1
No sabía Javier muy a ciencia cierta de qué pretexto se valiera Magdalena para acompañarlo en el viaje de regreso. Apareció muy de mañana en su cuarto y le dijo:
—Yo me voy también.
El tren pasaba por la estación a las ocho menos cuarto. Al abandonar el castillo, el abate salió a despedirlos a la escalinata y lord Arturo cabalgó al lado del coche y les acompañó hasta última hora. Estaba gracioso y brillante y tuvo para Javier toda clase de amabilidades. Aprovechó un momento para tomar del brazo a Javier y llevárselo aparte:
—Anoche le he desplumado a usted, querido amigo. No era mi intención llevar el juego hasta ese extremo, pero usted tuvo la culpa. ¿Necesita usted algún dinero? Pasaré muy pronto por París, y tendrá ocasión de devolvérmelo.
—No. Muchas gracias. Recibiré dinero inmediatamente. Es usted muy amable.
—Le dejo marchar a usted con cierto sentimiento. Hubiera querido darle la revancha. Aún está usted a tiempo.
Javier sonrió:
—¿Una revancha sobre mi palabra? Acaba de decir que me ha desplumado, y es cierto.
—Naturalmente, sobre su palabra. Para mí sería bastante.
—Le repito las gracias, pero no quiero exponerme. Perdería mucho más.
Lord Arturo lo miró fijamente:
—Es usted un sujeto extraño. Si no fuera usted español, merecía ser inglés.
—Estoy muy contento, desde luego, de haber nacido español. Y, desde mi punto de vista, no me tengo por un sujeto extraño. Hay millones de españoles como yo.
—Desde su punto de vista, sí… Acaso sea el certero.
Se acercaba Magdalena. Lord Arturo sacó del bolsillo un librito deliciosamente encuadernado.
—Ayúdame a convencer a tu amigo de que reciba este libro como recuerdo.
—¿Por qué no? —dijo Magdalena ingenuamente—. Debes aceptarlo, Javier.
—Yo se lo ruego —añadió Arturo.
Javier lo recibió, y lord Arturo precipitó la despedida. Se aproximaba el tren, y los distrajo el ajetreo de tomarlo. Ya se alejaban, cuando Javier hojeó el libro y buscó su título. Al leerlo rompió a reír y se lo tendió a Magdalena:
—Mira.
Ella leyó en la primera página y rió también: el libro estaba en inglés y se titulaba: Shakespeare’s Sonnets.
George había sido avisado telegráficamente, y los esperaba en la estación. Sus grandes ojos estaban alegres. Cogió a cada uno del brazo, como un amigo que fuera un padre, y les hizo una porción de preguntas con las que disimulaba, según comprendió Javier, otra más importante que no se atrevía a formular. Dejaron a Magdalena en su casa, y ellos siguieron hasta la Ciudad Universitaria. Por el camino George refería la marcha de la guerra, de la que Javier carecía de noticias recientes.
—Creo que marcharé muy pronto —dijo una vez. Y George le preguntó.
—¿Usted solo?
—Es natural.
George no respondió, y después de un silencio prolongado, habló de bagatelas. Estaban en la celda de Javier acomodando el equipaje, cuando George le dijo:
—Hace algún tiempo le hablé a usted de Magdalena, y le hice un ruego que usted no pudo cumplir. No se lo reprocho. Pero hoy le haré otro muy distinto. Cuando se vaya a España, llévesela con usted. Ya sé que le pido el sacrificio de su honor, pero entienda que lo hago porque no comparto sus ideas. No quiero ofenderle, sino salvar a Magdalena.
—¿Sólo puede salvarse conmigo? ¿No estará usted equivocado, y me aconsejará cometer un error irremediable? Suponga usted, por un momento, que soy capaz de sacrificar mi honor, como usted dice, y me caso con ella. ¿Qué hará si me muero? ¿Habrá resuelto algo en su vida? Yo creo que no. Se hallaría en la misma situación que ahora, aumentado el dolor. Sería, estoy seguro, más desdichada; volvería a Francia con una nueva desventura que añadir a las suyas. Ésa es una razón, pero hay otra: yo no estoy decidido a ese sacrificio que me pide. Todavía mis ideas son más fuertes que yo. No sé lo que pensaré si la aventura me deja vivo y el amor no ha desaparecido.
—¿Para entonces remite usted la solución?
—No me atrevo a asegurárselo. Tengo un gran afecto a Magdalena, pero no sé si estoy o no enamorado de ella. Necesito probarme en la ausencia. Imagine usted que estoy engañado, que no la quiero, que no muero y he de vivir con ella para siempre. Por mucho que fuera capaz de disimular, ella habría de advertir mi desamor. Y entonces, queriendo salvarla, la habría perdido definitivamente.
—Creo, Javier, que me ha entendido usted mal. Usted habla de una salvación exclusivamente humana. Yo me refiero a otra clase de salvación. ¿No lo ha comprendido? Usted puede salvar a Magdalena para Dios, al mismo tiempo que la salva para usted. Sólo necesita un poco de felicidad para volver a la creencia, que duerme en el fondo de su corazón. Yo no sé lo que usted conoce de la vida de Magdalena, ni cómo lo interpretará. Yo estoy seguro de que su desventura no es más que la obra de un pecado que ella no ha podido perdonarse y que la va destruyendo. Si fuese creyente y acudiera a la confesión, se habría reconstruido fácilmente. Como no lo es, necesita otra clase de remedio. Naturalmente, ella es demasiado orgullosa para reconocer lo que le sucede, pero esto no impide la realidad operante de su pecado. Tiene un gran espíritu, ahora minado en sus cimientos. Ella ignora la naturaleza de su mal, pero, cualesquiera que sean las ideas que tiene de sí misma, sabe que el remedio es usted. Si usted se la lleva, ella comprenderá finalmente, y aunque usted muera, se habrá salvado. Para su salvación sólo necesita sentirse otra vez criatura de Dios, y usted es el camino. Vea usted que mi punto de vista es muy diferente: voy más allá de sus mundanidades. Usted se debate entre el amor y el honor. Yo ofrezco la solución caritativa. Si es la caridad la que le mueve, entonces desaparece el riesgo del desamor tardío, del desengaño. El desamor deshace un matrimonio jurídico y una vida en común, pero no rompe un sacramento. Por encima del amor que usted tenga a su esposa, está la caridad de hijo de Dios a hijo de Dios, y a la caridad, Dios la protege. Si yo compartiera su punto de vista mundano, le diría: haga usted a Magdalena su amante. A los efectos temporales, es lo mismo que un matrimonio. Pero si usted lo hiciera, vería que pasado el entusiasmo del amor, sus almas seguirían igualmente dolientes, y cada vez más distantes. El alma del hombre no resiste el pecado, en el pecado se aniquila, por muy fuertes sentimientos humanos que el corazón encierre. Si usted abandona a Magdalena, su perdición caerá sobre usted, porque usted habrá hecho inútil el sacrificio de Cristo. Y ese pecado es mucho mayor que todos los cometidos por ella y todos los cometidos por usted. No conocerá la paz y morirá usted desesperado.
—¿Debo entender que me pide el perdón de Magdalena?
George lo miró un momento, en silencio y sonriente.
—No —dijo luego—. No le pido su perdón, porque usted no tiene de qué perdonarla. ¿En qué le ha ofendido Magdalena? ¿Le ha ofendido a usted más que a mí o a otro hombre cualquiera? Ella es libre de pecar, y su pecado la religa directamente con Dios. Sólo Dios perdona o quien Él haya instituido para hacerlo en su nombre. Me temo que no me haya entendido usted bien. Si le pido que se case con ella, no es para perdonarla, ni menos para que su matrimonio simbolice un perdón de la sociedad, a la que tampoco, entiéndalo bien, ha ofendido. Le pido que se case con ella para amarla; para que ella, al sentirse amada, tenga conciencia de que determinados hechos de su vida son o han sido pecaminosos, no frente a usted, sino frente a Dios; eso es bastante para que empiece en ella la vía de salvación. No podría razonarle el porqué, y menos con ése lujo argumental y dialéctico al que usted, cristiano occidental, se rendiría indudablemente; pero siento en lo íntimo, estoy convencido, de que es así. Para que usted se convenza también, sólo tiene que abandonar el plano humano de sus relaciones con Magdalena y hacer que, antes de llegar a ella, pasen por Dios. Entonces comprenderá usted su singular posición en la vida de nuestra amiga, y, acaso también, cómo su pecado es algo más que pecado individual; o, por lo menos, cómo nos cabe a todos parte en su dolor.
Javier, al escucharlo, buscaba furiosamente razones que oponerle, bravas mentiras ingeniosas o cínicas que disimularan al mismo tiempo su amor y su indecisión. Pero la presencia de George era como un soplo sobre su alma, que la dejase desvalida de los recursos habituales. No creía en el razonamiento de George, porque no creía en Dios, pero sentía sobre sí la fuerza de sus argumentos, no porque fueran más lógicos que los suyos, sino porque entrometiendo a Dios en su pobre vida, cobraban infinita pesadumbre y eran como voces sobrehumanas que señalasen una obligación y un camino. Pero se hallaba, además, atado de lengua, porque él se proclamaba cristiano, y como cristiano sólo podía aceptar, y no discutir. Cuando George hubo callado, acudió a una pequeña martingala, de la que esperaba, por lo menos, una tregua:
—Le ruego, George, que pida a Dios por mí.
—¡Ya lo hago, Javier, desde que le conozco! Y algunas gentes más oran también por usted y por Magdalena. Pero nuestras voces son tan débiles, que no parecen llegar hasta el Señor Jesucristo.
Hizo un silencio y añadió en seguida:
—¿Quiere usted venir el domingo a mi casa? Les invito a cenar a Magdalena y a usted. Quiero que conozcan a mi padre y a mi hermana.
—Espero que Magdalena me acompañará con mucho gusto.
—Sí. Vayan ustedes. ¿Le parece bien el domingo? Sí. El domingo. Antes estaré muy atareado. ¿Sabe usted? Se ha casado nuestro emperador, y el sábado es la coronación de la nueva Augusta.
Sintió Javier que la situación se invertía, y que ahora podía, impunemente, ironizar sobre las ideas políticas de George.
—Le felicito, George. Debe ser un gran acontecimiento.
—Sí. Lo celebraremos reproduciendo, en lo posible, las antiguas ceremonias solemnes. La emperatriz es francesa y no es de clase noble, pero hay muchos precedentes. Esperamos que sea digna de su cargo.
—Me gustaría asistir a su coronación, pero esto será imposible.
—No. ¿Quiere usted, de veras, presenciar una asamblea de los Bizantinos Libres? Nos hará usted un gran honor.
—Asistiré, si Magdalena quiere acompañarme. Si no hay, claro está, inconveniente para que asista también Magdalena.
—No lo creo. Habrá muchas otras mujeres. Yo les avisaré. No sabemos aún dónde será la ceremonia. Las dificultades puestas por la Policía están vencidas, pero no tenemos teatro todavía. Nos es necesario alquilar un teatro. Mañana lo habré resuelto. Justamente tengo que celebrar una entrevista, y creo que llegaré tarde.
—No se vaya usted aún. Quisiera hacerle algunas preguntas. ¿Quién es su emperador? ¿No le ofenderá la presencia de quien, como yo, no reconoce oficialmente su reinado?
—Tampoco lo reconoce el representante de la Sûreté, y tendremos que soportarlo. No se preocupe usted: le invitaremos como representante de los españoles nacionales. El augusto tiene por ellos una gran simpatía, y piensa mandar a Burgos sus embajadores.
Marchó George, y poco después salió Javier. Se había citado con Magdalena en el restaurante. Necesitaba su ayuda para cablegrafiar a Buenos Aires pidiendo algún dinero, y con esto le parecían justificadas las horas que iban a pasar juntos.
2
Un teatrillo de barrio cuyo escenario había conocido vodeviles pornográficos, mítines extremistas y efímeros dramas de vanguardia, acogió en su escaso recinto la gran asamblea de los Bizantinos Libres. George había telefoneado la dirección y Magdalena tenía una vaga idea del barrio y de la calle. El metro los dejó bastante cerca, pero habían de recorrer un laberinto de callejas antiguas, en cuyas revueltas se le antojaba a Javier que esperaban, haciéndose el amor, el goliardo Villon y la gorda Margarita.
Amaba aquellas rúas llenas de sabor medieval, con pequeños talleres artesanos de oficios casi olvidados, y figones con la muestra de hierro sobre la puerta y bellos nombres —«La perdiz suculenta» o «Al caballero alegre»—; casas enrejadas, hornacinas de santos sin santos, y burdeles recatados y baratos, con persianas verdes en el balcón. Recordaba las noches pasadas sobre planos antiguos de París, cuando proyectaba su viaje, y pretendía identificar estas casas con las pintadas, cuyos nombres, escritos en caracteres góticos, intentaba recordar.
Pensaba en voz alta, y sus palabras eran un soliloquio, porque Magdalena estaba taciturna, y apenas si respondía con el sí o el no. Le preguntó la causa de su silencio.
—No estoy contenta —respondió ella—. Me entristece pensar que veremos a George hacer un papel ridículo.
—La coronación de la emperatriz será un espectáculo agradable y entretenido, y la función que le quepa en ella a George, importante. Creo que es un alto dignatario.
—Precisamente por eso. Si asistiera, como nosotros, mezclado con el público, no me preocuparía.
A la entrada del teatro, un sujeto mal encarado los detuvo.
—Su documentación, por favor. Soy policía.
Exhibieron sus pasaportes. El policía los devolvió, riendo.
—Ya comprendo —dijo—. Ustedes vienen a divertirse.
Magdalena le respondió altiva:
—No creo que, como policía, tenga usted derecho a investigar nuestras intenciones.
—Si es usted francesa, y de buena educación, tengo derecho a atribuirle una pizca de buen sentido. ¿Sabe usted, señorita, quién es el emperador de esos caballeros?
—Un hombre digno, naturalmente.
—Sí. Un agente de seguros que ha estado procesado por estafa. Y la emperatriz esa que van a proclamar, es Mimí la Perruque, hasta ayer bailarina de un cabaret, dedicada, además, a la venta clandestina de drogas. Como usted ve, gentes muy respetables.
Y dirigiéndose a Javier:
—Procure usted que no le saquen dinero. Esto de los Bizantinos Libres será, supongo, otro affaire de Mr. Paleólogo, que lo llevará, más pronto o más tarde, a la cárcel.
—Vamos adentro —dijo Magdalena.
Llegaban los súbditos imperiales, y eran acomodados en el patio de butacas por dos sujetos vestidos de clámide, la del uno verde, la del otro azul. Javier examinó a los asistentes: tipos humildes, con aire derrotado; ojos apagados, sin vida; palidez, hambre. Se sometían silenciosamente al rito policíaco y soportaban las burlas del agente sin protestar. Uno de ellos, alto y cargado de espaldas, mejor vestido que los otros, tuvo una respuesta desdeñosa:
—Cumpla con su deber y respéteme.
El policía lo dejó pasar, diciendo en voz alta, para que lo oyesen Magdalena y Javier:
—¡Un príncipe rumano! ¡Vaya catadura de príncipe!
El recién llegado se detuvo un momento a la entrada de la sala, y Javier pudo contemplarlo. Sus facciones eran finas y gastadas. Parecía un refugiado en el ensueño.
Llegó George con un envoltorio bajo el brazo. Tenía prisa, y pidió perdón por no poder atenderlos, pero los entregó a uno de los funcionarios, para que los acomodase en buen asiento. El funcionario saludaba respetuosamente.
—Voy a vestirme —dijo George.
La sala se animaba. Alzaron el telón, y por una puertecilla lateral salía una cohorte legionaria, con trompetas y lábaro, que se alineó entre las butacas y el escenario. Brillaba el oropel de las armaduras y la purpurina de los cascos y trajes. El escenario representaba el Justinianeum, visto por un pintor cubista. Había una gran lámpara, el trono, varios asientos laterales, como en coro de monasterio, y muchas cruces y santos por las paredes.
—No puedo remediar el recuerdo de una decoración de ópera —dijo Javier.
—Te ruego que te calles.
Un hombre espléndidamente vestido daba instrucciones en voz baja a dos funcionarios imponentes. Javier, recordando lo poco que sabía de historia bizantina, los supuso maestro de ceremonias y jefes, respectivamente, de los bandos verde y azul. Alguien tocó una trompeta, se hizo un silencio religioso y solemne, y todos se pusieron de pie. Los pretorianos alzaban las trompetas, y el lábaro se levantaba sobre sus cabezas. Por las puertas del escenario, en dos filas, entraron los cortesanos. Sonó en las trompas un extraño toque antiguo, y todos, palatinos y pueblo, se arrodillaron.
Entraba el emperador, precedido de un paje con las tres coronas imperiales. Era un sujeto alto y delgado, de cabello rojizo, con un monóculo incrustado en el ojo izquierdo. De su mano, grave y pausada, venía Mimí la Perruque, en trance inminente de ser proclamada emperatriz. Parecían, con sus largos ropones bordados de santos y de cruces, figuras arrancadas de un mosaico.
Los soberanos se habían detenido frente a los tronos. A una señal callaron las trompas, y los palatinos, guiados por el jefe de ceremonias, cantaron en francés, sobre una melodía antigua:
—Que el Creador y Señor de todas las cosas…
—¡Para vosotros años innumerables! —respondía el pueblo.
—… que ha nacido de la Virgen Santa…
—¡Para vosotros años innumerables!
—… os multiplique los años, a vosotros como a los porfirogénetas.
Y el pueblo:
—¡Que Dios conceda a vuestra realeza prolongada existencia!
El emperador escuchaba las aclamaciones sin pestañear. Su figura, erguida en medio de los cortesanos arrodillados, tenía la prestancia de una estampa noble y desvaída. Se le acercó el paje con las coronas, y él eligió una de ellas, la puso sobre sus sienes, luego sobre la cabeza de la augusta y, por fin, otra vez sobre la suya. La emperatriz, arrodillada, recibió una segunda corona. El emperador ciñó la espada, tomó el cetro y llevando a la augusta de la mano, se sentó y la hizo sentar. Sólo entonces, y luego de pedir permiso, se sentaron también los palatinos. Hubo un murmullo entre los asistentes, y, puestos de pie reanudaron las aclamaciones.
—¡Gloria a Dios en las alturas, y paz sobre la tierra!
—¡Felicidad a los cristianos!
—… porque Dios ha tenido piedad de su pueblo…
—¡Felicidad a los cristianos!
—He aquí el gran día del Señor.
—¡Felicidad a los cristianos!
Se sucedían las aclamaciones, como traídas por el recuerdo de siglos periclitados. Mimí la Perruque, impasible y solemne, parecía tan alta que no le llegase el eco de los cánticos.
—¡Gloria a Dios que os ha hecho emperatriz! ¡Gloria a Dios que ha coronado vuestra cabeza! ¡Gloria a Dios que os ha mostrado tal benevolencia!
Pedían a Dios, con voces conmovidas, que aquella ceremonia fuese para la gloria y exaltación de los romanos.
El maestro de ceremonias alzó los brazos, y el pueblo se sentó. Un dignatario, de los acomodados más cerca del emperador, se adelantó a las candilejas, y santiguándose a la manera oriental, dijo con voz diáfana:
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En el nombre de la Santísima Trinidad y de la Virgen, Madre del Señor. En el nombre…
—Es George —dijo Javier.
—Vayámonos —respondió Magdalena—. No puedo oírle.
—Nuestra marcha será advertida.
—No lo creo; pero aun así, lo prefiero.
Se deslizaron, cautamente, hacia la salida. George explicaba a los bizantinos libres por qué la coronación de su augusta no había podido realizarse con todo el ritual. Por qué habían faltado los cirios consagrados y la bendición y unción del metropolitano. Europa no comprendía el anhelo de libertad que los reunía y la propia Iglesia oriental se mofaba de sus pretensiones.
—¡Pero un día cercano resonarán vuestras aclamaciones en la basílica de nuestros antiguos emperadores! ¡Habremos rescatado para el Señor su templo glorioso, y desde Grecia a los Urales podrá ser adorado y glorificado! Y entonces habrá acabado para siempre nuestra esclavitud y la vuestra, rumanos, búlgaros, rusos y eslovenos, y la de todos los que adoran a Jesucristo y padecen bajo la tiranía y son perseguidos por la fe. La Cruz se levantará sobre los campos, y las campanas bendecirán las cosechas y los hijos, y una paz infinita acogerá al Oriente, reunido en la gran familia de los creyentes en el Señor Jesucristo y de los fieles a su emperador.
—¿Les han echado a ustedes? —preguntó, cuando salían, el policía vigilante.
No le contestaron. Javier propuso acogerse a un figón antiguo y cenar allí. Habían traído dos platos de sopa, cuando Magdalena dijo:
—Me hubiera gustado amar a George y casarme con él. Es un hombre extraordinario.
3
Habían señalado la noche del domingo para cenar en casa de George. Vivía en la calle de Saint-Louis en L’Ile, y Magdalena se encargó de conducirlo. Después de comer juntos, habían pasado la tarde en un cinematógrafo de los Campos Elíseos —ella silenciosa, él hermético—. Proyectaban un film policíaco a cuyas peripecias él se había entregado deleitosamente. Robert Montgomery hacía de ladrón y se enamoraba de la hija o sobrina del jefe de policía; pero se complicaban las cosas por una serie de asesinatos misteriosos que perpetraba en la más completa impunidad el misterioso Señor X. Era tan atractiva la aventura, que llegó a olvidarse de Magdalena. Fue casi al final —el enamorado ladrón contiende con el asesino por los tramos de una siniestra escalera— cuando ella le cogió dulcemente del brazo, manteniéndose en silencio todavía. Tardó una fracción de segundo en darse cuenta de que era ella, de que estaba en su compañía, de que habían almorzado juntos en «Chez Rosalie» y de que habían de cenar en la casa de George; y cuando el momento consciente iba a amplificarse hasta esclarecer la totalidad de sus relaciones, se sintió atraído de nuevo por la aventura final de Robert Montgomery.
A la salida, Magdalena se sintió repentinamente locuaz. Hacía comentarios divertidos sobre las gentes que pasaban, sobre los incidentes de la película o sobre los menudos sucesos del camino. Llegaban al Rond Point, y era casi de noche, cuando Javier le preguntó:
—¿A dónde vamos?
Sonriente respondió ella que a casa de George Tefas, súbdito griego, doctor en Derecho por la Sorbona; que la casa estaba situada en una calleja de la Isla de San Luis, y que en ella les esperaba una familia desconocida cuya mesa compartirían.
—¿Y tú recuerdas por qué hemos aceptado la invitación de George? Yo no tengo ningún interés en ir a su casa. ¿No es eclesiástico su padre, sacerdote o algo así? Debe de ser archimandrita. He oído que en el clero oriental existen archimandritas, y creo que el padre de George será uno de ellos. Y si no lo es, me gusta llamarle así.
Sí. El padre de George era sacerdote. El presbítero Hipólito Tefas regentaba una comunidad ortodoxa de emigrados griegos, y una pequeña iglesia.
—No me hacen ninguna gracia estos clérigos de la Iglesia oriental, casados y con hijos.
Magdalena le recordó que George era una excelente persona, que los quería entrañablemente y que había manifestado gran interés por que entrambos cenasen aquella noche con su familia. En cuanto a la condición sacerdotal de su padre, ella tenía ideas propias acerca de los sacerdotes, pero no quería manifestarlas, porque sabía que a él, Javier Mariño, español y católico, le desagradaban.
—Hoy no —respondió él—. Hoy las ideas han perdido para mí toda virtud polémica y ofensiva. Sería capaz de escuchar cualquier cosa, incluso las disertaciones politicoliterarias del poeta Bernárdez, ciudadano cubano, sobre la edad dorada de Europa bajo el comunismo. ¿Por qué me sucede esto? No te lo puedo explicar. Quizá se deba a las buenas noticias de la guerra. En cambio, me doy cuenta como nunca del matiz ridículo de las ideas, de las personas y de las cosas, y la idea de un sacerdote rodeado patriarcalmente de sus hijos me hace demasiada gracia. Tanta, que temo incurrir en una descortesía, y esto sería doloroso para George.
—Él —interrumpió Magdalena gravemente— tiene por su padre una admiración ilimitada.
—¡Oh! También la tiene por monsieur Charles Paléologue, y tú y yo sabemos que es un sinvergüenza. Claro que esto no es insinuar que lo sea también su padre.
Magdalena respondió que estaba segura de la honorabilidad del sacerdote Hipólito.
—Tendré que disimular —dijo Javier jovialmente—. Estoy seguro de que podré hacerlo.
—Yo no esperaba que cometieras una descortesía.
—¿Tú me has creído capaz, Magdalena? No estoy hablando en serio. Si por un momento lo admití, fue como supuesto tácito. Pero si yo me riera del presbítero Tefas en sus propias barbas, inmediatamente que abandonara su casa me haría el harakiri; o bien su equivalente occidental, arrojándome a la corriente del Sena con los bolsillos llenos de piedras.
Dio una fuerte chupada al cigarrillo, y continuó luego:
—Tú tienes tus ideas acerca de los sacerdotes, y yo tengo las mías. Son muy distintas, porque tú perteneces a las Juventudes Comunistas y yo soy católico. Sólo en una cosa coincidimos: en que la figura de ese sacerdote de la Iglesia griega a quien vamos a conocer es una figura extravagante en nuestros mundos. Admito que un sacerdote ame a una o a muchas mujeres, y que tenga hijos de su amor o de su vicio; pero no me cabe en la cabeza que todo eso pase con normalidad, dentro de la ley y sin rozar el pecado. Necesito, para explicármelo, un gran cinismo o un gran drama. ¡Figúrate qué inexplicable estoicismo el de esos curas creyentes y pecadores, sabiendo que se condenan sin remedio, y sin embargo, poseídos de satánico desdén por la cólera divina! Podrá ser necia su conducta, pero es una necedad grandiosa.
Otra vez se detuvo, en silencio, para añadir:
—Imaginemos ahora al presbítero Hipólito Tefas, natural de Esmirna, o de Salónica, o de Atenas, emigrante en París, padre de George y de cierta mademoiselles Tefas que aún no conocemos, pero que será, pese a su padre y a su hermano, como cualquiera de estas muchachitas y no habrá podido escapar a la general frivolidad ambiente. Los tres componen un hogar burgués, donde el hermano intelectual sueña con un utópico cristianismo primitivo regido por el patriarca de Constantinopla, y una mucho más utópica reconstrucción del Imperio bizantino en la persona de monsieur Charles Paléologue, agente de seguros, charlatán y estafador. El presbítero observa que lo que gana regentando su iglesia ortodoxa es insuficiente para subsistir en una ciudad como París, donde todo es endiabladamente caro, y coloca a su hija en una agencia de viajes, porque la hija habla con facilidad oriental seis u ocho idiomas. Y puede suceder que la señorita Tefas se mantenga, en su conducta, dentro de los límites de la moral burguesa, y entonces aspirará cándidamente a la mano del jefe de su oficina o de cualquier empleado con buen sueldo y buena figura que quiera juntar con ella alma, cuerpo e ingresos, y permita a la seráfica familia vivir holgadamente. Y en este caso, cuando el presbítero levanta los fatigados ojos de los textos en que estudia complejas teologías orientales, descansa su fantasía soñando nietecitos —uno o dos, con criterio afrancesado— que alegren su vejez y le tiren de las barbas litúrgicas. Pero, ¿y si la doncella ha roto con las conveniencias morales que antes cité y vive con cierta laxitud de conciencia, como la mayor parte de las muchachas de París, y es simplemente la amante del jefe de la oficina, o del empleado de buena figura, o de cualquier otro señor?
Calló, esperando la respuesta de Magdalena. Pero Magdalena se mantenía en silencio, y observó que estaba seria.
—Te ruego que no continúes —dijo después de una pausa—. No conozco al padre ni a la hermana de George, pero presiento que su hogar no se parece en absoluto a ese que acabas de pintarme.
Y después de una sonrisa amarga:
—¡Oh, Javier! ¿Por qué eres, a ratos, malvado y destructor? Cuando hablas así, me gustaría ser cristiana para creerte diabólico; y entonces sé que preferiría no haberte conocido.
—Sólo soy medianamente malvado, y desde luego nada diabólico. Explícatelo todo como puro ejercicio intelectual.
—¿Por qué, entonces, cuando tropiezas con una fe que no es la tuya, te gozas en destruirla? Lo has hecho con la mía. ¿Por qué lo harías también, si pudieras, con la de George?
—La respeto, y hasta la admiro.
—Pero te burlas. ¿Y por qué? Yo no alcanzo a comprender qué diferencias hay entre lo que tú crees y lo que él pueda creer.
—La hay muy grande.
—Él es cristiano como tú. Su hermana y su padre también lo serán. Hay entre vosotros una coincidencia extrema que te obliga a respetarlos, salvo si tú no tienes ninguna fe.
Al llegar a este punto, respiró agitada. Caminaban por una avenida solitaria, escasa de luz. Ella se paró, lo cogió por los brazos y le miró fijamente, inquisitiva:
—Dime, Javier, sinceramente: ¿es cierto que eres católico?
Mintió él, con su cinismo acostumbrado.
—Creo en todo lo que cree la Santa Iglesia Romana.
—Lo siento. Porque si no creyeras…
—¿Qué pasaría?
—Que habría desaparecido todo lo que nos separa, y tendría una esperanza.
Había en su voz un dolor que Javier no pudo menos que respetar. Caminaron en silencio, y pocas palabras dijeron ya hasta llegar a la Isla de San Luis.
George Tefas vivía en el tercer piso de una casa antigua y modesta, sin ascensor. Subieron una escalera pina y oscura, y en una puerta sin timbre ni campanillas llamaron con los nudillos. Tardaron en oírse unos pasos menudos. Luego se abrió la puerta, iluminándose el rellano con la luz del interior, y en el umbral, recortándose sobre el fondo luminoso, apareció una muchacha (durante mucho tiempo después, pensó Javier que el resplandor que parecía envolverla no tenía nada de sobrenatural, siendo sólo un efecto luminoso del contraste). No veían su rostro, pero oyeron su voz, suave, que los invitaba a entrar.
—Mi hermano no ha venido aún, y mi padre está concluyendo el servicio divino. Les pido perdón.
Entraron, y después de un exiguo corredor, penetraron en una habitación espaciosa, suavemente iluminada.
—Yo soy Eulalia, la hermana de George —decía la muchacha—. Tendré que dejarles solos un momento, nada más que hasta concluir la cena.
Magdalena respondía algo que no entendió muy bien, porque la habitación donde estaban era extraña, y él se había sumido ya en su observación. No podía decirse que fuera una habitación antigua, pero tampoco era moderna. Había muy pocos muebles, extraordinariamente sencillos, y en el centro una mesa sin tapiz. La lámpara del techo estaba apagada, y la dulce iluminación procedía de los cirios encendidos ante un grupo de iconos colgados en un rincón, a la izquierda de la entrada. Se acercó a ellos y los examinó, reconociéndolos antiguas pinturas bizantinas: una Virgen Teotokos, un Pantocrátor y un grupo de ángeles. Los colores eran simples, primitivos y simbólicos: azul y rojo, oro y negro. Sin darse cuenta, inició la santiguada, y cuando quiso evitarla había concluido la salutación cristiana. Sonrió, pensando que había en su ser muchas reminiscencias sobre las que no tenía aún dominio. Magdalena se había sentado, silenciosa y como sobrecogida. Le pareció discreto acompañarla, pero habiendo fracasado un intento de diálogo, continuó su exploración. Lejos de los iconos había un anaquel colmado de infolios, antiguos en la traza; y un poco más allá, en otro estante, libros modernos. Curioseó en los unos y en los otros: Padres de la Iglesia griega y literatura científica y religiosa, en francés, en ruso, en alemán. Hipólito y George, supuso. Siguió mirando con la pretensión de encajar en su sistema de prejuicios todas sus observaciones. Pero ninguno de los detalles cabía en la pauta previa. Fuera de aquellos libros y de los cuadros, nada en la habitación tenía concreción temporal. Los muebles, las lámparas, la alfombra, lo mismo podían pertenecer al siglo IV que al XXII. Todo estaba fuera de la Historia, con pretensiones de esencial y eterno. Ni una sola cosa hablaba de París, de Europa, del año 1936; pero tampoco del siglo XVI, o del XII, o del VIII. Recordaba aposentos en los que el tiempo se había parado, como en ciertas cabezas. Muebles barrocos, ideas barrocas, pasiones barrocas —casi todas las mentalidades eclesiásticas que había tratado en España parecían vivir unos años después del Concilio de Trento—. En el mejor de los casos, y juzgando por las ideas de George, aquel ambiente debiera retrotraerse a los tiempos de Miguel Cerulario. Esperaba un bizantinismo colorido y redicho, mas no aquella abstracta simplicidad.
¿Abstracta? ¿Eran aquellas cosas, exactamente, abstractas? ¿Había algo más alejado de la pedantesca racionalización moderna que aquellos muebles y aquellos colores? Había un secreto, pero, ¿cuál era? Y también una solución, pero ¿dónde? Recayó su mirada en el altar. Vio quemarse los cirios, perfumando el aire con su olor a miel. Los cirios. ¿Había historia en la figura de los cirios? ¿No eran ellos, en su forma, su símbolo y su función, también esenciales y eternos?
De regreso al asiento, junto a la absorta Magdalena, pensó que se le aproximaba una experiencia curiosa, muy distinta —se lo confesó sin resentimiento— de lo que esperaba. Advirtió que su imaginación, sobre los datos nuevos, emprendía distintas construcciones, y por temor a equivocarse otra vez, puso freno a la fantástica cabalgata. Cogió del anaquel más próximo un libro al azar —un tratado de Derecho político—, y se sumió en su lectura.
Habían pasado algunos minutos; acaso media hora. O quizás un solo instante. Sonaron unos golpes en la puerta, y Magdalena se levantaba a abrir cuando reapareció Eulalia. Era George el que llegaba, agitado por la prisa. Dejó el sombrero a un lado, y acercándose a los iconos hincó la rodilla, santiguándose a la manera oriental. Después se volvió con los brazos abiertos.
—Os pido perdón por mi retraso. No he tenido la culpa. ¿Cómo estás, Magdalena? ¿Y usted, Javier, cómo está? Les agradezco mucho que hayan venido.
Siguió una conversación trivial en la que George explicaba los motivos de su tardanza. Javier le escuchaba confusamente, atento a una nueva investigación: había observado a Eulalia, y ahora estaba seguro de que no era como él la había pensado. Pero la figura entrevista, las escasas palabras que había pronunciado no eran bastantes para una nueva imaginación, ni siquiera para una hipótesis remota. Pero si estaba en consonancia con los objetos, con el ambiente, sería una curiosa persona, aquella empleada de una agencia de turismo.
Ahora se disponía a componer la mesa, y pudo observarla a su placer. Era joven —tendría hasta veinticinco años—; vestía con sencillez y elegancia. (Al pronunciar in mente esta palabra, rechazó como inservibles todas las referencias a la calle de la Paz, porque la elegancia de Eulalia estaba más allá de los figurines. Era algo así como la elegancia de un hábito monacal. Pero Eulalia no vestía ningún hábito, sino un traje de líneas modernas.) ¿Era bonita? No podía decirlo; pero su rostro se contemplaba con agrado y con placer creciente —un placer, sin embargo, nada sensual; tan distinto del que proporciona un bello rostro femenino al vivo como el del mismo bello rostro pintado—; se movía en silencio, ingrávida, pero su ingravidez no tenía semejanzas: no era la ingravidez de algunas mujeres cinematográficas, pero tampoco la ingravidez romántica. Eulalia nada tenía de común con las ensoñaciones de los poetas, ni siquiera cuando pretenden crear una figura religiosa. A la vuelta de muchas impresiones inexplicables, Eulalia dejaba a su paso una segura impresión de realidad. Los adjetivos tópicos —etérea, angelical, celeste…— eran tan inútiles como las categorías habituales. Esta imposibilidad de encajarla dentro de su sistema de conceptos comenzó a molestarle, y en consecuencia prestó cada vez menos atención a Magdalena y a George, de cuya conversación sólo captaba palabras sueltas, para concentrarse en Eulalia, que entraba, salía, se movía con figura y paso de mujer viva y, sin embargo, incomprensible. Ninguno de sus quehaceres parecía pertenecerle —¿era imaginable preparando una cena?— y, sin embargo, las cosas salían de sus manos sencillamente, con suprema naturalidad. Había colocado un mantel sobre la mesa, y sobre el mantel los cubiertos, platos, vasos y un pan. También la mesa, así dispuesta, llamó al cabo de un rato su atención, y acabó comprendiendo que era la única mesa que podía haber dispuesto una mujer como aquella. No era de gusto burgués, pero tampoco de gusto aristocrático o popular. Estaban todas las cosas necesarias cuando se tiene un concepto muy sobrio de la necesidad. Los platos eran blancos, como el mantel y como el pan. Los vasos, elementales y transparentes; los cubiertos, simplicísimos. Por la «puesta en escena», la operación de comer, en aquella casa, prometía ser espectáculo fuera de lo corriente. Pero decir «espectáculo» y «fuera de lo corriente» era decir justamente lo menos adecuado. Sin poder contenerse, se zambulló Javier en sus recuerdos esperando encontrar en ellos algo que le sirviese para aclarar la situación —una ocasión remota remotamente parecida—, y la perla mejor que trajo de la zambullida fue la imagen de su casa, a la hora de comer, cuando él era niño y su padre aún no había muerto. Su casa era un hogar cristiano al mejor modo español, donde antes de comer el padre bendecía la mesa rezando una oración conjuntamente con la madre y con los hijos. Y cuando la cena había concluido, se rezaba el rosario, y al terminar los kiries, ya algún hijo se había dormido. Pero no era como aquello: la mesa de su casa tenía cubiertos de plata, ostentosos cubiertos comprados por su padre en las Américas, y vasos de cristal purísimo de bellas líneas antiguas, finos vasos heredados, que su madre aportara con la dote. La mesa de su hogar «tenía» historia, y aunque cristiana, no pasaba de ser una mesa cotidiana. Al mentar esta palabra se le aclaró completamente el espíritu. Todo aquello que observaba desde hacía media hora, no era, en absoluto, cotidiano, con ser necesario y vulgar.
Una segunda zambullida en el pasado le regaló la imagen de una casa humilde en la isla de Sálvora, algunos años atrás: había salido con su hermana menor tripulando arriscadamente un balandro nuevo, y la borrasca inesperada les había obligado a tomar puerto en la isla y pernoctar en ella. Después de enviar un mensaje por teléfono luminoso para tranquilizar a sus gentes, se habían acogido a la hospitalidad de una familia pescadora, con la que habían cenado. Recordaba la tosca mesa de pino, el blanco mantel de lino tejido en casa, áspero al tacto; los platos de loza gruesa, los vasos de vidrio basto y opaco, los cubiertos de amarillo boj; y la gracia, entre tosca y ordinaria, de la hija mayor, poniendo la mesa mientras canturreaba a media voz un alalá marinero. No era, tampoco, aquello.
Nuevos golpes dados en la puerta le devolvieron a la realidad, y antes de que se hubiera levantado ya había acudido, rápidamente, Eulalia. Identificó al hombre que entraba como el presbítero Hipólito. Era muy alto, huesudo, extremadamente delgado, con barba y cabellos largos. Los ojos, como los de George, y, advirtió también, como los de Eulalia: ardientes ojos meridionales. Vestía un largo ropón sobre el que brillaba una cruz de oro. Al entrar, se le acercó su hijo, y doblando la rodilla, le besó la mano. Luego dijo:
—Señor, éstos son nuestros hermanos Magdalena y Javier.
El hombre, sonriéndoles, respondió:
—Sed bienvenidos.
Hablaba con voz profunda y varonil, y sus palabras francesas tenían una remota resonancia exótica. Esperaba Javier con la mano tendida, pero el sacerdote se aproximó a los iconos y, de rodillas, oró en silencio. Sólo cuando pasados unos minutos se hubo santiguado, volvió el rostro otra vez sonriente hacia los huéspedes. Se acercó a Magdalena, que le estrechó la mano, y cuando se aproximó a él, tuvo la repentina impresión de que tanto el presbítero como sus hijos eran unos deliciosos farsantes de la curiosa y siempre divertida estirpe de los farsantes sinceros. Sin meditarlo mucho, decidió seguirles el aire, ya que a punto de farsante era difícil que nadie le pudiera superar; y así, al tener entre la suya la mano del sacerdote, hizo una reverente genuflexión y dejó un beso suave sobre los dedos escuálidos, al mismo tiempo que espiaba el rostro venerable esperando advertir un gesto de sorpresa, cualquier detalle revelador que no apareció, porque no podía interpretarse como tal la cruz casi imperceptible que trazó el hombre sobre su cabeza.
—Te conozco —dijo luego— a través de mi hijo, y sé que eres cristiano. Te suplico que aceptes mi bendición.
Después se dirigió a Magdalena.
—De ti, Magdalena, espero que muy pronto recobres la salud perdida. No tengo repugnancia de aceptarte en mi casa y sentarte a mi mesa, porque estás bautizada, y aunque no lo quieras, eres con nosotros parte en el Cuerpo de Jesucristo. Hace mucho tiempo que en mi casa rezamos por ti.
Pese a su disposición para recibir cualquier sorpresa, no pudo menos de quedar atónito al observar que Magdalena bajaba la cabeza al escuchar las palabras del presbítero, que en cualquier otra persona hubiera tomado por indiscretas. «¿Pero esta muchacha —pensó—, no se dará cuenta del aire teatral de todo esto? ¿O es que extrema su cortesía hasta representar ella también una pequeña farsa de arrepentimiento?»
Eulalia había salido, y regresaba ahora con la sopera, que dejó sobre el mantel. El pope se acercó a la mesa, y todos lo imitaron. Hizo con el crucifico la señal de la cruz sobre su persona; luego sobre los comensales, y, finalmente, sobre la mesa y los manjares, recitando una oración en lengua que Javier supuso griega. Partió después el pan con la mano, dando un trozo a cada uno. «¡Alabado seas, Señor, Dios nuestro, Rey del mundo, que haces nacer el pan de la tierra, que creas el fruto de la tierra y de la vid!» Sus gestos eran rituales y sencillos, y las manos se movían con elegancia eclesiástica. Se sentó, y los demás hicieron lo mismo. Estaba el sacerdote en una cabecera, y a su derecha Magdalena y Javier, que tenían enfrente a George y Eulalia. Ésta, de pie todavía, repartía la sopa en los platos, y cuando hubo concluido, se sentó. Ninguno empezó a comer hasta que el padre lo hizo, y ninguno decía una palabra. El silencio le permitió a Javier hacer observaciones, que inevitablemente recaían sobre Eulalia, la más próxima, y sobre Hipólito, el más lejano. De momento, hurgó en la memoria buscando la imagen a quien el presbítero se parecía, y acabó recordando la figura del pope Gapone, hallada entre las de un libro tiempos atrás, y que le había impresionado por su elegancia y nobleza. ¿Sería el «archimandrita», como el revolucionario ruso, un embaucador? Se inclinaba a creerlo más bien un embaucado por sus propias ideas, que serían iguales a las de George. (¿También Hipólito creería en el renacimiento posible del Imperio bizantino, y en Charles Paléologue como soberano espiritual y temporal?) Quizá fuese un hombre de extraordinaria fuerza de espíritu, capaz de suscitar en torno a sí una apariencia de cristianismo puro y antiguo. En cualquier caso, un producto inconsistente de la cultura moderna, del mismo tipo que los budistas de la «Rotonde».
Comparado con su hija, se le aparecían muy distintos. Hipólito Tefas, a pesar de su extrañeza, no era inasequible a la definición y al concepto. Podía ser descrito con vocablos precisos e inequívocos. Su persona revelaba propiedades conocidas y experimentadas de Javier. Quizá su inteligencia fuera extraordinaria, pero era inteligencia al fin; y la pasión de sus ojos, pasión ilimitada, pero humana; y la virtud de sus facciones y modales, virtud muy singular, pero virtud. La nobleza de su estampa y la elegancia de su porte eran más comunes y de momento las recordaba Javier muy semejantes, no sólo en el retrato de Gapone, sino en ciertos eclesiásticos que había conocido. En cambio, Eulalia, silenciosa en la esquina de la mesa, llevando la cuchara a la boca con impecable naturalidad, seguía siendo indefinible. Desechadas las categorías estéticas, como la ingravidez, y las mundanas, como la elegancia, había recurrido a las morales; pero tampoco Eulalia parecía virtuosa, ni menos gazmoña. Gazmoña era su tía Remedios, envuelta en lutos, asidua de iglesias y capillas, colgada de rosarios y medallas, encorvada de rezar, bisbiseante en el habla, y dispuesta a asustarse por cualquier cosa. ¿Era concebible tía Remedios en París, transitando por la avenida de la Ópera, entre autos y ruidos de claxons? Remedios era buena, virtuosa, y si llevaba del mundo alguna carga, era tan sólo de pecados veniales. Pero era un reverendo anacronismo. Mas a Eulalia, a pesar de sus ocultas propiedades, se la podía imaginar paseando entre el tráfico de París, saliendo de una oficina vulgar. Y, sin embargo…
«Me he metido en un pavoroso lío —pensó, riendo para sí—. Esta chica es un misterio que tengo que desentrañar.»
La comida continuaba. Ahora hablaba George con Magdalena, y el presbítero intervenía con palabras breves y certeras. Lo de menos era la conversación, pero se dio cuenta de que no hablaban como en cualquier otra parte; por ejemplo, como en el comedor de la Ciudad Universitaria. Analizando las palabras, se entendían como máscara pudorosa de otra conversación subterránea, en la que George aludía con angustia a la situación espiritual de Magdalena, ésta se defendía y el presbítero consolaba al hijo y a la doliente con palabras evangélicas. Éste era el sentido último de la conversación y no le pareció prudente intervenir. Pero de pronto se le ocurrió preguntarse por qué se hablaba de aquel modo, y no se trataba de algo menos personal y con palabras más declaradas. ¿Es que había algo que lo hiciera imposible? ¿Es que una conversación vulgar, y hasta trivial, no podía acontecer entre tales personas y en torno a tal mesa? Sería una experiencia curiosa intentarlo. Había vuelto Eulalia a sentarse, después de distribuir el segundo plato, y dejó de examinarla, para atender a la conversación en busca de un cabo suelto al que agarrarse para intervenir y darle el giro apetecido. Pronto lo encontró, y echó su cuarto a espadas. Sus palabras fueron recibidas sin sorpresa. Encaminaría la conversación hacia un tema en el que hubieran de escucharle, y por otra parte tan vago y distante para todos, que tuvieran que mantenerse en la pura bagatela. ¿Y por qué no la guerra de España? ¿Qué le importaba, al fin y al cabo, al presbítero Hipólito, lo que pasaba entre sus compatriotas? Castilla la Vieja no era el Epiro, ni Franco, Venizelos, ni menos Alfonso de Borbón un monsieur Paléologue cualquiera.
Pronunció las palabras necesarias, y esperó el resultado. Ni Magdalena ni George le respondieron, como esperando a que lo hiciera el presbítero, pero éste continuaba en silencio. Añadió entonces Javier algo que fuera tan directo que él no tuviera más remedio que contestarle, y lo hizo. Pero, ante su sorpresa, no surgió la bagatela. En la boca de Tefas, la guerra de España se convertía en un episodio trascendente y religioso, desvinculado de las que él creía sus causas reales y de su real situación, para referirse directamente a la Divinidad. Cualquiera otra cosa esperaba oír Javier, menos que los rojos eran miembros del Cuerpo Místico de Cristo y que lo que él entendía como episodio político y social trascendía de pronto y se remontaba a regiones y conceptos absolutamente ininteligibles.
Se mordió los labios, lamentando el fracaso. ¿Es que no era posible trivializar a aquellos seres hasta hacerlos comentar la osadía de los rojos, e] heroísmo de los cadetes de Toledo o la valentía de los voluntarios africanos, peleando al arma blanca, desnudos de medio cuerpo, bajo el sol implacable de Castilla? ¿Es que eran impermeables a la emoción histórica tanto como a la bagatela?
Y, sin embargo, tenía que reconocer su momentánea derrota. O eran unos soberanos actores o estaban tan identificados con su papel que lo creían su única realidad. También cabía explicarlo tomando como auténtica las apariencias: dos hombres y una mujer para los que no había más vida que la religiosa, porque de cada acto de su vida, hasta de los más humildes, habían hecho una oración; pero se resistía a aceptarlo. Acabó por creer en la poderosa personalidad del presbítero como capaz de mantener en torno a sí, hasta los últimos límites, una ficción deliciosa. Pero ¿qué sería todo aquello en su ausencia? ¿Cómo sería Eulalia? Por de pronto, George era distinto en la presencia de su padre, su unción era mayor, su seguridad más firme, y no hablaba de política ni de cultura. Acaso Eulalia, ausente el padre, se desinflase como un globito pinchado y el misterio de su vida apareciese comprensible o no existiese. Pero aun en este caso no cabía duda de que todo aquello era sorprendente, como lo hubiera sido hallar habitadas las ruinas de Pompeya y por sus calles calcinadas transitando ciudadanos romanos en el traje y la mente.
Había concluido la comida, sencilla por demás, como todo lo de la casa. Una esperanza surgía en el fondo de su alma, una esperanza de revancha, por lo menos de revancha íntima, que la cortesía le impediría revelar y que sólo necesitaba para sí mismo: ahora Hipólito Tefas sentaría en torno a sí a sus comensales y les hablaría largamente, improvisando un sermón. Esto parecía el remate lógico de la cena, artísticamente considerada. Concedía de antemano que sería perfecto, y sus ideas, armoniosas y peregrinas; pero lo que él necesitaba era que se expusiesen ideas, y mejor si eran polémicas, porque afilaría contra ellas su implacable lógica. Pero el presbítero empezó a rezar y sus hijos le acompañaron, y al terminar era la hora de retirarse. «¿Por qué —pensó Javier, indignado— no hablan ahora de la superioridad del cristianismo oriental, de la pureza de la Iglesia griega, de la imperfección de los latinos y de todas esas cosas? ¿Por qué no dicen que poseen el secreto de la estabilidad social y el remedio que sanará los males del espíritu europeo? ¿Por qué no pretende convencernos con ideas?» Y de pronto comprendió que si él pretendiese convencer al poeta Bernárdez de la conveniencia de comer con modales refinados, en vez de endilgarle una conferencia sobre el tema, lo hubiera invitado a su casa, y que de idéntica manera, si Hipólito Tefas pretendía convertirlos, a él, católico latino soi-dissant, y a Magdalena, de las Juventudes Comunistas, en vez de predicarles con ideas les había hecho vivir a su modo durante un par de horas.
No sentía rencor, pero estaba muy lejos de darse por vencido. Si aquél fuera el propósito de sus amigos, habían perdido el tiempo. No se le ocurrió pensar —él, tan dado a semejantes imaginaciones— lo que sucedería en estos momentos a Magdalena, atento como estaba a su propia pasión. Reconocía de buen grado el interés de la experiencia, y hasta la genialidad del presbítero, cuya más perfecta obra era, indudablemente, su hija Eulalia; pero se aferraba a una idea anterior: ¿Resistiría aquella mujer un ataque metódico en ausencia de su padre? ¿No se vendría abajo estrepitosamente tan singular edificio, hasta dejar desnuda y temblorosa a la mujer corriente que ocultaba?
Las circunstancias del primer saludo se repetían al marchar. Sólo George les dio la mano de una manera civil y europea. Él recibió una nueva bendición y Magdalena una nueva advertencia sobre su destino. Pero Eulalia los encomendaba a Dios conjuntamente.
Salieron a la calle. Con el aire fresco de la noche recobró el contacto con el mundo histórico y doliente, y al coger el brazo de Magdalena lo hizo con el deseo de tropezar carne surcada de sangre caliente y viva. Un taxi pasaba por el puente de San Luis, y se metieron en él.
—¿A dónde vamos?
—A mi casa —respondió Magdalena brevemente.
No dijo nada en el resto del camino. Al llegar a la puerta no lo invitó a subir, pero estrechó su mano con mucha fuerza. Después subió corriendo las escaleras. Y él, inesperadamente solo y fastidiado, se hundió en la boca del metro, deseando tropezar con algo que le arrebatase. Y como ese algo no se encontraba en el ferrocarril subterráneo, surgió al bulevar Raspail y se metió en un baile nocturno.
4
Magdalena había caído en un silencio extraño e inesperado. Se mantenía alejada y hermética y fumaba incansablemente. Parecía evitar la conversación de Javier, abreviando la estancia en lugares donde hablar era indispensable. Daban grandes caminatas sin sentido, o bien procuraba descubrir en cines de barrios alejados películas interesantes, adonde lo llevaba. No se cogía del brazo ni caminaba próxima, según su costumbre. Y cuando la conversación era inevitable, eludía los temas personales, sumiéndose en comentarios abstractos.
La primera vez que Javier y George se encontraron —cuatro días después de la comida en su casa—, Javier le hizo notar el cambio. Pero George no había visto a Magdalena desde aquella noche. La había buscado en vano, y habiendo ido a su casa en un momento en que estaba seguro de hallarla, ella no respondiera a su llamada. George no se explicaba su conducta, pero Javier tenía una sospecha, que se guardó para sí. La clave de aquella transformación estaba en Eulalia.
Él mismo no había dejado de pensar en aquella chica silenciosa y extraña. Le preocupaba inexplicablemente, y su recuerdo había desalojado todos los demás, incluso el de Magdalena. No pensó ni un momento en que pudiera enamorarse de ella: era una mujer demasiado distante para despertar una pasión. Le interesaba como interesan los enigmas antes de revelarse, pero no quería elevarla a la categoría de enigmática: una charada es, mientras no se resuelve, misteriosa como un enigma. Él estaba seguro de que el misterio de Eulalia era como el de una charada: nada más que un truco.
Se afirmaba en su propósito de desenmascararla, y su imaginación buscaba el modo de lograrlo correctamente. Se aprovechó de la ingenuidad de George para preguntarle algunos detalles de la vida de su hermana. Averiguó dónde trabajaba y que los sábados por la tarde los tenía libres. Se propuso esperarla.
La mañana del viernes, Magdalena le telefoneó pidiéndole que fuera a su casa. Por primera vez la encontró desarreglada, el cuarto en desorden y la cama sin hacer. Ella se excusó confesándole que acababa de levantarse. No había dormido en toda la noche, pero no estaba enferma: su palidez era efecto del insomnio.
—He pensado en pintarme, para engañarte, pero has venido demasiado pronto.
Le invitó a compartir su desayuno.
—Te llamé —dijo luego— para preguntarte tu opinión sobre Eulalia Tefas.
Lo dijo sin preámbulos, y Javier no supo qué responderle.
—Puedo hacerte la pregunta de otra manera. ¿Te has enamorado de Eulalia? ¿Crees que podrás enamorarte? ¿Es, en todo caso, la mujer con quien te casarías?
—No.
—No he dejado de pensar en ella desde el domingo. Más aún: la he seguido, la he espiado. Creo que sé qué mujer es, y estoy rabiosamente celosa. Pero no la quiero mal: la admiro. Si te enamorases de ella, no le guardaría rencor.
—¿Por qué lo has pensado?
—Es inevitable. Eulalia tiene justamente todo lo que me falta; es, en cierto modo, la mujer que me gustaría ser. ¡Oh, tú no sabes qué maravillosa mujer es! Pero ya te contaré…
—Prefiero que no me lo cuentes. Creo que estás equivocada acerca de ella. No me parece una mujer admirable, ni siquiera una mujer interesante. Estoy seguro de que vive una farsa cuya naturaleza desconozco, pero que ha sido creada por su padre. Parece demasiado perfecta para ser verdadera.
—¿Es eso lo que piensas de ella? Eres injusto. Claro está que me alegro, aunque esté mal. Pero tú no puedes creer de ella que sea una mentira viva. Me lo dices para tranquilizarme. Lo haces por piedad.
Le costó trabajo convencerla, recurriendo a una larga y complicada disertación, resumen de sus ideas, en la que, sin embargo, no creía demasiado, pero que deseaba comprobar. Se sentía un poco humillado, como si la superioridad de Eulalia, que Magdalena proclamaba, le molestase, no sólo por él, sino por Magdalena. Cuando aquella noche se separaron, le mintió una ocupación urgente para la tarde del sábado.
Eulalia trabajaba en una oficina cercana del bulevar Huysmans. Era muy fácil hacerse el encontradizo. Se sentó en una terraza por donde ella tenía forzosamente que pasar. Ella le vio y se dirigió a él, sonriente. Aceptó la invitación de sentarse.
—Me alegro de encontrarle. ¿Tiene usted noticias de su familia? ¿Cómo está Magdalena?
Bueno. Todo aquello eran cortesías triviales. Había que aceptarlas.
Había buscado en su atuendo la mayor elegancia mundana, como prueba inicial, de la que estaba contento. Los hombres que salieran de la oficina de Eulalia eran tipos ordinarios, desagradables. Eulalia no debía moverse en un ambiente demasiado selecto. Quería hacerla consciente del contraste y experimentar su reacción. Sentado junto a ella, la contemplaba comparativamente. Su sencillez, sin embargo, era elegante. Había dejado el sombrero sobre una silla. El cabello, cortado, le caía sobre los hombros sin aliño, pero con gracia. Pero entre mujeres a la moda, vestidas con trajes costosos la figura de Eulalia sería una sorpresa.
—¿Quiere usted comer conmigo?
—Sí.
—Enviaremos un recado a su padre.
—No es necesario. No le preocupará mi ausencia.
Un restaurante caro de los Campos Elíseos, elegido cuidadosamente entre los mejores, fue la primera de una serie de pruebas en que Javier consumió aquella tarde. Todo lo que una gran ciudad puede ofrecer para la seducción de una muchacha bonita de veinticinco años lo recorrieron metódicamente. Vio Eulalia ante sí escaparates de joyeros y modistos, espectáculos deslumbrantes o frenéticos: todo un mundo inesperado e insospechado que al mismo Javier sorprendía. La llevó al Bosque y a los jardines, mostrándole rincones apacibles y propicios donde barcas silenciosas conducían parejas enamoradas. Él ayudaba con palabras oportunas, venidas no sabía de dónde, como si un demonio sabio y mundano se las dictase desde el fondo del corazón. Y suponía que cada una de ellas iba destruyendo la falsa personalidad de Eulalia, hasta dejarla desnuda y atónita. No sabía muy bien cómo concluiría aquello, qué diría o haría al dejarla en su casa, hecha mujer distinta, ni le importaba lo que sucedería después, cuando George y su padre descubrieran su obra. Todo lo hacía poseído de un intenso frenesí extraño y diabólico, casi vengativo, como si la brasa de su corazón comunicase el fuego a todo el cuerpo y al alma. Contemplaba asombrado su seguridad y destreza y cómo el mismo mundo que hasta entonces le había parecido temible lo dominaba ahora como si fuese el suyo habitual.
Había anochecido. Entraron a cenar. Pensaba llevarla luego a un baile y rematar su obra sumiéndola en una experiencia de sensualidad, último toque de la operación que reputaba maestra. Mientras cenaban procuró llevar la conversación a un tema aún no aludido.
—¿Piensa usted casarse, Eulalia?
Ella le miró dulcemente.
—No he pensado nunca en eso.
—Pero cualquier muchacha de su edad se preocupa del matrimonio. Es el fin natural de las mujeres.
—Claro que si mi padre me lo ordena, me casaré.
—¿Sólo así? No es corriente que los padres elijan el marido de sus hijas. Es el corazón el que señala. El matrimonio es algo más que una conveniencia o un negocio. También el amor participa en él.
—¿Quiere usted decir la caridad?
—Me refiero al amor humano. Entre todos los hombres, cada mujer escoge uno para sí. Lo escoge porque lo ama, con exclusión de los otros.
—No lo entiendo. Se ama más a unas personas que a otras, pero el amor no excluye a ninguna.
—¿Le es a usted indiferente el hombre que ha de ser el padre de sus hijos?
Eulalia le miró, sorprendida.
—Yo no hablaba de eso. No he pensado jamás en tener hijos.
—Un día cualquiera, su alma despertará a la maternidad, y entonces, entre todos los hombres buscará uno al que amar con amor distinto y exclusivo. Desde ese momento, el mundo sufre un cambio. Los pensamientos de la mujer se concretan en dos o tres cosas: agradar al amado, construir un hogar delicioso. Todo lo demás desaparece o se subordina. Ese día, al verse en el espejo, se regocijará hallándose bonita, y buscará cuanto la aumente la belleza.
—No. Eso no es así. Usted no ha amado nunca.
Bajó los ojos, como confesándose.
—Lo explica usted con demasiada claridad, cuando es inexplicable.
—¿Es que está usted enamorada, Eulalia?
Se le arrebolaron las mejillas, como a novia sorprendida, y respondió:
—Sí. Estoy enamorada.
Y añadió con voz tenue y avergonzada:
—Estoy enamorada de Jesucristo.
«Es una mística vulgar —pensaba Javier al conducirla hacia su casa, después de haber renunciado al resto de su experiencia—. Tendrá visiones y éxtasis, llagas en el corazón, y escribirá unas Memorias explicando su caso con palabras del Cantar de los Cantares. No es ni siquiera curioso. En París hay trescientas místicas, cristianas o no. Son fruto del tiempo. Ésta será la contribución de la Iglesia oriental a la histeria colectiva. Cualquier día leeré que hace milagros o profetiza en medio de su epilepsia. Quizá gane mucho dinero.»
Caminaban por la Avenida de la Ópera, brillante de luces y ruidosa de vehículos. Eulalia había iniciado un monólogo sobre la vida sobrenatural, del que Javier, deseando evadirse, sólo percibía frases o palabras aisladas. Le parecía absurda aquella conversación en una calle de París, oliendo a gasolina quemada, en medio del triunfal ambiente de todo lo profano y terreno. Hallaba tan violento el contraste, que a veces se creía estar soñando, o víctima de una pesadilla. Pero el pensamiento de que la Isla de San Luis estaba próxima, de que dentro de unos minutos dejaría a Eulalia a la puerta de su casa, le animaba a continuar, rechazando el impulso de abandonar, descortésmente, a Eulalia. ¡Y qué monotonía la suya, habla que te hablarás, de Jesucristo, de la otra vida y de la caridad, del amor y de las criaturas, y de otras muchas cosas que a él, tan apegado a lo terrestre y puramente humano, le traían sin cuidado! Estaba seguro de que aquella peroración era un discurso misional, por el que Eulalia pensaba convertirle. Un discurso que se prolongaba demasiado, porque la Isla de San Luis estaba mucho más lejos de lo que se creía.
Lejos, lejos. Habían pasado los minutos previstos, y otros tantos después. Él seguía caminando, y la voz de Eulalia a su costado. La impresión de irrealidad se acentuaba. Las personas transeúntes se le imaginaban fantasmas, y los edificios iluminados, grandes decoraciones de cartón piedra, dispuestas para una pantomima. Sólo Eulalia y él eran reales: su deseo de abandonarla y la insistencia de ella en mencionar a Cristo y todas esas cosas.
Iban por un laberinto de callejas antiguas y paupérrimas, que Javier desconocía. Las casas parecían combarse amenazadoramente. Luces de gas en las encrucijadas, olor a humanidad decrépita, mujeres en los dinteles. Javier no sabía cómo habían llegado allí. Caminaban silenciosos; Eulalia, un poco cansada, se había cogido de su brazo.
—¿Sabe usted dónde estamos? —le preguntó Javier.
—No. Pero esto parece el infierno. Veo los peores diablos asomar al rostro de las gentes. Tengo miedo.
—Tiene usted mi protección.
—Ambos necesitamos la de Dios.
Se santiguó en silencio, como sobrecogida.
Un alboroto se interponía en el camino: apoyada en una esquina, una mujer blasfemaba. Al oír sus voces, Javier intentó desviarse, pero Eulalia se había parado.
—No haga usted caso —dijo él—. Es una ramera borracha. Vámonos.
Eulalia le tomó la mano, arrastrándole, y dijo:
—Venga conmigo.
La blasfema era una mujer joven, destruida por el hambre y la lujuria, y su rostro, una máscara de carmín y albayalde. Le brillaban los ojos de cólera, fiebre y colirio, y su boca decía atrocidades. Tenía la blusa manchada de sangre, y a su lado, en el suelo, había un pequeño charco.
—Se va a morir, y está poseída del demonio. Tenemos que ayudarla.
—¿No ve usted que está borracha?
—No se deje usted engañar. Acabo de ver la muerte en sus ojos, y hay que salvarla de la muerte.
Eulalia se acercó tímidamente a la mujer y la tomó de la mano.
—¿Qué le sucede? ¿Por qué blasfema de Dios?
El monstruo la miró y respondió con una carcajada:
—¿Quien eres tú, que no te conozco? ¿Eres nueva en la calle? Me gusta tu hombre, pero tú me das asco. Déjame en paz.
Intentó empujarla, pero la violencia le provocó un golpe de tos y en sus labios se mezcló la sangre con la pintura.
—¡Vete de mi lado, so puta! ¿Vienes a matarme? ¡Te voy a escupir en la boca la roña de mis pulmones si no me sueltas!
Las palabras soeces resbalaban por el rosto impasible de Eulalia.
—No blasfemes. Vas a morir.
—¡Voy a morir! ¡Bah! Aún es temprano. Me espera el diablo en mi cama para darme gusto, un diablo hermoso y fuerte que me visita vestido de etiqueta, como un caballero. Tú me lo quieres robar, ¿verdad? Pero no lo tendrás antes que yo muera, no, no. Ni después tampoco. Voy a morir muy pronto, y lo llevaré conmigo. Te vendo mi cama para acostarte con tu hombre. Te la vendo por coñac. Dame coñac, y son tuyos mi cama, y mi diablo, y todo lo que quieras.
—¿Dónde vives?
—¿Quieres quedarte en mi cuchitril? No cuesta más que treinta sueldos al día, y yo los debo desde hace mucho tiempo. Me van a echar, y no tengo más que esta esquina para morirme y yacer con el diablo antes de mi muerte. Dame coñac y te cedo también mi cuchitril.
—Dime dónde es.
—Aquí al lado. No te sirve para escondrijo. La policía viene todos los días, registra los andrajos y te pide la cartilla y el certificado médico. Si no los tienes te llevan presa.
—Ven conmigo.
—¿Adónde me llevas? ¡No quiero ir contigo! ¡Eres el diablo, pero yo quiero un diablo macho para morir, no un diablo hembra! ¡Suéltame, zorra de Dios, suéltame la mano!
—Ayúdeme usted, Javier.
—¿Por qué no la deja? Está borracha y sucia. La manchará, Eulalia.
Intentó separarlas, y la ramera resbaló de su apoyo y cayó al suelo.
—¡Quiero un diablo macho, no una mujer! ¡Llevadla de mi lado!
—Ahora es peor —dijo Eulalia—. No puede levantarse. Sus manos abrasan.
La ramera tosía otra vez, dejando en el suelo un charquito de sangre negra. Eulalia la ayudó a incorporarse y echó su brazo por encima del hombro.
—Usted, por el otro lado.
Lo hizo Javier, venciendo la repugnancia. A la ramera se le doblaban las piernas, y había que llevar a rastras el montón de huesos escuálidos que era su cuerpo.
—¿Dónde vive esta mujer? —preguntó Eulalia a un chulo que los miraba.
El hombre señaló un portal con la punta del cigarro y siguió fumando. Entraron en la casa. La ramera gritaba débilmente. Se asomaban a los rellanos mujeres semidesnudas. Una indicó cuál era su piso, y dijo a su compañera:
—La Berta, que está en las últimas.
Llegaron a un cuchitril en la buhardilla, y Javier empujó la puerta. Un tufo asqueroso de suciedad y sexo le echó para atrás. La habitación era reducida y miserable. En un rincón, un lecho desvencijado, cubierto con una manta. En él fumaba, indiferente, un hombre gordo. Tenía entre las manos una cajita de música, que sonaba infantil entre las sombras. Un cabo de vela en una botella alumbraba malamente. El hombre los vio llegar, echó un vistazo a la Berta y siguió fumando. Luego dijo:
—Tiren con ella en un rincón y déjenla en paz.
—Téngala usted en brazos —susurró Eulalia a Javier.
—Está muriendo. Hay que acostarla.
—En la calle. No quiero aquí el fiambre.
—¿Es su mujer?
—No.
—No importa. Tiene usted que buscarle un sacerdote.
El hombre rió estrepitosamente.
—¿Un cura? ¿Para qué? Fue zorra desde el nacimiento.
—Vaya usted a buscar un sacerdote.
El hombre se incorporó en la cama y miró a Eulalia con ira.
—La voy a echar a patadas.
—Sí. Pero primero traiga un sacerdote. Ella está moribunda.
Desde la penumbra, Javier veía enrojecer los ojos del chulángano. Tenía a la ramera en brazos, y no sabía dónde depositarla si Eulalia era agredida. Buscaba una silla en cualquier parte cuando el hombre se levantó y salió, murmurando:
—Está bien.
—Ahora —dijo Eulalia—, acuéstela.
Le ayudó a depositarla sobre la cama y puso amorosamente una almohada mugrienta bajo su cabeza. Berta, repentinamente silenciosa, abría los ojos y reanudaba sus blasfemias. La cajita de música, abandonada en el suelo, seguía sonando.
—El demonio la posee, y va a morir y perderse. Tardará el sacerdote.
Eulalia se arrodilló junto al lecho y oró brevemente. Luego, incorporándose, hizo a la moribunda cruces sobre la frente, sobre los labios, sobre las manos, sobre el pecho, al tiempo que murmuraba:
—«Huye lejos de mi corazón, astuto enemigo, huye deprisa, retírate de mis miembros, deja mi vida en paz.
»Ladrón, reptil devorador como el fuego, verdadero Belial, ser perverso y funesto, abismo insaciable, dragón hambriento, bestia feroz.
»No eres más que tinieblas, mentira, rabia, negro caos; tú, brujo homicida, precipitaste a nuestros primeros padres en la ruina vergonzosa, haciéndoles gustar un fruto de malicia y perdición.
»Cristo Rey te manda huir al fondo del mar, echarte entre las rocas o en una manada de cerdos inmundos. Como en otro tiempo esta legión insensata, retírate tú, si no quieres que te ahuyente con la cruz, instrumento de terror.»
La Berta se agitaba, como epiléptica, y se oían los crujidos de sus huesos. Su escasa voz parecía querer llenar el aire de las últimas blasfemias. Dio un chillido enorme, como si fuera el último aliento de su vida consumida, y repentinamente se sosegó.
—Ya está —dijo Eulalia—. Ahora puede volver Dios a su corazón.
Se sentó a su lado y le cogió las manos.
—Vas a morir. Mírame a los ojos. Voy a rezar contigo. Si puedes hablar, repite mis palabras. Si no puedes, dilas con tu pensamiento: «Padre nuestro…»
Javier se había acercado, y contemplaba. Los labios de la ramera, al rezar, se movían sin fuerzas, dejando escapar un hedor que llegaba hasta él. Había cerrado los ojos. Antes de concluir la oración le dio un nuevo golpe de tos. Un poco de sangre resbaló por las comisuras, y quedó rígida.
—Ha muerto —dijo Eulalia.
Se arrodilló de nuevo y comenzó a orar.
—«Condúzcante los ángeles al Paraíso; a tu llegada recíbante los mártires y te acompañen a la santa ciudad de Jerusalén.»
En la escalera se oyó un ruido brutal, seguido de voces alteradas; se abrió la puerta de una patada y entró un sujeto matón, la punta del cigarro en el borde de la boca y el hongo sobre los ojos. Dos mujeres de mal vivir, pintadas y emperifolladas, se arrimaron al quicio; tenían el susto en el semblante y una de ella hipaba estremecida.
—¿La ha diñado la Berta? ¿O estertorea?
Sacudió el cadáver, y la cabeza, rodando de la almohada, quedó torcida sobre el hombro, hecha una mueca.
El recién llegado se volvió a las dos mujeres:
—¡Arreando! Que se lleven esto de aquí. No quiero fiambres en mi casa.
Una de ellas se atrevió a asomar la cabeza.
—¿A quién avisaremos?
—Telefonea a la Morgue. Murió accidentada. ¡Me debía cincuenta francos de alquiler, la muy…!
Reparó en Eulalia orante, y la empujó con el pie.
—¿Qué haces tú aquí? No te conozco del barrio. ¡Pareces nueva en el trato! ¿Eres su amiga o su hermana?
Eulalia se irguió, calmosa:
—Soy su hermana.
—Me debía dinero, ¿sabes? Me lo tendrás que pagar.
—Ella está muerta ahora. Tiene que perdonarle la deuda y ayudar para el entierro.
El matón rió, escupiendo la colilla.
—De eso hablaremos en mi casa. Vente conmigo.
Escuchaba Javier, alucinado, desde su rincón, como si un mundo nuevo se le estuviera revelando, y una emoción extraña le ataba la lengua y los brazos.
—Yo no puedo dejarla hasta que la lleven —respondió Eulalia—. Tengo que seguir rezando y lavarle el cuerpo después para el entierro. ¡No la pueden llevar con ese traje! Son harapos sucios y sangrientos. Quiero una sábana limpia para amortajarla, y agua de flores…
—¿Quieres vestir de novia a ese pendón tirado? ¿Habéis oído, vosotras? ¡Un velo blanco para la Berta y una corona de azahar, que va de matrimonio! Se está casando con el diablo en el infierno.
Eulalia abrió mucho los ojos, ingenuamente.
—Eso es: quiero vestirla de novia. Va a celebrar sus bodas, y debe ir limpia y hermosa.
El matón se rascó tras de la oreja, echando el chacó aún más sobre la frente.
—Pero, niña, ¿es que me la quieres dar con queso? Basta de prosa, y andando, que tenemos que echar cuentas. Son cincuenta francos que me debía tu hermana, y te los voy a cobrar, en moneda o en especia. Después hablaremos del atuendo. ¿Queréis franquear el paso vosotras? O habrá canela.
Se apartaron las mujeres, y Eulalia fue empujada hasta la escalera. Su cuerpo frágil rebotó en el quicio de la puerta, haciéndolo crujir, y dio un pequeño grito. Javier, al escucharlo, sintió sus manos desatadas, y de un salto cayó sobre el matón, derribándolo al suelo. Alzó la mano para golpearlo, pero Eulalia lo detuvo, apartándolo suavemente. El coime se irguió de un salto. Reculó hasta el rincón y sus manos buscaron la navaja. Viéndola brillar, chillaron las zorras, huyendo atropelladas. Javier se interpuso entre el matón y Eulalia. Miraba tranquilo la navaja, espiando sus luces.
—¿Qué se le pierde en el negocio, amigo? —el coime hablaba con sorna, dominando la ira—. ¿Es de su pertenencia esta muchacha? Yo tengo que cobrarme mi dinero, ¿comprende?, y ella es bonita. Podemos disputarla.
Eulalia se le acercó, apartándose de Javier. Había perdido el sombrero, y los rizos le caían sobre la frente.
—Guárdese la navaja. Él no le volverá a pegar. ¿Le ha lastimado? Debe perdonar su ira. Creyó que usted me ofendía. Deme la navaja.
El matón alzó el puño, y a la mitad del camino el brazo se detuvo, bajándolo después. Cerró la navaja y se la dio a Eulalia.
—¿Quién es usted? —preguntó con voz oscura. Su boca se torció en mueca aterrada. Miró espantado a la muchacha, se santiguó y huyó despavorido, dando voces en italiano. Entraba un cura en el mechinal, y el matón lo arrolló en la fuga.
—¡Es una bruja! —gritaba, escaleras abajo—. ¡Es una bruja, una bruja, una bruja!
Con el sombrero en la mano, el cura lo vio salir. Javier, estupefacto, buscaba en vano el resorte de la risa.
5
Estaba como en un sueño. El pabilo de la bujía había crecido desmesuradamente y la llama temblona lanzaba luces irreales sobre el cuchitril. Acudían por la escalera mujeres fantásticas, de rostros pintarrajeados, semidesnudas, y se asomaban por la puerta, contemplando asombradas las ceremonias del cura. Sonaban los latines a media voz, y, por no tener acólito, el cura se respondía. Javier intentó en vano recordar el oficio de difuntos, para acercarse y participar, a lo menos externamente, en la ceremonia. El cura no le había hecho caso. Casi no le había mirado. Suponía que los cuchicheos de las daifas curiosas se referían a él, apoyado en la pared, junto a las telarañas. No sabía por qué estaba allí ni para qué. Había llegado a creerse ejerciendo una protección sobre Eulalia, pero ahora se convencía de que no le hacía falta. Sin su intervención se hubiera desembarazado lo mismo del italiano. ¿Había en sus ojos una fuerza capaz de detener el brazo iracundo y en su palabra virtud contra el demonio? Era un pensamiento irracional que necesitaba rechazar, aunque se le fuera imponiendo con evidencia creciente. Todo lo sucedido se explicaba por causas naturales. El chulo, el matón, la ramera muerta —las tres victorias de Eulalia— eran espíritus fáciles de sugestionar. La sola virtud de las palabras pronunciadas con firmeza bastaba para dominarlos; se sorprendían ante el hecho de que la aparente debilidad de Eulalia encerrase alguna energía; no sabían explicárselo, y obedecían o escapaban, como escapara el italiano, proclamándola bruja.
Y si una parte de su alma se empeñaba en oponerse a la razón, suponiendo ángeles tutores e intervenciones sobrenaturales, no debía prestarle atención ni admitir el valor de sus argumentos. Él también era una victoria de Eulalia, en cierto modo, aunque ella no lo supiese. Había pasado la tarde intentando seducirla con la complicidad de los encantos ciudadanos; llegara a creer que la admirable falsificación de Hipólito Tefas se había desvanecido y que de sus manos saldría una muchacha ingenua y sorprendida, abriendo sus grandes ojos ante la riqueza, el lujo y el amor, colmando su corazón de deseos inesperados. Se había equivocado, y al reconocer en ella un caso de misticismo vulgar contemplaba al mismo tiempo un caso de misticismo auténtico. Eulalia estaba enamorada de una ficción, pero su amor le daba fuerzas para pasar entre el mal y la miseria sin contaminarse. Ejercitaba la caridad hasta el sacrificio y, sobre todo, más allá de los límites prudentes. Porque, muerta la Berta, ¿a qué venía aquel ajetreo que se iniciaba ahora en la habitación? El cura había cesado en sus rezos y se despidiera. Las rameras entraban y salían, indiferentes a su desnudez, trayendo agua caliente, jabón, esponjas. El cuerpo muerto había sido desnudado: era sobre la cama esqueleto blancuzco hollado por la sífilis. Eulalia lo lavaba y perfumaba, como a cuerpo de novia esperada por el marido, y conforme sus manos lo enjugaban, el cuerpo despreciable de la Berta parecía transirse de luz, desaparecían sus lacras, y su espantosa fealdad se trocaba en inesperada y rara belleza: una belleza más allá de los cánones y el sexo, como si el alma, al marcharse, hubiera dejado en la carne el regalo de su hermosura, y la carne, conforme las manos de Eulalia la lavaban, se hiciese espíritu ardiente. Desde su rincón, atónito y tembloroso, peleaba Javier con la evidencia, esforzándose en creer ilusa la visión del cuerpo transfigurado: fantasía de su cerebro caliente por la aventura absurda; y quería acercarse para palpar y comprobar que el despojo mantenía su materia asquerosa y mancillada, y que no era más que roña lavada. Pero estaba inmovilizado, y no pudiendo lograr obediencia de sus miembros, llegó a creerse muerto también, y en el umbral de las pesadillas inacabables. Sólo su voz le obedeció, y se supo vivo cuando escuchó de sus propios labios trémulos el nombre de Eulalia, dicho en voz tenue. Ella se acercó. Ardían sus ojos de caridad, y murmuraba oraciones en lengua extraña.
—No. Nada. No es nada.
No era nada. Porque una ilusión no es nada. Si fuera cierto el milagro, las daifas, la propia Eulalia se hubieran sorprendido. Pero ellas, atentas a su ajetreo higiénico, posaban los ojos indiferentes en la desnudez de Berta. Javier puso una mano sobre los ojos, como para desvanecer la visión; y los cerró un momento con fuerza, como los cerraba en su niñez cuando quería espantar las imaginaciones miedosas. Pero al abrirlos, el cuerpo aparecía más hermoso y radiante. Pensó que así serían los cuerpos si alguna vez resucitaban incorporados a la Gloria.
—¡Qué linda está! —dijo como en un cuchicheo una de las rameras—. No parecía serlo, vestida con aquellos pingajos.
—Es verdaderamente bonita.
Era la prueba objetiva, aquella breve conversación cuya evidencia no se atrevía a negar. Una evidencia destructora de razones, que abría el paso al triunfo de lo absurdo. Por primera vez desde hacía muchos años Javier Mariño de Lobeira, incrédulo, cerró los ojos, expulsó del espíritu las dudas, y comenzó una oración.
Se había concluido la faena. El matón, tembloroso, trajo una sábana que sirvió de sudario. Peinada, lavada y vestida, con una cruz entre las manos, la Berta esperaba su traslado al depósito. Vinieron los mozos de la Morgue, con sus batas blancas, conduciendo la camilla. «¿La quemarán?», preguntaba Eulalia. «Si nadie reclama su cuerpo para enterrarla, sí», le habían respondido. «Yo lo reclamo; soy su hermana.» En ese caso, el Estado se desentendía del entierro. La familia corría con los gastos. «Naturalmente, yo lo pagaré todo.» Buscaba unos billetes en su bolsillo («El sueldo de esta semana», pensó Javier), y los enseñó a los empleados. Entonces él intervino: «Yo lo pagaré.» Había que ir a alguna parte, hacer declaraciones, entregar el dinero. Salieron del burdel, montando en la ambulancia. Oficinas, papeles… Eulalia allanaba todas las dificultades, su palabra vencía las convenciones burocráticas y la misma ley. «¿Cómo dice que es su hermana, si ignora su nombre?» «Dios es el Padre común, y en Él todos somos hermanos.» Los tópicos religiosos, en sus labios, adquirían fuerza persuasiva. Comenzaban tomándola por una loca y acababan convencidos de que era santa.
Finalmente, Eulalia obtuvo de la burocracia su última victoria: la Berta sería enterrada a las diez de la mañana, después de exequias y sufragios. Estaba el aire caliente y húmedo cuando salieron a la calle. Eulalia sugirió la conveniencia de regresar a casa, para descansar un poco, y a Javier no se le ocurrió oponérsele. Dijo que sí, y la siguió, sencillamente.
Había pasado a ella la iniciativa. Javier iba a su lado, si no de manera automática, casi de manera involuntaria, como arrastrado y seducido por su fuerza. Mucho tiempo y muchas calles habían pasado, cuando recobró el dominio sobre la inteligencia, y pudo observar y meditar sobre sus observaciones. Pero comprendió que muchas cosas nuevas había en su alma, totalmente inesperadas, y que acomodarse a ellas le costaría grandes trabajos.
Una, la impresión de que, en cualquier momento de aquel paseo a través del París nocturno y ruidoso, podía sobrevenir un nuevo milagro. No sabía cuál, ni cómo; pero no le sorprendería, por ejemplo, que Eulalia obtuviera un triunfo sobre la mecánica, abriéndose paso entre los autos como Moisés entre las aguas del mar Rojo: sus pies trazarían sobre el asfalto una vereda, sin intervención del silbato municipal, mientras que a ambos lados se agolpaban, rugientes de bocinas, vehículos disparados. O también que, de momento, se transfigurase, iluminada de resplandor increado, y todos los transeúntes, sorprendidos, cayesen de rodillas. O que al paso por cualquier jardín sus pies pisasen rosas recientes. O que un gendarme callejero la saludase con respeto.
Y si cualquiera de esas cosas acontecía, ¿qué haría él? Era el punto escabroso de su meditación, porque, a pesar de la convicción de que el milagro podía acontecer, no lo consideraba necesario, porque ya su alma estaba propicia; y una suspensión de las leyes naturales o ciudadanas por camino extraordinario sería como divina, aunque superabundante, manifestación. Con lo visto le había bastado. Sin embargo… de no ser terrible, de no hallarse tan desvalido para presenciar lo extraordinario, otro milagro, aunque pequeño, hubiera sido de su agrado, porque era señal de que Javier Mariño de Lobeira, pobre diablo perdido entre millones de hombres igualmente pobres diablos, tenía importancia a los ojos de Dios y su nombre constaba escrito en algún repliegue de la Mente Divina.
Pensando estas cosas se halló viajando en el metro. Dejó de imaginar para observar. Estaba rodeado de una masa gris y espesa; sólo Eulalia, a su lado, era luminosa. Muy cerca, una pareja se entregaba a expansiones deshonestas y ruidosas, pero el espectáculo no ofendía la limpia mirada de la santa. Y no se le ocurrió protegerla con sus brazos, como hacía con Magdalena en ocasiones semejantes, porque la sabía armada de una protección mucho más eficaz.
Habían llegado a Pont Saint-Michel, y ella le rogó que la acompañara hasta su casa. Cruzaron un puente hasta la Isla de San Luis. Al pasar las calles oscuras, miró hacia el cielo y lo vio estrellado. Era, le pareció, la primera vez que miraba al cielo de aquella manera desde hacía mucho tiempo. Eulalia también había mirado; estaban junto al portal, y se detuvo.
—Gracias —le dijo—. Me has ayudado mucho. El saberte cerca para protegerme me fortaleció en algún momento de flaqueza.
Javier retuvo, temeroso y alegre, la mano que Eulalia le tendía.
—Eulalia, yo soy quien agradece que me hayas permitido seguirte. Tengo que confesarte…
Ella lo detuvo con un gesto.
—A mí no debes confesarme nada, sino al Padre que está en los cielos. Sólo Él puede escucharte.
—Pero ha sido ofendiéndote a ti como he ofendido al Padre. Tengo que pedirte perdón.
Ella sonrió.
—No debes extremar tu arrepentimiento. ¿En qué me has ofendido? Como mujer debo agradecer tu compañía, y como cristiana, estoy contenta de ella. Eres mi hermano, y hace tiempo que rezo a Dios por ti, y porque tu corazón conozca la caridad.
Había subido dos o tres peldaños de la escalera, y la luz de un farol de gas le alumbraba el rostro y el pecho.
—Adiós, Javier —dijo luego.
Javier no respondió, pero, inclinándose, tomó con sus dedos el borde de la falda y la besó. Así permaneció unos segundos, y cuando alzó la cabeza para mirarla, ella había desaparecido.
Se echó a andar como sonámbulo. No podía pensar ni siquiera imaginar. Una luz desconocida le iluminaba el espíritu, y en torno a aquella luz todo era confusión y revoltijo. Sin saber cómo, despertó arrodillado en una iglesia vacía y silenciosa. Muy lejos brillaba una lámpara de aceite. Se sirvió de ella para ordenar su confusión, y al mismo tiempo que los objetos, comenzó a distinguir su enmarañado interior. Pasó mucho tiempo antes de que comprendiera que había llegado el momento de hacer una profesión de fe. Cuando quiso rezar el credo, ya la tormenta había pasado. Sus labios se movieron: «Credo in unum Deum, Patrem Omnipotentem…» Pero al mismo tiempo despertaba su ser vigilante e irónico, impío y burlón. «Soy tan pedante, que rezo en latín.» Sonrió, y siguió rezando. Al credo siguieron sencillas oraciones de la niñez. «Pater noster…» «Salve, Regina…» Las palabras de la Salve traían consigo el ritmo musical, y las dijo a media voz, cantándolas como las cantaba en otro tiempo, antes de perder la fe. Estaba inundado por la gracia, pero un islote de su ser se resistía al anegamiento: el mismo reducto inexpugnable que en los mayores deliquios placenteros —era en otros tiempos— no se dejaba arrebatar, manteniéndose alerta mientras el hombre casi entero naufragaba. De este punto interior insobornable partían las voces de alarma cuando a la felicidad sustituyó un profundo sentimiento caritativo por todas las criaturas. Porque Magdalena era también una criatura, aquella Magdalena atractiva como un abismo, no tanto para su carne —sobre la que tenía dominio casi absoluto— como para su alma. Más que a persona alguna tenía el deber de amarla, no con amor de hombre, que ése ya lo sentía, sino con ese otro amor que aquella tarde, en peregrinación a través del infierno, de la mano de Eulalia, había descubierto.
Conforme la gracia le ganaba el corazón, comprendía que estaba a su lado para salvarla, para devolverle también la fe perdida, y curarle el alma de tantas lastimaduras como tenía. Le parecía ahora ver claro en sus últimos tiempos, y cómo todas sus más absurdas decisiones, sus movimientos más caprichosos, hasta sus pecados, eran hitos puesto así por Dios para que dos de sus criaturas, ahora perdidas en el mundo, volvieran a la fe y a la virtud. Nada más que para eso se había despertado en el corazón de Magdalena aquel amor inesperado, llegado por el camino del absurdo, lo mismo que el pensamiento soberbio de destruir la máscara de santidad de Eulalia, operación con tan gozoso fracaso concluida.
Pero todo el Javier de antes se había refugiado en la fortaleza inaccesible de su orgullo, allí donde residía su libertad hasta frente a Dios, y desde la altura disparaba voces inquietantes. Una pelea se entablaba entre la gracia y el instinto irrefrenable de rebeldía, y por mucho tiempo inmóvil, la cabeza entre las manos, arrodillado, encerraba palpitante agonía. Por mucho tiempo se vio como espectador de aquella lucha, espectador parcial, cuya decisión representaba la victoria, porque un pequeño esfuerzo de su voluntad haría a la gracia triunfante, pero el mismo esfuerzo, aplicado a la parte contraria, espantaría de su alma la presencia de Dios. Fríamente pesaba el pro y el contra. ¿Qué representaba dejarse ganar? Un cambio radical de vida; pero eso era lo de menos. No lo dominaban las pequeñas pasiones que impiden la conversión de los hombres sencillos, ni los compromisos con la vida difíciles de romper; porque él no era libidinoso ni vivía adulterino. Vivir en gracia de Dios, según la enseñanza viva, la experiencia real de aquella tarde, era aceptar una existencia de sacrificio caritativo en la persona de Magdalena, en la cual —claramente lo veía— estaba su salvación. Pero uncirla para siempre a su compañía, según la ley cristiana, ante Dios y en sacramento, era traicionar su sentimiento más hondo, porque ella no era virgen, y había sido la amante de otro hombre, y casando con ella, según su estimación, se haría cornudo. ¿Y resistirse, rechazar la gracia, perseverar en su ser presente? Era seguir el camino que, serenamente, se prescribiera al abandonar su Patria y las personas de su amor; pero también renunciar a Magdalena, ahora que ella no podía vivir sin él; y quizá vivir con el tormento del remordimiento, y el temor a la exclusión del Cuerpo Místico de Cristo, en el cual no podía dejar de creer. ¿Y por qué creer? ¿Por qué aceptar, tan sin crítica, con ingenuidad monjil, el milagro de Eulalia, y el mundo entrevisto en sus palabras? Porque, bien mirado, era indudable que toda ella transparentaba santidad y una maravillosa forma de vida, y sus manos parecían tener la potencia de Dios sobre las cosas; pero eso no probaba que más allá de ella y de la muerte y de la experiencia cotidiana el mundo de las promesas cristianas fuera una realidad. Estudiada objetivamente, era tan sólo un caso psicológico complejo y lleno de interés; y el hogar del presbítero nada más que un círculo cultural restringido, selecto y extraordinario, aunque arqueológico. Pero, ¿la gracia, la otra contendiente, cuya realidad estaba ahora mismo viviendo; la felicidad experimentada momentos antes y todos los demás extremos de su experiencia actual; esta misma batalla sobre el campo de su corazón…? ¿No podía ser un estado semihipnótico, o sugestivo, efecto de la presencia de una personalidad extraordinaria? ¿No podían ser absurda pesadilla todos aquellos sucesos, extraños y milagrosos, a los que creía haber asistido? Eso habían sido, indudablemente. Porque ahora que Eulalia estaba lejos y los separaba el tiempo, el fervor se hacía tibio, y se atrevía a discutir lo que media hora antes… —¿media hora?— hubiera rechazado con indignación de su pensamiento. Pensó que al día siguiente, acaso aquella noche misma, cuando hubiese regresado a la soledad de su celda, todo se habría borrado, y el fenómeno de su conversión le aparecería como un estado de locura transitoria, y el milagro, nuevamente como una ilusión. Debía esperar, detenerse, no dejarse llevar por ímpetu de caridad, no correr junto a Magdalena para prometerse a ella y prometerla la curación de su espíritu y la plenitud del amor. Tenía vivos los recuerdos de otros movimientos cordiales, así espontáneos y mal meditados, que le hubieran llevado a consecuencias desastrosas. ¿No estaría ahora casado con María de la Victoria de no haber sabido frenarse a tiempo, cuando una mano próxima incitaba a la suya a la caricia, y una palabra temblorosa invitaba a responder con idéntico temblor? Y, sin embargo, todo el amor por Victoria había desaparecido, quedando sólo un dulce afecto, insuficiente como soporte de indisoluble, irremediable vida en común. Cierto que su amor por Magdalena parecía más firme y más ardiente, y su raigambre carnal era mucho más fuerte que el de María de la Victoria —¿la había deseado alguna vez? ¿No fueran aquellos años de amistad una auténtica experiencia platónica, reducida casi a lo puramente espiritual, y por lo tanto, efímera y ligera?—. Pensar en separarse de Magdalena le dolía hasta parecerle la mayor desdicha; pero una separación de Victoria jamás le había turbado.
—Vamos a cerrar; suplico al señor que salga.
Lo había dicho un hombre ensotanado, la primera persona vista y oída desde su entrada en la iglesia. Debía ser muy tarde. Se levantó del reclinatorio, y como un sonámbulo se encaminó a la puerta. El sacristán lo miró con mezcla de ironía y sorpresa. «¿Se habría creído este imbécil que soy un atribulado pecador? Y si se lo cree, ¿por qué me arroja sin dar lugar a mi arrepentimiento?» Había llegado a la salida. Al levantar la mano para meterla en la pila del agua bendita, vio que tenía los guantes puestos, y mientras se descalzaba el derecho, su corazón tomó partido. Bajó la mano con movimiento rápido, sin llegar a humedecerla.
«¡Al diablo!» dijo a media voz, y sin hacerse la señal de la cruz salió a la calle. Lo cegaron las luces encendidas, la danza loca de los letreros luminosos, verdes, azules, encarnados. «DUB, DUBON, DUBONNET», como en el metro: las letras en verde, la silueta del hombre y el velador en rojo. Un ciego tocaba el acordeón a la puerta de la iglesia, y por las notas de la canción conocida empezaron a deslizarse los recuerdos.
«¡Al diablo!» repitió, rechazando la intromisión del pasado. Bajó las escaleras del pórtico y echó a andar, con el propósito de no ser, por una hora, más que registro de sensaciones, encerrando en cualquier lugar desconocido e inaccesible su ser superior, sensible y pensante, para acallar con él la conciencia de que su seguridad anterior se había quebrantado y de que el tiempo que la fe estuviera presente no había pasado en vano sobre su corazón.
6
«París, 28 de agosto.
»Necesito escribir lo que me pasa, porque no puedo decirlo, y me atosiga. Llevo tres días viviendo con la impresión del que camina por un pantano helado, temiendo a cada instante que se le resquebraje el suelo bajo los pies. Mi conflicto puedo reducirlo a una interrogación: ¿Creo o no creo en Jesucristo? No consiste en creer en Dios, o en no creer en Dios. Una fe abstracta y filosófica no me resuelve nada. Saber que Dios está ahí, detrás del mundo y de la muerte, como ordenador y constructor, no me conmueve el corazón. Mi pelea es en torno al Dios cristiano y Encarnado, cuya fe recibí y abandoné y he descubierto de nuevo; un Dios que me tuvo en cuenta al morir, que resucitó por mí y me redimió. El Dios vivo y concreto de que me habla George y que he visto fugazmente en Eulalia hace muy pocas noches. ¿Es una realidad ese Dios? ¿Es un anhelo iluso de los hombres, de algunos hombres, una ilusión mía? ¿Lo necesito, verdaderamente, para vivir? ¿Puedo pasar sin él lo que me queda de vida, como pasé los últimos años? Y si es verdadero y necesario, ¿por qué no creo, resueltamente? ¿Por qué no me abandono a la fe renaciente con ánimo resuelto? ¿Podré saber, claramente, lo que me pasa?
»Hay tres personas que oran por mí. ¿Es efecto de su oración esta congoja mía? ¿Estoy atribulado porque conozco su voluntad, y ese conocimiento desequilibra mi espíritu y altera mi frialdad consciente? ¿O bien es un efecto real de la oración, real y objetivo: plegaria atendida por Dios, obra de Dios sobre mi vida? Ellos oran por mí. ¿Qué es lo que piden? Me tienen por creyente, luego no piden que me venga la fe.
»Necesito esclarecer este punto concreto: ¿es mi propia alma la que me zarandea, o es Dios? ¿Soy juguete de mí mismo, o de la Divinidad?»
«29 de agosto.
»Estoy enamorado. Es un mal principio. Todo mi suceso lo veo a través de mi amor. Mi espíritu está turbio, mi alma caliente, mi corazón encendido. No puedo pensar sin que el pensamiento se apasione. Soy incapaz de alcanzar la verdad
»Todo apoya mi fe, pero es que mi fe ayuda a mi amor, es su alcahuete. Si yo me inclino a la creencia, mi amor se verá satisfecho. Si mantengo mi incredulidad, el amor pierde su esperanza. Soy parte en mi contienda.
»Intento analizar: he aquí que un hombre dejó su casa, sus padres y su tierra, y en una ciudad extraña conoció la soledad. Buscó la compañía en una mujer que hablaba su lengua. Se amaron. ¿Por qué la amó él? ¡Oh, debo dejar consideraciones imaginarias! La amó porque podía entenderse con ella: nada más. ¿La hubiera amado si fuera distinta? Quiero creer que sí. Debo quedar en esta conclusión: la amó por ser la mujer que hablaba su lengua.
»Y ella, ¿por qué le amo? No lo sé. Acepto la conclusión desconociendo sus causas reales. Es bastante.
»Hay una situación dramática: él lo ha perdido todo, menos el honor. Si la ama, con todas las consecuencias sociales, perderá el honor también.
»¿Hasta qué punto esto es así? ¿Es firme, arraigada, indestructible su idea del honor? ¿De dónde le viene? ¿Tiene, en efecto, el valor que él le concede? Si él fuera francés, o, por lo menos, si no fuera español, su idea del honor sería distinta, y podría casarse con ella.
»Él está dispuesto a sacrificar su amor, etc. Pero interviene la fe. La fe le llega de una manera irracional. Tiene una experiencia. ¿Es cierta esta experiencia? Y si lo es, ¿son reales y válidas sus consecuencias?
»Puedo plantearlas así: si él acepta la fe, tiene la obligación de salvarla también a ella. Al amor se añade la caridad.
»Pero puedo suponer que interviene un error: la idea de la obligación la ha recibido de un cismático. George cree que yo, como cristiano, he de colaborar en la redención de Magdalena. ¿Es ésta, efectivamente, una de mis obligaciones, la mayor acaso?»
«1 de septiembre.
»He salido de mis deducciones y he obrado. No recuerdo exactamente cómo fue mi determinación. Salí de casa muy temprano, busqué la iglesia de los españoles y me confesé.
»Primera parte: hace seis años que no cumplo con mis deberes religiosos. He cometido tales y tales pecados.
»Segunda parte: éste es mi problema. Hablo durante mucho tiempo, hablo con elocuencia y expresión exacta. Tengo la impresión de que el sacerdote se aburre. Luego, le escucho.
»Él me dice: las pruebas de la existencia de Dios son éstas; y la verdadera religión es el catolicismo romano por estas razones. Y todo lo demás.
»—Bueno, padre: pero ¿no comprende que éste no es mi problema? Sé de memoria todo su razonamiento. Si creo, lo acepto. Si no creo, me trae sin cuidado. Yo no necesito razones intelectuales. Convengo en que mi estado sentimental ha colocado a mi inteligencia en posición deficiente, pero es así. Convengo en que mi cabeza es un verdadero lío, y mi corazón otro mayor. Respóndame usted, sí o no, como Cristo nos enseña: ¿me obliga la creencia al matrimonio con Magdalena, a procurar, no mi felicidad, sino su salvación?
»¡Qué desesperación! El padre no me ha entendido, y yo tampoco. Se lo he manifestado, y me ha respondido que todo es soberbia y vanidad. Puede que sea cierto. Pero, ¿también es vano mi sufrimiento?
»¡Resulta que de una larga hora de confesión, sobreviven, a efectos penitenciales, seis años de no ir a misa y unas cuantas aventuras amorosas de las que ya me he olvidado!»
«2 de septiembre.
»Hoy he salido con Magdalena. ¿Por qué lo escribo? Todos los días lo hago. Nuestra tarde no ha sido distinta de las demás. Nuestras palabras no han sido diferentes. Cenamos juntos, fuimos luego al cine. ¿Cuántas veces lo hemos hecho? ¿Qué importa? Cada día es nuevo, nos parece nuevo.
»¿Qué hubiera pasado si, al dejarla en su casa, le hubiera pedido que me dejase subir, y en su cuarto, ante su mirada profunda, le hubiera contado la verdad? Estuve tentado de hacerlo. Demoré la despedida, luchando con mi deseo. Tenía verdadera necesidad de no engañarla más. No sé si el orgullo o la vergüenza me lo han impedido.
»Y todo esto, ¿por qué? Estuvimos en el cine, y ella reclinó la cabeza sobre mi hombro. No es la primera vez, lo hace siempre. Es la única de nuestras ternuras. Y mientras ella descansa, y acaso sueña, yo me mantengo serio y seco, como si no tuviera corazón o como si fuera capaz de dominarlo. Quiero darle la impresión de dureza, no con ella, conmigo mismo. Ella sabe que también la quiero, pero he jugado desde un principio a ser el más fuerte y tengo que ser fiel a mi engaño.»
«3 de septiembre.
»Bien pensado, lo que me pasa es divertido. Yo soy el hombre que se puso una careta, y ahora descubre, sorprendido, que la máscara se ha hecho rostro, que el cartón tiene sangre y que no me la puedo arrancar.
»El suceso fue el siguiente: han llegado a la Ciudad Universitaria unos chicos que vienen de Alemania, de la Olimpíada. Son españoles, y mientras se decida su viaje a España, los han alojado aquí. Parece que los enviarán a Barcelona, y muchos de ellos no quieren ir. Estaban en el comedor, por grupos, y algunas chicas lloraban. Me pareció indignante su situación, y empecé a vociferar. Me salió un contrincante: un tal Jiménez Rosas, médico, con fama de sabio y modales pedantes, que se aloja en la Casa de España. Por una hora fuimos el centro de una tremenda discusión. No nos pusimos de acuerdo, naturalmente. Pero él llevó la mejor parte, porque los presentes eran casi todos rojos.
»Cuando marché, absolutamente solo, comprendí que había disputado sinceramente. Mi vehemencia brotaba de una pasión real.
»¿Soy, por ventura, creyente y patriota? ¿Es verdad lo que me pareció falso, y una mentira imponente lo que tuve por verdad?
»¿Soy el hombre que ha transfundido su sangre a su máscara, y la ha hecho realidad viva?»
«4 de septiembre.
»Hemos ido esta tarde a casa de Sofía Coria. Había olvidado la promesa que le hice de llevarle a Magdalena, y hoy me la recordó con exigencia perentoria. Había tres o cuatro personas anodinas. Magdalena tuvo un éxito personal, y durante más de una hora Sofía no hacía sino mirarme significativamente, como diciéndome: “¿Y ésta es la muchacha con la que usted duda casarse?” Quizá también en algún momento haya querido decirme: “Es usted un majadero.” Pero tuvo la delicadeza de entregar sus mensajes a las miradas. Se lo agradecí.
«5 de septiembre.
»¿Por qué se me ocurrió esta mañana leer el Nuevo Testamento? ¿Por qué he leído a san Pablo y no a otro cualquiera? ¿Iba guiada mi mano, o fue el azar? Pero ¿es que existe el azar? ¿O su nombre es el nombre de Dios?
»“Si Cristo no resucitó, inútil es nuestra predicación, vana vuestra fe.” No me vale buscar en la fe justificación de mi debilidad. Tengo que creer en la Resurrección, o no creer.
»Creyendo, aceptar los compromisos de la fe, íntegramente. No creyendo, aceptar asimismo mi incredulidad. Pero no hacer de la fe trampolín temporal para satisfacer mis sentimientos.»
«5 de septiembre, más tarde.
»He aquí una escena que he imaginado:
»Magdalena está esperándome. Le sorprendo ese mirar errático cada vez más frecuente en ella. Me acerco, me siento a su lado, tomo su mano. O bien paso mi brazo por su espalda para que ella se recline en mí, como es su gusto. Pasa algún tiempo. No hemos hablado.
»Luego le digo que me voy. “¿A España?” “No. A América.” Magdalena se sorprende, se aparta de mí. Yo continúo: “Nos vamos juntos.” Y ella: “¿Te vas a casar conmigo?” “No. Voy a vivir contigo, a no separarme de ti.”
»Ella entonces sonríe. No se atreve a hablar, pero mueve la cabeza. Quizá después me diga: “Vete tú solo. Yo sería un estorbo a tu lado.”
»Magdalena es mi aliada contra mí.»
«6 de septiembre.
»¿Y si es verdad que Cristo ha resucitado? ¿Si es realidad la Eucaristía? ¡Oh, entonces, mi vida ha sido vana!
»He buscado remedio en libros de mi antigua devoción. Más que remedio, ayuda. En otro tiempo Ies tuve fe. He abierto el “Ecce Homo” y he leído: “La fortuna de mi existencia, acaso su singularidad, consiste en su fatalidad.” Detrás de esta frase hay oscuras fuerzas inexplicables. La aplico a mi vida, y acepto que, efectivamente, mi existencia consiste en la fatalidad. Pero la convicción me dura un momento. Repaso mis recuerdos recientes, nada más que los relacionados con mi viaje, con Magdalena. ¿Son un complejo de fatalidades? No estoy seguro. Está todo tramado y entremezclado como escenas de un drama bien construido, en el que todo converge al desenlace. No puedo hablar de fatalidad, menos de fuerza ciega y oscura. Por el contrario, me veo juguete de una inteligencia clarísima, de una voluntad derecha. Y sé que tres personas oran por mí, y que sus oraciones piden a Dios que tuerza —o enderece— mi vida en un cierto sentido y hacia determinado fin.
»¿Por qué he pensado en desenmascarar a Eulalia? ¿Por qué nos tropezamos en nuestro camino a una ramera moribunda? ¿Valen la casualidad o la fatalidad? ¿Es que la casualidad y la fatalidad se manejan orando?
»No puedo más. He visto en el espejo mis ojos alucinados, me he sorprendido errante por las calles, como un loco. Es necesario que me sobreponga por el dominio o por el engaño.»
«6 de septiembre, más tarde.
»Supongamos que me caso con Magdalena, la llevo conmigo a España, voy a la guerra, etc. ¿Cuál es mi papel a su lado? ¿Simplemente amarla, dentro de las posibilidades sentimentales que me ofrece un matrimonio burgués y correcto? Aquí no se agotan mis deberes, porque estoy obligado a convertirla. Esto es muy fácil, si antes me he convertido yo. Pero ¿y si esta fe que me arrastra no es más que una ilusión o síntoma de mi debilidad moral? ¿Si cuando ella sea mi esposa encuentro mi corazón tan insensible a Dios, tan indiferente como estaba antes? ¿Tendré que confesárselo? Esto sería lo gallardo, pero sé que no podré. ¡Oh, qué situación cómica, o ridícula! Tengo que continuar la farsa, pero ¡hasta qué extremos! Para que ella sea creyente habré de aparentar creencia, pero también algo más: frecuentar los sacramentos, dar a toda mi vida color religioso, ¡oh!, ser un católico ejemplar, capaz de arrebatarla. Ser un santo. ¡Representar hasta el fin de mi vida, de la mejor manera posible, la más deliciosa de todas mis mentiras! Una mentira incompatible con el tremendo, humano y pecador amor que siento por ella. Y desde el frente, donde me estoy jugando la vida como un jabato (allí no podré representar), escribirle cosas como ésta: “Estoy seguro de que rezas por mí a la Virgen del Carmen, y me siento seguro y protegido por tus oraciones.” “Querida Magdalena: Mañana comulgaré; sé que también tú lo habrás hecho, que tu comunión y la mía sirvan para juntarnos de nuevo…”, etc.
»No me siento capaz.
»Y si sucede lo que George quiere, que por obra de amor ella se torne consciente de su pecado como tal pecado, es decir, como ofensa a Dios, ¿no caerá en un arrepentimiento excesivo, doloroso, atormentado, tanto como su vida presente? ¿No le habré añadido un daño más? ¿Puedo arriesgarme a que sea éste su porvenir a mi lado? ¿Es de caballeros hacerlo?
»Pero ¿y si yéndome yo se suicida?»
«7 de septiembre.
»Pasé la mañana en el campo de deportes, jugando al fútbol con los cubanos. Estoy cansado, pero contento. He distraído mi imaginación, llegando a apasionarme por un juego infantil. ¿Será que mis problemas nacen de la ociosidad, y que un quehacer material, un trabajo o un juego, bastarán para resolverlos? Si es así, en la emigración o en la guerra hallaré mi cura.
»Los cubanos me han contado cómo va la guerra. Hace varios días que no leo los periódicos. Las noticias me sorprendieron gratamente. ¡Cómo me gustaría encontrarme entre los triunfadores!
»Pero ¡cuidado! ¿Qué más da, el amor de Magdalena o el afán de combatir? Son dos aspectos de un mismo proceso sentimental, los dos conspiran contra mí. Me da lo mismo embriagarme de amor que de patriotismo, o de fe.
»He conocido a un cubano recién llegado de Bélgica. Un tipo duro, hijo de gallegos, completamente inmoral. Anticlerical y fascista. No cree en Dios, y es enemigo de la revolución porque es rico; pero no lo oculta, sino que, por el contrario, defiende la justicia de su pensamiento.
»Me ha dicho que hallaré barcos para Argentina. Con alguna habilidad lograré que mi pasaporte español no sea un estorbo. Tengo la dirección de varias agencias. Mañana las recorreré todas, como la última esperanza.»
7
Pasó la mañana gestionando, sin éxito, el viaje, de una en otra agencia; su pasaporte español lo dificultaba. Acudió, finalmente, sin grandes esperanzas, a la Mala Real, y se enteró de que un barco de segunda categoría le admitiría, diez o doce días más tarde.
Después almorzó en un comedor de lujo que frecuentaban los nuevos diplomáticos del Frente Popular español. Entró con insolencia, habló al camarero en castellano y en voz alta, para ser oído por los que suponía enemigos. Alguien le miró con curiosidad, pero nada más. Salió con idéntica altivez, arrojando al servidor un puñado de francos —pourboire interdit—, y caminó, sin prisas, a la Ciudad Universitaria.
Se encontraría con Magdalena a la hora de cenar, y hasta entonces tenía las horas vacantes. Pasó por el campo de deportes: los cubanos se entrenaban en el fútbol americano, y a voces le invitaron a tomar parte en el juego. Se puso un traje de deportes prestado, y corrió un poco, pero estaba fatigado. Dejándolo todo, con sus ropas en la mano, fue a su celda, y se tumbó.
Estaba determinado a marcharse. Pero el viaje se le presentaba como una gran incógnita. ¡Y faltaban aún tantos días! Diez o doce. ¿Qué pasaría, entretanto? Tenía la sensación de hallarse en un gran peligro, no exterior, sino íntimo. Ahora mismo, las ganas que le venían eran de rezar, sin fin concreto, como simple expresión de la fe contra la que luchaba. Y necesitaba de toda su energía para sosegar su mano, más de una vez tendida hacia el Breviario.
«Tengo que ser fuerte y no traicionarme. Cuando esté muy lejos y recobre la energía, estos días se me recordarán como de gran locura.»
Decía estas palabras en voz alta, como buscándole al sonido la convicción de que las palabras mismas carecían.
Sonó el timbre del teléfono, y el conserje le avisó de que acababan de traerle un mensaje por el correo neumático.
—Súbamelo, por favor.
Oyó el cojear metálico del conserje, le abrió la puerta y recogió el mensaje. Eran unas líneas de Magdalena rogándole que fuera a verla en seguida.
«Es un peligro para mí volver a aquella casa», pensó.
Pero no era cortés negarse, ni siquiera tardar. Marchó rápidamente, y, de paso, compró las primeras ediciones de los periódicos. Les partes de Salamanca acusaban triunfos; la prensa roja repetía en editoriales e informaciones los habituales informes. Una fotografía representaba a los legionarios entrando en Talavera.
Al entrar en el portal de Magdalena se esforzó por borrar de su frente huellas de preocupación; menos que nunca debía ella advertirlo torturado. Necesitaba mantenerse alegre, llevando hasta el final la última mentira. Le diría que tenía pasaje seguro, y después haría retórica heroica sobre la guerra. No le costaba trabajo: su entusiasmo, cuando olvidaba que mentía, era sincero.
—Hola, Magdalena.
Pero ella no le respondió. Sonriendo, llevó el índice a la garganta, señalándola. Después, con gran esfuerzo y casi imperceptible voz, le dijo:
—No puedo hablar. Estoy enferma.
Lo llevó de la mano, y haciéndolo sentar, se tumbó en el diván. Tenía junto a sí un montón de cuartillas y un lápiz. Se puso a escribir rápidamente, y luego le entregó lo escrito.
«No te alarmes. No son más que unas anginas. El médico llegará en seguida. Creo que tengo fiebre.»
Él le puso la mano sobre la frente, ardiente.
—Debes acostarte.
«Esperaré a que venga el médico. ¿No te aburrirás haciendo compañía a una muda?»
—Si es necesario, hablaré yo por los dos.
La obligó a taparse con un edredón, después de haberle descalzado los zapatos.
—No tengo mucho hábito de enfermero, pero procuraré hacerlo bien.
Ella sonreía, y pretendía hablar, pero las palabras le lastimaban, haciéndola gemir. Le miró la garganta: estaba totalmente obstruida. Ella le dijo —escribiéndolo— que no había podido comer.
Pronto llegó el médico: un tipo insignificante, pero dispuesto, y con una lejana pedantería. Después de un examen de la boca, le puso el termómetro: pasaba de los treinta y ocho grados.
—Debe usted guardar cama. Son unas anginas vulgares, sin complicación. Mucho dolor y poco peligro.
Recetó gargarismos e inyecciones de sulfamidas, y le explicó a Javier:
—Muy fáciles de poner. Sólo cinco, una por día. ¿Usted sabrá hacerlo?
—Creo que sí.
—En la nalga, pinchando vertical. Primero la aguja, por si encuentra algún vaso. Si brota sangre, cambia de lugar. Pinchazo rápido. Es su señora, ¿verdad?
Respondió sin titubeos.
—Sí. Es mi mujer.
—¿No estará embarazada?
Magdalena enrojeció al escucharlo. Javier se apresuró a contestar:
—No, desde luego.
—El peligro de infección es muy lejano, pero conviene prevenirlo. Las sulfamidas lo evitarán. Y por lo demás, paciencia.
Cobró sus francos, y se largó, indicando que le avisaran sí surgía alguna complicación o si la fiebre fuera demasiado alta. Javier lo acompañó hasta la puerta.
—Ahora —dijo a Magdalena al regresar— me dirás dónde hay una farmacia, y luego tendrás que admitirme como practicante aficionado. Procuraré no hacerte demasiado daño. Dame la llave, y mientras estoy fuera, acuéstate.
Recogió el papel donde ella había garrapateado una dirección, lo guardó en el bolsillo con la llave y salió a la calle. El sol aún estaba alto, y hacía calor. Tomó una cerveza en el bar de la esquina, y se echó a la busca de la farmacia, que encontró fácilmente. Regresaba, cuando se le ocurrió pensar que no debía dejar sola a Magdalena, aunque la enfermedad no fuese grave.
Podía avisar a Poitu, que acudiría rápidamente, con su ostentoso automóvil, y pretendería llevarla a su casa, donde sería cuidada por la esposa y la hija. La imaginó instalada en un aparatoso lecho burgués, rodeada de silencio; y a la señorita de Poitu recibiéndole con aire fatigado, como de quien pasó la noche en vela, para contarle los altibajos de la fiebre y rogarle que no intentase verla, porque dormía. Pero a Magdalena le harían poca gracia aquellos cuidados.
«No me parece leal.»
¿Y George? Eulalia lo haría de la mejor gana y George estaría contento de haber servido a Magdalena. Eulalia trabajaba unas cuantas horas, pero era mujer capaz de sacrificar su sueño por caridad. Andaría por la casa con pasos leves, como un ángel, y su sola presencia sería un alivio para Magdalena. Y acaso fuese capaz de ponerle las inyecciones.
«Pero también yo puedo hacer todo eso. Aunque mis pasos no sean angelicales.»
Sí. Él podría cuidarla, y sacrificarle su sueño. Se decidió.
Magdalena se había acostado. Buscó el alcohol en la cocina, hirvió los menesteres y, bromeando, se le acercó con la jeringuilla henchida de un líquido rojo pavoroso.
—Prepárate a sufrir. Esto debe de ser una especie de tormento.
Lo dijo riendo, pero algo en la mirada de Magdalena le reveló que era verdad lo que decía. Las manos de Magdalena temblaban, y cuando estuvo más cerca, sentado en el borde de la cama, ella cerró los ojos.
Prefirió suponerla temerosa, y la consoló con promesas de rapidez. Pero entendía bien la causa de su temblor. Obró diestramente, con frialdad de profesional, con la misma indiferencia que si fuera su propia carne la que pinchaba. Ella no se movió, y cuando la hubo cubierto con la sábana permaneció con el rostro hundido en la almohada.
—¿Te he lastimado?
Ella movió la cabeza negativamente, pero no descubrió el rostro. Sólo entonces él se dio cuenta de que también estaba turbado, y por sosegarse acudió al socorro de una pedantería:
«He aquí —pensó— esa extraña cosa que es el pudor femenino.»
Alargó las operaciones de limpieza; buscó a la jeringuilla un lugar apropiado en el vasar, bebió agua, y cuando se sintió tranquilo volvió a la habitación. Magdalena le miraba, y en sus ojos había una angustia lejana.
Se sentó a su lado.
—He pensado —dijo— que no puedes quedar sola.
«Esto no tiene importancia», escribió ella rápidamente.
—Tienes fiebre, y tendrás más. No debes levantarte en cuatro o cinco días. En este tiempo procuraré ayudarte lo mejor que sepa.
«¿Y dónde dormirás?»
Él señaló uno de los sillones:
—Buen lugar para dormir.
«Es muy incómodo. No puedo permitirlo.»
«Cualquier amiga me ayudará. La portera también puede ayudarme.»
—Deseo ser yo quien lo haga, Magdalena.
Era sincero al decirlo, pero aún no había pensado en las causas de su deseo. Se había entregado a él sin analizarlo, y ahora pensaba que tendría tiempo de buscar razones cuando ella se hubiera adormecido. Para justificarse le bastaba, de momento, con pensar en una conducta caballeresca. Él era el amigo más próximo de Magdalena. Dejarla sola o en manos de amigos poco gratos era poco digno. Prefirió explicárselo:
—He pensado en Poitu, pero no creo que su casa te fuera amable, y también en George, pero lo que él pueda hacer también puedo hacerlo yo.
Ella quiso escribir, pero soltó el lápiz con fatiga.
—Te prefiero a ti —dijo, esforzándose—, pero me da vergüenza.
—Bueno. Eso no me parece muy propio de un espíritu fuerte.
Fue la mejor respuesta que halló, y como ella cerrase los ojos, se levantó, acercándose a la ventana.
Los magnolios fronteros estaban florecidos y un sol rojizo les doraba las copas. Varias comadres, sentadas junto a la tapia en sillas bajas, hacían calceta.
«¿También tendrían vergüenza esas mujeres?», pensó, y en seguida comprendió que era un pensamiento estúpido.
La reacción pudorosa de Magdalena era natural. Lo extraño hubiera sido una aceptación sin reservas, como un muchacho o una ramera. La naturaleza de sus relaciones no justificaba que se exhibiera en parcial desnudez, ni siquiera para operación tan prosaica como un pinchazo medicinal. Un mes antes, cuando la virtud de Magdalena era un problema, le hubiera sorprendido. Ahora ya sabía a qué atenerse.
Se volvió a contemplarla. El diván estaba en penumbra, y la mancha del cabello empezaba a confundirse con las sombras. Magdalena respiraba fatigosamente: el aire, al pasar por la garganta, se trocaba en ronquido. Aproximándose silenciosamente, puso la mano sobre la frente. La fiebre había subido.
Ella abrió los ojos y le indicó que se sentara. Por señas pidió que encendiera una lámpara. Luego escribió algo en el papel:
«Si vas a quedarte aquí, necesitarás algunas cosas. Ahora me encuentro bien. Puedo quedarme sola una hora.»
Marchó a la Ciudad Universitaria, hizo un lío con sus utensilios de aseo y un par de camisas y recogió algún dinero. Luego pasó por la puerta de Orleans sin atender a las vendedoras que voceaban las últimas ediciones de los periódicos.
8
«Ahora debo pensar en mi conducta, que no es tan caballeresca como me pareció en un principio. Obligándola a aceptar mi compañía la pongo en trance de descubrirme su intimidad. Es muy posible que ella quisiera recatarse de mis miradas, es seguro que se hubiera recatado aunque llegase a ser mi amante o mi esposa. El matrimonio sólo descubre la intimidad a medias. Los más humildes actos humanos se escapan a la observación: sólo se suponen. Ahora yo voy a presenciarlos, inevitablemente. Será una experiencia única. Si ella fuese mi esposa, y pariese, yo estaría alejado. En esos momentos hay en torno madres, o hermanas, o comadronas: alguien que conoce lo desagradable, lo doloroso y lo sucio. Si ella, en el mismo caso, enfermase, habría sirvientes o familiares para ayudarla en los menesteres ínfimos. Las mujeres procuran siempre evitar la presencia del marido en esos trances: temen que se desvanezca el amor en presencia de la naturaleza. Es una idea antigua y perversa: cuando alguien quiere desenamorarse de una mujer, la imagina entregada a funciones elementales, y la imagen amada no resiste. Pero ellas son distintas. ¿Comprenden mejor, quizá por hallarse más cerca de la naturaleza? Si es el hombre el doliente, es ella siempre la que le ayuda y limpia. Parece como si el asco femenino, menos exigente, no existiera en absoluto para la madre o la esposa. Yo no lo entiendo bien, pero es así. Si Magdalena se hubiera visto en el trance de inyectarme sulfamidas en las nalgas, yo no me hubiera avergonzado. Y ella no es mi esposa ni mi madre.
»He sido un poco brutal. Le dije mi deseo firmemente, y no se atrevió a rechazarme. Pero ella hubiera preferido otra solución. Voy a verla en la más desoladora intimidad, sin ocasión de disimulo. Me parecerá menos adorable, llegaré a tenerle asco. Dentro de cinco días ya no amaré a Magdalena. Para pensar en ella tendré que esforzarme por apartar el recuerdo, y no lo conseguiré. Si fuese solamente una amiga, no importaría; pero la he amado, la amo todavía. El amor no lo resistirá; ella lo sabe. ¿Y por qué, siendo así, ha aceptado?
»Pero es lógico, está en su línea de conducta. Aquella noche, para alejarme, me reveló su secreto. No fue bastante. Puede impedir que sea su marido, pero no que la ame y la desee. Si ella se sabe hermosa, comprenderá que también me gusta. En el amor que le tengo es importante su belleza corporal; pero es de tal calidad, que no resiste lo inferior y lo sucio, aunque sea natural. La chica americana, siendo una bestezuela bonita, es más fácilmente concebible en determinadas ocupaciones, que no destruyen su gracia, como no la destruyen en una gata o en una pantera. Y si la belleza de Magdalena fuera exuberante y sanguínea, una especie de mujer espléndida y maternal, de esas cuya función más elevada es parir, tampoco sería ofendida o destruida: en toda naturaleza yace, escondido o evidente, cierto mal olor que obliga a mantenerse a distancia, sin más contacto que el de la vista. Cuando se entrega a una de esas bellezas, cuando se entrega a la naturaleza, el ritmo profundo de la sangre ciega los sentidos, y uno mismo huele mal, y se disimula lo ajeno en lo propio. Pero Magdalena es delicada. Su belleza es romántica. Está trabajada por el espíritu, parece de cristal. No tengo experiencia de su amor más allá de sus palabras, pero no la concibo brutal, sensual o simplemente ardiente. Debe amar de esa forma callada, sosegada y casta que se supone en ciertas mujeres cristianas; amor entero, de toda la persona, sin que el alma se divorcie, con el alma presente para elevarlo todo, hasta los acres olores. Si esa clase de amor existe, o es posible humanamente, es el de Magdalena.
»La fuerza espiritual puede redimir muchas funciones naturales y hacer de la comida o del amor funciones elegantes, pero no pasa de ahí su dominio. Un hombre puede contemplarse sin asco; una mujer delicada, no. Magdalena se tiene asco, y sabe que yo también se lo tendré. Si me ha aceptado a su lado es heroicamente, sacrificándose. Cuando haya recobrado la salud me habrá perdido.
»Y yo encuentro en esta circunstancia una alianza. Creí obrar empujado por la caballerosidad, pero fue un error. Secretamente, yo deseaba un motivo para dejar de amar, un motivo superior a mi voluntad, algo tan incoercible como el amor mismo; irracional, como la repugnancia, el miedo o la vergüenza. Lo tendré esta noche, o mañana. Lo tendré repetidamente a lo largo de estos días, sin remedio. Está enferma, y tiene que valerse de mí. Me portaré bien, impasible, sin torcer la cara. Estoy seguro de que no me delatará ni un solo gesto, de que ni mis ojos revelarán el desmoronamiento del amor. Lo contrario sería ofenderla, y no debo ni puedo hacerlo. Y cuando todo haya acabado, para que no advierta mi desamor, habré de fingirlo. No importa fingir; sólo importa que a última hora no embarace mi decisión el sentimiento. Pero entonces, cuando le diga adiós, será como un amigo al que se deja. Me habré salvado y habré salvado mi libertad. Aun a costa de su sacrificio.»
9
Estaba tranquilo y seguro de sí mismo, como quien espera un hecho fatal y favorable, y se entregó sin reservas al cuidado de Magdalena. Andaba alegremente, chanceándose y ayudándola con ironías amables. Ella estaba cada vez más febril, y apenas durmió en toda la noche. A la mañana le había bajado la fiebre, pero ya no podía hablar. Tuvo que valerse de lápiz y cuartillas para los diálogos indispensables. Si quería llamarlo, golpeaba una pantalla de cristal próxima al lecho, que sonaba como una campanilla, y él acudía riendo. A ratos le leía, o bien contaba cosas de su pasado, verdaderas o mentidas. No hablaba de la guerra ni de sus proyectos de marcha. Por no dejarla sola se hizo él mismo la comida, pero su repertorio culinario no pasaba de los huevos con jamón. Con esto, té, leche y pan se alimentaba. Tuvo que hacer la compra, y se rió de sí mismo al verse por la calle con una barra larguísima de pan dorado y un paquete de peras y manzanas, como un francés cualquiera. Ella no podía comer, y con dificultad bebía leche o té, que él le daba pacientemente, a pequeñas cucharadas, como a una criatura. Todo lo hacía riendo: habían convenido tácitamente que aquello carecía de gravedad y que ni el dolor agudo valía la pena de tomar en serio. Pero había momentos en que los ojos de ella se velaban, y sólo una fuerza superior la sostenía, y entonces él, discretamente, obraba con apariencias de máquina impasible, como un criado o una madre.
La tarde del segundo día, después de la inyección, la fiebre subió a treinta y nueve grados. Estaba amodorrada, arrebolado el rostro y pálidas las manos. Cerca de la noche, traspuesta de sueño, se inició el delirio. Abría los ojos y decía oscuras palabras incoherentes, cortadas por gemidos. Él procuraba sosegarla; pero, amedrentado, llamó de nuevo al médico. Las anginas seguían su curso normal, y el delirio era efecto de la fiebre. No era partidario de intervenir quirúrgicamente. No valía la pena.
Pasó la noche desvelado, sentado junto a ella, procurando remediarla con palabras en el dolor. De madrugada se durmió, más tranquila, y él se dejó caer en un sillón, fatigado.
El tercer día trajo consigo una mayor gravedad. No podía tragar. Respiraba difícilmente y la boca se le secaba. Intentó gargarizar inútilmente. La inyección, puesta por la mañana, le hizo subir la fiebre. En un momento escribió: «Esto me duele demasiado.» Javier desesperaba. Recordando viejos remedios familiares, compró limones y le hizo mascar rodajas untadas en azúcar, pero esto sólo le alivió la sed. Puso paños calientes hasta despellejarle la garganta inmaculada. Las fauces eran una masa carnosa color de fuego, salpicada de puntos blancos. La saliva, que no podía tragar, le resbalaba por las comisuras, y él le pasaba un paño por los labios, manteniéndolos limpios. Pero su ayuda no pasaba de estos pequeños remedios. Era tan fuerte el dolor, que más de una vez se le agarraban las manos de ella, crispándose sobre las suyas, única señal externa de sufrimiento, porque ni una sola vez la cara se torcía en mueca dolorida, y los gemidos que le salían eran inconscientes.
A Javier le humillaba su impotencia. Buscaba soluciones, sin que su imaginación las ofreciera. Sin darse cuenta de que le aumentaba el sufrimiento, le miraba en la boca, sujetando la lengua con el mango de una cuchara, como había visto de niño, y se le ocurría oprimirle las glándulas inflamadas hasta reventarlas. Sentía que lo hubiera hecho con las suyas, y sólo el temor de lastimarla le detenía.
Se acordó de Jiménez Rosas como de un remedio heroico. Había oído decir que era un brillante alumno de cirugía, y aunque le repugnaba acudir a un frentepopulista declarado, cobarde por añadidura, lo hizo. Tuvo la suerte de hallarlo en la Casa de España, y se comunicaron por teléfono. Le dio las señas de Magdalena, rogándole que se apresurase.
Jiménez Rosas llegó pronto, con aire de suficiencia, y al ver a Magdalena tendida le preguntó, sin preámbulos, si era su amante.
—No, no es mi amante. Es una camarada de estudios.
—Muy bonita me parece.
Obraba displicente, como quien se obliga a funciones inferiores. Le miró en la boca, le tomó el pulso —rechazando el termómetro—, hizo un serie de preguntas y por fin dictaminó:
—Esto no tiene importancia, y hay dos remedios. El primero, intervenir, dilatando los vasos. Pero habrá que esperar a mañana.
—Quiero un remedio más rápido. ¿No se le puede cortar?
—No. No es necesario ni aconsejable. Pero una inyección antidiftérica acelerará el proceso, provocando la resolución. Es doloroso.
—No importa.
Bajó a comprar la inyección prescrita. Jiménez Rosas actuó indiferente e implacable. Sin titubeos descubrió el vientre de Magdalena, lo limpió con alcohol y clavó la gruesa aguja. Magdalena dio un gemido.
—Ahora le subirá la fiebre, pero no importa. Es efecto de la inyección. Tardará algunas horas, no puedo decirle cuántas. Primero reventará la glándula izquierda, que es la más infectada. Más tarde, la derecha. Después es un problema de limpieza.
Habló de una cita y se marchó. Magdalena apenas se había dado cuenta de su presencia. Estaba amodorrada, y gemía. Le corría el sudor por las mejillas y su aspecto era calamitoso. Javier se sentó junto a ella, lleno de compasión, y le acarició los cabellos. Ella empezó a delirar. No lo reconocía. A juzgar por sus ojos, veía cosas extrañas.
Atardecía. Sin saber qué hacer, llevado por una curiosidad momentánea, empezó a revolver los cajones de la mesa. Pasaban las cosas por sus manos sin fijarse: pequeños utensilios femeninos, útiles de estudiante. De pronto, escondido bajo un montón de apuntes jurídicos, halló un grueso libro, encuadernado en tafilete rojo, con guardas metálicas y broches, como un misal. Creyéndolo tal, lo abrió. Estaba manuscrito, y en su primera página, con letra escolar, muy historiada, leyó: «Diario».
Empezaba muchos años atrás: la primera fecha era de 1926: «La madre Chantal nos ha dicho a las alumnas de tercero que debemos llevar en un diario todas nuestras impresiones, redactándolas una vez por semana. Es un ejercicio útil para perfeccionar el estilo. Ella repasará lo escrito cada mes y hará las correcciones necesarias. Tenemos que ser sinceras y discretas y no escribir jamás nuestros malos pensamientos…» Siguió hojeando. La escritura era clara e impersonal. De vez en cuando, pequeñas tachaduras y enmiendas de letra diferente, corrigiendo una oración mal enlazada o sustituyendo por otro un vocablo. Advertencias al margen, de la misma letra de las correcciones. Todo con aire de ejercicio colegial. Magdalena era entonces una buena chica en un colegio de monjas. Su alma era inocente y sin problemas.
Pensó en abandonar el diario, que se parecía al capítulo de una novela rosa. Pasó algunas hojas rápidamente. La letra era distinta, aunque de la misma mano. Los caracteres iniciales se personalizaban. Las fechas correspondían a varios años después.
«¿Cómo sería Magdalena adolescente?»
Buscó una fecha, al azar.
«30 de mayo de 1931. – Hoy hemos representado “Berenice” las de último curso, en la fiesta de despedida. Estaban las madres de todas las chicas. Vino mi tío Óscar. Hice “Berenice”, y Solange hizo “Antíoco”. Me dijeron que estaba muy bonita; fue la primera vez que se fijaron en mí. Yo puse toda mi alma al declamar:
Arêtez, arrêtez! Princes trop généreux,
En quelle extremité me jetez-vous tous deux!
Que de troubles, d’horreurs, de sang prêt a couler!
»En este momento me aplaudieron. Solange declamó maravillosamente, y fuimos las heroínas. El padre de Solange vino junto a nosotras y nos besó. Es un hombre elegante, del Cuerpo Diplomático, y vive casi siempre en el extranjero. Dicen que está separado de su mujer. Solange lo ama, y siempre me habla de él. Debe de ser muy hermoso tener un padre así, al que rodean todas las damas. No lo dejaron estar con nosotras: le invitaron a merendar en la mesa de la Madre. Pero después volvió y nos elogió mucho.»
Y como una posdata:
«Estoy contenta de que me hayan encontrado bonita. El padre de Solange me lo ha dicho dos o tres veces. Es la primera vez que esto sucede, y no me parece mal escribirlo. Además, la madre Chantal no volverá a repasarnos el diario, y en lo sucesivo podré escribir lo que quiera.»
El diario continuaba páginas y páginas. Miró la última fecha: correspondía a ocho días antes. Y en las páginas nerviosas descubrió su nombre.
Magdalena gemía, allí cerca, y su pecho respiraba agitado. Cerró el libro, arrojándolo en el cajón, como quien tira un objeto de pecado, y corrió a sentarse junto a ella.
«No debo leerlo —pensó—. No tengo derecho a saber nada.»
Salió al pasillo y lo paseó repetidas veces nerviosamente. El diario le atraía. Volvió a tenerlo en las manos y volvió a dejarlo.
«Pero ¿por qué no leerlo? Es su intimidad, pero ¿no estoy metido en ella? ¿No estoy viviendo a su lado hace tres días, ayudándole en los menesteres ínfimos, lo mismo que en el dolor? Todo lo sé de Magdalena, menos su historia. Ella no me la ha contado porque no se lo he pedido, y yo no se lo he pedido porque es una historia dolorosa. Ella no sabrá jamás que he leído su diario.»
Y después:
«Escribir un diario es una cursilería. No me explico cómo una muchacha elegante ha podido hacerlo. Pase en los tiempos de colegio: era una parte de sus obligaciones. Pero después…
»¿Y lo habrá escrito todo? ¿También la historia de su amor y todo lo nuestro? Me gustaría saber lo que escribió de mí. Aquella tarde que nos hemos conocido… Es una felonía. Si llegara a saberlo me despreciaría. Pero hay muchas más cosas en mi vida por las cuales me despreciaría también.»
Dudó durante mucho tiempo. Contra todas las razones se levantaba una curiosidad incoercible mezclada de vanidad: en algunas de aquellas páginas estarían escritas palabras gratas.
Se olvidó de Magdalena, febril y doliente, y acomodándose en un sillón —detrás de la mesa, por si en una tregua de la enfermedad ella le miraba— empezó a leer. Y fue capaz de dominar su deseo de buscar la fecha de su conocimiento: empezó la lectura por la primera página, en los días lejanos del colegio.
Magdalena es una buena alumna. Escribe un francés correcto. La madre Chantal no corrige demasiado, y las notas marginales son elogiosas. De vez en cuando, un párrafo demuestra personalidad; hay observaciones agudas sobre las compañeras, sobre los menudos sucesos colegiales. Cuando ironiza —levemente— a costa de alguien, la madre Chantal le recomienda caridad. Al final de curso conquista un puesto distinguido. «No me interesa demasiado. Pero no he querido defraudar a la Madre. Ahora estoy contenta por el veraneo.»
El veraneo es en Fengerolles. La tía, Arturo, son ya los personajes. Arturo es un muchacho muy guapo que la trata con displicencia porque ella es aún pequeña, pero que la elige como compañera de juegos y de diversiones hípicas. No se aburre con él.
Y así muchas páginas: invierno en el colegio. Monjas, compañeras, canciones y fiestas escolares. La muerte de su madre, a la que apenas veía, y una página de retórica funeral, con acotación marginal: «Muy sentida, muy hermosa.» El elogio funeral de la madre muerta contiene citas de Racine. Racine debe de ser el poeta usual en el colegio.
Algunos detalles femeninos: alegría por un traje nuevo, por un viaje a París o al campo. Observaciones sobre las visitas. Literatura.
A la salida del colegio, una especie de manifiesto: «He adquirido el hábito de escribir este diario. No sé si es bueno o malo, pero me gusta. Ahora me gustará más. Me prometo a mí misma ser sincera hasta la brutalidad (sic). La vida, ahora, será distinta. El próximo curso estudiaré en la Universidad. Los he convencido a todos de que debo hacerlo. No tengo demasiado dinero. Las cosas de mis padres han quedado muy embrolladas, y soy pobre. Hablan de casarme con alguien, pero me he defendido con mi juventud. Le debo a Arturo una ayuda inesperada: a él le parece bien que estudie Leyes, aunque después me case. Sus razones son distintas de las mías, pero coincidimos en lo fundamental. Iré a París, a vivir con nuestro administrador. Tiene dos hijos antipáticos, y él mismo también lo es; pero no importa. Me propongo ser independiente. Soy un poco la oveja negra de la familia, y todos, cuando hablan de mí, dicen, moviendo la cabeza: “Esa chica…” Se debe a que no tengo tanto dinero como ellos, y, a su juicio, una muchacha sin dinero está perdida. Es posible que sea cierto, pero yo no lo creo aún. Soy razonable, juiciosa y buena cristiana. No soy demasiado torpe. Conseguiré lo que quiero.»
París, la Universidad, la libertad, el encuentro con la vida. Comentarios sobre los compañeros o las personas con quien vive. La familia Poitu sale malparada: «Me tratan de una manera aparatosa y molesta. Parecen mis criados, y tienen muchísimo más dinero que yo. Pero me dejan en libertad.»
Las chicas tienen novios o amantes. Ella hace juicios severos, aunque a veces corrija: «Claro que yo no entiendo de eso. Nunca estuve enamorada.»
Encuentro con Solange. Ha estado en Inglaterra con su padre, y ahora viene a París. Su padre está destinado en el Quai d’Orsay. Almuerza en su casa. Durante algún tiempo hacen la vida casi juntas. Solange la acompaña a lugares elegantes. Ella desatiende la Universidad, pero la vida del gran mundo no la satisface. «Mis compañeros de la Universidad son más toscos, pero mejores.»
Habla con frecuencia del padre de Solange, pero de pronto empieza a hablar de Julio. ¿Quién es Julio? No hace una sola descripción. Pasan días y días. Sólo escribe de Julio. Por fin: «Estoy enamorada. Es muy hermoso.» Está enamorada de Julio, y Julio, en sus palabras, es un hombre perfecto. Él no sabe aún que ella le ama. Ella está sumergida en una especie de delirio. Describe su amor, maravillada de su hermosura. «Nunca pensé que se pudiera ser tan feliz con sólo pensar en él.» Y las dudas: «¿Cómo haré para que lo sepa?» Y un día: «¿Debo ocultarlo? ¿Es eso lo que debo hacer?» Por fin: «Ha venido a la Universidad, me ha llevado en su coche y me ha dicho que me ama.»
De pronto, un giro muy especial: «Julio es un hombre superior, y no es creyente. Se ha reído de mis escrúpulos religiosos.» Ya no reza ni va a misa. «¿Qué pensaría de mí la madre Chantal? ¡Oh! Me interesa mucho más lo que piensa Julio.»
Un día: «Quizá sea una locura, pero ya está hecho. No quiero pensar, sino entregarme a la felicidad.» Y una serie de consideraciones, ingenuas y cálidas, sobre la felicidad.
Las páginas pierden candor y ganan dureza. A veces, una aguda consideración sobre el amor o sobre la vida. Empieza el sufrimiento. En un momento escribe: «Ya no soy una niña, soy una mujer.»
Julio la ama, está segura de su amor. A veces está ausente, y ella se siente desdichada. «No puedo pensar con tranquilidad en los dos meses que viviremos separados», escribe al finalizar el curso. «Acabaré aceptando la invitación a su casa, aunque esto sea peligroso.»
De pronto, el primer choque: «Me ha dicho que va a casar a Solange con un hombre al que ella ni siquiera conoce y al que no ama. Yo he protestado, pero me dijo que yo no entendía de estas cosas. “El matrimonio —me respondió— no le impide amar, si encuentra amor.” He defendido a Solange, pero él se mostró inflexible. Le amenacé con decirle a ella toda la verdad, pero él se rió. “Solange se casará en septiembre, y con este motivo tú vendrás a casa una temporada. Así estaremos separados menos tiempo.”»
Entonces Javier se entera de que Julio es el padre de Solange.
Durante el verano, en Fengerolles, Magdalena se queda a solas con su amor. Anota las cartas que recibe y los comentarios que le merecen. Está fría y analítica. El proyectado matrimonio de Solange la ha desilusionado. Poco a poco va desnudando a Julio de perfecciones. Le ama todavía, pero dolorosamente. Le ama, un poco, por refugio. «Si dejo de amarle, ¿qué será de mí?» Él está igualmente enamorado, no la engaña. Conciertan una cita clandestina en que él está apasionado y ella fría. Por primera vez se habla de matrimonio. «Me ha ofrecido divorciarse y casarse conmigo. Yo he aceptado, pero con la condición de que respete la libertad de Solange. No me ha respondido.» Y poco después: «Si vuelve a hablarme de matrimonio, lo rechazaré. No me acostumbro a la idea de vivir con él como esposa.»
El amor es cada vez más débil y ella más analítica. Se juzga y lo juzga. No se queja una sola vez. Sólo palabras perdidas traslucen su desolación espiritual. Se burla cruelmente de sí misma. «Hoy he recibido carta suya. La quemé sin leerla. Voy recobrando la razón.»
Las anotaciones dejan de ser escuetas conforme el amor desaparece. Transcribe sus emociones con prolijidad. El desamor queda descrito en todos sus grados, con objetividad espantosa. Los juicios son menos frecuentes; las alusiones a hechos externos, escasas. Muchas páginas del diario son un capítulo detallado de novela psicológica. Pero el amor que se va lleva consigo muchas cosas. Magdalena se hace pesimista, la vida llega a serle indiferente. No se considera engañada, pero sí defraudada. A veces se traslucen ideas sobre sí misma. Ha perdido la fe más elemental, todo le causa disgusto.
«Si quiero reconstruir mi vida, no sé a qué acudir. No puedo esperar nada del amor: me lo he prohibido para siempre. Necesito una gran pasión o una gran fe. Pero ya no creo en Dios ni me será posible creer nunca. Sin embargo, tiene que haber algo que me saque de esta situación», escribe una vez.
Julio le escribe invitándola a la boda de Solange. Le responde que no irá, y marcha con Arturo a Inglaterra, «a la caza del zorro». «¿Qué me importará a mí la caza del zorro? Pero es un buen refugio.» En Inglaterra recibe nuevas noticias. La boda de Solange se ha aplazado, se aplazará indefinidamente si ella quiere, se romperá si es condición indispensable. Pero ya no le importa la boda de Solange. No contesta a las cartas, y se entrega a la caza y al «bridge» con gentes por las que no siente interés alguno.
«Julio ha venido a Londres y me pide una entrevista. No sé lo que haré.» Pero acude a la entrevista, y la relata con todos sus detalles. «Julio está desmoronado. Me ha hecho la impresión de una ruina. Nunca lo creí tan débil. Me ama, pero esto no me basta. Lo he tratado cortésmente, pero le dije con sinceridad que ya no le amo. Ha preguntado si tenía otro amor. Le respondí la verdad. Se ha marchado desesperado.»
No siente por él piedad ni compasión, pero tampoco odio ni rencor. «Se ha portado conmigo como un caballero. Yo soy la responsable. No tiene la culpa si he dejado de amarlo. En realidad, no sé si lo he amado alguna vez. El hombre a quien yo creía amar era una imaginación mía, sin parecido alguno con Julio.»
La conducta del amante es disparatada. Pocos días después es Solange quien le suplica desde Londres que vaya a verla. «¿Por qué ha venido ella?» Su padre le ha contado todo, y Solange está como loca. «No entiende bien lo que pasó. Ella es ingenua, y sólo comprende que todo esto es tremendo. Él le ha hecho mucho daño al contarle nuestra historia. No ha debido hacerlo. Es criminal quebrantar de esta manera la inocencia de su hija. Creo que lo desprecio.»
Solange le pide que se case con su padre: no aprueba el divorcio, pero comprende que su padre no podrá vivir sin ella. «No sé cómo he podido ser inflexible. He perdido a Solange para siempre.»
Días más tarde: «Julio se ha marchado a la Indochina. Solange se ha ido con su madre. Ya no se casará. Ni ellos ni yo seremos felices nunca.» A partir de este momento, ni una sola vez los alude.
Regresa a París, vuelve a la Universidad. Le molesta la compañía de los Poitu, y marcha a vivir sola. Hace una vida gris. No espera demasiado de su carrera, pero estudia con interés. Hace juicios sobre las personas a las que trata. Es generosa con todos, menos con ella misma.
Las excursiones a su mundo son cada vez menos frecuentes. Acaba reduciéndose a la sociedad estudiantil. Pero, entre las jóvenes bulliciosas, es un tipo extraño. «No sé qué pensarán de mí. Me esfuerzo por convencerlas de que mi silencio no es orgullo de clase. Pero no puedo ser como ellas. A. M. ha tenido un amante y ahora, después del desengaño, se ha entregado, ingenuamente, a la esperanza de otro amor. Yo no podría hacerlo. Tengo una moral distinta de la que no puedo desprenderme.»
«Algunos compañeros me buscan. Son muchachos excelentes, pero no puedo amarlos.» Se cree incapaz de un nuevo amor. Hace elogios de algunos hombres. «Si yo fuera otra mujer, la vida sería distinta.»
En la Universidad hay algunos comunistas. Cuando los descubre, consigna su impresión. «Me dan miedo, pero me atraen. Son fanáticos y duros consigo mismos. No viven más que para la revolución.» Frecuenta su compañía y encuentra un clima de rigor muy parecido al suyo. «Si fuera capaz de acompañarlos en su pasión, estaría salvada.» Se hace comunista.
Por entonces se encuentra con George. «Es un hombre bueno», define. Y después: «Creo que podrá ser mi amigo.» Con George tiene largas conversaciones. «No entiendo su fe, pero le admiro. Es el único hombre religioso que no me parece despreciable. Creo que está enamorado de mí, pero éste no es el motivo por el que me perdona mis ideas.» Llegan a la intimidad, y ella le hace su confidente. La amistad de George acentúa el matiz moral de las Memorias. Magdalena vive en el centro de su pecado, lo discute, se niega a aceptar toda idea de pecaminosidad. Y, sin embargo, el pecado le va destruyendo el interior del alma. Su vida es un «no» a los valores y a las cosas, acaba siendo un «no» a sí misma. La moral comunista, que toma en serio, con todo rigor, la conduce a una ascesis extremada. «¿Por qué me he alegrado alguna vez de ser bonita? Mi belleza no influye en los procesos económicos. Debo despreocuparme y, si es posible, ocultarla. Y, mejor, destruirla.» Ingenuamente describe sus ensayos de camouflage: las gafas negras, las ropas mal cortadas cuando convive con sus camaradas. Un día descubre que sus pechos son un encanto, y se ciñe los pechos. Pero, a solas, comete infracciones de su nueva moral. «Esta mañana he contemplado con placer una camisa de crespón; la he acariciado, he sentido tentaciones de ponérmela, pero me sobrepuse y la destruí.»
Se entrega a la propaganda, frecuenta los medios obreros. Busca una explicación plausible a todo lo que le parece desagradable. Pero no es «totalmente» comunista. Hay un núcleo espiritual intacto, constituido por lo que no puede olvidar del todo. Después de grandes temporadas entregada a la acción, viviendo fuera de sí, recae en su vida antigua. «No puedo librarme del pasado. ¿Por qué? Mi moral es distinta, y desde mi nueva moral, “aquello” no tuvo importancia. Pero mientras no lo borre todo definitivamente, hasta del recuerdo, mi vida actual será falsa y forzada. En el fondo, estoy llena de prejuicios burgueses, que sólo puedo confesarme a mí misma. George se reía de mí y me tranquiliza diciéndome que no son restos de mi educación clasista, sino que “eso” constituye mi fondo de humanidad, por el que podré reintegrarme a la vida cristiana. Él no comprende que yo ya no puedo ser cristiana, que nadie puede ser cristiano. El cristianismo no resuelve nada. Hoy está aliado a las clases capitalistas, etc.»
Poitu es el cordón umbilical por el que aún se relaciona con su familia y su mundo. Cuando escribe de él o de sus hijos, lo hace caricaturizándolos. La familia Poitu es una especie de símbolo sobre el que vierte todas las acusaciones nacidas de su fe revolucionaria. Si existe en ella resentimiento, lo ha acumulado sobre los Poitu. Cuando la invitan a pasar el verano en Fengerolles, pide permiso para llevar un amigo, y elige al más inteligente y «presentable» entre sus camaradas. Espera hacer de él un instrumento de venganza. Pero lo toman a broma, y Arturo se burla de él. El joven comunista, un poco deslumbrado, atenúa sus afirmaciones, y es Arturo el que piensa radicalmente. Ella se siente fracasada. «Es inútil esperar que puede vencerse a los aristócratas con dialéctica. Ellos son más ingeniosos que nosotros. No queda otro recurso que la revolución.» Cuando se siente teórica de la estrategia marxista, su ingenuidad es enorme. «He aquí un plan de ataque a París. Partiendo una mañana desde la Banlieu…»
Entre las obreras no es popular. Las domina a fuerza de inteligencia, pero no la quieren. Alguna la acusa de aristócrata. «Tengo que desprenderme de todo, hasta de la manera de hablar. Tengo que ser “otra” mujer, y sólo así mi conversión será auténtica. Hoy he dicho una grosería con toda naturalidad. A nadie llamó la atención, más que a mí. Después, a solas, tuve vergüenza, pero esto es debilidad. En lo sucesivo, para acostumbrarme, hablaré como “ellas”. Es un problema de hábito.»
Lleva la cuenta escrupulosa de todas las victorias sobre sí misma. «El día que consiga dos cosas, habré triunfado. La primera, ser la compañera de uno de mis camaradas, de cualquiera. La otra, renunciar a mi soledad —a mi casa y a todo lo que ella representa— y marcharme a vivir con todos, sin intimidad. Ese día ya no escribiré más sobre mí misma, y destruiré este diario.» Pero siente repugnancia de entregarse a cualquier hombre. «Sería un engaño para los dos.» Y ama demasiado su casa, sus libros y sus flores. «En el fondo, soy una ridícula burguesa. Algún día dejaré de serlo.»
El día que se han encontrado —ella y Javier— no hay nada escrito. Javier se siente defraudado. Pero el segundo encuentro, en el comedor de la Ciudad Universitaria, ha dejado huella. Le llama «español impertinente».
«George tiene de él una idea demasiado generosa, acaso por su simpatía hacia todo lo español. Yo no tengo motivos de generosidad. Se ha burlado de mí, aunque hoy me haya tratado con cortesía.»
Está allí toda la historia, vista desde el otro lado. Javier conoce, por palabras de Magdalena, lo que él se ha esforzado en adivinar. Pero se encuentra a sí mismo un tanto desconocido. En un momento, Magdalena se plantea una pregunta: «¿Por qué le amo?» Y ella misma responde: «No lo sé. Acaso sea porque, debajo de su apariencia de hombre refinado, culto y cortés, conserva un ímpetu primitivo y apasionado que no he visto jamás en ningún hombre. Su mismo problema de honor, el que nos separa, es un problema anticuado, si se quiere ridículo; pero yo se lo agradezco, y al saber que sufre por mi pecado, me siento más completa.» Es curioso que Magdalena se haya esforzado en no idealizarlo, y, sin embargo, que se haya equivocado. Ha tomado en serio su mentira. Pero el hombre que describe Magdalena, del que se ha enamorado, es, justamente, ese por quien él se siente amenazado, con quien teme identificarse, del que desea huir.
«Se ha enamorado de mi entelequia», piensa, riendo de su propia pedantería.
Javier, para ella, encama todos los valores desdeñados, es un enemigo símbolo. «¿Cómo puedo amarle, si odio todo lo que él representa? ¿O será que mi odio era una ilusión, o que no es lo bastante fuerte? De todas maneras, él ha venido a destruirlo. Cuando le espero me preocupo de estar bonita. Cuando estamos juntos, mi pasión política se debilita, y necesito esforzarme hasta la violencia para atacar o para defender. No necesita vencerme con disputas: basta con que algo no le guste para que inmediatamente pierda valor y se me torne indiferente. Mi voluntad fracasa: pienso, siento y quiero lo que él piensa, siente y quiere. En la guerra de España soy partidaria decidida de los sublevados; pero esto no me atrevo a confesárselo, porque sería la confesión irremediable de mi debilidad, de mi entrega absoluta. Y todo esto, ¿para qué? ¿Qué significa este amor en nuestras vidas? ¿Acaso nos hará felices? Por el contrario, es una cuña metida entre los dos, una cuña dolorosa, que acabará apartándonos.»
Magdalena escribe de su amor con la objetividad y la dureza a que está acostumbrada. Analiza y juzga, pero, además, concluye. El porvenir no es una incógnita, ni siquiera varias posibilidades de las que una ha de ser elegida, o a la que haya que esperar si de la suerte depende. «No es posible. Cuando él se vaya se me han cerrado todos los caminos, menos uno.»
10
Cerró el libro, e hizo una frase:
«Esto es una novela rosa, sólo que verde.»
Pero añadió:
«Y yo soy un majadero incorregible. Es una historia tremenda, y ella una mujer admirable. Ha pasado a través de una pasión lamentable, y no ha sido cursi un solo instante.»
Le halagaba, sobre todo, su elegancia. Había temido que la historia de Magdalena tuviese algo de folletín: amor, engaño y abandono, porque en ese caso él sería heredero de otro hombre que le dejaba sus despojos. ¡Oh, cómo temiera a la explicación de una historia así! Por mucho que fuera su amor, no creía resistir la escena. «Yo le amaba y él me abandonó», etcétera. Al saber que aquella escena no existiera jamás, todos sus escrúpulos de honra le parecían inútiles, y el pecado, por orgulloso y altivo, menos pecado. Pero también su situación menos humillante, porque no heredaba las sobras de nadie, porque «el otro» y su amor habían sido expulsados del corazón de Magdalena por un acto voluntario y soberbio. Y «el otro» se consumía de fiebre y desamor en un lugar de la Indochina.
Volvió el libro a su escondite y se acercó a Magdalena. No sabía cuánto tiempo había pasado leyendo. Fuera, la ciudad se había Sosegado. Dieron las dos en un reloj lejano. Tuvo la impresión de ser recién llegado a algún lugar misterioso y fantástico, y tardó en acomodarse a la realidad. Magdalena estaba cubierta de sudor, medio destapada. La fiebre era alta. La llamó, ella abrió los ojos y le miró, sin reconocerle. Luego se llevó las manos al vientre, como señalando el sitio del dolor. Le apartó las manos del lugar endurecido, y al tocárselo, ella gimió. Le limpió la cara cuidadosamente, y le dio limón a mascar. Se sentía invadido por una piedad profunda. Pensó que, contra sus previsiones, no le tenía asco, sino amor. Ahora que ella no lo advertía, se atrevió a acariciarla. Recogió su cabeza en su regazo, y la besó en la frente. Así estuvo mucho tiempo.
Su experiencia había, indudablemente, fracasado. No sentía el esperado desamor, sino firme y multiplicada la ligazón antigua. Estrujaba la cabeza buscando la explicación de su fracaso: porque, en los días que la había visto entregada a la pura animalidad, como una bestia o un pequeñuelo, ni un solo momento se sintiera asqueado. Antes bien, la ayudaba en su flaqueza con ánimo resuelto, colaborando con burlas divertidas en el disimulo de su pudor. No se preguntaba por qué lo había hecho, sino en virtud de qué metamorfosis sus propósitos de liberación se cambiaban en atadura más recia. Viéndola ahora, comprendía que cada vez le sería más difícil abandonarla. Su sentimiento amoroso se complicaba con otros sentimientos olvidados o desconocidos: no sólo la piedad por el dolor y la impotencia, sino la clara conciencia de una proximidad esencial, de una casi identidad frente a alguna cosa que su mente no se atrevía a nombrar, pero que le sonaba en la oscuridad del espíritu como un golpe monótono. Se preguntaba si sería aquello la caridad; si la había cuidado movido por el mismo impulso que había llevado a Eulalia a limpiar y ungir el cuerpo lastimado y pobre de la Berta, hasta transfigurarlo. Si esto era así, nunca como ahora se habían conmovido los cimientos de su vida; porque para luchar contra el amor había hallado alianza en su propia deficiencia, pero desconocía las armas contra la caridad naciente.
Le sorprendió la madrugada entregado a estas meditaciones. Llevaba su alma horas de íntimo y angustiado soliloquio. Magdalena, sumida en una mezcla de sueño y delirio, se apoyaba en él. Le había bajado la fiebre, pero la respiración era más fatigosa, y los gemidos más frecuentes. Después quedó tranquila, como adormecida. Él comenzaba a dejarse ganar por el sueño, cuando Magdalena empezó a toser, y se le escaparon por los labios cuajarones de sangre negra y apestosa. Acudió a limpiarla. Estaba despierta y vaciaba la boca de la roña expulsada de las amígdalas.
—Esto ha terminado —dijo Javier.
Después de haberla desinfectado, ella le dijo:
—Tengo hambre.
Le trajo leche y le ayudó a bebería.
—Ahora debes dormir.
—No podré. Estoy espabilada. Y muy contenta.
—¿No te duele ya la garganta?
—No estoy contenta por eso.
Le rogó que se sentara junto a ella, en el borde de la cama.
—Hace mucho tiempo que estoy despierta y que no me duele nada. Sentí un pinchazo agudo que me despertó, y la boca se me llenó de sangre. Pero me di cuenta de que me tenías en tus brazos y de que me acariciabas. Fue tan inesperado y tan grato, que no pude renunciar. Me fingí dormida y retuve la sangre en la boca hasta que la tos me obligó a incorporarme y escupirla. Hubiera seguido así indefinidamente, aunque me costase morir, porque por primera vez me sentí amada por ti.
11
Había aparecido George a media mañana, desesperado de encontrarlos y después de haberlos buscado durante tres días. Al saber la enfermedad de Magdalena le reprochó por no haberlo avisado: Eulalia hubiera hecho una buena enfermera.
Escuchándole, Javier lamentaba su ocurrencia de ser él quien la cuidase exclusivamente. No había hecho más que complicar su situación. Estaba ahora fatigado y febril, y había empalidecido.
—Debe usted ir a dormir. Yo acompañaré a Magdalena, y mi hermana vendrá luego. Ha cumplido usted y no es cosa de que vaya a enfermarse.
—Verdaderamente, no lo deseo.
La mano de Magdalena, al despedirse, fue más expresiva que nunca. Le pidió que volviera después del descanso, a cualquier hora. Pero George le convenció de la necesidad de un largo sueño.
Al entrar, buscó en la conserjería la correspondencia. Había una sola carta, pero el membrete lo llenó de profunda alegría. Leyó apresuradamente. Le anunciaban un barco para aquella misma semana, cinco días más tarde. Esperaban su aviso telefónico para reservarle cabina. El barco saldría de Boulogne-sur-Mer, camino de Nueva York.
«¡Es mi salvación!», pensó.
Se apresuró a telefonear. Al día siguiente iría a hacerse cargo del pasaje. Para Lisboa, desde luego. Allí, seguramente, hallaría barco hasta Buenos Aires. No habría dificultades para el desembarco.
Se metió en la cama, y no pudo dormir. El sueño le había escapado. La seguridad del viaje provocaba su imaginación. Se veía en el barco, libre por fin, camino de Lisboa primero, en la Argentina después. No estaba seguro de olvidar, pero sí de que pondría toda su voluntad en conseguirlo. París era un paréntesis en su aventura, en todo caso un paréntesis ingrato, y Magdalena quizás una sombra acosadora, de la que no podría desprenderse. Pero ¿qué sabía él? La acción vuelca a los hombres sobre el mundo, les arrebata la vida interior, fatiga el alma y no da lugar a devaneos. Sí; cuando en las altas noches despertase la recordaría. ¿Y qué? ¿Por qué había de suponer que el recuerdo sería doloroso? ¿No recordaba ahora a María de la Victoria sin que el corazón se le encogiese?
Algún día Magdalena sería un recuerdo así.
Era pecado la huida. Pecado, según George, aun marchando a la guerra. Mucho mayor pecado mintiendo un heroísmo por el que no se decidía y marchando a la Argentina, en busca de un destino imaginario. Pero él no tenía experiencia del pecado, no creía en él; o quería no creer. Si algún momento lo había turbado, también, como al recuerdo de Magdalena, esperaba dominarlo. ¡Bah!
Se durmió, y su sueño fue tranquilo. Despertó de madrugada. Hacía mucho tiempo, el día de su primer despertar en París, había comprobado la elasticidad de sus músculos. Ahora le dolían las piernas con un dolor sordo y cansado. Era el paréntesis.
Preparó un poco de té. Asomaba el sol por encima del bulevar. Recordó la petición de Magdalena, y, luego de vestirse, marchó a pie a la plaza de Italia. París despertaba, corrían los primeros autobuses, y los servicios municipales cortaban el tránsito escaso. El sol, pasando por el agua de una manguera, lanzaba a las paredes su arco iris.
Entró y llamó suavemente.
Se oyeron unos pasos menudos, y Eulalia apareció en la puerta.
—Buenos días, Eulalia.
Ella puso un dedo sobre la boca.
—Está durmiendo.
—Vengo a relevarla. Debe usted ir a dormir un poco.
—Como usted quiera.
Puso un abrigo ligero, le dio la mano, y marchó. Magdalena dormía. Le tomó el pulso. No tenía fiebre, y su sueño era normal. Se sentó junto a ella y la contempló a la luz creciente de la mañana. Se le aclaraba el rostro ensombrecido y el cabello revuelto. Tenía la boca entreabierta y una mano caída fuera del embozo.
«El paréntesis de París —pensó— lleva su nombre. Magdalena quiere decir todo este mundo antes ignorado y del que ahora me aparto: creer en Dios y combatir por España. Religión e historia. Acaso sean los nuevos caminos del hombre, pero yo prefiero los viejos. Por lo menos, los prefiero para mí. Ella empezó creyéndome un reaccionario. Lo soy más allá de sus sospechas. No me gusta lo que empieza, porque no creo entenderlo, pero admiro lo pasado, y marcho al único país donde puede ser posible. Soy una protesta viva, y en primer lugar una protesta contra ella. Me da su amor por el sacrificio de mi destino, del que yo me he trazado; pero no acepto. Puedo, si quiero, trazarme otro, enderezar mi vida, dejar el ser por otro ser. Es lo que me pide la fe. Matarme para renacer. Pero aunque sea renacer para Dios, ¿por qué he de matarme? Hay algo más hondo en mí, rechazándola, que un problema de honor. Acaso toda mi lucha no sea más que la defensa, disfrazada, de mi instinto, que no se resigna a perecer. Efectivamente, yo puedo desposarla. El honor no ha sido más que un disfraz. Si ella no comprometiera, con su amor, mi destino, yo me la llevaría. Pero George tiene razón: ella busca en mí, quizá sin sospecharlo, su salvación, no sólo la felicidad por el amor, y su salvación exige mi sacrificio. Pero mi vida exige el suyo, y debo procurar ahogar el dolor que me causa sacrificarla.»
Estaba ya determinado. Su indecisión hallaba alianza en aquel barco que, cinco días más tarde, zarparía de Boulogne para Lisboa. Comprendía que, de tardar algunos días más, se hubiera entregado al sentimiento y a la fe. No podía ya luchar más. Tenía a los dioses de su parte, no sabía a cuáles.
Magdalena despertó dulcemente, y al verlo, sonrió. Habló luego con voz ahilada:
—¿Me estabas mirando?
—Sí.
—¿Hace mucho tiempo?
—Desde la madrugada.
—Acércate. Siéntate a mi lado.
Ocupó un lugar junto a ella, y se recostó. Magdalena le pasó el brazo por debajo de la cabeza.
—No te apartes de mi lado. He soñado que te marchabas, y al despertar y verte tuve una gran alegría. No es cierto que te marchas, ¿verdad?
Él no respondió.
—Te advierto —continuó ella— que en mi sueño, al saberlo, no lloraba. Lo acepté como algo irremediable. Puedes decírmelo si es cierto.
—Marcharé dentro de cinco días.
—¿Estaré buena para entonces?
—Sí. Ya no tienes nada. Mañana o pasado podrás levantarte.
—¡Qué extraño me parecerá París sin ti!
Calló un momento; luego dijo:
—¿Te vas a España?
—Sí.
—¿A la guerra?
—Sí.
—¿Y después?
—¡Qué sé yo si existe ese después!
—Tengo el presentimiento de que no morirás. Para ti hay un después todavía. Después, te casarás.
—No.
—Debes hacerlo. Me has hablado, alguna vez, de una chica, María de la Victoria. ¿Te casarás con ella?
—No, no. No me casaré nunca.
—Imagino a María de la Victoria como una mujer delicada y silenciosa. La amarás algún día. Cuando estés en la guerra y necesites escribir a una muchacha, le escribirás a ella. Y cuando regreses, la necesitarás a tu lado. La guerra destruye demasiado, y nadie puede reconstruirse sin el amor. Entonces serás otro hombre. Ahora me amas, y mi amor te duele. La guerra te ayudará a curarlo, y cuando me hayas olvidado, podrás amar a María de la Victoria. No sé cómo será el mundo entonces, pero en tu tierra habrá un lugar de soledad para vosotros. Busca ese lugar, y protégela para ti. Debes hacer de tu matrimonio tu salvación. Hace mucho tiempo, cuando estudiaba Derecho romano, aprendí una frase admirable, la única que recuerdo de todas las aprendidas. Cuando se casaba una muchacha, decía: Ubi tu Caius, ego Caia. En realidad, nunca, hasta ahora, renuncié a pronunciarlas algún día. Llegué a creer, o a desear, que sería a ti a quien las dijera, pero fue un error. Enséñaselas a María de la Victoria, y que sea ella quien te las diga.
Tosió un momento, y Javier se aprovechó de la tregua para preguntarle:
—Y tú, ¿qué harás?
—No lo sé. Tampoco quiero pensarlo. De momento, estar contigo siempre que pueda, como estamos ahora. Todavía no empezaste a destruir el amor que me tienes, y yo estoy contenta a tu lado. No pido más, ni deseo más. Hablar o estar callada, pero junto a ti, hasta el último momento.
12
Se había citado con Sofía Coria en La Rotonda. Ella quería darle algunas cartas para enviar a España desde Lisboa. La encontró con las gafas puestas, fumando, y entregada a la lectura de un libro.
—Vient de paraître! —le dijo, mostrándoselo.
—¿Qué es ello?
—Véalo. Filosofía hindú. El karma, el nirvana, y todas esas cosas. ¿Le interesan?
—No.
—A mí, sí. Mi edad provecta me autoriza a preocuparme un poco por el más allá.
—La suponía católica.
—También lo soy. Pero mi catolicismo es poroso, y me permite excursiones a otros campos. Llámele, si quiere, eclecticismo. ¿Se marcha usted por fin?
—Sí. Mañana. El barco zarpa de Boulogne-sur-Mer.
—Siéntese conmigo e invíteme a cenar.
—¿Aquí?
—Puede usted llevarme a un sitio mejor. ¿Conoce algún lugar extraordinario donde se coma bien y barato?
Él habló con elogio de «Chez Rosalie», y por su proximidad, a ella le pareció bien.
Habían elegido menú, cuando ella preguntó, sin preámbulos:
—¿Qué ha hecho usted de aquella niña?
—¿Aquella niña? ¿Quién?
—Me refiero a la señorita de Hauteville, a su novia. Usted la creerá una mujer, pero yo soy lo bastante vieja para considerarla niña, demasiado niña.
—La veré dentro de un par de horas.
—¿La deja usted aquí?
—Naturalmente.
Sofía Coria sonrió.
—Comete usted une error irreparable. Debía casarse con ella.
Y después de breve pausa:
—Usted ignora que hemos estado juntas, después de aquella tarde.
—No lo sabía.
—Es una chica leal. Le rogué que se lo ocultase, y veo que lo hizo. Pero yo se lo referiré. Pasó una tarde conmigo, toda una tarde. Y hemos hablado, naturalmente, de ustedes. Es una chica encantadora, y le quiere.
Javier no respondió.
—Pero yo no les entiendo, ni a ella ni a usted. Hace tiempo que renuncié a entender a las nuevas generaciones. Nosotros nos teníamos por complicados, y lo éramos, pero ustedes son absurdos. Yo no creo en la felicidad completa, pero sí en una felicidad mínima, que pocas veces se alcanza, pero que no debe desdeñarse. Hay muy pocas ocasiones de conseguirla, y usted la ha encontrado. Pero se las han compuesto de tal modo, que la hacen imposible. No lo culpo a usted totalmente. A ella también la culpo.
—¿A ella? Es injusto.
—No lo es. Hubiera sido muy fácil atraparle a usted, Javier. Bastaba un pequeño engaño. Yo le hubiera engañado sin remordimiento. Pero ustedes tienen unas ideas demasiado exageradas, demasiado radicales. Quiso ser leal con usted, y lo fue, sabiendo que al serlo lo perdía. Hay quien piensa que eso es heroísmo. A mí me parece estupidez.
—¿Usted aprueba una felonía?
—¡Por favor, no use de palabras gruesas y comprometidas! Tiene usted una excesiva tendencia al dramatismo.
—Pero, comprenda: un engaño hubiera sido inútil. Yo lo hubiera descubierto, y después…
—No. Usted no lo hubiera descubierto, si ella no lo quería. Una mujer dispone siempre de mil medios de engañar a un hombre, y si está enamorada, los medios se multiplican. Yo la hubiera aconsejado, la hubiera guiado, y ahora no se marcharía usted solo, ni quedaría ella en una desventura seguramente irremediable. Sí, irremediable. Sé un poco de eso, y lo de Magdalena por usted pertenece a esos raros amores que comprometen la vida de una vez para siempre.
Javier se sentía acosado. Acudió a la mentira para ensayar una defensa.
—Sofía, dentro de cuatro o cinco días estaré en España. Marcharé a la guerra en seguida, pero de veras. Quiero decir a primera línea. Hay un riesgo de muerte. Es posible que cuando la guerra acabe, yo esté vivo todavía, pero no debo esperarlo. Parto con la convicción de una muerte inmediata. ¿Cree usted todavía que debo llevarla conmigo? A mí me parece mucho mejor acabar todo de una vez, por ella y por mí, y no añadir el dolor de una viudez prematura en tierra extranjera.
—Eso es lo que usted prefiere. Pero, ¿y ella? Usted no se ha atrevido a preguntárselo. Yo no quiero juzgarle, Javier, pero temo que usted se marcha por huir de Magdalena; que va a la guerra por resolver negativamente este lío en que se ha metido.
—Le aseguro, Sofía, que lo hago por patriotismo.
Sofía, duquesa de Coria, bebió un vaso de vino, sonriendo.
Se encontró con Magdalena poco antes de las diez. Estaba más animada que de costumbre, y no aludió a la marcha. Se retiraron tarde, y él la llevó hasta casa.
—Hasta mañana —dijo ella.
—¿No será mejor despedirnos ahora? La estación es un lugar demasiado público.
Magdalena le puso las manos sobre los hombros.
—Tengo que pedirte algo, Javier. Quiero ir contigo a Boulogne —sonrió, añadiendo—: Iba a pedírtelo con una frase patética, pero prefiero decirlo sencillamente.
—¿Has pensado que George irá a la estación?
—Lo sé y no me importa.
—Cómo tú quieras. ¿Vengo a buscarte?
—No. Yo estaré allí. Gracias.
Le dio la mano.
—Ahora, vete. Tenemos que madrugar.
Hacía una noche clara y tibia. Caminando junto al parque, echó de menos el perfume que, en noche semejante, habría en cualquier jardín de España. Pero acaso su ausencia desembarazaba los sentidos inferiores, dejando libre el espíritu de toda sensualidad. Subió a su habitación y abrió la ventana. Estuvo acodado mucho tiempo, quizás horas enteras, viendo desfilar imágenes atropelladas por su espíritu. Esperaba una noche de tortura sentimental, pero la determinación de Magdalena la había evitado. Ahora podía sumergirse en las imaginaciones que suscitaba la próxima aventura.
Anticipaba sucesos. Lisboa, la espera de un barco, el viaje —¡por fin!— a la Argentina. Eneas recobra su libertad, y mientras arde en la costa la pira en que Dido se consume, los barcos se alejan hacia las alturas del mar, buscando a Roma. Aún aguardan muchos peligros y aventuras, muchas dificultades hasta fundar las altas murallas de Roma y ganar por el acero el corazón de Lavinia. Irá a Buenos Aires, directamente, prescindiendo de la etapa neoyorquina proyectada. Necesita huir rápidamente, abreviar los trámites de su decisión, meterse en lo más revuelto de la vida incierta.
No sabe qué hará, ni a dónde irá. Buenos Aires es un punto de partida. Hay la ruta de las Pampas, la ruta de las montañas y la de la selva. Cualquiera es buena, las tres desconocidas. Un hombre sin equipaje —el suyo quedará en Buenos Aires— puede arriesgarse por cualquier camino, aun por los malos caminos. Debe ser delicioso andar por lo desconocido, ignorando esta noche lo que sucederá mañana, si el día traerá suerte o desdicha, muerte o vida. Azarosa existencia, regida por los númenes estelares o la ciega fatalidad. Como los héroes antiguos, fieles a su destino.
Atrás queda Europa, vieja y compleja. Primero París, como un resumen. Cuando desfallezca, en el desierto o en la selva, recordará la sabia arquitectura; cuando los hombres le parezcan toscos, recordará las maneras delicadas; cuando encuentre almas turbias y soeces, recordará a George. Pero en París no hay energía elemental, pasiones brutales, lucha por la vida, por el poder. Treinta siglos han hecho Europa incapaz para los espíritus fuertes.
Luego, España, ahora partida y revuelta. Un día pasará, y sobre sus piedras vendrá la paz, y el sosiego en el espíritu de sus hombres. Nada habrá cambiado, porque en España nada cambia esencialmente, y sus hazañas y sus gestos quedan en la mitad. Es inútil pelear. Todo es lo mismo.
¿Y Dios? ¿Y ese Dios que le persigue como a un zorro la jauría, acosándolo por todos los rincones de su conciencia? También se librará de Dios, cuando su espíritu recobre la libertad perdida y sea otra vez señor de su voluntad, y logre encerrar, o ahogar, las potencias sublevadas. Está seguro de sí mismo, otra vez, después de tanto tiempo. ¿En cuántas cosas puede pensar ahora sin turbarse? Recuerda su perplejidad religiosa sin que le acometa, como días atrás, la necesidad de oración. Están casi rotos los cables que le religan a la Deidad. No siente el peso de Dios sobre sus espaldas ni se le atormenta el corazón con la presencia del pecado. Fue una experiencia dura, pero necesaria. Saldrá de ella como un atleta victorioso.
Puede pensar en Magdalena… Es la piedra de toque. Se esfuerza por evocar su imagen. La ve sobre el fondo oscuro del parque, poniéndole las manos sobre los hombros y pidiéndole que la deje ir, ella también, hasta Boulogne.
Sus oídos le repiten las palabras, y otras muchas que parecían olvidadas. Todas las escucha, esforzándose por captar los movimientos mínimos del corazón.
No se estremece ni se le nubla el espíritu. Puede esforzar la memoria tras un verso latino que quizá logre conmoverle:
Illa, graves oculos conato atollere, rursus
deficit; injixum stridit sub pectore vulnus.
Pero tampoco el verso le conmueve. Enciende un cigarrillo, y lanza el humo al espacio, para que disuelva la imagen persistente. Y se va la imagen. Así se irá algún día de su corazón.
Vuelto de espaldas a la noche, contempla su equipaje ordenado, las maletas cerradas, todas sus cosas dispuestas, como él, para partir. Sonríe pensando en su poca utilidad futura. Todo cuanto le ha ayudado en sus mentiras, queda sin empleo. Lo lleva consigo, pero puede dejarlo en París, o en el muelle de cualquier ciudad. Eran sus armas contra la civilización, cuando se sentía inferior. Ahora se ha superado. Afrontaría París sin máscara, como afrontará la vida en cualquier parte escondida donde la lucha sea de otra manera, pero más varonil: astucia, músculos, voluntad, contra literatura.
13
Llegó demasiado temprano a la estación, como si el temor o la prisa le obligasen a abandonarlo todo rápidamente. Antes de salir, había contemplado un gran rato el parque, los jardines, los edificios abigarrados de la Ciudad Universitaria. Tardaría mucho tiempo en olvidarlos, si es que alguna vez se le borraban del recuerdo. Las veredas, el césped, los árboles y las flores iban unidos a un nombre y a un amor, pero también a horas atormentadas que habían dejado huella en su corazón y en su rostro. Se miró al espejo, viéndose cansado, y recordó la primera vez que se había contemplado en él, vestido de gris, elegante y finchado, dispuesto al triunfo. Le hubiera gustado salir de París con la misma petulancia ingenua con que había llegado. Era su virginidad espiritual, y la había perdido. Se había hecho hombre pariendo el dolor, como las doncellas se hacían mujeres pariendo un hijo.
No le esperaba nadie. Faltaban tres cuartos de hora para la salida del tren, y tuvo tiempo de buscar acomodo junto a una ventanilla, y depositar cuidadosamente el equipaje inútil, que ya había determinado enviar a su familia desde Lisboa.
Encendió un cigarrillo, y paseó por el andén. Observaba apasionadamente a los viajeros para ahuyentar sentimientos que le acosaban. George le había prometido venir: quería verlo por última vez, abrazarlo, y acaso encomendarle a Magdalena. De buena gana le diría: «Cásese usted con ella. Es posible que consiga su amor. No es a mí, es a usted para quien estaba destinada. No la abandone: merece ser salvada.» Pero estaba seguro de no atreverse.
George llegó, dando grandes zancadas y agitando los brazos.
—¡Eh, Javier, Javier! ¡Estamos aquí!
Creyó que vendría con Magdalena, pero eran su padre y su hermana quienes lo acompañaban. Se sintió halagado y temeroso. No había vencido del todo sus quimeras, y sabía que los tres seguían rezando por él.
Necesitaba evitar las palabras comprometidas. Después de saludarlos, habló de la guerra. Fingió entusiasmo por las victorias, y explicó sus proyectos militares. Se engancharía en la Legión, etc. ¡Oh, cuántas mentiras! Salía de París mintiendo, como había llegado. Pero necesitaba mentir, protegerse de nuevo, no dejarlos hablar. Sabía que la última frase de cada uno sería un golpe para su corazón.
¿Y Magdalena? ¿Por qué tardaba? ¿Habría resuelto no venir, evitar la despedida? ¿Estaría ahora de bruces sobre el lecho, llorando? ¿Extremaba su pudor hasta aquel último sacrificio?
Faltaba poco tiempo cuando llegó, pausadamente, llevando en la mano un pequeño maletín. Vestía de gris, y, por único adorno, un pañolillo rojo de lunares anudado al cuello. Estaba tranquila. Silbaba la máquina, y entraron en el vagón. Las manos se tendían, en los últimos adioses. George y Magdalena concertaban una cita para el regreso. Y el presbítero, cuando el tren andaba, había trazado una cruz en el aire. Sólo Eulalia, al darle la mano, le había dicho:
—No tema usted a la muerte, pero no olvide que la vida hay que merecerla.
Magdalena se sentó junto a la ventanilla, y encendió un pitillo. «Magdalena, o la mujer que fuma», pensó. Pasaba el tren entre los barrios de París: callejas, casas inverosímiles, pequeños campos labrados, protegidos por estacas. Salieron al campo. Francia verde y dulce, granjas y castillos. Rúan, toda roja. Bosques, páramos desnudos, y al caer la tarde el olor acre del mar. Un río turbio y, finalmente, Boulogne.
Buscaron una fonda y la hallaron en seguida, frente al canal y los muelles. Había un bar en el piso bajo, y en la puerta, una mocita, de falda pantalón oscura y una gran cruz en el pecho, se apoyaba en una bicicleta, mirándolos.
Javier se acercó al patrón, y le preguntó si tenía habitaciones para pasar la noche. No entendió la respuesta, hecha en un francés nórdico, incomprensible, y Magdalena hubo de traducírsela.
—Dice que tiene el hotel vacío.
—Que nos dé, entonces, dos habitaciones con ventanas al mar.
Magdalena estaba a su lado, algo separada. No respondió, sino que, aproximándose, lo miró largamente, desolada e implorante. Comprendió que no podía hablar. No había palabras para aquella petición postrera, o, por lo menos, ella no podía pronunciarlas. Pero ¿por qué lo miraba así? ¿Quería descubrir en sus ojos idéntico deseo, deshacer en un instante el disimulo de todo un día, desde que, aquella mañana, se habían sentado juntos en un vagón de ferrocarril? Le tembló el alma en el trance de la decisión. No cabían subterfugios, ni habilidades, ni ingeniosas evasiones. Todo desaparecía del contorno, los hombres, la ciudad, la historia. Sintió pesando sobre él miles de años incontables, todas las generaciones, parejas infinitas a las que debía el ser, que, en un momento de su vida, se habían hallado como ahora él, hombre y mujer nada más, con el sí o el no como únicas respuestas.
Un esfuerzo de voluntad le bastó para cortar el pensamiento en acecho, y se entregó, ciegamente, al impulso sentimental. Aquello formaba parte de su fatalidad, o era episodio del drama tramado por quien jugaba con su vida.
—Denos usted una habitación por esta noche —dijo al patrón, resueltamente.
Fue como sumirse en un delirio y como si el delirio le revelase la existencia de un mundo sencillo e ignorado, amable y feliz. Y si miraba a Magdalena, creía descubrir en ella un estado semejante: como si entrambos se hubieran desprendido tácitamente de una costra molesta y pesada que les abrumase las almas, para vivir, por un día nada más, sinceramente.
Boulogne-sur-Mer estaba envuelta en sol, y en el horizonte, hacia el canal de la Mancha, por donde había de llegar el barco, se columpiaba la neblina. Se echaron a la calle cogidos de la mano, como dos novios que hubiesen descubierto el amor y esperasen una dicha efímera e intensa de los placeres apacibles: ir a la playa, jugar con las olas y con la arena, recorrer la ciudad —las calles empinadas, con edificios de piedra y arbolitos en las aceras; los canales, el muelle, el largo malecón y el faro en el extremo—; la alegría arrebolaba las mejillas de Magdalena, y el pañolillo rojo que anudaba al cuello sonaba, azotándoselas, cuando en la orilla del mar el viento soplaba fuerte. Un fuente olor salobre hacía presente el mar; un olor que recordaba a Javier su villa natal, donde no recordaba un solo día de vida ingenua desde la remota infancia. Sentía ahora la falta de días así, que debiera haber vivido en la adolescencia, recién descubierto el amor y el valor de las caricias. Pero antes que el amor se había despertado en él la terrible conciencia, el estar sobre sí como centinela, vigilándose los repliegues del alma tanto como los actos y las palabras, y así, pasados por la razón, estos pequeños juegos amorosos —darse la mano, cogerse de la cintura, beber de la misma copa y sentirse siempre próximos— hubieran perdido su frescura. Cumplidos los veintiséis años, con el alma madura y en trance de abandonar Europa, se entregaba a ellos con el ansia del que, sabiéndose junto a la muerte, quiere llenar todos los minutos restantes para que ni uno solo marche vacío y sonoro en su oquedad.
Hallaron un restaurante donde comer; junto a ellos, una madre joven vigilaba la cena de sus hijos, vestidos de bañador, sucios de arena, con las espaldas rojas de insolación. Y después, a prima noche, recorrieron el camino del faro, y sentados en la escollera, Javier cantó a Magdalena alalás marineros, y ella, canciones bretonas en una lengua antigua y oscura. En la lejanía, las luces de un transatlántico se hundían en el cielo.
14
Un crepúsculo blando envolvía la ciudad, corriendo por el canal hacia el mar, cuando despertó. No pudo precisar si fueron los primeros ruidos de los muelles o un peso desacostumbrado sobre su pecho los que lo habían despertado. Vio el cuadrado de la ventana sobre el cielo matinal: entraba una neblina sutil, casi invisible, pero cargada de olor salobre. Imaginó el paisaje como en un cuadro flamenco, grises y azules, contornos borrosos, y la lejanía del mar, hacia la boca del puerto, fundiéndose tierra y cielo en una sola pincelada. Parecíale el aire cada vez más salado, con mezcla de brea y otros olores porteños: aquellos olores familiares de la infancia, cuando despertaba en su cuarto sobre la mar, y se levantaba para ver cómo partían en la madrugada los barcos para la pesca. ¿Cuántos años tenía entonces? A veces la borrasca obligaba a su madre a cerrarle la ventana, de noche, al acostarlo, y tenía que contentarse con ver la partida de los pescadores a través de los vidrios mojados por la lluvia. Así recordaba a su padre, una mañana ceniza, vestido con ropa de aguas y sueste, ordenando a voces; pero aquella vez no era partida, sino regreso, porque en el desembarcadero había amontonados cajones en cuyo fondo brillaban los peces azulados. Y en el mástil de un barco, junto a la vela recogida ya, un farol lanzaba su luz inútil.
Sintió un deseo vehemente de contemplar la amanecida: era otra vez el mar, del que tanto tiempo viviera separado. El mar de su padre y de sus abuelos, y de todos los hombres de su sangre, hasta perderse la memoria. Ahora volvía a él. Un barco, que a estas horas partía de Southampton, o de Londres, o de Dover, lo acogería en su cubierta al atardecer, y con la noche navegarían las aguas del Atlántico. Y después, Lisboa, ciudad marinera, encaramada en colinas sobre el estuario del Tajo. ¿Y después? No lo sabía, pero el impulso romántico que le nacía con aquel aire marinero le llevaba los pensamientos hacia el mar, y ahora lo empujaba a levantarse y respirar desde la ventana a sus anchas, mientras los ojos se recreaban en la lejanía.
Fue al intentar levantarse cuando advirtió de nuevo el peso sobre su pecho, y entonces vio a Magdalena, durmiendo plácidamente, mientras uno de sus brazos lo sujetaba. Así había estado toda la noche, como temiendo que la mañana lo arrebatase el ensueño. Dormía infantilmente, con las guedejas en desorden, descubierto el escote blanco. Mirándola recordó que en algún verso había leído de una garganta que transparentaba el vino rojo. Tenía los ojos cerrados y el rostro tranquilo y feliz. Si se levantaba y soltaba aquella mano, Magdalena despertaría. No supo nunca si decidió permanecer inmóvil, mientras la luz de la ventana clareaba, por caridad con sus ensueños o por miedo a despertarla.
Con la mano que le quedaba libre alcanzó el reloj. Eran aún las cinco de la mañana. Intentó dormir de nuevo, apartando todos los recuerdos, y los recuerdos se fueron como llevados por un brisa fuerte. Pero permanecía el peso dulce sobre su pecho, como atándolo al presente, que no era aún recuerdo. El brazo de Magdalena lo circundaba, desnudo desde el codo. No había pulseras en la muñeca ni sortijas en la mano, pero la piel era suave y delicadísimo el color.
Otra vez los recuerdos, pero cercanos: las horas inmediatas, la noche última. Temeroso de enredarse en ellos los apartó también, y por buscar el sueño dio en imaginar lo que sería aquel día último con Magdalena.
Saldrían a la calle mediada la mañana, y conforme avanzase el día, una mayor tristeza desalojaría de su rostro las últimas huellas de una felicidad fugaz. Por huir de la soledad, irían a la playa, vulgar, llena de gentes ordinarias con las espaldas color salmón; y después, al cabo del espigón, junto al faro, donde el viento azotaría el rostro de Magdalena con una punta de su pañuelo rojo. El barco aún no habría llegado, y uno y otro, con pensamientos dispares, lo buscarían entre la niebla. Después irían a comer en el mismo restaurante donde la noche anterior habían cenado, con los mismos chiquillos juguetones, pero esta vez recién llegados de la playa, húmedos los cabellos y aún manchados de arena. Magdalena, sombría y silenciosa, y él hablando de cosas anodinas, incapaz de vivir aquellas horas últimas con todo su rigor. Luego, la tarde, interminable, y el barco echando el ancla más allá de la barra. Los últimos preparativos. Hablarían de cosas concretas y sin importancia: si las maletas estaban bien cerradas, y si había recogido todas sus cosas. Quizá Magdalena no quisiera subir con él a hacer la última inspección, por evitar el postrer minuto a solas, o acaso por lo mismo él la dejara subir sola mientras apuraba en el bar un vaso de cerveza por el que no sentía el menor apetito. Pero todo estaba en las maletas. El mozo las cargaba con el carrillo mientras la muchacha ciclista les decía adiós, y Magdalena aclaraba su error, diciéndole, con disimulada amargura, que sólo él se marchaba, y que ella volvería después, pues no había tren hasta la mañana siguiente.
El pequeño barco transporte anclaba al otro lado del canal, pasado el puente. Un momento en la Aduana. Magdalena, ahora, no soltaba su brazo. Después, las maletas pasaban al barco, y miraban cómo los mozos de a bordo las colocaban en montón, mientras los pasajeros bajaban por una pasarela poco firme y una madre aconsejaba a su niño que tuviera cuidado. Era temprano. Ni ella ni él decían nada, y él no tenía nada qué decir. Pero tampoco se miraban, porque Magdalena tenía los ojos arrasados de lágrimas, y un llanto sordo le hipaba en la garganta. Pero en el barco la sirena anunciaba la partida: tres pitidos largos y agudos. Magdalena, entonces, lloraba y las lágrimas le bajaban rodando hasta la blusa, haciéndole una mancha húmeda junto a los hombros.
Y él, ¿qué diría? «Adiós, Magdalena.» Esto era sencillo y patético, pero ella querría más. ¿Le diría: «Te quiero, Magdalena»? No, no se lo diría. Era bastante «Adiós, Magdalena».
Y ella: «Adiós, Javier», y al decir Javier se le velaría la voz. Y le daría un beso: era indispensable. ¿Un beso, así, delante de todo el mundo, a una mujer llorosa? Pero estaban en Francia. Y al entrar él, por fin, en la pasarela, después de sueltas las manos que a las suyas se aferraban, diría como la madre al niño: «No te vayas a caer.» No, estaban sucias las aguas del canal y caerse entonces hubiera sido muy ridículo.
Magdalena llevaba en una mano el pañuelo rojo con lunares blancos. Andaba ya el barco, y ella también, por el borde del muelle, primero sosegadamente, después casi corriendo, para no desemparejarse, agitando la mano con el pañuelo, que se destacaba sobre el fondo gris de las piedras. Y al llegar a donde comenzaba el pretil, ya no vería sino su torso agitado, y su brazo erguido sobre la cabeza, rematando en el pañuelo movido por la brisa.
Ya se veía, lejano, el paquebote. Echaban humo las chimeneas y tocaba la sirena. Ahora habían alcanzado la mar, y Magdalena, junto al faro, no era más que una mancha blanca y un puntito rojo, que se movía. Se dio cuenta de que la imaginación o el recuerdo le habían humedecido los ojos, y sin pensarlo acercó los labios al brazo de Magdalena y la besó.
Después, llegaría al barco. En el portalón, un oficial de la marina mercante recibiría a los viajeros, y él exhibiría su buen inglés para pedir al oficial unos prismáticos. Buscaría entre la borrosa ciudad la punta del muelle, el faro, y la figura de la muchacha. La vería sentada, y la cabeza entre las manos, llorando. A su derecha, un poco más abajo, un hombre pescaba con caña.
¿Qué haría Magdalena? No pudo, por más que quiso, imaginarla sola, en aquel cuarto en que ahora dormía, ni tampoco su marcha del hotel, muy de mañana, para alcanzar el primer tren. Otra vez la estación, los campos. Rúan toda roja, los campos verdes, el castillo, los arrabales de París, la estación del Norte. ¿Estaría George esperándola? Pero George no sabía nada, ni cuándo ella estaría de regreso. Un taxi la llevaría a través de París, hasta su casa lejana, en el barrio proletario. Era la tarde y se encendían las luces. Entraba Magdalena en su cuarto, con aparente serenidad, y dejaba sobre la mesa la cartera y el sombrero, y encendía un pitillo. Se sentaba en el sillón en que él gustaba de sentarse. Miraba las flores mustias en el vaso. El retrato de Marx y Lenin. La Virgen italiana. Todas las cosas, una por una. Había acabado el cigarrillo y encendía otro. Se levantaba, y por la ventana veía jugar en la acera opuesta unos chiquillos. Cogía un libro: Rilke, y lo abría, y leía en voz alta:
Doch alle, was uns anruehrt, dich und mich,
nimmt uns zusammen wie ein Bogenstrich,
der aus zwei Saiten eine Stimme zieth,
con aquella su voz.
¿Y después? El intento de recuperar su acostumbrada vida: la universidad, la célula comunista, las breves y cada vez más amargas escapadas al gran mundo, a «su mundo», siempre abrumada por el recuerdo, y por una obsesión cada vez mayor: matarse. «¡Yo me mataré, Javier!» se lo había dicho con un acento de sinceridad salido del alma. Magdalena se mataría por él, por amor de un hombre que había representado ante ella un papel deplorable y que huía por temor a ser descubierto, y también por cobardía de no afrontar el amor.
George, Eulalia… ¿Serían capaces de devolver la paz a Magdalena? Pero George y Eulalia eran cristianos, y la paz de Cristo sólo podría anidar en el corazón, a través del de Magdalena. Javier, el fugitivo, también incrédulo, o casi incrédulo, tendido ahora en un lecho cualquiera de cualquier ciudad, imaginando fríamente la suerte de Magdalena, que lo amaba.
¿Y cómo se mataba? No podía hacerlo de una manera ordinaria, como mujer hambrienta o deshonrada de la clase media. Había que excluir las muertes aparatosas y las de mucha publicidad: el Sena, el metro, la torre… Nada de eso. Y también la efusión de sangre: herida incisiva, disparo de pistola. Magdalena no podía matarse de aquella manera. ¿Una muerte estética: reproducir la de Petronio, abriéndose las venas en el baño, dejándose morir dulcemente? Tampoco: porque Magdalena no era una esteta. ¿Flores, gas, apariencia de accidente? Era posible, pero a él no le halagaba aquella muerte que podía aparecer casual.
Un movimiento de Magdalena le hizo volver los ojos hacia ella, y entonces vio una arruga imperceptible que deshacía la serenidad de su sueño. ¿Qué estaría soñando? No aquella muerte que él imaginaba, porque en el rostro no había rastro de horror o de agonía.
Había sido infeliz. ¿Desde cuándo no conociera la dicha? ¿La había acaso conocido alguna vez? Aquellos amores no fueran ejemplares: y de la historia no recordaba Magdalena con emoción ni un solo instante. Pero estas últimas horas viviera como nunca. Respiraba de otro modo, y todo en su vida se había cambiado desde que él asintiera con la mirada.
Recordó Javier a Greta Garbo en Cristina de Suecia, mirando todos los objetos del cuarto donde amó, por vez primera, a Pimentel. Magdalena llevaría para siempre en las pupilas, imborrables, la cama, la ventana, el ajuar modesto y gracioso, el papel de la pared; y en la carne el tacto de las sábanas. Se mataría, seguramente, en aquella habitación.
Aquello estaba mejor. Magdalena tomaba el mismo tren de la mañana en la estación del Norte, y sentada junto a la misma ventanilla, repasaba el paisaje, recordando las palabras dichas. En Boulogne pedía, con insistencia, la misma habitación, y la pagaba adelantado. Después salía, recorriendo los lugares donde habían estado. En el faro se sentaba con el pañuelo rojo en las manos, y miraba otra vez el horizonte por donde el barco había desaparecido. Iba a cenar al restaurante, donde ya no había niños ni veraneantes. Ocupaba la misma mesa y comía los mismos manjares, recordando siempre. A aquella hora, George recibía una carta, rogándole que fuera a Boulogne, y cogía el tren de la noche por los pelos, lleno de inquietud. No podía dormir, y deseaba llegar y saber qué quería Magdalena con aquella urgencia. ¿Presentía George el suicidio? Seguramente. Magdalena se había encerrado en su cuarto, en aquel cuarto, había recordado, también allí. No lloraba. Después, escribía hasta muy entrada la noche; acaso hasta que el alba nacía, entre olores salobres. Le escribía a él. Por fin, rápidamente, dos letras para George, pidiéndole perdón.
Se acostaba vestida. Del bolso rojo había sacado una jeringuilla diminuta y una ampolla de morfina pura. Dudaba. Por fin, la clavaba en el brazo… No podía imaginarse también el resto, ignorando los síntomas de la muerte por morfina, pero supuso un sopor ascendente, una laxitud mortal… Las cosas que se vuelven imprecisas. El tiempo, el espacio, todo se borra de la conciencia paulatinamente, sin un solo dolor. ¿Era así? Tendría que buscarlo en un tratado de toxicología.
George llegaba a la mañana, y apresurado preguntaba por Magdalena. «Nos ha avisado de no despertarla hasta la llegada de usted.» George subía de tres en tres las estrechas escaleras, tropezaba en aquel paso difícil y oscuro, y pretendía abrir la puerta, cerrada por dentro. Tenía que franquearla de un empujón. Magdalena ya estaba muerta. Cuando, después, la describía en una carta, decía: «Hermosa como siempre, las ropas compuestas, elegante. Sólo una mano un poco crispada cogiendo fuertemente la colcha…»
La carta de George, con la de Magdalena, la recibía seis meses después. Le gustaba suponer que estaba en la guerra, en una trinchera, y primero leía la de George. El griego lo acusaba suavemente de ser el responsable de su condenación. «¿Habrá tenido Dios piedad de ella en su último momento? Si no fue así, usted tendrá que responder en la otra vida, porque Magdalena se hubiera salvado sólo con que usted se casara con ella.» ¡Aquel George…! La carta era larga, llena de detalles desagradables: la autopsia, el entierro en el cementerio de Boulogne, sin cruz y sin parientes. Y la de Magdalena… Estaba escrita en aquel francés sencillo que ella hablaba, y más que leerla la oía. Tenían las palabras profundo acento. No había un solo reproche. Se marchaba voluntariamente porque no podía vivir sin él. Y él no lo entendería, porque tenía fe, y el que tiene fe no busca la muerte. Pero ella no tenía ninguna. La que buscara, aquella fe acre en el comunismo, se la había arrancado él, dejándola desnuda. Hubiera vivido a su lado infinitos años, sin esperanza. Pero no podía soportar aquella ausencia. Y todo lo demás. La carta, como podía imaginarla, no era muy larga; más bien, para carta de suicida, era breve. Estaba escrita en frases incisivas, desnudas. Era una carta de antología.
Ahora Magdalena se mueve, y el peso sobre el pecho desaparece. Puede levantarse. Va a la ventana, pero se acuerda de que ya no le interesa el amanecer. Ha salido el sol, y por la calle transitan los primeros carruajes. Cierra, para que el ruido no la despierte. Luego se viste silenciosamente y sale a la calle. Tiene ganas de andar. La mar está baja, y se ve el fondo del río. Las bocas de las alcantarillas despiden un olor sucio. Tiene que fumar para no marearse: siempre le pasa así, en esa hora en que el olor de los puertos es más crudo y, como si dijéramos, se perciben sus componentes por separado. En Vigo, tan parecido a Boulogne, pasaba igual: el pescado, el mar, las alcantarillas, cada uno por su parte, ofendían el olfato, con riesgo de mareo. Estaba mejor con la mar crecida, fundiendo los olores en uno más suave, así como resultante de todos los demás. Recorre el muelle, y se encuentra junto al faro. ¡El faro! En ese escalón se sentará Magdalena. No, no es posible. Ella no puede morir así. La carta de George le hace responsable de su muerte, y George dice la verdad. Si se casa con ella, Magdalena recobrará su vida, volverá a creer y a ser alegre. Pero casarse… ¿Por qué ocurrirán estas cosas peregrinas? Él ha rezado el Credo en una iglesia cualquiera porque ha visto a una santa, y Magdalena volverá a creer si continúa a su lado, si él quiere que crea. Y, sin embargo, la creencia estaba en su alma, como está en la de Magdalena, y pueden volver a ella cuando quieran. ¿Por qué hará falta esta encarnación en un hombre, en una mujer, para que la idea recobre su antigua eficacia operante? Tendrá que pensar en esto cuando tenga más sosiego. Ahora sólo entiende que Magdalena tiene la vida puesta en la suya, y que será como él quiera.
Regresa. Hace frío, y ha salido desabrigado. El dueño del hotel está en su puesto, tras el mostrador, y enciende la cafetera. Encarga dos tazas de café muy grandes y muy calientes, y para entonarse bebe un doble de coñac. Va a subir, y se detiene. Ahora tiene miedo otra vez. No sabe qué va a pasar. Es de día, y si Magdalena inicia otra vez el amor, con la luz clara leerá en sus ojos su cobardía. Ahora, más que nunca, la teme. Es imponente su presencia; es una mujer, y él, él todavía es un muñeco que representa bien su papel. Pero lo que sucederá esta mañana, cuando la encuentre, tiene que ser grave, recio, profundo. Es una mujer con la vida en vilo, y él es un hombre. Lo será si ella le acompaña. Ha crecido por dentro desde que la conoce. Muchas cosas a medias adheridas están ahora casi fuertemente incorporadas a su vida. Pero al dejarla, ¿qué será de él?
Y todo va a decidirse ahora, dentro de unos minutos, cuando vuelvan a encontrarse. Renuncia a imaginarlo. No es previsible. No conoce el alma femenina, no puede adivinar esta reacción inmediata, cuando regrese del paseo matinal y la encuentre despierta. No reclamará, como ha pensado antes, su «última ración de amor». ¡Qué poco carnal es Magdalena! Ama como una mujer casada, como él imagina que amarán las mujeres casadas y castas, para quienes la carne es sólo un medio de expresión.
No sabe el tiempo que ha transcurrido, arrimado a la ventana del bar, contemplando el puerto a través de los cristales empañados. Cerca de él suena la cafetera, donde hierve el agua, y el vapor se escapa silbando. Él, sin pensarlo, escribe su nombre en el cristal, con letras grandes, mayúsculas:
J A V I E R
Y de pronto, sin que pueda explicarse el porqué, dice en voz baja:
—Es como si la matase.
Y un escalofrío le conmueve.
Es absurdo. Esta conclusión no tiene relación aparente con sus pensamientos; no ha habido en ellos nada que la justifique. Es como un estallido en medio del alma, o como un punto de calor que repentinamente se ampliase hasta quemarle todo el cuerpo, o como la súbita hinchazón de un átomo de polvo que alcanzase la grandeza del Universo. «Es como si la matase.» No puede mentar otras palabras ni otra idea, ni su corazón produce otros sentimientos que un terror sutil desconocido. Pero, en cambio, la imaginación le zarandea, proponiéndole metáforas incoherentes: el punto de calor, el estallido o el átomo de polvo. Es como si su voluntad de explicárselo todo se haya desplazado desde la inteligencia a la imaginación, y ésta se produzca libremente. «Voy a matarla, voy a matarla, voy a matarla.» Se ha escuchado, y las palabras insisten en los oídos, pero como si todo el cuerpo oyese y fuese un gran resonador que les prestase volumen hasta hacerlas grandes y huecas como campanadas. O como si fuesen de plomo y le golpeasen en el corazón hasta anonadarlo.
Es necesario sobreponerse a la situación, poder siquiera representársela con palabras ordenadas y coherentes. Un alud de viejas experiencias se interpone, ahogándolo todo: los terrores infantiles, las ideas religiosas extraídas de lecturas, las palabras de George. Pero todo esto contribuye a la situación, no la crea. No tiene nada que ver con la idea inicial, que más que una idea es un sentimiento o algo mezclado de todo, perteneciente a un mundo extraño y olvidado. Otra mañana como aquélla —¡parece que hace un siglo!— se ha levantado con la obsesión de haber ofendido a Magdalena. Y su dedo escribe en el vaho del cristal, debajo de su nombre:
M A G D A L E N A
Es un acto mecánico. No tiene control sobre sí. Hay que volver a la idea de sobreponerse; no apartarla ni dejar que se escape, arrastrada por el tumulto imaginativo. Sobreponerse, ser dueño de sí. Esto es. Aunque sea aceptando aquella idea adventicia, pero cierta, con todas sus consecuencias. Sí. Aceptando su implacable verdad. No queda otro remedio.
Hay que volver junto a Magdalena, subir tembloroso los escalones, abrir la puerta, arrojarse en sus brazos… Cursi, cursi, cursi. No arrojarse en los brazos: preparar un discurso patético, entre confesión y declaración. Tampoco. Entonces, ¿qué? Pero hay que hacerlo. Ya no tiene remedio. Ha sido necesario pecar con ella para darse cuenta. No puede razonarlo, pero debe entregarse al impulso, que no es ciego, sino clarísimo. El impulso ciego ha sido unas horas antes, a medianoche. Éste ilumina y ordena: no puede ser vivir con aquella angustia sobre las espaldas, y, sin ella, sabe que lo llevará siempre.
Ahora el patrón ha preparado en una bandeja dos tazas humeantes y dos medias lunas, y pregunta si querrán también tostadas y mantequilla. Y después, al verlo indeciso, le dice si él va a desayunarse allí y si sólo subirán el desayuno de «madame».
—No —responde—. Los dos, por favor.
Y sube las escaleras. Se ha decidido: le dirá que está dispuesto a casarse con ella, que marcharán juntos. Pero no sabe cómo se lo dirá. ¿Para qué proyectar, si luego la realidad será distinta? Simplemente, no hará una escena ridícula. Dejará que Magdalena actúe, y en el momento oportuno dirá lo que tiene que decir. De Magdalena no puede esperarse nada cursi ni ridículo.
Abrió silenciosamente la puerta. Ella estaba despierta y sentada en la cama, con los ojos fijos en sus manos, y tan absorta, que no lo oyó entrar. Respondió suavemente a su saludo. Él pensó si debía besarla, pero la llegada de la camarera le distrajo. La mandó dejar la bandeja en cualquier parte.
—Yo me levantaré, Javier. No tengo costumbre de desayunarme en la cama.
Se envolvió en una bata elegante y austera y bajó de la cama. Recordaba Javier, una mañana lejana, su primer despertar en París, y el despertar de Irene. Magdalena se acercó y puso sobre la mesa la bandeja. Sirvió el café y preparó las tostadas, las medias lunas, la mantequilla. Silenciosamente, sin mirarlo. Esperó, para desayunarse, a que él lo hiciera.
—¿Tienes frío?
—Ahora ya no.
—Has madrugado mucho y dormido poco.
—No sé qué hora era cuando me levanté.
No sabían qué decir, y escondían su turbación tras palabras anodinas. «Ella —pensó— también está avergonzada.» Evitaban mirarse; en realidad, no se habían mirado todavía.
«No puede pasarle lo mismo que a mí. Pero no sé qué podrá pasarle.» El cigarrillo le sirvió de ayuda para consumir otros minutos.
Vio sus manos, y no temblaban ni tampoco parecían frías. Respiraba pausadamente, pero tenía el mirar con nubes y hacia adentro, como contemplándose en el ir y venir de las ideas. Habían desaparecido todas las huellas de la felicidad. Aquella hondura palpitante de la noche última, llena de esperanza, había sido efímera.
—Javier.
Él fingía distracción y miraba al aire cuando oyó su nombre.
—Javier, ¿me dejas que te hable?
No sabía qué contestar. Le venían impulsos de abrazarla, diciéndole simplemente que se casarían. Tenía que esforzarse para vencer, como siempre, los impulsos; pero el esfuerzo le consumía la imaginación y de su fantasía no brotaban discretas respuestas.
—Estoy arrepentida, Javier, y acosada de un dolor profundo. ¿Por qué habré venido contigo? Yo me prometiera ser, como siempre, tu amiga, nada más que camarada, y pasar esta noche como aquella otra en el campo, simplemente juntos, sin importunarte, y también… —se le veló un poco la voz— también sin tentarte. Aquella vez no me costó gran trabajo, pero ahora fui más débil, y te lo hice ser a ti.
Se interrumpió. «Estoy haciendo un bonito papel», pensó Javier durante la pausa.
—Pero tú te marchas, Javier, y esto fue más fuerte que todo. ¿De cuántas cosas me olvidé ayer, cuando te miré suplicante? Creo que hasta de mi amor, porque si lo hubiera recordado jamás pensaría en traerte hasta mí. Y era tanto mi entusiasmo, que si durante el día algún escrúpulo vino a turbarme, lo arrojé de mi lado. Tenía la esperanza de seducirte, de que esta mañana me dijeras que te quedabas a mi lado, sin darme cuenta de que buscaba tu derrota.
Y como él quisiera hablar;
—No me contestes. ¿Para qué? Llevarías tu generosidad hasta disculparme, y yo no tengo disculpa.
Y añadió inmediatamente:
—Si tuviese fe, creería haber pecado, y creería también que te hice pecar a ti.
La camarera, al marcharse, había dejado entreabierta la puerta. Javier se acercó, la empujó con la espalda y quedó arrimado a ella. Necesitaba un apoyo espiritual, y el contacto con la puerta le hizo sentirse más seguro, como apuntalado en el cuerpo y en el espíritu.
Éste era el momento. ¿Qué iba a pasar o qué palabras iba a decir? Tomó del cigarrillo las últimas fuerzas: lo chupó profundamente, arrojó la colilla por la ventana y dijo con su mejor aire:
—He decidido que nos casemos y marchar juntos.
Quedaron silenciosos, mirándose. Javier pensó que eran necesarias otras palabras para que la escena fuera perfecta:
—Ahora ya podrás decírmelo: Ubi tu Caius…
Pero Magdalena no dijo nada.