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UNA PUERTA HACIA EL FUTURO

«¡ES MÁS O MENOS LO MISMO QUE HEMOS GASTADO EN EL INTER DURANTE LOS ÚLTIMOS AÑOS!»

UX5, caverna del CMS en Cessy, 18 de enero de 2011, 16.00

Me he reunido con decenas de ministros y jefes de Estado. Cada vez que una autoridad decide visitar el LHC y conocer sus experimentos, el Departamento de Protocolo del CERN acude a nosotros. Tenemos que ir a buscar a los visitantes al P5 y guiarlos por la caverna del CMS. Es una actividad más entre las muchas de un portavoz, pero nos roba un montón de tiempo. Además, desde que el CERN ocupa la primera página de los periódicos las visitas de los VIP han alcanzado el preocupante ritmo de dos o tres por semana.

He conocido a Alberto II, rey de Bélgica, al secretario general de la ONU Ban Ki-moon, al presidente de la Comisión Europea José Manuel Durão Barroso y a muchos ministros y jefes de Estado, entre ellos Giorgio Napolitano. Tuve la oportunidad de charlar con muchas personas interesantes, como Bill Gates o Elon Musk, que hizo una fortuna inventando PayPal y ahora se dedica a fabricar coches eléctricos con Tesla Motors y cohetes con SpaceX. Me reuní con personas llenas de curiosidad que se interesaban por todo, pero también tuve que recibir a un buen número de personajes a quienes solo les interesaban las cámaras de los fotógrafos y las entrevistas de los periodistas. Recuerdo claramente a un par de ministros que con la mirada vidriosa de quien tiene la cabeza en otra parte no dejaban de lanzar vistazos al reloj, ansiosos por que la visita terminara lo antes posible.

Hoy recibimos a un invitado muy especial y Lucio Rossi lleva un mes preparando la visita para que salga a la perfección; viene a visitarnos Marco Tronchetti Provera, administrador delegado de Pirelli y forofo del Inter, donde también es miembro del consejo de administración. Lucio y yo somos forofos del equipo milanés desde que éramos pequeños; en aquellos tiempos el Inter no tenía rival y lo ganaba todo. Pasaron los años y nos mantuvimos siempre fieles, incluso en su época más negra, cuando no daba pie con bola y perdía en el último minuto partidos y campeonatos que parecían ganados desde el principio.

Lucio ha preparado una sorpresa especial para la visita de Tronchetti Provera, pero no ha querido contársela a nadie, ni siquiera a mí. Cuando entramos en el SM18, la enorme nave donde se prueban los imanes y que dirige Lucio, nos topamos con la sorpresa y nos echamos a reír.

Los imanes del LHC se guardan en cilindros de acero de quince metros de largo y sesenta centímetros de diámetro, totalmente azules. Lucio ha hecho pintar uno con barras de color negro, y ahora el cilindro parece lucir la camiseta negra y azul. Una foto nos inmortaliza a los tres, sonrientes, posando ante el imán.

La broma creó una atmósfera distendida que hizo la visita mucho más placentera. Tronchetti Provera pertenece a la familia de los visitantes curiosos, a los que me resulta ameno acompañar. Cuando entramos en nuestra caverna enseguida se percata de los muchos armarios de fibras ópticas y quiere saber qué ocurre en esas miles de conexiones. Le explico que sirven para transportar las señales de los detectores, para que puedan luego ser digitalizadas y enviadas a los ordenadores, que reconstruyen el evento. Los datos de los cuarenta millones de colisiones por segundo del LHC, cada una de 1 megabyte de tamaño, hacen que en esos circuitos circule una cantidad de información equiparable a la que rodea a la Tierra; como si el intercambio de información que tiene lugar dentro del CMS doblara de golpe el volumen de información que los humanos se intercambian entre sí mediante teléfonos, ordenadores, televisión por satélite y cable, etcétera.

La pregunta que sigue es inevitable: ¿cuánto cuesta todo esto? Cuando menciono los 475 millones de francos del gasto global del CMS, Tronchetti Provera responde: «Me imaginaba más. Es más o menos lo mismo que hemos gastado en el Inter en los últimos años».

Con todo el respeto hacia el fútbol y los forofos, creo que vivimos en un mundo muy extraño si podemos gastar cifras de este calibre en mantener la actividad de un buen equipo (y tenemos unos cuantos), pero nos cuesta hacer inversiones similares para comprender los misterios de la naturaleza y progresar en nuestro conocimiento.

EL PRECIO DE LA INVESTIGACIÓN

El precio total del LHC, es decir, el acelerador y los detectores, puede cifrarse en seis mil millones de francos suizos. Han hecho falta veinte años para construir aparatos tan complejos, y ha habido contribuciones procedentes de todo el mundo, si bien la mayor parte de la financiación proviene de los países europeos que gestionan el CERN. Si dividimos el coste entre todos los habitantes del planeta y tenemos en cuenta todo el periodo de construcción, podemos decir que el LHC ha costado más o menos un franco suizo por barba, o si se prefiere, 5 céntimos de franco al año.

La física de altas energías es cara; para construir sus grandes infraestructuras hay que gastar miles de millones de euros; son cifras considerables que hay que estudiar minuciosamente porque provienen del erario público. No hay que olvidar que nuestros experimentos se financian con los impuestos, pagados en gran medida por los asalariados y los pensionistas.

Es inevitable que cada inversión científica se discuta al detalle; además, hay que plantearse algunas cuestiones: ¿es realmente necesario dedicar todos estos recursos a la investigación? ¿Qué impacto puede tener el descubrimiento del bosón de Higgs en nuestra vida diaria? ¿No sería mejor invertir estas cantidades en combatir enfermedades? ¿O en erradicar el hambre en el mundo? ¿O en mitigar los cambios climáticos?

Son preguntas frecuentes que aparecen en todos los debates públicos. Para intentar darles una respuesta es necesario analizar el alcance del fenómeno.

Cualquier actividad de la que dependa mucha gente, como una universidad o un gran hospital, tiene un balance anual de entre quinientos y mil millones de euros. El CERN, con sus 2240 empleados estables y los miles de investigadores asociados que aprovechan las infraestructuras pero cobran de sus universidades y organismos de investigación, no es una excepción. Su balance anual es de alrededor de 900 millones de euros.

Cualquier país invierte anualmente miles de millones de euros para mantener y ampliar sus infraestructuras de transporte: un kilómetro de autopista o de línea ferroviaria cuesta alrededor de 20 millones de euros. Por motivos que no vienen al caso, en Italia los costes aumentan, y mucho. Los 62 kilómetros de autopista que conectan Brescia y Bérgamo con Milán le costaron al contribuyente 2,4 millardos de euros. La línea C del metro de Roma, que todavía no ha sido completada, costará 4,2 millardos de euros, y son 26,5 kilómetros de recorrido.

Por no hablar de los gastos en armamento y equipamientos militares. El coste de un avión de combate actual va desde los 130 millones de dólares de un F35 o los 200 de un F22 hasta los 1200 de un bombardero invisible B2. Italia piensa comprar noventa cazas F35 en los próximos diez años por un total de más o menos 14 000 millones de euros. Un cazatorpedero cuesta 2000 millones de dólares; el modelo más avanzado, el «invisible» Zumwalt, que ha sido presentado recientemente por Estados Unidos, cuesta 4400 millones; se prevé que se construyan tres, y el programa entero lo financia un total de 23 000 millones de dólares.

Si analizamos las grandes empresas científicas en las que se ha trabajado durante largos periodos, empresas parecidas en volumen y complejidad al LHC, los costes son similares. Por ejemplo, el Proyecto Genoma, que empezó en 1990 y concluyó en 2003 con la reconstrucción de todas las secuencias del ADN humano, costó unos 4700 millones de dólares.

Para explorar los rincones más remotos del universo, la NASA pondrá en órbita en 2018 al sucesor del Hubble, un nuevo y gigantesco telescopio espacial. Esta joya de la tecnología ha sido dedicada a James Webb, el director de la NASA que lanzó el programa Apolo, y se prevé que cueste unos 8000 millones de dólares.

Por no hablar de la Estación Espacial Internacional ISS (International Space Station), a la cual hemos enviado a nuestros astronautas, como Luca Parmitano o Samantha Cristoforetti. El primer módulo de la estación fue lanzado en 1998 y el coste del programa durante los primeros diez años de actividad superó los 140 000 millones de dólares.

La humanidad invierte cifras importantes en proyectos ambiciosos de investigación científica. Los proyectos como el LHC constituyen una pequeña parte de la inversión global que el mundo entero realiza en nuevos conocimientos y es una porción insignificante de la riqueza que actualmente se produce en el mundo.

Si consideramos los cinco países que más invierten en investigación y desarrollo —Estados Unidos, China, Japón, Alemania y Corea del Sur— la cifra anual de lo que gastan en este sector supera los miles de millardos de dólares. Parece una cantidad imponente, pero no es más que el 3% de los 35 000 millardos de dólares de riqueza que estos países producen anualmente.

En última instancia, la pregunta correcta es si la inversión necesaria para mantener estas investigaciones está justificada por los resultados que producen.

En el campo de la investigación científica el objetivo es mejorar nuestra comprensión de la naturaleza, lo cual, a menudo, se concreta en formas muy abstractas: entender la ruptura espontánea de la simetría electrodébil, buscar nuevas dimensiones espaciales, comprender el mecanismo de la inflación, etcétera, pero cuanto más abstractos son nuestros objetivos, tanto más concretos y materiales son los instrumentos necesarios para alcanzarlos; cuanto más alto queremos volar, más firmes tenemos que tener los pies en el suelo.

Nosotros, los físicos de partículas, vivimos continuamente en una especie de desdoblamiento: un día nos enzarzamos en discusiones acerca del vacío electrodébil y de cómo acabará nuestro universo —cuestiones que rayan la filosofía—, y al siguiente estamos en el laboratorio desarrollando nuevos materiales, concibiendo nuevos detectores y construyendo, a veces con nuestras propias manos, prototipos de tecnologías que podrían cambiar el futuro de todos.

Ya ha ocurrido en el pasado y podría volver a ocurrir.

INVESTIGACIÓN Y NUEVAS TECNOLOGÍAS

En 1989 no habríamos podido imaginar que lo que hacía Tim Berners-Lee en un despacho a pocos metros del nuestro cambiaría tan profundamente el mundo. La introducción de la World Wide Web es un ejemplo de cómo las innovaciones más importantes a menudo recorren caminos insospechados. En el CERN, nadie quería inventar la web, ni siquiera Berners-Lee, pero había que solucionar un problema: los experimentos del LEP estaban produciendo una gran cantidad de datos: informes, gráficos, fotografías y dibujos técnicos. Había que encontrar una forma de organizarlos para que miles de colaboradores pudieran acceder a ellos. He aquí cómo se encontró una solución al problema: un joven se interesa por el asunto y quiere probar si su idea funciona, su jefe no acaba de entender qué es lo que intenta, pero le deja hacer, y de golpe… ¡crac! El mundo cambia para siempre.

El 6 de agosto de 1991 nace la primera página web; hoy se cuentan por millones. Y lo mejor de todo es que es gratis. A veces pienso en cuántos proyectos podríamos llevar a cabo si cada vez que se abriera una página web entrara un céntimo en los fondos del CERN, pero el pacto es claro: nuestras investigaciones se financian con fondos públicos, así que todo lo que encontramos pasa directamente a estar a disposición del mundo entero, de forma gratuita. No hay royalties, ni beneficios, ni patentes sobre aquello que se inventa o descubre en la física de altas energías. El mundo ya ha pagado su deuda con el CERN al financiarlo; incluso si obviamos los aspectos culturales y científicos, el impacto económico de nuestra actividad ha superado sobremanera la inversión inicial.

El ejemplo de la web es el más citado y nos atañe directamente, pero son muchas las tecnologías que derivan de la física y han cambiado nuestras vidas; por ejemplo, los rayos X. En 1895, pocos días antes de Navidad, el alemán Wilhelm Röntgen consiguió que su mujer Anna Bertha, quien se mostró un poco reacia al principio, se quedara quieta quince minutos con la mano apoyada en una placa fotográfica bajo la extraña bombilla de cristal con la que el marido llevaba meses trasteando; aquella primera radiografía revolucionó por siempre los diagnósticos y la medicina en general.

Röntgen intentaba entender qué fenómenos actuaban cuando se hacía pasar corriente entre los electrodos de un tubo de vacío; nunca imaginó que estaba dando los primeros pasos hacia una tecnología que salvaría millones de vidas.

Imaginemos por un momento qué opinión tendría un hombre de la calle de finales del siglo XIX: «¿Para qué sirven estos incomprensibles estudios? ¿No sería mejor dedicar estos recursos en curar a los niños que mueren de tos ferina?».

A menudo, los descubrimientos que cambian el mundo recorren caminos erráticos e imprevisibles. En ocasiones, las tecnologías más importantes son desarrolladas casi involuntariamente por quien no las busca de forma explícita; a veces, tienen que pasar años antes de que una idea pueda aplicarse. Es como un río cárstico que desaparece en una caverna subterránea y recorre kilómetros antes de emerger de nuevo con todo su caudal.

En la base de todo están los cambios seculares, los descubrimientos que trastocan los paradigmas de referencia. Al principio, nadie les ve una utilidad; luego, quizá al cabo de décadas, se instalan en la vida cotidiana de las personas. El mismo Röntgen no imaginaba que su descubrimiento podría ser el inicio de un recorrido que nos ha llevado hasta las tomografías axiales computarizadas, las ecografías, las resonancias magnéticas; innovaciones sin las cuales la medicina moderna no existiría.

Además, es habitual que un descubrimiento conduzca al siguiente, algo parecido a cuando una bola de nieve acaba provocando una avalancha. Los rayos X nos han permitido entender mejor el núcleo de las estrellas y nos han proporcionado un método para estudiar la estructura de las moléculas, que es la base de todo nuevo fármaco o material.

Fue un jovencísimo William Lawrence Bragg, recién licenciado, quien descubrió un curioso fenómeno que tenía lugar cuando los rayos X de Röntgen iluminaban unos pequeños cristales. El descubrimiento de aquella difracción particular que lleva su nombre no solo lo convirtió en el premio nobel más joven (tenía veinticinco años cuando fue a Estocolmo) sino que ha permitido estudiar detalladamente la composición de átomos y moléculas; revolucionó la química, la farmacología, la ciencia de los materiales, la biología y muchísimas otras disciplinas.

Lo mismo ocurre con los láseres. Al principio, cuando se estudiaban en un laboratorio, se consideraban aparatos sin alguna utilidad práctica. ¿Quién podría haber imaginado que entrarían con tanta fuerza en nuestra vida cotidiana? Hoy se utilizan para curar trastornos oculares, eliminar los trombos que obstruyen arterias o escuchar música y ver películas. La dependienta del supermercado utiliza un láser para decirnos el precio del producto que hemos colocado en el carro; los gamberros del estadio lo usan para molestar al portero del equipo contrario; la industria utiliza finos haces láser de alta potencia para perforar placas de cerámica o metal.

Tenemos motivos para pensar que esta transferencia silenciosa de tecnología continúa fluyendo. Son muchas las tecnologías que fueron desarrolladas para el LHC y han entrado en nuestra vida diaria pasando casi desapercibidas. Para producir nuestros imanes se desarrollaron cables superconductores de altísimas prestaciones; estos mismos cables han entrado a formar parte de las nuevas generaciones de máquinas de resonancia magnética, haciéndolas más potentes, compactas y económicas. La reducción de los costes y el tamaño ha permitido que muchos hospitales, sobre todo en países del tercer mundo, accedan a una tecnología que hasta ahora les era inasequible.

Algunos de los nuevos dispositivos ópticos miniaturizados que desarrollamos para el LHC se utilizan hoy en día en el mercado de las telecomunicaciones, donde han mejorado las prestaciones y bajado los costes.

Los nuevos cristales y detectores de silicio, producidos industrialmente para nuestros calorímetros y detectores de trazas, se utilizan en nuevas máquinas de diagnóstico, produciendo imágenes más definidas y reduciendo el impacto de la radiación sobre el paciente.

Por no hablar de la computación Grid. Sabíamos desde el principio que ni siquiera los superordenadores más potentes del mundo podrían gestionar la enorme cantidad de datos generada por los experimentos del LHC; era necesario desarrollar una nueva tecnología. La solución llegó de manos de la grid, o malla, una infraestructura de cálculo absolutamente innovadora. La primera propuesta se desarrolló a principios de la década de 1990, y muchos la consideraron demasiado ambiciosa. La idea era simple: dado que ningún centro informático tenía la suficiente memoria como para almacenar los datos ni potencia de cálculo para analizarlos, se propuso un supercentro mundial, constituido por los mayores centros informáticos dedicados a la investigación. De esta forma se creó un cluster de cientos de miles de ordenadores que aprendieron a funcionar como una única y gigantesca calculadora. Los datos se distribuían allí donde quedara espacio libre en el disco, y cuando había que analizarlos se utilizaban los procesadores disponibles en aquel momento, independientemente de dónde se encontraran.

Así, un joven investigador indio que quiere realizar un análisis sobre cierta clase de eventos puede abrir su portátil en Calcuta, acceder a la malla y solicitar los datos que le interesan; luego ejecuta sus programas de análisis y estudia los resultados. Él no lo sabe, ni le interesa saberlo, pero parte de los datos están guardados en Chicago, otros en Bolonia, y el software que los analiza pasa por Taiwán; los resultados finales se producen en Alemania antes de ser enviados a India. Gracias a la malla, podemos comparar la potencia de cálculo con la potencia eléctrica: si necesitas corriente no tienes que comprarte un generador, ni te interesa saber de dónde viene la electricidad que llega a tu casa, ni mucho menos averiguar qué centrales se ponen en marcha en determinadas horas del día o periodos del año. Conectas el enchufe, utilizas la energía que necesitas y pagas la factura. La malla nos permite hacer lo mismo con el cálculo: pone un superordenador a disposición de todos los países que no tienen grandes infraestructuras; de esta forma miles de usuarios pueden trabajar simultáneamente y a un coste irrisorio; nada comparable al coste que supondría instalar multitud de centros de cálculo locales.

Como suele ocurrir con las ideas innovadoras, hicieron falta quince años de arduo trabajo para desarrollar su arquitectura y hacerla eficaz y segura. La malla ha hecho que la computación cambiara radicalmente de piel: los recursos informáticos se han vuelto más potentes y baratos, poniéndose al alcance de todos. El éxito de la malla en el LHC ha permitido exportar la nueva arquitectura a muchos otros campos de investigación que requieren de grandes recursos informáticos, como la meteorología o la fluidodinámica. Una variante comercial de la computación en malla, la cloud computing o computación en la nube, se ha instaurado como instrumento esencial a la hora de permitir a millones de usuarios gestionar de la mejor forma posible los recursos informáticos que necesitan. Una vez más, igual que ocurrió con la web, un instrumento inventado por la física de altas energías está cambiando el mundo que habitamos.

Los aceleradores que utilizamos para nuestros estudios son la punta de lanza de una familia cada vez más grande. Actualmente se estima que hay unos 30 000 aceleradores en todo el mundo, y solo 260, menos del 1%, se dedican a la investigación científica. El 50% se utiliza para fines médicos: sobre todo en radioterapia, para tratar a personas con tumores, pero también con objeto de producir isótopos para diagnósticos y radiofármacos; un 41% se utiliza para introducir iones en el silicio y otros semiconductores y así construir chips electrónicos; el 9% restante se utiliza en procesos industriales.

Sin física no tendríamos medicina moderna. Sin aceleradores no tendríamos dispositivos electrónicos miniaturizados, que permiten que todo funcione, desde aviones, trenes, coches, máquinas y herramientas hasta el ordenador con que escribo o nuestro inseparable smartphone. ¿Quién puede asegurarnos que no ocurrirá lo mismo con los descubrimientos más recientes, incluso con aquellos que parecen más abstractos y alejados de cualquier aplicación útil?

Cuando me preguntan qué aplicación podrá tener el bosón de Higgs en la vida diaria, respondo que no lo sé. No puedo imaginarme para qué podría utilizarse un haz colimado de bosones de Higgs y no sé qué utilidad podría tener saber cómo funciona el nuevo campo escalar; pero estoy seguro de que llegará un día en que alguien se ría de esta afirmación, igual que nosotros sonreímos al releer el debate sobre la antimateria entre físicos de los años treinta. Ninguna de las eminencias de aquella época —Dirac, Weyl, Anderson— podía imaginar que al cabo de pocas décadas esas extrañas partículas a las que llamaron «positrones» se utilizarían diariamente en cientos de hospitales, en los PET (tomografías por emisión de positrones). El mundo entero utiliza la antimateria, y no para construir las terribles bombas de los libros de Dan Brown, sino para diagnosticar graves enfermedades o estudiar las modificaciones que se dan en un cerebro con Alzheimer.

Por tanto, conviene ser prudentes y recordar lo que el físico Michael Faraday respondió a la pregunta del ministro de Finanzas británico William Gladstone: «Pero, exactamente, ¿para qué sirve lo que habéis descubierto?». «No lo sé, pero estoy seguro de que dentro de poco querréis imponerle una tasa».

LOS RETOS DEL MAÑANA: JAPÓN Y CHINA

El descubrimiento del bosón de Higgs ha originado un apasionado debate científico, pero también ha promovido grandes maniobras políticas vinculadas a la nueva generación de aceleradores que tendrán que recoger la herencia del LHC. Si continuáramos la lógica que siguió al descubrimiento de W y Z, el siguiente paso sería construir un gran acelerador de electrones; así como el Large Electron-Positron Collider se construyó para producir millones de Z y estudiar con precisión sus características, ahora se piensa en una máquina que colisione electrones y positrones y permita hacer lo mismo con el nuevo bosón; será una verdadera fábrica de Higgs en la que se producirán millones de estas partículas en condiciones experimentales ideales que permitan estudiar en profundidad todas sus propiedades.

Desde diciembre de 2011 Japón se ha dedicado a promover el proyecto del International Linear Collider, una iniciativa que llevaba años sobre el tapete y que el descubrimiento del bosón en 125 GeV ha vuelto sumamente interesante. Ahora que conocemos la masa del Higgs, podemos calcular con precisión sus procesos de producción, así como los modos de desintegración que pueden utilizarse. El proyecto del ILC propone colisionar electrones y positrones acelerados en una trayectoria lineal. Para evitar los problemas vinculados a la radiación de electrones que se mueven en órbitas circulares se adopta una medida drástica: dos haces de electrones y positrones son acelerados en direcciones opuestas y lanzados el uno contra el otro en la zona de interacción, equipada con detectores.

Por muy brillante que sea la idea, existen dificultades tecnológicas que limitan las prestaciones, sobre todo la luminosidad. En los aceleradores lineales los paquetes de electrones y positrones se entrecruzan una única vez para luego ser retirados y dejar sitio a nuevos paquetes. A pesar de que la nueva inyección es rápida, es imposible producir más de diez o veinte mil colisiones por segundo. En cambio, en los aceleradores circulares los haces pueden permanecer en órbita durante horas, entrecruzándose cientos de miles de veces por segundo, hasta que pierden intensidad y son remplazados; de esta forma, el número de colisiones que obtenemos es mucho más elevado.

Para superar este inconveniente, los colisionadores lineales concentran los haces al máximo, focalizándolos en extremo, reduciendo las dimensiones de la zona de interacción a valores insignificantes; pero esto crea problemas de estabilidad, porque cualquier pequeña perturbación puede traducirse en una pérdida de luminosidad. Para el ILC se propone focalizar dos haces de electrones y positrones en dimensiones de cinco nanómetros, un valor mil veces más pequeño que el utilizado por el LEP; el hurto frontal de dos haces tan minúsculos provoca unos problemas de control de posición del haz sin precedentes.

El programa de física del ILC contempla colisiones a 500 GeV en el centro de masa, con perspectivas de alcanzar los 1000 GeV. Estos objetivos determinan la longitud del acelerador, porque existen límites en las prestaciones de las cavidades resonantes utilizadas para acelerar electrones y positrones. Hoy en día, las mejores cavidades superconductoras producidas a escala industrial son capaces de producir una aceleración máxima de 24 GeV por kilómetro. Para el ILC se están desarrollando cavidades que podrían alcanzar los 35 GeV por kilómetro; de este modo, haciendo que los haces recorran un trecho de 15 kilómetros equipado con miles de cavidades, podrían alcanzarse los 500 GeV previstos. Todo el acelerador, incluida la zona donde los haces chocan frontalmente, sería una estructura lineal de alrededor de 31 kilómetros de largo.

El ILC es un proyecto que implica a grupos de investigación de todo el mundo. Japón se ofreció a acoger la nueva máquina, y brindó para ello una zona entre las montañas Kitakami en el norte del país. Es una cadena montañosa extremadamente sólida formada por magma solidificado durante el Cretáceo; ha resistido a terremotos catastróficos, como el reciente sisma que arrasó Fukushima un poco más al sur.

En realidad, la idea de instalar una máquina tan delicada en una región con microsismos prácticamente continuos suscita cierta preocupación. Se teme que en estas condiciones sea imposible producir colisiones de alta intensidad entre haces de dimensiones tan pequeñas; pero los japoneses se muestran muy confiados. El verdadero problema es que por ahora ningún país, ni siquiera Japón, se ha comprometido a contribuir con una parte significativa a los ocho mil millones de dólares necesarios para cubrir el coste. Incluso en el mejor de los casos, si se tomara la decisión inmediatamente y se dispusiera de los fondos, la construcción no podría empezar hasta 2019, y la máquina no podría ponerse en marcha antes de 2030.

China, que está entrando de forma prepotente en la física de altas energías, reaccionó al instante; sus programas de física se han acelerado, al tiempo que sus problemas con Japón siguen aumentando a causa de las islas Senkaku-Diaoyu.

Las Senkaku-Diaoyu son un grupo de islas deshabitadas, perdidas en medio del mar entre China, Taiwán y Japón, y objeto de una feroz contienda entre estos tres países. En 2012, como consecuencia de una serie de incidentes, se enviaron a la zona patrulleros y cazabombarderos, y hubo manifestaciones violentas en varias ciudades de China, donde se destrozaron productos de empresas japonesas. No es casualidad que, mientras pocos meses antes eminentes científicos chinos se planteaban participar en el proyecto japonés del ILC, de repente el país abandonó la idea y presentó al mundo su propio programa para el futuro.

El gigante asiático propone un proyecto ambicioso dividido en dos fases. En primer lugar, prevé la construcción de un anillo de 50 kilómetros que acogería un colisionador electrón-positrón (el CEPC: Circular Electron-Positron Collider) de 240 GeV; luego pasarían a un acelerador de protones capaz de producir colisiones de 50 a 90 TeV en el centro de masa (el SPPC: Super Proton-Proton Collider).

La primera fase permite estudios de precisión sobre el Higgs. Para reducir el coste, electrones y protones circularán por el mismo anillo, lo cual limita el número de paquetes que pueden inyectarse. Así pues, la luminosidad no alcanza su máximo pero sigue siendo dos o tres veces mayor que la del colisionador lineal, lo cual hace del CEPC una máquina muy competitiva para esta clase de estudios. La tecnología necesaria no es excesivamente moderna, sería una evolución de la que utilizamos para el LEP; además, se aprovecharían los avances realizados durante los últimos años en el ámbito de las cavidades aceleradoras. La máquina podría empezar a construirse inmediatamente; como emplazamiento se ha propuesto Qinhuangdao, una zona de colinas cerca del mar, a 300 kilómetros de Pekín, conocida como la Toscana china. Excavar un túnel de 50 o 70 kilómetros en China tiene un coste muy inferior respecto a hacerlo en Europa o en Estados Unidos; por otro lado, los chinos parecen dispuestos a cargar con buena parte de la financiación. Una estimación realista prevé un gasto de 3000 millones de dólares, y un tiempo de construcción de entre seis y ocho años; si las obras del CEPC empezaran en 2020, el nuevo acelerador podría ponerse en marcha en 2028.

La segunda fase del proyecto, la del colisionador de protones SPPC, es mucho más incierta y complicada. Hay que fabricar a escala industrial imanes mucho más potentes que los del LHC, cuya tecnología está por desarrollar. Para el SPPC se están barajando dos opciones: imanes de 12 T, que permitirían alcanzar los 50 TeV, o de 19 T, si se apuesta por los 90 TeV. En ambos casos el potencial de descubrimiento sería enorme. El SPPC permitiría explorar una región de energía 4 o 7 veces mayor que la del LHC, aunque el pleno aprovechamiento de su potencial quedaría limitado por el valor máximo de su luminosidad (que no superaría de mucho la del LHC). Existen demasiadas dudas sobre las tecnologías necesarias como para estimar los costes del proyecto, y su horizonte temporal se coloca con toda probabilidad más allá de 2035. En todo caso, un proyecto tan ambicioso nos permite comprender que China quiere conquistar en poco tiempo una posición de liderazgo en este campo.

EL RISK DE OCCIDENTE: EUROPA Y ESTADOS UNIDOS

Europa tiene muy clara su estrategia respecto a la física de los aceleradores de cara al futuro. En primer lugar todavía hay que explotar el potencial de descubrimiento del LHC. La exploración de la nueva región de energía no ha hecho más que empezar. El acelerador retomó su actividad en 2015 con una energía récord de 13 TeV, y en los próximos años debería acumular una gran cantidad de datos, muy superior a la que ha llevado al descubrimiento del Higgs. De aquí a 2025 se prevé alcanzar una estadística de 300 fb−1. En los próximos dos años, cuando el LHC haya alcanzado los 100 fb−1, deberían obtenerse las primeras respuestas respecto a la presencia directa de señales de nueva física en la escala del TeV.

El año 2018 será un punto de inflexión; los resultados obtenidos hasta ese momento condicionarán las elecciones del futuro. Si resulta que hemos encontrado pruebas de nueva física proyectaremos nuevos aceleradores para estudiar detalladamente la región de energía donde hayan aparecido las partículas. Si, por el contrario, no hemos descubierto nada, por un lado intensificaremos las mediciones de precisión, por el otro habrá que apostar de nuevo por el salto de energía. En ese caso habrá que construir el acelerador más potente que la tecnología y los costes nos permitan imaginar para intentar desplazar al máximo la frontera de la exploración.

Temerosos y con el alma en vilo, vamos analizando los primeros datos en 13 TeV; mientras se está haciendo lo posible por mejorar tanto la máquina como sus detectores. El objetivo es aumentar la luminosidad para alcanzar los 3000 fb−1 de datos. Esta fase de alta luminosidad se llama HL-LHC (High Luminosity LHC) y durará, aproximadamente, de 2025 a 2035. Así pues, el LHC tiene por delante mucha vida, dedicada a la búsqueda sistemática de nueva física, tanto mediante el descubrimiento directo de partículas como a la búsqueda de desviaciones significativas respecto a las previsiones del Modelo Estándar. El acelerador funcionará como una verdadera fábrica de bosones de Higgs y quarks top. En caso de ausencia de evidencias directas de nueva física, la elevada estadística del HL-LHC permitirá mediciones de precisión de parámetros decisivos del Modelo Estándar que podrían ofrecernos indicaciones indirectas de nuevos fenómenos.

Mientras tanto, se ha puesto en marcha el Future Circular Collider (FCC), la respuesta europea a las iniciativas de China y Japón en lo que a nuevos aceleradores respecta. El FCC es un grupo de estudio internacional cuyo objetivo es el de producir un diseño conceptual, definir las infraestructuras y estimar los costes que supondría la construcción de un colisionador de 100 kilómetros en el CERN. El proyecto plantea un acelerador para colisiones entre protones (FCC-HH) a 100 TeV; además, en una primera fase, considera la opción de utilizar la gran infraestructura como colisionador entre electrones y positrones (FCC-EE).

La propuesta surgió en 2014 y recibió rápidamente el apoyo de muchos sectores de la comunidad científica internacional de físicos. Actualmente, forman parte del grupo de estudio cientos de científicos procedentes de decenas de países. Se prevé que la evaluación final tenga lugar en 2018 y constituya la base para definir la nueva estrategia europea en el ámbito de los aceleradores de partículas; durante esa fecha se tomará la decisión que podría marcar el curso de la física de la primera mitad del siglo.

El proyecto de excavar un túnel tan grande en esta zona supone de por sí un gran reto. La geología de la zona, llena de lagos y montañas, es muy complicada. El nuevo acelerador cruzaría toda la región de Ginebra, incluyendo una parte del lago Lemán, a una profundidad de entre 200 y 400 metros de la superficie. El recorrido tendría que sortear las muchas capas freáticas presentes y buscar los estratos geológicos estables y fáciles de excavar. Además, tendrían que extraerse millones de toneladas de roca y trasladarse a través de un área muy urbanizada, así como proyectar pozos de acceso profundos de unos cuatrocientos metros, encontrar medios adecuados para el transporte de personas y objetos en distancias de decenas de kilómetros. Una gran ventaja de la zona serían las infraestructuras disponibles: la cadena de aceleradores, desde el CERN hasta el LHC, que podría funcionar de inyector, así como una red eléctrica cuya potencia podría hacer frente al consumo previsto para la nueva máquina.

Desde el punto de vista físico, la idea de combinar sucesivamente ambos aceleradores, primero el FCC-EE y luego el FCC-HH, es con diferencia la mejor configuración. La máquina de electrones sería la primera en instalarse, nada más terminarse el túnel. Habrá que desarrollar las tecnologías existentes, y la producción industrial de los imanes y las cavidades resonantes podrá llevarse a cabo simultáneamente a las obras de excavación del túnel. Los mismos detectores no necesitarán de especiales innovaciones respecto a las utilizadas para el LHC. Siendo optimistas e imaginando que la decisión se toma en 2018, la construcción empezaría en 2023 y la máquina se pondría en marcha en 2035, al final de la etapa de alta luminosidad del LHC.

En cambio, la máquina de protones, mucho más compleja, todavía necesitaría unos años más de desarrollo para llevar a cabo la construcción a escala industrial de los imanes. Estimar la fecha de arranque del FCC-HH para el 2040 permitiría perfeccionar la fabricación de los imanes superconductores, que serán el corazón de la empresa. Por otro lado, también los detectores de la máquina de protones son sumamente complejos: su construcción requiere de las últimas tecnologías y un mínimo de diez años de desarrollo antes de poder empezar la producción a escala industrial de sus varios componentes.

El programa de física del FCC-EE se concentra mayormente en las mediciones de precisión del Higgs, del top y de los parámetros fundamentales del Modelo Estándar. Se prevé que la máquina funcione a 90 GeV para producir una gran cantidad de Z; luego se intentará llegar a los 160 GeV para generar parejas de W; más tarde se buscarán los 240 GeV para producir el Higgs asociado al Z. El objetivo final es alcanzar los 350 GeV para crear parejas de top; para estudiar los emparejamientos del Higgs con otras partículas, el FCC-EE aspira a alcanzar una precisión de entre el 1 y el 0,1%.

Los 100 TeV de energía del FCC-HH permitirían explorar en una escala de energía siete veces mayor que la del LHC; podría observarse directamente cualquier nuevo estado de la materia con una masa comprendida entre pocos TeV y decenas de TeV; además, podríamos saber si el bosón de Higgs es elemental o tiene una estructura interna, y se podrían estudiar aquellas particularidades de la ruptura espontánea de simetría electrodébil que resultarían decisivas para comprender el mundo que nos rodea. Por otro lado, la elevada luminosidad del FCC-HH, diez veces mayor que la del LHC, permitiría producir millones de bosones de Higgs para extender las mediciones de precisión del FCC-HH a los parámetros de la partícula más difíciles de medir.

Nuestro principal obstáculo frente a este magnífico programa son los costes del proyecto, cuya estimación sigue siendo problemática, pero que se sitúan alrededor de los 15 000 y 20 000 millones de euros. Por no mencionar las múltiples dificultades tecnológicas, empezando por la producción de imanes superconductores de 16 a 20 T. Dentro del grupo de estudio se lleva a cabo una intensa actividad de investigación y desarrollo con el fin de producir los primeros prototipos realistas antes de 2018. También suponen todo un reto la gestión de la energía almacenada en los haces y su media de vida, el sistema de refrigeración para combatir el calor generado por la radiación de los tubos de vacío, los sistemas de protección y el daño de la radiación sobre los componentes de la máquina. Por otro lado, cabe recordar que los mismos detectores del FCC-HH son aparatos mucho más complejos que los que se construyeron para el LHC, por lo tanto requieren de tecnologías más avanzadas.

Sin duda, el FCC supone la respuesta europea al desafío, y se coloca en el centro del debate sobre aceleradores. Por su parte, Estados Unidos parece quedarse atrás. Si hace años eran los líderes indiscutibles del sector, hoy se limitan a colaborar de alguna forma en las iniciativas de Europa, China y Japón, pero no proponen alternativa alguna ni se ofrecen a acoger ninguna de las enormes estructuras posibles.

La única propuesta original procedente de un grupo de físicos americanos plantea un retorno a Waxahachie, el lugar donde estaba previsto que se instalara el SSC, para construir el acelerador de protones de 100 TeV que los europeos quieren construir en Ginebra.

La idea es aprovechar las decenas de kilómetros excavadas para el SSC con el fin de completar en menos tiempo el túnel de 87 kilómetros y crear una fábrica de Higgs, un acelerador de electrones y positrones con una energía de 240 GeV parecido al FCC-EE. Así, se explotarían las condiciones geológicas favorables de Texas para excavar un túnel de 270 kilómetros equipado con imanes de 5 T (una tecnología que tenemos por la mano) con el fin de alcanzar los 100 TeV de la máquina de protones. Además, el túnel de 87 kilómetros podría incorporar un inyector de 15 TeV para la máquina de protones. Más tarde, cuando la tecnología de 15 T estuviera disponible, se podría equipar con los nuevos imanes el túnel de 270 kilómetros y así alcanzar los 300 TeV.

A pesar de su tamaño, los partidarios de este proyecto aseguran que los costes y los tiempos de realización serían considerablemente inferiores a los del FCC; pero esta propuesta, por muy interesante que parezca, todavía no se ha considerado una alternativa a la altura de las demás.

A LA CAZA DE LA SUPREMACÍA

El escenario que plantean los programas de los nuevos aceleradores permite comprender las grandes maniobras de la política científica a nivel internacional; y no son pocas las novedades que se observan.

La primera ya se ha mencionado: Estados Unidos parece resuelto a jugar un papel secundario; primero salieron escaldados del proyecto fallido del SSC y después tuvieron que padecer la terrible derrota a manos del CERN. Parece que el descubrimiento de W y Z y del bosón de Higgs ha podido con ellos y los ha dejado sin fuerzas y sin ganas de reaccionar. Con todo, Estados Unidos sigue siendo un país líder en tecnología, y sus inversiones en otros campos, como la astrofísica o la tecnología espacial, aún son impresionantes. Todo apunta a que a los americanos les cuesta dedicar recursos a un área donde dan por perdido el liderazgo.

Totalmente opuesto es el caso de los tigres asiáticos, no solo Japón, sino también Corea del Sur y sobre todo China. Los países del área más dinámica del planeta se están moviendo también en este ámbito a una velocidad pasmosa respecto a los demás.

Japón tiene una larga tradición en la física de altas energías, y la lista de premios Nobel que ostentan sus científicos es prueba suficiente de ello. China y Corea acaban de sumarse a la carrera pero los progresos que han hecho en los últimos quince años son impresionantes. Concretamente China, después de unos primeros pasos discretos, está empezando a producir resultados científicos absolutamente remarcables. Para reforzar una comunidad de físicos de altas energías numéricamente bastante reducida, el Estado ha hecho una llamada al extranjero para atraer a algunos de los mejores investigadores de origen chino; a los que trabajaban en las más prestigiosas universidades americanas les ha ofrecido sueldos competitivos y fondos para poder llevar a cabo sus investigaciones; para estimular sus nuevos proyectos de aceleradores ha contratado a personalidades de gran prestigio y ofrece cátedras a jóvenes físicos europeos o americanos dispuestos a enseñar en sus universidades.

En China las inversiones en investigación fundamental crecen año tras año, y de una forma que nosotros los europeos —que debemos luchar para sobrevivir a los recortes— no podemos sino soñar. Entre 2000 y 2010 se han multiplicado por dos; hoy día China invierte en investigación y desarrollo más que toda Europa.

Entre otras cosas ha lanzado un ambicioso programa de exploración espacial que incluye una estación científica en órbita y una serie de misiones de exploración lunar con el objetivo de volver a llevar al hombre a nuestro satélite. Cada año se inauguran decenas de universidades y se han construido importantes infraestructuras dedicadas a la física de los neutrinos, incluso un nuevo laboratorio subterráneo.

La clase dirigente china demuestra haber entendido que el hecho de invertir en ciencia permite la entrada del país en la élite tecnológica mundial; pero su proyecto es aún más ambicioso: no solo quieren participar, buscan la primacía; su objetivo es ser los primeros en actividades que consideran de importancia estratégica para una superpotencia que aspira a dominar el mundo.

Si hoy Europa mantiene un liderazgo incuestionable en el campo de la física de altas energías es gracias a la calidad de los científicos formados en las mejores universidades, a una antigua tradición y a organizaciones eficientes como el CERN, el sistema de entidades dedicadas a la investigación y la red de laboratorios nacionales; cumplimos todas las condiciones necesarias para mantener nuestra primacía y consolidarla. Ahora bien, se necesita un liderazgo político que no esté fragmentado en grupos nacionales y tenga una visión de largo alcance de la misión de nuestro continente. Es aquí donde topamos con ciertos problemas: muchas de las decisiones estratégicas científicas de Europa están condicionadas por la situación política de este o aquel gobierno, o dependen en última instancia de la coyuntura económica de uno u otro país. Es necesario un cambio de paradigma, que valga como una especie de pacto constitucional fundacional en nuestra propuesta de sociedad que mira hacia el futuro. Europa debe dedicar recursos de forma continuada a la financiación de la investigación a través de la potenciación de las universidades y los centros de investigación; solo creando generaciones de nuevos científicos e invirtiendo en formación podrá sostenerse el progreso y la innovación. Le corresponde al Estado el deber de estimular constantemente la investigación fundamental, y a las industrias el de desarrollar la investigación aplicada utilizando los conocimientos comunes y reclutando a los mejores jóvenes que salen de las universidades.

Sin una inversión considerable y continua en el campo de la ciencia, Europa carece de futuro; y corre el riesgo de perder su liderazgo natural en la física de altas energías.