XIV
D
e nuevo me deja, se va sin mirarme a los ojos.
La imagen de Santino encorvado, con la mano apoyada en el pecho, que parece a punto de estallarle, la mirada angustiada, la boca tensa, aparece ante mis ojos cada vez que pienso en él.
Se diría que el sentido de mi existencia está en el abandono. Soy otra vez Pulgarcito perdido en el bosque con los bolsillos llenos de migas inútiles para señalar el camino de regreso.
Desde que Santino ha vuelto a irse, la melancolía ha encontrado las puertas abiertas, campa por sus respetos en mi casa, dentro de mí. De día es un manto negro y pesado sobre el alma, al atardecer, un tormento ligero, de noche, un largo dolor. Al amanecer me invade la desesperación. Hasta que la abuela Ágata, la única que nunca me ha dejado sola, se me aparece en sueños. Lleva una bandeja llena de dulces en las manos y, con mirada decidida, me indica que me levante. Al despertar trato de darle un sentido al sueño; luego me digo: «Ahora tienes que reaccionar. Piensa, devánate los sesos hasta que encuentres en tu cabeza una buena idea y ve a buscarlo».
La inspiración llega una mañana calurosa después de una noche de siroco violento, si se trata de recuperar a Santino, estoy dispuesta a subir de rodillas todo el Monte Pellegrino.
Me visto bien y voy al bar donde suele comer. A través de las cristaleras lo veo apoyado en un taburete mientras mueve con la mirada ausente la cucharilla dentro de una taza. No sé cuánto tiempo me quedo observándolo: está delgado, pálido, envejecido. El corazón me late fuerte, cuando abre la puerta lo llamo con una voz tan débil que creo que sólo la oigo yo. Parece que él me espere, porque se vuelve enseguida, sus ojos se iluminan.
—Santino —le digo—, hay una manera de que puedas ser el primero. Ven mañana a mi casa.
XV
C
uando le abro la puerta, me tiemblan un poco las piernas. La inseguridad me impide recibirlo con desenvoltura. Santino se queda plantado, sin decidirse a entrar, está claro que espera que yo haga el primer movimiento. Lo cojo de la mano, un estremecimiento me acaricia el alma, lo llevo directamente al dormitorio sin que él oponga resistencia. Se deja llevar. Santino espera que su mujer le saque las castañas del fuego, que consiga salvarlo de sí mismo, liberarlo del sufrimiento eterno y repetitivo de la pasión. Nec tecum nec sine tecum vivere possum, ése es el drama de Santino Abbasta: me desea mucho, se nota, pero no puede satisfacerme. Aun así, a buen seguro que su primera vez conmigo no la olvidará.
-Mírame, Santino. ¿Te gusto?
—¿Qué es esa historia de la primera vez?
—Espera, no es fácil, a ver si lo comprendes sin palabras.
Normalmente entre nosotros no hace falta decir nada; cuando estamos en la cama, yo pienso y él hace, adivina exactamente lo que deseo, lo que necesito. Me quito la falda y la blusa, me quedo con una corta combinación de seda roja; por debajo asoman un liguero y el borde de las medias. Tengo los muslos robustos, cómo le gustan a Santino mis piernas musculosas, fuertes. Me desnudo lentamente hasta quedarme con unas braguitas diminutas y un sujetador balconet. Mis pechos oscilan al ritmo de una ola que va y viene. Él empieza a ceder, lo advierto por su respiración, que se vuelve más lenta y profunda, por sus párpados, que bajan ligeramente para ocultar la emoción que lo atormenta, pero sigue en sus trece.
—Bueno, ¿vas a contarme esa historia de la primera vez o no? Me acerco a él contoneándome a derecha e izquierda, le cojo la mano y me la pongo sobre el pecho:
—¿Notas cómo me late el corazón?
Lo beso y él no me esquiva; luego lo desnudo con delicadeza, él me deja hacer, pero aún no toma ninguna iniciativa, quiere decirme: «Mira que antes tienes que convencerme». Me acerco a su cara y le susurro al oído:
—Santino, si quieres, hoy puedes ser tú el primero. Hay una cosa que no he hecho nunca. No es que no me lo hayan pedido, pero siempre me ha dado miedo, no sé, quizá de que me doliera... Resumiendo, hay una parte de mi cuerpo que no he dado nunca. Si quieres...
Me da un poco de corte, espero que Santino comprenda y no me haga llamar a las cosas por su nombre. Me vuelvo de espaldas y me ofrezco a él:
—Si quieres, ésta es la manera. Para mí es la primera vez..., pero, por favor, no me hagas daño.
Santino ha comprendido, me quita lo poco que me he dejado puesto, tira delicadamente de mis caderas, apoya la cabeza entre mis hombros, la abandona allí unos segundos, como para disfrutar de una paz recobrada, me besa la nuca, baja por la espalda, me acaricia las nalgas, me empuja hacia abajo, me hace apoyar las rodillas en el suelo y la barriga en la cama, entonces, despacio, con suavidad, con las manos temblándole, poco a poco para no hacerme daño, me posee por detrás. Ahora soy suya por primera vez.
El dolor es un segundo de suspensión entre la espera a que el rito se cumpla y el placer que sube violento bajo la piel, una corriente eléctrica entre los músculos y los huesos, una felicidad que elimina la distancia, siento porque él siente, gozo porque él goza, existo porque es él quien me hace existir.
XVI
L
a idea de ofrecerle una «segunda virginidad» ha conmovido a Santino. Después de aquel amor —llamémoslo así—, me ha tenido abrazada, me ha acariciado largamente y de su boca han salido palabras dulces y una voz melosa, realmente me parecía haber retrocedido en el tiempo.
Ha pronunciado un discurso enrevesado en un tono solemne, afirmando que querría que quedase claro que, al margen de la impresión que pudiera dar su «amabilidad» en ese preciso instante, y sus contenidas (y por lo tanto inadecuadas y sustancialmente cicateras) reacciones a mi generosidad, acogida, simpatía y espontaneidad, él apreciaba mucho lo que yo era y lo que hacía a diario (sobre todo en referencia a él).
Y ha continuado un buen rato diciendo que la relación que hemos mantenido y la responsable y apasionante ligereza que me caracteriza..., en resumen, ha dicho que no sólo aprecia todo eso de mí, sino que disfruta de ello mucho más de lo que lo hace en esta fase de expresar... Lo que me ha parecido entender es que Santino quería asegurarme que ni uno solo de mis gestos, actos, miradas (y, creo, pensamientos) hacia él ha pasado inadvertido, ha dejado de ser apreciado o no disfrutado...
Aunque al principio no me quedara nada claro qué quería decir Santino con aquel galimatías, lo he mirado igualmente con adoración y hasta he derramado unas lágrimas. Pero después del tono correcto y de esa introducción altisonante, Santino ha recobrado la naturalidad:
—Ágata, tienes un culo que parece un buñuelo (eso lo he entendido con facilidad) y lo que hoy me has dado nadie podrá quitármelo jamás.
Conmovida, le he estampado un beso en las manos y le he prometido:
—A partir de hoy, amo, puedes pedir todo lo que quieras, porque no eres tú el que manda, sino yo la que quiero obedecer.
Y acto seguido le he entregado el cinturón en señal de rendición. Esta vez he dado realmente en el clavo, lo he conquistado y todo ha ido como la seda.
XVII
P
ero la luna de miel ha durado lo que un abrir y cerrar de ojos.
Han bastado pocos meses para que la inseguridad y la fragilidad de Santino estallaran de nuevo. Discutimos por nada, no hace más que buscar excusas para meterse conmigo, me descuida y además ya no me hace el amor, se me tira, me folla sin un ápice de ternura, disfruta con cada sufrimiento que consigue producirme, con cada humillación que me inflige.
A fuerza de padecer me he apagado. Estoy delgada, quizá mi cuerpo intenta escapar de sus garras consumiéndose. Mis pechos cuelgan tristemente. La comedia de mi amor se ha convertido en la tragedia de mi vida.
De nuevo se me aparece en sueños la abuela Ágata con una bandeja en la mano, pero en lugar de dulces esta vez lleva en ella pequeñas serpientes enroscadas, y la abuela llora, triste y desesperada. Me despierto agitada y me doy cuenta de que he llegado al final del trayecto. Estoy harta de Santino; tengo la sensación de que si no lo dejo, enfermaré y quizá incluso muera.
Lo tengo decidido: lo dejo y empiezo desde cero.
Pero antes de que pueda llevar a cabo la decisión tomada, otro se toma la molestia de determinar mi futuro. Una mañana como tantas, una de las acostumbradas, mientras estoy en casa tratando de pasar el rato leyendo los periódicos, con los ojos en las páginas y la cabeza en mi mala suerte, oigo gritar en el rellano.
—¡Aaahhh, Virgen Santa, qué desgracia!
Corro a ver qué ha sucedido y encuentro a la portera gritando, retorciéndose las manos y retrocediendo asustada. Delante de la puerta de mi casa hay una gallina con la barriga rajada y las tripas fuera. Es una clara advertencia. La «señora» (en referencia a su estatus) Abbasta ha decidido recuperar las cosas que le pertenecen, es decir, a su marido, al que ella mide por el mismo rasero que a una propiedad inmobiliaria. El mensaje está claro: «Si no le quitas las patas de encima, gallina despeluchada, que eso es lo que eres, te rajo la barriga como mereces». La mujer de Santino ha decidido por nosotros.
Ya no es momento de dudas, de incertidumbres. Rosalia Frangipane quiere que esta historia acabe y nosotros la acabamos.
XVIII
U
na vez más es la vida la que decide por mí.
Dos noches después, de repente oigo a una loca que grita y da patadas contra mi puerta. Por un instante me quedo inmóvil, luego me acerco con cautela a la mirilla. Santino está a su lado e intenta detenerla:
—¡Zorra, golfa, puta!
Y él:
—Calla, Rosalia, la gente está durmiendo.
—No, no me callo, tienen que enterarse todos de que esta zorra de Ágata Badalamenti se tira a mi marido.
—Rosalia, calla, si no, te hago callar yo a hostias.
—Inténtalo, adelante, dame esas hostias y después tendrás que rendir cuentas a mis hermanos.
—Venga, Rosalia, piensa en los niños.
—Claro, y tú ¿no pensabas en ellos cuando te tirabas a esta puta?
—Venga, Rosalia, ya está bien.
—¡Sal, golfa! ¡Sí, te digo a ti, a la que se mete en la cama de las otras!
Trato de poner en práctica las enseñanzas de la abuela. «No puedes huir del enfrentamiento», me digo, y abro la puerta de casa.
Los gritos de la señora Abbasta y la rendición de Santino son lo peor que he visto en mi vida, lo más vulgar que me ha ocurrido. Mi abuela Ágata decía que, cuando llegas al fondo, más abajo no puedes caer, por eso tienes que tomar impulso y tratar de subir de nuevo. Abro la puerta de casa, preparada para la pelea o para la lapidación, todavía no sé cómo reaccionaré ante la onda de choque de Rosalia Frangipane. La loca se detiene. Se hace un silencio absoluto, pese a que todos los inquilinos del edificio están fuera de sus viviendas, atraídos por los gritos repentinos, de pie en la escalera como en las gradas de un estadio.
Por más que en mi interior haya decidido romper la relación con Santino, una vez más el miedo de ser abandonada me atenaza y se impone al sentido común, que dejé en la mesa del comedor la primera vez que Santino me tumbó sobre ella. Rosalia echa espumarajos por la boca, para alguien como ella estar por detrás de otra es una ofensa inimaginable. Santino parece preocupado sobre todo por su propia integridad.
En los instantes que siguen cada uno de nosotros anda detrás de sus propios deseos, proyecta soluciones personalísimas, reza con ardor a sus santos e invoca su protección. No sé cuánto dura esa pausa, pero es Rosalia la primera en tomar la palabra. Está claro que ella dirige el juego y que es ella quien decide por todos nosotros, estableciendo así las bases de nuestra vida futura:
—Quédate a este muerto y que te aproveche.
Y desaparece de mi horizonte y del de Santino, llevándose también a sus hijos.
A las mujeres de verdad no les gustan las sobras de las otras.
XIX
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ientras en 1968 en Europa había empezado con energía la operación de desmantelamiento del Estado burgués, en Sicilia el terremoto que destruyó el valle del Belice a principios de aquel año representó una auténtica advertencia. «¡Ojo —pareció decir a los jóvenes sicilianos—, aquí se hace lo que se puede, nunca lo que se quiere, y algunas veces lo que se debe!»
Las mujeres también se encontraron ajustando las cuentas con esta advertencia: mientras fuera corrían audaces a la conquista de nuevas libertades, en Sicilia tuvieron que conformarse con una lenta caminata entre casas tronadas y senderos incomunicados, lo que les hizo acumular un impresionante retraso respecto a la conciencia de sí mismas y de su papel social. Especialmente en las relaciones con el otro sexo...
¿Sirve esto para explicar, desde una distancia de más de veinte años, el comportamiento para mí incomprensible de Rosalia Frangipane? ¿Por qué extraña razón, en lugar de discutir y aclarar las cosas con su marido, prefiere agredirme y amenazarme a mí?
Pero la verdad es que la agresividad femenina encuentra su contrapeso en el infantilismo masculino, y Santino Abbasta, sin el apoyo de su mujer, está desinflándose como un saco vacío.
-Santi, ¿duermes?
Noto que está dando vueltas en la cama desde hace horas, pero no contesta. Enciendo la luz de mi mesilla de noche, lo veo tumbado boca arriba, con los ojos abiertos de par en par y la mirada clavada en el techo; tiene las manos cruzadas sobre el pecho, parece un muerto de cuerpo presente. Por un momento casi me entran ganas de reír, recuerdo la primera vez que lo vi en mi casa, en medio de la mudanza, mientras dirigía a los obreros en mangas de camisa... ¿Será que tenía razón con aquella historia del catafalco? A ver si resulta que ha sido suficiente la intención de poner la cama en medio de la habitación para hacer que ocurra una desgracia... ¡Desde luego él, tal como está colocado, parece un muerto! Mi risita apenas esbozada surte en él un efecto urticante. Santino se vuelve hacia mí y me dirige una mirada torva:
—No veo qué es lo que tiene tanta gracia.
—Nada, Santino, es que me siento feliz de despertarme a tu lado.
Le doy la vuelta a la tortilla de este modo, las trolas fueron mi estrategia de supervivencia cuando era pequeña, figúrate ahora que Santino intenta hacerme pagar a mí el precio de su infelicidad. Además, no es totalmente mentira: durante meses he deseado poder dormirme junto a él, abrir los ojos y encontrármelo al lado...
Pero lejos de sus hijos, que eran su coartada para no tomar decisiones, Santino está insoportable. Está casi siempre callado, no duerme, ha empezado a odiarme como si fuera yo la única responsable de su desasosiego y no desaprovecha ninguna ocasión para maltratarme.
—Santino, ¿te doy un masaje? —le digo alargando la mano hacia su barriga.
—Pero ¿es que no tienes ganas de dormir esta noche? —replica él con brusquedad antes de darse media vuelta.
Su espalda me expresa todo el fastidio y el hartazgo que le produzco. La verdad es que desde que Santino ha venido a vivir al piso de Via Alloro, ya no quiere saber nada de mí. Puedo trajinar desnuda delante de él, bailar de puntillas, representar una obra de teatro..., él no se entera ni por asomo de que existo y ya no me toca, ni siquiera para zurrarme. Si antes, cuando era su amante clandestina, me consideraba una puta sin derechos pero me adulaba porque le ofrecía sensaciones y distracciones, ahora me trata simplemente como a una camarera, es más, como a una criada, y de esas un poco molestas.
Y yo no logro encontrar fuerzas suficientes para liberarme a mí misma y liberarlo a él de esta miseria que se nos ha adherido como la glasa viscosa en las minne chapuceras.
XX
S
in embargo, al cabo de unos meses lejos de su mujer Santino ha empezado a sentirse primero ligero y después libre. Y no ha tardado —¿cómo he podido no preverlo?— en fijarse en las demás mujeres, para después pasar a cortejarlas y a continuación a follárselas sin ningún disimulo. Me considera transparente y mi presencia no le crea ningún vínculo.
Esta brutalidad explícita supone para mí un golpe durísimo. Caigo enferma.
-Tengo la negra, ahora que he dejado a mi mujer..., ahora que te necesito..., en fin, ¿te parece que es un momento adecuado para ponerte enferma?
Santino está sentado a los pies de mi cama.
Tengo tubos metidos por todas partes, el vendaje me mantiene inmovilizado el pecho y me corta la respiración, me duele la garganta, y cada acceso de tos hace que algo se mueva dentro y me produzca una violenta punzada bajo el brazo izquierdo.
—Pobrecillo, tienes razón. ¿Cómo vas a arreglártelas ahora?
Ni me responde ni me escucha, se queja. Para él, el lamento forma parte, junto con los bienes y la madre, exactamente en ese orden de importancia, de los derechos irrenunciables de la persona.
—A lo mejor Rosaba cambia de opinión y, en vez de abandonarme, hace que los muchachos de su padre me maten a palos.
Está pensando en voz alta.
—Puede que te deje volver a casa —digo yo con el poco aliento que he recuperado al fondo de los pulmones. Estoy ya tan decepcionada y tan dolida que casi preferiría que volviera a casa con su mujer. Abre los ojos como platos, esboza una sonrisa, se nota que la idea no le desagrada, luego menea la cabeza, quizá piensa que debería renunciar a su nueva libertad, y entonces cambia de tema.
—Mis hijos..., apenas he vuelto a verlos, de lejos..., pobres almas inocentes.
Los hijos de Santino, a decir verdad, ya están creciditos, pero él habla de ellos como si fueran tres recién nacidos con cara de angelito. Y sus turbaciones, incluso las más íntimas, que merecerían delicadeza y reserva, son expuestas ante cualquiera con impudicia: «¡Agatì, el chico ya se hace pajas!», me dijo una vez con orgullo.
El lamento de Santino es inagotable:
—¿Y mi madre? ¿Sabes que me ha quitado del testamento?
Santino es hijo único de madre viuda y lo será toda su vida.
—¿Y tenías que ponerte enferma justo ahora? ¿No podías esperar a que estuviera situado?
—Verás, Santino, la enfermedad no es una elección...
Lo digo para justificarme, pero no estoy segura de que sea verdad. Sí, esta enfermedad me la he buscado, recibo el justo castigo por haber preparado en los últimos años minne de santa Ágata chapuceras, chafadas, quemadas, por haber perdido la receta de la abuela, precioso tesoro que no he sabido preservar como ella me había encargado.
Es una gran verdad que la experiencia de los demás no cuenta en absoluto. ¿No me enseñó nada la enfermedad de mis tías gemelas? ¡Ninguna de ellas ha pensado nunca en la Santuzza y han tenido cáncer! Ahora tienen un pecho por cabeza, dos pechos entre las dos. En la historia de mi familia ha habido diversos casos de tumor de mama en estrecha relación con esos malditos pasteles. ¿Cómo he podido olvidar las recomendaciones de la abuela Ágata, la historia de la Santuzza, la vida de mi bisabuela Luisa, de mis antepasadas? Si me hubiera acordado a tiempo de esas cosas, habrían podido ser preciosas piedrecitas para señalar el camino.
La evolución postoperatoria, complicada por una infección, me obliga a permanecer en el hospital un largo período. C lobada con fármacos que me quitan la lucidez mental y la capacidad de pensar, alterno momentos de tristeza con otros de gran excitación en los que me levanto, me maquillo y espero ansiosa a que Santino venga a verme. Entonces nos encerramos en el cuarto de baño y hacemos el amor. Mientras me mantengan el pecho vendado, el agujero no se ve, y de todas formas él parece no hacer caso de eso. Es más, ha empezado a amarme con renovado ardor. Santino es así, las situaciones extrañas lo excitan, en la normalidad se apaga.
Después de haber cerrado el grifo del gotero por precaución, no vaya a ser que pase algo, sostengo los drenajes con una mano y con la otra me apoyo en la pared para mantenerme en equilibrio. Me posee con la habitual fogosidad animal, yo me hago ilusiones de que las cosas puedan empezar otra vez desde cero entre nosotros. Pero cuando me quedo sola me consumo, me desespero por su ausencia, me desmoralizo por mi mala suerte. Y bajo las vendas, junto al escozor de la herida, siento que somos dos barcas a la deriva.
Las palabras de la abuela Ágata me vienen a la mente de improviso, me pillan por sorpresa y ejercen sobre mí un efecto consolador: «Agatina, no tengas miedo, el Padre Eterno no envía pruebas a quien no tiene fuerzas para superarlas...».
La abuela tiene razón, pero una bomba me ha estallado en el pecho y me ha dejado un cráter abierto. ¿Conseguiré superar este momento? Tengo pensamientos y deseos contradictorios. Unas veces deseo de todo corazón que Santino desaparezca, otras, en cambio, me doy cuenta de que su presencia es lo único que me mantiene viva.
El día antes de que empiece el tratamiento que tiene un nombre que me da miedo pronunciar, Santino me lleva a comer fuera. Hace sol, el día es templado y, ante una magnífica lubina a la sal, Santino me coge la mano, me trata con dulzura... Me parece un milagro.
—Ágata, come, aprovecha ahora que estás bien...
—¿Por qué, Santi? ¿Qué va a pasar?
—Nada, es que el tratamiento es muy fuerte, a lo mejor te encuentras mal, y además dicen que hace vomitar.
—Pero quizá lo soporte bien —digo yo para infundirme valor.
Él me pone en el plato un filete de su pescado y con mirada tierna me dice:
—Oye, Agatì, mira lo que vamos a hacer: hoy comes y te pones fuerte, mañana es miércoles y te ponen el gota a gota. Tú no te asustes aunque te encuentres mal. El jueves vomitas, el viernes estás regular y el sábado follamos.
A mí, esta declaración de intenciones me parece la frase de amor más bonita que me han dicho en toda mi vida.
El miércoles y el jueves vomito, el viernes estoy regular, el sábado lo recibo vestida y maquillada y hacemos el amor sin que él alargue en ningún momento las manos hacia mi pecho, prefiere no saber qué ha sucedido en los pechos que lo han seducido hasta el punto de romper su familia.
Dos semanas después de la primera sesión de quimioterapia, una noche me voy a la cama con un nuevo y extrañísimo dolor: me duele el pelo. No el cuero cabelludo o el cutis, sino el pelo. A la mañana siguiente lo encuentro todo sobre la almohada.
Esta vez el cambio físico es tan evidente que no es posible esconderlo detrás de gasas, vendajes, combinaciones de encaje o sujetadores con relleno. Tengo miedo de leer el desagrado en la mirada de Santino, de percibir su horror, su repugnancia... Ya está, ahora sí que he tocado de verdad fondo.
Lo llamo por teléfono:
—Vuelve a casa de tu esposa, vete a vivir con tu madre, búscate otra mujer, haz lo que quieras, pero yo no quiero volver a verte.
Estoy buscando el impulso que me permita subir.
XXI
E
l tratamiento ha durado el tiempo necesario. No tengo ganas de andar por ahí ni de soportar las miradas de conmiseración y las frases hechas convencionales, así que desconecto el teléfono, cierro la puerta y me refugio en casa. Como mis tías, dejo de hablar: quién sabe, quizá en el silencio encuentre fuerzas para afrontar esta batalla.
Sin embargo, después de mucho tiempo, una persona que me quiere de verdad ha entrado en la casa de Via Alloro: Ninetta. Ha venido para estar conmigo, prepara la comida, trajina en silencio por la casa, escucha mi respiración, me abraza. Sus atenciones, fruto de una cultura antigua, sus delicadas caricias, por fin sin deseo después de las asesinas de Santino, son un bálsamo para mis heridas.
Una mañana, de forma totalmente inesperada, llaman a la puerta tía Nellina y tía Titina. A lo mejor las ha llamado Ninetta, no lo sé; en cualquier caso, ellas no dicen nada al respecto y yo no pregunto. Me saludan como si nos hubiéramos visto ayer. Están muy delgadas y la antiestética asimetría de su tórax despierta mi inquietud y me impide mirarlas mucho rato.
—Agatina, no debes preocuparte, de estas cosas no se muere una.
Tía Nellina es la primera en hablar; de las dos hermanas, ella es la dominante.
—Sí, ya lo sé... —contesto con voz lacrimosa. Estoy siempre a punto de romper a llorar.
—Agatina, no puedes morir y darle gusto a la gente. —Tía Titina vive para fastidiar al mundo—. Míranos a nosotras, parecía que íbamos a morirnos y en cambio, después de todo este tiempo, aún estamos aquí.
Busco su mirada detrás de los gruesos cristales de las gafas, pero cuando mis ojos topan con el pecho que ya no está, la sangre se me sube a la cabeza, me falta el aire, el corazón me late con fuerza, una serie de fantasías, desde las más aterradoras hasta las más ridículas, me pasa por delante como en una película.
Luego un pensamiento repentino, absurdo, me devuelve la sonrisa, la primera desde que me han operado. Empiezo a contar: una, dos, tres..., tres tetas entre tres, el número de los pechos es impar, somos tres medias mujeres. Se dice que los senos son órganos pares y simétricos..., pero no en mi familia.
Es una consideración amarga, pero me regala una sensación de insensata alegría.
XXII
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o hay bien ni mal que cien años dure, las cosas se han puesto en su sitio. Santino ha vuelto a hacer el muerto a casa de su mujer, que lo ha recibido tragando quina. Rosalia es demasiado mayor para estar sola y, con un movimiento inteligente, ha descargado en él toda la responsabilidad de los hijos, de manera que se ha liberado de golpe de un montón de engorros.
El pelo me está creciendo otra vez, brillante y en abundancia, mi rostro tiene de nuevo un bonito color rosado y, si no fuera por el agujero en medio del pecho y el vacío en el corazón, sería la misma de antes. He recuperado los antiguos hábitos, excepto en lo que se refiere al trabajo, que parece un capítulo definitivamente cerrado. El caso es que no me siento capaz de trabajar, no tengo ganas de consolar a las demás. Mis amigas también han reaparecido una a una, llamadas por un tamtan misterioso: se reanudan las charlas, el café, los cotilleos. Incluso he vuelto a cocinar, aunque los dulces ya no los hago; total, mis pechos ya están destrozados, es más, uno hasta se ha perdido por el camino.
Tío Nittuzzo pasa una vez a la semana y me cuenta las últimas novedades, mi madre también ha vuelto a la carga, me ha hecho saber que quiere verme, pero yo estoy demasiado frágil.
Ninetta no ha regresado todavía a Malavacata, ha dicho que antes de irse quiere estar segura de que yo me las apaño con mis fuerzas.
Hoy, tras un largo silencio, me he despertado con una languidez en la barriga y la necesidad de volver a ver a mi gran amor. Mientras desayuno, Ninetta está sentada en mi cama y me escruta con mirada indagadora, busca indicios de mi estado de ánimo.
—¿Qué te pasa? —me pregunta antes incluso de darme los buenos días.
Se da cuenta enseguida de que algo me ronda la cabeza, percibe como una madre todos mis cambios de humor. Me hago de rogar un poco, pero al final la necesidad de hablar se impone a mi reticencia.
—Ninetta, te necesito, tienes que ayudarme.
—¿Qué te pasa, hija mía? ¿Qué puedo hacer por ti?
Siempre me ha resuelto todos los problemas, pienso, quién sabe si también esta vez tendrá una solución.
—Ninetta, es algo complicado...
—Preciosa mía, si no me dices lo que quieres...
—Pero ¿tú me juras que no te enfadarás conmigo?
—¿Por qué dices eso? ¿Me crees capaz de enfadarme contigo?
—No, Ninetta, pero es un asunto delicado.
—¿Mal de ojo? Vaya lata, siempre hay alguna puta que te desea algún mal; la última vez eras un saco de veneno... Agatì, la mala gente no tiene tiempo de dormir.
—Ninetta, no sé si es mal de ojo, pero por cómo estoy, parece que me hayan hecho un maleficio... ¿Te acuerdas de Santino Abbasta?
—¡Quién va a olvidar a ese cornudo! —exclama, porque si las mujeres son putas por definición, los hombres son cornudos—. Pues no ha hecho ése de las suyas ni nada, es de la piel de Barrabás, todavía peor que el Alto Voltaico. Pero ¿todavía no lo has olvidado?
—No me hagas preguntas, ya sé que me puse enferma por su culpa. Pero ¿qué te puedo decir? Me parece que sólo con él me siento viva.
Me echo a llorar, Ninetta no se precipita, intenta hacerme entrar en razón, pero al final se conmueve y se deja convencer por mi expresión suplicante.
—Escucha, preciosa mía, voy a ocuparme yo de esto y ya verás como mañana pasa algo.
—¿Y qué vas a hacer? Fui yo quien le dijo que no apareciera más por aquí...
—No te preocupes, si te digo que me ocupo yo de esto, debes estar tranquila. Esta noche duerme en gracia de Dios, que yo rezaré por ti la oración a santa Rita, la de los imposibles. Y mañana por la mañana a las siete en punto hablamos.
A la mañana siguiente, puntual, Ninetta llega con el café. No he pegado ojo, pero no se lo digo, también ante ella me avergüenzo de mi apego al canalla de Santino.
—Ninetta, ¿qué?
—Ay, hija mía, qué lucha toda la noche, no una, sino cuatro oraciones... A las seis, santa Rita me respondió.
—¿Y qué te dijo?
—Déjalo estar, olvídalo, si santa Rita no puede hacer nada. Ese es cosa de Rosalia Frangipane, vale más que te busques otro..., y además, es un rompecorazones.
Ninetta ha sido categórica, si ella no puede hacer nada, está claro que es el destino. Dejo a un lado la languidez y me resigno a la idea de que Santino se quede entre los brazos de su mujer.
De repente, como siempre, una noche me descubro soñando, deseando de nuevo. A la mañana siguiente me despierto con la sensación del viento en los cabellos y una oleada de nostalgia me recorre a lo largo y a lo ancho como una fiebre ligera. Me doy cuenta de que necesito un hombre. Empiezo a fantasear y... la imagen de Santino se impone en mi mente como la encarnación de la única forma de amor que soy capaz de imaginar. Su boca pegada a la mía, su cuerpo sobre el mío, sus manos sobre mis pechos... Me detengo de golpe, el sueño se desmorona sobre ese cráter que destaca en el lado izquierdo de mi tórax. Ya no tengo dos pechos, y ahora se hace evidente la necesidad de salir de la jaula del ritual que Santino y yo construimos en torno a mi cuerpo. Todavía no estoy curada del todo, pero finalmente tengo la sensación de que una larguísima convalecencia ha empezado.
XXIII
H
a hecho falta tiempo, pero el corazón ha vuelto a palpitar y después a esperar. El deseo del amor es más fuerte que la sensación de muerte y de inevitabilidad que Santino Abbasta ha dejado en mi existencia, y además poco a poco el miedo a la enfermedad también se ha desvanecido, después de la apnea he vuelto a respirar.
La primera vez ha sido mérito de Ciccio, quince años más joven que yo, guapo, musculoso.
Lo conozco en la calle, me abre la puerta del bar, «señora, por favor...», me deja pasar a mí primero y me invita al café. Después de semanas de cortejo discreto y amables galanterías, me dice:
—Podríamos tutearnos...
Accedo.
Pasan dos meses, lo tengo en vilo, no le digo ni que sí ni que no, aunque de todas formas él ni siquiera pide. Clotilde es de nuevo mi confidente; quedamos a menudo por la tarde. Me dice en tono desapasionado:
—Oye, has tenido mucha suerte, un hombre joven, guapo y hasta limpio te quiere. Cualquier mujer estaría contenta en tu lugar, así que deja de estar deprimida y vuelve a vivir. En cuanto al Amor con mayúscula, ya se verá más adelante...
Tiene razón. Acepto el consejo y complazco al muchacho, que entre tanto ha empezado a hacer demandas discretas pero explícitas.
Ciccio posee la belleza de un dios griego: músculos esculpidos, turgentes, piel suave, ambarina. Es alto, fuerte, me abraza mirándome a los ojos. Tiene una mirada tierna, atrayente, inocente. La expresión de un cervato que da los primeros pasos y pide la aprobación y el aliento de su madre. Sus manos suaves e inexpertas pasan sobre mi ropa con timidez. Su perfume dulce, aunque evanescente, llena la estancia como el aroma de una rosquilla de chocolate y me deja un recuerdo indeleble. Su boca húmeda busca la mía y no se aparta de mi cara. Pero en conjunto la inseguridad lo vuelve rígido y frío. Me decepciona, pero Clotilde tiene una explicación a punto:
—Todo el mundo sabe que las primeras veces..., la vergüenza, la poca intimidad... Dale otra oportunidad.
La segunda vez es más audaz, parece que haya adquirido confianza, me mete las manos por todas partes, suspira, me busca como un macho hambriento. Cuando intenta desabrocharme la blusa, poner las manos sobre los pechos, lo alejo de malos modos, y en el momento en que se aventura por la parte del agujero le doy un buen empujón. La idea de que el pecho postizo metido en el sujetador se le quede en la mano me aterroriza. De repente pienso en el doctor Strangelove, en su brazo metálico, en cuando le sale disparado al hacer el saludo nazi...[15]. Y, sin embargo, me desagrada traumatizar a Ciccio, siento por él una gran ternura, es tan joven, un crío comparado con Santino. Ciccio es sobre todo inexperto, pero sensible y con muy buena voluntad.
Clotilde interviene en su defensa:
—Es comprensible, es muy joven, pero tú eres una mujer hecha y derecha, podrías enseñarle cómo se hace, ¡desde luego experiencia no te falta! Además, alguna explicación deberías darle, esas tetas que llevas apretadas a más no poder... Nadie nace enseñado.
Cuando Ciccio viene a casa la tercera vez, intento atribuir motivaciones razonables a mi comportamiento de adolescente:
—Verás, amor mío, quizá no hayas entendido, quisiera que tuvieses claro...
El me interrumpe y, con el índice delante de mi boca, susurra:
—Chsss..., calla. Eres tú quien no ha entendido lo que los demás han comprendido hace tiempo...
Qué sensibilidad, pienso, tratándose de un chico tan joven que aún no ha catado la vida. Qué manera tan bonita de decir: «Tranquila, sé cuál es el problema, no hace falta añadir nada». Pero Ciccio no ha entendido absolutamente nada. Sus manos siguen ahí, sobre mi pecho, su boca sobre la mía, su cuerpo expuesto a mi mirada para que pueda admirar su belleza, su postura, sus músculos tensos como los de un atleta antes de la competición.
Pero estoy decidida a llegar hasta el final. Intento de nuevo darle alguna explicación. Al fin y al cabo, sigo siendo doctora, ¿qué otra cosa puedo hacer sino afrontar la cuestión desde la perspectiva médica? Pienso que la ciencia puede acudir en mi ayuda dándome un tono neutro, distanciado, menos turbador para él y menos humillante para mí.
Una noche, cenando, abordo el tema desde lejos. Zonas erógenas, senos, mastectomía, las amazonas... El chico me escucha sin interrumpirme, sus ojos negros están abiertos como platos, su expresión es interrogante, desorientada. Para cortar por lo sano, me dice:
—Amor mío, para hablar contigo hace falta una enciclopedia.
Cansado de todo este teatro, Ciccio, que soñaba con una aventura fácil con una mujer madura, empieza a tratarme con desapego.
—Deberías haberlo previsto.—Sólo Clotilde no asume mi desilusión—. Con lo joven que es, ¿y tú vas buscando comprensión?
—¿Por qué no? ¿Qué tiene de malo ser comprendida?
Pero esta noche, cuando finalmente ha tenido claro ante los ojos el defecto físico que ninguna enciclopedia conseguía explicarle, Ciccio ha desaparecido.
XXIV
D
aniele ha llegado con la primavera, cuando el alma se presta con más facilidad al amor. Bastante joven también él, maduro como mínimo según el carné de identidad. Físico musculoso, grandes ojos claros, quizá no muy vivaces pero bonitos. Cargado de buenas intenciones, galante, amable.
La temperatura templada nos ha regalado románticos paseos a orillas del mar y por las calles del casco antiguo, aperitivos a la hora del ocaso y cenas a la luz de las velas. He evitado cuidadosamente todo tipo de acercamiento sexual, pero lo he tenido a la expectativa, lo he provocado con alusiones, roces, actitudes ambiguas, preparada para dar rápidamente marcha atrás cada vez que él tomaba la iniciativa y buscaba un contacto físico. Esta vez, antes de ir al grano, he decidido armarme de valor e informarle de las condiciones en que me encuentro.
—Daniele, verás, me han operado del pecho...
—Bien, ¿y qué?
—Pues que soy una amazona.
—¿Y qué pasa?
—¡Daniele, me falta una teta!
Él traga, como si tuviera que deglutir un sapo, y luego, como un auténtico caballero, me dice:
—Para mí, una teta o dos no cambia nada, tú sigues siendo la misma. Además, ni siquiera me impresiona, a mi padre también lo han operado del pecho.
Lo hemos hecho con la ropa puesta, me ha dejado actuar como he querido y no ha escapado, es más, ha seguido a mi lado.
Una mañana, en la playa, mientras yo hago tiempo, me entretengo un poco antes de ponerme el bañador, él, para tranquilizarme, me dice:
—Pero ¿por qué no te desnudas, con el sol que hace? Si estás preocupada por algo..., sabes que me gustas..., no puede cambiar nada.
Me anima y por un momento pienso que todos los hombres no son iguales. Tranquilizada por su actitud, en la penumbra de la caseta, a resguardo de miradas ajenas, me desnudo rápidamente y me muestro con ese agujero que, gracias a él, por un instante he olvidado que tengo. Una expresión entre sorprendida y asombrada pasa por su rostro:
—¡Hostia, pues es verdad que está mal hecha!
Esta vez he sido yo la que ha desaparecido; me he refugiado con mi amiga de siempre para lamerme las heridas.
—Clotilde, yo creo que ha llegado el momento de poner punto final. Ya está bien, archivemos el problema, miremos hacia delante con confianza, pero sin hombres. Ágata Badalamenti se jubila.
—¡Pero qué jubilación ni qué niño muerto, a tu edad! Lo que pasa es que tienes que encontrar al adecuado, uno al que le gustes de verdad, ya verás como antes o después aparece. Cuando ya no lo esperes, te pillará por sorpresa.
XXV
E
l destino no me ha hecho esperar mucho, muy pronto conozco en una fiesta a un señor maduro con algún pequeño problema de próstata, me lo confiesa en la tercera cita y me pide un consejo al respecto. Es inteligente y ha sufrido lo suficiente para ser comprensivo con el dolor ajeno. Se llama Giuseppe, «un nombre de mayordomo», ha dicho Clotilde. De mayordomo tiene las maneras afectadas, que quizá justifican la perplejidad de mi amiga:
—No sé, Ágata, lo encuentro demasiado mayor para ti, él sí que está un poco mal hecho, pero quizá esté más disponible. En fin, Ágata, prueba..., pero esta vez no asumo ninguna responsabilidad.
Sin las palabras de ánimo de Clotilde, el cortejo se ha alargado. Entre conversaciones inteligentes, diálogos para besugos y consideraciones fantasiosas, me ha costado mucho aproximarme físicamente a él, en parte porque no quería desvelar mi defecto, y en parte porque los hombres pasados de punto en realidad nunca me han gustado. Hasta que él me ha dado a entender que le gustaría, pero que espera una señal, una palabra, una invitación... y entonces tomará la iniciativa. Esta vez Clotilde ha decretado:
—Lánzate, si no pruebas, te quedarás con la duda. A lo mejor es el hombre de tu vida, tú qué sabes, a lo mejor acabáis echando cohetes. Olvídate de tus prejuicios sobre la edad.
Pero no es sólo un problema de edad, intuyo en él un rasgo vulgar, que no se expresa pero está. Contenido, reprimido, controlado, a veces aflora en una risotada grosera, en los andares a zancadas, en ese trasero plano que baila dentro de los pantalones anchos.
Pero al final no me he prestado atención a mí misma y me he lanzado.
Me encuentro una noche en su casa de campo, cerrada desde hace muchos meses y por ello húmeda como un sótano. En una cama increíblemente fría, teniendo en cuenta que estamos en primavera. Mientras espero a que acabe de prepararse y fantaseo sobre su larga permanencia en el baño, busco las palabras apropiadas para hablarle del defecto que me preocupa.
Indecisa entre los dos lados de la cama, escojo el más alejado de las fotografías de sus parientes. Giuseppe llega con un pijama azul de algodón, recién peinado, y me dice:
—Perdona, ¿te importa si duermo yo en este lado? Es el mío habitual.
Claro que me importa, acabo de calentar este rincón, pero no se lo digo, mascullo unas palabras de disculpa y me paso al otro lado, tan frío que parece mojado. Miro el enorme armario que tengo enfrente y, en el espejo que nos enmarca a los dos, veo que se está peinando otra vez. No sé por qué me viene a la mente el comendador Martuscelli del cuarto piso, aquel de la bata de seda y la redecilla en la cabeza..., pero a estas alturas ya no puedo echarme atrás, no quisiera herirlo, más bien tengo que encontrar las palabras apropiadas para decirle que me falta un pecho.
Giuseppe se desliza entre las sábanas y pone la lámpara de la mesilla de noche en el suelo: una penumbra tranquilizadora invade la habitación. Se pega a mi cuerpo, me acaricia la cabeza, me da muchos besitos, como si fuese mi hermano. En el silencio, mientras él procede con cierta prudencia, lo prevengo:
—Perdona, pero tengo que decirte una cosa...
Y él replica:
—¿Te la ha dicho tu madre?
Inteligente, pienso, tiene sentido de la ironía, quizá esta vez es la buena... Y confieso sin reservas.
Superadas las primeras dificultades, me ha puesto boca abajo; ha sido la solución más racional para no afrontar el problema y no mirarme a los ojos. Al día siguiente me prepara el desayuno, me colma de tiernas atenciones y desaparece de mi vida.
El rechazo del anciano ha sido una afrenta. Ahora, sin lamentaciones, es el momento de decidirme a vivir una castidad que me hace sufrir menos que este sexo humillante, hecho de temerarias maniobras entre las trincheras excavadas en mi cuerpo.
Todas las noches le rezo a santa Ágata: «Santuzza mía, haz que me crezca este pecho, te lo suplico, obra el milagro, no me dejes este boquete; después de todo, a ti san Pedro te los volvió a pegar. Sí, ya sé que tú eres una santa y yo no, pero en tu caso eran los dos, y en el mío se trata sólo de uno. Por favor, concédeme esta gracia».
¡No quiero seguir en estas condiciones de monja seglar! Soy joven, bastante guapa, y necesito el amor como el aire para respirar. Quiero recuperar mi pecho a toda costa, haría cualquier cosa para que me fuera devuelto.
Es verano, una de esas tardes calurosas, silenciosas, de espera. Mientras revuelvo libros y cuadernos, la receta de la abuela Ágata cae sobre mis zapatos como por casualidad. Si no es esto una señal del destino...
XXVI
L
a minna recuperada ha marcado un cambio real y profundo. Una vez más, la abuela Ágata interviene en mi vida y me indica la dirección que debo seguir. La receta ha llegado con el siroco y, entre ráfagas de viento caliente que mezclan polvo y basura en las calles, deseos y añoranzas en mi corazón, se materializa una idea que resultará ser un verdadero acierto.
Mi pequeño horno ‘A MINNA abre al atardecer y cierra por la mañana. Me gusta amasar pan, dulces y pastas; muevo las manos y dejo descansar la cabeza, recupero la calma que creía perdida para siempre. Preparar las minne de santa Ágata todos los días del año, escribir las frases, los refranes, los dichos de la abuela sobre tarjetitas de colores —rojas para el amor, violetas para los que buscan sensatez, rosas para los que desean jugar— y unir una a cada minna ha sido la mejor de las intuiciones.
Las minne con sus correspondientes tarjetitas son muy demandadas, a las mujeres sobre todo les chifla. Durante la noche, cuando el tráfico disminuye y los comercios cierran, delante de la entrada hay siempre una pequeña aglomeración. Grupos de amigas y parejitas alucinadas hacen cola y esperan pacientemente a que los dulces estén a punto. Alguna mujer solitaria mira a su alrededor antes de entrar, busca alguien con quien emparejarse, porque las minne sólo se venden de dos en dos, como recomendaba la abuela. «Agatì, número par, nunca desparejadas.»
La atmósfera enrarecida, la oscuridad, las calles semidesiertas hacen los diálogos más fluidos, disponen los ánimos a las confidencias. Los encuentros ocasionales parecen antiguas amistades, las charlas más banales se convierten en conversaciones íntimas, cada respiración parece un suspiro. Y una buena bebida aromática o un café caliente acaban derritiendo incluso a las clientas más tímidas, devolviendo locuacidad a las más silenciosas.
‘A MINNA es un lugar donde hacer amistades, encontrar compañía y consuelo.
—Dame esas más pequeñas..., no, esa no..., la de al lado, la veo más regular. Y hazme un café, corto.
María entra una noche de primavera, con el pelo largo, negro, rizos que ondean siguiendo el movimiento sinuoso de las caderas. Alta, flexible, guapa, unos pechos majestuosos escondidos bajo chaquetas y camisas siempre muy anchas, la boca grande y una hilera de dientes blanquísimos que brillan cada vez que sonríe. Es española, trabaja de guía turística, está en Palermo desde hace unos años,«pero de paso...», me dice, misteriosa.
«El hombre celoso muere cornudo.» María lee la tarjeta en voz alta y se echa a reír.
—Esta no es para mí. Ten, a lo mejor a ti puede resultarte útil.
Quisiera poder reír de corazón como hace ella, pero sigue saliéndome una mueca melancólica.
—¿Has terminado?
—No, pero estoy bastante cansada... Hoy me retiro antes. No hay sábado sin sol ni doncella sin amor —dice María con un susurro, estirando el busto hacia delante y apoyando una mano en mi brazo—. Venga, cierra y hacemos parte del trayecto juntas.
Caminamos una al lado de otra en silencio. Palermo muestra su rostro más hermoso, las calles todavía vacías, iluminadas por una luz tenue, clara, que suaviza los contornos de las casas, de las montañas. El puerto ya bulle de gente en espera de que atraquen los barcos, hasta los perros callejeros están como transfigurados y parecen aristocráticos sabuesos de raza. Qué dulce puede llegar a ser el aire de esta ciudad «de la que sólo se puede provenir...».
Al llegar a la puerta de casa invito a María a entrar, pero no es más que una forma de cortesía; estoy cansada, quiero desnudarme, darme una ducha y sumergirme totalmente en esa melancolía que de cuando en cuando me asalta sin motivo.
—No tengo nada que hacer, en realidad, esperaba que me lo pidieses.
Con un paso de sus largas piernas, María está ya dentro de casa, se ha quitado la chaqueta antes incluso de que yo cierre la puerta y está mirando a su alrededor.
—Yo preparo el desayuno, tú ve a cambiarte...
No sé por qué la obedezco, se comporta como una vieja amiga y a mí no me parece rara esa confianza, es más, le señalo la cocina:
—Ahí está el café, en el frigorífico encontrarás la leche, las minne están sobre la mesa. Yo voy a darme una ducha.
La veo contonearse entre uno y otro mueble, qué guapa, se me ocurre pensar, luego me pongo bajo el agua caliente confiando en eliminar cansancio, tristeza y mal humor.
No sé cuánto tiempo llevo bajo el chorro humeante de la ducha, las gotas resbalan por mi cabeza, entre mis cabellos, caen sobre los hombros con fuerza, el vapor ha llenado el cuarto, empañado los cristales, el perfume del jabón ha despertado antiguos recuerdos. Dos manos desconocidas se deslizan, suaves y delicadas, por mi rostro, los dedos acariciadores se insinúan en la nuca, una boca carnosa se apoya en la mía. María ha entrado en la ducha sin pedir permiso, está magnífica en su desnudez. Tiene los pechos grandes, elásticos, separados en el centro por un surco a lo largo del cual el agua que le moja la cabeza desciende, se concentra en riachuelos en la base del cuello, llena las pequeñas cavidades que se forman detrás de las clavículas. Los pezones son rosados y contrastan fuertemente con el negro de sus cabellos y del tupido vello que cubre el pubis abultado.
Quizá debería hablar, decir alguna cosa, pero una vez más mi cuerpo se abandona en silencio a alguien que parece ofrecerle amor. María me mordisquea los labios, me acaricia con una refinada sensualidad desconocida para mí. Sus dedos se mueven, delicados, por los hombros, que el jabón ha vuelto resbaladizos, se desplazan, curiosos, hacia los brazos, hacia el pecho, llegan al enorme cráter que ocupa toda la mitad izquierda de mi tórax.
Estoy en vilo, pero la angustia que instintivamente invade mi interior está como amortiguada por la sorpresa, por la emoción. Santuzza mía, haz que no se retire horrorizada...
Su cuerpo se adhiere al mío, se extiende sobre mí como una crema untuosa, y yo me ofrezco a sus caricias tiernas, a sus besos amorosos. Sus manos sobre mi cicatriz son ligeras pero insistentes, los dedos pasan por encima con afabilidad, hasta tengo la sensación de que mi pecho está en su sitio, noto su peso, su volumen. Me miro esperanzada, ¿quieres ver que la Santuzza me ha concedido la gracia?
Síndrome del miembro fantasma: le ocurre también a quien se ve privado de una mano o de un pie. Me parece sentir que el pezón se endurece y un escalofrío de excitación me baja por la espalda.
María llega a mis piernas, se abre camino con paciencia y delicadeza, su boca está ahora sobre mi barriga, continúa bajando más y más, su lengua se mueve con sabiduría. Mi respiración se vuelve jadeante, mi cuerpo empuja el suyo, mis manos van instintivamente al encuentro de sus senos, los pezones, entre mis dedos, tienen la forma redonda de una cereza, la consistencia de una mora verde.
Toda resistencia es vencida, cae el último velo de pudor, mi boca vaga por el cuerpo de María, saborea a mordisquitos su barriga. Me abro camino entre sus muslos, un sabor ligeramente salado, el perfume de las ostras recién pescadas. Las manos de María se apoyan en mi cabeza y con ligeras presiones me guían. Luego me interrumpe y me atrae hacia su cara, su boca está contra la mía, se recrea, se detiene, vuelve a explorarme, el cuello, el pecho, la barriga, el vientre... Una oleada caliente me invade la garganta. Un orgasmo increíblemente dulce, tierno, ligero, largo, obsesivo me pilla por sorpresa, mientras el agua de la ducha ha empezado a enfriarse y yo me estremezco.
María es ahora el puerto seguro, el abrazo materno, el agua para no quedarse seco, el alimento para no morir de hambre, el amor, la amistad, la hermandad, el sexo. Su presencia me da equilibrio, solidez. Habla poco de sí misma, pero yo no le voy a la zaga. Viene a verme al amanecer, desayuna en el horno, lee su tarjetita con curiosidad y, si no tiene que trabajar, vuelve a casa conmigo.
‘A MINNA se ha convertido en un horno muy conocido. Han sido principalmente las mujeres las responsables de su éxito. Abarrotan mi pequeño establecimiento, apiñadas y apretujadas como sardinas en lata, comen minne, leen las tarjetitas, ríen, comentan, intercambian confidencias y consejos. Beben una copa de passito* de Pantelleria o de moscatel de Noto, que acompaña con discreción la crema de las minne, ayuda a hacer confidencias, favorece las amistades y estimula los sueños. Ahora hay también una larga lista de vinos dulces: entre los passiti de color ambarino extraídos de las apreciadas uvas zibibbo, cargadas de azúcar y pasificadas al sol de Sicilia, y el dorado moscatel, de sabor aterciopelado, los clientes no saben cuál elegir.
El cigarrillo se lo fuman fuera, en la calle, y luego entran de nuevo para terminar la conversación interrumpida. Son tan descaradas... Ninguna elude las confidencias, ninguna se sustrae a la solidaridad. Todas coinciden en que algo dulce es el mejor remedio para la soledad, la mejor compañía en las noches de invierno, cuando haces piña con las amigas para reconfortar el corazón, el ornamento más discreto de un amor naciente, que vive de sí mismo y no quiere distracciones, la conclusión de una jornada difícil, el inicio de una mañana invitadora. Las tarjetas con las frases de la abuela suscitan interés, hilaridad, ofrecen consuelo, auspician mejoras.
De algunas de mis clientas me he hecho amiga, con otras mantengo una relación cordial. Sus voces se entrecruzan en un parloteo incesante, inocente y malicioso, que me llevo por la mañana temprano cuando vuelvo a casa y llena las habitaciones vacías, distrae la mente. Sus relatos empapados de lágrimas, rebosantes de risas y rellenos de detalles picantes desprenden perfume a hombre, vibran de esperanza, exultan de banalidad, cantan al amor. Yo me he convertido en la Panadera, gracias a mis tarjetitas recibo las confidencias de la otra mitad de Palermo, que habla incesantemente de amor, y ya no me siento sola. Estoy tranquila, pero la pasión, las ganas de comerme el mundo todavía están lejos, encerradas en un rincón de mi alma, silenciosas bajo la piel.
María me ha hecho más fuerte, sus caricias han beneficiado a mi cuerpo, vuelvo a tener los músculos firmes, la piel fina, luminosa, el pelo largo, suave, brillante. Mi estado de ánimo también mejora de día en día. Floto en una calma profunda, en algunos momentos me siento hasta contenta. Me falta, sin embargo, el impulso hacia el futuro, es como si ya no tuviera ganas de hacer planes, toda mi vida está aquí y ahora.
XXVII
U
na mañana de abril especialmente cálida cierro el horno un poco antes para disfrutar con María de un paseo junto al mar, que brilla a la luz del alba. Caminamos en silencio, para no turbar la magia de una naturaleza que nos ofrece generosamente mil motivos para ser felices. El aire es templado, las olas rompen sobre la arena con un sonido discreto e hipnótico. Dejamos atrás el antiguo balneario de Mondello, el viento de primavera nos invade, cargado de perfumes de tierra y de mar. La plaza del pueblo no está muy concurrida, todavía falta bastante para la llegada del verano, con su confusión, su cargamento de turistas, de autocares y coches, de bañistas a todas horas, el olor de las cremas solares con coco y con vainilla.
Lo reconozco desde lejos: Santino Abbasta. Está apoyado en las barreras del muelle. Su perfil siniestro, ligeramente deformado por un rollo de grasa alrededor de la cintura y vulgar a causa de la postura forzada, es inconfundible. En lugar de salir corriendo, me siento atraída como un imán. Mis piernas, desprovistas de control, se mueven solas hacia él.
Santino se aparta de la barrera y viene a mi encuentro sacando los pies hacia fuera, con los andares de paleto responsables de que lo apodaran U Bagarioto, nombre reservado en otra época a los carreteros que llegaban a la ciudad desde la provincia de Bagheria. No tengo tiempo de comprender ni de reaccionar. Él arranca con fuerza mi mano de la de mi amiga, me coge por un brazo y me arrastra hasta el interior de su coche. Ni siquiera me vuelvo para mirar a María, que se queda callada en el muelle. El automóvil recorre a toda velocidad la carretera que va por dentro del parque de la Favorita.
Llegamos a mi casa. Santino no ha perdido su actitud arrogante, se comporta como mi dueño. Me quita las llaves de la mano, mete la del piso en la cerradura, abre, enciende la luz, cierra la puerta de una patada, y entre tanto sus manos están debajo de mi vestido, su boca entre mis cabellos, sobre mis labios, se desliza por mi cuello, voraz, me muerde, me chupa, pronuncia palabras inconexas, habla sin parar y su voz resuena en mis oídos como el pífano de un encantador.
—Ágata, he cambiado... ¡Qué sabor de manzana madura tienes! Quiero estar contigo..., abre esas piernas, sé que me quieres. Cuánto te he echado de menos..., el recuerdo de tu olor me tiene despierto por la noche. Es inútil que me digas que no, lo sabes, estamos destinados a estar juntos.
Me besa, me estrecha entre sus brazos, me desnuda evitando cuidadosamente quitarme la blusa, me hace suya. Mi cuerpo es dócil entre sus manos y, como siempre, encaja perfectamente con el suyo. Pero, mientras me maneja con prepotencia, noto que me invade una sensación de malestar. Busco en Santino una ternura que nunca ha sido capaz de dar, me estiro entre sus brazos, me extiendo como una masa de pan, entrelazo mis pies con los suyos, me abandono como un náufrago sobre su pecho. El está perplejo de mi liquidez, nunca me ha sentido tan blanda, tan adherente. Mi necesidad de dulzura, de amor, manifestada sin pudor lo pilla desprevenido, Santino tiene un momento de vacilación, su excitación se enfría, una vez más, frente a los sentimientos su virilidad entra en crisis.
—¿Qué pasa, Agatina? Estás tan lánguida... —me dice con cierta irritación, quizá más suscitada por su parcial fracaso que por mí.
Pero enseguida me da la vuelta y clava la mirada en mi espalda:
—¡Qué maravilla de culo, Ágata! ¡Me parece estar soñando!
La desorientación ha durado poco, ya ha recuperado el control de la situación; me da la vuelta, me agita, me sacude, me pone boca abajo y boca arriba. Termina con un largo y ronco gemido de satisfacción.
Acto seguido recoge sus cosas y mientras sale me dice:
—Me pongo yo en contacto contigo, Rosalia no olvida las cosas, ¿sabes?... No es por mí, sino por nuestra relación, debemos protegerla, no debemos arriesgarnos a que nos pillen.
Cuando cruza el umbral, todo el vacío de los últimos años se me representa delante y tiene el color negro de la depresión, el frío de la enfermedad, la humedad de la prisión.
Mi sueño de libertad se ha desvanecido, soy realmente la esclava de Santino, llevo todavía su marca en el corazón.
«Agatina, aquí, en Sicilia, isla de tozudos, los deseos de las mujeres no cuentan nada, mientras que lo que quieren los hombres se convierte en destino...»
XXVIII
M
aría pasa a buscarme a la mañana siguiente como si nada hubiera pasado, me ayuda a cerrar el horno y echa a andar junto a mí como todos los días. Pero yo estoy mosqueada con ella, me dejó a merced de Santino sin oponer resistencia. Se quedó mirándome, no movió un dedo mientras él se me llevaba. En casa, es ella quien prepara el desayuno, se mueve entre los muebles con una desenvoltura forzada. Su despreocupación me irrita, su normalidad hace aumentar dentro de mí el nerviosismo latente.
Delante de una taza de café caliente empiezo un discurso que no tiene ni pies ni cabeza, buscando una excusa para discutir:
—Los amigos demuestran que lo son cuando los necesitas...
Pero no es fácil acorralar a María, ella va directa al grano:
—¿Por qué? ¿Qué he hecho?
—Me abandonaste entre las manos del ogro.
Intento echarle la culpa de mi fragilidad.
—Yo no puedo actuar por ti.
—Porque no te importa en absoluto.
—Eres tú la que debes curarte, yo no te puedo ayudar. Santino es parte de ti, es tu sombra, eres tú quien tiene que ajustar cuentas con él.
María no es de las que se dejan culpabilizar.
—Deberías haberme protegido.
—No puedo defenderte de todos los Santino Abbasta del mundo.
—¿Y si yo no tengo fuerzas para hacerlo?
Le estoy rogando que haga algo por mí y ella finge no comprender sustrayéndose una y otra vez a mis demandas.
—Debes encontrarlas.
—Pero no están...
—Entonces morirás pronto.
—Tú me odias.
—No, tú te odias.
Me coloca frente a mi impotencia y mi rabia se desata, irrefrenable. Exploto en un grito que se transforma en un llanto incontenible. Tiro por los aires todo lo que encuentro a mi alcance, hasta que María me inmoviliza las manos, me aprieta con fuerza, y yo me abandono a un soliloquio rebosante de angustia y soledad. Le hablo de la sensación de ajenidad, de Pulgarcito, de las migajas de amor con las que he tenido que conformarme.
María calla durante un buen rato; finalmente concluye con seguridad:
—Tienes que buscar a tu madre, reconciliarte con ella.
—No me escucharía.
—Debes obligarla —insiste, y su semblante tiene la expresión de quien conoce bien el problema.
—¿Y si me hace daño?
—¿Todavía es capaz de hacértelo?
—Me arranca la piel a tiras. Habría podido venir al horno, pero no ha aparecido por allí, me rechaza...
—Me parece que tu ogro es ella, no Santino.
—Quizá tengas razón..., pero me siento tan sola...
—Todos estamos solos con nuestros demonios.
—Dices bien, pero en mi vida hay un agujero...
—Busca la manera de llenarlo.
María no me deja ninguna escapatoria. Agoto la rabia y callo también yo, pensativa.
Una sensación de agotamiento me atraviesa, la cabeza se me dobla hacia un lado, recojo las piernas contra el pecho y las sujeto con los brazos. Estoy tan abatida que María casi se arrepiente de la crudeza con la que me ha hablado. Sus manos, que al principio inmovilizaban las mías, ahora se mueven a lo largo de mi espalda, entre mis cabellos, me acarician los hombros, la cara. Permanecemos en silencio persiguiendo nuestros pensamientos cuando la voz de la abuela Ágata, un susurro en el silencio de mi alma, irrumpe en la conciencia con el clamor de una revelación: «Esta es una tierra de la que sólo se puede provenir...».
Algunas veces la única solución sensata y digna es la huida, aunque a alguien pueda parecerle deshonrosa. Un mes después del encuentro con Santino estoy a bordo de un barco que se dirige a Barcelona, donde está la familia de María esperándome.
Vender el horno no ha resultado difícil, es tan conocido en la ciudad que he obtenido una suma considerable. Le he dejado a la nueva propietaria la receta de la abuela Ágata... con algunas pequeñas variaciones: ¡no podía revelarle las proporciones fruto del trabajo paciente de la abuela y su madre, se trata de un secreto de familia! Ni podía desvelarle que el truco para calibrar si la masa está en su punto es notarla elástica y suave entre los dedos como un seno de verdad y que el relleno debe ser fluido como una mujer después del amor... No podía hablarle del estremecimiento de placer que acompaña la colocación de cada guinda roja sobre la glasa de un blanco inmaculado. Pero estoy segura de que, a pesar de eso, santa Ágata continuará protegiendo ‘A MINNA y a sus asiduas.
Mis amigas me han ayudado a preparar deprisa el traslado.
Antes de dejar definitivamente Sicilia, he encontrado tiempo para despedirme de Ninetta. En su cocina cada vez más abarrotada de objetos, me ha abrazado, me ha hecho mil recomendaciones, se ha mostrado de acuerdo en la necesidad de poner una distancia de seguridad entre «ese cornudo de Santino Abbasta» y yo y ha concluido que «es mejor retirarse aunque se pierda algo que no hacerlo y arriesgarse a perderlo todo». Por último, me ha impuesto el acostumbrado rito del plato con aceite y sal: «¿Qué restañamos?», «Mal de ojo, mal de ojo, mal de ojo».
Tío Nittuzzo ha venido al puerto a despedirme y le he dado a él las llaves de casa para que se las devuelva a la familia Frangipane. Y así le he dado con la puerta en los morros, material y metafóricamente, al hombre que me ha consumido la salud y arruinado la vida.
En Barcelona compraré una casita a orillas del mar. María vendrá a verme siempre que pueda.
XXIX
E
l primer mes de mi vida en España lo paso como en un sueño. Respiro aire de mar y perfume a nuevo. Debería estar excitada, estresada; en cambio, estoy extrañamente relajada. Duermo bastantes horas también durante el día, como al final de una larga enfermedad, en plena convalecencia.
Entre fogones y cazuelas, experimento nuevas recetas y recupero una tranquilidad inesperada. La casa donde me he instalado es pequeña, pero tiene una cocina grande, desproporcionada en relación con las otras habitaciones. La pared del fondo está atravesada por dos ventanas que van del suelo al techo y dejan pasar los rayos del sol desde las primeras horas de la mañana hasta bien entrada la tarde. Las paredes están revestidas de azulejos brillantes de varios colores, desde el amarillo anaranjado hasta el morado, pasando por el rojo, y reflejan la luz en un juego de sombras que interrumpe la continuidad del suelo de mármol blanco. En el centro de la habitación, delante de la cocina de gas de acero brillante, hay una larga mesa de madera que muestra las marcas del tiempo: algunos arañazos, la huella de una olla incandescente que ha ennegrecido la superficie, los círculos de los vasos, descoloridos testimonios de antiguas bebidas.
Una artesa de madera maciza con anchas repisas constituye una especie de separación del resto de la casa. Entre tarros de cristal, ollas de cobre, manojos de orégano, ristras de ajos y de pimientos y tomates secos enroscadas como joyas preciosas, hay un antiguo cuadro de santa Ágata que me he traído de Palermo. Su rostro oval y menudo está enmarcado por un velo blanco, y en la mano tiene un plato sobre el cual están expuestas dos minnuzze blancas y redondas. En otro estante, entre harina, azúcar y café, la foto de la abuela Ágata y el abuelo Sebastiano en el día de su boda. Estos son, al menos por el momento, los únicos testimonios de mi pasado en estas estancias.
Del techo cuelga un ventilador, cuyas aspas, girando lentamente, mantienen alejadas a las moscas de los sabrosos platos que dejo sobre la mesa en espera de consumirlos.
A menudo, las personas que viven solas se alimentan de comidas precocinadas o congeladas; yo no. Picar verduras, sofreír salsas, amasar focacce y mezclar especias me hace feliz. Vacío la mente, concentro la atención en olores, sabores, cantidades, ingredientes; más que preparar comidas, creo pociones cuyo efecto mágico e imprevisible experimento en mí misma.
Todos los días me despierto con un deseo distinto. Hoy he preparado caponatina con pescado, ayer se me había antojado pasta ‘ncasciata*, ya sé que mañana haré arancine* y pastas de anís. Algunos días, de repente siento unas náuseas que me obligan a salir corriendo de la cocina y dejar las cosas a medias, pero ya me he dado cuenta de que la culpa es de la mantequilla cocida, el olor a rancio me revuelve el estómago, así que intento utilizar sólo aceite de oliva. Cuando sé que María va a venir, unos días antes de su llegada mezclo, amaso, bato, trituro, hiervo y frío hasta que, agotada, me siento a observar el resultado: los manjares están dispuestos sobre la mesa, decorados como obras de arte para sorprenderla con un oloroso «bienvenida».
Mi piel está tersa y transparente, mis mejillas, sonrosadas, mi índole, perezosa, mi humor variable tiende a ser bueno, hasta he engordado un poco: vuelvo a tener ganas de vivir.
—Parece que estés incubando —me dice María nada más llegar.
—¿En qué sentido?
—No sé, estás tan blanda, tan lánguida..., tienes la mirada de una mujer embarazada.
—¡Qué cosas tienes! ¿De quién iba a estarlo?
—No he dicho que estés embarazada, sino que lo pareces.
Efectivamente, mis facciones han cambiado. Tengo las formas más redondeadas, me muevo al ralentí. Mi boca está más carnosa, una coloración oscura ha aparecido en el labio superior, hasta mi pecho ha aumentado de volumen, está más pesado, la areola se ha ensanchado, el pezón se ha oscurecido.
—Y eso de que la mantequilla te dé náuseas... —María no para de bromear durante toda la comida, de dar vueltas sobre el asunto como un moscardón—: Pero ¿con quién has estado estos días? ¿Con un buen mozo español, moreno y de ojos negros?
Mientras ella me toma el pelo, evocando acrobacias eróticas y atmósferas pecaminosas, cierta inquietud aflora en mi conciencia. Yo también siento algo distinto dentro de mí.
Calculo el tiempo pasado desde esa «última vez» que cambió el curso de mi vida, cuento los ciclos saltados.
Voy a la farmacia y compro un test de embarazo. Lo hago en el cuarto de baño de casa y se lo doy a María, a mí me falta valor para mirar esa fina línea roja de la que depende mi futuro. En los instantes de espera que preceden a la aparición del resultado, con los ojos cerrados intento recordar la imagen de Santino, la emoción que me producía su respiración, el toque de sus manos..., pero no recuerdo nada de él, sólo una vaga sensación de fastidio, de contornos lábiles y evanescentes.
—Estás embarazada, no cabe ninguna duda —me comunica María, y, con su habitual pragmatismo, añade—: ¿Qué piensas hacer?
Estoy asustada, o quizá sólo un poco trastornada, pero por primera vez en mi vida no vacilo ni un instante:
—Nada..., o sea, todo. A la vida no podemos oponernos.
—¿Lo dices en serio, Ágata? —me pregunta María, y lo dice con una expresión en la cara a medio camino entre la alegría y la sorpresa.
—Bueno, es el primer acto de amor de ese bastardo hacia mí. Desde luego, no lo ha hecho intencionadamente, pero me gusta considerarlo así.
—No sé si yo lo llamaría un acto de amor, pero cuenta conmigo. Me vendré a vivir aquí para ayudarte, esta vez no te dejaré sola.
Cuando las náuseas desaparecen, comienza el período más bonito y pleno de mi existencia. Los meses de incubación transcurren sin horarios, etapas, plazos, dejo a mis espaldas inútiles fantasmas, olvido viejas preocupaciones y miedos ancestrales. El niño, varón o hembra, vendrá para curar mis heridas, para reparar los daños del pasado, desde el abandono de mi madre hasta la enfermedad, pasando por ese amor destructivo que finalmente podrá convertirse en un recuerdo y nada más, sustituido por algo mucho más importante.
XXX
-R
espira lenta y profundamente, continúa así, relájate.
En la sala de maternidad se superponen distintas voces, el ruido de mi respiración parece el soplo del viento en medio de la tempestad. De vez en cuando, entre las frases de aliento de la comadrona y las palabras afectuosas de María, emito un pequeño gemido. Tengo una gran barriga de forma puntiaguda, un seno hinchado y pesado, los labios abultados y la cara redonda de la gestante que ha llegado al término de la gravidez. La atmósfera de la sala es alegre y frenética: médicos y enfermeras se mueven a mi alrededor, me consuelan, me animan, me calman. Un sensor sobre mi abdomen registra el latido del corazón del niño, lo amplifica y envía al aire un sonido grave. Durante unas horas, las del trabajo del parto, las contracciones van y vienen con una frecuencia cada vez mayor. Cuando la contracción es fuerte, tenso los músculos y contengo la respiración, como para obstaculizar la progresión del dolor que la acompaña.
Con una voz hipnótica, monocorde, María me susurra al oído:
—No opongas resistencia, respira, relaja los músculos y déjalo pasar.
Tengo la impresión de tener un pistón que, desde encima del ombligo, ejerce presión hacia abajo. De repente me parece que desde el pasado emerge doña Assunta Guazzalora y, con su figura imponente, me ordena: «Hazme caso, abandónate, cuanto antes lo dejes salir, mejor será para todos». Mi bisabuela se queda a mi lado durante todo el trabajo.
Ahora mi cuerpo es la superficie del mar, recién encrespado por una ola que lentamente forma un remolino vortiginoso y empieza a torturar mis vísceras. De repente la ola se hace agua, un río que corre entre mis piernas. El momento del parto es inminente, el corazón de mi hijo tiene el ritmo de un caballo lanzado al galope hacia la meta.
«¡Animo!»
Ahora ya no es ola, ya no es agua, ya no es río, sino viento de tierra.
«¡Coge aire, retenlo, empuja!» Las instrucciones me las da la bisabuela Assunta.
Las contracciones decisivas serán cinco en total. En las pausas entre una y otra, cojo aire, hincho el tórax, cierro la garganta y, con toda la fuerza que tengo, aprieto para ayudar a mi hijo a salir a la luz. Por último, noto que la pausa ya no es intervalo sino espera, es el momento anterior a que la vida se manifieste. Todos contienen la respiración, luego el vagido de un recién nacido irrumpe en la sala y yo grito de alegría, lloro de emoción y me rindo a la esperanza que finalmente colma mi corazón.
—¿Cómo vas a llamarlo?
¡El nombre! A lo largo de estos meses no he querido pensar seriamente en eso, pero ahora aflora a mis labios en cuanto la carita rojo oscuro de mi hijo asoma entre los pliegues de la tela azul que lo envuelve.
—Santino —digo en un susurro.
María deja de sonreír, sus ojos se ensombrecen, el recuerdo de ese hombre le agua la fiesta, evoca viejas preocupaciones.
—Yo sólo quiero que de aquel amor ruinoso, destructivo, equivocado, quede un recuerdo alegre y vital.
Es un pensamiento, un deseo que pronuncio en voz alta.
Alargo los brazos hacia esa bolita de carne, sangre y dulzura. Por fin soy libre. Lo acerco a mi pecho solitario y una profunda paz me envuelve.
Barcelona, 5 de febrero
-S
antino, fíjate en lo que tienes que hacer: formas un volcán con la harina dejando un hueco en el centro, añades la manteca y los huevos y lo mezclas todo.
—¿Y la ricota, mamá?
—Luego. Pero ¿tienes las manos limpias?
—Sí, mamá.
—Entonces, amasa, que fuerza tienes, si no, ¿qué clase de hombre eres?
Santino es un niño dulce y vivaracho, y hoy me ayuda por primera vez a hacer los mágicos pastelillos. El día del parto le prometí a la Santuzza que nunca más dejaría de hacer los dulces votivos el 5 de febrero.
—Vale, yo amaso con fuerza, pero tú, mamá, sigue contando la historia...
No puedo por menos de sonreír de alegría. Ahora estoy curada de verdad. La sensación de ajenidad se ha desvanecido. Mi hijo es la piedrecita que en el bosque de mi vida me indica la dirección, con él al lado no volveré a perderme. El agujero en mi pecho, si está, yo ya no lo veo; el de dentro del alma se ha llenado. La fuerza de la abuela Ágata, de las bisabuelas Luisa y Assunta, hasta aquella misteriosa de la abuela Margherita, está dentro de mí y emerge todas las veces que la necesito. Soy capaz de elegir, de afrontar los problemas, de encontrar soluciones.
Pero no se trata de un superpoder exclusivamente mío, es más bien una resistencia especial de la que están dotadas las mujeres, si bien algunas veces no son conscientes de ella. Son ellas las que poseen el secreto de la vida, las que tejen pacientemente día tras día la historia de sus familias y después se la cuentan a los demás para que la conviertan en un tesoro.
—Santino, debes saber que santa Ágata era una niña buena e inteligente, igual que tú. Cuando se hizo mayor, un día en que estaba en la ventana mirándose en el cristal, Quintiliano, el gobernador...
—Mamá, ¿qué es un gobernador?
—¡Uno que manda, tonto! Bueno, te decía que Quintiliano la vio y se enamoró de ella... Muy bien, así, tienes que hundir los dedos, cuando notes que toda tu fuerza se transforma en una caricia, entonces la masa está a punto... Ahora la dejamos dormir envuelta en un paño y mientras preparamos la crema...