CAPÍTULO VI

LLOVÍA FUERTE y continuo, uno de esos chaparrones tormentosos que meten ruido y mojan. Golpeaban los goterones contra la leve carrocería del coche, y aumentaban el estruendo. Gina dijo que aún era temprano para la cita con el doctor Martín, y que podíamos refugiarnos en un barcito que ella conocía. Me llevó allí: no era lo esperado, al menos lo que yo esperaba, sino un bar como los que hay en todas partes, pequeño, recogido, íntimo y, cosa rara, sin retrato de Su Excelencia, al menos a la vista. Gina se había mojado la chaqueta: se la quitó y la puso a secar en el respaldo de alguna silla. ¿Cómo podía disimular sus pechos con las prendas exteriores, que la hacían parecer escurrida? Nos acodamos en la mesa de un rincón, alumbrada por una lámpara eléctrica de estilo marinero. La lámpara me hizo darme cuenta de que el estilo marinero predominaba en la decoración del bar, lo que me llevó a suponer que todavía estábamos en la Isla Segunda, bajo la jurisdicción del general. Se lo dije. Ella me respondió que no, que habíamos pasado los puentes, y que la casa del doctor Martín quedaba cerca. Añadió finalmente, señalando el local, que nos hallábamos en la Isla Tercera. Aquel bar era uno de los pocos negocios libres de la ciudad, en el caso dudoso de que alguno fuese libre. Su clientela no era de hombres de negocios, ni de funcionarios, sino de extravagantes y marginados. Me señaló un rincón opuesto al nuestro, donde tres hombres de chaqueta de pana y pipa en la boca hablaban en voz baja. «Ésos pudieran ser los que, según el general, se mantienen independientes.» «Pero el general nos dijo que se odiaban.» «Eso no quiere decir que no se reúnan alguna vez para tomar una cerveza juntos.»

Fue lo que pedimos, cerveza, al camarero que acudió cuando ya estábamos acomodados. Gina había caído en una especie de mutismo soñador, que yo no veía cómo interrumpir. Fue ella la que lo hizo.

—¿Tiene usted alguna idea? Quiero decir si la visita al general le ha dado a usted alguna pista.

—Estoy bastante confuso. No sé, no puedo saber, si lo que el general nos ha dicho es verdad o mentira, aunque me incline a creer que ha dado por ciertos sus sueños. Una cosa es que mande como jefe en las fuerzas reales de este país, y otra esas relaciones inverosímiles con la NASA.

—Inverosímiles, pero no imposibles.

—El hecho de que lo sean es lo que me trae perplejo, pero, en todo caso, dispone de una fuerza real en la que manda sin intromisiones. No parece que su padre intervenga para nada en ellas. Pero siempre es posible que las pueda mover a favor de su padre. Y esto no lo ignoran quienes dirigen la conspiración, si existe. Cualquier cosa que se trame contra Su Excelencia tiene que contar, si no con la colaboración, al menos con la neutralidad del general. Él solo podría aplastar cualquier movimiento.

Había dejado de llover y se acercaba la hora de la cita. Por primera vez pude pagar el gasto sin que Gina intentase impedirlo. La ayudé a ponerse la chaqueta, que todavía estaba húmeda: al hacerlo, advertí la belleza de su cuello, que el cabello rubio recogido en un moño dejaba al descubierto. Los tres hombres del rincón parecían fumar sus pipas silenciosamente: ninguno de ellos volvió la cabeza cuando salimos. Gina dijo que no podían ser otros que los tres sabios rivales a que se había referido el general. «Pues no me parecen gentes que ambicionen gobernar el mundo.»

Gina se envolvió en una bufanda de seda que sacó del bolso, y me preguntó si no tenía frío. La tempestad, que se oía en retirada, había levantado un vientecillo fresco que me hizo sentirme confortablemente en el salón del doctor Martín, en uno de cuyos lados habían instalado una mesa con tres servicios: rutilante la plata, fina la vajilla, irisados los cristales con la luz escasa. El criado mariquita nos recibió vestido de tiros largos, como el criado de una película antigua. Al contemplarlo, tan pincho con su uniforme a la inglesa, me di cuenta de que todo aquel ambiente mostraba una elegancia anticuada, la de una época que se la llevó consigo y que nosotros sólo hemos podido sustituir por el lujo. Gina no desentonaba; yo, sí.

Nos habíamos instalado en el tresillo, cómodo a pesar de su línea y quizá a causa de ella. Estaba todo en silencio, y por la ventana abierta —una ventana, no un ventanal— nos llegaba el rumor del vientecillo en los árboles del jardín. También se oía el goteo del agua retenida en las hojas. Yo lo escuchaba, y creí que Gina también. Se había recostado con las piernas cruzadas y los ojos cerrados. ¿Sería capaz de entregarse al encanto del momento, le estaría al menos permitido? Me levanté y contemplé el jardín, tan anticuado y elegante como todo lo demás: bojes y mirtos recortados, árboles antiguos que seguramente estaban allí desde centurias y que el doctor Martín había aprovechado para construirse un mundo ya muerto, pero resucitado por él para refugio de sus particularidades. Los árboles eran tan grandes que no podían haber sido trasplantados: no así la taza del surtidor, traída seguramente de algún viejo claustro derruido, una taza de piedra labrada por manos antiguas. Me sacó de mis consideraciones la voz del doctor.

—Les he mandado preparar una comida según las reglas de la buena gastronomía. La gente, ahora, no sabe comer, ni da a la comida toda la importancia que tiene. En mi casa es todavía una ceremonia. ¿Cómo están ustedes?

Le dio la mano a Gina; después, a mí. Se había maquillado, y por debajo de los afeites le asomaban las arrugas. Venía vestido de oscuro, un traje de muy buen corte, concebido y cosido por un sastre de cuarenta años atrás.

—Mi cocinero todavía sabe preparar una sopa de tortuga apreciable, como la que se tomaba en los buenos tiempos, y en sus manos, el vulgar lenguado pierde todo rastro de vulgaridad. Finalmente, es un maestro en la preparación del pavo. Espero que ustedes queden contentos de sus habilidades.

Detrás había entrado el mariquita, con una gran bandeja de plata cargada de viandas.

—Les ofrezco, para el aperitivo, un oporto seco de excelente cosecha y razonable antigüedad. Lo guardo en mi bodega hace más de diez años, y lo considero uno de mis mejores tesoros. Pueden ustedes ir picando hasta que la sopa esté a punto.

Había en la bandeja varias clases de aperitivos. Me sentí atraído por unas croquetas que resultaron exquisitas. El vino también estaba bueno, pero yo nunca fui un destacado catador.

El doctor Martín se había sentado frente a nosotros, en un sillón alto que no descomponía su figura. Mantenía en la mano derecha la copa del vino, y de vez en cuando bebía un sorbo después de haberlo mirado al trasluz.

—En el vino podemos tomar el ejemplo de la realidad. ¿Qué sería de nosotros si todos los vinos fueran iguales? Más o menos como si lo fuéramos los hombres. Pero la desigualdad humana es lo más evidente. Creo que la primera experiencia sorprendente de nuestra infancia, también la más acuciante y fértil, es la de que existen hombres feos y guapos, toscos y distinguidos, inteligentes y torpes, inofensivos y peligrosos. Después nos engañan convenciéndonos de que todos somos hijos de Dios y, por lo tanto, iguales. De ahí a la supresión de Dios y dejarlo todo en la igualdad, no hay más que un paso dialéctico. Pero la supresión de Dios es lo que hace patente nuestra desigualdad. La verdad es que no somos hermanos, y que si la naturaleza nos iguala en el nacimiento y en la muerte, lo que hay entre ellos contradice la afirmación. La tesis de la igualdad de los hombres es el arma de los mediocres para triunfar en el mundo y en la sociedad. ¿Hay algo más inmoral que esa convicción de que un hombre es un voto, y de que debe gobernar a los demás el elegido en las urnas? El resultado sería la supresión de los hombres superiores. Por eso, para defenderse, muchos intelectuales, sin puesto en la realidad, intentan perdurar, adhiriéndose a las tesis igualitarias. Pero de nada les sirve, porque siempre acaban eliminados. Los hombres inteligentes nunca deberíamos olvidar el caso de Sócrates: fue suprimido por la misma democracia que él alababa, y su muerte fue justa. Platón, más realista, concibió una república jerarquizada y es a Platón a quien tenemos que recurrir cuando la democracia destruye los valores. Suprimir a Dios, de acuerdo: Dios es el origen y la causa de todo mal, y no digamos el cristianismo, que nos propone aceptar que Dios murió por todos los hombres. ¿Habrá mayor escándalo contra la raza humana? El mendigo que puede decir al poderoso: ¡Dios murió por mí igual que por ti!

Hizo una pausa en el discurso.

—Mire usted: el feudalismo intentó conciliar la igualdad con la diferencia y fracasó. Al final ganaron los ricos, porque igualdad y riqueza no pueden conciliarse.

Dejó la copa en la mesilla y sus dedos cogieron algo de uno de los varios platos del piscolabis. Lo que fuera, que yo no lo miré, lo engulló rápidamente y volvió a coger la copa. Gina le contemplaba atentamente; yo me mantenía un poco atrás, mi rostro en la penumbra.

—Las consecuencias políticas saltan a la vista. Hay gente que ha nacido para mandar, muy poca, y gente destinada a obedecer, los más. En el seno de estos últimos es donde se engendran las rebeldías, pero un Estado inteligente lo previene disimulando la explotación. Es lo que se ha dado en llamar justicia social, que consiste en que el trabajador contento de cómo está, se olvide de dónde está. Los trabajadores sienten siempre las mismas apetencias: pues hay que satisfacérselas. Antes aspiraban a una bicicleta; ahora, a un coche. Pues que lo tengan y se diviertan con él. Mantenerlos en un nivel de vida confortable no sólo contribuye a su contento, sino a su productividad: es económico aumentar su capacidad adquisitiva, que nos garantiza el consumo de los excedentes industriales. ¿Habrá algo más tranquilizador que verlos los domingos, con sus familias, invadir los lugares de recreo? Hay, sobre todo, que contentar a las mujeres. Las mujeres quieren trajes a la moda, y que a sus hijos no les falten los colegios, lo cual, por otra parte, siempre es conveniente, porque, por uno de esos caprichos de la naturaleza, siempre irracional, de parejas inferiores nacen hombres inteligentes y de carácter. No me importa confesarle que nos nutrimos de ellos, y que uno de los milagros de nuestra pedagogía es el rescatarlos e imbuirlos de la conciencia de superioridad que necesitan para ser de los nuestros. Con las madres no hay problema, porque las madres son felices si ven a los hijos en posiciones elevadas. El problema real nos lo plantean ellos, los hijos, con sus escrúpulos sentimentales. Puede usted creerme si le aseguro que una de nuestras grandes dificultades es la de curar a esos hombres de sentimentalismo. Lograr que se sientan hijos del sistema y no de sus padres, que su amor y gratitud tengan el sistema como objeto. Pero lo conseguimos, y si aparece algún recalcitrante…

Aquí se interrumpió y nos miró. Primero a Gina, que no pestañeaba; luego a mí, que mantenía la cara en la penumbra.

—Comprendo que una de las cosas más difíciles de aceptar es la práctica de la muerte preventiva, derecho de la sociedad a suprimir a aquellos de sus miembros que por alguna razón resultan peligrosos. Esta idea del derecho de los superiores a dar muerte a los que estorban, sean inferiores o no, se deduce fácilmente de la supresión de Dios. Tenemos que pensar que un hombre, quienquiera que sea, es un accidente, ni más ni menos que una piedra o un insecto. Su existencia se justifica por su función. Si no sirve, ¿para qué se le va a mantener?

Gina permanecía como abstraída, como fascinada por el indudable encanto del doctor, cuya voz en apariencia mínima, se modulaba, subía y bajaba como la de un profesional del bel canto. Yo había escapado a la seducción picoteando las croquetas, bebiendo sorbitos de vino frío, buscándole las raíces al pensamiento del profesor: esto pertenece a Tal, esto es de Cual. El indudable cinismo de sus palabras se envolvía en los mejores recursos de la dicción, y se acompañaba de movimientos pausados de las manos, secuencias de movimiento lento que, de repente, terminaban en un ademán brusco, en una mano extendida y convincente.

—Hemos desterrado del vocabulario político el verbo matar. Matar supone un sinfín de referencias, todas ellas recargadas de moralidad. Para nosotros, matar no es un acto moral sino un acto de limpieza, libre de cualquier otra connotación. Aspiramos a librar nuestras conciencias de cualquier lastre ancestral, de cualquier temor heredado. Esperamos que la próxima generación de gobernantes se haya librado de prejuicios, y se atenga a los hechos. Nosotros procuramos aproximarnos todo lo posible a esa inconsciencia, y en la medida en que lo logramos, subsistimos. Yo puedo asegurarle a usted que mi conciencia está ya limpia, y creo que lo está también la de las grandes figuras del país. Su Excelencia ante todo, también su hijo, el general, y espero que el señor jefe del gobierno actúe también sin escrúpulos anticuados. Y no es que hayamos renunciado a la moral, sino que intentamos sustituir la antigua, esa que hemos recibido y de la que tanto esfuerzo mental nos ha costado librarnos, por otra nueva, una moral más apoyada en la realidad de los hechos y en la urgencia de ciertas necesidades. Es posible que usted me entienda.

—Sí —le respondí—, le entiendo perfectamente.

—¿Y está de acuerdo conmigo?

—No puedo decir que en la totalidad de cuanto dijo, aunque sí en alguna parte. No olvide que yo vengo de un mundo en el que todavía subsisten, aunque sea como máscaras, las viejas estructuras mentales.

No sé qué me hubiera respondido el doctor Martín, porque en aquel momento el criado mariquita, tan elegante con su uniforme a la inglesa, le anunció que la sopa estaba servida. El doctor se levantó el primero, y se apartó para dejar paso a Gina. La colocó en el centro, él a su derecha, yo a la izquierda. La comida transcurrió hablando de arte. En el salón del doctor había descubierto ya algunas pinturas famosas robadas de famosos museos. Me sentí atraído por una madona italiana y no dejaba de mirarla. El doctor me dijo que procedía de la colección de Pierpont Morgan, que la había pagado muy cara y que no sentía el menor escrúpulo por tenerla allí. Por diversos caminos, sin embargo, nos apartamos del tema de los cuadros, y el profesor recayó en el más oportuno del pensamiento político. Dijo que la gente no necesitaba pensar, dijo que era peligroso que la gente pensase por su cuenta, dijo que había que darle a la gente un pensamiento satisfactorio, dijo que principalmente convenía que la gente creyera que pensaba por sí misma. Había dos diarios en las Islas. Opuestos en su expresión, aunque partiesen de los mismos principios y llegasen a las mismas conclusiones. La gente seguía al uno y al otro, y así creía elegir libremente su modo de pensar.

—Y esto sostiene al Estado, y yo soy el artífice del pensamiento y del sistema. Sin mí, el Estado se desmoronaría. La gente necesita creer que piensa…