LU CUNTU

(El relato)

I

 

-¡A

gata, hay gente, ven a ayudarme!

—Ya voooy...

La niña deja la pluma, se sitúa detrás del mostrador y, con una plácida sonrisa, se pone a atender a los clientes.

Ágata, que muchos años después se convirtió en mi abuela, cuando salía del colegio trabajaba en el horno de su familia. Su padre, mi bisabuelo Gaetano, era un hombre bueno que había aceptado todas las desgracias de su vida con resignada fe cristiana. Su índole apacible y su carácter acomodaticio hacían de él un individuo muy distinto de sus paisanos malpasotos, como llamaban a los habitantes de Malupassu, famosos por su crueldad y ferocidad. La localidad, conocida actualmente como Belpasso, era un pequeño pueblo situado en las laderas del Etna.

Gaetano había hecho suyo el lema MELIOR DE CINERE SURGO [2] escrito bajo el escudo de su ciudad. El sentido literal no lo veía claro, pero una vez se lo habían explicado y él lo había interpretado a su manera, que por lo demás es la única manera que tenemos de entender las cosas. En conclusión, Gaetano se había convencido de que el ave fénix era él mismo y de que siempre resurgiría de sus propias cenizas; por eso, en las dificultades nunca se angustiaba. Pese a ser pacífico y tranquilo, le afectaban los cambios de tiempo. Algunos días se levantaba de la cama sintiendo un hormigueo en los brazos y las manos, y cuando menos se lo esperaba se quedaba rígido, los ojos se le ponían en blanco, caía al suelo y un hilo de baba le resbalaba por las comisuras de la boca. Al cabo de un momento se despertaba como de un sueño profundo, ligeramente aturdido pero sereno, como si volviera del paraíso.

Su madre —Dios la tenga en su gloria— decía que era por culpa de las maccalubbe, pequeños volcanes de agua, fango y gas que entraban en erupción periódicamente en los campos de los alrededores, con los consiguientes destrozos. Siempre que lu sangu di li sarracini, la sangre de los sarracenos, brotaba de las maccalubbe, Gaetano sufría un ataque epiléptico y las casas caían a causa de las sacudidas sísmicas que indefectiblemente seguían al fenómeno eruptivo. Y, efectivamente, lejos de la tierra roja y arenosa de las salinelle* de los capuchinos del antiguo monasterio de San Nicolò l’Arena, zona de maccalubbe, Gaetano nunca se desplomaba de repente temblando como si estuviera poseído por el demonio. Cada vez que lo veía tambalearse, su madre se santiguaba y encendía un cirio a santa Ágata, preocupada por que la casa le cayera encima.

El médico había dicho que era meteoropático, pero la gente del barrio decía que era mago, que tenía poderes, así que cuando tenían que tomar decisiones importantes se presentaban en su casa para consultarlo, con un poco de fruta y algunos huevos para ofrecerle a cambio de la profecía. Los familiares de Gaetano, todos muertos de hambre y miserables durante generaciones, no acababan de creerse que tuvieran a su disposición algo que comer, por lo que encontraron la manera de alimentar los rumores sobre el chiquillo construyendo en torno a él un aura de misterio.

Su madre regulaba el tráfico de peregrinos, establecía el horario de las consultas al oráculo e incluso había redactado una lista de precios. Con los huevos, la harina y el azúcar que la gente le llevaba al pequeño, no sólo toda la familia resolvía la comida, sino que las mujeres conseguían preparar dulces, pan, pizzas, mostazzoli* en Navidad, torroncini*, pastelillos, raviolis de ricota y pastas de almendra que luego iban a vender al mercado. Cuando obtuvieron algún dinero, se mudaron de barrio y abrieron un horno de verdad.

Al crecer, a Gaetano se le pasó todo, los fenómenos mágicos desaparecieron, y se adaptó tan bien al oficio de panadero que en poco tiempo se hizo famosísimo: su pan era el mejor de toda la provincia.

 

A su mujer, Luisa, mi bisabuela, una muchacha simpática y luchadora que procedía de una familia de zolfatan*, pobres pero de ideas avanzadas, la había conocido en la calle durante las huelgas de los fascios de los trabajadores sicilianos. Luisa había ingresado en el movimiento de los Fascios con toda el alma. Un día en que se encontraba en Catania por negocios, bajando por la calle Etnea, Gaetano se había quedado pasmado en medio de una multitud que gritaba y corría empuñando palos; parecía un burro en medio de una orquesta. Cuando llegó la policía, la gente había empezado a huir, mientras que él estaba parado en un cruce como paralizado y el viejo temblor en las piernas subía, pasando por la barriga, hacia los brazos. Se preparó para caer al suelo como en los tiempos de las maccalubbe.

Luisa se topó con él de improviso, plantado allí en medio y tieso como un bacalao. Se dio cuenta en el acto de que el chico sufría algún trastorno, algo que no le dejaba moverse de donde estaba. Rápidamente lo agarró de la chaqueta y tiró de él para apartarlo antes de que lo pisaran como si fuera uva.

Gaetano se enamoró inmediatamente de ella: apacible y tranquilo con los hombres, con las mujeres era fogoso e impulsivo. En un primer momento Luisa no quiso saber nada de él, le había parecido demasiado anticuado, con todas aquellas manías de que la mujer es la mujer, el hombre es el hombre, la familia es la familia, la mujer debe quedarse en casa cuidando de los hijos y demás. Estaba demasiado alejado de las ideas de Luisa, a quien le gustaba decir con orgullo: «¡Yo soy socialista!».

Pero cuando Giacomo, el hermano menor de Luisa, cayó en la matanza de los Fascios en Caltavuturo, cuando Beppe Giuffrida fue condenado a una vida de dura cárcel, cuando el presidente del Consejo, Crispí, empezó a dar palos de ciego contra los trabajadores de los Fascios, cundió en ella el desaliento: «¡Maldita isla, tierra ingrata que nos condena a ser esclavos y a sufrir persecuciones toda la vida!». Luisa cambió de opinión y decidió casarse con el malpasoto, más conocido como «el Meteorólogo».

Fue ella misma quien tomó la iniciativa, porque Gaetano ya había perdido todas las esperanzas de conquistarla. Durante un paseo le besó en la boca, le forzó con la lengua los dientes y él, pillado por sorpresa, en vez de secundarla los apretó todavía más fuerte. Entonces ella se desabrochó la blusa para enseñarle los pechos, grandes y suaves, y le dijo: «Ahora que me has deshonrado, tienes que casarte conmigo». Él no se lo hizo repetir dos veces.

La ceremonia se celebró al mes siguiente en Catania, en la iglesia de Santa Ágata, y los novios fueron agasajados con garbanzos y vino. Luisa aprendió también a hacer pan y se adaptó a una vida desprovista de pasión política, pero llena de satisfacciones de otra naturaleza.

 

II

 

G

aetano empezaba a trabajar cuando la gente todavía estaba arrebujada en la cama. Él amasaba pan y cocía pastas cuando era noche cerrada. Pero las minne de santa Ágata, los tradicionales dulces votivos, los hacía su mujer, porque él esas tartitas blancas y temblorosas no podía ni mirarlas, decía que se le subían a la cabeza.

Por eso todos los años el 5 de febrero mi bisabuela abría los ojos llenos de sueño y se vestía a oscuras, deprisa y corriendo. Se levantaba de mala gana, porque en la casa no había calefacción. Tiritando, iba al piso de abajo y cruzaba la puerta del establecimiento estrechando entre los brazos a su hija dormida. Ágata, mi abuela, era entonces una bolita rosada que seguía durmiendo tranquilamente junto a la boca del horno, la zona más caliente de la casa.

—Buenos días, Tano.

Luisa rodeaba con los brazos el cuello de su marido, le tendía la boca para que la besara y pegaba su cuerpo suave al de él. Gaetano era de los que necesitan poco para entusiasmarse y sin perder tiempo le ponía las manos sobre los pechos, inmediatamente dispuesto a hacer el amor. Ella lo apartaba con dificultad y, mirándolo maliciosamente de abajo arriba, sin dejar de acariciarlo, le reprendía:

—¡Suéltame, que es tarde! Si no termino los pasteles, ¿quién va luego a ver a la Santuzza? ¿Te imaginas si se lo toma a mal? ¡Es capaz de dejarme sin leche!

La niña había llegado después de varios años de matrimonio, cuando Luisa ya no esperaba ser madre. Por eso respetaba particularmente a la Santuzza, porque la criatura era una gracia recibida, y por eso le había puesto el nombre de Ágata. Tano nunca tenía ganas de alejarse de ella y hasta estaba celoso de su hija, que tenía libre acceso a los pechos de Luisa en cualquier momento, pero ante la santa deponía las armas y, aunque a regañadientes, obedecía a su mujer. En el fondo, también él temía ese sentimiento a medio camino entre la susceptibilidad y el despecho que no es sólo cosa de los sicilianos, sino también de sus santos. Por eso le daba la espalda fingiéndose ofendido, se secaba el sudor de la frente y partía la leña con furia para calmar los ardores.

Luisa, satisfecha del poder que ejercía sobre su marido, se colocaba bien la cofia que retenía en la cabeza los largos cabellos negros, se ataba el delantal blanco almidonado y, después de instalar a su hijita de pocos meses en un cajón de madera, se encerraba en la trastienda. La niña dormía, ajena a aquellas peleas amorosas que sólo raras veces se hacían un poco más ruidosas y llegaban a turbar su sueño. En esos casos emitía algún pequeño gemido; entonces su madre se le acercaba rápidamente al pecho y le cantaba con dulzura:

 

Dormi figghiuzza cu’l ‘ancili ,

dormi figghiuzza e fa’ la vò vò.

Oh, oh, oh, dormi figghiuzza e fa’ la vò, vó.

 

III

 

L

uisa era casi feliz, sólo aquel hermano muerto en plena juventud le pesaba en la conciencia, como si hubiera sido culpa suya. Puestos a decirlo todo, no tenía claro si había sido su hermano el que la había arrastrado a la revuelta de Caltavuturo o si ella, primogénita de una familia dotada de conciencia política, envalentonada por el ascendiente que ejercía sobre sus padres, que le reconocían inteligencia y sentido práctico, había influido en las decisiones de él, más pequeño y por ello fácilmente sugestionable. Cuando Gaetano estaba trabajando en el horno, Luisa derramaba algunas lágrimas, pero se apresuraba a enjugarlas en cuanto oía en la escalera los pasos de su marido, convencida de que a los hombres «una mujer llorona les toca los cojones».

La pasión política había sido sustituida por el amor por Gaetano, quien, aunque medio analfabeto, en el arte erótico había demostrado la pericia de un cirujano. El conocía por instinto el cuerpo femenino en todos sus recovecos, en todos sus pliegues. Desde la noche de bodas, Gaetano no había tenido la más mínima vacilación y enseguida había hecho patentes sus aptitudes. Para Luisa había resultado embarazoso sentirse explorada en todas sus sinuosidades por las manos de él, también en aquella ocasión blancas de harina. Aquellos dedos ágiles la tocaron atormentadoramente durante varias horas, en la habitación única que compartían con sus padres. Los jóvenes esposos no tenían dinero, por eso se habían instalado en casa de ella, en un espacio que se les había reservado en espera de tiempos mejores. Una pesada cortina garantizaba ese mínimo de intimidad que necesitan las parejas, en especial si son jóvenes y el matrimonio es reciente.

Gaetano, en absoluto inhibido por la contigüidad con sus suegros, sino más bien decidido a compensar cierto retraso, después de las manos había empezado a usar también la boca; ella le había dejado hacer suspirando, gimiendo cuando los sonidos que se le escapaban a su pesar llegaban al estrato más superficial de su conciencia y luego a sus oídos, sonrojándose todavía más por miedo a que sus padres pudieran oír y juzgar. Habría podido apartarlo, es verdad, pero tenía los brazos y las piernas flojos, se sentía líquida y, en lugar de rechazarlo, se deshacía sobre él, parecía puré. Gaetano era apasionado y sensible, y a medida que pasaban los días su técnica se perfeccionaba y el cuerpo de Luisa respondía con una alegría cada vez más intensa a sus caricias.

Cuando, un año más tarde, tuvieron una casa sólo para ellos, celebraron el acontecimiento amándose durante una noche y un día enteros. El no se cansaba nunca y a ella le resultaba profundamente gratificante la atracción que despertaba en su marido. Sentía por primera vez que alguien le pertenecía por completo. Bastaba una mirada acompañada de un pestañeo para que Gaetano dejase cualquier ocupación y se dedicara devotamente a su mujer, que nunca dejaba de complacerlo con un gritito final.

Gaetano se dormía precisamente sobre los grandes y blancos pechos de Luisa, y cuando estaba despierto, los acariciaba con la delicadeza y la ternura que aquellos dos monumentos requerían. Si por casualidad, arrastrado por la pasión amorosa u ocupado en explorar nuevas vías, se concentraba en otras zonas del cuerpo, ella lo agarraba de la cabeza y lo atraía hacia sí hasta que se ponía a chuparle los pechos con la voracidad de un recién nacido.

Luisa conservaba sus pechos como un tesoro precioso, dispensándoles cuidados y atenciones interminables. Los lavaba meticulosamente, los masajeaba con aceite de almendras dulces, pasaba largos ratos ante el espejo mirándolos, complacida por la belleza que irradiaban en cuanto eran liberados de la rígida coraza que suponían los sujetadores de la época. Algunas veces, a fuerza de masajear, tocar y admirar, experimentaba un orgasmo solitario que la hacía sonrojarse y sentirse culpable con su marido, excluido de aquel goce.

El nacimiento de su hija Ágata había sido para ella la guinda del pastel y el período de lactancia fue particularmente feliz, porque la boquita de la pequeña le chupaba los pechos con tanta delicadeza que le producía un placer continuo. En aquel período Luisa tenía pintada en la cara una expresión de satisfacción difícil de encontrar entre las mujeres de Belpasso.

 

IV

 

L

a devoción de Luisa por santa Ágata nació la noche en que Gaetano le desabrochó la blusa y empezó a atormentarle los pechos por primera vez. El placer fue tan agudo que alcanzó el éxtasis. La sensación de bienestar que siguió le pareció obra de Dios, a través de la Santuzza, que protege los senos de las mujeres. Por eso Luisa se había consagrado a santa Ágata y se encomendaba siempre a ella para que se los conservase enteros y hermosos toda la vida. Su marido, a quien el solo pensamiento de aquel pecho generoso regalaba erecciones fuera de lo común, compartía su sentimiento religioso.

Luisa, en agradecimiento, empezó a elaborar en el horno de su marido los dulces de la Santuzza. Al cabo de poco tiempo, la fama de aquellas exquisiteces se extendió por toda la provincia catanesa y la gente de los pueblos vecinos —Riposto, Zafferana Etnea, Nicosia— iba todos los 5 de febrero al horno del malpasoto a comprar las mejores minne de santa Ágata de toda la Sicilia oriental.

Luisa amasaba rápidamente la harina con sus dedos regordetes, tamizaba la ricota, mezclaba la crema, preparaba pequeños, redondos y perfumados pastelillos. Durante la cocción se esparcía por el aire un olor a vainilla que cosquilleaba la nariz de Gaetano, él volvía a la carga y hacía otro intento de aproximación a su mujer, pero esta lo mantenía a raya. Una vez cocidos, los pastelillos eran recubiertos de glasa blanca y, por último, adornados con la guinda roja.

Una vez contentada la santa, con la conciencia tranquila de quien ha cumplido con su deber, Luisa hacía ademán de volver a casa con las manos pringosas, algunos mechones de pelo sobre los ojos que apartaba soplando hacia arriba, el rostro enrojecido por el cansancio y los ojos bajos; pero una mirada de reojo era suficiente para provocar a su marido, que buscaba la menor excusa para embalarse, ponerle las manos encima y hacer el amor sin tantas formalidades, tal como se le ocurría.

A ella ese apasionamiento le gustaba mucho, pero le daba un poco de vergüenza encontrárselo encima mientras estaban en el horno, y además, la preocupación de que un cliente entrara en el establecimiento de improviso y los pillara al uno encima de la otra, él con los pantalones bajados y la respiración jadeante, ella inclinada hacia delante y sometida, le impedía dar libre curso a sus instintos. Sin embargo, a despecho del pudor, acababa siempre dando satisfacción a su marido antes de subir a casa. «Mejor desvergonzada que cornuda», decía para justificar a sus propios ojos tanto descaro.

 

V

 

E

n el mes de mayo de no sé qué año, una mañana que estaba rezando la novena a la Virgen, Luisa, al tocarse el pecho izquierdo a la altura del corazón, se dio cuenta de que algo no iba bien. Alrededor del pezón, la piel estaba dura y rugosa. Se miró en el espejo.

—¡Vaya por Dios! —murmuró a media voz.

Sobre la areola se veía un bultito redondo, duro, del tamaño de un cacahuete y de color rojo oscuro, que parecía un segundo pezón. «Esperemos que Gaetano no se dé cuenta, pensó, alarmada. A ver si voy a darle asco y deja de hacerme el amor.»

Una semana después el nódulo seguía allí y no quería irse. Entre las sábanas, Luisa hacía contorsiones para que su marido no se diera cuenta de nada. Se desabrochaba siempre la blusa por el lado sano, se apresuraba a tenderle el pecho bueno, hasta se había cambiado de sitio en la cama, así Gaetano tenía al alcance de la mano el pecho apropiado. Luego el cacahuete se convirtió en una avellana, y al cabo de unos meses, en una nuez. Luisa fue a ver a la comadrona del pueblo.

—Tía Marì, tiene que darme un remedio para la teta.

—¿Es que todavía amamantas a la nena? ¿No es ya demasiado mayor?

—No, tía Marì, es que me he visto una cosa que antes no tenía.

—¡Ay, mira que eres tiquismiquis! ¿Se puede saber cuánto tiempo pasas mirándote las tetas?

—Tía Marì, no se lo tome a risa. Creo que se ha hecho más grande, y Gaetano les tiene bastante apego a mis tetas. Pero él no debe enterarse de nada, que si le da asco es capaz de irse de putas.

—¡Pues sí que estás asustada!

—No, tía Marì, no estoy asustada por las tetas, pero Gaetano me las toca de una forma que las piernas se me ponen flojas, luego me sube todo un calor por dentro, y al final me deja contenta y satisfecha. Por eso, si no le importa, quisiera conservarlas en buen estado un poco más.

—¡Vaya, vaya, a la mujer del malpasoto le gusta que le toquen las tetas!

—Tía Marì, usted haga su trabajo de comadrona calladita, que en este caso una palabra es poco y dos son demasiado. ¿No tiene algo para curarme las tetas?

—¿Qué pasa? ¿Te ofendes? Está bien, vamos a dejarlo. Tómate una cucharada de semillas de lino por la mañana y otra por la noche. Y cuando haya luna llena, maja en el mortero aceite, canela, flor de azafrán, hojas de menta y una guindilla. Póntelo en la teta enferma y en la buena también, reza un avemaría a santa Ágata, y dentro de un mes tendrás la teta nueva y tu marido te dará satisfacción.

Luisa tuvo un buen trajín entre tomar semillas de lino y embadurnarse con el ungüento a escondidas de Gaetano, quien, a causa de esas rarezas, se había vuelto receloso y desconfiado.

«¡A ver si va a resultar que, a fuerza de amamantar a esa puta, le ha tomado tanto gusto a ese placer que ahora ya no quiere saber nada de mí!», se repetía el malpasoto. Por eso, ofendido en su orgullo masculino, casi le había cogido antipatía a la pequeña Ágata, a quien había considerado desde su nacimiento una especie de rival en el amor.

Después de seis meses de aquellas maniobras y aquellos subterfugios, a Luisa se le agrietó la piel del seno enfermo, empezó a salirle una gota de sangre de vez en cuando, luego dos gotas, luego fue un goteo continuo. Manchaba las blusas a pesar de que se ponía una venda muy apretada alrededor del pecho. El 5 de febrero tuvo que tirar los dulces que había preparado para la fiesta de santa Ágata. Los pastelillos salieron feos, no subieron, se agarraron, la glasa era de un color amarillento en vez de blanco inmaculado y se desprendía en trocitos que caían en el plato y se quedaban pegados. Las guindas colgaban estrábicas hacia uno u otro lado. Los lugareños se quedaron con un palmo de narices y para el malpasoto aquello fue un mal presagio.

Mi bisabuela redobló las plegarias y metió por medio también a santa Lucía y santa Cristina. Encendió cirios, rezó todas las noches el rosario y hasta la oración a santa Rita, la patrona de los imposibles. En junio, un año después de la aparición del bultito, empezó la comezón, un prurito incontenible en todo el cuerpo que le quitó el sueño. «Será por las habas», pensaba Luisa, pero fuera por lo que fuera, se rascaba hasta despellejarse cuando su marido dormía o estaba fuera de casa.

Después del verano empezó a toser y a tener fiebre. El cuello, la axila y el brazo del lado del pecho enfermo se le hincharon. Luisa ya no tenía fuerzas para levantarse de la cama. El panadero era ignorante, pero de joven había tenido el don de la premonición, la gente le pagaba por sus profecías, y desde hacía ya meses sentía que la desgracia se cernía sobre su familia. Intuía que se avecinaba una mala noticia, que su mujer le ocultaba algo, pero ¿qué? Ella se negaba a responder a sus preguntas. Gaetano amaba tanto a las mujeres que normalmente no le resultaba difícil descubrir sus secretos más íntimos, pero su mujer no le hacía ninguna confidencia.

Una mañana, exasperado por aquel muro de silencio, amenazó con dejarla diciendo que se sentía un extraño en su propia casa; entonces Luisa, entre lágrimas, le enseñó el pecho y Gaetano comprendió. La cogió en brazos como a una niña, la acarició, la lavó con gran delicadeza, le puso el vestido reservado para las grandes ocasiones y dijo que quería llevarla al mejor doctor de la zona, un tal Francesco Durante, de Letojanni.

Luisa, con las pocas fuerzas que le quedaban, arremetió contra él:

—¿Qué dices? ¿Durante? ¡Ni hablar! ¡Antes muerta!

—¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿No es bueno?

—¡Es un monstruo! Es amigo íntimo de Francesco Crispi, el que detuvo los movimientos de Caltavuturo con sangre, el que hizo que mataran a mi hermano Giacomo. ¿Quieres ver cómo me mata a mí también?

—Pero ¿qué dices? —Gaetano intentaba hacerla entrar en razón—. ¡Es el mejor doctor de Sicilia y puede que del continente!

—Y vete tú a saber cuántas perras te saca...

Pero esta vez Gaetano se mantuvo en sus trece, los pechos de su mujer eran sagrados y él habría empeñado hasta el último mueble de la casa, incluidos los colchones, con tal de que la curasen.

Entraron en la consulta del doctor llorando y salieron desesperados. El médico, con todo el sadismo de que son capaces los cirujanos, habló claro, no les ahorró a los pobrecillos ningún detalle ni les dio esperanzas. Luisa estaba condenada, la enfermedad no le dejaba ninguna posibilidad de salvación y sólo se libraría de ella «... con los pies por delante. Hay que operar, quitar el pecho, los músculos y quizá también el brazo, limpiar, cauterizar... Pero no garantizo nada».

Luisa y Gaetano volvieron a casa en un estado de postración profunda, se pusieron a rezar a la santa, hicieron votos, promesas.

 

Mi bisabuela se fue con el año nuevo, dejando en la casa un hedor terrible a coles y brócolis que la tía María había aconsejado que comiera mañana, tarde y noche para combatir la enfermedad. Mujer y marido habían obedecido, porque cualquier cosa parecía mejor que perder aquel precioso tesoro que los había unido en una relación profunda, sólida, indisoluble.

Luisa perdió la vida a causa de una misteriosa enfermedad que había empezado en un pecho y le había devorado en poco tiempo el resto del cuerpo, las fuerzas, la energía secreta de la existencia. Gaetano pensó que se ahogaba en el mar de la desesperación, pero aprendió casi enseguida a nadar, porque Ágata, su hija, los necesitaba a él y su trabajo para hacerse maestra de escuela primaria... Además, el muerto al hoyo y el vivo al bollo.

VI

 

M

is bisabuelos vivieron a caballo entre dos siglos, el XIX y el XX, en Belpasso, un pueblecito de la provincia de Catania, una localidad rica cuya economía giraba totalmente en torno al refinado de azufre.

La calle principal era una larga serpiente que avanzaba, sinuosa, entre naves industriales y chimeneas de ladrillo rojo. El denso humo que a menudo velaba el sol era el signo tangible de la viveza de la burguesía empresarial de la época, que producía riqueza y regalaba la esperanza de una vida mejor, el sueño del rescate social. El azufre refinado era almacenado en barcos mercantes que esperaban en los embarcaderos del puerto a tener la carga completa para zarpar. El tráfico de mercancías había aumentado enormemente. Hasta los extranjeros invertían en la industria local y el Banco de Sicilia había abierto su primera sucursal.

Gaetano era quizá el único hombre de la provincia que no participaba del frenesí colectivo. Su natural optimismo había sido barrido por la pérdida de Luisa, el recuerdo de su mujer lo atormentaba, la soledad le agriaba el carácter, el dolor lo abrumaba. La pequeña, entre tanto, se había convertido en una jovencita graciosa y de buen carácter. Su educación había sido confiada a una hermana de su padre mucho mayor que él, una solterona amargada sin hijos. La tía trataba sin contemplaciones a la sobrina, pero era temerosa y dócil en presencia de su hermano, que la intimidaba mucho. De su madre, Ágata había heredado cierta serenidad de ánimo que confería a su rostro una expresión dulce, angelical. Mientras Gaetano maldecía al destino y sufría por su condición de hombre sin pareja, su hija no se sentía particularmente desafortunada, se consideraba sólo huérfana de madre. La manera pragmática de afrontar la vida fue lo que ayudó a Ágata en las dificultades que el destino no le escatimó.

Los cataneses prosperaban, Gaetano sufría, Ágata crecía, pero no hay bien ni mal que cien años dure: de repente la vida tomó otra dirección, y como de costumbre, la novedad llegaba de América. La buena noticia fue un método más sencillo y menos oneroso para extraer azufre desarrollado en Estados Unidos por un tal señor Frasch. La mala noticia fue que la industria catanesa quedó rápidamente excluida del mercado internacional. Más de quinientos trabajadores se encontraron en la calle de un día a otro.

El estallido de la guerra hundió, además, el tráfico portuario. El sueño siciliano de desarrollo social y progreso económico se rompió. La vida se volvió austera de improviso. Los hombres fueron llamados al frente. Gaetano, viudo y con una hija a su cargo, consiguió evitar que lo movilizaran, pero muchos isleños desertaron y se echaron al monte, lo que los llevó a vivir de saqueos y hurtos.

Sicilia entró en uno de sus recurrentes períodos oscuros. La vida humana no tenía valor y el reconocimiento de los derechos a los ciudadanos —no garantizados por las instituciones— sólo se producía gracias a la intervención de los poderosos de turno. Gaetano destinó una parte del pan que producía a quien no tenía, a fin de sentirse en paz consigo mismo, mientras que otra parte acababa todos los días en la mesa del jefe de la mafia al que podría dirigirse en caso de necesidad. De este modo, el panadero logró disfrutar de beneficios y privilegios que a los demás les eran negados. Su horno fue uno de los pocos que continuaron activos en toda la provincia y él trabajó frenéticamente para tener bajo control malos pensamientos y quebraderos de cabeza.

Acabada la guerra, la situación empeoró. Las promesas del Gobierno, sobre todo las relativas a la tierra, no fueron cumplidas. Los muchachos que habían regresado del frente, decepcionados en sus expectativas, se dedicaron al bandidaje para satisfacer las necesidades esenciales. Los terratenientes, para defender sus bienes, empezaron a dirigirse a los mafiosos, que se enriquecieron y reforzaron su presencia en el territorio. Pero la situación económica del panadero se mantuvo estable en todo momento.

 

Ágata, mientras tanto, se había convertido en una mujer. Su físico se había modificado, el cuerpo delgado se había rellenado en torno a las caderas con curvas redondas y agraciadas, el cuello, largo y blanco —entre el rostro oval y los hombros delicados—, estaba cubierto en parte por largos cabellos negros, el busto, prominente, sostenía sus senos altos y seductores.

La metamorfosis había sido repentina y Gaetano, preocupado por que los pechos de su hija pudieran traerle a la memoria los de su mujer y, de ese modo, despertar el dolor, evitaba mirarla y en su presencia no levantaba los ojos del suelo. La muchacha sufría muchísimo por esa actitud de su padre, se convenció de que no la quería y se unió a su vieja tía Filomena, único elemento femenino de la casa, que, pese a su inexperiencia, en algunas ocasiones resultó útil para mitigar las asperezas de una familia incompleta.

Además del buen carácter, Ágata había heredado de su madre la receta de aquellas famosas minne que habían turbado a su padre hasta el punto de que ahora, tras la muerte de Luisa, no quería ni aspirar su olor. Fue Ágata la que no se dio por vencida y quiso continuar la obra de su madre. La joven, a la chita callando, tenía un carácter férreo, era una auténtica mujer de bandera. Decidida, con pocos pájaros en la cabeza, trabajaba en el horno y no se quejaba; de vez en cuando se concedía algún momento de melancolía, normalmente por la noche, cuando, antes de irse a la cama, se abandonaba a los recuerdos y dejaba salir de su joven corazón toda la ternura que reprimía durante el día. Rezar la reconfortaba, y en aquellas palabras musitadas Ágata encontraba equilibrio y seguridad.

 

VII


El domingo temprano, a las seis de la mañana, usted viene a misa, espero en la última fila, delante de la imagen de santa Lucía, porque en el altar de santa Ágata hay siempre demasiadas personas. No acepto una negativa.

 

Firmado

Sebastiano Badalamenti

 

 

Á

gata había encontrado la nota enrollada entre las monedas destinadas a pagar medio kilo de pan rallado. «Pero este pipiolo ¿qué quiere?, pensó. Vete tú a saber a cuántas mujeres atosiga.» Aquel tono de ordeno y mando le había puesto la mosca detrás de la oreja.

El muchacho la miraba con ojos encendidos. Un mar tormentoso se agitaba en su cuerpo delgado y nervioso, que parecía no delatar ninguna emoción. Sólo las comisuras de la boca, carnosa y sensual, se estiraban de vez en cuando hacia el exterior. Eso era lo único que distinguía su rostro granítico del de una estatua de sal.

«Parece experimentado, pensaba Ágata sin bajar los ojos, pero es inútil que se haga ilusiones, no voy a complacerlo», y al darle el cambio puso las monedas en la mano de él rozándole la palma con un dedo. La llegada del panadero interrumpió aquel flujo de miradas y el joven se apresuró a salir del establecimiento tras despedirse con una reverencia y un saludo respetuoso:

—Queden con Dios.

A despecho de estas consideraciones, la nota había dado en el blanco y, pese a su firmeza, Ágata se quedó desasosegada. Se pasó la noche despierta tratando de escribir la respuesta: rompió varias hojas antes de encontrar las palabras adecuadas para rechazar aquella invitación perentoria. No podía aceptar al primer intento, ¿qué habría pensado Sebastiano de ella? Rechazar pero sin ofender, ésa era su estrategia. Aquel muchacho tan decidido en realidad le gustaba bastante y quería dejarle la puerta abierta.

Como siempre, las dificultades del cortejo estaban en el difícil equilibrio entre concesión y negación, que hace todavía más deseada a la amada, más preciosa la relación. La familiaridad trae mala educación, la soberbia trae soledad. Ágata buscaba la manera apropiada de decir que no. Al amanecer las palabras salieron solas:

 

Los domingos voy siempre a la misa de las seis, pero me siento delante de santa Ágata y no puedo cambiar de sitio, pues se trata de una promesa hecha ante la tumba de mi madre; por lo tanto, creo que usted no se ofenderá por que no pueda aceptar su invitación delante de santa Lucía. Sólo el obispo puede eximirme de mi voto y en este momento no me parece oportuno molestar a Su Excelencia para contentar al primero que entra en la panadería. Y si no le gusta cómo hacemos el pan, tenga la bondad de decírselo a mi padre; él sabrá cómo satisfacerlo.

 

La carta, escrita a vuela pluma, permaneció en su cajón unos días antes de que Ágata se decidiese a entregarla. Sebastiano entraba todos los días a comprar el pan, miraba el envoltorio de papel marrón y se marchaba desilusionado. Al cuarto día de espera, Ágata pensó que debía dar ya una respuesta si no quería pasar por maleducada. Sebastiano encontró la nota, enrollada y perfumada entre el papel parafinado y dos bocconcini* de anís.

El joven leyó aquellas líneas descorteses de un tirón y ya no se las quitó de la cabeza. Al día siguiente volvió al horno y, con una expresión de compadre Turiddu [3] en la cara, deslizó entre los dedos de Ágata otra de sus notitas:

 

Estimada señorita Ágata:

Encantado de responder a su carta, retrasada y tan deseada, pero yo me conformo igualmente. Quiero decirlo antes de nada que es usted muy lista, pero se las ve con una persona que de vez en cuando comprende las cosas al vuelo. Su pan me gusta bastante y sólo tendré motivos para hablar con su padre si usted se presenta el domingo a la primera misa.

 

El tono de quien no admite réplicas y no acepta negativas conquistó el corazón de Ágata, que, como la mayoría de las mujeres, confundía la prepotencia con la fuerza, la agresividad con la seguridad. El domingo fue a la primera misa y se sentó delante de santa Lucía.

Así empezó la historia de amor entre mis abuelos, con una nota al día. Sebastiano ponía la carta entre el dinero; ella, dentro de la bolsa del pan, junto a las mqfaldine* calientes.

 

Estimada señorita Ágata:

No necesita buscar información, yo mismo me encargo de aclarar las cosas. Empiezo a decirle, como usted sabe soy empleado de ferrocarril, con once años de servicio. Además le informo de que tengo alguna propiedad que me produce cuatrocientas liras al mes. Con ocasión de la presente le informo también de que nací el 13 de marzo de 1910. Quisiera decirle además que tengo intenciones serias respecto a usted y que espero recíprocamente que usted las tenga conmigo. Estos días he estado de servicio en la estación de Sant’Erasmo, quizá la próxima semana tenga que ir a Mesina a ver a mi hermana que reside allí con su marido, y también está mi hermano que es soldado. Confiado en una pronta respuesta suya, mientras tanto me interesa tener la seguridad de que cuento para usted como yo le aseguro, del modo más absoluto, que usted cuenta para mí. Con los más sinceros y sentidos saludos y apretones de mano, firmo

Sebastiano Badalamenti

 

La respuesta no se hizo esperar y llegó dentro de medio kilo de pan rallado, harina de trigo duro, sésamo y amapola:

 

Estimado señor Sebastiano:

Como sabe, soy maestra de primaria, su carta me ha causado mucho placer, pero aprovecho la ocasión para decirle que mis intenciones son tan serias que, si usted quiere y no se ofende, puedo enseñarle a escribir un italiano correcto, porque por lo que leo me parece que usted instrucción tiene poca. En cualquier caso, cuando sea el momento, es mejor que hable primero con mi tía, porque mi madre murió y mi padre está con frecuencia un poco nervioso. La próxima semana podemos vernos en el reloj de santa Lucía después de la hornada de la noche.

 

Entre cartas esperanzadas, las de Sebastiano, y respuestas evasivas, las de Ágata, la correspondencia siguió adelante durante unos meses.

La tía Filomena había intuido que algo hervía en la olla: ciertos cambios de humor repentinos de su sobrina, que siempre había sido tan equilibrada, la expresión soñadora de su rostro y, sobre todo, el hecho de que no conseguía encontrar su mirada. Decidió abordarla directamente.

—Ágata, ¿has cerrado la puerta del horno?

—¡Ay, tía Filomena, se me ha olvidado otra vez!

Un suspiro largo y profundo subrayó su disgusto.

—Agatì, ¿qué te pasa?

—Nada, tía Filomena, es que, con este sol, quedarme en casa me parece como estar en prisión.

Ágata se asomó a la puerta de entrada y se puso a canturrear:

Rosa, Saridda e Pippinedda casadas están, y yo que soy guapa me quiero casar...

—¡Pájaro en jaula, o canta por amor o canta por rabia! Tú me escondes algo, Ágata.

—Tía Filomena, ¿usted sabe guardar un secreto?

—Depende.

—Tía Filomena, tiene que ayudarme.

—¡Lo que nos faltaba! Ya sabía yo que pasaba algo.

—Tía Filomena...—Ágata respiró hondo y luego dijo de un tirón—: Quiero hacerme novia de Sebastiano Badalamenti y usted tiene que hablar con mi padre.

—¡Madre mía! ¿Y quién tiene el valor de decírselo a Gaetano?

—Usted.

A la tía Filomena casi le da un infarto. «Con lo celoso que es de su hija...», pensaba. Pero Ágata necesitaba ayuda y ella no eludiría sus deberes de vicemadre.

—Ágata, dile a tu novio que me escriba una carta y me explique sus intenciones.

—¡Gracias, tía Filomena, el Señor se lo pague y la Virgen la acompañe!

 

Estimada señorita:

Con la presente le hago entender lo que usted no ha entendido. Si no hay nada en contra le pido la mano y si no le importa, en vez de permanecer muda, hágame el favor de responderme. Seguidamente a su decisión proveeré para la explicación. Si tiene usted curiosidad por saber mis condiciones, me lo escribe, que yo me daré prisa en informarla detalladamente. Espero respuesta, le envío infinitos saludos y firmo

Sebastiano Badalamenti

 

La carta, entre consecutio osadas, verbos mal conjugados y pronombres inapropiados, tenía todas las características de una intimación, de manera que la solterona, impresionada por el tono perentorio, se apresuró a responder al fogoso pretendiente de su sobrina y, de acuerdo con su estilo —mesurado— y el de su familia —prudente—, lo convocó en la iglesia para la primera misa. Mirándolo fijo a los ojos, sin mover un músculo de la cara, susurró:

—Hable con mi hermano —que significaba: «Nuestra familia no es contraria».

—Como usted mande —contestó el muchacho, lapidario pero satisfecho.

Siguieron días de trepidante espera para Sebastiano, que para la «explicación», como él lo llamaba, dependía de su padre, el cual, mientras tanto, justo cuando él más lo necesitaba, había sido ingresado en el hospital. Para Ágata fueron momentos de angustia, pues temía la reacción de su padre. Gaetano, en realidad, pese a su carácter apacible, era muy celoso de su hija, que con el paso del tiempo se parecía cada vez más a su madre, la única mujer a la que él había adorado. Ágata se sentía también particularmente sola e insegura, sin una guía adecuada en un momento tan delicado.

Pero, ya se sabe, matrimonio y mortaja del cielo bajan.

 

VIII

 

L

a propuesta de matrimonio es todavía hoy un acontecimiento desestabilizador para las familias sicilianas. El poder masculino, que se basa en el control de la vida y del cuerpo de las mujeres, es sometido a dura prueba por el casamiento, que es, desde los preliminares hasta la ceremonia final, un auténtico traspaso de propiedad. Son muchas las variables de las que depende la felicidad de los esposos, la primera de todas, la dote de la mujer, que constituirá el capital inicial de la familia.

Pigghia a una ca fa cent’unzi e no ca ti li porta, «cásate con una que sepa hacer dinero y no con una que te lo traiga como dote», es una de las innumerables maneras de afrontar la cuestión según la antigua sabiduría popular.

Ni Ágata ni Sebastiano tenían bienes, así que la cuestión patrimonial estaba fuera de discusión. La verdadera complicación la constituían los absurdos celos de mi bisabuelo, que, como buen siciliano, no podía soportar la idea de que un extraño tocara su propiedad. Además, el temor de que una desfloración prematura pudiese transformar la primicia en mercancía podrida influía de modo determinante en el comportamiento de los padres de entonces, que imponían prohibiciones y restricciones, y en el de las hijas, que adoptaban actitudes cautas y hurañas con sus pretendientes.

Ágata no sabía realmente cómo comportarse. Amaba a Sebastiano, el joven le inspiraba un sentimiento dulce que le inundaba el corazón, la cabeza y a veces también la barriga.

Habría querido acariciarlo, dejarse besar, apretarse contra el cuerpo de él, que intuía fuerte y musculoso, pero temía la reacción de su padre si la sorprendía, el juicio de sus paisanos y de su propio prometido, que habría podido considerarla una cualquiera.

La ausencia de su madre jugaba en su contra y la tía Filomena, aun intuyendo que en el corazón no se manda, no estaba en condiciones de aconsejarla.

—Gaetano, sin duda, Ágata se está haciendo mayor...

La solterona intentaba hablar con su hermano del inminente compromiso y, para no afrontar el tema de manera directa, empezaba desde lejos. Cubierta con una pequeña toquilla negra, en el lado opuesto del mostrador del horno, trataba de empujar a Gaetano a afrontar la espinosa cuestión de la dote. No era fácil hacerle asumir sus responsabilidades de padre, en ese asunto se hacía el sordo y se escabullía entre los sacos de harina como una anguila ante la olla con agua hirviendo.

—Sin duda. —Gaetano ni siquiera había levantado los ojos del cedazo que utilizaba para tamizar la harina—. Me parece que fue ayer cuando era una bolita rosada entre las tetas de Luisa...

E inmediatamente la palabra «tetas» hizo sonrojarse de vergüenza a la tía.

—Gaetano, no seas ordinario, puede oírte la moza.

Desde detrás de la puerta, Ágata escuchaba ansiosa la conversación, de vez en cuando asomaba la cabeza por el resquicio e imploraba con los ojos a su tía que continuara hablando.

—Las sábanas y la colcha se las tenemos que dar, claro..., están las del ajuar de tu mujer dentro de la caja, no se han usado nunca..., pero ¿y los colchones?

‘A figghia na fascia, ‘a robba na cascia —replicó Gaetano, lo que era como decir: «El ajuar ya fue preparado en el arcón cuando Ágata iba en pañales, no daré nada más», y dio por terminada la conversación.

Cuando pensaba en el matrimonio de su hija, Gaetano experimentaba una sensación de soledad desesperada que lo volvía más brusco e irascible.

Las esposas conocen bien las inquietudes que agitan los sueños de sus hombres y saben, en los momentos de intimidad, tranquilizarlos, mitigar las irracionalidades, aplacar los sufrimientos con un beso, una caricia, un «¿te acuerdas?». Entre un suspiro y otro arrancan promesas de calma y condescendencia, en suma, guían su juego y redescubren, precisamente en esas ocasiones, el poderoso arte de la seducción. Sólo una madre se encuentra en situación de gestionar con prudencia las negociaciones prematrimoniales. ¿Y qué hace quien no la tiene? Se encomienda a la Virgen, pide ayuda al cura o recurre a la fuga para poner a la familia ante el hecho consumado.

Por primera vez en su vida, Ágata vivía con angustia su condición de huérfana y percibía toda su soledad. Su madre le había dejado la receta de las minne de santa Ágata, un ánimo sereno, un sentimiento religioso auténtico y la certeza inquebrantable de poder arreglárselas sola; pero la situación era incierta y ella se consumía buscando la ocasión idónea para hacer que su padre asumiera sus responsabilidades.

 

IX


Querida Ágata:

Agradezco a usted y a su tía que me hayan autorizado a hablar con su padre. Le agradezco también que me advierta del difícil carácter de su padre, pero ante dos corazones que se aman la dificultad se llama facilidad. Le informo de que en este momento no me es posible hablar con papá (el suyo), porque papá (el mío) está convaleciente, esperaré a que esté bien, de manera que pueda ir a su casa para explicar el matrimonio.

 

 

I

ncreíble: Sebastiano había acertado con el subjuntivo, las clases de italiano de Ágata habían sido útiles.

 

... si no, papá (el suyo) podrá decir «y usted, sabiendo que su padre está así, que no puede venir, ¿por qué viene?». Pero, de todas maneras, quisiera permitirme el lujo de honrarme tratándote de tú en las cartas. Gracias por la proposición aceptada, recibe los más sinceros y sentidos saludos y apretones de mano,

tu Sebastiano que todas las noches sueña contigo

 

Clases útiles, pero no milagrosas.

Mientras tanto pasaban los días, el compromiso aún no se había hecho oficial, Sebastiano se había vuelto más atrevido y a Ágata le costaba trabajo mantenerlo a raya, tanto más cuanto que debía oponerse a su propio deseo. En todas las citas tenía que esforzarse al máximo para enfriar los ardores del muchacho, que intentaba vencer su virtud. La chica sabía bien que, una vez deshonrada, no le quedaría otra opción que marchitarse en el horno de su padre, siempre y cuando él tuviera la bondad de permitírselo. Y realmente no sabía cómo comportarse frente a los avances de Sebastiano.

La vieja tía Filomena probablemente se habría muerto de vergüenza si hubiese tenido que tomar conciencia de ciertas formas de intimidad; mamá, en el Cielo, permanecía muda a sus peticiones; a las amigas, si así podía llamarse a sus ex compañeras de colegio, ciertas cosas no se les podían confiar. Quedaba la que había sido su madrina en la confirmación, pero con ella no tenía confianza, así que Ágata pasaba las noches entre plegarias, suspiros y letanías: «Respóndeme cuando te invoco, Dios, mi justicia; de las angustias me has librado; ten piedad de mí, escucha mi plegaria..., en paz me acuesto y enseguida me duermo, tú solo, Señor, me haces descansar segura».

También esta vez Dios tardaba en responder y, como de costumbre, Ágata tuvo que apañárselas sola. Escribió entonces algunas cartas glaciales con la finalidad de contener la exuberancia de Sebastiano y salvaguardar su honor. El movimiento resultó equivocado, porque el joven, convencido de que su novia quería subrayar su superioridad, se ofendió.

 

Después te disculpas si has escrito mucho, pero ¿por qué te disculpas? A mí me gusta leer lo que escribes y me contento aunque me digas improperios, cosa que tu digna persona no sabe hacer. Si tienes tiempo y quieres escribir me complace mucho. No me prolongo para no hacerme pesado, probablemente mañana por la mañana me marcharé, no sé adonde y no sé por cuántos días, si no me ves no te preocupes. Hasta la vista.

 

Sebastiano no era un hombre al que se pudiese acariciar a contrapelo, y además, una vez tomada una postura, no era de los que vuelven sobre sus pasos o, como decía él, de los que reculan.

 

Debes saber que el alfarero cuando hace las ollas pone el mango donde se le antoja y eso me parecía que querías hacer tú.

Pero conmigo no es oportuno, porque también yo soy del mismo oficio, siempre que puedo hacerlo pondré el mango donde se me antoja, llegado el caso, se entiende.

 

Justo para dar a entender quién mandaba.

Pero, aunque profundamente resentido, y manteniéndose en sus trece, el joven no interrumpió la correspondencia y continuó enviando notas con cierta regularidad.

 

He estado mal acostumbrado en el pasado; soy conocido y me saben famoso las señoritas, y también los padres me han buscado, pero yo nunca he querido consentir, mientras que ahora me resulta difícil contigo y tu familia..., pero comprendo que he hecho mal poniéndote al corriente de todos los mínimos suspiros que he dado.

 

Pasada la rabia, Sebastiano buscó la manera de restablecer la confianza con su enamorada. La ocasión se presentó el día de la fiesta de santa Ágata, cuando la muchacha incluyó en la bolsa del pan una de las famosas minne que había hecho por la mañana temprano con especial cuidado. Cuando Sebastiano mordió el dulce, se encontró en la boca, además de una suave crema perfumada de canela, una minúscula nota de complicidad:

 

¿Has comprendido lo que te pierdes?

 

Por la noche esperó a Ágata en el reloj de Santa Lucía y entre disculpas, explicaciones, promesas y titubeos por parte de ella, chantajes, amenazas y miradas torvas pero fogosas por parte de él, hicieron las paces. Se abrazaron estrechamente, Sebastiano, excitado por la inesperada condescendencia de Ágata, ella, desorientada y curiosa por aquello nuevo y desconocido que empujaba con fuerza, a través de la ligera ropa, contra su vientre.

Una cosa debería haber visto clara enseguida: la vida matrimonial no sería un paseo. Sebastiano había demostrado tener un carácter sombrío, irascible y anguloso como la cómoda de madera tosca que utilizaban para guardar la ropa blanca.

A pesar de las dificultades, del mal carácter del novio y de los abusos del padre, que no quería dejarla irse, en Navidad los dos jóvenes fueron finalmente marido y mujer. Libres de amarse en la casa de Via Alloro 10, frente a la iglesia de la Gancia, en el corazón de la ciudad de Palermo, adonde el trabajo de ferroviario de Sebastiano los había llevado.

Signuri, vi ringrazio che sugnu maritata, prima ero davanti alla porta, ora sugnu ’n mezzo alla strata! [4]

X

 

E

n Palermo, Ágata se hizo terciaria franciscana, rezaba sin parar, toda su vida era una plegaria; al amanecer, la misa, cuando todos estaban todavía durmiendo, al anochecer, las vísperas, antes de que oscureciese, después el rosario, y en los intervalos pequeñas letanías murmuradas a sovoz.

«Desde la puesta hasta la salida del sol, alabado sea el nombre del Señor... Bueno y piadoso es el Señor, lento en la ira y grande en el amor...» La serenidad de su rostro encantaba, la fuerza que emanaba de su cuerpo tranquilizaba. La liturgia era fuente de consuelo, le confería resistencia frente a las adversidades, alimentaba su optimismo, sostenía su confianza en la vida.

 

Después de la muerte de su madre, Ágata había tenido que ocuparse sola de su educación sentimental. Su padre no se había vuelto a casar, el dolor por la pérdida de Luisa había reprimido su naturaleza pasional; tía Filomena, que debería haber ocupado el puesto de Luisa en la vida de su sobrina, era virgen y tenía pocas esperanzas de cambiar de condición. Ágata había tenido que arreglárselas con textos sagrados, vidas de santas y confesiones al cura, así que del asunto no sabía nada de nada. Al final, su sentido pragmático la había llevado al convencimiento de que «eso» debía hacerse forzosamente para tener hijos.

Sebastiano, por su parte, era más impetuoso que fogoso, pues sentía oscuramente que a las mujeres no las comprendía, quizá incluso que no las amaba realmente, pero que eran algo de lo que no podía prescindir. Cuando, inmediatamente después de la boda, acabó en unos minutos con la virtud de su esposa, se dio cuenta con consternación de que las mujeres no eran cosa suya; es más, si hubiera podido elegir, habría preferido vivir con un amigo que con Ágata. Pero no se sustrajo a las obligaciones matrimoniales, no fuera a ser que dijesen que era mariquita.

Consumó el matrimonio en el tren, en el traslado de Catania a Palermo. El vagón era viejo y sin pasillo central, con acceso directo al andén. Gracias a su condición de obrero especializado ferroviario, Sebastiano había conseguido el último compartimento, el más reservado, y había bloqueado la puerta desde el interior. Haciendo alarde de su virilidad, se lanzó no menos de cuatro veces al ataque.

Ágata no daba crédito a sus ojos: tenía una idea dura de la vida, estaba acostumbrada a ir al meollo de las cosas, sin andarse con florituras ni rodeos, pero no imaginaba lo rápido que podía ser su marido haciendo «eso». Casi sin reconocérselo a sí misma, había fantaseado con caricias, besos, palabras dulces murmuradas entre los cabellos... Sebastiano la poseyó sobre el asiento del tren, no tuvo ni ganas de desnudarla y de mirar aquel magnífico seno que su mujer había heredado de su madre, pero de cuya función erótica lo ignoraba todo. Ágata no tuvo especiales dificultades, simplemente estaba un poco asombrada de que Nuestro Señor hubiese elegido una manera tan complicada para que los esposos pudieran «hacerse una sola carne» y hubiese desterrado a aquel lejano rincón de su cuerpo el secreto de la alegría y también de la infelicidad del mundo.

El fuerte movimiento ondulatorio que el vagón del tren imprimía a sus cuerpos hizo más fácil y menos molesta la pérdida de la virginidad, que la comadre, la mañana de la boda, mientras la ayudaba a ponerse el vestido blanco, había descrito como un dolor y una humillación infernales, por culpa del pecado original que recae sobre las mujeres. A Ágata hasta le pareció, aunque sólo por unos segundos, que le recorría un fugaz placer, un ligero calor que de repente le subió a la cara pasando por la barriga.

Fue la única vez, en toda su vida matrimonial, que le sucedió a la vez que a su marido. Los pechos suaves, blancos y apenas cubiertos por una fina camiseta de encaje permanecieron en su sitio, Sebastiano no intentó siquiera tocarlos a través de la tela. Ágata entonces llegó a la conclusión de que sólo servían para amamantar. No estaba plenamente convencida, pero lo aceptó así, al menos en lo referente a su relación conyugal. Desde luego no entendía por qué había sentido las miradas de los hombres justo ahí cuando paseaba por Belpasso con su tía.

 

Una vez en Palermo, iniciada ya la vida en pareja, las cosas no mejoraron; más bien, con la costumbre, Sebastiano se volvió incluso más apresurado: por la noche, en la cama, le levantaba apenas un poco el largo camisón, y era tan rápido que algunas veces Ágata casi no se percataba de él, abría las piernas y continuaba durmiendo.

De día, Ágata llevaba los pechos apretados con vendas de algodón, en parte para no provocar los celos de Sebastiano, al que bastaba la menor excusa para montar en cólera. A la larga, a fuerza de presionarlos y aplastarlos contra el tórax, los pechos habían caído tanto que formaban un todo con el vientre, apoyados en la abultada y ancha barriga se habían convertido en el sostén de todo el cuerpo.

Sebastiano no era mala persona, al contrario, sino ignorante y celoso como el último de los Borbones: cualquier excusa era buena para levantar la voz y las manos, hasta la misa de la mañana era motivo de sospechas y discusiones. «Ágata, ¿dónde te habías metido? No estabas en la cama, ¿adonde has ido?» Esta pregunta marcaba con frecuencia el comienzo de una interminable pelea que concluía inevitablemente con un par de bofetadas.

Ágata no quería ni podía renunciar a su vida religiosa, así que continuaba yendo obstinadamente a la iglesia, sin preocuparse de las protestas de su marido. Con un velo de encaje negro en la cabeza, el bolso oscuro bajo el brazo, el indefectible misal con tapa de piel y las iniciales grabadas en el dorso, y el rosario de coral rojo entre las manos cubiertas con guantes oscuros, salía de casa con los ojos bajos, perseguida por las palabrotas de su marido, que había llegado a sospechar que tenía un lío con el viejo párroco, diabético y completamente ciego. Ella hacía como si no pasara nada y seguía su camino indiferente a las provocaciones.

No obstante, una vez que Sebastiano se pasó de la raya, la abuela tuvo que recurrir a la ayuda de su padre. Sucedió en los primeros tiempos del matrimonio, en pleno invierno, cuando aún no tenían hijos de los que ella tuviera que ocuparse. A Sebastiano se le cruzaron los cables y la encerró con llave en el dormitorio. Ágata, más preocupada por su alma que por su libertad, consiguió, con la complicidad de una vecina, que sus parientes intervinieran. Su padre llegó con sus cuatro hermanos, encabezados por tía Filomena, dispuesta a pedir cuentas y reparación. Dado su carácter apacible, Gaetano no tenía ninguna intención de llegar a las manos, es más, estaba profundamente convencido de que se trataba de un malentendido, pequeñas desavenencias entre marido y mujer, pero aun así se había dejado convencer por sus hermanos y había llevado la escopeta de caza, casi con una finalidad ornamental. «Vale más arrepentirse de lo que se hizo que de lo que no se hizo», había sentenciado mientras escondía el arma bajo el abrigo.

—Sebastiano, ¿pasa algo?

El panadero, seguido por la delegación de parientes, tras los saludos rituales buscaba las palabras apropiadas para no herir la susceptibilidad de su yerno, que ahora era el marido de Ágata y tenía pleno poder sobre ella.

—No —fue la lacónica respuesta de Sebastiano, quien, moviendo la cabeza hacia arriba, negaba la evidencia con ese extraño modo de decir «no» que tienen los sicilianos y que en cualquier otra parte del mundo significa «sí».

—Pero ¿no está Ágata?

Gaetano miraba a su alrededor mientras su hermana le daba codazos en el costado como diciendo: «Espabila. ¿Qué haces? No pierdas más tiempo».

—No.

Por segunda vez, Sebastiano negó haciendo un gesto afirmativo; no se produjo la tercera negación porque Sebastiano no era san Pedro y Gaetano era simplemente un modesto panadero, bastante cansado, además, por el largo viaje que había tenido que hacer. Por eso, con toda la agresividad de que era capaz su buen talante y sinceramente preocupado por la integridad de su hija, frunció el entrecejo y apuntó con un dedo a su yerno.

—¡Te has casado con Agatina, pero no eres el dueño de su alma! —dijo, al tiempo que los cañones gris oscuro de la escopeta asomaban por el borde de su abrigo.

Ágata fue liberada y durante el resto de sus días Sebastiano no intentó nunca más obstaculizar las plegarias de su mujer. Tragó saliva, pero continuó murmurando a media voz y echando pestes cada vez que ella iba a la iglesia. Aquellas blasfemias masculladas entre dientes afligían a Ágata, que consideraba a su marido un hombre ruin por enfadarse con Nuestro Señor.

Tan irascible era él como pacífica ella. Cualquier asunto, desde el más serio hasta el más banal, Ágata se lo tomaba con serena resignación y confianza en el futuro. Las diferencias de carácter entre ellos se hicieron en poco tiempo evidentes; un surco ancho e infranqueable los separó y no tuvieron nunca la sensación de pertenecer el uno al otro.

Una vez entraron en su casa ladrones —seguramente unos novatos, si imaginaban que encontrarían objetos de valor en un inmueble como aquel de Via Afloro— y robaron sábanas, mantas, las perlas de imitación regalo de bodas y el poco dinero del sueldo de Sebastiano, quien recorrió las habitaciones violadas movido por una desesperación desproporcionada respecto al daño sufrido.

—Cálmate, Sebastiano... —Ágata trataba de detener el torrente de blasfemias que brotaba de la boca de su marido y la hacía sentir terriblemente incómoda—. No soportaré ante mis ojos acciones malvadas. Detesto a los que hacen daño, no me tendrán a su lado...

—Pero ¿a quién podían interesarle unas pocas sábanas viejas y cuatro liras mal contadas?

Sebastiano se interrogaba y maldecía al destino, al Padre Eterno y a todos los santos que le venían a la mente.

—Señal de que lo necesitaban más que nosotros, el Señor nos lo pagará —fue la conclusión seráfica de Ágata.

Su fatalismo resignado funcionaba como un detonador en su marido, el cual prorrumpía en improperios imaginativos y variopintos. Al día siguiente la abuela llamaba al cura para que bendijera la casa, los balcones, el patio, a los familiares y hasta a los vecinos.

 

La abuela era buena, dócil, silenciosa, prudente; y desde los primeros días de matrimonio había adquirido la costumbre de no contradecir a su marido ni contestar a sus imprecaciones.

En las reuniones familiares, de conformidad con la tradición que deja a las mujeres al margen de todo, ella también se mantenía apartada y no participaba en las conversaciones de los parientes. Se quedaba en la cocina preparando la comida y fregando los platos, y permanecía a la debida distancia de cualquier diálogo, que de un momento a otro pudiera transformarse en discusión y acabar degenerando en pelea. Por las ventanas siempre abiertas, tanto en verano como en invierno, entraba una corriente de aire que atravesaba la casa y la limpiaba de las maledicencias y las consideraciones malévolas que Ágata, por coherencia religiosa, no podía aceptar. A pesar de su reserva, los familiares no la dejaban en paz, siempre había alguno que le espetaba: «Ágata, ¿eres una quariata frisca?». La expresión, que literalmente se traduce por el oxímoron «escaldada fría», no significa nada, era sólo una manera de subrayar la realidad —es decir, el terco distanciamiento de la abuela Ágata respecto a las mezquindades humanas— con las primeras palabras que le pasaban por la cabeza a aquel hatajo de ignorantes que eran los parientes de su marido.

Mi abuela estaba siempre de pie, para ella las sillas tenían más que nada una función ornamental. En su cocina, freía alcachofas empanadas y cardos ligeros y crujientes. Su fritura estaba considerada la mejor de Via Alloro, y con esta excusa los comensales sentados en torno a la mesa la relegaban a los fogones y dejaban que ella los sirviera.

Con el paso de los años Sebastiano había perdido todo interés por Ágata, a la que no reservaba ni una caricia. Ni siquiera aquellos celos que lo torturaban eran una manifestación de amor, sino un modo de poner de relieve que le pertenecía: su mujer formaba parte del mobiliario. Aun así, todos los años a mediados de agosto —quizá por el calor, o tal vez como consecuencia de la abstinencia forzada que ella ocasionalmente le imponía para castigarlo por sus salidas de tono— Sebastiano abría la sandía, cortaba rápidamente el corazón y se lo ofrecía a su mujer en actitud amorosa, como si fuese un ramo de rosas.

Al año siguiente, en mayo, ella paría otro hijo. La cuestión no era si le gustaba o no hacer el amor, simplemente su marido silbaba y ella, obediente, se presentaba en la cama. Lo que Ágata deseaba, sus desilusiones, sus amarguras, su necesidad de ternura, nadie podía saberlo, ella era demasiado prudente para exteriorizar sus más íntimos pensamientos; pero de vez en cuando suspiraba, miraba a lo lejos, levantaba los hombros y agitaba las manos en un tímido abrazo.

De sus hijos, trece en total, diez murieron inmediatamente después de nacer, por una cruel selección natural o por la gracia de una santa bondadosa. ¿Cómo hubieran podido mantenerlos a todos? Con la ayuda del Señor sobrevivieron sólo tres: Baldassare, que se convirtió en mi padre, fuerte y decidido, dio a la abuela mucha guerra. Impasible ante consejos y bofetones, fue por su camino desde pequeño, siguiendo su destino. Bartolo, el segundo, era sensible, tímido y estaba enmadrado. Su reserva ponía furioso al abuelo, que habría querido que fuese más masculino. Benedetto, al que llamaban Nittuzzo, era mucho más pequeño que sus hermanos y un verdadero sinvergüenza con pocas ganas de estudiar. Andaba con malas compañías y fue durante mucho tiempo una auténtica espina clavada en el costado de mi padre, un moralista irreductible.

Por una extraña casualidad y quizá por un estrafalario capricho de mi abuelo, los otros hijos de vida breve también fueron inscritos en el registro con nombres que empezaban con la letra B: Bernardo, Benito, Biagio, Beata, Benedetta, Benuccia, Bruno, Beato, Battistina y Bonaventura.

En el espacio de pocos años, el cuerpo ágil y flexible de Ágata se transformó. La espalda se curvó, la barriga flácida y abultada ya no se distinguía de los pechos, caídos, las delgadas piernas apenas se entreveían por el borde de la falda larga, los cabellos plateados iluminaban su rostro sereno. A los cincuenta años aparentaba muchos más, parecía una vieja.

 

XI

 

-A

gatì, coge el aceite y mira lo que hago. Siéntate aquí al lado y fíjate bien, que cuando llegue el momento tendrás que ayudarme a hacer muchas minnuzze. Date prisa, no me hagas perder tiempo, si no, mañana no podremos ir a la fiesta.

La abuela Ágata me enseñó a cocinar con infinita paciencia. Su voz todavía suena en mis oídos:

—Agatì, preciosa mía, parece que estés en Belén. ¿Me das esa botella o tengo que pedírtelo con una instancia?

Bajo a toda prisa de la silla y camino, en cambio, despacio, moviendo primero un pie y después el otro, con los brazos apretados, los codos doblados, la cara tensa por el esfuerzo, no vaya a ser que se me caiga el aceite, porque entonces no habría oraciones suficientes para conjurar muertes y desgracias. Soy una niña voluntariosa, vestida con un pichi azul celeste y un jerseicito blanco; trajino en la olorosa cocina con un paño atado a la cintura para proteger el vestido bueno de manchas y salpicaduras.

Las manos de la abuela se mueven ligeras y elegantes entre harina, huevos y manteca. De joven, cuando Sebastiano se enamoró de ella, era guapa. En la foto de la boda lleva un vestido corto de encaje, el largo collar de perlas de imitación que desciende sobre los pechos abundantes, el pelo negro y rizado que no le cubre del todo las orejas, pequeñas y regulares; el cuello blanco y largo está doblado hacia delante; los ojos grandes y negros manifiestan estupor, parece decir: «Fíjate lo que me tenía que pasar». En general, creo que en la foto aparece más atractiva de lo que era en realidad, con ese aspecto de cordero sacrificial que le da un encanto difuso, una dulzura antigua en el rostro; realmente otra persona, si pienso en la expresión torva que había adquirido con el correr del tiempo. Tuvo que defenderse, por eso tenía aspecto de dura, aunque no se la daba con queso a nadie.

Algunas veces, especialmente cuando se dirigía a los nietos, afloraba, incontrolada, toda la ternura de que era capaz y su rostro rejuvenecía de golpe. Cuando mi padre gritaba, o me reprendía, o intentaba reprimir mi exuberancia, los ojos de la abuela me acariciaban con comprensión, su boca se estiraba hacia arriba, sus labios se abrían en una sonrisa, sus dientes irregulares, ya no blancos, se movían y me susurraba «¡tontaina!» con una voz tan dulce que no podía equivocarme, estaba claro que me quería. Contrariamente a mis padres, desilusionados y fastidiados por mi llegada —hija hembra, noche perdida—, ella me recibió como si fuera una bendición del Cielo.

 

La seguía como una sombra. Con las mangas subidas hasta los codos, la ayudaba en las tareas de la casa, escuchaba embelesada sus relatos, ejecutaba con precisión los trabajos que me asignaba. Era la única que confiaba en mí, que me consideraba como lo que era, nunca demasiado pequeña para hacer unas cosas ni demasiado mayor para no hacer otras. Su voz era un soplo en la corriente de la casa que daba portazos y hacía temblar los cristales.

—¡Agatì, preciosa, coge la silla que si no, no llegas al fregadero!

Acto seguido, me levantaba cogiéndome por las axilas y, mientras la tribu de parientes sentada en el comedor se ponía al día de los asuntos familiares, nosotras fregábamos los platos juntas.

Por la ventana del cuarto de baño, orientado al sur, el sol entraba, prepotente, e invadía toda la casa. Por eso la puerta no se cerraba nunca, para dejar a la luz libre de abrirse paso por el comedor y, a través del pasillo, hasta el salón, que estaba iluminado por el reflejo. La casa era pobre, el mobiliario, esencial, el único lujo eran las dos puertas, la del comedor y la de la sala de estar, constituidas por dos magníficas cristaleras modernistas. Al abrirse hacia el recibidor, delimitaban un pequeño espacio en penumbra que representaba mi refugio. En aquel rincón me sentía a salvo y no tenía miedo de las siluetas que las mariposas encendidas delante de los santos proyectaban en las paredes, en un terrorífico juego de sombras chinescas, ni de los ruidos repentinos que provenían de las otras casas y atravesaban los muros fundiéndose entre sí, como si el edificio fuera una única estancia dentro de la cual hombres y fantasmas estuvieran en estrecho contacto.

Entre las dos cristaleras pasaba mucho tiempo sola, con muñecas, pedacitos de tela que cosía unos a otros y ovillos de hilo. Un olor a pan y pastas trepaba por la fachada del edificio, entraba por las ventanas sin llamar y se difundía por doquier. En la esquina de la calle, justo debajo del balcón de la sala de estar, estaba el mejor horno de la zona. Las despóticas propietarias, las señoritas Zummo, no se habían casado. Bajas, gordas, con los largos cabellos negros y ralos recogidos en un moño en lo alto de la cabeza, las tres solteronas habían esclavizado a su hermano, el único varón de la familia, quien no sólo había tenido que renunciar al amor para no dejarlas solas en casa, sino que trabajaba como un mulo día y noche en la trastienda.

El desventurado panadero hacía el pan en un cuartucho oscuro, caldeado en verano y en invierno, y sufría en vida un infierno inmerecido. Hacía pastas y treccine, tiernas piezas de pan brioche enroscadas una a una con la precisión de un peluquero y espolvoreadas de azúcar blanco, mientras sus hermanas espiaban a los vecinos, parloteaban entre ellas, prestaban oídos a chismorreos y producían maldad.

A la abuela Ágata le gustaba Via Alloro, su casa llena de corrientes y sobre todo el olor de dulces, levadura y harina que le hacía retroceder en el tiempo, a su juventud, cuando la vida tenía el color dorado de las mafaldine recién hechas, la consistencia blanda de los pastelillos que ella misma hacía, el penetrante olor de las pastas de anís, el resplandor de la glasa que goteaba entre sus laboriosas manos.

Si me quedaba a dormir en su casa, la abuela me colmaba de atenciones. Me despertaba por la mañana con un ligero toque de los dedos y me llevaba de la mano a la cocina: sobre la mesa puesta había leche caliente, pastas, nata y hasta chocolate. Luego, desde el balcón hacía bajar el cesto de mimbre en el que, por turnos, las señoritas —así llaman en nuestra tierra a las solteronas— depositaban las míticas treccine de Alfio Zummo recién hechas. Las comía con gusto, tenían un sabor inconfundible que todavía hoy recuerdo y busco en todos los hornos de la región.

 

XII

 

C

uando murió mi abuelo Sebastiano, se celebró una especie de consejo de familia. La herencia fue dividida sin conflictos entre los hijos: el reloj de ferroviario para mi padre, la estilográfica y un par de gemelos para mis tíos. Quedaba la espinosa cuestión de la abuela Ágata: ¿a cuál de ellos le tocaría en suerte? Teniendo en cuenta que Bartolo todavía no estaba casado y que Nittuzzo, entre una novia que daba mucho que hablar y amigos ‘ntisi*, llevaba una vida licenciosa, mi padre, cuya autoridad y cuyo sentido de la justicia no estaban en discusión, decidió que la abuela vendría a vivir a nuestra casa.

Fue invitada, aunque sería más preciso decir convocada, una tarde de junio. Sentado tras el escritorio, con el semblante serio, la vena de la sien derecha hinchada y latiendo, mi padre escogía las palabras con las que iba a comunicarle el resultado del consejo de familia. Papá no hablaba, sentenciaba, no comprendía, juzgaba, y naturalmente sus palabras eran ley. Sin embargo, a despecho de las apariencias, su madre le inspiraba un temor reverencial, fruto de los muchos bofetones recibidos de pequeño —no eran tiempos de diálogo con los hijos— y de las innumerables oraciones que la abuela le había obligado a rezar para plegar su voluntad granítica y su tozudez.

—Mamá, no puedes estar sola...

Frotándose con cuidado las manos como si tuviera frío, un gesto que hacía a menudo cuando tenía que concentrarse o trataba de contener la cólera, mi padre empezó a hablar con voz melosa, encendiendo uno de los incontables cigarrillos que fumaba. Las palabras cuajaban y se transformaban en cosas, materializando en la habitación resentimiento y desconfianza; en las pausas no casuales mi padre y mi abuela se escrutaban, y sus miradas revelaban todo el fastidio de una conversación desagradable para ambos.

—¿Por qué? ¿Qué me va a pasar?

La abuela estaba sentada en el sofá de nuestro salón vestida de negro, como de costumbre, sus dedos jugueteaban con el borde de la falda, lo enrollaban y luego lo estiraban de nuevo hacia abajo.

—No, mamá, no te pongas de uñas... Lo que pasa es que a tu edad, sin ánimo de ofender, puedes encontrarte mal.

Era el comienzo de una sutil estrategia, la angustia y la preocupación como testimonio de amor filial.

—¿Y qué podrías hacer tú, que eres juez? En todo caso haría falta un doctor.

Las palabras de la abuela eran tajantes.

—Sí, pero, no sé, por la noche, sola..., a lo mejor te invade la melancolía, y aquí están los niños..., te harán compañía.

Dicen que los nietos son rehenes de los dioses, quienes los utilizan para chantajear a los humanos y someterlos a su voluntad. Así pues, mi padre nos instrumentalizaba, convencido de que la abuela, en virtud del profundo afecto que la ligaba sobre todo a mí, diría que sí y hasta le estaría agradecida. Pero la abuela Ágata, por el contrario, después de trece hijos, diez de ellos muertos nada más nacer, para protegerse del dolor repetido de aquellos recién nacidos enterrados pocos días después del parto, había desarrollado un sentimiento casi de antipatía hacia los niños, a los que no quería ni oler. Uno de sus relatos bíblicos preferidos era la matanza de los inocentes: apelar a sus nietecitos no sólo fue inútil, sino incluso contraproducente.

—De todas formas, sola no estoy, porque Nuestro Señor está conmigo, y tú harías bien recordándolo de vez en cuando. El hecho de ser juez no te salva el alma. Quizá seas hombre de justicia, pero de ahí a ser justo hay un buen trecho.

Mi padre no se esperaba ni por asomo que su generosa oferta fuera rechazada categóricamente. No me resulta difícil imaginar los pensamientos que daban vueltas en su cabeza: «Pero ¿cómo se atreve? ¡Es mi madre, pero sigue siendo una mujer! ¡Debería estar contenta de que me preocupe por ella! ¿Así me contesta, a mí, que soy juez? Haz el bien y olvídalo, ¡qué verdad es!».

La abuela, como la mayor parte de las viudas, pasado el período del llanto y agotado el de la añoranza, empezaba a saborear la libertad y estaba decidida a defenderla con uñas y dientes.

—Además, a tus hijos tiene que criarlos tu mujer, como hice yo con vosotros.

Pobrecilla, había hecho de criada para toda su familia, sólo faltaba que ahora su nuera, mi madre, la transformase en cocinera, niñera, chica para todo a jornada completa, sin sueldo y por añadidura con la obligación de estarle agradecida.

—De todas formas, en el caso de que me sintiera sola, siempre podría venir a buscar a Agatina, que, con todos los respetos, me parece la única persona de tu casa que tiene un poco de sentimiento. Y dicho esto, no hablemos más.

—Pero, mamá, ¿qué dices? Yo sólo me preocupo...

El ligero temblor de la voz y de las manos de mi padre delataba su rabia.

—Te lo digo por última vez, preocúpate por tu alma y déjame a mí tranquila con mis recuerdos y mis pensamientos.

La abuela Ágata se levantó y se fue a la cocina, que también en nuestra casa era su lugar preferido. La discusión acabó bruscamente y nunca más volvieron a discutir por ese asunto.

 

XIII

 

E

l pequeño círculo de parientes continuó reuniéndose algunos años más en casa de la abuela el 5 de febrero, incluso después de la muerte del abuelo Sebastiano. La misa y los dulces eran para honrar a la Santuzza, la pasta con brócoli rehogado, las tortitas de neonata*, las alcachofas empanadas y las fresas con nata, para celebrar la onomástica de todas las Ágatas de la familia. La víspera, la abuela preparaba la salsa, limpiaba el pescado quitando las algas escapadas al control del pescadero y empanaba las alcachofas.

El día de la fiesta, al amanecer, se iba a la iglesia. Con el indefectible velo sobre el pelo blanco ya desde hacía mucho tiempo y las manos juntas, la abuela pasaba revista a sus muertos, rezaba por los que estábamos vivos y acababa siempre con un «te encomiendo a Agatina». Encendía un cirio y, con la fuerza que le daban sus convicciones, volvía a casa, donde su hijo Bartolo, el único que aún no se había casado, pese a que llevaba prometido una eternidad, dormía el sueño de los justos. Lo despertaba con una taza de café y una sonrisa.

Bartolo, enfundado en un pijama de franela de rayas, se desperezaba emitiendo una serie infinita de ruidos. Era un hombre culto, aunque tan distraído que parecía tonto, de expresión soñadora y ojos redondos, que, a causa de una fuerte miopía, solía fruncir hasta convertirlos en dos minúsculos puntos negros. Muy unido a su madre, le dedicaba versos que declamaba en voz alta en los más variados momentos del día. Era su modo de demostrarle gratitud por las atenciones que la abuela nunca le escatimaba, a costa de irritar a su novia, quien después de casada se las haría pagar todas, revelando una memoria y una capacidad de venganza fuera de lo común. Mi abuela tenía predilección por Bartolo. Le encantaban los versos que su hijo componía para ella y lo escuchaba extasiada por tanta sapiencia. Consideraba a sus dos hijos licenciados un milagro de santa Ágata. Nittuzzo, el más pequeño, no había querido estudiar, pero para ella esto no constituía un problema, porque: «No hay que pedirle demasiado a Nuestro Señor, Agatì, si no, se cansa y es capaz de quitarte lo que te ha dado».

Mi abuelo Sebastiano, que a duras penas leía y escribía, no era muy sensible a la fascinación de la cultura, así que ¿cómo iba a apreciar la dulzura de la poesía, la plenitud de la literatura? Para él, cualquier ocasión era buena para escarnecer a sus dos hijos encorvados sobre los libros, con el físico minado por años de estudio, siempre sin dinero, porque es difícil emparejar comida y cena con cultura. «¿Se puede saber en qué estáis pensando? —solía decirles a Bartolo y a Baldassare—. Magistrado, profesor... Pero ¿qué tonterías son ésas? Vamos a ver si encontramos un empleo en la administración.» Cuando mi padre se hizo juez de primera instancia, se enorgulleció de golpe: demasiado tarde, unos meses después murió, sin dejar huella de su paso en la vida de sus hijos ni en la memoria de sus nietos.

 

Ni siquiera el día de su onomástica la abuela dejaba de hacer las tareas domésticas: hacía las camas, pasaba rápidamente la escoba por el suelo, después se peinaba los finos y ralos cabellos, se ponía el vestido de los días de fiesta y entraba, triunfal, en la cocina.

—Ahora no me molestéis.

Era el único momento en que le estaba permitido dar órdenes. Se movía con agilidad entre los fogones, sus manos acariciaban la vajilla, sus piernas evolucionaban ligeras sobre las baldosas de mármol, sueltas y agrietadas en varios sitios. Las cacerolas sucias se acumulaban en el fregadero de cemento, el agua salía del grifo siempre abierto y saltaba alrededor en gotitas que la luz del sol hacía brillar.

 

XIV

 

E

l regalo de mis padres por mi onomástica era un vestido nuevo. Lo encontraba a los pies de la cama por la mañana, al despertar. Me lo ponía inmediatamente, me gustaba con locura cambiarme de ropa, era pequeña pero ya muy presumida. Esperaba a que mis padres me hicieran subir en el coche junto con mi hermano, para reunimos con el resto de la familia en casa de la abuela. Estaba emocionada e impaciente por abrir el paquete que había visto en el comedor el día antes, eufórica por el día de fiesta, en paz conmigo misma porque los pastelillos ya estaban hechos y yo había realizado mi cometido con seriedad y devoción; también la Santuzza, creía, podía estar contenta. Recorríamos con el Fiat 600 las mismas calles que el autobús número 15.

Con la nariz pegada a la ventanilla, encogida en una esquina, veía pasar ante mis ojos las imágenes de grúas y andamios que harían la fortuna de los diversos Vassallo, Moneada o Cassina.

Las visitas a los parientes y las celebraciones eran las únicas ocasiones que tenía de estar con otros niños, porque mi padre, temiendo que trabásemos amistad con los hijos de algún mafioso, nos hacía vivir en un estado de casi total aislamiento. A pesar de sus precauciones, mi compañero de colegio preferido, Enrico, un niño de carita redonda, mirada dulce y orejas de soplillo, llevaba un apellido tristemente famoso. Era el hijo de un boss al que mataron a finales de los años sesenta. Una tarde de siroco, pese a la inminente Navidad, un comando de tres hombres disfrazados de policía había irrumpido en las oficinas de un conocido constructor, donde se estaba tratando del futuro urbanístico de la ciudad. El padre de mi compañero no respondió al ataque y se hizo el muerto. De pronto sacó la pistola y esta... se había encasquillado. ¡No hay manera de escapar al destino! La foto del pequeño Enrico, cogido de la mano de su padre, apareció en gran tamaño en todos los periódicos. Fue en aquella ocasión cuando el cordón sanitario que mi padre había construido obsesivamente en torno a su familia se reveló inconsistente.

 

Vivíamos en un gran piso de un bloque de diez plantas, levantado pocos años antes por un mafiosillo que, tras haber cambiado los pantalones de fustán y los zapatos reforzados con clavos de los campieri* por los trajes grises de los empresarios, se había convertido en constructor.

Mi habitación, muy soleada, daba al jardín de una construcción de principios de siglo, propiedad de una conocida familia palermitana, rica, poderosa y envidiada. El perfume de las flores se mezclaba con el olor del mar, llegaba a mis ventanas y me producía languidez en el alma y un hormigueo en la nariz. Por la mañana, temprano, los carreteros voceaban por la calle.

De un día para otro, la villa, su jardín, hasta los grandes ratones que correteaban entre las ramas de los magnolios desaparecieron. Una mañana, en vez del mar, las flores y el cielo, encontré una pared gruesa, dura, de color naranja rojizo. Asomándome por la terraza podía tocarla con la punta de los dedos. El áspero revoque me arañaba las yemas y me dejaba en la piel un color amarillento, como de enfermedad.

De pronto mi habitación se convirtió en la celda de una prisión. Me pareció un desaire hecho solamente a mí, pero en realidad se trataba de un fenómeno mucho más dramático: era el saqueo de Palermo. Con la complicidad de la administración municipal, en una década la ciudad cambió de aspecto mientras los mafiosos se movían a sus anchas entre las redes de una sociedad honrada, pero a la vez complaciente y callada. La Conca d’Oro, la llanura circundante, se volvió de cemento ante mis ojos.

 

XV

 

D

on Ciccio Abella había derribado casi todas las villas de la ciudad para construir edificios altísimos que taparon la vista del mar y detuvieron la brisa que mitigaba el calor abrasador de las jornadas estivales. Siendo carretero, había circulado con un burro cubierto de plumeros de colores y pregonado su mercancía bajo las ventanas de los señores: «Compren saaal, un kilo diez liraaas». Luego, tras una breve escapada, se había casado con Teresa, la mujer sin tetas, y había empezado a hacer negocios con sus cuñados, cambiando así radicalmente el curso de su vida.

La familia de su mujer había hecho fortuna durante la guerra con el mercado negro. Ciccio se había integrado enseguida, es más, en poco tiempo había tomado el control de los negocios. Teresa se había casado con él dominada por una fuerte sugestión, convencida de que las palpitaciones que tenía cuando estaba a su lado las provocaba el amor. Ciccio tenía unas manos grandes y pesadas, y se dejaba crecer las uñas de los meñiques curvas y afiladas. Verano e invierno, Teresa llevaba mangas largas y medias oscuras para esconder las marcas que su marido le dejaba por la noche en todo el cuerpo. El odiaba a Teresa porque no tenía tetas. Le daba la impresión de que hacía el amor con un macho; aquel pecho plano como una tabla por una parte lo sacaba de quicio («Teresa, pareces un chiquillo de catorce años») y por otra lo tranquilizaba, porque «esas mujeres todo culo, barriga y tetas» le daban una especie de vértigo.

A fuerza de cardenales le había hecho darle cinco hijos, después había dejado de importunarla. Por la noche llegaba tarde, se dormía junto a ella, ya no la mordía ni la pellizcaba. Teresa seguía teniendo fuertes palpitaciones cuando oía los pesados pasos de su marido en la escalera, pero a esas alturas ya había comprendido que no se trataba de amor sino de miedo. Ciccio se había convertido en un capo y sus manos podían ser todavía más peligrosas que antes.

Después del mercado negro fue la cooperativa, con el segundo hijo llegaron las contratas del alcantarillado, con el tercero se mudaron. Acababan de instalarse en la nueva casa, más apropiada para un hombre de éxito, cuando llegó, jadeante, Nanni, el jefe de obras en Borgo:

—Don Ciccio, venga, lo buscan.

Él, mudo e impasible, continuó comiendo. Teresa lo miraba, el corazón le hacía bum, bum, bum, él ni siquiera había hecho ademán de moverse. Nanni, que era todavía un novato y estaba secretamente enamorado de aquella mujer sin tetas, insistió:

—Don Ciccio, dicen que es urgente.

—¿Acaso eres nuevo? ¡Las cosas son urgentes cuando a mí se me antoja! ¡Deja de molestar!

Teresa había juntado las manos y rezaba en silencio. No tenía valor para dirigirse a su marido.

A Nanni se le escapó de los labios sólo esto:

—Don Ciccio, ¿no corre? Se trata de su familia.

Fue en ese momento cuando el vago temor que desde hacía meses atormentaba a Teresa, la angustia que la obligaba a tomar medicinas, se concretó en la certeza de un hecho luctuoso. La mujer encontró valor para hablar, más aún, para gritar:

—¿Qué pasa, Nanni? ¿Es algo grave? ¿Les ha ocurrido algo a mis hermanos?

Mientras tanto, sus ojos buscaban los de su marido. El corazón le latía desbocado y ella había puesto las manos sobre él, pues temía que, sin la protección de las tetas, se le saliera del pecho y cayera sobre la mesa para estropear la comida de su marido.

Habían matado a sus hermanos, a los dos juntos. El propio don Ciccio, su marido, había dado la orden y ahora era el jefe indiscutido. Teresa no necesitó ninguna explicación para comprender plenamente lo que había intuido desde la noche de bodas, cuando su marido la había desnudado, le había pasado una mano por el pecho y había hecho un gesto con el pulgar y el índice de la mano derecha que quería decir: «¡Ni por asomo pareces una hembra!». Luego, con repugnancia, la había puesto con la cara contra la pared y, de pie, cogiéndola del pelo, se la había tirado humillándola, una, dos, tres veces. Su vida pertenecía a un animal feroz y ahora estaba completamente sola en sus manos.

Llevó luto, lloró sin hacer ruido, pero después tuvo que empezar a vivir de nuevo, porque entre tanto se había quedado embarazada otra vez. Quizá fuera la excitación del poder, la adrenalina de toda aquella sangre, o tal vez la sensación de desafiar al destino, el caso es que después del asesinato de sus cuñados don Ciccio había vuelto a buscarla en la cama.

Al mismo tiempo había empezado a hacer tratos con políticos y banqueros, que por la noche pasaban por su casa para recibir órdenes, llevar documentos o contar dinero. Teresa tenía que preparar comida y poner la mesa con la cubertería de plata, porque una noche sí y otra también tenían invitados importantes, incluido el alcalde, que se repartía el sueño de la noche con su marido.

Después de la Conca d’Oro, don Ciccio pasó a cementar Via Liberta, la calle más elegante de Palermo, cuyas numerosas villas modernistas fueron derribadas una tras otra para dejar sitio a los altísimos edificios de perfil anónimo y ordinario.

 

A través de la ventanilla del coche observaba la alternancia de los colores de las fachadas, los balcones desnudos, mientras mi padre conducía y resoplaba. Siempre me he preguntado por qué mis padres nos engendraron, puesto que nuestros gritos los irritaban y nuestra existencia los molestaba. No creo que tampoco para ellos se tratara de una elección. La sociedad de la época lo imponía: no tener hijos era signo de enfermedad o de impotencia sexual y ellos, en este aspecto, deseaban ser lo más normales posible.

XVI

 

L

a aguda voz de la abuela resonaba en la sala oscura:

—Agatì, preciosa mía, qué guapa estás con ese vestidito, ven, que tengo una sorpresa para ti.

Sobre el aparador había todos los años un regalo para mí. Esperaba emocionada aquella sorpresa, que llevaba en sí misma la ilusión del gesto de amor. Para los demás parientes, incluida mi madre, era simplemente el deber de festejar a la santa; en cambio la abuela pensaba en mí con alegría y nunca me habría descuidado.

Le daba vueltas al paquete entre las manos, con el corazón acelerado por todas aquellas atenciones que ningún año dejaban de maravillarme.

—Vamos, ábrelo, ¿no quieres saber lo que es?

No tenía prisa, no me interesaba lo que había dentro, para mí era suficiente que la abuela se hubiera acordado una vez más de mí. Tardaba bastante en dejarme convencer y finalmente lo abría, temerosa. El papel tenía una consistencia ligera y yo ponía cuidado para no rasgarlo; también formaba parte del regalo y durante años, hasta que me trasladé al continente, lo conservé junto con cintas, cartas, puntillas, muelles y todo lo que pudiera convertirse en un recuerdo, con la precisión de un archivero y la meticulosidad de un fetichista.

—Agatì, ahora que te has hecho mayor, tienes que ir a la iglesia con un velo en la cabeza..., el pañuelo es para eso, para la misa, y el bolso lo necesitas para el misal y el rosario. ¿Te gusta?

Entre tanto mi padre estaba de palique con los parientes, mi madre se apuntaba también a la charla y nadie más parecía advertir mi presencia.

Una vez escondido el regalo en mi madriguera, acompañaba a la abuela a la cocina.

—Ven aquí, que voy a ponerte un paño delante del vestido, que si te lo manchas, después habrá que oír a tu madre.

La abuela freía las alcachofas en aceite hirviendo, las escurría, yo las salaba y las ponía en un plato grande que mi madre llevaba a la mesa. Cada uno de nosotros tenía una tarea, que había sido asignada considerando su grado de dificultad y la habilidad personal de cada uno: la más peligrosa, a la abuela Ágata, la menos pesada, a mí, la totalmente satisfactoria, a mamá. El mantel blanco, los platos de porcelana, los vasos del servicio de mesa bueno y las botellas de cristal con vino daban la sensación de fiesta.

La abuela era incansable, cocinaba para todos, era tan natural que lo hiciera ella que ninguna de las mujeres de la familia se ofrecía a ayudarla. Las tiernas tortitas de neonata eran un anticipo de mar, se materializaban en la mesa inmediatamente después de las alcachofas y desaparecían en un instante. La abuela se sentaba con nosotros en cuanto la pasta estaba a punto, comía deprisa lo primero que pillaba y volvía corriendo a la cocina a montar la nata.

La crema de leche la llevaba a todas las fiestas tío Vincenzo, el hermano del abuelo, que era lechero. La abuela Ágata la batía con un movimiento del brazo uniforme, rítmico y mesurado, parecía que uno estuviera asistiendo a un rito sagrado. Las fresas indicaban el inicio de la primavera, me teñían los labios de un rojo desvaído y su perfume, delicado y penetrante como el de un bebé recién bañado, se mezclaba en mi boca con el dulce de las treccine de las hermanas Zummo, cargadas de azúcar y de uvas pasas.

Al final de la comida, junto con el café, llegaban a la mesa los pasteles, recibidos con un aplauso. La bandeja grande estaba cubierta de montecillos blancos, pícaros, colocados de dos en dos, que invitaban primero de todo a tocarlos, luego a lamer la glasa y, por último, a morderlos delicadamente, para no herirlos. En cuanto les hincaba el diente, la crema de ricota, azúcar y chocolate invadía todos los rincones de mi boca, la notaba untarme el paladar; cerraba los ojos y el placer se extendía por todo mi cuerpo de niña y se mezclaba con una sensación de protección y confianza, porque según las convicciones de la abuela, el pastel me mantendría alejada de las enfermedades y, en el desgraciado caso de que así no fuera, con toda seguridad me curaría. Las minne de santa Ágata eran un seguro para mi salud, el dulce amuleto que me acompañaría en mi vida de adulta.

 

XVII

 

L

os pechos de la abuela, cuya belleza nadie, y mucho menos su marido, había vislumbrado, gracias a santa Ágata conservaron la salud durante toda su vida. Otros fueron los problemas y las enfermedades, contra los cuales no existían ni amuletos ni antídotos ni santos protectores.

Marcada en la infancia por la muerte de su progenitora, la abuela había concentrado toda su fe religiosa en santa Ágata, a quien imploraba que la protegiera de la terrible enfermedad que le había arrebatado a su madre antes de que tuviese tiempo de conocerla y quererla.

Todas las mañanas, cuando estaba sola en casa, Ágata liberaba sus pechos de las vendas que los mantenían aplastados y sacrificados y los observaba largamente frente al espejo, congratulándose por la luz de belleza que irradiaban bajo su cuello. Notaba su consistencia mullida, apreciaba la regularidad de su superficie, los lavaba con delicadeza, seguía con el dedo el contorno del pezón, los secaba con movimientos rotatorios y por último los masajeaba con aceite de almendras dulces, igual que hacía su difunta madre, aunque ella no podía saberlo.

Este simple acto de cuidado corporal algunas veces le hacía sentir una moderada tibieza, seguida de un difuso rubor en el rostro, mientras que una sensación de calor líquido se extendía desde el ombligo hacia abajo, hasta las piernas, para después tomar de nuevo el camino de la barriga, como una ola, un placentero vaivén cuyo origen Ágata no comprendía; y entonces cerraba los ojos, dejaba caer la cabeza hacia atrás, perdía los contornos de su cuerpo. Finalmente, satisfecha de aquel placer tan leve como fugaz que su marido nunca había sido capaz de regalarle, volvía a cubrirse los pechos con las vendas de lino, bien apretadas, para proteger su precioso tesoro.

Era la única parte de su cuerpo a la que la abuela dedicaba cuidados y atención. Los demás órganos no sabía siquiera que los tenía. Pensaba que el corazón, por ejemplo, lo había dejado en su pueblo, cuando, recién casada, se había trasladado a Palermo; de la existencia de su cabeza y su memoria, cuyos santos protectores no conocía, no tenía conocimiento, hasta tal punto que no se percató de que poco a poco estaban dejando de funcionar.

La enfermedad que estaba transformándola lentamente en un pálido fantasma tenía un nombre difícil: Alzheimer. Frenos inhibidores y emociones permanecieron intactos hasta el final, mientras que las funciones lógicas y la memoria de la abuela emprendieron el vuelo con ocasión de un inoportuno traslado, que dio el golpe de gracia a su identidad ya debilitada. En sus últimos años de vida, la abuela se había mudado al octavo piso de un edificio moderno con dos ascensores, uno de esos horribles monstruos levantados en la circunvalación de la ciudad, en una de las zonas cementadas por don Ciccio Abella, con el que mientras tanto la familia Badalamenti había emparentado.

Nittuzzo, el hermano menor de mi padre, se había casado con Concetta, una de las hijas del boss, lo cual había causado incomodidad entre sus parientes, que no tenían dinero, pero dormían tranquilos y morían todos en su cama.

 

XVIII

 

C

ettina Abella de Badalamenti era una mujer baja, pelirroja, sin tetas también, como su madre, de maneras vulgares y andares provocativos. Mi padre se negó categóricamente a asistir a la fiesta de compromiso, pese a la insistencia de mi madre y la promesa de un memorable piñonate con miel, que le encantaba.

—Baldassare, es tu hermano...

Silencio.

—No podemos estar peleados con todo el mundo...

Nada.

—Mira, les he comprado un regalo..., una sábana bordada con encaje.

Ni siquiera una mirada de reojo.

—Entonces, ¿qué? ¿Voy yo con la niña?

En casa de mis padres, a diferencia de lo que sucedía en la administración pública, regía la norma del silencio-negación. Si mi padre no decía un sí claro y rotundo para demostrar que apoyaba la propuesta con plena conciencia, ya podías olvidarte de lo que querías, podías hacer cruz y raya. Así que mamá se resignó a estar peleada con su cuñado, lo que redujo todavía más el círculo de personas y parientes que le estaba permitido frecuentar.

Tío Nittuzzo, contrariamente a lo que se habría podido prever, demostró un gran respeto por la delicada posición de su hermano magistrado y continuó visitándonos todos los años sin su mujer. Como muestra de parcial apertura, me fue concedido asistir a la fiesta de compromiso con la abuela Ágata, quien, en calidad de cabeza de familia, pese a que despreciaba profundamente a su nuera y a todos los suyos, «explicaría» el matrimonio. Yo era la simbólica rama de olivo tendida entre los dos bandos opuestos.

Encontramos a los Abella, a los parientes, a los amigos y a los amigos de los amigos, sentados con la espalda pegada a la pared en la habitación más grande de la casa. En una esquina, la mesa con el bufé; a lo largo de las paredes, colgado de un largo hilo extendido entre dos clavos, el ajuar de la novia, bragas y demás ropa interior incluidas.

Las mujeres de la familia Abella no tenían tetas, por eso aquella exhibición de sujetadores era de todo punto desmedida y estaba totalmente fuera de lugar, pero servía para demostrar el poder del clan. Tío Nittuzzo no pensaba en absoluto en aquellos pechos secos y aquel tórax de su prometida que parecía cepillado, porque Cettina tenía, en compensación, un trasero redondo y nervioso que ella nunca dejaba de contonear de un lado a otro. «Donde falta, Dios provee», había sido el comentario de la abuela Ágata al darse cuenta de que las manos de mi tío corrían furtivas y veloces hacia las posaderas de su prometida.

Ciertamente aquellas nalgas representaron el aglutinante secreto de un matrimonio cuyos miembros no estaban hechos el uno para el otro. Un único pensamiento ocupaba la mente de Nittuzzo: poseer aquel culo redondo, duro, musculoso, el cuddureddu*, como lo llamaban los dos novios en la intimidad. Cettina se lo concedió antes de llegar al altar emitiendo un sonido gutural y amplio como de vaca en la monta.

Él estuvo perdidamente enamorado de ella todos los años que siguieron.

 

XIX

 

L

os primeros indicios de la enfermedad de la abuela empezaron a manifestarse después de la muerte del abuelo Sebastiano. Nada realmente importante, pero perdía a menudo las llaves de casa, dejaba las frases a medias, a veces le faltaban las palabras... Ninguno de nosotros hizo caso de aquello, pensábamos que el hecho de vivir sola la había vuelto distraída. Tenía pocas energías y su voluntad había perdido firmeza. El traslado fue la última decisión en la que participó con cierto grado de conciencia. Unos días después dejó de hacer consideraciones de sentido común, se encerró en sí misma y perdió todo vínculo con el presente. Sus recuerdos se volvieron etéreos, evanescentes, su memoria empezó a funcionar de manera intermitente devolviéndole imágenes antiguas, de un pasado que sólo le pertenecía a ella y del que todos nosotros estábamos excluidos.

Cuando se marchó de su vieja casa de Via Alloro, la abuela tuvo que abandonar los objetos acumulados a lo largo de los años y considerados inútiles por su nuera Cettina, cuya vulgaridad nunca dejaba de concretarse en comportamientos irrespetuosos con los derechos de los demás. La conciencia de la abuela se fragmentó, como si aquellos trozos de cordel usado, aparentemente inservibles, tirados con irresponsable ligereza, fueran, por el contrario, el insustituible hilo que mantenía juntos sus recuerdos. Las pocas cosas de valor que poseía, entre ellas el collar de perlas de imitación que mi abuelo Sebastiano le había comprado después del robo, en una de sus raras demostraciones de ternura, le fueron sustraídas por su ávida, miserable y violenta nuera; y con ellas emprendió el vuelo el último atisbo de identidad.

El barrio de edificios todos iguales, sin el horno de las señoritas Zummo, el toque de las campanas de la Gancia y la pared del palacio Abatellis que la abuela miraba desde la ventana de su antiguo dormitorio, le hizo perder el sentido de la orientación. Por eso dejó de salir de casa y perdió su autonomía, esa que había defendido con uñas y dientes tras la muerte de su marido, en el transcurso de unos meses. Privada de todas sus referencias habituales, la abuela Ágata, antes aún que del Alzheimer, fue víctima de la terrible familia Abella, que le arrebató lo único verdaderamente precioso que tenía, su identidad. Sólo por eso aparentemente se olvidó de mí, su adorada Agatina, de sí misma y finalmente de la vida.

Junto con la receta de las minne de santa Ágata heredé de ella una hoja de papel arrugada en la que estaban apuntados matrimonios, nacimientos y muertes, una suerte de elemental árbol genealógico de la familia, y con él una profunda sensación de ser ajena a la familia. Quizá por eso todavía hoy sigo buscando alguien que me pertenezca y a quien pertenecer.