Sherlock Holmes a través del tiempo y el espacio

Ediciones Jucar; Col. Etiqueta Negra, nº 12; 1986

Después de los viajes espaciales, lo más común en un relato de ciencia-ficción es un robot. Sería sorprendente no incluir una historia de este tipo en esta selección.

No hay por qué sorprenderse, pues está aquí.

Está aún claramente grabado en mi memoria el día que conocí a March B. Street. Esto demuestra, claro, que mi subconsciente…, mejor será decir mi monitor… Tenéis que perdonarme si a veces tengo algún desliz en estos términos antropomórficos. Es un sesgo profesional… ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí. Mi monitor, que revisa mi memoria y borra todos los datos obsoletos en los períodos de mantenimiento, guarda esta conexión como algo importante. Un lazo no demasiado fuerte, se puede decir. Pero sí que ha durado en el tiempo.

Era tarde. Ya había hecho la última visita a domicilio y estaba lloviendo. A lo mejor cuido de mi salud más de lo que debiera, pero mi profesión me hace ser así y, después de todo, hay un gran número de personas que dependen de mí. En cualquier caso, en vez de ir andando a casa como hago de costumbre, me compré un periódico y me senté bajo un techado para leer mientras esperaba la llegada del monorraíl.

En veinte minutos ya había leído todo lo que podía tener interés y puse el periódico en el banco, al lado de mi maletín. Después de unos cinco minutos contemplando la lluvia gris y pensando en algunos de mis pacientes más problemáticos, cogí el periódico de nuevo y empecé a ojear los anuncios de pisos (mi habitación era, en varios aspectos, menos que satisfactoria). Creo recordar lo que decía exactamente el anuncio:

«Profesional soltero desea compartir apartamento (arm. exp.) ambiente tranquilo CRS/MO.»

El precio era más bajo de lo que estaba pagando por mi habitación y la idea de un apartamento -aunque fuera solamente un armario expandido y además compartido- era tentadora. Estaba más cerca del centro de lo que estaba mi habitación, y en la misma línea de mono. Estaba meditándolo mientras subí al mono y, cuando llegamos a la parada más cercana (La Catedral), me bajé.

El edificio era viejo y pequeño; la fachada era de hormigón deslucido que el tiempo había vuelto casi negro. La dirección que buscaba estaba en el piso vigésimo séptimo. Lo que una vez había sido sólo un apartamento se había desplegado en un complejo de viviendas por medio de expandidores de espacio, cuyos constantes zumbidos me recibieron cuando abrí la puerta. Se tenía la sensación de estar entrando de cabeza en golfos de vacío. Entonces, una mujer bajita, la casera, subió para averiguar qué quería. Era, como pude ver en seguida, una humana desclasada.

Le enseñé el anuncio:

— Ah -dijo ella-, eso es del señor Street, pero no creo que quiera a uno como usted. Claro que eso depende de él.

Podía haber sacado a colación la ley de derechos civiles, pero, sólo dije:

— ¿Así que es humano? El anuncio decía «Profesional soltero». Yo, naturalmente, pensé que…

— Claro, es lo que da entender -dijo la mujer bajita, mientras miraba de nuevo el anuncio-. No es como yo. Quiero decir que aunque sea un desclasado todavía es joven. El señor Street es un tipo raro.

— ¿No le importa si subo entonces?

— Oh, no. Lo único que me preocupaba es que se llevara una desilusión -estaba mirando a mi maletín-. ¿Es médico?

— Un biomecánico.

— Médicos… Así les llamábamos antes. Es por allí.

Había sido un armario empotrado destinado a guardar abrigos y sombreros, supongo, en el apartamento original. Sobre la puerta se podía leer: