4.
ENTUSIASMO, MIEDO Y GRANDES DECEPCIONES
LAS SALCHICHAS Y EL AGUJERO NEGRO
Ginebra, 9 de septiembre de 2008, 21.30
Quedan pocas horas para que el LHC se ponga en marcha y está ocurriendo algo extraordinario, algo totalmente nuevo en la historia de la física: la atención de todo el mundo está concentrada en lo que pasará mañana en Ginebra. Decenas de equipos de televisión y cientos de periodistas han acudido al CERN y nos persiguen por la cafetería o los pasillos para entrevistarnos o arrancarnos un comentario.
Todo empezó hace un par de semanas, aunque al principio nadie prestó demasiada atención. Muchos de nosotros empezamos a recibir correos electrónicos del tipo: «¡Detened el experimento! Corréis el riesgo de acabar con vuestras vidas y la de todos los habitantes del planeta, que son seres vivos menos arrogantes y presuntuosos que vosotros, científicos-Frankenstein de Ginebra».
Entre los cientos de correos que se reciben todos los días siempre hay alguno extraño. Normalmente, basta con borrarlos y todo acaba ahí. Pero esta vez parecía que la cosa iba en serio; conforme pasaban los días, los correos se multiplicaban. Después se descubrió que circulaban por la red peticiones y noticias alarmantes. En particular, se hizo viral un vídeo donde se muestra cómo la Tierra es engullida en pocos instantes por un agujero negro creado en el LHC. El monstruo crece a gran velocidad devorando primero el acelerador, luego la ciudad de Ginebra y su lago, y finalmente el planeta entero. El efecto visual es impresionante. Cuando hasta revistas como Time sacaban titulares como «El acelerador despierta el miedo al fin del mundo», comprendí que no podíamos ignorar el asunto y que íbamos a perder un montón de tiempo y de energía que habríamos preferido invertir en los últimos preparativos.
Todo empezó con una iniciativa de dos extraños tipos que a finales de marzo del año pasado intentaron con todas sus fuerzas que se hablara de ellos. Uno se llama Otto Rössler y es un químico alemán jubilado; el otro es Walter Wagner, otro jubilado que vive en Hawái y que ha trabajado en el ámbito de la seguridad en reactores. Desde hace unos diez años Wagner denuncia en los tribunales de Estados Unidos a los responsables de cada nuevo acelerador acusándolos de poner en peligro el planeta, pero nadie se lo toma en serio; por su parte, Rössler ha acudido a la Corte Europea de Derechos Humanos sin mayor fortuna.
Antes de que los primeros haces recorrieran el LHC, los dos hombres pasaron a la acción. Sus relatos son terroríficos: «Dentro de unas semanas, o quizá dentro de un mes, alguien verá un rayo de luz saliendo del centro de la Tierra en el océano Índico; después algo similar ocurrirá en el Pacífico y será el principio del fin». O: «Un microscópico agujero negro se formará durante las primeras colisiones y al principio nadie se dará cuenta de nada. El diminuto y hambriento monstruo empezará a atraer hacia sí toda la materia circundante, pero todavía pasarán algunas semanas sin que ocurra nada. Luego, de repente, cuando su masa haya alcanzado dimensiones macroscópicas, nadie podrá detenerlo y todo el planeta será engullido en un abrir y cerrar de ojos entre los rayos de un Armagedón bíblico».
En un mundo normal nadie los habría tomado en serio, pero la sociedad de la información en que vivimos no es precisamente normal. La idea de la catástrofe alimenta la curiosidad y el miedo de millones de personas. La noticia sensacionalista, destacada con enormes titulares en primera página, llama la atención y vende; es suficiente con que un periódico empiece a hacerlo para que los demás lo sigan; es como una avalancha. En este tipo de casos, no sirve de nada echar mano de argumentos racionales; porque el miedo no se combate razonando, sino huyendo. Tampoco en esta ocasión hay nada que hacer. El CERN publica un informe detallado, docenas de páginas demostrando que todos los argumentos utilizados no son más que bobadas y que no cabe la posibilidad de que el LHC produzca objetos peligrosos, pero ni siquiera así se consigue aplacar la psicosis colectiva, por eso seguimos año tras año teniendo que explicarles a los periodistas que los microagujeros negros del LHC, en caso de que se produzcan, se extinguirán en un instante y únicamente dejarán huellas apenas perceptibles en nuestros aparatos de medición; o que las energías producidas en nuestro acelerador, que nos parece gigantesco y del que estamos tan orgullosos, no son nada comparadas a las de los rayos cósmicos que llevan millones de años bombardeando la Tierra, etcétera.
Lo único que me inquieta de todo este asunto es que pueda afectar a personas vulnerables. En estos días, hay quien realmente teme que todo pueda acabar, gente que sufre de verdad, madres que se preocupan por el futuro de sus hijos y que nadie sabe cómo tranquilizar.
A las 21.30 recibo un correo de Sergio, un viejo amigo de Pisa, que me pone de buen humor. Me dice que está siguiendo toda la polémica sobre el agujero negro y no acaba de creérselo. Acaba de comer su plato preferido: salchichas a la brasa. Se ha pegado un atracón y lo ha acompañado de unos tragos de un buen vino que guarda en la bodega, pero una duda terrible ha empezado a aquejarlo. ¿Y si todo lo que cuentan fuera verdad? ¿Y si todo acabara dentro de unas horas? Sergio sabe que estoy en el ojo del huracán y que dispongo de información de primera mano. Invoca nuestra antigua amistad para que le dé un consejo objetivo: «Guido, si tuvieras la más mínima duda, házmelo saber, por favor. Si todo tiene que acabar no dudaría en lanzarme sobre la bandeja de salchichas, que sigue tentándome desde la mesa».
Entre risas le respondo que puede irse tranquilamente a dormir y dejar las salchichas: tendrá todo el tiempo del mundo para comerse su plato favorito mañana o en los días siguientes, aunque haría bien cuidando un poco el hígado.
LOS SUPERMICROSCOPIOS
Ha pasado más de un siglo desde que lord Rutherford demostró que era posible estudiar la estructura más íntima de la materia bombardeando una finísima hoja de oro con núcleos de helio —que por aquel entonces se llamaban «partículas alfa»— emitidos por la desintegración de una sustancia radiactiva. Al visualizar las partículas, desviadas en grandes ángulos, Rutherford demostró ingeniosamente y de forma inequívoca que el átomo de oro poseía un núcleo muy pequeño donde se concentraba toda la carga positiva. Ese experimento permitió construir un modelo atómico que sigue en boga (una nube de electrones moviéndose alrededor del núcleo), abrió el camino hacia la mecánica cuántica (ya que la mecánica clásica era incapaz de explicar cómo era posible que en su movimiento los electrones no perdieran energía por irradiación y acabaran cayendo en el núcleo) y se convirtió en el pilar de los experimentos modernos con los grandes aceleradores de partículas.
De Rutherford en adelante empezó a sondearse la materia con proyectiles cada vez más energéticos. Los electrones y las partículas alfa fueron sustituidos por los rayos cósmicos, un flujo continuo de partículas de energía muy elevada que viene del espacio y nos bombardea sin cesar desde todos los ángulos. A partir de la década de 1930, cuando por fin consiguieron producirse y acelerarse electrones y protones en un laboratorio, dio comienzo la era de los aceleradores.
Acelerando electrones, protones o iones pesados a elevados niveles de energía y haciéndolos colisionar entre sí, es posible llevar diminutas porciones de materia hasta las condiciones extremas de energía y temperatura del universo primordial. Así, en un laboratorio y en condiciones controladas puede reproducirse el maremágnum de partículas que poblaban con abundancia el universo justo después del Big Bang pero que no han podido sobrevivir hasta nuestros días.
También podemos entender los aceleradores como supermicroscopios que sondean la materia con la radiación más penetrante de la que disponemos, protones de alta energía, para vislumbrar sus detalles más insignificantes.
La energía y la longitud de onda de una radiación o de una partícula son inversamente proporcionales: a mayor energía, menor es la longitud de onda correspondiente y mejor la resolución de nuestro microscopio.
Solo los electrones y los protones de alta energía de los aceleradores de partículas permiten visualizar los detalles del protón, cuyo tamaño es de un femtómetro (10−15 metros), o incluso de sus componentes, como los quarks, cuyo tamaño es inferior a un attómetro (10−18 metros); y si los quarks también fueran objetos compuestos, igual que los protones, su estructura podría ser sondeada en un futuro con proyectiles suficientemente energéticos como para permitir explorar las infinitesimales dimensiones de estos nuevos componentes elementales de la materia.
Así pues, los aceleradores de partículas pueden verse como supermicroscopios o como una especie de máquinas del tiempo capaces de trasladarnos miles de millones de años atrás para comprender ciertos fenómenos ocurridos en épocas lejanas, en los instantes que siguieron al Big Bang. Son una fábrica de partículas extintas, dado que al percutir la estructura del vacío con colisiones de altísima energía logran resucitar, durante milésimas de segundo, partículas que llevaban millardos de años sin poblar nuestro universo macroscópico, o estados de la materia que normalmente se encuentran confinados en rincones remotos o totalmente inaccesibles.
El LHC, el gran acelerador, es la apoteosis de esta línea de investigación.
EL LUGAR MÁS FRÍO DEL UNIVERSO
Pero construir un acelerador como el LHC no es tarea fácil. Cuando en 1993 se cancela el proyecto americano del SSC, en el CERN se respira un entusiasmo que pronto se convierte en preocupación. Una vez más, Rubbia tenía razón, pero ahora ya no hay excusas, hay que construir el LHC: una máquina moderna, miles de imanes sumamente complejos, haces de alta intensidad con sistemas de control y protección todavía por inventar. Algo así basta para estremecer a los expertos más temerarios. Empiezan a surgir dudas: ¿y si hemos estirado la pierna más de lo que alcanza la manta? ¿Y si los físicos más ancianos, entre los que se cuenta algún nobel, tenían razón al decir «Una máquina así nunca funcionará»?
Las dudas están más que justificadas. Para construir el nuevo acelerador hace falta un salto de calidad respecto a lo que se ha hecho hasta el momento. Para mantener en órbita protones con 7 TeV de energía, los imanes tendrán que probarse con hasta 9,7 teslas, un campo magnético casi cien veces mayor que el terrestre, un valor que hasta el momento no ha alcanzado ningún acelerador.
El diseño de los dos haces circulando por el mismo imán utilizado por Giorgio Brianti es elegante e ingenioso, pero también complejo; cualquier imperfección, por insignificante que sea, repercutiría catastróficamente en la estabilidad de las órbitas. Mantener bajo control durante diez o doce horas haces de alta intensidad que realizan 11 000 giros por segundo en un anillo de 27 kilómetros es una empresa extraordinariamente difícil. Cualquier pequeña perturbación, cualquier diferencia en las características de los 1232 imanes que guían el recorrido, puede afectar a la propagación de los paquetes de protones y comprometer el correcto funcionamiento de la máquina.
Además, hay otro problema: el control de la energía almacenada y la protección de los imanes y el resto del equipo. La energía de los haces del LHC ha sido equiparada a la de un tren que avanza a 150 km/h. Al concentrarse en los haces, esta energía circula a unos pocos milímetros de aparatos muy delicados; es la pesadilla de todos los expertos en sistemas de protección. Sin contar la energía almacenada en los imanes que podría provocar daños irreparables.
Pero esta no es nuestra única preocupación. Los protones pierden poca energía a causa de la irradiación de luz de sincrotrón, y los efectos sobre el haz circulante no son importantes, pero la energía que se pierde se deposita en componentes de la máquina que operan a temperaturas muy bajas y es necesario que el sistema de criogenia sea dimensionado de modo que pueda absorber esta fuente de inestabilidad.
Por último tenemos el daño por radiación. Todo lo que haya en el túnel recibirá el impacto de flujos de partículas que pondrán a prueba cualquier sistema. Los circuitos de alimentación y los sistemas de control tendrán que sobrevivir a situaciones en las cuales la electrónica ordinaria deja de funcionar al cabo de pocos meses. Todo tendrá que diseñarse utilizando innovadores componentes que todavía no existen; también tendrán que inventarse nuevos materiales para sustituir a los que se deforman, se endurecen o se quiebran por efecto de la radiación en las zonas más expuestas.
Lyn Evans fue el elegido para dirigir tan ambiciosa empresa. Es un galés carismático y rudo, hijo de un minero de Cwmbach, un pueblecito de nombre impronunciable perdido entre las colinas de los alrededores de Cardiff.
Años más tarde, durante una velada particularmente tranquila frente a una buena pinta de cerveza, Lyn me confesará que comenzó a interesarse por la física desde muy pequeño. Todavía recuerda cómo lo maravillaron unas pequeñas explosiones que provocó en su casa mientras jugaba imaginando que era químico. Su primer laboratorio fue la cocina de su casa y el primer reconocimiento que obtuvo por sus experimentos fueron los duros pescozones de su madre y, más tarde, al llegar de la mina, los de su padre.
Lyn tiene un porte imponente y es un líder natural. Sonríe poco e infunde cierto temor. Suele decir las cosas a la cara y sabe ser severo cuando es necesario, pero conoce los secretos de los aceleradores mejor que nadie. Cuando Giorgio Brianti se jubiló en 1994 y Lyn fue elegido responsable del proyecto todos sabíamos que era la persona idónea. Si había un hombre capaz de hacerse cargo de esa empresa, era él. De hecho, dirigirá el proyecto durante los siguientes catorce años, hasta que el acelerador empiece a funcionar.
La presencia de Lyn en el proyecto comienza a notarse muy pronto. Los tiempos irrealizables anunciados por Rubbia muy pronto revelan lo que realmente eran: un farol para poner en apuros a los americanos. De todos modos, el proyecto ha sido aprobado y financiado. Lyn pone a trabajar a cientos de ingenieros y físicos de todo el mundo; busca ayuda en India para tener en el CERN personal especializado en las pruebas de la producción en masa de los imanes; involucra a los mayores expertos rusos, los de Novosibirsk, en la producción de las líneas de transferencia de los protones del LHC; pide ayuda a los especialistas americanos del Fermilab y a los japoneses del laboratorio Kek para la producción de los imanes especiales cuyo objetivo es focalizar los haces alrededor de las zonas de interacción. A pesar de que el CERN juega un papel decisivo, es evidente desde el principio que se trata de un desafío global.
Los mejores físicos e ingenieros del CERN se concentran en proyectar los componentes más delicados: imanes, criogenia, óptica y sistemas de control.
Como sistema de refrigeración de los imanes se opta por sumergirlos en un baño de helio líquido a una temperatura de 1,9 grados por encima del cero absoluto, es decir, −271,1 °C, un par de grados menos que los imanes del Tevatrón. De este modo, con una temperatura un grado inferior a la media del espacio profundo, el LHC se convierte en el lugar más frío del universo. Reducir la temperatura significa ganar un margen importante para la operación de los imanes. Cuanto más altos sean el campo magnético y la densidad de la corriente, más hay que bajar la temperatura para mantener unas condiciones de superconductividad estables.
Está claro que trabajamos en los límites de lo imposible. La dura lección que condujo a la cancelación del ISABELLE sigue presente en el recuerdo de muchos. Lyn es consciente de que conseguir realizar un prototipo que refleje las especificaciones es importante, aunque no lo más importante. El verdadero desafío consiste en organizar y gestionar una producción industrial de miles de imanes que tienen que ser virtualmente idénticos. Estamos hablando de «juguetes» de 16 metros de longitud y un peso de 27 toneladas; el mero hecho de juntarlos es una tarea aterradora. Hay que fabricarlos con una leve comba en el plano horizontal, para que acompañen la trayectoria de las partículas a través del anillo del túnel; además hay que tener en cuenta las contracciones y deformaciones debidas al cambio de temperatura entre los talleres donde se construyen y los −271,1 °C de la temperatura de funcionamiento. Como si esto no fuera suficiente, los envoltorios de las bobinas de hilo superconductor y las finas capas de aislante con que han sido impregnadas tienen que ser tan perfectas como para producir campos magnéticos idénticos, cuyos valores solo se diferencien en una parte sobre 10 000.
Como es habitual, cuando se trata de resolver problemas se recurre a un italiano. Lucio Rossi es un profesor milanés experto en imanes y con una gran capacidad administrativa. Trabajó en el primer prototipo de los imanes del LHC, que fue un gran éxito. El imán que mostró Brianti en el CERN en 1994 y que fue un elemento decisivo a la hora de aprobar el LHC fue construido enteramente en Italia, gracias a una colaboración con el INFN, el Instituto Nacional de Física Nuclear.
En 2001, Lyn escoge a Lucio para encargarse de esta delicada fase del proyecto y este no duda en aceptar; abandona sus cursos en la universidad y se zambulle de lleno en un túnel de entusiasmo, miedo y angustia del que saldrá al cabo de unos años, cuando se instale el último imán en el acelerador. Para producir los 1232 dipolos superconductores del LHC, el CERN no solo diseña cada detalle de los mismos, sino también todo el equipo necesario. Se ocuparán de ello tres empresas: una italiana, una francesa y una alemana; a cada una de ellas se le pedirá que produzca un tercio del equipamiento; si una de las tres fallara, las otras dos podrían sustituirla. Hay retrasos e innumerables problemas, pero al final cumple con éxito uno de los mayores objetivos para el triunfo del LHC.
La construcción del acelerador está plagada de incontables crisis técnicas y financieras; no hay sector que se libre. La producción de los imanes, la criogenia, el vacío, incluso los imanes para la focalización final de los haces, que sobre el papel tenían que ser relativamente estándar y de cuya producción tenían que encargarse los americanos y los japoneses, resultan ser problemáticos y acaban por requerir varias intervenciones y mejoras. Al final todo se traduce en un aumento del coste total y un continuo aplazamiento de la fecha de arranque del acelerador.
La fecha inicial, aquel 1998 que Rubbia había enarbolado a modo de amenaza frente a los defensores del SSC en Dallas, pronto se olvidará. Por otro lado, todo el mundo sabía que aquello había sido un ardid; un poco como hacen los toreros con la muleta: la había agitado frente al toro para que el animal cargara con la cabeza gacha y así poder rematarlo de una estocada. Al final, entre los retrasos técnicos y la necesidad de absorber los costes extras, todo se pospuso lenta pero inexorablemente unos diez años. Y los 2660 millones de francos que se habían propuesto en 1994 se convirtieron en otra cifra mucho más realista: 4600 millones. El CERN fue capaz de afrontarlos recurriendo a un préstamo a diez años y reduciendo significativamente el personal, así como los gastos de funcionamiento general.
UNA DISCUSIÓN CON MI JEFE
Mientras Lyn y los suyos están ocupados lidiando con las adversidades, no muy lejos de donde se prueban los prototipos de los imanes tienen lugar acaloradas discusiones. El gran desafío de los físicos experimentales empezó mucho antes de que el LHC se aprobara oficialmente. Las reuniones empezaron en 1984, justo después de que se iniciaran las excavaciones para el LEP, pero el punto de inflexión fue en 1990, cuando cientos de jóvenes físicos se reunieron en Aachen, la antigua Aquisgrán, donde todavía se conserva el viejo trono de piedra desde el que Carlomagno reinaba sobre el Sacro Imperio Romano Germánico.
El mecanismo mediante el cual se proponen nuevos experimentos y gracias al que surgen las grandes colaboraciones internacionales es el siguiente: la idea nace de un particular o un grupo reducido que de repente toma la iniciativa; escriben artículos y se proponen ideas que luego se debaten en las sedes más prestigiosas, los grandes laboratorios de investigación o las mayores universidades. Esto ocurre mucho antes de que los proyectos se aprueben, y se corre el riesgo de que queden en nada, como sucedió con el ISABELLE y el SSC. Es una fase hermosa, caótica y salvaje, en la que uno puede fantasear proponiendo las ideas más arriesgadas —a menudo irrealizables, en ocasiones revolucionarias— que rompen los paradigmas del momento. Luego se atraviesa un proceso de selección para filtrar y depurar dichas ideas; suele ocurrir que, desde abajo y debido a una agregación espontánea, surjan protocolaboraciones con pequeños grupos que comparten el mismo criterio y dan forma a una propuesta concreta: las cien flores salvajes que habían germinado en la fase anterior se organizan ahora en un jardín coherente. Seguidamente se propone un experimento y se describe en un documento breve, una declaración de intenciones donde se ilustran los principios generales, los objetivos y las tecnologías de base necesarias para alcanzarlos.
Llegados a este punto da comienzo una segunda fase, menos espontánea y más estructurada, donde entran en escena las agencias de financiación, los grandes laboratorios, los grupos organizados y las eminencias de la física de altas energías a nivel internacional; surgen así las grandes colaboraciones, que han de calcular los recursos necesarios, intentar atraer el beneplácito de las instituciones más importantes y, en ocasiones, comprometer algunas partes del proyecto a cambio de apoyo político o financiero. La propuesta se convierte en un proyecto articulado que los ingenieros ilustran con diseños bien detallados; se calculan con precisión los costes y se empieza a vislumbrar cómo se distribuirán las responsabilidades durante la construcción.
Al final de este proceso tiene lugar una selección durísima. Algunas propuestas son aceptadas, otras no, y solo los procesos que sean aprobados por la vía oficial podrán comenzar su aventura.
Conocí a Michel Della Negra en Aachen, en octubre de 1990; yo había llegado allí de mala gana después de discutir con mi jefe. No le agradaba que dedicara mi energía a un proyecto que, en su opinión, no funcionaría. Creía que estaba perdiendo el tiempo peligrosamente. Los demás miembros del grupo donde trabajaba se quedaron boquiabiertos cuando nos oyeron gritar de aquella manera en mi despacho. No es habitual levantar la voz de esa forma, pero aquella vez yo también estaba fuera de mí. A fin de cuentas solo le había propuesto participar en una conferencia en Alemania que duraba unos días y donde se iba a hablar de nuevos detectores. Se me había ocurrido una idea que me parecía disparatada, pero podía funcionar y quería presentarla y debatirla en Aachen, donde se reunirían los cien locos que soñaban con descubrir el Higgs en el LHC. A mi jefe le sentó fatal. Tal vez presentía lo que estaba a punto de ocurrir; es decir, que yo organizaría otro grupo, mi propio grupo. Tal vez había advertido antes que yo que nuestros caminos estaban a punto de separarse definitivamente.
Pero en aquel momento sentía sobre mis hombros el peso de la responsabilidad: tenía que ir allí y proponer mis ideas. En pocas palabras, él me amenazó y yo respondí de forma tajante. Al final conseguí marcharme, pero después de aquello nuestra relación no fue la misma. Es un episodio que suelo contar a menudo, sobre todo a los más jóvenes de mi grupo: «Si estáis persiguiendo un sueño no escuchéis a quien intente frenaros, aunque sea el físico más reputado del mundo: seguid el impulso de vuestra pasión; quizá no consigáis cumplir vuestro sueño, pero al menos no os arrepentiréis».
UN CORAZÓN DE CRISTAL PARA EL CMS
Fui a Aachen y propuse utilizar como detectores de trazas los delicados detectores de silicio. Los detectores de trazas son el corazón de los experimentos modernos de física de partículas, la parte más importante de la enorme máquina fotográfica digital que reconstruye los eventos. Normalmente son la parte más sofisticada y difícil de fabricar, porque son los detectores que rodean la zona de interacción, lo primero que hay por fuera del tubo de vacío donde ocurren las colisiones. Su objetivo es registrar las débiles señales que dejan al pasar los cientos de partículas cargadas producidas por la interacción, reconstruir su trayectoria y medir sus características. La energía y la luminosidad del LHC son tan altas que todas las tecnologías utilizadas hasta el momento no podían funcionar. Este problema había resultado un quebradero de cabeza para todo el mundo; incluso Rubbia acabó dándose por vencido. Carlo propone el detector «bola de hierro», y no está bromeando; cree que sería imposible reconstruir las huellas en el LHC y que ningún detector resistiría el ambiente infernal que se creará en el corazón de los aparatos, así que propone rodear la zona de interacción con una enorme esfera de hierro de varios metros de diámetro y recubrirla con detectores para muones. El hierro absorbería todas las partículas producidas por la interacción y solo los muones, que son las más penetrantes, saldrían de aquel «infierno». Un bosón de Higgs que se desintegre, tal y como prevé el Modelo Estándar, en cuatro muones altamente energéticos no podría escapar. Pero esta vez la idea de Rubbia es errónea y no podría funcionar, estamos totalmente convencidos; sin información acerca de lo que ocurre en el interior del aparato el descubrimiento del Higgs sería imposible. Hay que asegurarse de que los cuatro muones provienen del mismo punto y que no han sido producidos por interacciones que se han superpuesto por casualidad o por desintegraciones de otras partículas.
Los detectores de silicio son una de las tecnologías que mejor conozco; soy uno de los mayores expertos del mundo en este campo. De joven fui uno de los pioneros en este sector; mi jefe, con quien acabo de discutir, y yo, desarrollamos en su día en un laboratorio los primeros detectores y los hicimos funcionar; en cuanto los instalamos en los experimentos pudimos observar detalles de las partículas de una forma tan clara que permitieron un gran número de nuevas mediciones.
Los finos cristales de silicio puro, parecidos a los que usan los nuevos dispositivos electrónicos, pueden ser sensibles al paso de partículas con carga; de cada placa pueden conseguirse infinidad de electrodos, a distancia de poco menos de un centésimo de milímetro los unos de los otros, que registran la minúscula nube de carga producida por el paso de una partícula; después, unos amplificadores ultrasensibles registran la señal. De este modo pueden conocerse los puntos de la trayectoria con una precisión de pocos micrones y resulta muy fácil reconstruir las marcas como si estuvieran bajo el microscopio. Gracias a los detectores de silicio pueden visualizarse detalles de las interacciones que de otro modo resultarían totalmente confusos.
Mi plan es convertirlos en nuestra apuesta para el LHC. Mientras hablo, todo el mundo hace extrañas muecas. Y no les falta razón. En el ambiente del LHC los detectores actuales no durarían más que unas pocas semanas. De hecho, la radiación cambia las características del silicio, y si no se adoptan medidas especiales los detectores quedarían inutilizables muy pronto. Además, hasta el momento, nadie ha sido capaz de producir grandes cantidades de estos cristales, y nosotros necesitaríamos cientos de metros cuadrados. Son objetos sumamente caros y sofisticados que muy pocas empresas en el mundo son capaces de producir. Para equipar los instrumentos del LHC se necesitaría una cantidad cien veces mayor de la que se utilizó en los años noventa con un coste por unidad diez veces más bajo; además, la electrónica necesaria para la lectura de los datos supone otro problema: millones de amplificadores en miniatura que también tendrán que soportar niveles altísimos de radiación. Es una verdadera locura.
Cuando se lo comenté a Michel Della Negra se le iluminó el rostro y me dijo: «Me parece una buena idea. ¿Por qué no vienes con nosotros y nos ponemos manos a la obra?».
Michel Della Negra es un físico francés con un apellido que delata antepasados italianos. Ha estudiado en la École Polytechnique de París y trabajó con Rubbia durante el descubrimiento de W y Z. Como muchos otros jóvenes talentosos, al acabar el experimento decidió independizarse y alejarse del gran jefe y de su impetuosa personalidad, que tendía a aplastar y fagocitar todo lo que lo rodea, incluso a sus colaboradores más brillantes. Solía ir acompañado de un físico inglés de origen indio, Tejinder Virdee, su vicario, al que todos llamaban Jim; un verdadero luchador, igual que los sikh a los que, por tradición, pertenece su familia. Nacido en Kenia y licenciado en Inglaterra, combatió contra los prejuicios y los obstáculos de un sistema académico sumamente conservador como es el inglés. También trabajó con Rubbia. Allí conoció a Michel y pronto se hicieron buenos amigos, y juntos tomaron la decisión de emprender una nueva aventura.
El encuentro con Michel en Aachen me cambió la vida; me uní al CMS porque Michel me gustó enseguida: es unos años mayor que yo, decidido y firme, poco propenso a exponerse y muy competente. Fue Michel quien, con la ayuda de Jim, propuso el diseño simple y elegante del CMS, un proyecto que discutimos durante semanas en las mesas de la cafetería garabateando sobre millones de servilletas. El diseño me sedujo por su belleza y claridad sin pretensiones.
La filosofía del proyecto es la misma que llevó al descubrimiento de W y Z. Rubbia lo apostó todo a la desintegración en electrones de los bosones de W y Z; por eso instaló un detector de trazas central en el interior de un campo magnético y colocó alrededor un calorímetro electromagnético, un detector especializado en la absorción de electrones y fotones y la medición de energía. Dentro del imán se reconstruían las huellas y el impulso de los electrones, reconocibles gracias a que el calorímetro los absorbía totalmente.
La idea era perfecta para un experimento basado en el SPS colisionador del momento. Pero en el LHC la luminosidad será diez mil veces superior y, en los años noventa, era imposible saber si podrían distinguirse las marcas de los electrones de los cientos de partículas producidas por la colisión; por eso Michel decidió apostarlo todo a los muones: al ser más pesados que los electrones, los muones interactúan poco con la materia y pueden atravesarla durante decenas de metros.
El CMS se construyó alrededor de un único y gigantesco imán cilíndrico que guarda en su interior el detector de trazas y la calorimetría (las capas especializadas en absorber las partículas menos penetrantes), y que está revestido de hierro equipado con cámaras para muones (capaces de reconstruir la trayectoria de las partículas cargadas que logran atravesar el hierro).
Los muones de alta energía transversal, es decir, cuya dirección es perpendicular a la dirección de los haces, producidos durante las colisiones dejarían señales en el detector de trazas interno, pero atravesarían indemnes el calorímetro para luego volver a dejar huellas en el detector especializado colocado en el exterior del imán. Todas las partículas serán absorbidas por los calorímetros, mientras que los muones podrán identificarse sin ambigüedad conectando entre sí las marcas dejadas en el detector de trazas interno gracias a las trayectorias que reconstruirán las cámaras de muones.
El esquema es esencial, un arquetipo de detector, el sueño de todo físico experimental.
EL MOMENTO DE ELEGIR
Las protocolaboraciones para el LHC, que se forman a principios de los años noventa, son cuatro. Además del CMS se propone el L3P, otro experimento basado en un gran solenoide central que es la evolución del experimento L3, operativo en el LEP; los otros dos experimentos, el EAGLE y el ASCOT, se basan en un campo magnético toroidal, es decir, con forma de rosquilla, una geometría completamente diferente a la cilíndrica que adopta el CMS. Los partidarios del EAGLE son un grupo de investigadores capitaneados por Peter Jenni, un físico suizo que participó en el UA2, el experimento que perdió la competición contra Rubbia cuando se descubrieron W y Z; esa experiencia los marcó de tal forma que se juraron a sí mismos que no volvería a repetirse.
En el UA2 Peter había conocido a una joven italiana que trabajaba en el INFN de Milán y que sabía moverse con seguridad tanto en el campo de los análisis físicos como en la producción de nuevos detectores. El grupo de Milán trabajaba en el desarrollo de un prototipo nuevo de calorímetro para electrones y fotones que podría utilizarse en el nuevo acelerador que proyectaba el CERN. En un mundo dominado por el género masculino, la joven investigadora, amante del arte y la música y siempre formal y educada, es capaz de inspirar un gran respeto; es rigurosa y carismática, y cuando habla todo el mundo presta atención. Sobre todo cuando la discusión versa sobre física; la joven suele ir al grano y no se amedrenta ante un problema por resolver. Peter no duda en involucrar desde el primer momento a Fabiola Gianotti en los estudios más difíciles para el nuevo detector.
De los cuatro experimentos propuestos para el LHC solo se aprobarán dos. El mensaje del director general del CERN es claro y conciso y llega acompañado de una sugerencia: «¿Por qué no intentáis conciliar los proyectos en dos propuestas? Una centrada en la geometría de solenoide y otra en la geometría de toroide». Rápidamente surgen encuentros y confrontaciones entre el CMS y el L3P por un lado, y el ASCOT y el EAGLE por el otro.
El líder del L3P es Sam Ting, protagonista de la «revolución de noviembre»; la primera vez que nos reunimos para intercambiar ideas me siento muy emocionado. Me encontraba preparando mi tesis en Pisa cuando la noticia dio la vuelta al mundo: Ting había localizado el charm, el cuarto quark, una forma de materia completamente nueva; este descubrimiento cambió la física de altas energías; por él Ting compartió el Nobel con Burt Richter en 1976.
Tengo ante mí, en carne y hueso, a una de las figuras más emblemáticas de la física de la segunda mitad del siglo XX, y descubro que tiene un carácter pésimo; es muy agresivo, mira a Michel con soberbia y lo trata con arrogancia. Propone unir sus fuerzas a las del CMS, aportando muchos recursos, fondos e ingenieros, además de granjearnos la simpatía de muchas instituciones americanas, pero insiste en modificar la idea conceptual básica de nuestro experimento, aquel diseño simple y genial que me sedujo enseguida. Promete el oro y el moro, pero lo quiere cambiar todo. Los argumentos científicos que utiliza son poco consistentes; en cambio, su ansia de poder es evidente. Está claro que quiere ser él, el gran premio nobel, quien guíe el experimento de los muchachos. Cuando veo a Michel, totalmente sereno, contestándole de forma tranquila que no hay vuelta de hoja, que si esas son las condiciones el CMS seguirá adelante sin ellos, me doy cuenta de que he escogido el experimento que más me va.
El L3P y el CMS se presentarán a la junta por separado, mientras que el EAGLE y el ASCOT se fundirán en un solo proyecto y nacerá el ATLAS (A Toroidal LHC ApparatuS). Cuando en 1993, para sorpresa de muchos, el L3P sea revocado y el ATLAS y el CMS aprobados, quedará patente que, en ocasiones, no realizar concesiones por motivos de conveniencia política puede salir caro. Los chicos del CMS estamos eufóricos, pero sabemos que el juego no ha hecho más que empezar.
En muchos sentidos, gran parte de nuestro destino ya ha sido sellado. El ATLAS, nacido de la fusión de dos experimentos, será siempre mucho más rico y fuerte políticamente que nosotros. Con todo, tiene un talón de Aquiles: para complacer a todos los grupos ha englobado tantas tecnologías diferentes que será difícil integrarlas; corre el riesgo de ser como un elefante: potente pero poco ágil. El CMS es un detector más simple y por tanto más rápido a la hora de localizar cualquier nueva señal, pero las tecnologías que propone son tan modernas que su verdadero reto consiste en llegar a construirlo y conseguir ponerlo en marcha.
LA GRAN LICUADORA
Cuando un proyecto es aprobado oficialmente se pone en marcha un mecanismo infernal. El CERN nombra un comité formado por grupos de expertos que supervisan el trabajo. Tienes que suministrar información de cada movimiento y entregar una detallada planificación de las actividades con una lista infinita de objetivos que alcanzar. Da comienzo desde abajo una frenética búsqueda de nuevos colaboradores; se entabla contacto con las empresas más avanzadas; se pone en marcha una furibunda actividad de investigación y desarrollo.
Es como encontrarse en medio de una licuadora que gira a gran velocidad, o estar montado en una montaña rusa que se eleva hasta alturas estratosféricas para luego caer hacia los abismos más profundos.
Para nosotros son años apasionantes y frenéticos. Pasamos semana tras semana encerrados en el laboratorio para hacer funcionar los prototipos de esos objetos tan modernos que hemos propuesto y diseñado; luego viajamos por el mundo en busca de nuevos colaboradores que puedan suministrarnos recursos e ideas para resolver los problemas que todavía nos superan.
Cuando se aprueba un experimento se establece un presupuesto general, un umbral de gasto por debajo del que hay que mantenerse. Para nosotros el umbral es de 475 millones de francos, lo mismo que para el otro experimento, pero ello no implica que dichos fondos estén asegurados. Los fondos llegan únicamente si logra convencerse a colaboradores de todo el mundo para que participen en nuestra empresa, para luego pelearse con sus agencias de financiación a fin de que contribuyan a la construcción del CMS.
La construcción de un experimento de este tipo es realmente una tarea colectiva en la que participa todo el planeta. Cada nación y cada grupo colaboran en uno o más subproyectos que se comprometen a realizar. Suele ocurrir que algunas partes del aparato se construyen directamente en laboratorios nacionales siguiendo detalladas instrucciones emitidas desde la sede central; después todo se traslada al CERN, donde se procede a su ensamblaje, instalación y puesta en marcha.
Viajamos a las remotas llanuras de la Rusia postsoviética para negociar la compra de cientos de toneladas de latón que necesitamos para los calorímetros. Descubrimos que la flota del Mar del Norte, con base en Múrmansk, está desarmando una gran cantidad de proyectiles de artillería pesada; si logramos convencerlos para que nos vendan el latón de las ojivas a un precio más bajo respecto a su valor de mercado en Occidente ahorraremos millones de francos. Al final lo logramos gracias a nuestros colegas físicos rusos. De la fusión de un millón de proyectiles conseguimos 300 toneladas de latón, y así, de forma inesperada, contribuimos a la reconversión pacífica de un arsenal bélico. Luego vamos a Taksila, un lugar escondido entre las montañas de Pakistán, en cuyo museo se conservan restos arqueológicos con inequívocos indicios del paso de Alejandro Magno. Nos trasladamos hasta allí porque tenemos que inspeccionar una antigua fábrica de tanques. Podemos utilizarla para producir la enorme maquinaria de acero necesaria para soportar un calorímetro especial. También viajamos a Japón, donde una pequeña industria de semiconductores nos promete producir una gran cantidad de detectores de silicio, pero antes es necesario que vayamos a inspeccionarla. Volamos hacia allí y después de un interesante desayuno a base de sopa de verduras y gambas crudas nos ponemos monos y calzado especiales para visitar las limpias habitaciones donde se trabajan los cristales de silicio. Durante días discutimos hasta el último detalle con los ingenieros para saber si nuestro objetivo es asequible. Luego vamos a visitar unos astilleros de Corea donde quizá puedan producirnos la maquinaria necesaria para instalar el imán.
Viajamos a muchos otros lugares en busca de nuevos grupos y colaboradores. En especial, recuerdo una visita que hice al Fermilab para convencer a los muchos amigos que mantengo en aquel laboratorio, donde trabajé varios años. Entre lagos repletos de gansos y praderas han instalado un laboratorio dedicado a la fabricación de detectores semiconductores. Nos vendría genial para producir las decenas de miles de elementos que necesitamos para el CMS. Conozco al director, un físico de Chicago con quien he pasado más de una velada frente al mejor menú de Tex Willer: «Bistec de un dedo de grosor y una montaña de patatas fritas». Por cómo me mira me doy cuenta enseguida de que participará encantado; acabo de convencer a Joe Incandela para que se una a nuestra empresa.
Son años fascinantes, pero también llenos de problemas. En ocasiones, las tecnologías propuestas por un grupo no funcionan bien y hay que rechazarlas y cambiar totalmente de rumbo; otras veces, unas personas que llevan años trabajando en una solución ven cómo se esfuma en cuestión de segundos. Algunos no pueden soportar la desilusión y abandonan el proyecto; después de dolorosas discusiones, los caminos que nos han unido durante años de esfuerzo y sufrimiento terminan por separarse.
No son pocas las crisis que hemos atravesado durante la construcción, sobre todo de los componentes más delicados; el imán, el detector de trazas y el calorímetro electromagnético son joyas de la tecnología que hacen del CMS un experimento realmente especial, pero eran tan arriesgadas y difíciles de construir que bien podrían habernos abocado a un fracaso estrepitoso.
Del detector de trazas ya hemos hablado. El imán, en cambio, es un enorme solenoide, es decir, una bobina con forma cilíndrica, de 13 metros de longitud y 6 metros de diámetro. Es tan grande que solo puede ensamblarse por partes, porque ninguna máquina existente podría trabajarla como una pieza única. Su objetivo es producir un campo de 4 teslas, y es el imán superconductor más grande del mundo, pero no sabemos qué tipo de cable utilizar. Es necesario inventar un cable nuevo, que soporte densidades de corriente muy elevadas, que sea muy estable y mecánicamente tan sólido que aguante el monstruoso empuje equivalente a miles de toneladas de peso generado por las fuerzas magnéticas sobre la bobina. Es tan imponente que durante el transporte no puede pasar por ninguna autopista porque los túneles son demasiado pequeños. Hemos diseñado un plan para cargarlo en barcazas en Marsella y luego subirlo por el Ródano, tal y como se hacía con los materiales de las grandes catedrales góticas. Solo durante el tramo final podrán utilizarse las carreteras provinciales que cruzan los maravillosos pueblos de la zona, pero antes hay que desmontar los semáforos y todas las señales de tráfico, de lo contrario no podría pasar.
Por último tenemos el calorímetro electromagnético. Se decidió centrar toda la atención en electrones y fotones. Después de algunas dudas iniciales, nos convencimos de que era posible reconstruirlos incluso en el ambiente infernal del LHC, pero necesitaríamos un calorímetro muy especial. Contamos con la ventaja de poder reconstruir las desintegraciones del Higgs que generan electrones de alta energía. Y si el Higgs tuviera una masa entre 100 y 150 GeV podríamos aprovechar una desintegración particular pero muy limpia, que es una marca incontestable de esta partícula: la desintegración en dos fotones de alta energía. Un calorímetro electromagnético sofisticado convertiría el CMS en algo todavía más competitivo y aumentaría sus posibilidades de realizar cualquier descubrimiento. Jim Virdee es quien más insiste en esta solución, que más tarde adoptarán los otros equipos que colaboran.
El calorímetro del CMS será una verdadera joya, construida a partir de 75 000 cristales brillantes, velocísimos sensores que emiten una minúscula señal luminosa cuando los electrones y los fotones son absorbidos por el material pesado. La cantidad de luz emitida nos permite medir la energía total de las partículas absorbidas con una precisión imbatible, pero no parece que nadie pueda producir cristales de la pureza adecuada y en cantidades suficientes. El material necesario es bastante raro, una sal formada por dos metales opacos y pesados, el plomo y el tungsteno, que milagrosamente combinados con oxígeno forman cristales enormes, extremamente pesados y transparentes. Una maravilla de la química que pocas personas en el mundo saben manejar. Al final descubrimos una fábrica de cristales en Rusia, muy próspera en tiempos de Brézhnev, pero que ahora está al borde de la quiebra. Allí encontramos a las personas capaces de fabricar los cristales que necesitamos, pero el lugar está totalmente derruido. Los alimentadores de los crisoles para los cristales son de antes de la guerra y pueden explotar en cualquier momento, y cuando la nieve del techo se funde llueve en las naves; hay que restaurar toda la instalación.
He aquí algunos de los muchos obstáculos que hemos tenido que superar: el conductor del imán no se consigue soldar; los cristales del calorímetro quizá se pueden producir, pero su coste final será el doble del previsto inicialmente; los primeros sensores de silicio llegan repletos de fallos y poco estables. Por último, cuando creemos que hemos resuelto estos problemas y parece que vamos por el buen camino, resulta que toda la electrónica que pensábamos utilizar para el detector de trazas y el calorímetro no funciona y tenemos que volver a proyectarlo todo de nuevo. Quedan pocos años para las primeras colisiones y el ATLAS, a pesar de lidiar con sus propias dificultades, avanza a marchas forzadas hacia su instalación, con el gallardo paso de la armada teutónica; muy diferente del proceder errático e intermitente de «la armada Brancaleone del CMS», como ya nos llaman algunos.
Por si esto no fuera suficiente, empiezan los problemas en la caverna. Para cobijar a los grandes detectores alrededor de las zonas de interacción hay que excavar cavernas capaces de contener la catedral de Notre-Dame. Como no podía ser de otra forma, los del ATLAS consiguen excavarla dentro de los tiempo fijados sin dificultad; en cambio, nosotros tenemos que enfrentarnos cada mes a un nuevo inconveniente. Al primer golpe de pico debemos detenernos porque hemos topado con la única villa romana existente en hectáreas a la redonda. Más tarde descubriremos que los prados de Cessy, lugar que ocuparán las instalaciones del CMS, se encuentran precisamente sobre un cruce de carreteras romanas cerca del cual hay una villa del siglo IV, llena de monedas y restos de la época. En cuanto empezamos a cavar el enorme pozo de acceso topamos con un río subterráneo que baja de las laderas del Jura hasta el lago. Para poder avanzar tenemos que construir una barrera de tres metros de hielo alrededor del pozo, introduciendo cantidades industriales de nitrógeno líquido a −195 °C. Cuando por fin logramos excavar la enorme cavidad subterránea descubrimos que durante el primer año se ha inclinado tres centímetros; así pues, nuestros detectores corren el riesgo de apoyarse sobre una superficie flotante, lo cual alteraría por siempre su alineación. Pero en esta ocasión los cálculos de nuestros ingenieros resultan ser acertados: todo vuelve a la normalidad en cuanto las 14 000 toneladas de peso del detector estabilizan la enorme estructura subterránea.
Todos estos problemas comportan estudios e investigaciones que se traducen en bochornosos retrasos. No falta quien, al visitar la caverna que albergará el CMS, todavía vacía, y la del ATLAS, rebosante de maquinaria y bullente de actividad, bromea alterando nuestro acrónimo de una forma que me hace enfurecer cada vez que lo oigo en la cafetería: CMS = See-a-mess, es decir, «observa el desastre». Es una maldad, pero cierta.
Durante aquellos años, muchos temíamos haber estirado la pierna más de lo que alcanzaba la manta; haber sido demasiado osados; haber utilizado tecnologías no suficientemente maduras. Durante años convivimos con los reproches de los demás y la pesadilla de no lograr nuestro objetivo. El ATLAS funciona como un reloj suizo y el CMS sufre retrasos constantes; ellos ya han decidido el color de las etiquetas de los cables y nosotros todavía no estamos seguros de disponer de los elementos básicos del detector.
De repente, sin que nadie se dé cuenta, algo cambia y las cosas empiezan a avanzar. Descubro que lo lograremos el 28 de febrero de 2008, cuando conseguimos bajar al pozo el elemento central del CMS que incluye el imán. Es una operación tan espectacular que la BBC decide grabarla en directo y emitirla por todo el mundo. Pasamos días con el alma en vilo.
Al contrario que el ATLAS, cuyo ensamblaje se llevará a cabo en el interior de la caverna, el CMS ha sido proyectado como un Lego: el gigantesco cilindro se subdivide en once elementos, enormes estructuras que se montan en la superficie para luego introducirse una a una dentro de la caverna y formar el detector; este procedimiento modular nos ha salvado, nos ha permitido desarrollar los componentes más innovadores e integrarlos en la estructura pocas semanas antes del arranque del LHC.
El momento más crítico de esta fase es el descenso a la caverna de la parte central del CMS, la más pesada de todas —2000 toneladas de metal y componentes delicadísimos suspendidos en el aire mediante 100 metros de cables de acero—, y el cuidado especial en eliminar incluso la más leve tensión mecánica. Es la primera vez que se hace algo parecido y la empresa especializada en este campo tiene que emplear un procedimiento que nunca se ha probado. Todo depende del éxito de la operación. Si no funciona, no habrá CMS.
Cuando llega el gran día todo el mundo está allí desde las cinco de la mañana para dar el pistoletazo de salida a la operación y empezar a sufrir en cuanto empiezan a notarse minúsculas oscilaciones en los cables de acero que sostienen la estructura. Jim Virdee es el nuevo portavoz del CMS desde hace un año, después de que Michel terminara su largo mandato; a mí me han nombrado su vicario, y Austin Ball, responsable de las operaciones de campo, es el coordinador técnico del experimento. Es un día inolvidable. Se tardan incontables horas en recorrer esos cien metros. Es una bajada lenta, extenuante, que no termina nunca. A las 18.32 la enorme estructura toca el pavimento de la caverna; todos estallamos en un aplauso de alivio y gritos de alegría; saltamos y bailamos como idiotas, abrazándonos con los técnicos y los ingenieros. Nos damos cuenta de que lo lograremos; nada podrá detener el CMS.
¿SABES QUE EN EL LEP HAN DESCUBIERTO EL HIGGS?
En los quince años que duran la construcción del LHC y sus experimentos se abre un umbral para el descubrimiento del Higgs. Durante la primera etapa de recolección de datos del LEP, cuando el acelerador centraba sus esfuerzos en estudiar la partícula Z, las investigaciones sobre el Higgs habían producido resultados negativos; lo único que se había conseguido era determinar un límite inferior a la masa de la fantasmal partícula. Las investigaciones se volvían cada vez más interesantes conforme el LEP aumentaba la energía de sus colisiones. Entre 1995 y 2000, mientras nosotros combatíamos contra todo tipo de problemas para construir el LHC, el LEP alcanza los 209 GeV; es entonces cuando ocurre algo.
Todavía recuerdo la mueca de preocupación con que entró en mi despacho uno de los jóvenes del grupo durante el año 2000, para decirme que corría la voz por la cafetería de que uno de los experimentos del LEP había dado con el Higgs en una masa de 114 GeV. Pronto el asunto pasó a ser del dominio público y en septiembre se organizó un seminario para presentar los resultados. Realmente parecía que habían encontrado algo. En varios experimentos aparecían unas tímidas señales y los datos eran bastante coherentes, a pesar de que el número de eventos observados era excesivo respecto a los previstos por el Modelo Estándar.
Surge una acalorada discusión con la administración del CERN, cuyo director en aquel momento era Luciano Maiani. Hay que tomar una decisión lo antes posible. Los planes prevén que se cierre el LEP a finales de 2000 para empezar a instalar los imanes del LHC. Cada retraso tendría repercusiones importantes sobre los tiempos de la nueva máquina. Y justo durante las últimas semanas, salen a la luz estas averiguaciones que parecen indicar que el Higgs está justo ahí, a la vuelta de la esquina, a 114 GeV; solo hacen falta un par de meses más de trabajo, quizá un año, y el LEP llevará a cabo el descubrimiento del siglo.
Los días se suceden entre tensiones y debates. Al final Maiani les concede unas semanas más para recoger datos, pero cuando ve que las dudas que rodean la firmeza de la señal no se disipan, corta por lo sano y decide clausurar la vieja estructura. Recibe ataques furibundos por parte de los físicos del LEP: se rompen amistades, vuelan ofensas por doquier, nacen rencores duraderos. Durante años, quienes creyeron en la veracidad de la señal del LEP se dedicarán a declarar a los cuatro vientos que el Higgs ya se había descubierto, que su masa es de 114 GeV y que el LHC no hizo otra cosa que redescubrirlo, pero al final se sabrá que no se trató más que de una maligna fluctuación estadística como tantas otras; es algo muy habitual, particularmente cuando un acelerador se acerca a la fecha prevista para su cierre. Maiani tenía razón: aunque hubieran seguido recogiendo datos no habría sido posible localizar un objeto de 125 GeV en el LEP. Cuando, después del descubrimiento del Higgs, le pregunté a Maiani cuántos de los que lo habían insultado habían ido a presentarle sus disculpas, o simplemente le habían dado la razón, Luciano se limitó a responderme con una sonrisa.
Tras el cierre del LEP será el Tevatrón, en Chicago, quien recoja el testigo de la caza al Higgs mientras dure la construcción del LHC. Animados por el descubrimiento del quark top en 1995, los científicos del Fermilab deciden aumentar al máximo la luminosidad del acelerador y mejorar los detectores utilizando incluso algunas de las tecnologías desarrolladas para el LHC.
Durante los primeros años del nuevo siglo se le abre al Tevatrón una oportunidad para descubrir el Higgs. Así, combinando la masa del top y del W con las medidas de precisión del Z, consiguen informaciones indirectas sobre la masa del Higgs que parecían indicar valores bajos, cercanos a esos 114 GeV que generaron tantas esperanzas en el LEP. Allí, el Tevatrón todavía puede tener un golpe de suerte, arrebatándole al LHC su objetivo principal y vengando de alguna forma la humillación que supuso el cierre del SSC.
LA GRAN FIESTA Y EL VIERNES NEGRO
Después de un esfuerzo enorme y muchas peripecias, todo está listo para el arranque. El gran momento está a punto de llegar; empieza la gran aventura. El acelerador ha sido completado, ha pasado muchísimas pruebas, ha alcanzado la temperatura operativa y puede empezar a hacer circular haces de partículas. Los detectores están listos; hemos trabajado duro para conseguir instalar y hacer funcionar los últimos componentes, pero al final lo hemos logrado. El CMS ha llegado puntual a la cita.
Es difícil describir el entusiasmo irrefrenable y contagioso que reinaba aquellos días entre nosotros. Después de pasar años al borde del fracaso más estrepitoso hemos llegado, excitados, seguros de que descubriremos algo; no solo el Higgs sino también la supersimetría, y por qué no, los nuevos estados de la materia que prevén las teorías de las extradimensiones.
Recuerdo aquel periodo como una especie de estado de embriaguez; quizá lo que ocurrió después está ligado de alguna forma a este exceso de confianza que nos cegaba en aquella época; esa arrogancia, la hybris tan bien descrita por los clásicos griegos, que invade a los hombres cuando se exaltan tras llevar a cabo grandes empresas para luego ser castigados y arrastrados a la catástrofe.
Es el 10 de septiembre de 2008 y todo está listo. Esta vez el CERN se prepara a lo grande e invita a cientos de periodistas. Es la primera vez que se enciende un acelerador bajo los focos de medios de todo el mundo. Durante las semanas frenéticas que preceden el encuentro con los periodistas, Fabiola, Jim Virdee, Peter Jenni y yo tenemos que encontrar tiempo para asistir a un curso de formación sobre cómo comportarse frente a los medios. Un par de experimentadas periodistas de la BBC nos preparan durante horas, nos entrenan para responder a las preguntas más agresivas y nos enseñan los trucos del oficio para evitar las trampas.
Al miedo, totalmente irracional, de que la inauguración del LHC puede provocar el fin del mundo se suma un interés creciente. Estamos todos desesperados por este exceso de atención al que no estamos acostumbrados; nos aturde la cantidad de estupideces que circulan tanto en periódicos como en la red, así como las peticiones continuas de entrevistas y comentarios que nos hacen perder el tiempo. En cambio, las personas de la oficina de comunicación del CERN están radiantes. El miedo al agujero negro que engullirá el mundo ha generado una convulsa atención hacia lo que está ocurriendo en Ginebra, y ellos ven la oportunidad de acercar al público general los temas científicos de los que está alejado habitualmente.
Son las 10.28 cuando se inyecta el primer paquete de protones, que cumple su primera vuelta y acaba chocando felizmente contra una plaqueta de cerámica dejando una preciosa huella elíptica; es la prueba de que todo ha salido como debía. La sala de control se funde en aplausos. Rubbia y Lyn Evans celebran juntos los primeros gemidos de su criatura.
También en las salas de control de los experimentos el entusiasmo está por las nubes; vuelan tapones de botellas de champán y es el momento de la ronda de entrevistas en directo: la BBC, la CNN, Al Jazeera y muchas otras. Me doy cuenta de que el mundo del periodismo está metido hasta el cuello en el tema porque tengo que hablar con los equipos de las tres cadenas de la RAI: Tg1, Tg2, Tg3.
Todavía recuerdo con cierta amargura cuando, un año antes, llamé a la dirección del Tg1 para avisar de que la BBC preparaba una emisión en directo del descenso a la caverna de la parte central del CMS; me pareció que la RAI también debía enviar a alguien. Al final les fue imposible porque, cito textualmente: «Profesor, esta es la semana del festival y tenemos a todos nuestros equipos en San Remo cubriendo el evento musical». Hasta que no sobrevino el miedo al agujero negro la RAI no se convenció de que quizá valía la pena ocuparse de alguna otra cosa aparte de la canción ligera.
El 10 de septiembre de 2008 fue una gran fiesta que presenció el planeta entero. No se creó ningún agujero negro y la máquina más compleja del mundo funcionó exactamente como estaba planeado. Se puso en marcha a la hora prevista y los haces circularon sin estorbo entre caras de alegría y brindis en directo.
Pero la euforia dura poco y sale cara. Al cabo de apenas diez días, el viernes 19 de septiembre, una estúpida soldadura defectuosa provoca un desastre que nos obligará a parar durante más de un año.
Son las 11.18 cuando durante unas operaciones rutinarias los encargados de la sala de control se percatan de que algo grave está pasando. Los ocho sectores que componen el anillo de 27 kilómetros tenían que probarse antes de arrancar con las operaciones. Se había establecido un protocolo de prueba muy claro que incluía hacer circular corriente por los imanes hasta producir el campo nominal, que mantiene en órbita los protones acelerados hasta 7 TeV. En realidad no pudimos completar la prueba en todos los sectores; muchos se probaron solo hasta medio campo, otros solo alcanzaron el valor nominal. Los retrasos acumulados terminaron por repercutir en la prueba del último sector, el 3-4, el que pasa bajo el Jura. Puesto que la fecha de la inauguración del LHC ya había sido fijada, al final se decidió postergar la prueba hasta después de la inauguración; efectivamente, el 10 de septiembre las cosas fueron a pedir de boca, pero ahora era necesario completar las pruebas haciendo circular corrientes intensas también en los imanes del último sector. Y es entonces cuando ocurre lo que nadie podía imaginar.
En una de las últimas fases de secuencia de la prueba, cuando una corriente de 8700 amperios recorre los imanes, antes de llegar a los 10 000 que habrían sido necesarios, sucede lo inevitable. Todavía recuerdo el temblor en la voz de Francesco, uno de los muchos jóvenes ingenieros italianos que pasaron meses en el túnel preparando, uno tras otro, cada sector, y que estaba en la sala de control cuando ocurrió el accidente: «Parecía una película. Se encendieron decenas de alarmas y las cámaras del túnel mostraron una niebla densa; había una fuga masiva de helio».
Al principio el comunicado oficial del CERN hablará de un inconveniente que comportaría un retraso de un par de meses. Cuando, al cabo de unas semanas, Lyn Evans y un grupo de ingenieros bajan al túnel a verificar lo ocurrido, lo que ven es espeluznante. Se han desplazado varios imanes. La explosión, porque de una explosión se trata, ha movido como si fueran ramitas objetos de más de 27 toneladas y doblado decenas de recios tubos de acero. La delicada cámara de vacío, donde hasta diez días antes circulaban protones, se ha roto por varios sitios y ha quedado contaminada a lo largo de cientos de metros por un polvo mortal que se ha pegado a las paredes. Se han perdido cuatro toneladas de helio líquido, evaporándose de repente e invadiendo cientos de metros del túnel; todo está helado y al entrar en contacto con la humedad del aire se recubre de una capa de hielo y escarcha. En el túnel congelado no hay oxígeno por culpa del helio que lo impregna todo, lo cual lo hace impracticable durante al menos unas semanas. Es un verdadero desastre.
Tras el análisis del accidente, se llega a la conclusión de que la culpa es de una soldadura defectuosa, una de las 12 000 conexiones entre imanes. Algo no ha funcionado como se esperaba y se ha creado una zona donde la resistencia era mayor de lo debido; con el paso de 9000 amperios, aquel minúsculo trecho se calentó lo suficiente como para producir la transición y fundirse inmediatamente, provocando una chispa que agujereó el contenedor de helio líquido; el resultado fue una onda explosiva que ha dañado decenas de imanes y otros componentes menores del acelerador.
Emilio Picasso, que había pasado noches en vela por culpa de las dificultades de las excavaciones del LEP cuando toda una zona quedó inundada, fue de los pocos que no se sorprendió de lo ocurrido. Una noche, durante una cena, me dirá: «Desde que se inundó, supimos que el sector 3-4 nos daría muchos más problemas. Allí el aire está cargado de humedad. A pesar de que hayamos hecho de todo por aislar e impermeabilizar el túnel, si dejas al descubierto un cable durante un par de horas te lo encontrarás oxidado; y si no lo limpias adecuadamente la soldadura seguramente será defectuosa».
Las consecuencias del accidente son graves. Como de costumbre Lyn Evans lo definió de forma seca y eficaz: «Esto ha sido como un puñetazo en los morros; nos han dejado para el arrastre». Muy pronto se hace evidente que necesitaremos más de un año para completar la reparación; además, corremos el riesgo de que no funcione de nuevo. ¿Cuántas soldaduras defectuosas pueden esconderse entre las miles de interconexiones entre imanes? El accidente ha revelado una debilidad en los controles de calidad que podría golpear de nuevo. Hay que poner remedio, controlar que todo esté bien y asegurar todo el sistema. Los imanes irremediablemente dañados pueden sustituirse, pero si vuelve a ocurrir un accidente de este tipo sería el fin de nuestras provisiones y tendríamos que cerrar el acelerador. Las líneas de producción de imanes han sido desmanteladas y necesitaríamos años para volver a activarlas.
Abrir todas las conexiones y reparar cada soldadura significa detener la actividad del LHC durante al menos dos años. Al final se opta por correr un riesgo calculado: se sustituirán los imanes dañados y se tomarán todas las precauciones necesarias para mitigar los efectos de posibles incidentes venideros, a fin de poder arrancar de nuevo en 2010 y seguir adelante con la recolección de datos a lo largo de 2011, pero el LHC no podrá funcionar a la energía que habíamos pensado, sería demasiado arriesgado; empezaremos con 7 TeV y la luminosidad será inferior a la prevista. En 2012 empezaremos a reparar conexiones y quizá dentro de unos años podamos poner el acelerador a su máxima energía.
Los efectos del accidente dentro de todos los equipos que colaboraban fueron terribles, sobre todo para los jóvenes; en sus ojos había rabia, desilusión y frustración. Durante el invierno de 2008-2009 me reúno con cientos de ellos para escucharlos, buscar solución a sus problemas o sencillamente dejar que se desfoguen; algunos de ellos llevan años esperando los datos para escribir su tesis y buscarse un trabajo; otros han fijado ya la fecha de su boda y esperan casarse con un título bajo el brazo; hay quien tiene becas que acabarán pronto y contratos que terminarán mucho antes de que el acelerador vuelva a trabajar. En la medida de lo posible, se buscan soluciones para ayudar o limitar los daños, pero hay varios jóvenes que, muy a su pesar, tienen que marcharse.
En cuanto a nosotros, está claro que nos toca replantearnos nuestras prioridades científicas. «Olvidad el Higgs, muchachos» es a grandes rasgos la traducción de la nueva situación. Con un acelerador que estará operativo teniendo la mitad de la energía prevista y una luminosidad cien veces más baja no hay esperanzas de descubrir la partícula de Dios. Lo que más nos fastidia es que este tropiezo le dará al Tevatrón la oportunidad de llegar a la meta antes que nosotros. Después de años de incógnitas y esfuerzos corremos el riesgo de ver cómo se nos escapa de las manos el sueño que tanto hemos perseguido.