CAPÍTULO IX

EL ESCENARIO no me causó sorpresa: lo había visto muchas veces, en fotografías y en el cine. La única variación eran los símbolos pintados en las banderas. No faltaban las grandes flámulas, que la brisa movía, ni la profusión vegetal, que daba al ámbito un aspecto un tanto selvático, que remitía a algún mito prehistórico, aunque falso. Habían instalado la tribuna a la mitad del puente que se iba a inaugurar, y quedaba delante un espacio ancho, como para que desfilasen los batallones de ocho en fondo. Pero los batallones eran más bien escasos: apenas dos centenares de hombres con uniformes llamativos y un poco ridículos, y otras dos o tres centenas de marineros con ropa de desembarco. El resto, según me explicó Gina, eran las milicias civiles uniformadas de oscuro, bien armadas y bien disciplinadas. Era el pueblo militarizado, y lo mismo había en ellas obreros de la Isla Segunda que comerciantes y gente de negocios de la Primera: a todos se les notaba esa satisfacción de los tenderos cuando visten uniforme. Los jefes debían de ser ciertos señores muy puestos en situación, también uniformados, aunque con insignias y distintivos muy rutilantes y visibles; éstos andaban, al parecer, muy ajetreados, subiendo y bajando a la tribuna, donde los invitados de honor ocupaban, inmóviles, sus puestos. Quedaba en el centro un espacio vacío, reservado, seguramente, para Su Excelencia, quien llegó en coche descubierto, escoltado por una caballería con algo de napoleónico, si no eran las armas. Se agruparon los capitostes junto a la puerta del coche, que se detuvo con toda precisión ante una alfombrilla roja que conducía a la tribuna: por ella pasó Su Excelencia, saludando militarmente. Llevaba el uniforme que yo ya conocía, aunque con la guerrera puesta, el pecho cubierto de cruces y medallas. Cuando asomaba entre las nubes un poco de sol, le relucían las charreteras. Pasó entre los aplausos y ocupó su lugar. Junto a él, todo oscuro y muy derecho, el jefe del gobierno y dos o tres más, asimismo de chaqué, a quienes yo no conocía. Gina me dijo que eran ministros. Poco después de su padre, llegó también el general, de uniforme sencillo y sin brillos. Nadie le aplaudió. Subió solo a la tribuna y se situó a la derecha del dictador, con lo cual la fila de los presidentes quedó completa, y un toque de clarín anunció el comienzo de la ceremonia, que consistió en un desfile de la Infantería, muy aplaudida por el gentío; después la Marina, más aplaudida aún, y, por fin, y ésta era la sorpresa, unos tanques gigantescos que no habíamos visto ni sospechado, a cuyo paso el general habló con su padre en voz baja, como si le explicase sus características y su valor combativo. El puente nuevo se había construido para poder soportar su peso, que el antiguo, más elegante, no podía probablemente aguantar. La gente gritaba de entusiasmo, y los batallones de la Milicia Cívica gritaban consignas, dirigidos por sus jefes. Se había levantado un poco de viento, y las banderas y las flámulas se movían en el aire como si también el entusiasmo las hubiera contagiado. Los reporteros gráficos iban de aquí para allá, y tiraban sus placas. Los niños de las escuelas, alargados en la primera fila y también uniformados, ondeaban sus banderitas por encima de la cabeza, hasta que otro toque de clarín impuso un silencio sólo interrumpido por los aleteos de las banderas y el chillido de alguna gaviota. La gente de la presidencia se echó un poco atrás, y Su Excelencia quedó en primer término, solo, bien visible. Le dije a Gina:

—Si alguien quisiera matarlo, éste era el momento. Fíjese en su nuca.

—¿Se da usted cuenta de que el asesino sería inmediatamente masacrado?

—Todo magnicida cuenta con la muerte inmediata.

Alguien nos chistó cerca, a pesar de que apenas si habíamos susurrado nuestras palabras. Y en una megafonía oculta se oyó a alguien que, con voz campanuda, anunciaba que Su Excelencia iba a hablar. Como si obedecieran, cesó el viento, y las banderas cayeron en silencio.

—Ciudadanos…

Tenía una voz grave, hueca y sonora, una voz que me sorprendió porque no era la misma con que me había hablado. Miré a Gina, pero ella no me miraba.

—Ciudadanos, el Nuevo Estado, consciente de su deber, tiene entre sus primeras preocupaciones la de asegurarnos a todos la paz y la tranquilidad. No somos belicistas, pero nos conviene estar armados contra cualquier posible enemigo, y yo os declaro que no nos faltan porque son muchos los países que nos envidian por nuestra prosperidad y nuestro orden interior, los más visibles y más estimados frutos de la Revolución, cuyo primer cuarto de siglo estamos a punto de celebrar, y que celebraremos con las fiestas que vosotros os merecéis por vuestra obediencia y vuestra disciplina. Las consignas de la Revolución siguen oyéndose en nuestras calles, y todos las acabáis de oír: mientras suenen, algo de lo que os hemos prometido está aún por cumplir, porque yo mismo os prometí que, cuando todos nuestros propósitos se hubieran realizado, el sosiego volvería a nuestras plazas y a nuestras conciencias. Pero, os lo confieso sin velos que lo disimulen, todavía nos quedan enemigos en el interior, gentes resentidas que no pueden soportar el éxito de nuestras reformas, y que por hundir al sistema no dudarían en hundir la patria entera. Contra ellos os prevenimos, ciudadanos honrados, ciudadanos a cuya fe y a cuyo trabajo recurro como garantía de fidelidad. Son los insidiosos del «pero», los que nos dicen sonrientes, pero en voz baja: «Todo está bien, pero…» Y el «pero» que nuestra obra ingente les sugiere es la mota de polvo en la carretera. Ellos son, y desde aquí los acuso, los que quieren destruir nuestro orden para sustituirlo por la antigua anarquía. Ellos son los que intentan eliminarme, para poner en mi lugar a alguno de los que ahora, desde su escondite en el extranjero, desde la impunidad de sus traiciones, intentan azuzar contra nosotros al pueblo que nos sostiene y nos ayuda. ¡Ellos son, ciudadanos y camaradas, los mismos que no hace más que tres días intentaron envenenarme! ¡Ellos son los responsables de la muerte de un inocente sacrificado por su lealtad hacia mí! ¡Os lo digo, ciudadanos y camaradas, y lo que os digo en esta ocasión solemne valga como denuncia! ¿Y qué os ofrecen a cambio de lo que hemos conseguido? ¡El paro, el hambre, el desorden! ¡Pero ignoran, o fingen ignorar, que el pueblo forma detrás de mí como un solo hombre; que millares de secuaces me siguen como un solo secuaz!

Aquí, Su Excelencia fue interrumpido por gritos y repeticiones de consignas, por las que se dejó arrastrar, y que coreó primero, y dirigió después, en una orgía de voces, de vivas, de alaridos, a los que siguió el himno cantado por miles de gargantas, y que el propio jefe del gobierno acompañaba, o al menos eso parecía, según Gina me hizo ver. «¡Fíjese usted cómo canta el capitoste!» Y en aquel momento las bandas de música acompañaron el himno.

—Ahora sigue un banquete popular, al que podemos asistir, porque nos dan derecho las invitaciones. ¿Se siente usted con fuerzas?

Le confesé que no.

—Vámonos, entonces.

Me cogió del brazo y me sacó del gentío, que poco a poco nos había rodeado, que nos separaba y aislaba. Tardamos un buen rato en llegar adonde el coche había quedado, y salir de allí nos costó una larga espera. Hasta que los coches se fueron aclarando y pudimos salir. Me dio tiempo para comprobar que las palabras de Su Excelencia habían hecho su efecto y que todas aquellas gentes parecían dispuestas a morir por el jefe o por la patria amenazada, esto no se sabía bien, porque el entusiasmo y la ira revelados por las miradas y el tono de las palabras hacía vacilar. Yo creo que tardamos una buena hora en vernos libres corriendo por una avenida vacía de coches y de gente, hasta la que llegaban los sonidos lejanos de gritos y canciones. De repente, Gina me dijo:

—¿Quiere usted que comamos en mi casa? Puedo ofrecerle un pedazo de pizza. Le advierto que me sale muy bien.

—Hasta ahora, usted ha dirigido.

Iba conduciendo atenta al camino, sin mirarme.

—En su mundo, cuando una chica invita a un hombre a su casa, la invitación lleva implícita otra. Espero que no lo haya entendido usted así.

—Tiene usted mi palabra.

Seguimos en silencio. Lejos de nosotros, en algún lugar que yo ignoraba, seguía la algarabía política. Insistí en que si alguien intentaba deshacerse de Su Excelencia, si no lo había hecho durante el discurso, tendría ocasión, seguramente, en el banquete.

—No lo creo. Todos los que ahora le rodean y lo aclaman son fieles secuaces. No dudo que haya policía entre el público, pero estoy segura de que no lleva guardaespaldas. Verle solo entre la gente es uno de sus trucos para mantener el entusiasmo.

Gina vivía en un edificio grandote y pesado, sin estilo ni carácter, uno de esos productos arquitectónicos en que se asemejan todas las dictaduras. Era, interiormente, cómodo y no desagradable. El funcionario del vestíbulo saludó cordialmente a Gina. Nos metimos en un ascensor muy capaz, y subimos algunos pisos, no sé cuántos. Salimos a uno de esos pasillos anchos y de muchas puertas que se ven en el cine, y ante una de ellas, Gina se detuvo y abrió con un llavín diminuto que sacó del bolso. No me fijé en si también llevaba en él la pistola. Entramos en un departamento no muy pequeño, a cuyo salón se abrían a lo menos tres puertas. Por una se iba a la cocina. Por la otra seguramente al dormitorio, la tercera quizá fuese una puerta de servicio. Seguíamos, pues, en el cine. Me dijo que esperase, me señaló un sofá y la televisión.

—Enciéndala si quiere asistir al banquete.

Entonces pude observar el salón. Pertenecía a la serie estándar de medio lujo, pero algunos detalles permitían averiguar el propósito de corregir la impersonalidad. Un búcaro de rosas rojas frescas; una buena colección de música romántica; un estante de libros que me quedaba lejos para averiguar sus títulos, y por las paredes, grabados antiguos bien enmarcados. No sé si las alfombras pertenecían o no a este elenco, pero, al menos, eran bonitas.

Encendí el televisor mientras ella preparaba la pizza. En un lugar muy vasto, muchas mesas de al menos veinte comensales congregaban al pueblo uniformado ante otra mesa mayor, situada en un lugar más elevado, en donde se sentaban, junto a Su Excelencia, las que pudiéramos llamar autoridades y representaciones políticas. El general figuraba entre ellos, ni destacado ni aislado, aunque lo pareciese: comía taciturno e indiferente a las músicas, a las conversaciones y a los gritos que de vez en cuando interrumpían el sosiego del almuerzo: uno que proclamaba una consigna, u otro que ofrecía un brindis por la salud de Su Excelencia desde una mesa lejana. La gente respondía a los gritos y a los brindis.

Gina había preparado una mesa pequeña, en un rincón de aquella estancia. Cuando lo tuvo todo listo, me rescató de la contemplación indirecta del banquete.

—Supongo que con lo visto le bastará. Al final habrá discursos en que se repetirá lo que usted sabe: las mentiras necesarias para mantener el entusiasmo y la pasión. No vale la pena seguir ahí.

—A usted, ¿no la echarán en falta?

—No soy lo bastante conocida, ni figura entre mis obligaciones la de asistir a los banquetes. No soy un miembro de la Milicia, soy sólo una funcionaría del Estado.

—Estoy perplejo acerca de usted, Gina. ¿Es usted partidaria o enemiga de Su Excelencia?

Me miró con cierta sorna.

—¿Por qué me lo pregunta?

—Porque unas veces me parece usted una de tantos secuaces, y otras, todo lo contrario.

—Pues aténgase a eso: unas veces estoy de acuerdo y otras no.

—Un sistema como el que rige en este país no admite esa clase de adhesiones, que yo considero ambiguas. Aquí se está conmigo o contra mí.

No me contestó. Se limitó a reírse y señalarme el trozo, muy generoso, de pizza que aguardaba en mi plato.

—Déjese ahora de elucubraciones. No sé por qué me parece que la pizza está en su punto.

Se sentó y empezó a comer. Había servido vino clarete, y agua en un vaso grande. Empezó a comer, silenciosa. De vez en cuando, alzaba la cabeza, me miraba y sonreía. Una de las veces dijo:

—Efectivamente, el discurso de Su Excelencia no me ha parecido un gran discurso. Se los oí mejores. La verdad es que nosotros no necesitamos armamentos, porque no tenemos enemigos, y que los exiliados de la anterior situación, que son pocos, no pueden nada contra el sistema. Lo saben, y se limitan a mendigar su miseria ante algunas cancillerías. Aquí no hay agentes secretos, ni nada de eso.

—Pero algo existe, aunque sea difuso, aunque no esté organizado.

—A esa conclusión, o a otra completamente opuesta, podrá llegar usted esta noche, después de su entrevista con el jefe. Todo lo demás lo encuentro prematuro.

Fueron sus últimas palabras relacionadas con la política. Me pidió que le hablase de literatura, que a ella le interesaba, pero de la que se carecía en las Islas. La importación de libros estaba prohibida, sólo se leía lo editado en el país, dirigido desde lejos por el profesor Martín, o bajo sus auspicios. Me señaló el anaquel, con unos centenares de libros, que había en el salón.

—Si viniera la policía a mi casa, me hallaría en bastantes dificultades para explicar la presencia, ahí, de ciertos libros. Mi única justificación es que he viajado por el extranjero, y que pertenezco a un rango bastante elevado de la administración. Pero aun así…