PAJA
Se puede "racionalizar" este relato diciendo que es una narración de lo que sucederá tras la Bomba, o que es un cuento que pasa en un universo alterno, o una historia sucedida en una colonia perdida… cualquier cosa. De lo que no cabe duda es de que se trata de un buen ejemplo de lo que los estadounidenses han venido a llamar "viñeta", es decir una pequeña narración que ni se inicia ni acaba, pero que sirve para, con unas pinceladas bien aplicadas, describir toda una ambientación un fondo sobre el que podemos imaginar lo que deseemos.
Si, recuerdo muy bien como maté a mi primer hombre; tenía sólo diecisiete años. Aquel día, hacia el mediodía, una banda de gansos voló bajo nosotros. Recuerdo haberlos mirado sobre la borda de la canasta y que pensé que tenían el aspecto la cabeza de una pica. Naturalmente, aquello era un presagio, pero no le presté atención.
Era un claro día de otoño… un poco frío. Lo recuerdo. Debía ser hacia la mitad de octubre. Buen tiempo para usar el globo. Clow tendía la mano cada cuarto de hora o así, echando algunos puñados de paja al brasero, y eso era lo único necesario. Habitualmente volábamos a un par veces la altura de un campanario.
¿Nunca han estado en un globo? Bueno, o muestra cómo han cambiado las cosas. Antes de que apareciesen los aeróstatas, casi no había ningún combate, y las espadas a sueldo tenía que viajar por todo el continente, buscando algún lugar en que combatir. Y les aseguro que un globo es mucho mejor que el tener que ir caminando. Miles (que era nuestro capitán en aquellos días) decía que en donde había tres soldados juntos, era seguro que alguno iba a lanzar una flecha contra el globo, pues era un blanco demasiado grande para poder resistírsele, y eso le mostraba a uno donde estaban los ejércitos.
No, eso no nos hubiera matado. Tendría que rajarse el globo de arriba abajo antes de que cayese con rapidez, y un pequeño agujero como el producido por la cabeza de una pica solo serviría para hacernos saber que había alguien allá abajo. Y ya que estamos aquí, les diré que las cestas no se balancean, como piensa la gente. ¿Por qué iban a hacerlo? No notan el viento, pues están viajando con el mismo. Cuando está en una de ellas, un hombre parece colgar del cielo, y el mundo gira bajo él. Lo puede oír todo: cerdos y gallinas, y el chirrido de una polea al sacar agua de un pozo.
— Buen tiempo para volar -me dijo Clow.
Asentí con la cabeza. Supongo que con bastante solemnidad.
— En tiempo como este se tiene todo el empuje hacia arriba que se quiera. Cuanto más frío hace, mejor se sube. Al calor del fuego no le gusta el frío, y trata de escapar de él. Al menos eso es lo que dicen.
La rubia Bracata escupió por sobre la borda.
— No hay nada en nuestras tripas-dijo-. Eso es lo que nos hace subir. Si tampoco comemos hoy, no tendrás que encender el fuego mañana… yo sola os podré subir.
Era más alta que cualquiera de nosotros, exceptuando Miles, y la más robusta de todos nosotros; pero Miles no hacía distingo de su tamaño cuando repartía la comida, así que supongo que también era la que pasaba más hambre.
— Deberíamos haber acabado con alguno de los tipos de ese último grupo que encontramos alrededor del fuego. Al menos, así nos hubiéramos quedado con su pote de cocido.
Miles negó con la cabeza.
— Eran demasiados.
— Hubieran huido como conejos.
— ¿Y si no lo hubieran hecho?
— No tenían armaduras.
Inesperadamente, Bracata intervino en favor del capitán.
— Eran veintidós hombres y catorce mujeres. Los conté.
— Las mujeres no hubieran luchado.
— Antes, yo era de uno de esos grupos. Y hubiera luchado.
La suave voz de Clow añadió:
— Casi cualquier mujer lucha, si se puede colocar a espaldas de uno.
Bracata lo miró, no muy segura de si estaba apoyándola o no. Tenía puestos sus guantes de combate (era tan buena con ellos como cualquier otro luchador que jamás haya visto) y recuerdo que, por un instante, pensé que iba a balancearse sobre Clow, allá mismo en la cesta. Estábamos apretados como polluelos en el nido, y de haber luchado, se hubieran necesitado al menos tres de nosotros para tirarla al exterior… y antes de eso nos hubiera matado a todos, supongo. Pero le tenía miedo a Clow. Luego, descubrí el porqué. Creo que respetaba a Miles, por su valor y su juicio, pero sin tenerle miedo. No le importaba demasiado Derek, en ningún sentido, y, naturalmente, en lo que a ella concernía yo era como si no estuviese allí. Pero le tenía un poco de miedo a Clow.
Y Clow era el único del que yo no tenía miedo… pero eso también es otra historia…
— Pon más paja-dijo Miles.
— Ya casi no queda.
— No podemos aterrizar en este bosque.
Clow agitó la cabeza y añadió paja al fuego del brasero… aproximadamente la mitad de la que echaba habitualmente. Nos estábamos hundiendo hacia lo que parecía una alfombra roja y dorada.
— De cualquier modo, al menos nos dieron paja-dije, solo para que los otros supieran que estaba allí.
— Uno siempre puede conseguir paja -me dijo Clow. Había tomado un dardo de lanzar y estaba haciendo ver que se limpiaba las uñas con el mismo-. Incluso de los porquerizos, gente de la que uno piensa que no tendría por qué tener. Nos la consiguen para librarse de nosotros.
— Bracata tiene razón-dijo Miles. Daba la impresión de que no nos había oído ni a Clow ni a mí-. Tenemos que conseguir comida hoy mismo.
Derek resopló.
— ¿Y si hay unos veinte?
— Nos cargamos a uno. ¿No es eso lo que tú has sugerido? Y si hay que luchar, pues luchamos. Pero es necesario que comamos hoy-me miró-. ¿Qué es lo que te dije cuando te uniste a nosotros, Jerr? ¿Mucho dinero, o nada? Pues hoy toca nada. ¿Quieres dejarnos?
— No, a menos que queráis que lo haga -le respondí.
Clow estaba recogiendo las últimas briznas de paja del saco. Apenas si era un puñado. Mientras lo echaba al brasero, Bracata preguntó:
— ¿Vamos a posarnos en los árboles?
Clow agitó la cabeza y señaló. A lo lejos, en la distancia, podía ver un punto blanco sobre una colina. Parecía demasiado lejos, pero el viento nos llevaba hacia allí, y creció y creció hasta que pude ver que era una gran casa, construida toda ella con ladrillos blancos, y provista de jardines y edificios auxiliares, y un camino que llegaba hasta la puerta. Supongo que ya no queda nada como eso.
Los aterrizajes son la parte más excitante de un viaje en globo, y a veces también la más desagradable. Si uno tiene suerte, la cesta se queda en pie. No la tuvimos. Nuestra canasta tropezó, cayó de lado y fue arrastrada por la bolsa, que luchaba con el viento y no quería descender, a pesar de lo fría que ya estaba. Si aún hubiera habido fuego en el brasero, supongo que hubiéramos prendido en llamas la pradera. Tal como estaban las cosas, nos vimos arrastrados como muñecos. Bracata cayó encima mío, tan pesada como una piedra. Y tenía los garfios de los guantes sacados, tratando de clavarlos en el césped para lograr detenerse, por lo que, por un momento, pensé que iba a matarme. La pica de Derek había estado cargada y el seguro se soltó en la confusión: la cabeza salió disparada a través de los campos, casi dándole a una vaca.
Para cuando recuperé el aliento y pude ponerme en pie, Clow ya controlaba la bolsa y la estaba recogiendo. Miles también estaba en pie, poniéndose bien su cota de mallas y el cinto de la espada.
— A ver si tienes aspecto de soldado -me gritó-. ¿Dónde están tus armas?
Una maza de pinzas y mi pica era todo lo que tenía, y la maza de pinzas había caído de la cesta. Tras cinco minutos de buscarla, la encontré entre la alta hierba y fui a ayudar a Clow a plegar la bolsa.
Cuando hubimos terminado, la metimos dentro de la cesta y colocamos nuestras picas a través de las anillas de los lados, para poder transportarla. En aquel momento ya podíamos ver a unos hombres a caballo que bajaban de la casona.
— No podremos enfrentarnos contra jinetes en este campo-dijo Derek.
Por un instante vi como Miles sonreía. Luego, se puso muy serio.
— Antes de que pase media hora ya nos habremos cargado a algunos de esos tipos.
Derek estaba contado, y también yo. Ocho jinetes, con un carro que les seguía. Varios de los jinetes tenían lanzas, y podía ver como el sol parpadeaba sobre cascos y corazas. Derek comenzó a golpear el mango de su pica contra el suelo, para cargarla.
Le sugerí a Clow que tendríamos un aspecto más amistoso si recogiésemos el globo y fuéramos al encuentro de los jinetes, pero negó con la cabeza.
— ¿Para qué molestarnos?
El primero de ellos habían llegado a la verja que rodeaba el campo. Montaba un ruano que dio un limpio salto sobre la valla y llegó al galope hacia nosotros, pareciendo tan alto como una torre.
— Saludos-le dijo Miles-. Si estas tierras son vuestras, caballero, os damos las gracias por vuestra hospitalidad. No hubiéramos entrado en ellas si no fuera porque nuestra artefacto se ha quedado sin combustible.
— Os doy la bienvenida-respondió el jinete. Era tan alto como Miles, o más por lo podía ver, y tan ancho de espaldas como Bracata-. Lo primero es lo primero, como se acostumbra a decir, y lo habéis hecho ningún daño.
Tres de los otros habían saltado con sus caballos sobre la verja, tras él. El resto estaba quitando los travesaños para que el carro pudiera pasar.
— ¿Tenéis paja, señor? -preguntó Miles. Pensé que hubiera sido mejor si le hubiera pedido comida-. Si nos pudierais dar unos atados de paja ya no os molestaríamos más.
— No hay por aquí-dijo el jinete, abarcando los campos que nos rodeaban con un gesto de su brazo enfundado en mallas-. Pero, no obstante, estoy seguro de que mi administrador os podrá encontrar algo. Venid a mi salón para tomar un bocado de carne y un vaso de vino, y luego podréis hacer vuestro ascenso desde la terraza; a las damas les encantará veros, de eso estoy seguro. Pues supongo que sois espadas voladoras, ¿no?
— Eso somos -afirmó nuestro capitán-, pero, en cualquier modo, también somos personas de buen carácter. Nos llamamos los Cinco Fieles… ¿No habréis oído hablar de nosotros? Somos animosos y feroces luchadores del aire, como se dice entre los que usamos el globo. Un joven, que había detenido su montura junto a aquel al que Miles llamaba "caballero", resopló:
— Si ese crío es animoso o un feroz luchador, soy capaz de comerme sus calzones.
Naturalmente, no debiera haberlo hecho. Siempre he sido muy quisquilloso toda mi vida, y eso me ha metido en más líos de los que podría contarles aunque estuviese hablando hasta la puesta del sol, si bien debo reconocer que las cosas tampoco me han ido tan mal… pues podría haberme pasado la vida siguiendo al arado. Supongo que así hubiera sido, si no hubiese derribado a Derek cuando este trató de apoderarse de nuestros gansos. Pero ya saben cómo son las cosas. Allí estaba yo, pensando en mí mismo como un duro soldado aeróstata, y entonces tenía que oír algo como aquello. El caso es que blandí la maza de pinzas en cuanto hube agarrado con fuerza su estribo. Tenía miedo de que el muelle de extensión estuviese algo débil, pues jamás había usado una de aquellas cosas antes, pero funcionó bien: las pinzas lo aferraron por el sobaco izquierdo y entre la oreja y el hombro derecho y le hubiera partido el cuello con facilidad si no hubiera llevado puesta una gargantilla. Tal como estaban las cosas, lo arranqué de su montura limpiamente y saqué la pequeña daga que iba enfundada en el mango de la maza. Un par de los otros jinetes aprestaron sus lanzas, y Derek colocó el dedo sobre el seguro de su pica; de modo que parecía como si, después de todo, fuera a haber una buena lucha. Pero el "caballero" (luego me enteré de que era el Barón Ascolot) le dio un grito al joven que yo había derribado de su silla, y Miles me gritó a mi y me agarró por la muñeca izquierda, de modo que todo quedó en nada.
Cuando hubimos movido el muelle, abierto la maza y retraído las pinzas, Miles dijo:
— Caballero, lo castigaré. Puede confiar en mi. Y seré severo, se lo aseguro.
— No, a fe mía -declaro el Barón-. Esto le enseñará a mi hijo que tiene que cuidar más su lengua cuando esté en compañía de guerreros. Lo han educado en mis salones, capitán, en donde todo, el mundo dobla la rodilla ante él. Tiene que aprender que no ha de esperar tal cosa de los desconocidos.
Entonces llegó el carro, tirado por dos excelentes mulas (cualquiera de las cuales supuse, habría valido tanto como el terreno de mi padre) y, urgidos por el Barón, cargamos nuestro globo en él, y subimos encima, sentándonos sobre la bolsa. Los jinetes se marcharon al galope y el carretero hizo restallar su látigo sobre los lomos de las mulas.
— Un buen lugar-comentó Miles. Estaba mirando hacia la gran casona, que era el lugar al que nos dirigíamos.
— Yo diría que es un palacio-le susurré a Clow, y Miles me oyó y me dijo:
— Es una villa, Jerr… la propiedad campestre no fortificada propiedad de un caballero. Si tuviera un muro y una torre, sería un castillo, o al menos un castillete.
Delante había jardines, muy bellos, si no recuerdo mal, y una fuente. El sendero se detenía ante la puerta y bajamos y entramos en el vestíbulo, en donde el mayordomo del Barón, que iba vestido de un modo más rico que cualquier otra persona que yo hubiera visto hasta entonces, y que era un hombre gordo de cabello canoso mandó a dos de los mozos de las caballerizas a cuidar nuestro globo mientras lo metían en los establos.
Sobre la mesa había venado y carne de vacuno, e incluso un faisán al que le habían vuelto a colocar todas las plumas; y el Barón y sus hijos se sentaron con nosotros y bebieron algo de vino y comieron un poco de pan, para cumplir con las normas de la hospitalidad. Entonces, el Barón dijo:
— Supongo que no voláis en la oscuridad, ¿verdad, capitán?
— No, a menos que nos resulte necesario, caballero.
— Entonces, como el día está ya terminado no os resultará inconveniente el que no tengamos paja. Podéis pasar la noche con nosotros y, por la mañana, enviaré a mi administrador a la aldea con el carro. Podrán ascender a media mañana, cuando las damas puedan verles perfectamente, mientras suben.
— ¿No hay paja aquí?-preguntó nuestro capitán.
— Me temo que no. Pero en la aldea tienen mucha, no lo dude. La colocan en el camino para silenciar los cascos de los caballos cuando una mujer está a punto de parir, como he podido ver en muchas ocasiones. Les haré el regalo de todo un carro de paja, si es que pueden usar tanta-el Barón sonrió mientras decía esto; tenía un rostro amistoso, redondo y tan rojo como una manzana-. Ahora, explíquenme qué es eso de ser una espada voladora. Siempre me interesan las profesiones de los demás, y creo que la de ustedes es una de las más fascinantes. Por ejemplo, ¿cómo calculan lo que le van a cobrar a quien les emplea?
— Tenemos dos escalados, caballero -comenzó a decir Miles. Ya había oído todo aquello antes, así que dejé de escucharle. Bracata estaba sentada a mi lado en la mesa, así que tenía que hacer verdaderos esfuerzos para conseguir comer algo, y dudo que lograse probar siquiera el sabor del faisán. Por fortuna, un par de muchachas, las hijas del Barón, habían entrado, y una de ellas comenzó a juguetear con uno de los rizos del cabello de Deerek, lo que le distrajo la atención del venado, y Bracata echó un brazo sobre los hombros de la otra para advertirla de la maldad de los hombres. Si no hubiera sido por esto, casi no hubiera podido probar bocado; pero tal como estaban las cosas, me harté de carne de venado, hasta que tuve que desabrocharme el cinto. De donde yo venía, la carne, de cualquier tipo, era casi una rareza.
Había pensado que el Barón nos iba a dar camas en la casa, pero cuando hubimos comido y bebido todo lo que nos cabía en el interior, el hombre gordo de cabello canoso nos llevó a una puerta lateral, haciéndonos pasar a un edificio de paredes de cañas lleno de catres, que supongo que se utilizaba para los trabajadores adicionales necesarios en tiempo de cosecha. No era la alcoba palaciega en la que yo había estado soñando; pero estaba más limpio que mi casa, y había un gran hogar en un extremo con troncos preparados ya, así que probablemente era más confortable para mi de lo que hubiera podido ser una cama en la casona.
Clow tomó un trozo de madera de cerezo y comenzó a tallar la figura de una mujer, y Bracata y Derek se echaron a dormir. Yo traté de hablar con Miles, pero él estaba lleno de pensamientos, sentado en un taburete junto al hogar y haciendo resonar la bolsa (que era igual que esta que llevo aquí) que le había dado el Barón; así que yo también traté de dormir. Pero había comido demasiado para poderme dormir y, dado que aún habia luz, decidí dar una vuelta por la villa y tratar de hallar a alguien con quien charlar. La parte delantera me parecía demasiado lujosa para mí, así que fui hacia la de atrás, pensando que no estaría mal asegurarme de que nuestro globo no hubiera sufrido daño alguno, y quizá que podría darle otra ojeada a aquellas mulas.
Tras la casa había tres cobertizos, hechos en piedra hasta la altura de mi cintura y madera por encima, y luego blanqueados. Caminé hasta el más cercano, no pensando apenas en nada como no fuese mi tripa llena, hasta que un enorme caballo de guerra con una estrella blanca en el testuz alzó la cabeza de su pesebre y me puso en hocico sobre la mejilla. Tendí la mano y le acaricié el cuello en la forma en que a ellos les gusta. Relinchó, y me volví para mirarlo mejor. Fue entonces cuando vi lo que había en su establo. Estaba de patas sobre un palmo o más de la paja más limpia y más amarilla que yo jamás hubiese visto. Miré entonces sobre mi cabeza y allí había un altillo totalmente lleno de ella.
En un minuto, más o menos, estuve de vuelta en el edificio en el que debíamos dormir, agitando a Miles por el hombro y diciéndole que había encontrado toda la paja que se pudiera desear.
No parecía comprenderme, al menos principio.
— Carretadas de paja, capitán -le dije-. ¡Si sólo los caballos de este lugar tienen tanta paja para dormir encima como la que necesitaríamos para recorrer más de cien leguas!
— Está bien-me respondió Miles.
— Pero, capitán…
— Aquí no hay paja alguna, Jerr. No para nosotros. Ahora, sé un buen chico descansa un poco.
— Pero te aseguro que la hay, capitán La he visto. Puedo traerte un casco lleno.
— Ven aquí, Jerr -me dijo, y se alzó y me llevó al exterior. Pensé que me iba a pedir que le enseñase la paja; pero en lugar de regresar a donde estaban los cobertizos, me llevó lejos de la casa, encima de un montículo cubierto de hierba-. Mira allí, Jerr, en la lejanía. ¿Qué es lo que ves?
— Arboles -le respondí-. Quizá haya un río en el fondo del valle; luego hay más árboles al otro lado.
— Aún más lejos.
Miré hacia el horizonte, donde parecía estar señalando. Allí se veían pequeñas hebras de humo negro que se alzaban, pareciendo en la distancia como hilos de telaraña.
— ¿Qué es lo que ves?
— Humo.
— Eso es paja ardiendo, Jerr. La paja de los techos de unas casas. Y por eso es por lo que aquí no hay paja. Oro sí, pero no paja, porque a un soldado le dan paja solo cuando no es bienvenido. Esos de ahí llegarán al río a la caída del sol, y me han dicho que puede ser vadeado en esta estación del año. ¿Lo comprendes ahora?
Llegaron aquella noche, al alzarse la luna.