema no es que se quede a medias, es que ni llega. Si es verdad lo que dice, lo lógico sería seguir por el noventa y nueve de la calle Doyers.
— En efecto. Actualmente, la vivienda de la planta baja no tiene inquilinos, y sería muy instructivo realizar excavaciones debajo de la sala de estar. Tengo planeado alquilar el apartamento y proceder a ello personalmente. De ahí que me urja acortar al máximo la convalecencia. Cuídese, doctora Kelly.
Esta vez, su cambio de postura corporal parecía inapelable.
— ¿Quién hará la excavación? —preguntó Nora.
— Ya encontraré a otro arqueólogo.
Nora le dirigió una mirada penetrante.
— ¿Dónde?
—Recurriendo a la delegación de Nueva Orleans, que tratándose de mis... mmm... proyectos siempre son muy flexibles.
— Ya —dijo Nora bruscamente—. Pero es que no es trabajo para un arqueólogo cualquiera. Hace falta alguien que esté muy capacitado para...
—¿Se me está ofreciendo?
Nora se quedó callada.
—No, claro —dijo él—. Por eso no se lo he pedido. Después de haberla oído expresar tantas veces su deseo de retomar una línea de trabajo más normal... Ya le he exigido demasiado. Además, esta investigación ha dado un giro peligroso, mucho más que en mis previsiones iniciales. Las cuales, como ve, he tenido que pagar. No querría exponerla a más riesgos de los que ya ha corrido.
Nora se levantó.
—Bueno, pues ya está todo dicho. Señor Pendergast, he disfrutado mucho con nuestra colaboración, aunque no sé si la palabra «disfrutar» es la adecuada. Interesante, en todo caso, lo ha sido.
No acababa de estar satisfecha con el desenlace, aunque se ajustara al objetivo de su visita.
—Sí, mucho —dijo Pendergast.
Nora empezó a caminar hacia la puerta, pero a medio camino se acordó de algo.
— Aunque es posible que vuelva a ponerme en contacto con usted. En el archivo tengo una nota de Reinhart Puck donde dice que ha encontrado más información, y me pide que pase esta tarde. Si veo que puede servir de algo, se la paso.
Los ojos claros de Pendergast seguían observándola con atención.
—Sí, por favor. Y otra vez gracias, doctora Kelly. Cuídese mucho.
Nora asintió, dio media vuelta y, al pasar al lado de las enfermeras, correspondió a las malas caras con una sonrisa.
La puerta del archivo crujió escandalosamente al ser empujada por Nora. Sus golpes habían quedado sin respuesta. El hecho de no encontrarla cerrada con llave constituía una clarísima infracción del reglamento. Qué raro.
Se le metió en la nariz el olor a libros y papeles viejos, y la peste a podrido que parecía invadir todo el museo. La mesa de Puck ocupaba el centro de un círculo de luz, recortado en una pared de oscuridad. En cuanto al propio Puck, no se le veía por ninguna parte.
Nora consultó su reloj. Las cuatro de la tarde. Llegaba puntual.
Soltó la puerta, que volvió a su posición con un suspiro. Después cerró con llave y se acercó a la mesa taconeando sobre el suelo de mármol. Por puro automatismo, firmó en el libro de registro, garabateando su nombre en la parte superior de una página en blanco. La mesa de Puck estaba más ordenada que de costumbre. En el tapete de fieltro verde sólo había una nota escrita a máquina. La leyó: «Estoy sobre el triceratops».
El triceratops, pensó Nora, mirando la oscuridad. Nada más típico de Puck que pasarse el día quitando el polvo a viejas reliquias. Pero ¿dónde coño estaba el triceratops? No se acordaba de haber visto ninguno. Además, al fondo no había luz para guiarse. El puñetero triceratops podía estar en mil lugares. Miró alrededor: no, tampoco había ningún plano del archivo. Típico.
Empezaba a estar un poco irritada. Se acercó a la hilera de interruptores de marfil y bajó unos cuantos al azar. En las profundidades del archivo se encendió una serie de luces dispersas, que proyectaban largas sombras por las filas de baldas de metal. Ya que estamos, pensó, más vale encenderlas todas; y, con el borde de la mano, bajó hileras enteras de interruptores. Sin embargo, ni con todas las luces encendidas dejaba de reinar en el archivo una extraña insuficiencia de luz, con predominio de grandes manchas de sombra y largos pasillos en penumbra.
Permaneció a la espera, como si en cualquier momento Puck fuera a llamarla, pero sólo se oía el lejano tictac de los tubos de vapor, y el susurro de los conductos de ventilación. Decidió llamarle.
—¿Señor Puck?
Su voz resonó un poco y se apagó. No contestaba nadie.
Volvió a llamar, pero más fuerte. El archivo era tan grande que dudó de que su voz llegara hasta el final.
Se planteó volver a otra hora, pero el mensaje de Puck se caracterizaba por su insistencia. Entonces, vagamente, recordó que en su última visita había visto esqueletos fósiles enteros. Quizá el triceratops estuviera entre ellos.
Suspiró y empezó a recorrer un pasillo cualquiera, oyendo el impacto de sus zapatos en el mármol. El principio del pasillo estaba muy iluminado, pero se volvía oscuro enseguida. Parecía mentira que hubiera tan poca luz. En las partes centrales de los pasillos, lejos de las luces, casi hacía falta una linterna para distinguir los objetos almacenados en las estanterías.
Al llegar al siguiente círculo de luz, vio que estaba en una confluencia de pasillos que formaban ángulos diversos. Hizo una pausa para decidir por cuál se adentraba. Esto es como el cuento de Hansel y Gretel, pensó, y se me han acabado las migas.
Entre los pasillos de la izquierda, el que le quedaba más cerca salía en una dirección que, según recordó, llevaba a un grupo de animales disecados, pero sus luces, además de ser pocas, estaban fundidas, y el fondo se veía negro. Se encogió de hombros y penetró en el siguiente.
¡Qué diferencia, caminar a solas por aquel laberinto! La última vez iba con Pendergast y Puck; entonces pensaba en Shottum, y no se había fijado demasiado en el entorno. Como seguía los pasos de Puck, ni siquiera se había molestado en prestar atención a los recodos tan raros que formaban los pasillos, ni en los ángulos peculiares en los que confluían. La excentricidad del trazado, de por sí insuperable, se veía agravada por las dimensiones del conjunto.
La sacó de sus cavilaciones ver que el pasillo torcía bruscamente a la izquierda. Al llegar al otro lado, se llevó la sorpresa de encontrar varios mamíferos africanos: jirafas, un hipopótamo, una pareja de leones, ñúes, kudúes y un búfalo de agua. El hecho de estar envueltos en plástico les prestaba un aspecto borroso, fantasmal.
Se detuvo. Ni rastro de triceratops. Y los pasillos volvían a partir en media docena de direcciones. Eligió uno al azar y lo siguió por varios recodos hasta desembocar sin previo aviso en otro cruce.
Empezaba a ser absurdo.
—¡Señor Puck! —exclamó.
Al apagarse los ecos de su voz, el único sonido que quedó fue el siseo de la ventilación.
No podía perder el tiempo de aquella manera. Volvería más tarde, previa llamada telefónica para asegurarse de que Puck la esperase en su mesa. No, mejor: le pediría que le llevara directamente a Pendergast lo que quería enseñarle. Ella ya no participaba en la investigación.
Dio media vuelta para salir del archivo por lo que le pareció el camino más corto, y a los pocos minutos encontró un rinoceronte y varias cebras. Bajo el omnipresente plástico, que desprendía un fuerte olor a paradiclorobenceno, parecían voluminosos centinelas.
Aquellos pasillos no le sonaban de nada. Tampoco parecía que estuviera más cerca de la salida. Experimentó un hormigueo de angustia, que suprimió mediante una risa forzada. Se trataba, simplemente, de volver hasta las jirafas y a partir de ese punto rehacer su camino.
Al girarse metió el pie en un charquito de agua, y justo al levantar la cabeza recibió una gota en la frente. Condensación de los tubos del techo. Se sacudió el agua y siguió caminando.
Sin embargo, no había manera de encontrar el camino de regreso a las jirafas.
Era de locos. ¿Cómo podía perderse en un museo del centro de Nueva York, ella, que se había orientado por desiertos sin caminos y frondosas selvas tropicales ?
Miró alrededor, dándose cuenta de que lo que había perdido era su sentido de la orientación. Con tantos ángulos y tantos cruces mal iluminados, ya no podía saber dónde quedaba la mesa. Tendría que...
De repente quedó inmóvil y prestó atención. Un ruidito, como de golpes. Costaba saber de dónde procedía, pero estaba cerca.
—Señor Puck, ¿es usted?
Nada.
Escuchó, y volvió a oír los golpecitos. Será otro escape de agua, pensó. Pero tenía más ganas que nunca de encontrar la puerta.
Eligió al azar un pasillo y lo recorrió a paso ligero, con golpes muy seguidos de tacón en el mármol. Los estantes de ambos lados del pasillo estaban cubiertos de huesos, amontonados como leña y con etiquetas individuales atadas en las puntas. El movimiento del aire a su paso hacía temblar y susurrar las etiquetas, que estaban amarillentas. Parecía una cripta. Con tanto silencio y tanta oscuridad, rodeada de especímenes macabros, costaba no pensar en la sucesión espeluznante de asesinatos que, hacía pocos años, había tenido como escenario el mismo subsótano, y que seguía siendo objeto de rumores y conjeturas entre la plantilla. Al fondo del pasillo había otro recodo.
Maldita sea, pensó Nora, recorriendo con la vista las largas hileras de anaqueles que se perdían en la oscuridad. Se le repitió el escalofrío de angustia, pero esta vez costaba más dominarlo. Entonces volvió a oír ruido a sus espaldas (o se lo pareció), y esta vez, más que golpecitos, era el roce de un pie en la piedra.
— ¿Quién es? —preguntó al dar media vuelta—. ¿Señor Puck?
Silencio; sólo el siseo del vapor, y el sonido de las gotas. Siguió caminando un poco más deprisa, diciéndose que no había que tener miedo y que sólo eran los ruidos de un edificio viejo y decrépito asentándose a cada momento. Hasta los pasillos parecían atentos. Sus tacones hacían un ruido intolerable.
Dobló una esquina y volvió a meter el pie en un charco. Lo retiró asqueada. ¿Tan difícil era renovar las cañerías?
Volvió a fijarse en el charco. El agua era negra y aceitosa. De hecho no era agua, sino el fruto de algún escape de combustible o conservante químico. Olía raro, a agrio. Sin embargo, no parecía proceder de ningún escape, puesto que alrededor sólo había estanterías llenas de pájaros disecados, con el pico y los ojos abiertos y las alas extendidas.
Qué asco, pensó, mientras levantaba el pie y, al mirar de lado sus zapatos Bally, descubría que el líquido aceitoso le había manchado la suela y parte de la costura. Aquel archivo era una vergüenza. Se sacó del bolsillo un pañuelo más grande de lo normal (pertrecho necesario para trabajar en un museo polvoriento) y lo usó para limpiarse el borde del zapato. De repente se quedó muy quieta. Sobre el fondo blanco del pañuelo, el líquido no se veía negro, sino rojo oscuro, y brillante.
Soltó el pañuelo y, con el corazón a cien, dio un paso involuntario hacia atrás. De repente, al contemplar el charco, le entró un miedo atroz. Era sangre, y había mucha. Miró por todas partes como loca. ¿De dónde salía? ¿Había goteado de algún espécimen? No, parecía desvinculado de todo su entorno: un charco grande de sangre en medio del pasillo. Miró hacia arriba, pero no había nada, sólo el techo a unos diez metros, mal iluminado y con una red de tuberías.
Entonces oyó algo parecido a otro paso, y entrevió movimiento a través de un anaquel con especímenes. Después de eso volvió a reinar el silencio.
Estaba claro que había oído algo. Muévete, muévete, le urgía su instinto. Se giró y caminó deprisa por el largo pasillo, hasta que volvió a oír algo. ¿Pisadas rápidas? ¿Un roce de tela? Volvió a detenerse y a prestar atención, pero sólo oía el débil goteo de las cañerías. Intentó mirar por los huecos de las estanterías, forzar la vista a través de aquella pared de tarros de especímenes y serpientes enrolladas en formol. Parecía que al otro lado hubiera algo grande, negro, con estrías y distorsionado por los montones de tarros de cristal. Nora se movió... y la cosa se movió al mismo tiempo. Estaba segura.
Retrocedió respirando más deprisa, y la forma negra imitó sus movimientos. Parecía que se desplazara paralelamente a ella en el pasillo contiguo. Quizá esperara a verla salir por uno u otro extremo.
Redujo el paso y procuró caminar sin alterarse hacia el final del pasillo. Vio que el bulto se movía a la misma velocidad que ella.
—¿Señor Puck? —dijo, temblándole la voz.
No hubo respuesta.
De repente Nora notó que corría. Se lanzó hacia el fondo del pasillo lo más deprisa que pudo. En el de al lado se oían pisadas rápidas. Delante había un espacio, el del pasillo al confluir con el siguiente. Era necesario cruzarlo y adelantarse a la persona del de al lado.
Cruzó la confluencia como una exhalación, y por unas décimas de segundo atisbo una silueta enorme y negra, en cuya mano enguantada brillaba un objeto de metal. Entonces corrió por el siguiente pasillo, cruzó otro espacio vacío y volvió a correr entre anaqueles. En la siguiente confluencia dio un giro brusco a la derecha y se lanzó hacia el enésimo pasillo. A continuación eligió otro al azar y corrió por él a oscuras.
A medio camino hacia el siguiente cruce, volvió a hacer una pausa, con el corazón a punto de explotar. Como no se oía nada, tuvo un momento de alivio: había conseguido despistar a su perseguidor.
Entonces, en el pasillo de al lado, oyó el sonido leve de una respiración.
El alivio desapareció con la misma rapidez con la que había llegado. No, no le había despistado. Indiferentemente a lo que hiciera, a la dirección en que corriera, alguien seguía pisándole los talones con un pasillo de diferencia.
—¿Quién es? —preguntó Nora.
Se oyó un roce, seguido por una risa casi silenciosa. Nora miró a izquierda y derecha y, luchando contra el pánico, hizo un gran esfuerzo por deducir el camino de salida. Las baldas estaban cubiertas por montones de pieles dobladas, apergaminadas y con un intenso olor a deterioro. No había nada que le fuera familiar.
Tres metros más allá vislumbró un hueco en las estanterías, correspondiente al lado opuesto al del desconocido. Corrió hacia él, lo atravesó y recorrió otro pasillo en dirección contraria, hasta detenerse, ponerse en cuclillas y esperar.
A varios pasillos de distancia, se oyó ruido de pasos acercándose y volviéndose a alejar. El desconocido le había perdido la pista.
Nora se giró y empezó a recorrer los pasillos con el mayor sigilo, con la intención de distanciarse al máximo de su perseguidor; pero, tomara la dirección que tomase, y por deprisa que corriera, al detenerse siempre oía pasos: pasos veloces, decididos, que daban la impresión de pisarle los talones.
Era imprescindible orientarse. A fuerza de correr sin rumbo, acabaría cayendo en manos de aquel hombre, o lo que fuera. Miró alrededor. El pasillo acababa en una pared. Había llegado al borde del archivo. Al menos ahora podría seguir la pared y llegar a la entrada.
Caminó agachada a la mayor velocidad, atenta al ruido de pisadas y con la vista fija en la penumbra de delante. De repente surgió algo de la oscuridad: era el cráneo de un triceratops montado en la pared, con los contornos borrosos por la falta de luz.
El alivio fue abrumador. Seguro que Puck andaba cerca, y que, siendo dos, el intruso no se atrevería a aproximarse.
Abrió la boca para llamar a Puck en voz baja, pero antes de hacerlo se fijó en el contorno borroso del dinosaurio. Había algo raro. La silueta no cuadraba. Se acercó con precaución. Y de repente volvió a quedarse inmóvil.
Los cuernos del triceratops atravesaban un cuerpo desnudo de cintura para arriba, con los brazos y las piernas colgando. En la espalda del cadáver sobresalían claramente tres pitones. Daba la impresión de que el triceratops hubiera corneado a su víctima, levantándola del suelo.
Nora retrocedió un paso, y registró mentalmente todos los detalles como si los tuviera muy lejos: la cabeza medio calva, con un mechón de pelo gris; la piel flácida; los brazos arrugados. En la zona inferior de la espalda, donde se habían clavado los cuernos, la carne estaba abierta en una larga herida. En la base de los cuernos se había acumulado sangre, que corría oscura por el torso hasta gotear en el mármol.
«Estoy sobre el triceratops.»
Oyó un grito, y se dio cuenta de que había salido de su propia garganta. Entonces dio media vuelta y huyó a ciegas, pasillo tras pasillo, corriendo todo lo deprisa que sus piernas le permitían, hasta que de repente se encontró con que no había salida. Dio media vuelta para volver sobre sus pasos... y descubrió que la entrada del pasillo estaba bloqueada por una silueta vestida a la antigua, con sombrero negro. Llevaba guantes, y le brillaba algo en las manos.
La única alternativa era subir. Nora se giró sin pensárselo, se aferró al borde de un estante y empezó a trepar. La silueta se abalanzó por el pasillo, haciendo volar la capa negra por detrás.
Nora tenía experiencia como escaladora. No había olvidado sus años de arqueóloga en Utah, cuando trepaba en roca viva hacia las cuevas y moradas rupestres de los anasazi. Sólo tardó un minuto en llegar al último anaquel, que, bajo el peso inesperado, protestó con un crujido. Nora se giró desesperadamente, cogió lo primero que tenía a mano (un halcón disecado) y volvió a mirar hacia abajo.
El hombre del sombrero negro trepaba hacia ella con la cara en sombras. Nora apuntó y efectuó su lanzamiento.
El halcón rebotó en un hombro sin hacer ningún daño.
Miró alrededor, buscando lo que fuera. Una caja de papeles, otro animal disecado, más cajas... Las fue arrojando una por una, pero eran demasiado ligeras y no servían de nada.
El hombre no dejaba de trepar.
Nora, llorando de miedo, se encaramó al estante e inició el descenso por el otro lado. De repente, por la estantería, surgió una mano que le cogió el vestido. Nora chilló y tiró hasta soltarse. Entonces le pasó muy cerca un destello de acero, y una cuchilla muy pequeña que falló por cuestión de centímetros. Nora se apartó, esquivando la segunda acometida del cuchillo, y de repente experimentó un dolor en el hombro derecho.
Gritó, perdió asidero, se cayó de pie y alivió la caída rodando de costado.
El hombre del sombrero negro había vuelto muy deprisa al suelo. Seguía al otro lado de la estantería, pero empezaba a penetrar por ella, usando los pies y las manos para apartar las cajas y los tarros de especímenes.
Nora volvió a correr de pasillo en pasillo, desesperada, ciega. De repente se cernió sobre ella un bulto muy grande. Era un mamut lanudo. Lo reconoció enseguida: allí había estado con Puck.
Bien, pero ¿por dónde se salía? Al mirar alrededor, comprendió que era inútil, que en cuestión de segundos tendría encima a su perseguidor. De repente supo que sólo había una alternativa.
Acercó una mano a los interruptores del fondo del pasillo y los apagó mediante un simple revés, devolviendo los pasillos a la oscuridad. Después, sin perder tiempo, palpó la panza del mamut y encontró lo que buscaba: una palanca de madera. Al accionarla, se abrió la trampilla.
Nora se metió por ella procurando no hacer ruido, y al cerrarla se encontró en un espacio caluroso y asfixiante. Esperó dentro del mamut. Apestaba a podredumbre, a polvo, a carne seca y setas. Oyó una serie rápida de ruidos secos. Entonces volvieron a encenderse las luces, y un haz muy fino penetró en el animal por un agujerito del pecho: era por donde miraba el artista de circo.
Nora miró por él intentando controlar la velocidad de su respiración y dominar el pánico que amenazaba con vencerla. El hombre del bombín estaba de espaldas, a menos de dos metros. Dio un giro lento de trescientos sesenta grados, y aguzó la vista y el oído. Tenía en las manos un extraño instrumento: dos mangos de marfil bruñido unidos por una sierra fina y flexible de acero, dotada de dientes muy pequeños. Por su aspecto, temible, parecía un instrumento quirúrgico de otros tiempos. Al flexionarlo, el hombre hizo doblarse y brillar la sierra de acero. Entonces se fijó en el mamut y dio un paso hacia él sin que se le viera la cara. Parecía que supiera dónde estaba escondida Nora, que se puso tensa y se aprestó a luchar hasta el final.
De repente ya no estaba. Había pasado de acercarse a desaparecer en un abrir y cerrar de ojos.
— ¿Señor Puck? —decía alguien—. ¡Estoy aquí, señor Puck! ¿Señor Puck?
Era Osear Gibbs.
Nora, que estaba demasiado aterrorizada para moverse, esperó. La voz fue acercándose, hasta que Gibbs apareció por la esquina del pasillo.
—Señor Puck, ¿dónde está?
Nora bajó una mano temblorosa, abrió la trampilla y salió de la barriga del mamut. Gibbs dio media vuelta, retrocedió asustado y se la quedó mirando con la boca abierta.
—¿Le ha visto? —dijo Nora, jadeante—. ¿Le ha visto?
—¿A quién? ¿Qué hacía dentro del mamut? ¡Oiga, está sangrando!
Nora se miró el hombro. En el punto donde se le había clavado el escalpelo había una mancha de sangre cada vez más grande. Gibbs se acercó.
— Mire, no sé qué hace aquí ni qué pasa, pero vamos a la enfermería, ¿vale?
Nora negó con la cabeza.
—No. Osear, tiene que llamar ahora mismo a la policía. Han... —Le falló la voz—. Han asesinado al señor Puck. Y el asesino está aquí dentro, en el museo.
A base de alusiones a gente importante, y de algunas presiones, Bill Smithback había conseguido el mejor asiento. ¿Dónde? En la sala de prensa de la jefatura de policía, una sala enorme cuya pintura tenía ese color institucional que se conoce en todo el mundo como «verde vómito». En aquel momento estaba a reventar de equipos de televisión y periodistas, atareados los unos, enloquecidos los otros. A Smithback le encantaba la atmósfera electrizante de las ruedas de prensa importantes, las que se convocan con prisas cuando ha pasado algo muy grave, y a las que asisten cantidades industriales de funcionarios y polis convencidos (craso error) de poder manipular a un cuarto poder tan revoltoso como el de Nueva York.
Mientras alrededor reinaba el caos más absoluto, él se quedó tranquilamente en su butaca, con las piernas cruzadas, cinta virgen en la grabadora y el micro a punto. Su olfato profesional le decía que no era lo de siempre. Se percibía un matiz de miedo; o, más que de miedo, de histeria mal disimulada. Lo había notado por la mañana, al ir en metro y caminar por la zona del ayuntamiento. Los tres asesinatos seguidos eran demasiado raros. No se hablaba de nada más. Toda la ciudad estaba al borde del pánico.
Reconoció a Bryce Harriman en un lateral, quejándose a un policía de que no le dejara acercarse. Tanto gastar los codos en la facultad de periodismo de la Columbia para derrochar sus exquisitos conocimientos en el New York Post. Habría hecho mejor en ocupar una cátedra en su antigua alma máter, y enseñar a los imberbes a escribir una pirámide invertida perfecta. Cierto, el muy hijo de puta le había robado la exclusiva del segundo asesinato y del carácter imitativo de los crímenes, pero bueno, eso más que nada era chiripa, ¿no?
Se observó cierto revuelo. La puerta de la sala de prensa escupió a un grupo de polis seguidos por el alcalde de Nueva York, Edward Montefiori. Era alto, fornido y muy consciente de acaparar todas las miradas. Mientras se tomaba el tiempo de saludar a algunos conocidos con gestos de la cabeza, su expresión reflejó la gravedad del momento. La precampaña a la alcaldía de Nueva York ya estaba muy encarrilada, y, como siempre, se llevaba a un nivel de niño de dos años. Montefiori estaba obligado a capturar al asesino y poner fin a los asesinatos por imitación, so pena de darle más pasto a su rival para aquella porquería de espacios televisivos donde salía denunciando el repunte de la delincuencia de los últimos meses. Fue subiendo más gente al estrado: la portavoz del alcalde, Mary Hill (una mujer negra muy alta y con clase), el gordo de Sherwood Custer (el capitán de policía en cuyo distrito había empezado el follón), el jefe de policía Rocker (alto y con aspecto fatigado) y, por último, el doctor Frederick Collopy, director del Museo de Historia Natural, seguido por Roger Brisbane. Al ver a Brisbane hecho un figurín, con traje gris, Smithback sucumbió a un momento de rabia. Era el culpable del encontronazo entre él y Nora. Incluso después del horrible descubrimiento del cadáver de Puck, y de que el Cirujano la persiguiera y estuviera a punto de cogerla, Nora se había negado a verle y dejarse consolar. Casi parecía que le echara la culpa de lo que les había ocurrido a Puck y Pendergast.
El nivel sonoro de la sala empezaba a ser ensordecedor. El alcalde subió al estrado y levantó una mano, gesto que tardó muy poco en verse recompensado por el silencio. A continuación leyó las declaraciones que llevaba preparadas, llegando hasta el último rincón de la sala con su acento de Brooklyn.
—Señoras y señores de la prensa —dijo—: nuestra gran ciudad, precisamente por ser tan grande y tan diversa, sufre de vez en cuando la acción de asesinos en serie. Afortunadamente, desde la última vez han pasado muchos años. Sin embargo, todo indica que volvemos a encontrarnos con la presencia de un asesino en serie, un verdadero psicópata. En el transcurso de una semana han sido asesinadas tres personas, cuya muerte ha revestido una especial violencia. En un momento así, en que la ciudad goza del índice de asesinatos más bajo entre todas las regiones metropolitanas del país (gracias al vigor de nuestras medidas de seguridad y nuestra política de tolerancia cero ante el delito), es evidente que esos tres asesinatos están de más, y no se pueden permitir. He convocado esta rueda de prensa con dos objetivos: exponer a la ciudadanía las iniciativas, firmes y eficaces, que estamos adoptando para encontrar al asesino, y responder lo mejor que podamos a las preguntas que puedan tener ustedes sobre el caso, y sus aspectos digamos que sensacionalistas. Ya saben que una de mis máximas prioridades en el ejercicio del cargo siempre ha sido la transparencia. Por eso me acompaña Karl Rocker, el jefe de policía, Sherwood Custer, capitán de distrito, y Frederick Collopy y Roger Brisbane, director y vicepresidente, respectivamente, del Museo de Historia Natural de Nueva York, lugar donde ha sido descubierto el último homicidio. Las preguntas las responderá mi portavoz, Mary Hill, pero antes voy a pedirle al señor Rocker que les facilite un resumen del caso.
Retrocedió, y cedió el micrófono a Rocker.
—Gracias, señor alcalde. —La voz grave e inteligente del jefe de policía, de una extrema sequedad, resonó en la sala—. El jueves pasado, en Central Park, se descubrió el cadáver de una joven, Doreen Hollander. La habían asesinado, y le habían practicado una disección u operación quirúrgica muy peculiar en la región inferior de la espalda. Antes de que hubiera concluido la autopsia oficial, y con los resultados pendientes de análisis, ocurrió otro asesinato: el de Mandy Eklund, una joven cuyo cadáver apareció en Tompkins Square Park. Por último, ayer se descubrió en el archivo del Museo de Historia Natural el cadáver de un hombre de cincuenta y cuatro años, Reinhart Puck. Era el archivero del museo. El cadáver presenta mutilaciones idénticas a las de Mandy Eklund y Doreen Hollander.
Se produjo un revuelo de manos levantadas, exclamaciones y gestos, que el jefe de policía aplacó levantando las suyas.
— Sabrán ustedes, también, que en el mismo archivo apareció una carta referente a un asesino en serie del siglo diecinueve. En ella se describían mutilaciones similares, con calidad de experimento científico, llevadas a cabo hace ciento veinte años, en la parte baja de Manhattan, por un médico llamado Leng. En un solar en obras de la calle Catherine, que se supone que es donde realizó el doctor Leng su depravada obra, han sido encontrados los restos de treinta y seis seres humanos.
Más alboroto, y más exclamaciones. Volvió a intervenir el alcalde:
—La semana pasada, en el New York Times, se publicó un artículo sobre la carta, donde se describían en detalle las mutilaciones a las que Leng sometió hace más de un siglo a sus víctimas, además del motivo que le movió a hacerlo.
La mirada del alcalde recorrió la multitud y se detuvo unos segundos en Smithback, quien, ante el reconocimiento implícito, sintió un escalofrío de orgullo. Era el autor.
— Por lo visto, el artículo en cuestión ha tenido un efecto poco deseable. Todo indica que ha servido de estímulo a un asesino por imitación, un psicópata de nuestra época.
¿A qué venía eso? Smithback pasó de satisfecho a progresivamente indignado.
— Los psiquiatras de la policía me han informado de que el asesino tiene la retorcida convicción de que matar a esas personas es una manera de conseguir lo que intentó hace un siglo Leng: es decir, alargarse la vida. Consideramos que el enfoque... digamos que sensacionalista del artículo del Times inspiró al asesino y le incitó a entrar en acción.
Vergonzoso. ¡El alcalde estaba acusándole a él! Smithback miró alrededor y descubrió que le observaban muchos pares de ojos, pero reprimió el impulso de ponerse de pie y protestar. Él había hecho su trabajo de periodista. Era una simple noticia. ¿Cómo se atrevía el alcalde a elegirle como chivo expiatorio?
— No acuso a nadie en concreto —siguió perorando Montefiori—, pero sí les ruego a ustedes, señoras y señores periodistas, que sean comedidos en su labor de información. Ya tenemos tres asesinatos brutales entre manos, y estamos decididos a no permitir ni uno más. La investigación se está llevando a cabo con la mayor energía. No agravemos la situación. Gracias.
Mary Hill se adelantó para abrir el turno de preguntas, convirtiendo el silencio en un guirigay de exclamaciones y gestos. Smithback permaneció sentado y con el rostro encendido; se sentía violentado. Intentó serenarse, pero estaba tan sorprendido, tan indignado, que no podía pensar. Mientras tanto, Mary Hill ya daba paso a la primera pregunta.
— Se ha dicho que el asesino sometió a sus víctimas a una operación —preguntó alguien—. ¿Podrían dar más detalles?
— Para resumir, a las tres víctimas se les había extraído la parte inferior de la columna vertebral —se encargó de responder el jefe de policía.
—También se ha dicho que la última de las operaciones se hizo en el propio museo —vociferó otro periodista—. ¿Es eso cierto?
— Es verdad que en el archivo apareció un gran charco de sangre a poca distancia de la víctima, y que al parecer la sangre pertenece a ella, pero aún estamos pendientes del informe forense. Es pronto para saber si la... esto... «operación» fue realizada in situ. Faltan los resultados del laboratorio.
—Tengo entendido que el FBI ha estado presente en el lugar de los hechos —berreó una joven—. ¿Podría aclararnos su papel en la investigación?
— No es del todo correcto —contestó Rocker—. Un agente del FBI se ha interesado extraoficialmente por los asesinatos en serie del siglo diecinueve, pero no está relacionado con este caso.
— ¿Es verdad que el tercer cadáver estaba ensartado en los cuernos de un dinosaurio?
El jefe de policía no pudo evitar una mueca.
—En efecto, el cadáver apareció unido a un cráneo de triceratops. Es evidente que nos enfrentamos con una persona gravemente perturbada.
— Sobre la mutilación de los cadáveres: ¿es verdad que sólo podría haberlo hecho un cirujano?
—Es una de las pistas que seguimos.
— Sólo quiero aclarar un punto —dijo otro reportero—. ¿Han querido decir que el artículo de Smithback en el Times es la causa de los asesinatos?
Smithback se giró. Era Bryce Harriman, el muy cabrón. Rocker frunció el entrecejo.
—Lo que ha dicho el alcalde...
Volvió a intervenir el propio Montefiori.
—Me he limitado a pedir contención. Está claro que preferiríamos que el artículo no se hubiera publicado, porque entonces quizá no hubieran muerto esas tres personas; personalmente, opino que los métodos usados por el periodista para conseguir la información son éticamente cuestionables, pero no he dicho que el artículo fuera la causa de los asesinatos.
Otro reportero:
—Señor alcalde, ¿echarle la culpa a un periodista que sólo hacía su trabajo no es lanzar balones fuera?
Smithback giró al máximo la cabeza. ¿Quién había sido? Le invitaría a una copa.
—Es que yo no he dicho eso; me he limitado a...
—Pero ha insinuado claramente que el artículo desencadenó los asesinatos.
No sólo a una copa, sino a toda una cena. Al girarse, Smithback vio simpatía en muchos ojos. Atacándole a él, el alcalde había atacado indirectamente a toda la profesión. A Harriman le había salido el tiro por la culata. Smithback se envalentonó.
—Siguiente pregunta, por favor —dijo Mary Hill.
— ¿Tienen sospechosos?
—Se nos ha facilitado una descripción muy clara del posible atuendo del culpable —dijo Rocker—: más o menos a la misma hora en que se encontró el cadáver del señor Puck, hay testigos de que en el archivo había un hombre blanco, delgado, sobre el metro ochenta y cinco de estatura, con abrigo negro pasado de moda y bombín. Por otro lado, cerca del lugar del segundo asesinato se vio a un hombre vestido de manera parecida y con un paraguas largo, o un bastón. Aparte de esto, no estoy en posición de proporcionarles más detalles.
Smithback se levantó e hizo señas, pero Mary Hill no le hizo caso.
— Señora Pérez, de la revista New York. Su pregunta, por favor.
—Es para el doctor Collopy, del museo. ¿Cree que el asesino a quien llaman el Cirujano es un empleado del museo? Lo digo porque parece que fue donde asesinaron y diseccionaron a la última víctima.
Collopy carraspeó y avanzó un paso.
—Creo que la policía está investigando —dijo con una voz bien modulada—. Parece bastante inverosímil. Hoy día se consultan los antecedentes penales de todos nuestros empleados, se les hace un perfil psicológico y se les somete a fondo a una prueba de detección de drogas. Por otro lado, permítame decirle que no está demostrado que el asesinato se produjera en el museo.
Hill buscó más preguntas, mientras volvía a imponerse el vocerío. Smithback pegaba gritos y movía los brazos como el que más. ¡Pero... bueno! ¿En serio que no pensaban hacerle caso?
— Señor Diller, de Newsday, haga su pregunta, por favor.
Pues sí, la muy bruja le estaba toreando.
—Es para el alcalde. Señor alcalde, ¿cómo explica la destrucción «involuntaria» del yacimiento de la calle Catherine? ¿No era muy importante, históricamente?
El alcalde se adelantó.
— No, carecía de relevancia histórica, y...
—¿Que carecía de relevancia? ¿El asesinato en serie más importante del país?
—Señor Diller, la rueda de prensa es sobre los homicidios actuales. No los mezcle, por favor. Se fotografiaron los huesos y los efectos, los estudió el forense, y se retiraron para seguir analizándolos. No podía hacerse nada más.
— ¿No será porque Moegen-Fairhaven es uno de los principales contribuyentes a su campaña...?
—Siguiente pregunta —dijo Hill bruscamente.
Smithback se levantó y vociferó:
—Señor alcalde, puesto que mi nombre ha sido puesto en entredicho...
— Señora Epstein, de la WNBC —exclamó Mary Hill, venciéndole con la potencia de su voz.
Se levantó una reportera con el micro en la mano y una cámara enfocándola. Smithback, rápido de reflejos, aprovechó el momento de silencio.
— ¡Perdone! Señora Epstein, ¿me permite contestar, ya que me han atacado personalmente?
La célebre presentadora no se lo pensó.
—Faltaría más —dijo educadamente, y se giró hacia el cámara para asegurarse de que lo hubiera rodado.
— Deseo dirigir mi pregunta al señor Brisbane —continuó Smithback sin perder ni un segundo—. Señor Brisbane, ¿a qué se debe que la carta, el desencadenante de todo, ya no pueda consultarse, ni tampoco los demás objetos de la colección Shottum? ¿No será que el museo tiene algo que esconder?
Brisbane se levantó, sonriendo beatíficamente.
—En absoluto. La retirada de esos materiales responde a su conservación. Es pura rutina museística. En todo caso, la carta ya ha incitado al asesino, y ahora sería una irresponsabilidad devolverla al fondo de libre acceso. Todo el material sigue abierto a la consulta de investigadores acreditados.
— ¿Niega que intentó evitar que algunos empleados trabajaran en el caso?
— Sí, lo niego. Hemos cooperado desde el principio. El informe habla por sí mismo.
Maldita sea. Smithback pensó deprisa.
— Señor Brisbane...
— Señor Smithback, ¿le importaría dejar paso a sus colegas?
— ¡Sí! —exclamó Smithback, provocando algunas risas—. Se ñor Brisbane, ¿es cierto que Moegen-Fairhaven, que el año pasado donó dos millones al museo (y paso por alto el hecho de que el propio Fairhaven forme parte de la junta directiva), ha presionado al museo para que paralice la investigación?
Viendo ruborizarse a Brisbane, Smithback supo que la pregunta había dado en el blanco.
— Es una acusación irresponsable. Repito que hemos cooperado desde el...
— Entonces, ¿niega haber amenazado a la doctora Nora Kelly, empleada suya, y haberle prohibido investigar el caso? Tenga en cuenta, señor Brisbane, que la doctora Kelly aún no ha efectuado ninguna declaración. Le recuerdo que se trata de la persona que encontró el cadáver de la tercera víctima, además de haber sido perseguida por el Cirujano en persona, que estuvo a punto de matarla.
La insinuación, clarísima, era que Nora Kelly podía tener algo que decir en desacuerdo con la versión de Brisbane. Este puso mala cara, dándose cuenta de que estaba acorralado.
—No pienso contestar a unas preguntas tan agresivas.
Collopy, que estaba al lado de él, tampoco parecía muy contento. Smithback paladeó el sabor de la victoria.
— Señor Smithback —dijo Mary Hill, enfatizando mordazmente la primera palabra—, ¿piensa seguir acaparando la rueda de prensa? Es evidente que los homicidios del siglo diecinueve no tienen nada que ver con los asesinatos en serie de estos días, como no sea a título de incentivo.
— ¿Y usted cómo lo sabe? —exclamó Smithback, seguro ya de su triunfo.
El alcalde se dirigió a él.
—Oiga —dijo en tono de burla—, ¿insinúa que el doctor Leng aún está vivo, y que sigue con sus actividades?
La carcajada, rotunda, se generalizó por la sala.
— No, claro que no...
— Pues entonces le aconsejo que se siente.
Smithback se sentó, mientras seguían las carcajadas y echaban por tierra su victoria. Les había metido un gol, pero eran expertos en el contraataque. Mientras se reanudaba la letanía de preguntas, fue dándose cuenta de lo que había hecho: introducir el nombre de Nora en la rueda de prensa. Tardó mucho menos en imaginarse la reacción de ella.
La calle Doyers era una vía corta y estrecha, que formaba un recodo en el extremo sudeste de Chinatown. Al fondo había una concentración de tiendas de té y de comestibles, engalanadas con letreros en chino de potente iluminación. Por el cielo corrían nubes negras, que hacían revolotear los papeles y las hojas de la acera. Sonó un trueno lejano. Se avecinaba una tormenta.
O'Shaughnessy se quedó a la entrada de la calle desierta, y Nora, a su lado, tiritó de miedo y frío. Vio que el policía miraba a ambos lados de la acera, ojo avizor por si había señales de peligro o posibilidades de que les hubieran seguido.
—El noventa y nueve queda a media manzana —dijo él en voz baja—. Es aquella casa vieja.
Nora siguió la indicación con la mirada. Era un edificio estrecho, como todos los demás; una construcción de tres plantas hecha de ladrillos de color verde sucio.
—¿Seguro que no quiere usted que la acompañe? —preguntó O'Shaughnessy.
Nora tragó saliva.
—Me parece que es mejor que se quede y vigile la calle.
O'Shaughnessy asintió con la cabeza y se metió en la oscuridad de un portal. Nora respiró hondo y empezó a caminar. Parecía que el sobre que llevaba en el bolso, cerrado y con el dinero de Pendergast, pesara como plomo. Volvió a tener escalofríos y, mientras miraba a izquierda y derecha de la calle, se esforzó por controlar los nervios.
El ataque contra ella, y la muerte brutal de Puck, lo habían cambiado todo. Eran la prueba de que no se trataba de simples asesinatos por imitación, de meros actos de locura, sino de golpes minuciosamente planeados. El asesino tenía acceso a las partes del museo cerradas al público. Había usado la vieja máquina de escribir de Puck, la Royal, para redactar la nota, y así tener a Nora en el archivo, y su persecución había sido de una frialdad espeluznante. Nora, en el archivo, había notado su presencia a una distancia de centímetros, y hasta la mordedura de su escalpelo. No, no era ningún loco, sino alguien muy consciente de qué hacía y por qué. Al margen de la relación entre los asesinatos antiguos y los recientes, había que detenerles, y Nora estaba dispuesta a hacer lo que hiciera falta para atrapar al asesino.
Algunas respuestas estaban en el subsuelo del 99 de la calle Doyers. Y pensaba dar con ellas.
Revivió en su memoria la aterradora persecución, sobre todo el destello del escalpelo del Cirujano al acometerla con la rapidez, como mínimo, de una serpiente al ataque. No conseguía apartar la imagen de su cabeza. Después de eso, el interrogatorio de la policía, interminable, y a continuación la visita a Pendergast en el hospital para comunicarle que había cambiado de idea sobre lo de la calle Doyers. La noticia del ataque había alarmado a Pendergast, que, pese a su inicial reticencia, había tenido que ceder a la firmeza de Nora. Pensaba ir a Doyers, con él o sin él. Al final Pendergast había dado su brazo a torcer, pero con la condición de que Nora no se separase ni un momento de O'Shaughnessy. Además, se había encargado de que recibiera aquel fajo tan considerable de billetes.
Subió a la puerta principal y, mientras se armaba de valor, observó que los nombres del interfono estaban en chino. Pulsó el botón del primer apartamento. Contestó una voz en chino.
— Soy la que quiere alquilar el apartamento del sótano —dijo ella en voz alta.
Al oír el zumbido de apertura, empujó la puerta y se encontró en un pasillo con luces fluorescentes. A la derecha había una escalera de subida. Oyó que al fondo del pasillo se descorrían multitud de cerrojos. Al final se abrió la puerta, y apareció, mirándola, un individuo encorvado y de aspecto tristón, que iba en mangas de camisa y pantalones holgados.
Nora se acercó.
— ¿El señor Ling Lee?
El hombre asintió y le sujetó la puerta. Al otro lado había una sala de estar con un sofá verde, una mesa de fórmica, varios sillones y, en la pared, un bajorrelieve en rojo y dorado que representaba en detalle una pagoda entre árboles. La estancia estaba presidida por un candelabro enorme, en total desacuerdo con sus proporciones. El papel de la pared era lila, y la alfombra roja y negra.
—Siéntese —dijo el señor Lee con voz débil y cansada.
Nora tomó asiento, y le dio un poco de reparo hundirse tanto en el sofá.
—¿Cómo sabe de apartamento? —preguntó Lee.
Nora vio en su expresión que no se alegraba de verla. Empezó a soltar el cuento.
—Me lo dijo una señora que trabaja en el Citibank de al lado.
—¿Qué señora? —preguntó Lee con mayor brusquedad.
Pendergast le había explicado a Nora que en Chinatown la mayoría de los caseros preferían alquilar a su gente.
— No sé cómo se llama. Mi tío me dijo que hablara con ella, que conocía un piso de alquiler en esta zona. Luego ella me dio este teléfono.
—¿Su tío?
—Sí, el tío Huang. Trabaja en la DHCR.
El dato fue acogido con un silencio de consternación. Pendergast había supuesto que tener parientes chinos facilitaría el acceso de Nora al apartamento. El hecho de que trabajara para la División de Renovación Comunitaria y de la Vivienda, el organismo municipal que garantizaba la legalidad de los alquileres, era otra ventaja.
—¿Cómo llama, usted?
—Betsy Winchell.
Nora vio una silueta oscura que salía de la cocina y se quedaba en la puerta de la sala de estar. Por lo visto era la mujer de Lee, que era el triple de alta que él y estaba muy seria, con los brazos cruzados.
—Por teléfono me ha dicho que el piso estaba libre. Mi intención es quedármelo ahora mismo. Enséñemelo, por favor.
Lee se levantó de la mesa y miró brevemente a su mujer, cuyos brazos se tensaron.
—Venga —dijo.
Volvieron al pasillo, salieron por la puerta principal y bajaron por la escalera. Nora echó un vistazo alrededor, pero no vio a O'Shaughnessy. Lee sacó una llave, abrió la puerta de la vivienda del sótano y encendió la luz. Nora le siguió al interior. Lee ajustó la puerta y, ostentosamente, volvió a echar ni más ni menos que cuatro cerrojos.
El apartamento, tétrico, alargado y oscuro, sólo tenía una ventana al lado de la puerta principal, y para colmo era pequeña, con barrotes. Las paredes eran de ladrillo, con una mano de pintura antes blanca que se había vuelto gris; el suelo, de baldosas viejas de ladrillo, estaba lleno de grietas y roturas. Nora lo observó con interés profesional. Las baldosas estaban sin pegar. ¿Qué había debajo? ¿Tierra? ¿Arena? ¿Cemento? Se veía tan irregular y húmedo que podía ser perfectamente tierra.
— Cocina y dormitorio, al fondo —dijo Lee sin molestarse en señalar.
Nora fue a la parte trasera del apartamento y encontró una cocina muy pequeña, por la que se accedía a dos dormitorios oscuros y a un baño. En la pared del fondo había una ventana por debajo del nivel de la calle, por cuyos gruesos barrotes entraba una luz muy pobre de un patio de luces.
Volvió a salir. Lee examinaba la cerradura de la puerta principal.
— Tengo que arreglar —dijo con tono solemne—. Quiere entrar mucho ladrones.
—¿En el barrio entran a menudo?
Lee asintió con entusiasmo.
— Sí, sí, mucho ladrones. Mucho peligroso.
— ¿En serio?
— Mucho ladrones. Mucho atraco.
Movió la cabeza, apesadumbrado.
— Este piso, como mínimo, parece seguro.
Nora permaneció a la escucha. El techo parecía bastante bien insonorizado. Al menos no se oía nada encima.
— Este barrio no seguro para chica. Cada día asesinato, atraco, robo. Violación.
Nora estaba informada de que Chinatown, pese a su aspecto cutre, era uno de los barrios más seguros de la ciudad.
—A mí no me preocupa —dijo.
—En este piso mucho reglamento —dijo Lee, cambiando de estrategia.
—¿Ah, sí?
—Nada música. Nada ruido. Nada hombres por la noche. —Se notaba que buscaba restricciones que pudieran incomodar a una mujer joven—. Nada fumar. Nada beber. Limpiar todos días.
Nora escuchó con atención, y asintió con la cabeza.
—Ah, pues me parece perfecto. A mí me gustan los sitios limpios y tranquilos. Además, no tengo novio.
Acordándose de Smithback, del artículo con que la había metido en aquel lío, se le reavivó la rabia. Smithback, hasta cierto punto, era efectivamente responsable de los asesinatos por imitación; y encima el muy caradura iba y sacaba su nombre en la rueda de prensa del alcalde, la de ayer, para que se enterara toda la ciudad. Nora tuvo la certeza de que después de lo ocurrido en el archivo sus perspectivas de futuro en el museo estaban más pendientes de un hilo que nunca.
—Gastos aparte.
— Sí, claro.
— Sin aire acondicionado.
Asintió. Lee parecía haberse quedado sin argumentos, hasta que le iluminó la cara otra idea.
—Desde suicidio no permite pistolas en apartamento.
— ¿Un suicidio?
— Sí, chica que ahorcó. Misma edad que usted.
— ¿Que se ahorcó? ¿No ha dicho pistolas?
A Lee, tras unos instantes de confusión, volvió a animársele la cara.
—Ahorcó, pero no funciona y pega tiro.
— Ya. Era partidaria del método integral.
— No tenía novio, como usted. Muy triste.
— Hay que ver.
—Pasa justo aquí—dijo Lee, señalando en dirección a la cocina—. Tres días hasta encuentra cadáver. Mucha peste. —Puso los ojos en blanco, y adoptó un tono dramático para añadir en voz baja—: Mucho gusanos.
— Qué horror —dijo Nora. Luego sonrió—. Pero bueno, el apartamento es ideal. Me lo quedo.
A Lee se le acentuó el aspecto tristón, pero no dijo nada. Nora le siguió a su apartamento y se sentó en el sofá sin que la invitaran a hacerlo. La mujer seguía en la puerta de la cocina, imponente, con una mueca de recelo y mal humor. Sus brazos cruzados parecían jamones.